CELULOIDE DIGITAL - MAYO 2021 - TAXI DRIVER

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axi Driver se ganó a pulso y desde su estreno el estatus de película de culto; es una una obra icónica del Siglo XX que a pesar de ser ninguneada por los premios Oscar con sólo cuatro nominaciones, se llevó la igualmente codiciada y mucho más prestigiosa Palma de Oro en el Festival Internacional de Cine de Cannes. Pero el camino hacia la materialización de la obra maestra de Martin Scorsese fue frustrante, y la experiencia de la concepción del argumento fue un proceso psicológicamente doloroso para su guionista. En 1973 el director y guionista Paul Schrader atravesaba una profunda crisis cuando decidió exorcizar sus demonios en el primer borrador de “Taxi Driver”, un relato sórdido sobre un taxista resentido con la sociedad, cuya falta de estabilidad psicológica y emocional, lo guían hacia la violencia. Schrader escribió este primer tratamiento del guion mientras convalecía por una gravísima úlcera gástrica provocada por su estricta dieta a base de whisky acompañado con pornografía con la que buscaba sofocar su psique atormentada por la depresión causada por su crisis profesional y su reciente fracaso sentimental con su novia por la que poco antes había dejado a su esposa.




Ya en su segundo tratamiento del guion, Shrader agregó elementos de las memorias de Arthur Bremer, el autor del atentado contra George Wallace, gobernador Alabama, además de tomar inspiración de “Pickpocket”, el filme de Robert Bresson, y de las lecturas que había devorado de “Memorias del subsuelo” de Fiodor Dostoievski y “La Náusea” de Jean-Paul Sartre. Fue así como el rompecabezas tomó forma y surgió la historia de Travis Bickle, un veterano de Vietnam que, frente al insomnio crónico que le ha dejado la experiencia bélica, busca trabajo como taxista nocturno en Nueva York, donde buscará limpiar las calles de la suciedad inmoral de la decadente sociedad. En su autoimpuesto camino de vengador callejero, se enfrentará a un malogrado romance con una bella mujer llamada Betsy –quien trabaja en la campaña del candidato presidencial Charles Palantine– y tratará de rescatar de la prostitución a una chica menor de edad llamada Iris. El tema de la justicia ligada a la redención como una constante en el cine de Schrader tanto como guionista como director obedece a la especialmente estricta educación recibida por su padre, Charles, un miembro de la comunidad calvinista que, al no poder terminar sus estudios para convertirse en ministro de la congregación, vio la posibilidad de cumplir sus sueños a través de sus hijos Paul y Leonard, planeando los estudios de ambos en la Universidad Calvinista para convertirse en sacerdotes. La educación bajo la que se crió Schrader fue tan estricta que no pudo ver una película sino hasta que cumplió 15 años cuando desobedeció las reglas familiares y eclesiásticas y, junto con un amigo, se escapó al cine para ver el ahora clásico de las comedias familiares “El profesor distraído” (“The AbsentMinded Professor”; 1961) de Robert Stevenson; tiempo después, y ahora bajo el amparo de sus tías menos ortodoxas, asistió a la función del drama musical “El Indómito” (“Wild in the Country”; 1961) de Philip Dunne con Elvis Presley como protagonista. Sin embargo, no fue sino hasta que, ya con el permiso de su madre, atestiguó en la gran pantalla la historia del mártir en “Spartacus” (1969), de Stanley Kubrick, que el joven Paul se adentró también en los terrenos de la rebeldía y el sacrificio además de la ya mencionada redención. Una vez terminado el guion, lo vendió a los productores Julia Phillips y , quienes tuvieron problemas para encontrar un estudio que quisiera financiar un proyecto con dicha temática y tono sórdido. Y es que en Columbia Pictures no estaba completamente convencidos de que la mejor opción para hacerse cargo del filme fuera Martin Scorsese, pues su entonces reducidísima filmografía sólo estaba compuesta por un par de cintas: “Who's that knocking at my door” (1967) y “Boxcar Bertha” (1972), y ninguna de ellas había sido un éxito en la cartelera.


Y aunque David Begelman –presidente de Columbia Pictures que ya en una ocasión había rechazado el guion de Paul Shrader– fue convencido por la productora Julia Phillips para que financiara la película al esgrimir el convincente argumento de que sólo se necesitarían 1.5 millones de dólares para el rodaje –de los cuales Shrader recibiría 30 mil dólares, Robert De Niro 35 mil, y Martin Scorsese 65 mil–, no fue sino hasta que el tercer largometraje de Scorsese, “Mean Streets” (1973), tuvo un éxito moderado en taquilla y obtuvo estupendas críticas especializadas –entre las que sobresalían los elogios hacia el breve pero contundente papel interpretado por un Robert De Niro en ascenso, al que compararon con Marlon Brando– llevaron al estudio cinematográfico a darle una oportunidad al proyecto con Martin Scorsese al frente, pero estipulando que si el algún momento el director fallaba de algún modo con la filmación de la cinta, sería Steven Spielberg quien entraría como reemplazo para terminar el rodaje. Aunque inicialmente el estudio quería al ya reconocido Jeff Bridges para el papel protagónico, pues por su fama en la industria el proyecto sería mucho más fácil de vender, Martin Scorsese sabía que el histrión ideal era Robert De Niro, quien ya había dejado más que demostrado su talento en “Mean Streets”. Para su preparación, De Niro solicitó un permiso de taxista en Nueva York y trabajó en las calles por un tiempo; además, mientras rodaba la cinta “Novecento” para Bernardo Bertolucci en Italia, el actor visitaba la base del ejército estadounidense para empaparse del ambiente militar. Para el papel de Iris, Martin Scorsese pensó inmediatamente en Jodie Foster, pues había quedado impresionado por su talento, determinación y compromiso en su breve papel en su película anterior “Alicia ya no vive aquí” (1974). Pero Brandy, la madre de la actriz, enfureció cuando leyó el guion y se enteró que el personaje era una prostituta menor de edad. Ante la presión de su hija, unos días después Brandy aceptó que su hija tomara el papel de Iris, pero su hermana mayor, Connie, se encargaría de doblarla en las escenas con contenido explícito. La película se filmó en el caluroso, maloliente y peligroso verano neoyorquino de 1975 con una ciudad sumida en el desempleo, la crisis económica, el crimen a la alza, y con el generalizado desencanto y frustración de la sociedad. El director de fotografía, Michael Chapman, se vio inspirado en el cine de Godard para las composiciones y el movimiento de la cámara inquieta, y junto con las jazzísticas composiciones de Bernard Herman –recurrente colaborador de Alfred Hitchcock– consiguió una atmósfera noir viciada, sofocante y casi esquizofrénica.




Scorsese notó las semejanzas argumentales del guion firmado por Schrader con la historia de uno de sus western favoritos: “Más corazón que odio” (“The Searchers”; 1956), de John Ford, en donde Ethan, un ex veterano de la guerra de secesión encarnado por un crepuscular John Wayne, encuentra un nuevo sentido a su vida cuando debe rescatar a una jovencita llamada Debbie para regresarla con su familia, y en momentos precisos recreó escenas en “Taxi Driver” con planos de Travis Bickle emulando al legendario John Wayne. Pero el personaje encarnado por De Niro es una variante del soldado de John Wayne, es un hombre que, debido a una sociedad que lo excluye, que lo ignora y a la que no sabe cómo pertenecer, se vuelve forastero en su propio mundo y hace hasta lo imposible para que todos lo miren, para que se enteren de su existencia. La violencia expuesta en el sangriento clímax del filme no es una apología, es el resultado de un hombre enfermo al que se le han arrebatado todas sus opciones en la vida: primero sin oportunidades de estudio, después sin pudo evitar el reclutamiento militar y, ahora de regreso tras pelear en una guerra cuyos ideales e intereses le son ajenos, no tiene posibilidades laborales dignas. Es un joven solitario que no posee nada, no tiene amigos verdaderos ni amores, ni siquiera un lugar que pueda considerar como propio en el mundo, y por su fuera poco, su discapacidad emocional lo lleva a canalizar su resentimiento y su rabia a través de una desviada visión de la justicia. Luego del estreno del filme, muchos jóvenes se sintieron identificados con Travis y comenzaron a imitar su vestimenta militar y el corte de cabello que utiliza en el último tercio de la película. En pantalla, los jóvenes veían su reflejo como marginados a los que la sociedad había discriminado, pero nunca aceptaron que en realidad eso era un mero pretexto para no lidiar con su incapacidad para hacerle frente a la frustración sexual, a su ambición desmedida no compensada y a su devoción por una masculinidad tóxica y frágil que percibía en la violencia ejercida un bálsamo para su virilidad que, de acuerdo a su pensamiento, se veía amenazada. Quizá el más famoso de los admiradores de “Taxi Driver” fue John Hickley Jr., autor del atentado fallido en contra de Ronald Reagan en 1981, quien se declaró fan devoto de la cinta de Scorsese y dijo que sus acciones criminales habían sido perpetradas con el fin de llamar la atención y ganarse la admiración y respeto de la joven actriz Jodie Foster, a la que había acosado durante meses con retorcidas cartas de amor e insistentes llamadas telefónicas. “Taxi Driver” es, hoy por hoy, la más reconocida obra de Martin Scorsese, pero también uno de los emblemas del cine revolucionario y transgresor que caracterizó a la década de los 70, una década marcada por una generación de cineastas que se opusieron a la censura produciendo filmes que se negaban rotundamente a seguir las fórmulas facilonas y presentar los finales felices que la Meca del Cine exigía. En 1994 fue seleccionada por la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos para ser preservada en el National Film Registry al ser considerada una pieza cultural, histórica y estéticamente significativa.




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l dramaturgo francés Florian Zeller se encarga de adaptar para la gran pantalla y dirigir la versión cinematográfica de su exitosa obra teatral “Le Père”. Con Anthony Hopkins y Olivia Colman en los roles centrales, su debut como cineasta le ha granjeado varias nominaciones al Oscar, incluyendo mejor película, mejor actor y mejor actriz de reparto. La película nos presenta a Anthony (Hopkins) y Anne (Colman), padre e hija que se enfrentan a la paulatina pérdida de la memoria del primero a causa de la demencia senil. Su incapacidad para valerse por si mismo ha hecho que su hija contrate a enfermeras para su cuidado, pero el carácter cada vez más difícil del octagenario ha causado que la última de ellas renuncie, obligando a Anne a cuidarlo; sin embargo, su carga de trabajo y su inminente viaje a París para vivir con su nuevo novio la fuerzan a buscar a un reemplazo lo antes posible. La primera adaptación fílmica de “Le Père” se produjo en 2015 bajo la dirección de Philippe Le Guay y el nombre “Floride”, pero “El Padre” se destaca porque no se toma tantas libertades como su primera versión. Aquí, partiendo de una idea sencillísima y aunque está presente su espíritu teatral en su puesta en escena, es gracias al montaje, a los diálogos y a las impresionantes interpretaciones de Anthony Hopkins y Olivia Colman en estado de gracia, que su propuesta alcanza un notable nivel cinematográfico, haciendo de su estilo narrativo y su desarrollo en espacios interiores determinados su principal herramienta para transmitir el desconcierto, el agobio y la desesperación de quienes padecen demencia senil. Inscribiéndose en la lista de cintas sobre enfermedades degenerativas en donde encontramos “Lejos de ella” (“Away from her”; 2006), la opera prima de Sarah Polley y “Siempre Alice” (“Still Alice”; 2014), de Richard Glatzer y Wash Westmoreland, la opera prima de Florian Zeller es un notable primer ejercicio que consigue un drama intimista en el que derecho a vivir nuestra propia vida de forma digna se ve enfrentado a los trágicos estragos del deterioro psicológico; el director consigue un doloroso tratado sobre la pérdida de la memoria, el sacrificio, el abandono y el amor paterno-filial.


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l detective privado Rómulo tiene la tarea de investigar el maltrato que se sospecha recibe la madre de una sus clientas en el asilo de ancianos donde se encuentra ingresada; para ello necesita un espía octogenario que se infiltre en la institución. De entre los muchos candidatos que respondieron al anuncio que Rómulo publicó en el periódico donde se solicitaba a personas entre 80 y 90 años pero sin dar detalles del trabajo a realizar, el elegido es Sergio, de 83 años, quien debe aprender la metodología del espionaje para recabar información. En su cruzada secreta, descubre que la supuesta terrible realidad que se vive en el interior del hogar de jubilados dista mucho de lo que Rómulo y su clienta habían sospechado. La misión secreta del novato agente encubierto es sólo una excusa para elaborar un retrato de la realidad de los asilos de ancianos. De forma lúdica y creativa, la documentalista chilena Maite Alberdi desdibuja las lineas que separan la ficción de la realidad en un ejercicio de hibridación fílmica que se apropia de los códigos narrativos del film noir para proponer una docuficción, que tras su aparente liviandad, esconde todo un discurso sociopolítico sobre el pronto abandono social que padecen los adultos mayores.



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n sus primeros dos largometrajes, la cineasta Chloé Zhao se ha encargado de dilucidar el significado y el sentido de ser americano hoy en día. En “Songs my brothers thaught me” (2015) nos compartió un sencillo pero evocador retrato sobre el fuerte vínculo fraternal que se forja entre una niña y su hermano mayor en la reserva india de Pine Ridge, mientras ambos van construyendo su propia identidad y descubren cuál es el significado del concepto hogar, recorriendo cada uno sus respectivos caminos de vida personales. Durante el rodaje de su ya mencionada opera prima, la directora de ascendencia china conoció al joven jinete Brady Jandreau y éste le inspiró para dar forma a su segundo largometraje: “The Rider” (2017), un western contemporáneo que gira en torno a las caídas y ascensos de un vaquero moderno; todo un ejemplo de cine en estado puro en el que la realidad y la ficción se funden en una sola experiencia tan devastadora como inspiradora. La trilogía americana cierra ahora con “Nomadland”, un drama protagonizado por la gran Frances McDormand, quien en esta ocasión da vida a Fern, una mujer de mediana edad que lo pierde todo; primero su estabilidad económica por la terrible recesión que golpeó a su pequeña ciudad cuando la compañía más importante de una zona rural de Nevada cerró sus puertas tras la bancarrota, y luego con la muerte de su marido. Fern emprende entonces un viaje hacia el Oeste Americano para unirse a una caravana nómada, comenzando a manejarse bajo los preceptos de este estilo de vida comunitaria. A bordo de su camioneta, la mujer pone en marcha su misión de convertirse en una nómada moderna y explorar la vida fuera de los convencionalismos sociales en lo profundo de Norteamérica mientras sobrevive gracias a empleos provisionales como empacadora de Amazon o auxiliar en la cocina de un restaurante.frutable– que es muy difícil despegar los ojos de ella. “Nomadland” es una cinta crepuscular en más de un sentido: como película es el último capítulo de la trilogía de su artífice, y es también un relato sobre la resilencia ante la pérdida. Como ya lo hizo en sus dos anteriores largometrajes, por un lado retoma elementos del western y traslada parte de sus convenciones narrativas al contexto actual, y por el otro, realiza una mimetización de la ficción

con la realidad para conseguir una road movie con una belleza visual sobrecogedora que, aunque inicialmente parecería que la cinta tomaría el rumbo de crítica al sistema capitalista –o sobre “la tiranía del dólar”, según las propias palabras de uno de los personajes–, la película pronto deja claro que su discurso se encamina hacia la exploración de la soledad, pero no desde una perspectiva miserabilista o derrotista, sino que la aborda desde la empatía que permite realmente replantear el significado de la pérdida absoluta y encontrar en la dignidad el verdadero valor de uno mismo. No es gratuito que “Nomadland” sea, hasta este momento, la front runner en la carrera al Oscar en varias de las categorías principales como película, dirección, guion adaptado y actriz. La película, basada en el libro "Nomadland: Surviving America in the 21st Century" de Jessica Bruder, nos permite aproximarnos, con algo de nostalgia, a la extraordinaria y genuina camaradería que nace entre estos nómadas modernos que sólo se tienen a ellos mismos. Con respecto a Frances McDormand, estamos frente a la gran interpretación de su carrera: con gran sutileza y menos cinismo que con la también laureada interpretación en “Tres anuncios por un crimen”, la actriz hace de la resilencia de su personaje su principal herramienta para dilucidar sobre el significado y el sentido de ser americano con pulso, acidez y filo. Rodeando a la protagonista de actores no profesionales, es decir, de verdaderos nómadas contemporáneos como Linda May, Bob Wells y Swankie, quienes funcionan como sus camaradas y/o mentores que se abren emocionalmente ante la cámara de una manera sobrecogedora para compartir sus experiencias con base en la improvisación de escenas sin excesivos artificios melodramáticos. Y es que la película no critica ni idealiza el estilo de vida, sino que lo expone como una plausible vía de escape para no someterse a las ataduras sociales o familiares, para no rendirse ante lo preestablecido y dar un salto de fe hacia la incertidumbre, hacia una forma de vivir que no ofrece lujos pero sí brinda caminos directos hacia la verdad, que ofrece la posibilidad infinita de movimiento, pero no para huir como ya lo hizo a los 18 años cuando dejó el hogar de sus padres, sino para reencontrarse con uno mismo.



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upe y Manuel (Paulina Gaytán y José Pescina respectivamente) son una pareja que llevan tiempo buscando tener un hijo. Los resultados de los estudios a los que se han sometido han revelado que él es estéril, y esto ha comenzado a provocar fisuras en la relación. Entre las opciones para ser padres está la adopción o la inseminación artificial. La primera alternativa no resulta muy convincente para la machista ideología de Manuel, empecinado en procrear un hijo propio, sangre de sus sangre; se decantan por la segunda opción que acuden con un doctor especializado para que los oriente. La búsqueda de un donador de esperma vuelve a trastocar la psique de Manuel, pues ningún candidato parece ser el ideal para engendrad a «su hijo»; mientras tanto, la relación con Lupe se debilita aún más. Entonces Manuel toma la decisión de pedirle Ruben (Jorge A. Jiménez), el nuevo empleado que tiene a su mando en la empresa donde trabaja y que planea partir pronto a los Estados Unidos en busca de una vida mejor, que sea el donador para la inseminación de Lupe a cambio de quedarse una temporada con ellos hasta que junte el dinero para pasar la frontera. La vida gira. El embarazo sigue sin lograrse y la estadía de Rubén se alarga cada vez más. Con la premisa anterior, y cinco años después de presentar su opera prima en el Festival Internacional de Cine de Morelia –Hilda (2014)–, el director Andrés Clariond regresó a la fiesta fílmica

de la capital michoacana con el propósito de incomodar a las audiencias y mover a la reflexión sobre las fronteras de las relaciones de pareja a partir de un análisis de la masculinidad. Territorio es un ejercicio bastante lúdico con el que el cineasta mexicano cuestiona el significado de ser hombre a partir del arco narrativo del personaje de Manuel; este es un hombre ‘chapado a la antigua’, que se niega a asumirse como estéril y no duda en echarle la culpa a su mujer cuando no puede quedar embarazada porque seguramente hay algo malo con ella, o que piensa que puede arreglar todo con una escandalosa serenata en estado etílico. Al momento de examinar los temas de la defensa del territorio y los límites en la pareja que nacen de la fragilidad emocional del macho alfa, el cineasta traza una historia que rayan peligrosamente en las fronteras de lo absurdo; no obstante y al igual que en su opera prima, consigue que las probabilidades jueguen a su favor y, gracias al apoyo en excelentes interpretaciones del trío protagónico, en todo momento el relato se siente absolutamente probable y por completo verosímil. Con Territorio, el director reafirma su capacidad narrativo y refrenda su compromiso con el estudio de lo humano, en esta ocasión llevándolo a cabo mediante un enfrentamiento físico pero sobre todo psicológico de los instintos básicos de dos machos alfa, exponiendo con ello los complejos y las debilidades de la hombría. Imperdible.



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in un guión formal y sólo con un breve relato como guía, el director Gabriel Mariño se aventuró a la producción de su segundo largometraje: Ayer maravilla fui, un tratado existencialista con múltiples capas de lectura que van desde la soledad y el amor, hasta la exploración del cuerpo humano como prisión o barrera para el espíritu. La película, filmada en blanco y negro, nos presenta a un personaje solitario y perdido en la Ciudad de México, la gran urbe donde sobrelleva su existencia usurpando de manera incontrolable los cuerpos de gente común y corriente cada cierto tiempo. Esta entidad no sabe cuándo viene el siguiente cambio y su esencia se transporta inesperadamente entre organismos humanos, ya sean hombres, mujeres, viejos o jóvenes, llevando así su existencia dentro de cuerpos de desconocidos que eventualmente termina abandonando y casi sin energía vital. Pero la desesperanza de este personaje se ve trastocada cuando, luego de habitar el cuerpo de un anciano (encarnado Rubén Cristiany), despierta en el cuerpo de una mujer mucho más joven a la que bautiza como Ana (Sonia Franco)

y comienza una relación íntima con Luisa (Siouzana Melikian), una melancólica mujer que corta el cabello en la estética que frecuentaba cuando habitaba el cuerpo del anciano y buscaba sólo su compañía. Sin embargo, la entidad no sabe cuánto tiempo estará en el cuerpo de Ana y la angustia comienza a acosarla, intentando revelar a Luisa su extraordinaria condición. El cambio de cuerpo, sin embargo, llega mucho más pronto de lo deseado. El ente ahora es Pedro (Hoze Meléndez), un chico frustrado por la necesidad de estar cerca de Luisa, quien se encuentra demasiado preocupada por la repentina desaparición de Ana. Mariño utiliza con sutileza el realismo mágico para dar forma a su exploración del cuerpo humano y su relación/conexión tanto con el espacio como con otros cuerpos. Inspirado por la premisa de la novela The Body Snatchers, de Jack Finney –que cuenta con al menos cuatro versiones fílmicas–, y la estética del cine de Robert Bresson –sobre todo de Al azar Balthazar (Au hasard Balthazar; 1966), el director recurre a la soberbia lente de Iván Hernández, el director de fotografía que aprovecha la monocromía, la

iluminación con luz natural y el constante uso de close ups para aproximarse a los distintos cuerpos del personaje principal y lograr con ello una conexión emocional con el espectador con el apoyo del talentoso ensamble actoral que lo interpreta. Ayer maravilla fui es una pieza cinematográfica cuya premisa se desarrolla con un ritmo pausado y bajo una elegante colección de monocromáticas postales, planteando en el camino las cuestiones existenciales más básicas a las que el hombre se ha enfrentado: «¿Quién soy?» y «¿Qué es lo que me hace ser yo?». La película, nostálgica y evocadora, busca alejarse lo más posible de la trivialidad con la que se abordan los temas trascendentales dentro del cine comercial, tales como la soledad, el amor, la memoria y las relaciones que se sustentan en la apariencia física. La propuesta de Mariño es una historia sobre la (im)posibilidad del amor que cuestiona la naturaleza humana con relación al enamoramiento, pues su tesis plantea que el enamoramiento ocurre entre las esencias de las personas y no entre su apariencia física, su edad o su orientación sexual.



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aniel Kaluuya acaba de ganar el Golden Globe por su actuación en esta película, en la que interpreta a Fred Hampton, un importante líder del grupo Panteras Negras a quien el FBI le sigue la pista y planean detenerlo antes de que su poder sea tal que pueda iniciar una revolución en EUA. A simple vista podría tratarse de un drama más sobre temas raciales, temas que son muy importantes, claro está, pero que al trasladarlos al cine y televisión han estado viciados por mucho tiempo por un punto de vista y estilo muy poco creativos, influidos por directores como Lee Daniels, que antepone el melodrama y victimización de los personajes antes que contar una historia o servir como una voz política como intenta ser. Sin embargo, con esta cinta podemos estar seguros de que veremos lo contrario, es un drama, sí, pero también se vale de los elementos propios del thriller mediante la historia de Bill O´Neal, un ladrón que solía hacerse pasar por miembro del FBI y que al ser atrapado por esta misma dependencia le dan la oportunidad de quedar libre si hace trabajo de espionaje para ellos dentro de las Panteras Negras. Es por medio de este personaje que vamos conociendo la dinámica que vive dicho movimiento, uno de los movimientos afroamericanos más radicales y con mayor difusión en EUA (en gran parte fue difusión proveniente del miedo de las personas blancas hacia lo radicales que fueron). Gracias a O´Neal nos vamos enterando cómo la idea principal de las panteras es el afirmar que efectivamente como población estaban en guerra y bajo amenaza, y que responder de forma pacífica no era la respuesta, vemos cómo realizan actividades para mejorar su propia comunidad y son una especie de autodefensa ante la brutalidad policiaca, y si ellos reciben un golpe, se encargarán de regresarlo tal vez con la misma intensidad o al menos dejando en claro que mensaje llegue a quienes tiene que llegar. No me voy a detener mucho en hacer la comparativa entre esa época y la actualidad porque evidentemente las cosas no han cambiado mucho, la brutalidad policiaca sigue existiendo, la segregación racial también y las voces que se alzan en contra de esto siguen siendo reprimidas.

Sin embargo hay un elemento que si quiero rescatar bastante y es el hecho de que las panteras no se quedaron con la idea de que su lucha era la única, o de que no necesitaban de otros grupos para vencer a un poder tan grande como el gubernamental y el policiaco, sino que, con la astucia y enorme habilidad de oratoria de Fred Hampton, pudieron unir a sus filas a otros grupos, desde los mismos afroamericanos que podrían pertenecer a grupos antagónicos, pasando por los latinos que viven en EUA, llegando incluso a unirse con los rednecks, (sí, esos que de seguro estuvieron en la manifestación por el supuesto fraude electoral hacia Trump hace unas semanas), estrategia importante que si los movimientos sociales actuales también replicaran, su voz llegaría a más oídos. Para esto no podíamos esperar poco del actor que fuera a interpretar a Hampton, tenía que ser alguien que llegara a ser así de convincente y que al interpretar sus discursos lo hiciera con la misma energía y coraje que el Hampton de la vida real. Kaluuya lo logra con creces, me atrevería a decir que es una de las mejores actuaciones que se verá en la próxima década, su interpretación merece todos los premios a los que lo han nominado (solo basta ver el tráiler para darse cuenta la capacidad actoral de Daniel), solo espero que continúe con esas buenas actuaciones porque después de Get Out se salió un poco del camino con una que otra interpretación. LaKeith Stanfield tampoco lo hace mal, él y Kaluuya hacen muy buena dupla y su actuación también es convincente, lamentablemente él si tiene más competencia en esta temporada de premios porque las categorías de actor protagónico tienen sus claros favoritos. El resultado final es magnífico, la película funciona como una fiel recreación histórica de una lucha, sus protagonistas y sus antagonistas; involucra de forma activa al espectador con el buen ritmo que lleva en sus dos horas de duración, y el epílogo no hace más que ahondar en el enorme problema de desigualdad e impunidad que la población afroamericana viene arrastrando desde mucho tiempo atrás. Solo espero que esto le sirva a Shaka King para hacer películas más seguido, porque esta es apenas la segunda y no desearía que se quede ahí.


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ape and revenge” es un subgénero cinematográfico surgido en los últimos años de la década de los 60 con premisas elementales sobre mujeres que son brutalmente torturadas y abusadas sexualmente para luego ser abandonadas para morir, pero que milagrosamente logran sobrevivir para llevar a cabo su venganza. El problema con la gran mayoría de las propuestas de este subgénero era que la violencia, expuesta desde y para la complacencia mirada masculina, era extremadamente explícita en el acto de la violación, haciendo del sufrimiento femenino un argumento de venta, es decir, haciendo de la tortura femenina un objeto de consumo que hacía que terminara por ser un producto misógino y machista, sin importar la venganza concretada finalmente en la pantalla en el último acto del filme. “Promising Young Woman”, el primer largometraje de la británica Emerald Fennell, a quien en su faceta de actriz pudimos ver como Camila Parker Bowles en la serie “The Crown” y que participó como guionista en la segunda temporada de la serie “Killing Eve”, se inscribe en la lista de este subgénero, pero de igual manera que lo hizo la cineasta australiana Coralie Fargeat con “Revenge” en la que se reivindica a la figura femenina sin explotar su sufrimiento, enfoca sus esfuerzos en la búsqueda de justicia y venganza por parte de la protagonista Cassantra Thomas (Carey Mulligan), una mujer que, cuando era estudiante de medicina vio truncado su prometedor futuro a causa de un atroz suceso. Diez años después, ahora a sus 30 años, continúa viviendo con sus padres y trabaja en una cafetería donde lleva una agradable relación de camaradería con su jefa Gail (encarnada por Laverne Cox); sin embargo, pronto se

revela su oculta doble vida, pues acostumbra visitar bares y clubes nocturnos para emborracharse hasta que le cuesta trabajo mantenerse en pié, y cuando los atentos hombres que se autodenominan como «chicos buenos» se la llevan a su departamento para aprovecharse de ella, revela su fingida ebriedad para encararlos por sus acciones. El actor Bo Burnham –quien hace un par de años también debutó en la dirección con el honesto y entrañable relato sobre la adolescencia femenina “La vida de Kayla” (Eight Grade; 2017), protagonizado por la revelación Elsie Fisher– encarna aquí a Ryan, un encantador ex compañero de Cassandra con quien estudió en la universidad y con quien un casual y divertido reencuentro en la cafetería donde trabaja, la hace confiar nuevamente en los hombres y considerar dejar de lado para siempre su cruzada de justicia y venganza. Sin embargo, Cassandra se entera que uno de los responsables del acto que la marcó en el pasado ha regresado a la ciudad, y con un detalladísimo plan, intentará vengarse de él y otros involucrados. La directora ha declarado que para escribir el guion de “Promising Young Woman” se vio inspirada por las expresiones y excusas del juez Aaron Persky cuando dictó una leve sentencia al estudiante blanco universitario de Stanford y estrella de la natación Brock Turner luego de ser sorprendido por dos testigos cuando estaba violando sexualmente a una chica inconsciente detrás de un contenedor de basura. La liviandad de la sentencia, de acuerdo con el juez, fue porque consideró que una sentencia mayor podría tener un grave impacto sobre la prometedora carrera deportiva de Turner. En México, la película llevará por nombre “Hermosa Venganza”, el cual no sólo es una traducción errónea que


despoja al nombre original de la cinta de su carácter irónico por la anécdota narrada en el párrafo anterior, sino un título simplista y genérico que nos remite al cine protagonizado por figuras de acción que se han convertido casi en un género en sí mismos como Liam Neeson o Jason Statham, lo cual es todo lo opuesto a lo que en realidad es “Promising Young Woman”, pues no es un trabajo fílmico que se queda en la venganza que viene desde lo visceral y lo gratuitamente violento, sino que ésta está ejecutada de forma compleja y profunda para exponer los mecanismos de violencia y represión hacia las mujeres. Sin maniqueísmos, la película intenta abarcar lo más posible el amplio abanico de actitudes y conductas misóginas y machistas a las que se enfrentan las mujeres día con día en los distintos entornos en los que se desenvuelven, y que no sólo padecen por parte del sector masculino, sino también por parte de otras mujeres que están en una situación de poder y privilegio por sobre sus congéneres; y aunque éstas no violentan a las mujeres de forma física, perpetúan el status quo por jugar sin cuestionarse bajo las normas de un sistema y un entorno social eminentemente masculino. El personaje de Cassandra está estupendamente trazado desde el guion –escrito por la misma directora– y excepcionalmente encarnado por Mulligan; y por supuesto que tampoco es gratuito que la protagonista lleve el nombre de Cassandra, quien en la mitología griega fue la sacerdotisa de Apolo, pero luego que éste se sintiera traicionado, la maldijo para que nadie creyera en sus profecías aún cuando éstas fueran verdaderas, lo cual podemos vincular a los casos donde las autoridades y la sociedad en general minimizan o desestiman las declaraciones de las víctimas de violación, tal como lo vimos en el caso de Cecilia (Elisabeth Moss), la protagonista de “El Hombre Invisible”, la nueva versión de la novela de H.G. Wells a cargo del director Leigh Whannell, quien dio forma a un relato donde la sociedad se niega a ver o aceptar el

problema de la violencia hacia la mujer, teniendo así al machismo, la misoginia y la masculinidad frágil como parte de un discurso que la vuelven novedosa, relevante y pertinente. Aunque la pantalla nunca se ve saturada de colores neón, sí se percibe la influencia de Nicolas Winding Refn en su propuesta visual estilizada que se ve acompañada de una banda sonora que por momentos se vuelve satíricamente melosa y que también ofrece desquiciantes composiciones originales o reinterpretaciones de temas célebres como “Toxic” de Britney Spears. Y es que tampoco es gratuito que la cinta tome elementos de la cultura pop como las canciones de la ya mencionada cantante o que deliberadamente utilice un tema musical de Paris Hilton para una hiperedulcorada secuencia romántica. Ambas estrellas, fueron figuras mediáticas sometidas al escarnio público; actualmente la primera de ellas incluso está siendo reivindicada por sus seguidores y por algunos medios que han aceptado que explotaron descaradamente la imagen de la celebridad desequilibrada que perpetuaba el estereotipo de la psicopatía femenina. “Promising Young Woman” es una comedia negra salpicada de elementos de thriller que recurre por momentos al tono casi macabro mostrado en la serie “Killing Eve” y que sobresale por la extraordinaria interpretación de su protagonista y por su pertinente comentario social. Si bien la película no descubre el hilo negro de las cintas sobre abusos y acosos sexuales, la película no pierde oportunidad de ridiculizar a los hombres abusivos que no son más que tipos patéticos y asustadizos que temen a la determinación de una mujer. El tercer acto que sin duda alguna resultará controversial, y aunque su propuesta cinematográficamente no resulta nada excepcional, es un filme que resulta relevante por poner la conversación sobre la mesa y hacerlo de una manera fresca, entretenida, auténtica y muy efectiva.



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s indudable que en esta 17ª edición del Festival Internacional de Cine de Morelia, los temas por excelencia son los estragos de la desigualdad y el azote por la guerra contra el narcotráfico. En la cinta La Paloma y El Lobo, la violencia no solo lacera; deshumaniza, infecta. Y ante esto, nada sobrevive. La cinta de Carlos Lenin, egresado de la Escuela Nacional de Artes Cinematográficas de México, es un sentido lamento de post-guerra y de post-amor. Norteño, como su historia, intenta exponer un dolor hondo, un estrés del alma que en sus personajes se manifiesta como un invalidante ostracismo o como una patética disfuncionalidad. Nos muestra a Paloma, una joven trabajadora de una maquila, y a Lobo, un obrero cuyos recuerdos lo han dejado seco de emociones. Ambos se aman de la mejor manera que pueden, aun cuando los problemas laborales y su entorno miserable los opriman. Su patético entorno, compuesto de escenarios industriales corroídos, forma un correlativo con el fracaso personal de cada uno.

Apacibles y largas secuencias nos muestran caricias cálidas y de fríos almacenes en ruinas. Observamos así que Lobo y Paloma no son solo desechos de la pobreza, son víctimas colaterales de un estado fallido. Un video viral en redes mostrando la crueldad de unos sicarios, recuerda a Lobo haber atestiguado ese preciso momento de infernal crueldad. El trauma los afecta a ambos. Su tragedia es la de un contexto que les ha robado el presente y el futuro. La lentitud de su ritmo busca acentuar emociones antes que beneficiar una narrativa. Las meditaciones internas y los torpes diálogos que ambos se prodigan se reiteran a veces con demasiada monotonía. Su estilo no logra del todo hacernos ver esa fuerza imponente ante la cual los personajes parecen inermes. Su drama se aprecia más por sus efectos y los elementos que lo simbolizan. Pero La Paloma y El Lobo es más que el drama de una pareja, es el de toda la región del norte de México. El drama de un país donde las promesas de desarrollo industrial tanto como las

historias de amor, han sido arrasadas por una realidad de violencia y miedo. Algo que se ve expuesto a través de la hostilidad con que actúan las personas que rodean a Paloma y Lobo. Aun los adolescentes parecen crueles, infectados por un mal ante el que, o se unen o se consumen. Sin embargo, la parsimonia tanto en sus planos estáticos como en sus travelings no siempre juega en favor del expresionismo que se pretende. Cuando la cámara sobrevuela por las represas donde los personajes se bañan, no se percibe el tiempo como expresión esencial de la vida, sino como minutos que pueden hacernos mirar el reloj. En la reflexión final, esa agua –quizá uno de los pocos espacios donde se experimenta un poco de libertad-, termina por ser el instintivo lugar de retorno, el amniótico refugio para el escape. La Paloma Y El Lobo, en sus homónimos animales, representan el triste estado de consciencia primitivizada por el terror.



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os hombres solo sirven para dos cosas: para nada y para dar dinero». Este es tan solo uno de los consejos ofrecidos por doña Olga, la mujer que lleva más de 45 años trabajando en el legendario cabaret “Barba Azul” de la Ciudad de México y que protagoniza el documental La Mami de la directora española Laura Herrero Garvín, afincada en nuestro país dese hace 10 años, y quien realizó un trabajo de campo durante tres años en el lugar antes de encender una cámara para contarnos la historia de esta mujer. Ubicado en el piso superior al que alberga la pista de baile, el baño que también tiene la función de vestidor y guardarropa, es atendido por «La Mami», como cariñosamente se le conoce a Doña Olga, quien fue por muchos años fichera en este mítico lugar. Este reducido espacio, además de los múltiples usos, se ha convertido en una suerte de refugio para Ambar, Brenda, Candy, Conie, Fabiola, Geovana, Lucy, Maricela, Michelle, Miriam, Monica, Osiris, Sharon, Vale y Wendy, quienes han encontrado a una amiga y mentora que cuida de ellas emocionalmente al ofrecerles consejos tanto profesionales como personales. La llegada al cabaret de Priscila, una mujer con un hijo enfermo que necesita apremiantemente del trabajo, es aprovechada por la realizadora para que, como espectadores, descubramos con ella este submundo donde las

infernales y donde a los hombres podríamos tomarlos como demonios que acechan a las mujeres del cabaret, las cuales sin embargo, comúnmente no son maltratadas por la clientela masculina, sino por un sector femenino que viene de su burbuja de privilegios, que las miran tan morbosamente como si se trataran de animales en un safari y a las que no tienen reparo en llamarles «putas», un término que 'la Mami' refuta y corrige al denominarlas como «trabajadoras sociales», pues estas damas de compañía tienen que aguantar a los hombres que van desde los más finos y educados, hasta los más machistas y patanes. La directora resuelve con astucia una propuesta visual limitada por el reducido espacio de los baños y aprovecha cada rincón y cada espejo para jugar con los reflejos, los encuadres cerrados y los fuera de cuadro para transmitirnos la sensación de un ambiente de intimidad y resguardo que el lugar proporciona a las ficheras del cabaret. “La Mami” es un ejercicio fílmico que se sostiene por la empatía, el respeto, la dignidad y la sensibilidad desde la que explora la vida de la excepcional guardiana de un refugio donde las mujeres han encontrado en la sororidad, más que solo en el compañerismo laboral, la fuerza y la valentía para hacer frente a una sociedad que juzga, estigmatiza y discrimina brutalmente.



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n una vieja casona de la Ciudad de México, Beatriz (Sylvia Pasquel) y el Viejo (Alejandro Suárez) viven atormentados por el pasado en una relación de codependencia tan profunda que ninguno concibe la vida el uno sin el otro. Ella sufre diariamente las vejaciones, los insultos y los reclamos de su marido por su promiscuo pasado y sospecha que está saliendo con otro hombre; pero él, despechado, le es infiel con Isabel (Patricia Reyes Spíndola) una mujer casada que trabaja como peluquera en el barrio. De todo esto es testigo Dinorah (Greta Cervantes), la joven sirvienta de la pareja que ocasionalmente hace las veces de hija adoptiva y que en otras ocasiones enaltece la violencia ejercida sobre Beatriz porque «ella se lo buscó». Esta es la premisa de El Diablo entre las piernas, la decimoquinta colaboración entre el director Arturo Ripstein y su pareja sentimental Paz Alicia Garciadiego como guionista –quien fue galardonada por su trayectoria en la pasada edición de los premios Ariel–, una dupla que trabajó por primera vez en El Imperio de la Fortuna (1986). «Descubrí que él tenía un romance con la cámara... yo le tenía unos celos feroces; pero me di cuenta que yo podía hacer lo mismo con las palabras», señaló Garciadiego en el estreno nacional de la cinta en el Festival Internacional de Cine de Morelia. Y es precisamente de estos romances individuales que surge la configuración audiovisual del filme: con un barroquismo marcado no sólo por el rebuscado lenguaje español de finales del siglo XIX al que se acudió para los construcción de diálogos, sino también por la propuesta de transmitir, a través de largas tomas y movimientos de cámara, el espíritu teatral a las postales monocromáticas en movimiento gracias al talentoso director de fotografía Alejandro Cantú y que responden a la idea del cineasta de que el color en las películas es una concesión para el espectador. Las pasiones son turbias y destructivas, Ripstein lo sabe –lo ha declarado–, pero también sabe que el deseo y los celos no se acaban con la edad, y esta tesis la desmenuza rompiendo esquemas en el cine patrio, explorando temas tabú como la sexualidad, el erotismo y la violencia en adultos mayores. Transgresora como lo ha sido siempre su cine, El Diablo entre las piernas es una historia de amor, hastío, traición y venganza narrada desde un lugar muy cercano al esperpento y con excepcionales desempeños histriónicos tanto de Sylvia Pasquel como de Alejandro Suárez. El retrato de una sexualidad activa en la vejez en una afrenta contra la sociedad moralina y mojigata que niega el placer a las personas cuando llegan a la tercera edad; el cuerpo marchito de los personajes, entonces, se transforma en el leitmotiv de esta película honesta y arriesgada que va en contra de la invisibilización sistemática de la vejez en la industria fílmica, en la televisión y en la publicidad. La violencia verbal y física hacia la mujer que se hace presente en la cinta no responde al afán de ser políticamente incorrecto, de la provocación facilona, o de representar fielmente la realidad. La relación afectiva que se retrata en pantalla forma parte de los universos cinematográficos creados por Ripstein en sus cintas y que son mucho más complejos que los que cine hollywoodense ha patentado y nos ha hecho creer que son únicos; la cinta muestra que las relaciones de pareja poseen muchas más aristas de las que la industria nos quiere hacer creer, y que existen muchas relaciones en las que, como si de una simbiosis se tratara, el amor y el odio van siempre de la mano. Oponiéndose tajantemente al falso idealismo y a la romantización de las relaciones de pareja, Ripstein y Garciadiego se deshacen de las preconcepciones de amor y belleza socialmente aceptables para hacer de las mentiras, los celos e infidelidades la estructura que sostiene la relación entre la crepuscular pareja protagonista que muchos podrían etiquetar como 'tóxica'; sin embargo, el preciso guion de Garciadiego no sólo funciona como un amplio muestrario de los vicios de nuestra naturaleza humana, sino que en ningún momento lanza un juicio moral alguno sobre los personajes, sino que por el contrario, con gran empatía y respeto hacia ellos nos revela que hay historias de amor en las que hay tormento y satisfacción por igual.



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ed Kelly es una figura ambigua en la cultura australiana: por un lado ostenta el título del más famoso criminal del continente oceánico, y por otra parte, es considerado como un contestatario héroe que se enfrentó al Estado colonial británico. Entre las representaciones fílmicas del personaje más recordadas está la del músico Mick Jagger en 1970 bajo la dirección de Tony Richardson, y poco más de tres décadas después, en la encarnación hecha por Heath Ledger en el año 2003 bajo las órdenes de Gregor Jordan. Ahora, el cineasta australiano Justin Kurzel retoma a esta leyenda de su tierra, retratándola con la particular estética que ha definido su cine y desde la condición y naturaleza mítica de su objeto de estudio. Con base en la novela La verdadera historia de la banda de Kelly de Peter Carey publicada en el año 2000, el director otorga el rol central al joven actor George MacKay, quien como el legendario bandolero narra su propia historia para que su hijo lo conozca desde su propia voz. Es así cómo acompañamos a Ned desde que a muy temprana edad y tras la muerte de su padre, tuvo que intentar hacer hasta lo imposible para que su madre y hermanos sobrevivieran, viéndose envuelto en problemas con la ley desde su juventud cuando tuvo que labrar su tormentoso camino hacia la supervivencia en la mísera, salvaje y desolara tierra australiana en la segunda mitad del siglo XIX. En la filmografía de Justin Kurzel podemos rastrear fácilmente las evidencias de sus inquietudes temáticas como sus protagonistas que quieren huir de su entorno pero que se ven irremediablemente arrastrados por una vorágine de violencia y fanatismo ideológico sembrado por sus seres queridos cercanos: en Snowtown, su opera prima, Jamie es arrastrado por su padrastro al submundo criminal; en Macbeth, la mujer del líder guerrero protagonista provoca su fractura psicológica para traicionar a su rey y asirse con la corona de sangre; y en Los Bandidos de Kelly, es la madre del mismo Ned quien no le permite escapar de su destino en un país

construido sobre los restos de un genocidio indígena. Luego de su tropiezo en el cine hollywoodense con la decepcionante adaptación de los videojuegos de la franquicia “Assassin's Creed”, el director aquí reafirma de manera contundente ser uno de los directores auténticamente visionarios del panorama internacional; el cineasta encuentra en su violento estilo personal la fórmula perfecta para aproximarse a la ambigua figura del famoso criminal australiano. Y es que Justin Kurzel sabe del absoluto poder de fascinación que posee Ned Kelly como figura legendaria en su nación, y aprovecha que ésta puede tener paralelismos con la vida de grandes estrellas del rock o de celebridades mediáticas, tal como ya lo habían mostrado Quentin Tarantino en el guion y Oliver Stone en la dirección de Asesinos por Naturaleza (Natural Born Killers; 1994). El director se enfoca en el estudio del personaje roto que busca un destino mayor pero al que las circunstancias y sus seres queridos lo arrastran continuamente a la vorágine criminal, y esto lo hace mediante una propuesta audiovisual estimulante con una fotografía poética de cámara nerviosa a cargo de Ari Wegner, acompañada del score original compuesto por Jed Kurzel, hermano del director, quien entrega una propuesta minimalista pero evocadora y donde no se desapega por completo de las notas que ya había usado en la tragedia shakespeareana protagonizada por Michael Fassbender. Con un reparto sobresaliente en donde encontramos a Essie Davis, Charlie Hunnam, Russell Crowe, Nicholas Hoult y Thomasin McKenzie, Los Bandidos de Kelly es un estimulante western de espíritu punk donde tienen cabida el travestismo, la bisexualidad y la androginia con ecos del estilo laberíntico de Borges tanto en su propuesta narrativa dispersa como en su discurso visual anacrónico; el más reciente ejercicio de estilo de Kurzel es un violento drama criminal que posee en cada fotograma la impronta de un artífice al que debemos seguirle la pista muy de cerca.



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on tan sólo un puñado de filmes de corto y largo metraje en su legado cinematográfico, caracterizado por su espíritu transgresor y provocativo de exótico surrealismo, el director dominicano Jean-Louis Jorge posee un estatus de culto en los círculos underground de la cinefilia francesa y española principalmente. Su obra cinematográfica, hoy olvidada y desconocida por la gran mayoría de cinéfilos alrededor del mundo, fue precursora de la estética kitsch y una fuerte inspiración para el estilo de los primeros títulos del director manchego Pedro Almodóvar. Su muerte prematura a los 53 años de edad por un cobarde crimen cometido en su departamento aún está sin resolver. En La Fiera y la Fiesta, el director mexicano Israel Cárdenas colabora por cuarta ocasión con la cineasta dominicana Laura Amelia Guzmán –quien además es sobrina del legendario cineasta– para producir un filme que se aleja de su acostumbrado estilo cinematográfico más cercano al documental, y se encamina en cambio hacia un proyecto onírico y surreal que nos remite, tanto en forma como en fondo, al invaluable legado fílmico de uno de los directores latinoamericanos más propositivos del siglo XX. La dupla de directores se reúnen nuevamente con Geraldine Chaplin luego de trabajar con ella en su tercer largometraje en conjunto: su proyecto anterior Dólares de Arena (2014). En esta ocasión, la experimentada actriz encarna a Vera, una estrella de fama olvidada que anhela filmar una película que rinda homenaje a la memoria de su gran amigo Jean-Louis Jorge. Inspirado en Edwige Belmore, conocida como «la reina del Punk» en los años 80, el personaje central llega a la isla dominicana con el propósito de ponerse al frente del proyecto y rodearse de un equipo de grandes talentos que, durante la década de los 70s, trabajaron con el legendario director tanto al frente como detrás de

las cámaras. Entre ellos se encuentra el productor Víctor (interpretado por Jaime Piña), el camarógrafo y director de fotografía Martín (encarnado por el también cineasta Luis Ospina) y el coreógrafo Henry (el gran Udo Kier, a quien recientemente vimos también en Bacurau de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles). Sin embargo, una serie de sucesos ponen el riesgo el proyecto: desde los desacuerdos artísticos sobre el diseño de arte y los números musicales, hasta la desaparición de uno de los jóvenes actores y la muerte de un par de bailarinas que aparentemente fueron víctimas de un ataque vampírico. La Fiera y la Fiesta es un drama fantástico sobre la memoria, el paso del tiempo, la trascendencia y la creación artística que se ve salpicado por dentelladas sanguinolentas de un thriller sobrenatural con el que Guzmán y Cárdenas atienden a refrescar la memoria fílmica colectiva a través de un homenaje en clave de ficción poseída por el espíritu del cineasta con postales en movimiento donde la plasticidad del glamour del Hollywood de antaño, la sensualidad caribeña y el tono histriónico nostálgico rescatan el particular estilo del legendario director mediante un interesante ejercicio de metaficción. Y aunque evidentemente es un filme que apela principalmente a un público que no sea ajeno a los extravagantes universos fílmicos creados por Jean-Louis Jorge, las referencias constantes a su filmografía con material de archivo –donde sobresalen La serpiente de la luna de los piratas (1973), una versión libre, personal e irreverente de Bella de día (Belle de jour; 1964) de Luis Buñuel; y Mélodrame (1976)– proveen de las suficientes pistas para que el espectador casual pueda tener un contexto histórico-artístico del legado fílmico del cineasta y se consiga a cabalidad el pretendido homenaje y reivindicación de un artista cinematográfico maldito injustamente caído en el olvido.



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l nombre de Matteo Garrone destacó en el panorama internacional con la sensacional Gomorra (2008), filme ganador del Gran Premio del Jurado en Cannes que, apostando por una estética más cercana al cine documental y con el respaldo de la investigación periodística contenida en los once capítulos el libro homónimo firmado por el joven periodista Roberto Saviano, propone un acercamiento a los capos napolitanos pero alejándose radicalmente del glamour y la seducción con que Hollywood envuelve a estas figuras criminales en su «cine de mafiosos». Entre droga, violencia, corrupción, y sobre todo, impunidad, cinco historias individuales –presentadas de manera intercalada en su narrativa caleidoscópica– tienen lugar en un barrio de Nápoles, y a través de ellas la película detalla el modus operandi y las costumbres de la «Camorra», aunque sin revelar tantos detalles sobre las identidades de los mafiosos que hicieron que Saviano terminara con protección las 24 horas del día tras ser sentenciado por la mafia napolitana al ver expuestos sus trapos sucios. Luego de explorar los terrenos de las fábulas oscuras con El cuento de los cuentos (2015), el director se inspira en el caso real ocurrido en 1988 –el de Pietro De Nigri, que pasó 16 años en prisión– para regresar a la violencia y la sordidez urbana, pero lo hace jugando también con los códigos de la comedia absurda. Marcello (Marcello Fonte), el apocado y compasivo dueño de una estética canina en un barrio napolitano y padre amoroso de una adorable pequeña de 9 años con la que asiste a concursos de belleza canina y a expediciones de buceo. Pero la figura de padre ejemplar contrasta con su amistad con Simone (Edoardo Pesce), un violento pandillero con un pasado pugilístico que tiene aterrado al barrio y con el que

comparte la afición a la cocaína –la cual también distribuye al menudeo– y los picarescos ambientes nocturnos, y al cual ayuda a cometer atracos menores. Tras un golpe criminal en el barrio perpetrado por Simone, Marcello termina en la prisión por proteger a su amigo y se gana el repudio de los comerciantes del barrio; pero a su salida, el único camino que le queda para recuperar el honor, el respeto y cariño de la gente del barrio es el de la venganza. Si bien ahora propone un tono cómico-dramático, el guion firmado por Garronne junto a Ugo Chito, Massimo Gaudioso y Maurizio Braucci, consigue que de forma orgánica se conjugue la exageración caricaturesca del personaje de Marcello con la violencia criminal ya retratada en sus filmes anteriores y a través de esta mezcla explora las inquietudes recurrentes del cineasta como la amistad en medio de la violencia. Como una suerte de mezcla entre la ya mencionada Gomorra y El Taxidermista (2002), la nueva película de Garrone marca también el regreso del director a una serie de retratos sociales en los que priman los los conflictos humanos, los dilemas éticos y morales a través de las hamponas aventuras de Marcello –con una impecable interpretación de Fonte merecidamente reconocido como mejor actor en Cannes 2018–, convertido en una suerte de antihéroe que comparte destino con varios de los personajes más patéticos pero a la vez entrañables del gran Álex de la Iglesia –el plano final, de gran desolación moral y emocional, recuerda a El Día de la Bestia y a Crimen Ferpecto. La elegante, audaz, amarga y tragicómica parábola moral del salvajismo social que representa Dogman, es el gran retorno de Garrone a su cine más personal, un efectivo thriller construido con una ejemplar manejo del suspenso y ejecutado con el talento autoral que caracteriza al director romano.



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l director Julián Hernández es hoy por hoy uno de los directores mexicanos más reconocidos en el panorama nacional. Sus películas da fe de la continua exploración de las posibilidades que ofrece el lenguaje cinematográfico. “Rencor Tatuado”, su quinto largometraje, representó un distanciamiento tanto en forma como en fondo de las propuestas que nos tenía acostumbrados con argumentos que involucraban a la comunidad LGBT, y a través de una propuesta monocromática anclada a los códigos del cine noir que a la vez echaba mano de la estética teatral expresionista, nos obsequió un sofisticado ejercicio con el que incursionó en el 'cine de género' con una apuesta pertinente y relevante en donde la expresión artística y la solidaridad masculina eran los elementos clave en la lucha contra la violencia y la corrupción que tienen sometido al país. Ahora, con “La Diosa del Asfalto”, el director reitera encontrarse en su etapa de experimentación que permite la gramática cinematográfica. Las mujeres, que ya formaban parte del reparto principal de sus cortometrajes, continúan reclamando protagonismo en los recientes largometrajes del cineasta; en el caso particular de “La Diosa del Asfalto”, funciona como continuación y complemento del discurso sobre la violencia de género y la venganza presentado en “Rencor Tatuado” a través del personaje de Aída Cisneros, pero aquí la revancha femenina se lleva hasta las últimas consecuencias siendo absolutamente radical. Max (interpretada por Ximena Romo), es una chica rockera que regresa a su barrio ya convertida en vocalista de la banda «La Diosa del Asfalto y sus desperdicios». Los recuerdos de su antigua vida en el lugar se agolpan en su mente desde que baja del autobús, y los secretos que alguna vez dejó atrás comienzan a acecharla. Recién salida de prisión, Ramira (encarnada por una extraordinaria Mabel Cadena) también ha regresado al barrio, y junto con su mano derecha, La Carcacha (interpretada por Nelly González), se propone recobrar el dominio de las calles. El reencuentro entre Max y Ramira trae consigo un sentido que se creía perdido para su vida en el pasado, pero también significa el resurgimiento de los rencores. Luego de un incidente trágico entre las ex amigas, un extenso flashback nos transporta diez años al pasado donde nos son revelados los pormenores de su relación y conocemos las motivaciones de las decisiones que tomaron y que las llevaron a ese destino. Conocemos entonces también a Sonia (Samantha Orozco), una tierna adolescente que es acosada sexualmente por su padrastro; y a Guama (Alejandra Herrera), una chica que termina hospitalizada luego de ser brutalmente atacada por negarse a tener sexo con un hombre. “La Diosa del Asfalto” refrenda el compromiso de Julián Hernández con temas sociales y aborda nuevamente la violencia de género, y se ve inspirado por una serie de historias reales ocurridas en la década de los 80, que son compartidas por una de las sobrevivientes de la marginación y la violencia al sur de la Ciudad de México. Las directoras, guionistas y rockeras Inés Morales y Susana Quiroz coescriben el argumento de “La Diosa del Asfalto” con base en las vivencias de esta última, quien formó parte de uno de los movimientos pandilleros femeniles. La idea del guion para la realización del largometraje surgió desde 2009, cuando se le pidió al director Julián Hernández que fuera asesor en el tratamiento argumental y ambas intentaron levantar el proyecto; sin embargo, no consiguieron el apoyo suficiente para que se materializara el filme, y fue hasta varios años después que el realizador les pidió la oportunidad para intentar llevarlo a cabo respetando absolutamente lo que estaba señalado en el guion durante las siete semanas de rodaje. La cantante Jessy Bulbo, originalmente contemplada para interpretar a Max cuando Inés Morales y Susana Quiroz trataron de levantar el proyecto una década atrás, participa aquí como compositora de tres canciones originales, las cuales, junto a una extraordinaria curaduría de temas de Rigo Tovar, José José y Cecilia Toussaint, se integran de forma orgánica a la dirección de arte de Erika Ávila y el diseño de vestuario de Alajandro Caraza, para ayudar a la construcción de la atmósfera con la fotografía de Alejandro Cantú, quien presenta nuevamente sus escenas con giros de 360° y los planos holandeses a los que el director ya había acudido desde su trabajo anterior y que van más allá de ser un capricho estético, pues la potencia y dinamismo que aportan con el ritmo de la edición, obedecen a la búsqueda de un ambiente muy específico que nos anuncia la llegada de momentos clave en la trama de la película que posee ecos estéticos del cine de los 80s, principalmente con evocaciones a “Perro Callejero” (1980), protagonizada por Valentín Trujillo bajo la dirección de Gilberto Gazcón, y “La Banda de los Panchitos” (1986) de Arturo Velazco. Aunque inicialmente el realizador no tenía el propósito de que la cinta fuera una carta de denuncia de la marginación y la violencia hacia la mujer, la crítica situación en el país da cuenta de que el tema es hoy mucho más actual y relevante; de ahí la necesidad de visibilizar este problema social con sus múltiples aristas en torno al concepto de venganza y justicia. Porque cuando la familia consanguínea no les ofrece cuidado y apoyo, la sororidad se convierte en el único refugio donde pueden encontrar la protección, el cariño y la fuerza para seguir viviendo un día a la vez, para hacerle frente a la hostilidad y reclamar su lugar en el mundo como aguerridas y combativas guerreras con las drogas y la música también como posibles salvavidas. Y es justo aquí, en la profunda amistad entre estas mujeres fuertes y con determinación, donde se encuentra el verdadero rabioso corazón de “La Diosa del Asfalto”.



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a filmografía del cineasta estadounidense de ascendencia coreana Lee Isaac Chung se ha desarrollado en el género del drama en sus variantes románticas, sociales y familiares; su más reciente largometraje, el cuarto dirigido el solitario, posee fuertes ecos autobiográficos y lo ha llevado a posicionarse como una de las películas que comparten 6 nominaciones a los premios Oscar en las principales categorías. Inspirada por sus recuerdos de la infancia, la película nos convierte en acompañantes de una familia coreana que, en la década de los 80, busca establecerse en una zona rural de Arkansas con el anhelo de alcanzar el sueño americano del padre de abrir su propia granja de vegetales coreanos, para así poder brindar sustento a su esposa, sus dos hijos, y a su suegra que pronto se reunirá con ellos, a la vez que busca mantener las tradiciones culinarias de su tierra en Estados Unidos. El nombre de la película hace referencia a la manera en que se le conoce a la planta Oenanthe javanica –conocida popularmente también como apio chino o perejil japonés–, la cual forma parte de la tradición culinaria asiática y que tiene como peculiaridad la capacidad de crecer en cualquier tipo de suelo y de renacer, en su llamada segunda temporada, de una forma más fuerte que en su primera etapa. Y es que la conexión de la planta con la cinta se establece ya que ésta habla de la capacidad de echar raíces, de crecer en cualquier lugar pese a las adversidades y del poder de renacer o reinventarse y presentarse incluso con más fuerza que en el pasado. Pero la cualidad poética de la cinta no sólo se limita a la alegoría con el vegetal asiático, sino también se deja ver en su factura, con postales en movimiento que nos remiten a clásicos del Western dirigidos por John Ford donde se retrataba la otra conquista de los territorios de la Norteamérica profunda. La impecable fotografía de Lachlan Milne y las notas de Emile Mosseri llenas de melancolía, nos evocan al cine clásico pero sobresale por eludir la excentricidad en el retrato de otras culturas, a la vez que también evita mensajes demagógicos. Porque “Minari” es, antes que todo, un filme sobre la supervivencia y la resistencia de la identidad del ser humano cuando se ve obligado a vivir en una sociedad en la que resultan antagónicas sus formas de ver el mundo. No obstante las virtudes del filme, por momentos es inevitable sentir que el director ha decidido evadir los violentos choques entre culturas y otros aspectos no tan agradables con respecto a la inmigración con el fin de llegar a un público comercial más amplio, lo cual sin duda alguna conseguirá al ser un drama correcto y complaciente que posee, sin embargo, calidez, ternura y autenticidad en su propuesta.



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l canto, como una tradición y expresión artística que se desdobla como una extensión del lenguaje, representa una ventana hacia la trascendencia del espíritu y nos permite el acceso a distintas formas de percibir e interpretar el mundo. El documental “A morir a los desiertos”, de la directora Marta Ferrer, nos transporta a la Comarca Lagunera para conocer a Los ‘Cardencheros de Sapioriz’, el último grupo de cantantes de «Cardenche», un particular estilo musical surgido en el siglo XIX como una tradición entre los peones de las haciendas algodoneras de Durango para soportar las largas jornadas de trabajo en condiciones de pobreza y con abuso de poder. Actualmente, este cando que guarda similitudes en su origen con el del blues de las comunidades de esclavos afroamericanos del Sur de Estados Unidos, se enfrenta a una posible desaparición. El nombre del canto Cardenche –que entona en versos a tres voces: primera, de arrastre, y contralta, y sin el uso de instrumentos musicales– proviene de una variedad de cactáceas de la región cuyas espinas entran con facilidad en la piel causando dolor, pero lastiman aún más al momento de tratar de extraerlas debido a que poseen unos filamentos que se abren; y es por esta característica de las espinas que las relacionan como una metáfora del amor, que duele cuanto entra en tu vida pero causa un daño mayor cuando se marcha. De ahí que el llamado ‘mal de amores’ sea la temática principal del Cardenche, aunque también encontramos temas que hablan del duelo, la tragedia y la nostalgia por tiempos mejores y que son interpretados con profunda melancolía e incluso con dramatismo. En su primer documental “El Varal”, de 2009, la cineasta catalana se aproximó a la región del bajío para adentrarse en la apartara comunidad de la que toma su nombre la cinta y explora la vida cotidiana, sus costumbres y el impacto social de una pobre economía. Ahora con “A morir a los desiertos” se percibe el compromiso reafirmado de la directora por retratar realidades lejanas de la hegemonía mediática, y aquí consigue un sobresaliente ejercicio con un cuidadoso diseño sonoro a cargo de Christian Giraud y un sobrio trabajo de fotografía a cargo de la misma directora junto a Hugo Royer, con el cual consigue capturar a cabalidad la esencia del canto Cardenche en su originario ambiente semidesértico. Acompañando los pasos de Guadalupe Salazar, Fidel Elizalde, Antonio Valles y Genaro Chavarría –los miembros de los ‘Cardencheros de Sapioriz’–, la directora elabora un revelador y entrañable documental que no se limita a intentar escudriñar cuáles son los orígenes particulares e íntimos de la melancolía que cada miembro de la agrupación deposita en los versos que interpretan, sino que además de explorar la importancia de la música como una tradición regional y como un intangible patrimonio histórico-cultural, también muestra el poder que posee el Cardenche tanto para curar un alma herida, como para intentar establecer puentes entre las generaciones que han dejado atrás las haciendas algodoneras y ahora trabajan en maquilas en condiciones que se asemejan mucho a las que dieron origen a este canto. Aunque la realizadora nunca se propuso hacer el documental con el propósito de rescatar al Cardenche de la extinción, “A morir a los desiertos” sí consigue exponer la importancia de preservar las tradiciones como parte de la memoria histórica de las comunidades apartadas, pues con la desaparición de cada una de ellas también se desvanecen de manera definitiva formas distintas de conocer el mundo y conocerse a uno mismo; con cada expresión artística que se extingue en el tiempo, se pierde también una ventana hacia la trascendencia del espíritu.




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uego de Somos Mari Pepa, su sobresaliente opera prima, el director tapatío Samuel Kishi presenta su segundo largometraje de ficción y pasa de la angustia adolescente retratada en su primer largometraje, a la frustrante búsqueda del sueño americano por parte de Lucía, una madre mexicana que, junto a sus pequeños hijos Max y Leo de 8 y 5 años, ha cruzado la frontera ilegalmente buscando hacer una nueva vida instalándose en Albuquerque, Nuevo México, donde ella debe trabajar en dos empleos de medio tiempo para poder pagar la renta de un deteriorado departamento en un condominio que es propiedad de una pareja de ancianos chinos, y donde los pequeños «lobos» –como los llama su madre– pasan el día encerrados entre cuatro paredes. A veces, con juegos imaginativos donde son lobos ninjas que viven emocionantes aventuras, y en otras ocasiones, pasan largas horas frente a la ventana viendo a los niños vecinos jugar futbol o a su casera sacar a pasear a su perro; su compañía son canciones y lecciones básicas de inglés mientras esperan la llegada de su madre al final de la tarde para repetir la rutina al día siguiente hasta que llegue el prometido día de visitar Disneylandia. Inspirado por sus propias vivencias de cuando, junto con su madre y hermano, cruzó la frontera para vivir en Santa Ana, California, el director utiliza sus recuerdos como materia prima para dar forma a un drama social sobre el anhelo de una vida mejor en la llamada «tierra de las oportunidades». Por su evidente similitud temática, es imposible no pensar en The Florida Project (2016), de Sean Baker; pero la propuesta del director mexicano se separa de la sordidez que mostraba por momentos la cinta del neoyorquino, y aunque no duda en mostrar rasgos de crueldad y crudeza en la situación de los inmigrantes, apuesta más hacia la melancolía por un pasado que, aunque difícil de recordar para los menores protagonistas, logran apreciarlo como una época un tanto mejor que la

actual gracias al apoyo de las historias de su madre y de una cinta musical grabada por su abuelo. De esta manera, Los Lobos se centra más en el proceso de abandonar el lugar de origen y adaptarse al nuevo entorno intentando no dejar que mueran las raíces mientras se aferran a un sueño que alcanzar. El trabajo actoral conseguido por Martha Reyes Arias como Lucía resulta impresionante, abordado su personaje desde la complejidad de compaginar rasgos como fortaleza, vulnerabilidad y creatividad, y transmitirlo principalmente a través de su mirada. Mientras tanto, los hermanos en la vida real Maximiliano y Leonardo Nájar Márquez son parte fundamental de la eficacia emocional de la cinta como un relato sobre las lecciones de la vida pero desde la perspectiva de la niñez. Por ello, más que emparentada más con la mencionada The Florida Project, establece diálogo con propuestas como la de la realizadora Paula Markovitch y su destacada cinta El Premio (2011), la cual también está basada en experiencias autobiográficas; o incluso se podrían establecer vasos comunicantes con Temporada de Patos (2004), aquella sobresaliente opera prima de Fernando Eimbcke que también giraba en torno a la soledad y los anhelos entre las cuatro paredes de un departamento. Luchando a contracorriente de lo que colectivamente se cree como única forma de migración, Samuel Kishi apuesta por la ternura de su relato, por evocar la mirada infantil para apelar a la empatía con su historia en la que se materializan las que ahora se convierten en constantes temáticas y que ya había explorado en su opera prima como la figura paterna ausente y la memoria sonora como apoyo para el crecimiento personal y para la construcción de la identidad. Los Lobos es un coming of age con una mirada esperanzadora sobre las oportunidades de encontrar personas solidarias que nos puedan ayudar mientras trabajamos arduamente para lograr nuestros sueños.



A

los seis años de edad, Michel Myers asesina a su hermana mayor con un cuchillo de cocina durante la noche de Halloween de 1963 en la ciudad ficticia de Haddonfield, en Illinois. Quince años más tarde, el ahora veinteañero psicópata (interpretado ya por Nick Castle) escapa durante la víspera de noche de brujas del hospital psiquiátrico donde fue recluido y regresa a su pueblo natal para continuar con la serie de asesinatos y obsesionándose con la adolescente Laurie Strod (Jamie Lee Curtis) mientras el Dr. Sam Loomis (Donald Pleasence), su médico psiquiatra, le sigue la pista con la ayuda del escéptico sherif local. Esta es la premisa de Halloween escrita por John Carpenter y su entonces pareja Debrah Hill. La película, que fue filmada en tan sólo 21 días y con un presupuesto que apenas alcanzaba los $325 mil dólares, originalmente fue concebida como la historia de un asesino de niñeras –de hecho su nombre era The Babysitter Murders–, pero finalmente se transformó en la ya conocida historia del asesino y su regreso a casa. Fue una visita a un hospital psiquiátrico durante su periodo universitario lo que inspiró a Carpenter en la creación de Michael Myers, rompiendo con ello los paradigmas de los villanos en el cine de terror. Su falta de trasfondo psicológico –por lo menos en esta primera cinta original no se humaniza al asesino ni se intenta escudriñar en su psique para descubrir sus mórbidas motivaciones– y la corporalmente sobria interpretación por parte del ahora legendario Nick Castle, elevaron al personaje a un nivel enigmático, mítico y de culto. Michael Myers representó al mal en su máxima expresión, tal como lo expresa claramente el personaje del Dr. Loomis: “Me dijeron que no quedaba nada detrás de esos ojos; ni razón, ni conciencia, ni el más rudimentario entendimiento de la vida o de la muerte, del bien o el mal”. Halloween catapultó a la fama a la debutante Jamie Lee Curtis, convirtiéndola además en la «scream queen» por antonomasia del cine de terror; además, es necesario señalar que es hija de la legendaria Janet Leigh, actriz hollywoodense recordada por ser la protagonista de Psicosis (1960), el más célebre film de Alfred Hitchcock en donde el maestro del suspenso rompió paradigmas al asesinar a su protagonista justo a la mitad del metraje, ceder su lugar estelar al legendario villano Norman Bates –interpretado por Anthony Perkins– y sembrar la semilla del subgénero «slasher» que precisamente Carpenter consolidó

con Halloween, estableciendo formalmente sus características más sobresalientes: un antagonista psicópata –la mayoría de las veces enmascarado, un aspecto heredado del subgénero europeo «giallo»– que persigue a sus víctimas provocando en el camino una generosa lluvia de sangre y un festín de vísceras, como en el caso de su predecesora Black Christmas (1974), o de las herederas Friday the 13th (1980) y A nightmare on Elm Street (1984). Filmada en sólo 21 días y con un presupuesto de apenas $325 mil dólares, el director tuvo que echar mano de toda su habilidad para crear una obra de culto con tan limitados recursos. Carpenter, quien tenía nociones de composición gracias a la educación musical recibida de su padre Howard Ralph Carpenter, quien fue profesor de música, fue quien compuso la música para la cinta; se trata de un score minimalista que con unas sencillas secuencias de notas construye un tema central por demás tenebroso, y una serie de temas incidentales que erizan la piel y acompañan a la perfección la ya escabrosa experiencia de la matanza de Myers. Otro de los aspectos más reconocidos de la saga fue la mítica máscara que cubre la verdadera cara del antagonista, la cual en realidad muestra el rostro de William Shatner en su papel del Capitán Kirk del famoso show televisivo Viaje a las Estrellas (Star Trek) y que fue adquirida en una tienda por la módica suma de $1.98 dólares para después ser cubierta de pintura blanca común. Pese a que Carpenter niega haberlo hecho de manera consciente o intencional, la película posee un discurso moralino bastante arcaico si tomamos en cuenta que la producción de la cinta se llevó a cabo en plena revolución sexual. Y es que el film condena a muerte a todos aquellos personajes que practican libremente su sexualidad y/o consumen alcohol y tabaco; mientras que el personaje con el comportamiento más conservador –por supuesto Laurie (Lee Curtis)–, es recompensado al convertirse en la «final girl» que, evidentemente, es la única sobreviviente de la tragedia. Pese a este polémico y muy cuestionable discurso, Halloween es indudablemente el filme independiente más emblemático e influyente del cine de horror estadounidense que a finales de la prodigiosa década de los 70 marcó a una generación de cineastas interesados en el género y estableció las bases para los mecanismos del cine de terror estadounidense que, desde entonces, serían replicados en serie con menor o mayor éxito por la industria fílmica.



B

asada en la novela autobiográfica ficticia The Luck of Barry Lyndon del británico William Makepeace Thackeray –publicada originalmente en 1844 en once episodios dentro de Fraser's Magazine y luego reeditados en la década posterior bajo el nombre The Memoirs of Barry Lyndon–, la película nos traslada a la mitad del siglo XVIII para narrarnos el ascenso y caída de Redmond Barry, un campesino irlandés tan obsesionado con formar parte de la nobleza británica y ganarse su reconocimiento, que comienza a echar mano de cuanta artimaña esté a su disposición con el fin de ir escalando socialmente. En Barry Lyndon acompañamos a este advenedizo personaje desde su juvenil romance con su prima, su obligado exilio a causa de un amañado duelo, su enlistamiento en el ejército británico durante la Guerra de los Siete Años, su deserción, su captura por el ejército prusiano, hasta que finalmente logra establecerse entre la nobleza al casarse con la viuda baronesa Lady Lyndon, tan sólo para comenzar su decadencia que lo guiará hacia la ruina económica y moral. Como parte de su obsesión perfeccionista, y con la ambiciosa idea de recrear lo más posible el ambiente de mediados de siglo XVIII, el maestro

decidió registrar las imágenes sólo con la iluminación que existía en la época, es decir, sólo con la utilización de la luz natural durante el día, y la luz de la luna y velas durante las noches. Para ello, además de utilizar velas especiales de tres pabilos que producían una llama triple, y por lo tanto, una iluminación más intensa –aunque se consumían más rápido y producían mucho más calor–, Kubrick echó mano de tres lentes especiales Zeiss f0.7 que originalmente fueron diseñados para la fotografía espacial de la NASA y que, por su enorme tamaño e incompatibilidad con las cámaras comunes, tuvieron que ser adaptados a las cámaras Mitchell BNC por parte de la empresa Cinema Products Inc. El resultado de la filmación con esta arriesgada iluminación derivó en escenas con una considerable pérdida de profundidad de campo, pero lejos de ser un defecto, este ilusionismo óptico fue la manera en la que el realizador logró crear una atmósfera particular con la que recrea un ambiente pictórico. El siempre audaz movimiento de cámara que caracteriza la obra fílmica del realizador, aquí se ausenta para dar paso a tomas estáticas que crean una atmósfera envolvente que nos sumerge en la sensación de estar inmersos en un fresco en movimiento. Las

imágenes simulan ser pinturas clásicas que son acompañadas con la Sarabanda de Händel de una manera casi omnipresente gracias a las distintas versiones adaptadas por el gran Leonard Rosenman –ganador de un Oscar por este trabajo–, por las composiciones Tin Whistles de Sean O'Riads, y otras piezas clásicas de Mozart, Schubert, Paisiello y Vivaldi, creando así una pieza artística de sobrecogedora ensoñación. Pero más allá de las ambiciones y pretensiones formales, esta cadenciosa obra maestra es un estudio psicológico sobre la ambición y el poder, además de una pieza que, con la elegancia que caracteriza a Kubrick, acentúa la fatalidad que persigue al protagonista desde su nacimiento hasta su muerte. Logrando que el mismísimo Ryan O'Neal actuara –un gran reto que luego fue superado cuando hizo lo propio con Tom Cruise en Eyes Wide Shut (1998)–, el visionario genio neoyorquino deconstruye la figura de Redmond Barry, quien deja atrás su idealista, ingenuo y romántico espíritu juvenil para convertirse en un arribista cínico y egoísta cuya ambición sin escrúpulos lo llevarían finalmente hacia el repudio social y la soledad en la que estaría sumergido hasta el final de sus días.




E

l novelista y guionista inglés Alex Garland -autor de la novela La Playa (llevada al cine por su compatriota Danny Boyle en el año 2000 con Leonardo DiCaprio al frente del elenco) y guionista de filmes como Exterminio (28 days later, 2002) y Alerta Solar (Sunshine, 2007), ambas del ya mencionado cineasta inglés, y otras propuestas distópicas como Nunca me abandones (Never let me go, 2010, Mark Romanek) y Dredd (2012, Pete Travis)- debuta en la dirección con un estimulante largometraje enmarcado en los terrenos de la ciencia ficción especulativa a través de una sencilla historia que escarba en los recovecos de la naturaleza humana al enfrentarla a la aparición de una inteligencia artificial. El argumento de su ópera prima, Ex Machina (2015), se centra en Caleb, un diestro programador que resulta ganador de un sorteo en la empresa de desarrollo tecnológico para la que trabaja, recibiendo como premio la oportunidad de pasar una semana completa con su absurdamente acaudalado jefe Nathan en su finca privada -una edificación tecnológica minimalista enclaustrada en medio de las montañas- donde su superior le revela la verdadera razón de su visita: evaluar a Ava, una inteligencia artificial en la que ha estado trabajando por años y que podría estar lista para ser presentada ante la humanidad, a través de un proceso de valoración similar a la conocida prueba de Turing, un test con la que un sujeto aislado debe descubrir si el personaje con el que está interactuando de manera remota es una máquina o un humano. Queda claro que la premisa no es para nada original, pues desde hace casi un siglo el celuloide nos ha puesto frente a maravillosas propuestas sobre el potencial desarrollo de una inteligencia artificial, como en el clásico silente Metropolis (1927) de Fritz Lang o la sofisticada y casi perfecta Ella (Her, 2013), de Spike Jonze, pasando por supuesto por la obra maestra de Stanley Kubrick, 2001: Odisea del espacio (2001: A Space Oddissey, 1968), la elegante Inteligencia artificial (A.I. Artificial Intelligence, 2001), de Steven Spielberg o la palomera Yo, Robot (I, Robot, 2007), de Alex Proyas; pero pese a que el primer largometraje del británico aporta poco al cine scifi especulativo, su grandeza radica en que es una obra de gran sencillez, y dentro de ella sus planteamientos inducen a reflexiones interesantes, además de ser poseedora de una sofisticación formal realmente notable. Garland se procura un guión muy cuidado, muestra su peripericia narrativa y sin tiempos muertos va directo al punto; no tiene tiempo para andar por las ramas a la hora de contarnos esta trágica anécdota sobre el posible encuentro -y sus consecuencias- entre un humano y una súper-máquina. Ex Machina va registrando las sesiones diarias de Caleb y Ava, y la ma-

nera en la que la relación va escalando niveles de complejidad, poniendo a prueba la fragilidad de la naturaleza humana ante tal estimulo artificial y la (in)estabilidad de la naturaleza del androide presuntamente autónomo. Además se presenta la relación entre Caleb y Nathan en los debates/discusiones sobre lo que supone la creación/desarrollo de una inteligencia artificial, presentando de esta manera las primeras fricciones que guiarán hacia uno de los conflictos centrales de la cinta. En este elegante laberinto hipertecnológico que aprisiona en más de un sentido- a Caleb y del que Nathan es único agente carcelario, surgirán las fricciones entre el apocado programador, el millonario con delirio de creador omnipotente y la autómata rebelde. En este estira y afloja, las interpretaciones de Domnhaal Gleeson, Oscar Isaac y Alicia Vikander resultan vitales: Gleeson vuelve a interpretar a un personaje despistado pero en esta ocasión no cae en el exceso gesticular como en sus roles de Cuestión de Tiempo (About Time, 2014, Richard Curtis) o Frank (2014, Leonard Abrahamson), por el contrario, su mesura permite la completa credibilidad del estafado programador que resulta ser un sujeto de estudio más en el laboratorio del desquiciado villano al que Oscar Isaac logra dotar de una poderosa e intimidante aura sin caer necesidad de aspavientos interpretativos; finalmente, Alicia Vikander se roba las escenas como Ava, pues su trabajo completo se basa en gran medida en la gesticulación, y logra un resultado realmente sorprendente al utilizar su mirada y leves movimientos faciales para transmitir desde miedo, sensualidad, asombro, empatía, odio, etc.; toda una gama de emociones pasan por el rostro de esta atractiva actriz con una soltura envidiable. Con apenas estos tres personajes centrales, Garland puede mantener el suspenso en la historia -una suerte de Frankenstein del nuevo milenio- en un sólo ambiente con espíritu teatral, haciendo uso de una cámara estática o con movimientos tan suaves que pareciera flotar en torno a ellos -sólo hay algunas breves secuencias en exteriores, el resto sucede al interior de la hipertecnológica mansión-, creando así una tensa y enfermiza atmósfera en la relación jefe-empleado-creación, cuyos conflictos y resquemores van generando la presión que se va acumulando para estallar en un climático, mesurado y elegante desenlace. Ex Machina es una cinta pequeña -costó apenas $12MDD- que prefiere tomar el camino de las interrogantes reflexivas antes que el de la acción desmedida, es una ciencia ficción intimista que va hilvanando con grandes dosis de detalles el relato de una manera lenta y precisa, añadiendo alguno planteamientos existencialistas sobre la inteligencia artificial y la respuesta humana ante ella.


E

l director Alejandro Iglesias Mendizábal debuta en el largometraje con una historia de corte coming of age -inspirada en una anécdota personal del 2005- sobre tres mejores amigos -Lucas, Emilio y Rubén- que pasan una tarde buscando unas llaves perdidas en un parque de la Ciudad de México; una experiencia que les cambia la perspectiva sobre la vida... y la muerte. Curtido en el terreno del cine de fantasía y del terror -es responsable, entre otros, de los cortometrajes Abracadabra (2011), Contrafábula de una niña disecada (2012) y El humo denso que nos oprime el pecho (2014)-, el realizador da un giro radical en su temática pero siguen presentes sus personajes adolescentes -aunque en este caso son ya post adolescentes-, centrándose en esta anecdótica tarde en la que un trío de jóvenes repentinamente se enfrentan a la muerte de un amigo al que hace tiempo no veían. La búsqueda de unas llaves perdidas en el parque de su colonia durante la tarde

previa al funeral de su amigo se transforma en toda una odisea en la que intentan -cada uno a su manera- retrasar lo más posible su asistencia al sepelio, y deben hacer frente a reflexiones inesperadas sobre la vida, la muerte, las pulsiones sexuales, las relaciones de pareja, las decisiones de carreras escolares y la verdadera amistad. Sopladora de hojas es un trabajo con el que su director demuestra ser un narrador diestro y maduro. Se trata de un filme más profundo de lo que podría parecer en una primera revisión superficial; su propuesta de espíritu melancólico y con repleta autenticidad inevitablemente nos recuerda a clásicos cinematográficos de la amistad adolescente y la pérdida de la inocencia como Cuenta Conmigo (Stand by me, 1986), de Rob Reiner, o las producciones de Fernando Eimbcke como una referencia más cercana y familiar. La película está llena de un humor fresco y sincero que nos lleva por hilarantes momentos, pero que entre risas también nos regala situaciones de gran carga emocio-

nal, tal es el caso de la escena donde finalmente llegan al funeral y deben encontrarse con el cuerpo de su amigo; se trata de una secuencia bien resuelta a través de la sutileza emocional que pone en evidencia el cariño que los tres tenían hacia él y el gran dolor que sienten ante la pérdida, que por querer demostrar fortaleza, se habían negado a expresar. Y es en este sentido que se debe hablar del trío protagonista, los debutantes Fabrizio Santini (Lucas), Paco Rueda (Emilio) y Alejandro Guerrero (Rubén), quienes apoyados por actores de renombre como Daniel Gimenez Cacho, Arcelia Ramirez, Claudette Maillé y Fabiana Perzabal -con pequeñísimas y acaso anecdóticas participaciones- establecen una relación de camaradería tan honesta y entrañable que queda marcada en el público tras la experiencia fílmica que resulta el visionado de esta agradable opera prima de producción nacional sobre los ritos de paso en la post adolescencia y la inminente entrada al mundo adulto.


Paul Kersey es un neoyorquino común, pero cuando su esposa e hija sufren un brutal ataque, decide convertirse en un vigilante que persigue a todos los delincuentes de la ciudad protegido por el manto nocturno y con un revolver como arma justiciera. Charles Bronson protagoniza la cinta y da vida a uno de los papeles más representativos de su carrera. "El Vengador Anónimo" parte del modelo arquetípico creado tres años antes por "Harry el Sucio" (1971), con Clint Eastwood; esta variante dio pie a tres secuelas y otros símiles como "10 a la media noche" (10 to midnight; 1983). En un experimento más reciente se presentó la variable femenina con Jodie Foster como protagónica de "Valiente" (The Brave One; 2007) y el remake con Bruce Willis como protagonista.

Durante los años 30, un inventor creó un novedoso prototipo de un traje que posee un prupulsor en la parte trasera y que convierte a quien lo usa en un autentico "hombre cohete". Dicho artefacto es robado y se mantiene oculto, mientras que tanto la mafia como el FBI comienzan su búsqueda. Por azares del destino, el prototipo llega a manos de un joven llamado Cliff, un acróbata que se convierte en el portador y protector del traje, y con la ayuda de la hermosa Jenn (Jennifer Connelly), intentan que el codiciado invento no caiga en malas manos y sea usado como arma. A pesar de haber sido bien recibida por la crítica americana, la cinta representó un fracaso para Disney, la cinta fue la primera incursión de los estudios en las cintas de superhéroes, pero por los pobres resultados obtenidos en taquilla prefirieron no volver a apostarle a este género... curiosamente, 20 años después, Disney estaría comprando los estudios Marvel y el resto, es historia.



E

l joven cineasta ruso Kantemir Balagov, de apenas tiene 28 años al escribir estas líneas, refrenda con su segundo largometraje el talento que lo colocó como una de las promesas a seguir cuando presentó su opera prima, Closeness (Tesnota; 2017), en el Festival de Cannes donde recibió el premio FIPRESCI de la sección 'Una Cierta Mirada'. Ahora con Dylda, un retrato íntimo del lado femenino de la Segunda Guerra Mundial, el director consigue no sólo repetir la hazaña en la Costa Azul al ser reconocido nuevamente en la misma sección y con el premio, sino también con el reconocimiento a la mejor dirección; y por si fuera poco, consiguió también que su filme fuera elegido como represente de Rusia en la competencia por una nominación como mejor película de habla no inglesa en la próxima edición de los premios Oscar. La película nos transporta a Leningrado en el primero otoño posterior a la Segunda Guerra Mundial. La ciudad se encuentra en ruinas luego de haber sobrevivido a un monstruoso asedio: más de novecientos días la comunidad quedó sitiada y miles de personas murieron a causa del frío, el hambre y la inanición. En este terrible ambiente, y a pesar de la victoria en la guerra y del discurso triunfalista de los políticos, la sociedad quedó completamente devastada tanto moral como anímicamente, con secuelas que fueron difíciles o hasta imposibles de superar. Iya (Viktoria Miroshnichenko) es una de las mujeres que pelearon en el frente y ahora se hace cargo de su pequeño hijo Pashka mientras atiende, con otras mujeres, un hospital donde cuidan a otros soldados heridos en batalla; en su particular caso, las secuelas de la guerra se manifiestan en episodios de estrés postraumático que esporádicamente la dejan completamente paralizada, imposibilitada para responder a cualquier estimulo. Por otra parte, Ma-

sha (Vasilisa Perelygina), la mejor amiga de Iya, regresa del frente con un marido muerto y con secuelas físicas que la han despojado de su capacidad para engendrar. Ambas mujeres, entre la soledad, la culpa y el anhelo de maternidad, buscan incansablemente encontrar su lugar en un mundo donde la ominosa sombra de la guerra parece extenderse más allá de lo imaginable. Dylda, que bien podría ser complemento perfecto al libro La Guerra no tiene rostro de Mujer de Svetlana Alexiévich en el que, a través de testimonios femeninos, se muestra reflexionan sobre el sinsentido bélico, se revela como un ejercicio que bien podría ser heredero espiritual de los hermanos Dardenne por ese instinto de supervivencia que impulsa a los protagonistas aún cuando parece que ya nada tiene sentido, y en lo formal a la estética del siberiano Aleksandr Sokurov y a la audacia técnica de Lászlo Nemes en esa obra descomunal de supervivencia en pleno Infierno en la Tierra llamada El Hijo de Saúl (2015). Pero la película, más allá de inspiraciones artísticas, sobresale por méritos propios y no deja lugar a duras del talento formidable de su artífice con una sensacional puesta en cámara mucho más sobria y clásica que la de su experimental debut, así como también revela la autenticidad con la que el cineasta va forjando su estilo personal. Dylda representa la consolidación de Balagov como uno de los mayores talentos jóvenes en la cinematografía europea; además, hablando de las crisis sociales del presente mediante una mirada crítica hacia el pasado, la cinta lo integra a la infame lista negra de directores que se han opuesto, a través de sus obras, al régimen de Putin, una lista en la que podemos encontrar títulos y directores como Leviathan (2014) de Andrey Zvyagintsev y El Discípulo (2016) de Kirill Serebrennikov.



L

a obra del cineasta estadounidense Rick Alverson ha ido siempre a contracorriente de las convenciones del cine hollywoodense. Con su quinto largometraje el director nos entrega su película más accesible, pero sin perder un ápice de la naturaleza confrontativa y transgresora que ha marcado su cine. La Montaña tiene como protagonista a Andy (Tye Sheridan) un taciturno y sexualmente reprimido joven de 19 años que vive con su padre Frederic (Udo Kier), un estricto hombre y maestro de patinaje en hielo que hace algunos años internó a su esposa y madre de su hijo en un hospital psiquiátrico. Cuando su padre muere súbitamente en la pista de hielo, se presenta ante él el Dr. Wallace Fiennes (Jeff Goldblum) y le invita a viajar con él como su asistente y fotógrafo para que capture los momentos en los que realiza un procedimiento médico conocido como “lobotomía” en distintos hospitales psiquiátricos de California. El carácter tímido y poco arrojado de Andy, aunado con una remota esperanza de encontrar a su madre en alguno de esos centros psiquiátricos que visitan, no le permite más que atestiguar cómo el doctor transforma a sus pacientes en algo parecido a muertos en vida y cómo se enfrenta a la creciente negativa de varios hospitales que han decidido optar por un tratamiento médico como método clínico alternativo menos extremo con los pacientes. Sin embargo, la apatía con la que hace su trabajo se ve trastocada cuando conoce a Susan (Hannah Gross) y su adinerado

padre Jack (Denis Lavant con ese espíritu aparentemente indesprendible de su Mr. Merde en Holy Motors que extendió hasta su breve participación en La noche devoró al mundo), quien solicita la ayuda del doctor para realizarle el procedimiento a la chica, pese a que no parece tener ninguna enfermedad mental y su intempestiva actitud parece sólo responder a la rebeldía propia de su juventud. La Montaña se mantiene fiel al espíritu del cine de Alverson que evita las fórmulas del cine industrializado y gracias a su puesta en escena nos sumerge en una experiencia angustiante y opresiva. La fotografía del mexicano Lorenzo Hagerman –en su segunda colaboración con el director después de Entertainment (2015)– echa mano del claustrofóbico formato 4:3 y de una paleta de colores fríos y opacos para crear una atmósfera estéril y desesperanzadora que se opone a la idílica visión de los años 50 maquilada por Hollywood a lo largo de la historia; por otra parte, el score compuesto por el músico post-rock Robert Donne junto con el formidable trabajo de dirección de arte a cargo de Jacqueline Abrahams y la impecable edición de Michael Taylor, dan aún más fuerza a las situaciones que se aprecian en pantalla, algunas de las cuales terminan por ser realmente inquietantes aunque no se muestren de manera gráfica. Y es que la belleza y pulcritud de las imágenes contrasta con lo perversas que resultan las prácticas del Dr. Fie-

nnes, un personaje que sobresale por su construcción psicológica compleja y que resulta formar parte de un juego de espejos con Andy, pues aunque son de personalidades opuestas, a final de cuentas ambos son hombres perdidos en busca de su lugar en el mundo: el médico busca hospitales para llevar a cabo sus lobotomías pero se enfrenta a una realidad cambiante donde esta práctica está entrando en desuso por cuestionarse sus diagnósticos y extremos resultados; mientras que el chico desamparado busca a la madre que su padre le arrebató de su lado años atrás. A través de La Montaña, Alverson devela un pasado oscuro, doloroso y vergonzoso de la historia estadounidense que no sería descabellado equiparar al infame episodio del esclavismo. La farsa del sueño americano se ve desarticulada mientras se muestra la violencia institucionalizada perpetrada a través de hospitales psiquiátricos donde casualmente, se recluían mayoritariamente a mujeres, homosexuales y afroamericanos, es decir, las minorías que, según los sectores ultraconservadores iban en contra el estilo de vida americano ideal. Pero no obstante el pesimismo y la sombría atmósfera que recubre la cinta –y la filmografía entera de Alverson– y con la que nos hace partícipes de una experiencia inquietante, el director se aventura a salir de su zona de confort y nos comparte un esperanzador halo de luz al final del túnel.


S

iguiendo con la comprometida línea ideológica de otros varios realizadores de habla portuguesa, Kleber Mendonça Filho entrega una cinta con un marcado tinte político. Pero a diferencia de su anterior Aquarius, que sedujo con su impasible sutileza, en esta ocasión busca al gran público para taclearlo sin reservas. La cinta consiste en un futuro cercano posible, tendiendo a la distopía, en un tono que va desde la comedia costumbrista hasta la sátira de horror. Una historia que involucra a Estados Unidos y su enferma fascinación por la violencia y a su racismo, deja un claro mensaje: hay un problema sistémico que trasciende a un país. Trata de un pueblo de la provincia brasileña atormentado cuando un grupo de mercenarios llega con la consigna de hacer limpieza étnica. Las consecuencias dan una lectura de severa acusación a los gobiernos y a su olvido (o incluso, su abierta aversión) hacia las razas menos acordes al ideal occidental. Resalta la evolución de la narración, que en la primera media hora construye culturalmente a un pueblo miserable pero unido; después, a un despiadado colectivo dispuesto a la revolución. Es además descrito con una agilidad, un naturalismo y una viveza que podrían hacer de Mendonça un idóneo adaptador de 100 años de Soledad. Posteriormente vemos detalles más sutiles como la libertad del cuerpo usado como arma contra la imposición conservadora. Se trata de una cinta que reivindica a todo un sector poblacional, y anuncia lo que -quizá con menos sangre y carnicería- podría ser muy pronto la realidad.


D

ino, un ambicioso agente inmobiliario, conoce a Giovanni Bernaschi, el millonario padre de Massimiliano, el novio de su hija Serena, y al instante en que se entera que éste está creando un fondo de inversión con un presumible 40% de interés anual, no duda en querer entrar como socio en el negocio; no obstante, la crisis europea impedirá que los planes tengan buenos resultados. Carla es la esposa de Giovanni, e intenta salir de su rutinaria existencia como la simple esposa del millonario a través de la restauración de un viejo teatro, con lo que también busca revivir la emoción de sentirse útil, activa, como cuando era actriz durante su juventud; el director artístico de la sociedad con la que busca levantar de nuevo el teatro, le ofrece esa tan anhelada oportunidad. Serena pone fin a su noviazgo con Massimiliano, aunque no quieren contárselo a sus padres y fingen seguir juntos; mientras tanto, un misterioso chico llamado Luca, entra inesperadamente en la vida de Serena, pero su turbio pasado e inestabilidad jugarán en su contra.

Esta triada de sencillas anécdotas se entretejen para conformar un complejo retrato social en la nueva película del italiano Paolo Virzì, El Capital Humano (Il Capitale Umano, 2014), pues gracias un cuidado trabajo de guión, construye personajes multidimensionales de moral y ética cuestionables, a la vez que la estructura narrativa permite guardar varios giros imprevisibles en la historia que detona y gira entorno a un accidente de tránsito ocurrido en una solitaria carretera durante la víspera de Navidad. Esta libre adaptación de la novela Human Capital de Stephen Amidon -publicada en 2004- se presenta con una narrativa fragmentada no lineal a través de cuatro capítulos. Dino, Carla y Serena son los tres protagonistas que dan nombre a los respectivos episodios en los que la historia se nos cuenta desde el punto de vista de cada uno de estos personajes, mientras que el cuarto apartado da nombre al filme y sirve como una suerte de epílogo que termina por atar los cabos de esta historia en forma de bizarro thriller tragicómico.

El Capital Humano es un rompecabezas que se conforma por piezas críticas hacia la civilización occidental -la sociedad italiana y su crisis económica sólo sirven como microuniverso para hablar de un caso universal- a través de personajes de diferentes niveles socioeconómicos que vagan entre el patetismo, la ambición y la mezquindad. Una galería de talentosos actores -sobresaliendo Valeria Bruni Tedeschi como Carla, y Fabrizio Bentivoglio como Dino- dan vida a los variopintos personajes de este filme coral de suntuosa e inmaculada puesta en escena sobre las codiciosas sociedades cimentadas en las apariencias que ven en la vida humana un valor de cambio más, sobre los logros financieros en el capitalismo como única forma válida de éxito, y sobre la volatilidad de la ética y la moral; El Capital Humano posee una premisa muy adecuada para nuestros tiempos que es importante revisar a la brevedad.



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