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arlos Perches Treviño y Ramón Sardina García, ambos estudiantes de Veterinaria, se introdujeron la madrugada del 25 de diciembre de 1985 al Museo Nacional de Antropología de la Ciudad de México y de sus salas robaron poco más de un centenar de piezas arqueológicas mesoamericanas mayas y aztecas. El crimen, considerado como «el robo del siglo», trastocó el exacerbado nacionalismo de una sociedad golpeada apenas tres meses atrás por el fatídico sismo del 19 de septiembre. Tres décadas después, el suceso sirve de inspiración para el segundo largometraje del cineasta Alonso Ruizpalacios: Museo. Apoyado en el guión por Manuel Alcalá, el director toma el crimen como un pretexto para explorar la apatía y el hastío de la juventud mexicana como ya lo hizo en su ópera prima Güeros (2014). Colocando al centro del relato a Juan Núñez (Gael García Bernal), Ruizpalacios realiza un sutil pero contundente estudio de personaje abordándolo desde distintos frentes: su nacionalidad, su ideología política de izquierda, su educación, su ambiente familiar conservador de clase media alta pero ese particular espíritu burgués, su amistad con el bonachón Benjamín Wilson (Leonardo Ortizgris), y sobre todo, su juventud y su inherente rebeldía. Juan es un inadaptado social de espíritu anárquico que goza de derribar el status quo; un joven rebelde e inmaduro con carrera universitaria trunca y una ideología anticolonialista que se opone al uso de palabras en inglés y al descarado imperialismo yanqui encarnado en la figura de Santa Claus. Su oposición al sistema y a la cultura estadounidense es tal que no le importa destruir las ilusiones navideñas de sus sobrinos al revelarles la verdadera identidad de quienes les obsequian los regalos en esa celebración.
Inspirado por la fenomenal secuencia del robo a la joyería en el clásico del cine criminal Rififi entre los hombres (Du rififi chez les hommes; 1955), de Jules Dassin, el director mexicano recrea el robo al Museo Nacional de Antropología con una impecable puesta en escena en las réplicas de las salas del recinto cultural que se construyeron en los foros de los Estudios Churubusco. Y si en Güeros recorríamos la Ciudad de México, ahora toman su lugar las calles Ciudad Satélite –lugar de origen de los protagonistas–, así como Palenque y Acapulco, lugares de la provincia mexicana donde los rebeldes hastiados devenidos a criminales buscan mover las piezas en el mercado negro de las piezas arqueológicas. Es en medio de este viaje alucinante que el director desarrolla a profundidad la contradictoria personalidad de Juan, su casi simbiótica relación con Benjamín, el inicio de su caída y la preparación de su camino hacia la redención que buscará en el tercer acto. Es aquí también cuando al protagonista se le presenta la fortuita oportunidad de conocer a la famosa bailarina exótica Sherezada (interpretada por la argentina Leticia Brédice), un personaje que representa el alter ego fílmico de la vedette Isabel Camila Masiero, mejor conocida como La Princesa Yamal; se trata de una anécdota que el director aprovecha para homenajear, con una fársica secuencia de pelea en los bajos mundos de Acapulco, al llamado «cine de ficheras» –para más información referirse al excelente, revelador y entrañable documental Bellas de Noche (2016), de María José Cuevas–. La relación paterno-filial, al igual que en su ópera prima, tiene un gran peso en la trama: mientras en Güeros teníamos a la figura de un padre fallecido pero no ausente en espíritu gracias a su legado musical –aquella mítica cinta del hombre que alguna vez hizo llorar a
Bob Dylan–, en Museo, en cambio, tenemos a un padre muy presente –encarnado por el excelente actor chileno Alfredo Castro–, una figura paterna imponente que resulta frustrante para Juan por no poder cumplir con las expectativas que depositó en él. Es aquí donde la película adquiere ligeros ecos autobiográficos, pues el padre del director, al igual que el padre de Juan, era médico, así que conocía perfectamente lo que era no poder cumplir con las expectativas de los familiares. El personaje del patriarca adquiere mayor complejidad gracias a una anécdota familiar confesada por el tío de Juan, y es así como desciframos que esa figura estricta y autoritaria responde a una psique atormentada por un pasado de rebeldía e irresponsabilidad. El padre de Juan es un hombre agobiado por la culpa ante una irresponsable fatalidad, y por el desesperado intento de evitar que su hijo repita su historia, sus errores. Museo es un ejercicio que va más allá del ingenio visual y narrativo, es un filme resuelto de manera brillante a través de una mezcla del cine de suspenso con ecos de la estética del film noir, con los riesgos formales heredados de la escuela de la Nouvelle Vague y evocadora del americanísimo género road movie; todo ello resulta en un film de espíritu tan clásico como revitalizante para el cine mexicano contemporáneo por su audaz mezcla de géneros y combinación de tonos dramáticos. Estamos ante el trabajo de un director que no teme mostrar sus influencias porque se sabe poseedor de un estilo propio y de una voz autoral auténtica, una cualidad cada vez más valiosa en la industria fílmica.
H
acía tiempo que no escuchábamos la palabra "naco" en el cine. El término clasista está en vías de desuso gracias a la suma de voces que claman por una sociedad más igualitaria y sensible. Si el efecto se traslada o no hasta nuestra dinámica cotidiana es asunto del examen moral de cada quien, el arte por su parte cumple con lanzar la provocación, colocarnos el espejo y ajustar la luz, y esto es lo que Alejandra Márquez Abella hace en su su película, la cual hace más que lanzar una crítica o una burla a las élites: las disecciona. El planteamiento lo hemos visto antes: familia burguesa de las Lomas de Chapultepec, pedante y desconectada, con una personalidad dictada por el estatus y las apariencias. El castillo de naipes comienza a derrumbarse cuando los negocios van mal. La burguesía exhibe su miseria oculta. ¿Alguien dijo Nosotros Los Nobles? Afortunadamente, el riesgo de ser una burla más a los ricos para complacer al gran público, o el de ser otro melodrama inofensivo de carácter neo-telenovelesco, quedan cancelados gracias a la incisiva mirada de este drama hacia la condición privilegiada, que trasciende el escarnio personalista y pone los ojos en el sistema mismo. La trama gira en torno a Sofía (Ilse Salas), una socialité en los años ochentas enajenada con el perfumado ambiente de los clubes, las tiendas exclusivas y las fiestas a la europea. Ella sueña con la realeza española, compra su ropa en Nueva York y desprecia a la nueva-rica morena y "naca" que pretende entrar a su círculo. Sus amigas, son más bien competidoras, presumidas pasivo-agresivas que no dudan en pisar sobre el defecto ajeno para elevar
su virtud social. Todas mujeres cuyo oficio es el ornato, piezas de lucimiento sin valor ni responsabilidad por sí mismas. "Niñas", como se les suele llamar condescendientemente, pues no tienen que pensar, decidir o trabajar. "Bien", porque son de buena familia, porque su chequera, sus gustos y accesos VIP dan cuenta de un fiel apego al manual de etiqueta. Son el estereotipo aspiracional que el wannabismo mexicano ha construído para separar las castas. Pero Sofía tiene un secreto, fantasea íntimamente con Julio Iglesias, un affaire platónico que de confesarlo la volvería la comidilla pública: es de mal gusto admirar cantantes. Basada en las memorias de Soledad Loaeza, la cinta no viene a revelar nada que no sepamos sobre esa élite que con las crisis económicas como telón de fondo, seguía destapando champagne y comiendo caviar. Sin embargo, cuando se decide introducir el factor de la gran devaluación del '82 precedida por la nacionalización de la banca por José López Portillo, se revela la condición humana tras el clasismo. Los ricos también lloran, pero ¿por qué lloran, en el fondo? Las actuaciones logran algo más que credibilidad. Salas demuestra control y conexión perfecta con su personaje, sin dejar de expresar —quizá hasta la reiteración— los condicionamientos de época, contexto y género, en un trabajo de guión más fidedigno que creativo, pero innegablemente divertido. A esto se suman los referentes populares; Jacobo Zabludovsky tiene la verdad mientras Rebeca de Alba tiene la clase. La Maldita Primavera ameniza y la ropa marca FILA distingue. Todos elementos que pueden ser de horror o nostalgia, pero igualmente resultan
simpáticos, aunque poco sutiles. A la par está el vestuario de las actrices, el cual conforma un ente propio; refleja la época, el estatus y personalidad de cada personaje. Aquellas hombreras que hoy resultan ridículas y absurdas, antes daban personalidad y figura. Los rosetones y los holanes que las artistas lucían, tenían antes el carácter populachero que toda respetuosa de la elegancia europea despreciaba, aunque hoy sean vintage. Cinematográficamente, el vestuario es el ingrediente que aporta estética y brillo a una cinta que aunque se defiende suficientemente en ambientación, no puede presumir de una gran producción. Accesible y disfrutable, Las Niñas Bien es también importante para la conversación actual. Al igual que otras películas mexicanas del 2018, intenta mirar al pasado para comprender el presente, un presente confuso y de destino incierto, al cual, si queremos usar como punto de partida, primero hay que evaluar. Y así como algunos ensayos analizan el machismo para estudiar las inseguridades en los propios hombres, esta tragedia de tintes cómicos pone luz en los mecanismos de estratificación social para mirar hacia ese frágil orgullo disfrazado de superioridad. Márquez Abella y su elenco casi enteramente femenino han logrado delinear una parte de la identidad mexicana: la clasista y aspiracional, esa que aunque ha dejado de decir naco (algunos la han cambiado por 'chairo'), sigue ahí en nuestro historial, para algunos, tan horrible como unas puntiagudas hombreras; para otros, tan entrañable como una canción de Marisela.
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uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-
gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.
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l 'enfant terrible' del cine patrio, Carlos Reygadas, regresa con una nueva exploración de sus intereses temáticos en Nuestro Tiempo, el sexto largometraje de su carrera y en el que debuta, junto con su esposa Natalia López, como actor principal a través de una historia que intenta diseccionar las relaciones humanas desde la miope mirada de la masculinidad. El director interpreta a Juan Díaz, un poeta internacionalmente reconocido que se refugia del hastío urbano en su apacible rancho rancho ganadero de la campiña tlaxcalteca y del que está al mando su mujer Esther (López), quien luego de una década y media de matrimonio sustentado en una relación abierta con su marido, ha iniciado un romance íntimo con Phil (Phil Burgers), uno de los trabajadores del rancho. ¿Dónde se establecen los límites de la fidelidad y cuándo se traiciona y se violenta el pacto entre amantes que habían establecido guiarse por una relación abierta? Al igual que en Luz Silenciosa (2007) donde se exponía el tema del adulterio, Reygadas se dedica aquí explorar los dilemas de esta fractura en la relación y en la desconexión en la intimidad mediante una puesta en cámara que busca adentrarnos en su parti-
cular percepción de la realidad a través de simbolismos y potentes metáforas visuales que hacen uso de los animales como una extensión de las relaciones de sus personajes –ojo a la brutal escena del toro bravío– y mediante una evocadora propuesta audiovisual donde comulgan con los diálogos las postales y los sonidos de la naturaleza. Las disertaciones que propone Nuestro Tiempo van siempre abordadas desde el punto de vista del personaje protagonista como reverberación de las obsesiones personales del cineasta; de ahí que la invisibilización de la mirada femenina que se presenta en el film pueda ser considerada como una decisión deliberada que responde a la misma exposición del personaje machista e inseguro. Sin embargo, las limitaciones histriónicas de Reygadas y López, su extraña e inexplicable tendencia al melodrama a través de los diálogos, sus no pocos momentos autoindulgentes, así como su puesta en cámara que, aunque arriesgada y ambiciosa, se presenta como la más tradicional de su carrera, son elementos que merman en esta ocasión el potencial del acostumbrado cine vivencial de Reygadas.
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urante su infancia, Alfonso Cuarón fue un pequeño que recorría las calles de la Ciudad de México para visitar las distintas salas de cine donde pasaba tardes completas asistiendo a esas maravillosas funciones dobles para admirar la magia del cine comercial que todos disfrutamos a esa edad. Pero fue hasta que vio El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette; 1948), de Vittorio De Sica, que conoció la existencia de otra clase de cine; en ese momento cuando supo que tenía que dedicarse a esto. Y casi 40 años después, ese pequeño niño regresa a su país siendo el primer mexicano y latino en ganar el Oscar a mejor director y convertido en uno de los grandes exponentes del cine mundial. En esta ocasión, Cuarón quiere hacer historia de nuevo, ahora acompañado de Netflix en la producción de este nuevo proyecto que espero casi 12 años para realizar. El cineasta regresa a sus orígenes, a su México, a esos lugares que lo vieron crecer para filmar su película más personal a la fecha: Roma. Para la creación del film, Cuarón no solo se remontó a su país, sino también a lo más profundo de los recuerdos y su corazón para sacar de ellos la historia de este proyecto que, si bien esta basada en su experiencias, no habla precisamente de él, sino de las mujeres de su vida, sobre todo de una en especial: Libo, la mujer que trabajó con su familia como empleada doméstica en su niñez y que, junto a su madre, se encargaron de su crianza. Roma es la muestra del profundo amor de Cuarón hacia ella y a su país México. Estas palabras fueron dichas por el propio director al recoger su León de Oro en la pasada entrega del Festival de Cine Venecia.
La cinta cuenta la historia de Cleo, una joven humilde de origen oaxaqueño que trabaja realizando las labores del hogar para una familia que vive en pleno corazón de la Ciudad de México en la colonia Roma. Su patrona, Sofía, se dedica al cuidado de sus cuatro hijos, mientras su marido, Antonio, viaja constantemente por cuestiones de trabajo. La pareja se encuentra en una fuerte crisis matrimonial pero Sofía hace el esfuerzo porque esto no afecte a sus niños. Por su parte, Cleo y Adela, quien es su compañera de oficio en la misma casa y además su mejor amiga, se concentran totalmente en su trabajo para que todo esté perfecto en el hogar. Sofía y sus hijos son muy agradecidos con ellas y les tienen un gran cariño, sobre todo a Cleo, quien prácticamente se convirtió en una segunda madre para los niños, y la tratan como parte de la familia. Cleo es una joven como cualquiera, que sale a divertirse por la ciudad, a caminar por sus calles, va al cine, a tomarse unos tragos y también a buscar el amor. Pero también tiene problemas, ya que la vida está a punto de ponerle duras pruebas ocasionadas precisamente por cuestiones amorosas que se complican aún más debido a la situación por la que atravesaba el país en la década de los 70, momento en el que está ambientado el film. Muy a pesar de los problemas de ambas partes el lazo entre Cleo, Sofía y la familia de esta se convierte en la mayor fortaleza para luchar contra la adversidad.
Con esta historia Cuarón enaltece la labor de la empleada doméstica tan denigrada y discriminada en el mundo –y tan mal retratada en el cine mexicano– convirtiéndola en la gran protagonista de este relato tan personal e íntimo, pero que a su vez nos muestra uno de los momentos políticos y sociales más complicados que ha tenido el México moderno, marcado por los movimientos estudiantiles y los conflictos con el gobierno. Aunque a simple vista no lo parezca, Roma es una mega producción de esas que pocas veces se ve en el cine nacional, llena de avances técnicos de primer nivel. Para empezar, la dirección de arte de Eugenio Caballero (ganador del Óscar por El Laberinto del Fauno) fue una labor titánica; para Cuarón era importante que la trama fuera situada donde ocurrieron realmente los hechos y, obviamente, la ciudad ha cambiado con los años. Es así que Cuarón y Caballero recrearon decenas de lugares que ya no existían basándose en fotografías y recuerdos; enormes sets donde cada detalle, por mínimo que fuera, era cuidado para que coincidiera con la época –es por todos sabido que Cuarón es extremadamente perfeccionista–. Su espectacular diseño sonoro envolvente hace que nuestro oído alcance a percibir hasta el más mínimo detalle de lo que está sucediendo. Roma también cuenta con una espectacular fotografía blanco y negro rodada en 65mm que en esta ocasión corrió a cargo del mismo Cuarón, ya que Emmanuel 'Chivo' Lubezki, su habitual colaborador, no pudo en esta ocasión acompañarlo debido a su saturada agenda. Cuarón, con su ya conocida maestría para los planos secuencia, nos adentra a la intimidad de la familia, la cámara se mueve lentamente por cada rincón de la casa y de sus vidas, plasmando una poética cotidianidad. La elección de casting en esta ocasión fue muy singular ya que Cuarón se basó específicamente en que el intérprete se asemejara lo más posible al personaje de la vida real en el que estaba basado, tanto en lo físico como en su personalidad. Es así que, tras meses de audiciones, fue armando su gran elenco donde se destacan las dos protagonistas que encabezan este
elenco: una Yalitza Aparicio que desborda frescura y que es respaldada por la experiencia de su coprotagonista Marina de Tavira, quien proviene de una familia dedicada al teatro, y tras años de carrera, encuentra en Roma la gran oportunidad que su nombre sea conocido mundialmente. La actriz nos da un gran trabajo interpretando a Sofía, papel basado en la madre del director, una mujer vulnerable pero que saca fortaleza por el amor a sus hijos. Por su parte, para elegir a quien daría vida a Cleo, la heroína de esta historia, el casting se trasladó a comunidades rurales de Oaxaca para buscar a la mejor candidata, eligiendo a Yalitza Aparicio, quien es la gran revelación de este proyecto. Una chica que nunca pensó dedicarse a esto de la actuación –es maestra de profesión– pero que gracias a su increíble talento natural nos ha dado lo que para muchos es la mejor actuación de este 2018. Con una gran sencillez Yalitza agradece a Cuarón la gran oportunidad y disfruta los frutos de su trabajo, siendo uno de los nombres más comentados en la industria del cine este año pero que, increíblemente, aún no sabe si continuará dedicándose a la actuación. Sea cual sea la su decisión, el personaje de Cleo, así como su interpretación, están destinadas a pasar a la historia del cine mundial; y digo mundial porque Roma y su lenguaje cinematográfico sobrepasan las barreras del idioma, contiene escenas magistrales e impactantes por su belleza y violencia, pero son esos pequeños momentos cotidianos y discretos los que le dan fuerza y corazón y que la convierten en una experiencia indeleble en la mente del espectador. Podría escribir hojas y hojas enteras de porqué Roma es la mejor película de año, pero ninguna palabra se comparará con lo majestuoso y conmovedor de la experiencia que resulta esta historia. Si tienen la oportunidad de verla en cines, no dejen pasarla; después podremos revisarla una y otra vez en Netflix, revivir la experiencia y compartirla; porque esta fue precisamente la razón por la que Cuarón optó por el apoyo de Netflix: para que su historia derribara fronteras y llegara a todos los rincones del mundo.
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unca había dado o recibido un golpe” dijo Luis Gerardo Méndez durante la conferencia de prensa de la cinta Bayoneta, al ser presentada en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Quizá un humilde reconocimiento de una actuación que transmite poco de los profundos conflictos que exigía un personaje quizá más allá de los alcances de esta producción. Es la historia de un boxeador, Miguel, que como muchos pugilistas mexicanos abrazaron tal deporte no solo como una pasión sino como medio de escape a un entorno adverso en numerosos aspectos. Sin embargo, extrañamente este boxeador se encuentra ahora retirado, sirviendo como entrenador a otro joven deportista y viviendo en Finlandia, en lo que parece un refugio ante un pasado tormentoso y a la vez un castigo auto-impuesto, aunque solo sea un desafortunado giro de las circunstancias, que decidieron ponerlo en un lugar que difícilmente podía ser más distinto a México y su natal Tijuana. La situación adversa así como un golpe de auto-reflexión, hacen considerar a Miguel volver al boxeo, pero al hacerlo habrá de enfrentarse al mayor adversario: su propia consciencia. La cinta dirigida por Kyzza Terrazas y escrita por Rodrigo Marquez-Tizano, propone concentrar en un solo personaje, el de Miguel, un compendio de crisis emocionales que hacen de la película un abanico de temas de los que sin embargo poco surge y que poco generan. Empezamos por la situación del protagonista, habitando en una país ajeno, en un ambiente industrial donde lo úni-
co que aparentemente hay para hacer es salir a bares, apropiados para un clima inclemente y prácticamente sin horas de sol. Y aunque esta condición tiene una justificación laboral, claramente Miguel está en un auto-exilio movido por su sentimiento de culpa personal. La alienación y la sensación de no-pertenencia, se acumula a la crisis del deportista fracasado, que probó la gloria para después ser olvidado. Una familia olvidada en México coloca otro lastre a su existencia, mientras entre sus meditaciones se encuentra ocasionalmente con un alce símbolo de la culpa y de la percepción bestial de sí mismo. Son aristas que hablan de un diseño de personaje pero también dicen algo del boxeo mismo. El deporte de los golpes es tratado sin romanticismo, sin las peleas imbuidas de gloria y contagiadas de discursos sobre superación personal, algo que podría ser recriminado por los fans del cine de boxeo, donde si algo no puede faltar es la emoción expectante hacia el peleador de alma guerrera que gane o pierda el combate final, finaliza siendo un héroe para sí mismo. En Bayoneta se ven –sin demasiada crítica o compromiso- algunos de los vicios y tretas que afectan al deporte, incluso los que llevan a las peores consecuencias. La estética fría y el estilo seco de su narrativa aluden al cine de Kaurismaki y remiten en general al cine nórdico, especialista en la ausencia de recursos efectistas o de manipulaciones. Esta película claramente recibe influencia esas referencias, al desproveer a ésta de aquello que podría hacerla emocionante o satisfactoria. Pero no por esto se trata de un cine
primitivamente honesto y real como el del famoso director finlandés (pese a las palabras del propio Terrazas que lo ponen como su principal referente), es una película austera en estilo y correcta en ejecución, pero carente de realidad en su protagonista para lidiar con sus dilemas con honestidad, cayendo en una reflexión moral que resulta buenista. Por otro lado la capitalización dramática queda a medias gracias a parlamentos carentes de fuerza y a una actuación de Méndez levemente convincente; el hidrocálido no se deshace de su acento de norteño fresa y su inglés en un tanto pasado de perfecto para un drama que supuestamente busca humanizar a la figura del boxeador como resultado de una realidad social desoladora y un negocio voraz que lo vuelven una máquina de golpear y después una vorágine de vicios. Miguel debe reflejar una descomposición de identidad y sistema moral que ni por mucho se aprecia en pantalla, o en el guion siquiera. No denostaría el evidente esfuerzo físico del actor para lograr un papel como el de Miguel, pero sus demostrados recursos actorales hacen de esta interpretación poco sentida y que se queda en cumplidora. Bayoneta se queda en un producto de entretenimiento aceptable, bienintencionado y con un loable trabajo de producción, pero sin la capacidad para emocionar con la historia ni para conectar con el dolor que la impregna. Una pelea ganada por decisión técnica, en la que al menos no hay golpes bajos.
LAS HEREDE
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hela y Chiquita son madura pareja lésbica que lleva tres décadas en una discreta relación fingiendo ser hermanas ante la conservadora sociedad de Asunción, Paraguay. La acomodada rutina que han llevado en el caserón que Chela ha heredado de su familia se ve alterada cuando Chiquita es enviada a prisión acusada de fraude. Chela se ve obligada a abandonar su zona de confort y a enfrentar sus mayores temores; la sexagenaria mujer debe poner a la venta –y casi rematar– los muebles, la platería y hasta el piano, con el fin de saldar las deudas. Pronto se le presenta la oportunidad de ganar dinero como chofer privada de acaudaladas mujeres mayores, brindándole una mirada clarificadora sobre esa burguesía a la que solía –o creía– pertenecer, a la vez que la aparición en su vida de Angy, una mujer un par de década más joven que ella e hija de una de estas mujeres adineradas a las que transporta, la enfrenta a una encrucijada existencial que la conduce hacia una nueva oportunidad de tomar el control de su vida. Esta es la premisa de Las Herederas, la ópera prima de Marcelo Martinessi que se convirtió en la primera película paraguaya en competir en el prestigioso Festival Internacional de Cine de Berlín –o Berlinale– cosechando el efusivo aplauso del público y tres reconocimientos: el Oso de Plata a la me-
ERAS
jor actriz para la protagonista Ana Brun; el reconocimiento Alfred Bauer y el premio FIPRESCI otorgado por la prensa internacional. Además fue galardonada con el premio Sebastiane que reconoce a lo mejor de la cinematografía queer en el Festival Internacional de Cine de San Sebastián. A partir de una puesta en cámara que apuesta por lo sutil y lo sugerente mediante planos cerrados y fueras de foco y de escena que crean un ambiente perpetuamente limitado y etéreo, Las Herederas se presenta como un ejercicio que paulatinamente va dejando su inicial clima crepuscular para dar paso a ligeros matices luminosos mientras la protagonista de la historia se ve revitalizada tras el forzado despertar de su letargo que suponía ya su desgastada relación con Chiquita y su abrupta expulsión de la clase burguesa. Con ecos del cine de Lucrecia Martel y emparentada espiritualmente con Gloria (2013) de Sebastián Lelio, el director paraguayo se hace acompañar de la fotografía de Luis Armando Arteaga para bordar un relato intimista sobre la madurez femenina y el renacimiento de su sensualidad. Con una encomiable economía narrativa, el novel cineasta logra construir un fascinante universo enteramente femenino y disecciona la psique de su reservada protagonista haciéndola confrontar su nueva realidad: Chela no
sólo es ahora patrona de su sirvienta –su ya única compañía y confidente en la casona transformada casi en un mausoleo dedicado a la melancólica memoria de una vida mejor–, sino que también se ha transformado en empleada de sus amigas. Y es que el encarcelamiento de Chiquita funciona en la película no sólo como detonante para que Chela se enfrente a una nueva realidad y, eventualmente, acceda a una posibilidad de recuperar su libertad, sino que también actúa como una oportunidad para que el director deslice una serie de comentarios sobre la ultraconservadora sociedad paraguaya. A través de las anécdotas sobre la servidumbre que Chela escucha de las mujeres acomodadas a las que transporta, Martinessi lanza algunos apuntes sobre el clasismo, los privilegios sociales, la misoginia y el machismo; no es casualidad, entonces, que el universo masculino esté aquí ausente o completamente nebuloso y poco definido. Las Herederas es, quizá junto con 7 Cajas (2012) de Juan Carlos Maneglia y Tana Schémbori, uno de los pilares más sólidos sobre los que se está levantando la incipiente industria fílmica paraguaya; y su artífice se revela como uno de los talentos latinoamericanos a los que debemos seguirle la pista en los próximos años.
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a tarde del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural Raúl Isidro Burgos, de la comunidad de Ayotzinapa, Guerrero, tomaron cinco autobuses para dirigirse a la Ciudad de México para participar en la marcha que conmemoraría la masacre de estudiantes en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco el 2 de octubre de 1968. Como una macabra ironía, esa misma noche, y en la madrugada del día siguiente, estos estudiantes fueron emboscados mediante un operativo en conjunto de la policía federal con el ejército mexicano en la ciudad de Iguala. 43 de ellos continúan desaparecidos hasta el día de hoy. Oponiéndose tajantemente a la indignante propuesta de “superar el dolor” que lanzó Enrique Peña Nieto a tan solo un par de meses de los trágicos hechos sucedidos en Iguala, la comunidad artística socialmente comprometida sabe que hay que seguir alzando la voz en demanda de justicia. Luego de ser estrenado en la pasada edición del Festival Internacional de Cine en Guadalajara –donde obtuvo el Premio del Público y el Premio Guerrero de la Prensa– y de recorrer parte del país como parte de la muestra itinerante Ambulante, la noche del pasado 24 de junio se estrenó en televisión abierta el documental Ayotzinapa: el paso de la tortuga, dirigido por Enrique García Meza y con el apoyo en la producción de Bertha Navarro y Guillermo del Toro. La película comienza no solo subrayando la nobleza de labor do-
cente, sino también el rol vital que tienen las escuelas normales rurales en la educación de zonas apartadas regidas por la marginación. Si desaparecen las escuelas normales rurales, las comunidades perderán el acceso a la educación, aumentando así la desigualdad y la marginación, además que aumentarán las posibilidades de ser víctimas de la corrupción política. Además, en una realidad donde las desapariciones forzadas son el pan de cada día, los estudiantes son una poderosa fuerza de resistencia contra el Estado, de ahí que éste se sienta amenazado y responda como sólo en su ignorancia sabe hacerlo: con violencia. Lejos de presentarse como un panfleto propagandístico ideológico, el documental, mediante el apoyo testimonial de normalistas sobrevivientes, familiares, periodistas e investigadores independientes –entre ellos la periodista Anabel Hernández, autora del libro La verdadera noche de Iguala– y material de archivo oficial como grabaciones de los celulares de algunos normalistas que sobrevivieron a aquella trágica noche en Iguala, expone la miseria humana del ejército, deja al descubierto los vínculos entre el crimen organizado y el Estado, y desenmascara la insostenible "verdad histórica” imbécilmente fabricada por el gobierno de Enrique Peña Nieto. La investigación del documental deja al descubierto la nula cobertura presencial de los medios y la omisión de cualquier examen de las escenas de los crímenes por parte de las autoridades correspondientes; además
revela la participación del ejército en colusión con el crimen organizado y expone cómo el circo mediático orquestado por el gobierno federal intentó desprestigiar a los estudiantes para intentar crear la ilusión de que éstos estaban vinculados con el narcotráfico. Y mientras el inepto gobierno sólo habla de estadísticas, fabrica culpables y encubre a los verdaderos criminales, Ayotzinapa: el paso de la tortuga comparte rostros y nombres de los estudiantes desaparecidos, torturados y asesinados, y les da voz a sus amigos y familiares que lloran y claman justicia. Pero el documental no solo expone las indignantes deficiencias Estado, también hace lo propio con la poca empatía social y la falta de solidaridad de todo un país apático e indiferente ante el dolor de las comunidades más marginadas y castigadas con violencia. El documental hace un llamado a despertar del letargo de este país en el que las muertes no han parado y no van a parar hasta que la sociedad exija activamente la impartición de justicia; de esta manera, más allá de ser un documental cinematográficamente competente, el ejercicio de García Meza es un documento audiovisual sobre la memoria histórica de México que supera su pertinencia y relevancia para convertirse en un filme completamente urgente e imprescindible.
U
na exposición de 2016 realizada en el Foto Museo Cuatro Caminos en la Ciudad de México bajo la curaduría de Trisha Ziff, reunió la obra de dos artistas visuales y le permitió a la cineasta británica afincada en México no únicamente dar forma a su ejercicio cinematográfico ejecutado con la mayor sofisticación hasta la fecha sino también proponer con él un estudio de la relación que guardan los dos expositores: Jerome Witkin (pintor) y Joel-Peter Witkin (fotógrafo), hermanos gemelos cuya fraternidad ha sido restringida sólo a los documentos que registraron sus nacimientos, pues su relación se ha mantenido distante durante décadas. Witkin & Witkin es un documento fílmico que toma como hilo conductor al acto de mirar, ese ejercicio que se presenta como el principal punto de encuentro entre los distanciados artistas. La directora explora de manera paralela las carreras de los hermanos desde su infancia y la bifurcación de sus caminos hasta sus éxitos profesionales e íntimos; aquí es donde uno de los mensajes de la cinta queda más que claro y resuena aún más cuando uno de los gemelos dicta «aunque nos digan que somos gemelos idénticos, somos entidades distintas»: el compartir casa y padres no garantiza una conexión fraterna.
Pero el objetivo del documental está más allá de esta reunión a propósito de la exposición o de los conflictos familiares y las rivalidades artísticas que traspasan las fronteras hacia su relación personal; el filme busca examinar esa separación desde otro enfoque, por ello la directora expone los inicios profesionales de Jerome y Joel-Peter y subraya no sólo la curiosa presencia de marcadas diferencias en sus estilos pero la aún más extraña presencia de semejanzas, tanto en figuras de inspiración e influencias artísticas como en los ejes temáticos de sus obras. La muerte, por ejemplo, es uno de sus más recurrentes paralelismos que surgen entre sus creaciones. Acompañada del mismo equipo técnico con el que dio forma a su multigalardonado trabajo anterior, El hombre que vio demasiado (2015) –el compositor Jacobo Liberman y el cinefotógrafo Felipe Pérez Burchard–, Trisha Ziff logra con Witkin & Witkin uno de los trabajos documentales del año más sobresalientes; un dedicado y fascinante estudio de dos personalidades tan distintas como parecidas, y de la conexión que se guarda en la creación artística a pesar de la distancia y emocional y las rivalidades profesionales.
E
stamos en una época en la que el cine familiar se rige bajo una peligrosa idea de sobreprotección hacia los menores evitándoles temas que, según sus creadores, son demasiado duros y delicados para ser asimilados por las mentes infantiles, ofreciéndoles en cambio historias ligeras que, si bien es incuestionable su capacidad de entretenimiento y de promoción de mensajes positivos sobre la amistad, la familia, la inclusión y la persecución de los sueños, les ocultan deliberadamente muchas situaciones dolorosas que inevitablemente tendrán que enfrentar en su desarrollo como infantes y/o adolescentes. Estas edulcoradas versiones de la realidad trastocan el desarrollo de los infantes y los marcan con impedimentos emocionales y con la carencia de herramientas que les dificultan afrontar traumas inherentes a nuestro paso por la vida. En años recientes han sobresalido tres títulos que rompen un poco con estos esquemas: Un monstruo viene a verme (2016), de Juan Antonio Bayona; I Kill Giants (2017), de Anders Walter; y La vida de Calabacín (2016), de Claude Barras. Los tres filmes enfrentan a sus protagonistas, con mayor o menor grado de crudeza, a un proceso de pérdida y duelo mediante el uso de elementos clásicos del cine infantil/juvenil. Ana y Bruno, el anhelado proyecto animado del cineasta mexicano Carlos Carrera y basado en la novela Ana de Daniel Emil, se inscribe como parte de estas cintas que desafían la ideología sobreprotectora proponiendo temáticas oscuras en historias infantiles, incluyendo en esta ocasión los trastornos psiquiátricos. En la cinta, la pequeña Ana (Galia Mayer) y su madre Carmen (Marina de Tavira) son dejadas por su padre Ricardo (Damián Alcázar) en una remota clínica psiquiátrica con la promesa de regresar en unos días. En el lugar Ana conoce a un pequeño duende verde de grandes orejas (Silverio Palacios) que la guía por el psiquiátrico y le presenta a los otros extravagantes inquilinos: una elefante rosa controladora llamada Rosi (Regina Orozco); Tic (Mauricio Isaac), un personaje construido a base de piezas de relojería; una rockola; una viuda negra, un excusado, una piñata, un brazo que camina solo; un changopulpo; entre muchos más. Todos ellos son las alucinaciones de los numerosos pacientes tratados por el Dr. Méndez (Hector Bonilla), una supuesta eminencia de la psiquiatría que está convencido de que el mejor tratamiento son las inyecciones sedantes y los electroshocks; y cuando la mamá de Ana comienza a ser considerada para la aberrante terapia del médico, ésta huye con la ayuda de la pandilla de alucinaciones con el fin de encontrar a su padre para que le ayude a rescatar a su mamá antes de que sea demasiado tarde.
La película está ambientada en los años 40, y este dato es relevante no sólo porque permite contemplar una minuciosa recreación histórica de la provincia mexicana absolutamente alejada de clichés y nacionalismos forzados, sino porque nos permite a la vez contextualizar la situación de la medicina psiquiátrica radical con sus ahora muy cuestionables terapias y el entonces común abandono de los pacientes por parte de su familia. Como ejemplo podemos acudir al caso del infame hospital psiquiátrico “La Castañeda” –ubicado en el antiguo barrio de Mixcoac de la Ciudad de México– del que se conocen ahora sus condiciones de abuso y tortura a los pacientes bajo la excusa de tratamientos para combatir sus trastornos, y que llegaron a su fin en 1968 cuando el presidente Gustavo Díaz Ordaz, preocupado no por el bienestar de los pacientes sino por la imagen del país ante el inminente inicio de los Juegos Olímpicos en territorio nacional, ordenó que fuera clausurado y demolido. Y es que es aquí, en este oscuro ambiente histórico, donde la pequeña Ana emprende, con Bruno y compañía, su odisea para recuperar a su familia, encontrando la inesperada ayuda de Daniel (Daniel Carreras), un niño huérfano y ciego. Ana y Bruno ofrece por supuesto las aventuras emocionantes y personajes entrañables que son necesarias en un relato de este corte para promover lecciones de familia, amor y amistad, pero el contexto de la medicina psiquiátrica donde se desarrolla le permite al director participar no solo en el juego de la (a)normalidad tanto por medio de los pacientes en tratamiento como por medio de sus alucinaciones que tienen una identidad propia, sino también ofrecer una serie de reflexiones sobre la importancia de la memoria, sobre la muerte, la pérdida y el duelo. Y aunque su factura técnica es impecable, es más que evidente que no nos encontramos ante una propuesta de sofisticado diseño y estilo como las cintas de Pixar o DreamWorks; sin embargo, su propuesta narrativa, su imaginería, su extraordinario diseño de arte y su madurez temática la colocan al mismo nivel de cualquier cinta de estos estudios. La película expone el dominio del lenguaje cinematográfico que el cineasta ya ha demostrado a lo largo de su filmografía y sobre todo destacan los ecos de melancolía y oscuridad emocional que guarda con su cortometraje El Héroe, la sofisticada pieza de animación tradicional con la que ganó la Palma de Oro en Cannes en 1994. Ana y Bruno es un ejercicio sobresaliente especialmente porque no es condescendiente ni en lo intelectual ni en lo emocional con el público infantil y le habla de frente sobre los claroscuros de la vida; es la película que Pixar o DreamWorks jamás se atreverán a realizar.
V
íctor, un peluquero de barrio asentado en la Ciudad de México, es el protagonista del más reciente proyecto de Iván Ávila Dueñas, El peluquero romántico, filme que se centra en el barbero del título que, a los treinta y siete años de edad, sufre la muerte de su madre y se enfrenta al reto de comenzar con la reconstrucción de su vida emocional, mientras su vida laboral continúa sumergida en la rutina citadina con los viajes en transporte público de su casa a la peluquería y de regreso, y los breves momentos en que una guapa chica de una cocina económica cercana le lleva la comida. La propuesta del director de La Sangre iluminada (2007) se basa en la nostalgia por el pasado: la vieja casa donde atiende con regularidad a los títulos clásicos del celuloide mexicano de la Época de Oro que ofrece la televisión –también un aparato casi pieza de museo– y que constantemente le hacen imaginarse en un universo monocromático y añejo, o las antiguas canciones románticas de aquel México que comenzaba a cimentar su moder-
nidad a mediados del siglo pasado y con las que canta sentidamente; además, por supuesto, se interesa por el rescate de ciertas tradiciones como ir por un corte de cabello o una buena afeitada a una peluquería de barrio que aquí supone una suerte de pecera desde la cual el protagonista ve pasar la vida día con día tras la ventana. El reencuentro con su mejor amigo –que por causas económicas necesita un lugar para quedarse durante algunos días en la ahora casa vacía de Víctor–, así como el reencuentro con una ex novia –ahora casada y con hijos–, ofrecen cierta frescura a su rutina, pero no es sino hasta que aparece un fantasma del pasado que Víctor se replantea el sentido y futuro de su vida, cuestionándose –tal vez por primera vez en su vida– qué es lo que realmente le apasiona. Con un final que rompe con la calidez del entrañable relato inicial y que por momentos parece prolongarse demasiado, el director plantea en El peluquero romántico una tesis sobre el permitirse ser feliz... aunque sea en otro lugar lejos de casa.
L
o que comenzó como el nuevo trabajo documental del cineasta capitalino Rodrigo Reyes se transformó en la ópera prima con la que da el salto a la ficción al descubrir una anécdota familiar sobre su abuelo, quien tras emigrar como brasero a los Estados Unidos y estar «perdido» por cinco años, regresó a su natal Cotija, en el estado de Michoacán, con camisa y sombrero nuevos, pero sin hablar nunca de su vida en «el otro lado», aunque se intuía como una experiencia desgarradora. Lupe bajo el sol sigue los pasos de Lupe, un migrante mexicano de edad avanzada que vive en el Valle Central de California y que trabaja en la cosecha del durazno en los campos del estado. Un diagnóstico clínico desfavorable trastoca su vida y es entonces cuando comienza a buscar contactarse nuevamente con la familia que dejó atrás hace muchos años en México, tierra a la que ahora quiere regresar para pasar el resto de su vida. Lupe bajo el sol tenía todos los elementos necesarios para presentar y desarrollar a conciencia una sobresaliente tesis sobre la naturaleza humana
de un hombre mayor que lo ha perdido todo, que es rechazado por la familia que abandonó años atrás –«Pensamos que estabas muerto. Ya no te necesitamos, Lupe»– y que ahora se encuentra vacío y atrapado en un país del cual nunca se ha sentido parte y al cual jamás pertenecerá. Sin embargo, el capricho del director por mantener en la ficción un tono y estilo documental –género que en sí ya tiene limitantes– hace que la cinta resulte emocionalmente distante, que un tema al que podríamos tildar de «trillado» no encuentre frescura alguna en la propuesta que, además, no presenta tampoco un camino bien trazado del relato, por lo que inevitablemente termina conformado por una interminable serie de pesadas y monótonas secuencias carentes de un discurso visual que dialogue con nosotros y nos comparta la información que los personajes verbalmente no transmiten. Oportunidad perdida de llevar a la pantalla grande el anhelado regreso de los migrantes a sus lugares de origen tras haber pagado el precio de vivir el sueño americano.
E
n el cine hay muchas creencias, mitos y tabúes sobre ciertas temáticas, explico esto ya que es el punto que quiero resaltar de este filme, pues rompe el “mito” de las películas con temática homosexual. Es verdad que un gran número de ellas tiene alto contenido sexual, pero no podemos etiquetar a todas como sólo eso. Hoy quiero volver solito es una historia sobre la amistad, el despertar al amor, a sus emociones y la aceptación de algo socialmente complejo: reconocerse homosexual. Esta película, según comenta su director Daniel Ribeiro, "surgió de la pregunta: ¿De dónde viene nuestro deseo? ¿Viene de adentro o del exterior? Así que cuando tomas a un personaje gay que no ha visto nunca a un hombre, nunca ha visto a una mujer... ¿Cómo es qué ese deseo surge dentro de él? " Bajo esa premisa, y tratando de contestar estas preguntas, nace una historia poco común en características específicas, pero común en lo general y verán porqué: nos habla de lo básico del sentir humano, del nacimiento de una gran amistad, que poco a poco, y con la convivencia continua, se va convirtiendo en un fuerte sentimiento de amor. Así es la historia de Leo (Gilherme Lobo), un chico invidente que transita los días en su rutina diaria acompañado de su mejor amiga Giovana (Tess Amo-
rim), quien pasa por él para ir a la escuela e igualmente lo regresa a casa, lo defiende ante burlas, agresiones o bromas de mal gusto de los compañeros de clases, quienes la mayoría de las veces son impertinentes y no piensan en los comentarios hirientes hacia su persona. Leo es un chico listo, divertido y muy consciente de su desventaja frente a los demás, pero la acepta y la vive, sus padres lo sobreprotegen pues como todos los padres no quieren que él sufra, pero él quiere explorar y aventurarse no importando su limitación. Para esto aparece un compañero nuevo en la clase, Gabriel (Fabio Audi), con quien forman un trío amistoso, pero éste da un giro cuando Leo se da cuenta que Gabriel ha cambiado completamente su vida, como lo hace en la vida real el amor, desde el cambio de rutina hasta la forma de actuar, entre ellos nace un gran cariño, una gran amistad que muy pronto se convierte en una fuerte conexión. La película tiene una narrativa muy sencilla, unos diálogos ocurrentes, divertidos, no se centra en la tragedia, si no en el sentir, el despertar de un adolescente que quiere vivir y se descube con sentimientos de amor hacia una persona de su mismo sexo. Una película que puede y debe disfrutar toda la familia.
E
l director Christian Petzold cierra su trilogía sobre historias de romances en entornos represivos con Transit, un drama basado en la novela de la escritora alemana, judía y comunista Angela Seghers. El experimentado director rehuye de las adaptaciones ordinarias y toma la historia que en el papel transcurre en la Segunda Guerra Mundial y la traslada a la Marsella actual; pero no se trata solamente de la actualización de la anécdota social de la novela, sino de un ejercicio enteramente conceptual, pues aunque la historia transcurre en nuestros días, el ambiente es casi anacrónico y en él se puede respirar y casi palpar la era de la alemania nazi donde la transmisión de información aún se da por cartas, llamadas telefónicas entre teléfonos fijos u otros sistemas hoy rudimentarios. En este contexto de ficción especulativa encontramos a Georg (Franz Rogowski), un alemán que se ve forzado a abandonar su natal Alemania luego de la ocupación nazi y buscar un refugio en París, de donde tiene también que escapar para llegar Marsella y ahí intentar encontrar una forma de llegar hasta México como refugiado. Durante su espera en la ciudad costera por una resolución por parte del Consulado Mexicano sobre su visa, Georg comenzará a establecer lazos con una madre y su pequeño hijo que esperan el regreso de su esposo y padre, y con Marie (Paula Beer), una mujer atormentada por la culpa de haber abandonado a su esposo, el escritor de apellido Weidel, y vivir un romance con el Dr. Richard (Godehard Giese). Transit, cuyo título hace referencia a la visa temporal que se recibe para poder salir de un país y transitar por otro(s), es un deslumbrante y lúdico ejercicio conceptual en el que Petzold expone la característica cíclica de la historia y la importancia del acercamiento consciente a nuestro pasado; en un experimento similar al ejecutado
magistralmente por su compatriota Valeska Grisenbach con su sobresaliente cinta Western (2017), el cineasta alemán establece conexiones entre el legado del nazismo con la actual crisis de refugiados en Europa y el resurgimiento de movimientos de ultraderecha con discursos de intolerancia y discriminación, sorprendiendo amargamente la actual vigencia del fascismo. Pero Petzold no sólo se queda en la construcción de un relato que, con pinceladas de thriller de usurpaciones de identidades y destellos de drama histórico alternativo, recurre a los elementos propios del melodrama pero de una manera reinterpretativa del género, sino que también propone un dedicado estudio de personaje central. En este melancólico y sugerente relato sobre las personas que deambulan en una suerte de limbo esperando una oportunidad de tener un lugar al cual pertenecer, la ambigüedad y la incertidumbre que caracterizan a la personalidad y a la situación migratoria del protagonista –un hombre pleno en claroscuros con una ética y moral altamente cuestionables y un gran desapego, pero a la vez con una notable sensibilidad y empatía por el prójimo– están además presentes en todos los aspectos del filme, desde la ambientación en la época actual pero con un diseño de arte y de vestuario que nos transporta a la década de los 40, así como a la serie de encuentros y desencuentros entre sus protagonistas en las subtramas que se van trenzando de una manera orgánica, hasta la fuerza del amor que es presentada tanto como un salvavidas que sublima la existencia como una fuerza destructora. Por supuesto la ambigüedad e incertidumbre también se hacen presentes en el sorpresivo y desconcertante desenlace que, aunque no se compara con el magnífico final de su película anterior, Phoenix (2014), nos quedará igualmente grabado en la memoria para siempre.
C
on un guión escrito por el propio hermano del director (el también realizador Carlos Cuarón), Sólo con tu pareja se centra en la promiscua existencia de Tomás Tomás (un magnífico Daniel Giménez-Cacho), un cínico y seductor publicista que nunca pierde oportunidad de intentar ligarse a cuanta mujer se cruza en su camino, como a la enfermera Silvia Silva (la sensual Dobrina Liubomirova), a la que seduce descaradamente mientras le extrae una muestra sanguínea para realizarle unos estudios. Durante una noche, por azares del destino (o falta de buena organización), se ve obligado a 'atender' a dos mujeres al mismo tiempo, llevando a una de ellas (la enfermera) a su departamento, y a la otra (su propia jefa), al departamento de sus vecinos, quienes se encuentran ausentes y le han encargado el cuidado de su hogar. Y es en una de sus tantas peripecias interdepartamentales (utilizando la cornisa del edificio para no
ser descubierto), cuando conoce a Clarisa Negrete (una hermosísima Claudia Ramírez), una joven azafata que recién se ha mudado al departamento contiguo al suyo, y de quien se enamora instantáneamente. Más enredos no se hacen esperar cuando la decepcionada enfermera altera los resultados de los análisis haciéndole creer al Don Juan contemporáneo que es portador del VIH. Con Sólo con tu pareja, Alfonso Cuarón dinamita el cine cómico-casi-pornográfico de ficheras y encueratrices que se había propagado con ferviente éxito en México desde mediados de la década de los años 70, pues su comedia nada tiene que ver con albures y desnudos, sino con una elegancia formal atípica hasta entonces en la producción fílmica nacional. Sí, se hacen presentes los diálogos sobre el sexo pero desde una óptica inteligente, madura; tan madura que se atrevió a hablar de un tema tabú en la sociedad nacional doble moralina e hipó-
crita: la sexualidad desmedida en plena era del VIH. En su propuesta formal, no hay mucho que reprocharle, pues desde las actuaciones de todo el elenco, hasta el fantástico diseño de producción (haciendo uso de verdes tonalidades -color presente desde aquí y a lo largo de toda su filmografía-), pasando por la estupenda fotografía de Emmanuel 'Chivo' Lubezki, el resultado es verdaderamente sobresaliente. Sólo con tu pareja es una magnífica ópera prima que significó un parte aguas en el cine patrio y abrió el camino para producciones futuras sobre las relaciones interpersonales contemporáneas como Sexo, Pudor y Lágrimas (Antonio Serrano; 1999), y más recientemente, No sé si cortarme las venas o dejármelas largas (Manolo Caro; 2013). Sin la ópera prima de Cuarón, estas cintas jamás hubieran existido.
Gran obra maestra surrealista del genio Luis Buñuel, en la que nuevamente pone como tema central 'la susceptibilidad a perder la fe'; el tema de la fe y la creencia de cualquier religión (en el caso de esta película, la religión católica). Un hombre cuyas convicciones rayan en la devoción total hacia su religión, se ve sumergido en una serie de pruebas totales que lo llevan a dudar o perder su fe. Una historia contada con un tinte 'bíblico', que raya como una de las mejores películas del director. Emulando a lo que hiciera en un par de ocasiones Ingmar Bergman, al cuestionar qué tan fuerte es la fe en los hombres, Buñuel toma esta historia de la novela de Galdós y la lleva a un nivel diferente, contada como únicamente el director español podría hacerlo. Francisco Rabal, Rita Macedo y Marga López integran la tercia de actores que encabezan el film, es notable la entrega y profesionalismo que muestran estos y el resto del elenco al tocar un tema tan cuestionable e incluso, escandaloso, pues en México, un país con fuertes creencias religiosas a mediados de los años 50's, sin duda, resultó en todo un reto para realizar la película; tras su estreno, fue reconocida mundialmente como un gran trabajo del director y se vio cuan gran es, al recibir el premio especial del Festival de Cannes de aquel año. Una película que vale mucho la pena ver, sumamente recomendable y distinta en cuanto a lo acostumbrado en el Cine Mexicano de la Época de Oro; una joya que permite analizar mucho sobre la fe, la religión, la hipocresía, la falsedad de la gente hacia sus semejantes, la inocencia, el fanatismo, la ignorancia, entre otras cosas. Obra maestra de nuestro cine nacional premiada en el Festival de Cannes.
E
l inclasificable relato de la ópera prima de John Cameron Mitchell es la adaptación de su propia obra de teatro musical de Broadway y sigue a Hedwig (el mismo Cameron Mitchell), un transexual nacido en el lado oriental de Berlín el mismo año que comenzó la construcción del muro que dividió la ciudad -y la sociedad- alemana; producto de la relación entre un soldado americano y una alemana comunista, Hedwig siempre padeció la estricta educación de su madre y la frustración con el juicioso entorno en el que le tocó vivir, pero a la edad de 25 años, encuentra en una relación con el sargento norteamericano Luther Robinson (Maurice Dean Wint) la oportunidad perfecta para alcanzar la libertad al otro lado del muro, pero para poder casarse con él debe someterse a una operación de cambio de sexo, la cual no sale del todo bien y Hedwig se queda en la entrepierna con esa pulgada irritada y rabiosa (angry inch) a la que hace referencia el título del filme y una de las canciones que con fiereza interpreta en algún punto de la película.
Poco tiempo después de haber dejado el lado oriental de Alemania, es abandonado por el Sargento y decide entonces crear una banda de rock, lo que le dio la oportunidad de conocer a un joven con padres fanáticos religiosos llamado Tommy (Michael Pitt), al cual adopta como su amante y protegido antes de ser traicionado por éste, quien bajo el nombre de Tommy Gnosis -bautizado así por el propio Hedwig- se lanza como cantante con las letras y composiciones que le robó a Hedwig, por lo que éste decide perseguirlo por toda su gira a través de Estados Unidos y busca sacar a la luz la verdad sobre la 'originalidad' de la música de Tommy, quien ofrece conciertos masivos en reconocidos recintos, mientras que Hedwig se presenta en modestos restaurantes buscando un poco de ese reconocimiento tan merecido. Hedwig and the Angry Inch se convirtió en toda una revelación en 2001 no sólo por su propuesta visual y potente banda sonora, sino por su fantástica y original anécdota que grita y canta un discurso sobre la autoaceptación, logrando lle-
varse premios en diversos festivales de cine como Sundance y San Francisco. John Cameron Mitchell entrega una poderosa interpretación protagónica, una estrella de rock transexual con salvajes toques de glam y punk; el filme está cargado de un delicioso humor negro, es irreverente, divertida, rara y punzante, plagada de alegorías religiosas -no sólo sobre el catolicismo o cristianismoy referencias a la cultura pop, es una ópera rock contracultural que se convirtió en todo un símbolo para la comunidad LGBT de comienzos de siglo, es un documento fílmico sobre el autodescubrimiento, la libertad interna y la libre expresión, una retorcida fábula llena de comedia, color y energía, es una propuesta original y diferente. Hedwig and the Angry Inch fue para la primera década del nuevo milenio lo que significó El Show de Terror de Rocky (The Rocky Horror Picture Show) para la década de los setentas, o lo que significó Velvet Goldmine para los años 90, una trasgresora joya imprescindible del universo cinematográfico underground.