CELULOIDE DIGITAL - OCTUBRE 2019 - JOKER

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diferencia del héroe encapotado, cuyo origen es canónico e inamovible –sus padres son asesinados frente a sus ojos siendo él apenas un niño, marcando así su destino como justiciero anónimo–, su némesis no cuenta con un origen único definido. El director Todd Phillips –cuyo mayor logro había sido la trilogía The Hangover (2009, 2011, y 2013)– aprovecha esta cualidad del personaje para crear su propia visión del Príncipe Payaso del Crimen. Su Joker es la historia de Arthur Fleck (Joaquin Phoenix), un hombre que vive solo junto a Penny Fleck (Frances Conroy), su madre anciana y enferma en un desvencijado departamento de una zona marginal de Ciudad Gótica prestando sus servicios como payaso para una agencia que lo renta para distintas actividades –desde la promoción de un local comercial hasta levantar la moral de los pacientes en un hospital infantil– mientras se esfuerza para que sus aspiraciones como comediante rindan frutos. A su precariedad económica hay que sumar sus perturbaciones psicológicas y su padecimiento de ataques involuntarios de risa en los momentos de mayor estrés, afecciones que está tratando a través de una también precaria clínica de salud pública. Marginado, ignorado y a veces hasta violentado por la sociedad, Arthur se encuentra en el límite cuando es despedido de su trabajo y dejado sin tratamiento médico por los recortes presupuestales del gobierno hacia el sector médico. Con confesas y presumidas influencias del cine de Martin Scorsese –particularmente “Taxi Driver” (1976) y “The King of Comedy” (1981) a las que podemos considerar como sus hermanas espirituales– Phillips se propone llevar a cabo un estudio de personaje, el de una víctima de las injusticias sociales y el incumplimiento de las –falsas– promesas de un sistema neoliberalista que lo coloca dentro de su juego como lo opuesto al individualista burgués: un paria social que no merece ni siquiera ser visto y lo orilla a encontrar escape, refugio y una suerte de justicia personal en la violencia. Pero pese a los homenajes visuales hacia el cine de Scorsese –y a otros clásicos como The French Connection (1971) y Dog Day Afternoon (1975)– no consigue del todo ensamblar un estudio de personaje tan complejo como los que el maestro neoyorquino consiguió en las cintas

ya clásicas a través de la labor histriónica de un Robert De Niro en estado de gracia y de los guiones firmados por Paul Schrader y Paul D. Zimmerman respectivamente. Aunque tiene grandes momentos en su metraje, no logra sacar todo el provecho de un contexto convulsionado con lucha de clases –los pobres no son más que simples «payasos», dice en algún momento el empresario con aires políticos Thomas Wayne (Brett Cullen)– y constantemente es presa de graves vicios hollywoodenses que juegan en detrimento del filme como obra fílmica, tal es el caso de los diálogos sobreexplicativos o los flashbacks para explicar algo que parece pensar el público no es capaz de entender por sí solo. Sin embargo, algo que no le podemos reprochar al filme es la interpretación de Joaquin Phoenix, el actor se muestra comprometido y absolutamente entregado en su inmersión de este desquiciado personaje, bordándolo de una forma magistral con sus expresiones faciales, sus movimientos corporales, su voz y su perturbadora carcajada. Injusto sería comparar el trabajo de Phoenix con el creado por Heath Ledger, pues sus personajes se encontraban tanto en contextos como en puntos distintos de su historia: el de Phoenix está por enfrentarse a ese particular día en el que le dan un empujón para trasgredir las líneas de la insanidad mental, mientras que el de Ledger ya era un agente del caos asumido que había encontrado a su complemento opuesto perfecto. Sin estar basada en una sola historia particular de los cómics –aunque hay ciertos guiños a varios momentos emblemáticos plasmados en las viñetas– se trata de una libre adaptación del personaje que, pese a sus defectos ya señalados, consigue una identidad sólida como un thriller bien ejecutado –construye bien el suspenso, sosteniéndolo y elevándolo al extremo en su climax– y consigue combinarlo con ese halo mítico particular de las historias de superhéroes. En resumen, Joker, de igual manera que Logan (2017), de James Mangold, resulta una apuesta ambiciosa que sí toma varios riesgos con respecto al cine de superhéroes, pero termina por ser contradictoria y poco atrevida en un discurso que prometía –y podía– ser más transgresora y revolucionaria.





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l director Ari Aster el reconocimiento le llegó desde el estreno de su primera película en el Festival Internacional de Cine de Sundance en enero del año pasado. El Legado del Diablo (Hereditary; 2018) se presentó como un trágico drama familiar que, poco a poco, se va transformando en una perturbadora historia de violencia y horror puro, y poco a poco se fue ganando un merecido lugar como un clásico de culto instantáneo del cine de género. Con su segundo largometraje, Midsommar: el Terror no espera la Noche (Midsommar; 2019), se arriesga con una propuesta mucho más ambiciosa y rigurosa, pero manteniendo sus obsesiones temáticas como la familia, la pérdida y el duelo. Midsommar tiene a la talentosa actriz Florence Pugh al frente del reparto interpretando a Dani, una chica que está atravesando una crisis en su relación con su novio Christian (Jack Reynor), quien lleva meses intentando dejar la relación pero sigue con ella por lástima, pues ella parece siempre necesitarlo cuando su hermana –diagnosticada con bipolaridad– entra en crisis. Durante una noche invernal, Dani recibe oscuros mensajes de su hermana, y poco después recibe la noticia de que la chica asesinó a sus padres mientras dormían y luego terminó con su propia vida. Varios meses después, Dani y Christian, junto con un par de amigos más, son invitados a festejar el Midsommar, un festival folclórico celebrado cada 90 años en Hågar, una remota localidad sueca donde el sol nunca se oculta durante la temporada veraniega. El viaje inicialmente se presenta como la oportunidad ideal para la sanación emocional de Dani, pero cuando las festividades inician el viaje se transforma en una alucinante pesadilla bajo la luz del sol de medianoche. Hace un par de años con su sobresaliente opera prima, Un lugar en silencio (A Quiet Place; 2018), John Krazinsky recurrió al silencio y a la amenaza de su interrupción para construir y sostener la tensión a niveles insoportables, de esta manera dio forma a un sólido ejercicio cinematográfico que, al mismo tiempo que homeneajaba al cine clásico de suspenso, desafiaba los convencionalismos del cine de horror genérico producido en Hollywood y que se sustenta en el ordinario recurso de los sonidos estridentes e inesperados para provocar el sobresalto del espectador –la

escandalosa It: Chapter Two (2019), de Andy Muschietti, sería el ejemplo más reciente que hemos tenido en cartelera. Con Midsommar Ari Aster hace lo propio y, apoyándose nuevamente en la fotografía por el polaco Pawel Pogorzelski, el director hace que la enrarecida y claustrofóbica residencia de la familia Graham en El Legado del Diablo dé paso aquí al campo abierto y a la perpetua luminosidad, no sólo funcionando como la cara opuesta en los terrenos formales de la su ópera prima sino también desafiando a las convenciones del cine de horror con un estilo pictórico. Y aunque formalmente es radicalmente distinta a su opera prima, la temática y las inquietudes que Aster plantea son exactamente las mismas y podríamos considerar a Midsommar como una muy libre adaptación de su filme anterior, pues ambas narran una historia de duelo irresuelto ante una trágica pérdida familiar y cómo esta situación es propicia para que unos personajes enigmáticos –Joan (Ann Dowd) en El Legado del Diablo y Pelle (Vilhelm Blomgren) en Midsommar– aprovechen estas fisuras emocionales como estrechos pasadizos hacia su voluntad para doblegarla y apoderarse de ella. Con fuertes y claros ecos de The Wicker Man (1973), de Robin Hardy, y plagada de simbolismos que evocan al misticismo esotérico de Alejandro Jodorowsky en títulos como El Topo (1970) y La Montaña Sagrada (1973), el cineasta acude, al igual que en el resto de su filmografía inscrita en el cine de género donde encontramos algunos cortometrajes sobresalientes, a un terror más psicológico sin echar mano de ordinarios recursos como los «jumpscares»; y pese a que la película tiene escenas de violencia y ‘gore’ que resultan perturbadoras, lo más brutal del filme son las extremas situaciones emocionales por las que atraviesa la protagonista, a través de la cual Aster lanza comentarios sobre la soledad, la codependencia y el sentido de pertenencia. Con Midsommar, su artífice depura su estilo y repite la hazaña de facturar un clásico de culto instantáneo, continuando así con su camino hacia la cumbre como uno de los cineastas más sobresalientes y propositivos del cine de terror del nuevo milenio.



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ristemente, en nuestro país aproximadamente el 70% de las mujeres encarceladas están ahí por razones involucradas por su pareja, y nuestra sociedad que aún es bastante machista, parece ser más dura con ellas que con el hombre, la sociedad las juzga el doble. Alma es una mujer albina que acaba de salir de la cárcel pero que está dispuesta a retomar su vida, desafortunadamente la sociedad es muy dura con ella y le niega la oportunidad de trabajar por sus antecedentes penales. Ella trabajaba en una farmacia y robaba medicamentos para revenderlos, aunque básicamente lo hizo para ayudar a su pareja y padre de su hija, al ser descubierta la dejó abandonada a su suerte. Un día, cuando regresa a visitar a una antigua amiga de la farmacia, conoce a don Clemente, un solitario hombre hipocondríaco que queda admirado por la chica, por su aspecto físico, por su apariencia alvina. Le recuerda a la apariencia de su ángel protector. El hombre contacta a Alma para que sea su enfermera, ya que ella tiene experiencia para ello, tanto por su trabajo en la farmacia como por lo aprendido en prisión. Es así como estos dos seres solitarios crean un hermoso vínculo donde se apoyarán mutuamente, don Clemente se sentirá más acompañado y apoyará a Alma en la búsqueda de su hija, la cual desapareció con su ex pareja durante su reclusión. Asfixia está dirigida por Kenya Márquez y cuenta con las actuaciones de

Johana Fragoso, Azul Magaña Muñiz, Mónica del Carmen, Enrique Arreola y Raúl Briones. La directora estuvo años tratando de conseguir una verdadera mujer albina para el papel de su protagonista, hasta dar con Johanna, quien es psicóloga de profesión y a quien su carrera le ayudó a la hora de construir el personaje. El elenco compuesto por actores experimentados y novatos se tuvo que adaptar a trabajar de manera conjunta pero al final el ensamble actoral es de los puntos más rescatables de la película. Asfixia inicialmente se enfoca en relación entre Alma y don Clemente, y en un principio parecía que sería algo más importante en la historia; sin embargo ese lazo tan fuerte entre los dos apenas queda planteado y no logra a cabalidad reflejarse en pantalla a causa de darle más tiempo a la búsqueda de la niña. Y es que en realidad a este aspecto no era tan necesario darle tanto tiempo en pantalla y hubiera sido más interesante ver cómo se graba este vínculo entre estos dos seres solitarios que extender el tiempo que se toman para la búsqueda de la hija y que, siendo sinceros, las respuestas estaban muy al alcance de la protagonista. La directora se esforzó en verdad en hacer de su cinta un documento de denuncia pero pudo haber sacado provecho a ambas situaciones por igual y seguramente el filme hubiera tenido un resultado más satisfactorio.



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l director estadounidense Quentin Tarantino es uno de los pocos «auteurs» del Hollywood actual; su autenticidad y estilo lo han consagrado como uno de los cineastas más influyentes de la industria fílmica. De ahí que cada una de sus películas se espere con fervor por parte del público, y en particular por sus acérrimos seguidores. El originario de Knoxville ambienta su nueva y ambiciosa producción en la ciudad de Los Angeles en 1969. Ahí, entre los destellos de la Ciudad de los Sueños, conocemos a nuestros tres protagonistas: Rick Dalton (Leonardo DiCaprio), una frustrada estrella televisiva venida a menos que, luego de protagonizar un exitoso Western serial, no ha logrado dar el salto del mundo televisivo al de la pantalla de plata y ahora sólo participa dando vida a villanos segundones en programas con jóvenes promesas como los héroes estelares. Cliff Booth (Brad Pitt), el doble de acción de Dalton que, al igual que el actor, ha visto disminuido su trabajo, pero en cambio, no se refugia en la condescendencia o en los excesos, y continúa a las órdenes del actor como su chofer. Y Sharon Tate (Margot Robie), vecina de Dalton y glamorosa nueva esposa de Roman Polanski (Rafal Zawierucha), director polaco que, luego de su gran éxito con el cine de horror de culto Rosemery’s Baby (1968), se está abriendo camino en la industria del llamado «Nuevo Hollywood». En escena también aparecen los miembros de un culto liderado por un tal Charles Manson (Damon Herriman, actor australiano que encarna al mismo criminal en la segunda temporada del serial Mindhunter) y será la coyuntura para que las vidas de Dalton, Booth y Tate se crucen de manera inesperada. El título del nuevo filme de Tarantino guarda dos lecturas que podrían parecer diametralmente distintas pero que, en realidad, aquí se vuelven comple-

mentarias. Por un lado es una clara referencia a Once Upon a Time in the West (1968), el spaghetti western clásico del italiano Sergio Leone –con un guion firmado, ni más ni menos, que por Sergio Donati, Dario Argento y Bernardo Bertolucci– en el que una historia de venganza se entrelaza con la crónica de la ambiciosa construcción de una ruta ferroviaria y a partir de ello se realiza un análisis de los retos que supone la llegada de la «modernidad» a los agrestes y salvajes parajes norteamericanos; mientras que, por otro lado, se trata de una alusión a la frase inicial de los cuentos de hadas. Y es que, para Tarantino, Hollywood es el lugar donde todos los sueños se cumplen, es el lugar feliz de su infancia, el lugar de las estrellas; y continuando con su tradición revisionista –inaugurada con Inglourious Basterds (2009) donde los judíos obtienen su venganza en contra de los nazis, y a la que dio continuidad con Django Unchained (2012) donde los esclavos del sur estadounidense hacen lo propio con los esclavistas–, el director trastoca nuevamente la historia para elaborar un relato que, si bien sirve como una venganza figurativa, funciona a la vez como una carta de amor y un homenaje al cine hollywoodense con el que creció y a las figuras olvidadas de la industria fílmica de los años ‘50 y ‘60. La figura de Rick Dalton, pese a no estar basada particularmente en un personaje real, sí tiene ecos de Steve McQueen, quien sí logró hacerla en grande en el mundo del celuloide luego de su inicial carrera televisiva. Por su parte, el personaje de Cliff Booth sí está inspirado en una figura real, la de Hal Neddham, un veterano de guerra y doble de acción del actor Burt Reynolds que, según se decía, había asesinado impunemente a su esposa. La decadencia de estos personajes es tomada por el director para hablar del fin de una era en Hollywood, donde un

sistema de producción a cargo de los grandes estudios dio paso a otro de producciones independientes y contraculturales entre las que encontramos títulos dirigidos por cineastas propositivos como Brian De Palma, Francis Ford Coppola, Stanley Kubrick, Roman Polanski, Martin Scorsese, entre varios más. La icónica actriz Sharon Tate, a diferencia de su trágico final en el verano del 69 a manos de «La Familia Manson», es abordada aquí no desde la tragedia, sino desde la celebración de su espíritu vitalista; su presencia en pantalla no se construye a partir del estereotipo de la rubia tonta o la actriz bella pero con limitaciones histriónicas, sino desde la empatía, el intelecto, la dulzura y la inocencia. Y pese a que el arrollador carisma y la vena cómica que revelan DiCaprio y Pitt son los pilares de la cinta, la figura de Margot Robbie como Sharon Tate es esencial para el propósito del director, pues el personaje funciona como la encarnación del Hollywood idealista e inocente, de ese cuento de hadas que se cimbró con la violenta muerte de Tate, pero que ahora Tarantino tiene la oportunidad de perpetuar, aunque sea en la ficción, desde su evocador título hasta su venganza en el hilarante y excesivo clímax. Exactamente 25 años después de llevarse la Palma de Oro en el Festival de Cannes con la obra maestra Pulp Fiction (1994), el enfant terrible de Hollywood buscó repetir la hazaña con su noveno largometraje, y aunque tras su proyección recibió una extensa ovación, Once Upon a Time… in Hollywood no consiguió adueñarse de la presea. Quizá Tarantino no consiguió volver manufacturar una obra maestra que se equiparara a la cinta protagonizada por John Travolta, Samuel L. Jackson y Uma Thurman, pero definitivamente logró dar forma a su film más personal e íntimo hasta la fecha; y eso no es poca cosa.



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uando nos hospedamos en un hotel experimentamos la sensación de estar en total paz. Todo está a nuestro alcance, todo está listo y si no lo estamos puede fácilmente arreglarse con una simple llamada a recepción. Pero parece que muchas veces olvidamos que eso no se hace por arte de magia y hay alguien que trabaja duramente para que uno pueda darse el lujo de descansar. Eve es una de estas personas. Trabaja en un exclusivo hotel de la Ciudad de México como camarista; sus jornadas laborales son largas y solitarias, tendiendo camas, limpiando baños, consintiendo exigencias de los clientes día tras día. Tiene una hija a la que prácticamente no ve por lo extenso de su jornada; pero a Eve no le queda de otra, está sola y tiene que sacarla adelante. Es por eso que a pesar de ser tan introvertida, es de las mejores en su trabajo y se esfuerza para obtener un mayor un conocimiento. Desafortunadamente ese trabajo la convierte prácticamente en un fantasma solitario que deambula los pasillos del enorme hotel pasando desapercibida para todos. Mientras limpia, Eve se toma tiempo para soñar distintas vidas y con objetos que nunca tendrá mientras explora las habitaciones y los objetos que se encuentra en ellas. En este hotel, si un objeto perdido no lo reclama su dueño, el hotel se lo regala a un empleado. Entre esos objetos existe un vestido rojo, olvidado por una cliente y que prácticamente se han convertido en otra motivación para hacer bien su trabajo. La camarista es la ópera prima de la también actriz Lila Avilés y está prota-

gonizada por Gabriela Cartol, Teresa Sánchez y Agustina Quinci. Avilés se basó en una obra de teatro escrita por ella hace unos años de nombre La camarera para crear su primera película, pero después le surgió la idea de adaptarla a un hotel. Para ésto, y como trabajo de investigación, la directora se adentró al mundo de distintos hoteles para conocer el oficio y en ellos le compartieron historias que le sirvieron para enriquecer su guión. La actriz Gabriela Cartol, quien captó la atención de Lila después de verla participar en La Tirisia, aquí nos da una gran interpretación, tremendamente natural, contenida y que va a creciendo junto a la película. Tenemos también que reconocer el inigualable carisma de su compañera de reparto Teresa Sánchez y su papel de Minitoy, quien con su tremendo carisma se vuelven un gran complemento al personaje de Eve. Ellas dos tuvieron que aprender el oficio y después de varias semanas reconocen que es un trabajo bastante pesado y poco reconocido y muy mal remunerado económicamente. La camarista es una mirada voyerista a esta noble profesión donde vemos el mundo desde las perspectiva de Eve, donde los sueños se quedan como sólo eso y no pueden ir más allá de las paredes del hotel; un trabajo que otros ven como algo menor pero que no cualquiera podría hacer, que requiere de una fortaleza, paciencia y dedicación que solo hombres y mujeres con verdaderas ganas de salir adelante puede hacer de tu estancia una agradable experiencia.



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a decimo-sexta edición del Festival Internacional de Cine de Morelia inauguró su sección de largometraje de ficción viene con la nueva obra de la directora iraní Bani Khoshnoudi, quien luego de meses trabajando en su guión ambientado en la ciudad de Veracruz interseccionando el tema migrante y el drama homosexual, ha plasmado un lienzo compuesto de cicatrices, lazos y fronteras. La historia sigue a Ramin, un inmigrante que huyendo de irán por la condena hacia su homosexualidad, por azares de la travesía migrante terminó en el puerto de Veracruz cuando su objetivo era llevar a Turquía o Grecia. Trabajando en empleos eventuales junta dinero para continuar el viaje, enfrentándose a la barrera del lenguaje y al desapego con el lugar y las personas. Ramin no tiene nada ni nada en México, ni un hogar ni un amor. Pero al conocer a Guillermo, otro suspirante de las oportunidades, encuentra una motivación para franquear los obstáculos que lo han vuelto un preso de la desconexión. Melancólica y sobria, la cinta describe experiencias que fluyen y confluyen; la de Ramin y su soledad física y emocional; la de su arrendadora y su amorodio no resuelto con el exnovio; la de Guillermo y su duro transitar por las pandillas, la traición y las internas inseguridades. Todos con cicatrices, que cuentan historias pero también los definen y los guían. Los personajes se acercan y se alejan, encuentran refle-

jos en los otros y a veces complementos. Por momentos la necesidad de contacto humano es más importante que cualquier sueño terrenal, que cualquier aspiración transfronteriza; algunas fronteras son traspasables, otras inexpugnables. Aunque las circunstancias en esta historia catalizan ciertos dramas, el retrato que Khoshnoudi hace de sus personajes es totalmente humano y humanista. Sus dignidades salen a flote aun cuando esto significa restarle a la historia riesgo o desarrollos de gran calibre. Es una película contenida al servicio de llevar el relato a un punto que para la directora es suficiente pero quizá no para un público más empapado de planteamientos similares. Si el aporte a los temas es flojo, esto no afecta a otros elementos de la obra, que cuenta con una correcta realización, un bien documentado guión y excelentes actuaciones, entre las que destaca Luis Alberti que aunque no siempre convenza con su acento de cholo centromericano, se roba cada escena dotándola de energía y magnetismo. “Es una película sobre experiencia homosexual, no sobre migración”, explicó en la conferencia de prensa la realizadora del largometraje, aclarando sus prioridades en este proyecto, dejando sin embargo un testimonio más que necesario en estos tiempos, sobre la necesidad que tenemos de acercarnos, de tener más lazos y menos fronteras.



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n el espacio profundo, Monte y la pequeña niña Willow viajan solos a bordo de una nave espacial con destino a un agujero negro. Pero padre e hija no estuvieron solos desde el inicio de la misión intergaláctica: él era parte del grupo de reos –unos condenados a muerte; otros con cadenas perpetuas– que intercambiaron cumplir sus sentencias sobre la Tierra por un galáctico viaje experimental para alcanzar el agujero negro más cercano a nuestra galaxia con el fin de capturar su poder y así proporcionarle a la humanidad una fuente de energía ilimitada; ella fue concebida artificialmente durante la misión por la obsesión de la científica al mando, Dibs. Así es como podríamos describir la premisa de la incursión en el cine de ciencia ficción de la gran cineasta Claire Denis acompañada en los estelares por un Robert Pattinson cada vez más sofisticado en sus interpretaciones, la siempre fantástica Juliette Binoche, la promisoria Mia Goth, el talentoso André Benjamin y la revelación de Jessie Ross. High Life tiene un pilar narrativo cronológicamente dislocado con constantes saltos que nos revelan los tres tiempos medulares que dan forma al relato escrito por la misma directora junto a Jean-Pol Fargeau y Geoff Cox: los primeros meses de la misión/experimento; los trágicos sucesos que acabaron con casi todos los tripulantes de la nave; y finalmente la llegada de Monte y Willow a su destino. Alejándose del recurso de la «nave generacional» recurrente en lo relatos de la ciencia ficción espacial, Denis toma a los tripulantes de esta prisión estelar para diseccionar, a través de este puñado de marginados, a toda la raza

humana a través de dos aspectos inherentes a nuestra condición: la violencia y la sexualidad. Con un sugerente diseño sonoro creado por Stuart Staples (líder de la agrupación Tindersticks), la propuesta audiovisual del filme se completa por el uso de una paleta de colores que contrastan hipnóticamente entre la frialdad del azul y la calidez del dorado, y que no es más que la inequívoca evocación de los claroscuros que conforman nuestra naturaleza. De hecho, esta dualidad queda de manifiesto desde que se decide anunciar el vitalista título de la película con una escena que muestra a un puñado de cadáveres ser expulsados de la nave con sus escafandras espaciales y envueltos en improvisados sudarios. El amor y el odio; la vida y la muerte; lo orgánico y lo mecánico; el pecado y la expiación. Todos estos binomios se ven constantemente dispuestos en pantalla, pero dicha representación alcanza su clímax cuando se expone el deseo híbrido de lo carnal y lo robótico representado por una alucinante secuencia erótica a cargo de una impresionante Juliette Binoche en clave de bruja cósmica de largo cabello –de hecho los tripulantes le apodan «Vultura»– como la científica Dibs que, en su incansable búsqueda de redención por sus crímenes, está obsesionada con la creación de vida, aunque por otro lado prohíbe los encuentros sexuales entre los tripulantes de la nave. Con High Life, la maestra francesa ha dado forma no sólo a una de las mejores películas del año, sino a una de las propuestas más auténticas de la ciencia ficción del nuevo milenio y a un relato filosófico esencial sobre la búsqueda de redención y el anhelo de trascendencia.



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ajo el cobijo de la productora Plan B, el estadounidense James Gray presenta Ad Astra: Hacia las Estrellas, una sobresaliente propuesta de ciencia ficción que, además, representa su filme más ambicioso hasta la fecha. En su camino hacia su consolidación en Hollywood, el neoyorquino sigue explorando sus inquietudes temáticas como la vocación y el sacrificio que se debe ofrecer para ser fiel a uno mismo, y que ya habían sido abordadas en su trabajo anterior: The Lost City of Z (2016), basado en la novela de David Grann. La renuncia hacia el amor y la familia, así como la búsqueda de la figura paterna ausente y la interminable necesidad de su reconocimiento, estaban ya presentes en la cinta protagonizada por Charlie Hunnam en el papel del explorador Percy Fawcett, quien en 1925 desapareció junto con su hijo (interpretado en la ficción por Tom Holland) en lo profundo del Amazonas durante una de sus múltiples expediciones en busca de una milenaria ciudad perdida. Pero si en The Lost City of Z el relato se narraba desde el punto de vista del padre que anhelaba descubrir nuevos horizontes, en Ad Astra la perspectiva del hijo abandonado es la que guía la historia. Ambientada en un futuro cercano, el relato escrito por el mismo Gray junto a Ethan Gross, tiene como eje a RoyMcBride (Brad Pitt), un experimentado astronauta que no sólo se ha hecho de un merecido reconocimiento en su carrera aeroespacial por

su carácter frío y pragmático, sino también por ser hijo de Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un legendario cosmonauta que dos décadas atrás se embarcó en una misión a Neptuno con la misión de encontrar vida alienígena. La sorpresiva revelación de la NASA sobre la supuesta supervivencia de su padre en los confines de Saturno y su presunta responsabilidad sobre la fallida misión que además ha provocado un accidente que pone en peligro la vida en la Tierra, trastoca emocionalmente a Roy, viéndose obligado a participar en una misión espacial para establecer contacto con su padre y descubrir finalmente cuál fue su verdadero destino. Con fuertes ecos de El Corazón de las Tinieblas –relato de Joseph Conrad que inspiró al clásico de culto Apocalipsis Ahora (Apocalypse Now; 1969), de Francis Ford Coppola)– y homenajes a Solaris (Solyaris; 1972), de Andrei Tarkovsky, el neoyorquino da forma a una aventura espacial más reflexiva que el común del cine de ciencia ficción hollywoodense. Estamos frente a una experiencia sensorial tan potente como elegante que se ve emparentada con el estilo de Terrence Malick –nótese el aletargado ritmo, la estética preciosista y el recurso de la voz en off que nos remonta a la célebre El Árbol de la Vida (The Tree of Life; 2011)– elaborada a partir de la siempre extraordinaria labor de fotografía del reconocido Hoyte Van Hoytema en conjunción con un evocador diseño

sonoro en el que entran las notas compuestas por Max Richter y Lorne Balfe. Pero el espectáculo visual nunca se coloca por sobre el relato para ser protagonista, sino que funciona como un elemento de apoyo para la trama que, aunque en su narrativa presenta algunos tropezones, avanza sin contratiempos presentando las secuencias acción de forma muy bien dosificadas y equilibrándolas con el relato existencialista más allá de las fronteras terrestres donde un padre busca obsesivamente vida más allá de las estrellas –¿acaso un símbolo de la búsqueda de Dios?–, mientras su hijo lidia con la necesidad de afecto y reconocimiento paterno. Y es que Ad Astra es tanto una épica odisea intergaláctica como un intimista drama paterno-filial, y aunque el director no puede evitar caer en los vicios hollywoodenses que buscan aligerar propuestas artísticas en pos de alcanzar mayor audiencia –la voz en off que “explica” lo que está sintiendo/pensando el protagonista empobrece lo que pudo haber sido una propuesta artística de mayor nivel–, sí que consigue demostrar que es posible conjugar entretenimiento e inteligencia. Sin duda alguna estamos ante una nueva demostración del talento como autor de James Gray, y por supuesto, un paso hacia adelante en su carrera hacia las ligas mayores de Hollywood.


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ocas obras cinematográficas han tratado los hechos del 2 de octubre de 1968 con significativo valor. La revisión, el análisis o la crítica, han quedado a la espera ante tratamientos limitados a la observación y a la visibilización. Olimpia, la cinta que conmemora el medio siglo de la negra fecha y del movimiento que la precedió, no viene a cambiar esta situación, sin embargo, es la propia manufactura del documento la que podría hacer de aquel espíritu revolucionario un valor aun presente.


En su quinto largometraje, el director José Manuel Cravioto ofrece bajo la técnica de rotoscopía, una renovación del mítico documental El Grito, que narró de primera mano mediante fotos y secuencias —algunas filmadas de manera oculta—, los movimientos estudiantiles ocurridos durante los días y meses previos a la infame matanza del 2 de octubre, al igual que sucesos más emblemáticos como la entrada del ejército a la UNAM y los propios momentos de la emboscada a los estudiantes en la plaza de las tres culturas. La trama involucra una mezcla de las mismas imágenes y secuencias del documental, con subtramas dramatizadas. Se trata de un trabajo que da color a un metraje histórico, inyecta ficción a la realidad, y reúne el trabajo de 100 alumnos de la Universidad Nacional Autónoma de México para dar memoria, rostro y humanidad a aquellos jóvenes que arriesgaron su vida para hacer todo esto posible. La técnica, que consiste en recrear pictóricamente cada fotograma filmado, generando finalmente un producto de animación basado en acción real, obedece principalmente a cuestiones de economía, según las propias palabras de Cravioto. El estilo remite a otros ejercicios como Vals Im Bashir (Vals con Bashir, inspiración para este filme, según el director), Waking life o Loving Vincent (Cartas de Van Gogh). Pero mientras que en la película de Ari Folman hay un lúgubre efecto estético alrededor de la guerra y la memoria bélica; mientras que en la de Linklater hay un intento por transferir el universo onírico a la pantalla, y en el de Dorota Kobiela un homenaje que hace a las pinturas evolucionar de la estática al movimiento, en Olimpia —por el factor político que inevitablemente cubre todo recuento del 2 de Octubre— hay un efecto que acerca y a la vez aliena de la historia. Esto, que quizá no ocurre de manera intencional, se da gracias al traslado de las actuaciones al plano del dibujo, donde sus rostros pierden mucha de su expresión, obstaculizando la empatía hasta cierto punto. Su impacto puede ligarse al espíritu brechtiano de alejar intencionalmente al espectador con el fin de que rechace la inmersión en la historia, y recuerde la naturaleza ficticia de la obra, para así reflexionar sobre lo que aquello analiza y transmite. Alejar para atraer; excluir para provocar. Y es que las historias narradas en Olimpia no encierran gran imaginación; si bien se dicen inspiradas en hechos reales, como el joven encerrado bajo llave en casa por su padre para prohibirle asistir a las manifestaciones, o la chica que permanece por días dentro de la universidad, se trata de una sencilla suposición de lo que posiblemente pudieron ser las vidas tras todas esas caras en las fotos, y todos esos cuerpos que se ven correr, marchar, gritar consignas y postrarse bajo el yugo de las armas que los militares apuntan a sus nucas. La idea, si bien respetuosa y entrañable, man-

tiene ese defecto sintomático de las producciones mexicanas, que no logran construir diálogos auténticos o guiones que despeguen de lo básico. Se puede decir, claro, que el melodrama en una historia de contenido eminentemente político puede quedar en segundo plano, sin embargo, explorar el fundamento humano en el espíritu estudiantil mexicano de los 60s, es probablemente lo más importante que podemos rescatar de un suceso del que ya se ha lucrado bastante en términos de sensibilidad hacia la tragedia, indignación hacia la injusticia y dolor hacia las muertes. Puede parecer insensible, pero a 50 años, la idea de “dar nombre y rostro” puede resultar poco relevante si no viene acompañado de una profunda visión sobre lo que ello implica para efectos de escribir la historia moderna de un país, que es lo que nos interesa hoy en día. Algo que suele olvidarse alrededor del movimiento del ’68, es que había una causa principal, no la única, pero sí la generadora de todo el impulso: libertad de expresión, no represión, autonomía. Principios muy básicos que hoy damos por sentado al grado de que para encontrar interesante una historia como la de aquella fatídica fecha, necesitamos reunir todo el complejo universo de ideologías, organizaciones, intereses y demás elementos que jugaron parte, para luego formarnos una imagen tan encumbrada y mítica del tema, que parece que intentar simplificarla es un pecado. Ciertamente hay muchas historias que contar, mucho jugo para el drama, el thriller, incluso el romance y la sátira política, pero el hecho de que se esquive el tratamiento más elemental de este asunto puede revelar que para nuestro tiempo, el ’68 necesita una interpretación que nos permita identificarnos. Es aquí donde la película de Cravioto puede encontrar su lugar. Una obra como Olimpia solo pudo ser gracias a un enorme ejercicio de colaboración. Los estudiantes de la Facultad de Artes y Diseño trabajaron durante 8 meses para pintar cada cuadro. Unidos y con un objetivo común, revivieron aquel material que costó sangre. Una hazaña que adquiere trascendencia en tiempos en que la sociedad parece más dividida, y en ciertos aspectos, retrocediendo. Vale la pena mirar Olimpia pensando en que aquellos jóvenes defendieron una causa con la unión y la comunicación como principal estrategia; con la inteligencia y la audacia como principal herramienta. Algo valioso nos podría inspirar en momentos en que los jóvenes, y particularmente “el pueblo” se ubica en el centro de los debates y se ostenta como el controlador de su gobierno y de su destino, lejos de los tiempos de Díaz Ordaz. ¿Qué tanto tenemos el control hoy en día? No puedo responder a eso, pero tener ciertas memorias y principios como referencia, no nos viene mal.



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onciliador’ parece ser el término más acertado para referirse al más reciente trabajo de Pedro Almodóvar. La vigésima primera cinta del director manchego es una obra que lo coloca nuevamente en la cumbre de su manifestación artística y en el casi unánime gusto de la crítica y público. Con Dolor y Gloria estamos frente a un sofisticado ejercicio autodeconstructivo de sanación espiritual que concilia su pasado tanto personal como artístico de su artífice, desnudándose emocionalmente con una honestidad apabullante a través de Salvador Mallo (un fascinante Antonio Banderas reconocido en Cannes como Mejor Actor por esta interpretación), el alter-ego que Almodóvar utiliza en pantalla en este pulido retrato de metaficción en el que presenta una serie de reencuentros, reconciliaciones y replanteamientos en la vida de un cineasta profundamente desencantado que atraviesa una fuerte crisis creativa potenciada por los malestares físicos –propios de haber entrado al ocaso de su vida– y los «dolores del alma» que le provocan depresión y ansiedad y que le impiden seguir filmando. En la cinta, se busca que el cineasta asista a una presentación especial de Sabor, uno de los clásicos en su filmografía, y esto sirve de pretexto para que el cineasta entre en nuevamente en contacto con el protagonista de dicho filme, el actor -y junkie- Alberto (encarnado por Asier Etxeandia) con quien ha estado enemistado por más de tres décadas desde el estreno original de la cinta. El personaje de Alberto es la híbrida encarnación de Eusebio Poncela y Carmen Maura, personalidades españolas con las que Almodóvar tuvo conocidísimos escándalos, y en el caso particular de la actriz, una también muy comentada reconciliación que fue el germen que permitió la materialización de Volver (2006), una personalísima visión del mundo femenino

en La Mancha con la propia Carmen Maura y Penélope Cruz en los roles centrales del film. Mientras tanto, en la ficción, la reconciliación de Salvador con Alberto germina en un proyecto teatral: un monólogo sobre la juventud del cineasta en la Movida Madrileña que llama la atención de Federico Delgado, un antiguo amor del director, interpretado por el guapísimo Leonardo Sbaraglia. Dolor y Gloria es una nostálgica obra sobre las implacables consecuencias del paso del tiempo y en ella sobresalen, además de los episodios referentes a su primer deseo por un hombre, aquellos que recrean la infancia del protagonista en Paterna –una localidad de Valencia– junto a sus madre Jacinta, interpretada en su juventud por una sobresaliente Penélope Cruz bajo un aura evocadora a la de las figuras maternas italianas del neorrealismo y en su vejez por la gran Julieta Serrano. Y es que no es casualidad que la figura de la gran Anna Magnani se haga presente en muchas ocasiones a lo largo del filme, pues Almodóvar acude a la estética del neorrealismo italiano con la ayuda del prodigioso lente del experimentado José Luis Alcaine, quien captura con austeridad la etapa de la infancia de un cineasta al lado de una madre abnegada en busca de prosperidad. Con esta cinta, Almodóvar se aventura más allá de los límites de su zona de confort para dar forma a su obra más inspirada en años, y aunque mantiene la esencia de su autor –por ejemplo, nuevamente el cine aparece como medio de expiación de culpas; como redentor, salvador e incondicional acompañante en la soledad– se aleja de su tradicional melodrama recargado y estridente estilo audiovisual para tomar una vereda mesurada en lo dramático y sobria en su propuesta visual, y así obsequiarnos una entrega íntima absoluta.



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a opera prima del francés Camille Vidal-Naquet nos sumerge en el mundo de la prostitución masculina, pero no con el propósito dar forma a un documento analítico sobre este oficio, sino para narrarnos una historia sobre la eterna búsqueda del amor y la libertad a partir del personaje principal, Léo (Félix Maritaud), un sexo servidor veinteañero que se ha entregado a un vertiginoso ritmo de vida en las periferias de París con poco sueño y muchos excesos que han comprometido su salud; viviendo al día a día y sin planes a futuro, se aferra al anhelo de encontrar el amor, buscando constantemente cariño, protección y ternura en los brazos de desconocidos, desde los de una doctora que lo atiende hasta los de un cliente anciano. Salvaje, que cuenta con un guion firmado por el mismo Vidal-Naquet, es un cuidadoso estudio de personaje que se ocupa de suprimir por completo cualquier oportunidad de romantizar de la prostitución, pero también evita cualquier tipo de estigmatización o juicio moral hacia los trabajadores sexuales. Sin una trama definida, es decir, que no posee una estructura narrativa clara que señale los mismos puntos de referencia que el cine comercial propone habitualmente, el filme avanza como una sucesión de experiencias en la vida de Léo en este sórdido ambiente, y pese a que es un filme explícito y crudo, se encuentra alejado completamente del morbo y muy cargado de una filosofía humanista. La lectura a la que apunta la película con su título está lejos de referirse a

una naturaleza violenta de Léo, y por el contrario, evoca a su carácter puro, inocente y sensible; y es aquí cuando debemos subrayar el trabajo de Maritaud, quien consigue con su expresión corporal pero especialmente con la mirada, transmitir a la vez energía y vulnerabilidad mimetizándose de esta forma con Léo en esta vorágine que lo arrastra al abismo. Al atestiguar la labor histriónica de Maritaud con este interpretación honesta y brutal, no resulta entonces extraño que se le haya reconocido con el premio a la mejor revelación masculina en el Festival Internacional de Cine de Cannes donde se presentó en la sección de la ‘Semana de la Crítica’. Bajo la atmósfera sensual y erótica que se desprende de las imágenes capturadas por la lente de Jacques Girault y las notas de Romain Trouillet, se encuentra un relato profundamente conmovedor y despojado de maniqueísmos y concesiones sobre cómo los vicios emocionales, como el dolor por el amor no correspondido y el profundo miedo a la soledad, nos pueden arrastrar al abismo con la misma o con mayor voracidad que otras adicciones. Sin duda estamos frente a un debut solvente que muestra claras señales de un talento emergente en la cinematografía internacional al que no debemos perder de vista, así como refrenda el de un intérprete al que ansiamos ver en otro tipo de trabajos y a las órdenes de otros directores.



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a ópera prima de Jean-Marc Rousseau Ruiz nos traslada a un punto remoto de San Luis Potosí, específicamente al modesto hostal alternativo que bautiza la película y que se ubica frente a la entrada de un paradisiaco parque turístico al que acude Sofía (Rosalba García), la deprimida y hastiada protagonista que, luego de una poco clara separación amorosa de su marido, decide darse un respiro y buscar nuevos aires alejados de la ciudad. En el lugar conoce Ricardo (José Carriedo), el dueño del hostal, y a Nico (Ianis Guerrero), uno de sus trabajadores con el que inicia una relación íntima en medio de la selváticas y festivas noches, terminando por enamorarse y considerando quedarse temporalmente en el lugar. Sin embargo, nada la prepara para la tragedia que llega cuando aparece un grupo de desconocidos que buscan insistentemente a Nico. Con el apoyo de Francisco Vargas Quevedo (director de la emblemática cinta El Violín), Rousseau Ruiz tomó como punto de partida la sensacional locación que ofrece el paisaje de las Pozas de Xilitla –las cuales conoció durante unas vacaciones familiares cuando era niño y al que regresó como adulto joven hace diez años– y de ella toma elementos simbólicos como los caracoles y las manos para entretejer una historia sobre la búsqueda de un nuevo comienzo, pero que se ve interrumpida por la violencia e impunidad que reflejan la desesperanza en la sociedad mexicana. Casa Caracol es un relato cuya estética utiliza un juego cromático suavizando o saturando los co-

lores para transmitir el estado de ánimo de la protagonista; así tenemos que mientras en el inicio se encuentra deprimida y desesperada, la imagen en pantalla se ve opaca y sin vida; pero cuando llega al paradisiaco destino y comienza a entablar relaciones con otros huéspedes, con el dueño del hostal y particularmente con Nico, los colores de la fotografía comienzan a adquirir una mayor fuerza. Casa Caracol es un ejercicio que recuerda demasiado a The Beach (2000), de Danny Boyle, en la cual también un paradisiaco entorno se convertía en pesadillesco hábitat con la llegada del protagonista y la eventual aparición de un grupo de hombres armados cuya presencia desencadena una serie de trágicos sucesos provocados por la ineludible y abrupta aparición de la mezquina naturaleza humana de sus farsantes habitantes, echando por tierra la aparente tranquilidad y fraternidad del lugar. Así nos encontramos con que el primer largometraje de ficción del realizador franco-mexicano –luego de sus cortometrajes Beyond the Mexique Bay (2008) y Sable (2013)– pretende ser una metafórica representación del violento espiral que ha arrastrado a México de su originario estado idílico a la violenta realidad actual; sin embargo, pese a sus solventes actuaciones y la estética costumbrista con cámara inquieta, falla en la creación de atmósferas, y la historia redundante termina por ser sólo una anécdota intrascendente donde incluso su discurso visual se siente impostado.





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ese a que el director Rob Reiner –quien ya había dirigido Stand by me, una adaptación del relato corto The Body de Stephen King– había ofrecido 2.5 millones de dólares para quedarse con los derechos para escribir y dirigir la adaptación del breve relato Rita Hayworth and Shawshank Redemption con Tom Cruise y Harrison Ford en los roles centrales, finalmente fue Frank Darabont quien se quedó con los derechos de la película gracias a que sorprendió a King con su cortometraje The Woman in the room (1983), adaptado de su texto homónimo. El relato de King sirvió como base para que el ahora director de culto erigiera su debut cinematográfico, una pieza artística considerada hasta hoy como una de las mejores películas del siglo XX. Shawshank Redemption nos coloca en el interior de la ficticia prisión Shawshank, en Maine, donde Andrew Dufresne (un magistral Tim Robbins) ha sido enviado luego de ser condenado a dos cadenas perpetuas acusado por el asesinato de su esposa y su amante.

Con el paso del tiempo, Dufresne se va ganando la confianza de un grupo de reos, en especial la del jefe de la mafia de los sobornos, Ellis Boyd 'Red' Redding (el siempre extraordinario Morgan Freeman), con quien entabla una entrañable amistad en la que ambos encuentran el consuelo y la redención a sus pecados mientras sueñan con una fuga imposible. Aunque pasó sin pena ni gloria por la taquilla durante su estreno y fue prácticamente ignorada en las entregas de premios –pues ese mismo año Forrest Gump y Pulp Fiction acapararon toda la atención–, el tiempo ha ido colocando a este drama carcelario en su merecido lugar como uno de los ejercicios cinematográficos más sobresalientes del siglo pasado. Shawshank Redemption es una emotiva y dolorosa fábula que disecciona la oscuridad que rodea a la naturaleza del ser humano, así como la fortaleza de su espíritu en una constante lucha contra la pérdida de la dignidad en el hostil ambiente penitenciario y la capacidad de encontrar una suerte de libertad incluso tras las rejas.


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awel Pawlikowski presentó en el Festival Internacional de Cine de Morelia su más reciente filme, un drama de posguerra donde la inmisericorde opresión comunista y la pureza del folklore rural conviven para amalgamar una historia de amor tan minimalista como conquistadora. Inspirada en los padres del director pero basada materialmente en dos personas reales, Cold War hace un viaje por la cultura polaca a partir de los momentos posteriores a la Segunda Guerra mundial, cuando Polonia se encontraba devastada y en ruinas. La llegada del comunismo trae al país una reavivación del nacionalismo y un rechazo a lo occidental. Es así que una comisión cultural del gobierno envía a Wictor para reunir danzas y canciones populares aportados por gente común. Wiktor, conoce a Zula, una rubia de belleza no del todo eslava pero con una actitud desafiante y un nato talento para el escenario. Se conforman números musicales y una compañía de baile. La atracción nace. El proyecto se desarrolla con giras y presentaciones por toda Europa, llevando la cultura polaca a ojos occidentales. Las tensiones y obstáculos del rígido régimen crean desencuentros entre Wiktor y Zula. Su historia se cuenta por pequeños y esporádicos episodios en que su relación toca puntos clave, dejando grandes lagunas de tiempo que el espectador ha de llenar. La fotografía es uno de los aspectos que primero cautivan la atención. Además de presentar un aspect ratio de

4:3, la cámara de Lukasz Zal –que ya hemos conocido desde Ida y en Loving Vincent– encuadra los escenarios con composiciones horizontales; los personajes muchas veces aparecen en el segmento inferior de la imagen mientras arriba hay escenarios y ambientes, dando una sensación de tridimensionalidad; una plástica construida con naturaleza, callejones oscuros y puestas en escena. Pese a ser visualmente cuidadosa, la ambientación es austera; el contraste del blanco y negro hace resaltar lo principal: la complementariedad de la pareja. Sus visiones distintas del mundo y de la situación política los hacen interesantes uno para el otro. La vigilancia de los burócratas que controlan el proyecto artístico y el peso omnisciente de un gobierno obsesionado con la fidelidad de sus ciudadanos, vuelven a Wiktor y Zula aún más necesitados entre sí, su naturaleza artística se contrapone con los dictados del bloque comunista para quien el arte solo es útil cuando engrandece a un partido, a un líder y a una idea de sociedad donde no existe la individualidad. El choque ideológico se evidencia con imágenes perturbadoramente bellas como la de un coro de angelicales voces cantando frente a una gigantesca imagen de Stalin. Otro factor notable es la narrativa escueta que transita por espacios de varios años. Desde antes de la función, Pawlikowski advertía de que el espectador debía llenar los espacios, construyendo interiormente los procesos

políticos y las vidas de los personajes, evitando las explicaciones innecesarias o la documentación histórica que no viene al caso en una historia donde lo que importa es la conexión humana y la comunión cultural. Aunque esto no impide encontrar un eco de esta cinta en la Polonia actual en la que un nacionalismo xenófobo y anti-occidental se vale de la revaloración étnica y racial en favor de una clase política. Difícil saber si se trata de un análisis involuntario o no. Es de resaltar que siendo una película básicamente romántica, prescinde de todo ornamento lírico que pueda forzar el romance. Hay una honestidad cabal por parte de Pawlikowski que confía plenamente en la química de sus personajes y en esa narrativa que el espectador elabora dentro sí, para hacer de esta una historia que conquiste y conmueva. Tal efecto no es sin embargo tan potente, pero que haya esa consideración y ausencia de manipulaciones es para agradecer enormemente. Cold War es una película de contrastes e ironías; la belleza nacional es usada al servicio de la represión, y el terror burocrático es coadyuvante para desarrollar un relato de amor. Se crea así una película simpática y desoladora, bella e indignante, donde no hay cortapisas pero tampoco politización (no forzada al menos), donde el cliché de “el amor no conoce obstáculos” pareciera estarse inventando, en lugar de estarse usando una vez más.



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uego del fracaso taquillero que resultó la fascinante Barry Lyndon, y tras haber rechazado la dirección de la mítica cinta El Exorcista (1973) que se volvió un fenómeno taquillero, Kubrick quiso arriesgarse en el género de terror y aceptó trabajar en la adaptación de El Resplandor, la novela del ya entonces exitoso Stephen King, aunque bajo la condición de poder cambiar a voluntad la historia en lo que le pareciera prudente. De esta manera el maestro neoyorquino junto con la guionista Diane Johnson comenzaron a trabajar en la historia de Jack Torrance (Jack Nicholson), un ex profesor y escritor de poca monta en plena crisis creativa que lleva a su mujer Wendy (Shelley Duvall) y a su pequeño hijo Danny (Danny Lloyd) a que lo acompañen al majestuoso Hotel Overlook, lugar en el que se encargará del mantenimiento de las instalaciones durante el invierno mientras quedará cerrado y aislado del mundo debido a la nieve, mientras que en sus ratos libres buscará la inspiración que le permita dar rienda suelta a su imaginación frente a las teclas de su máquina Adler para trabajar en su nueva novela. Pero con el paso de los días y afrontando las condiciones de su confinamiento, Jack comienza a perder el control de su personalidad mientras que


sucesos cada vez más extraños y violentos comienzan a suceder en el hotel, poniendo en peligro la vida de la familia. Kubrick decidió eliminar completamente el componente sobrenatural del relato, pues eso supondría aceptar la existencia de un «más allá», una creencia que iba en contra de su ateísmo, por lo tanto, la trama se presenta desde una perspectiva completamente psicológica; con un obsesivo plan de filmación, una portentosa puesta en escena y un minucioso diseño sonoro, Kubrick crea una atmósfera inquietante y neurótica. La filmación, que extendió por catorce meses y se realizó en orden cronológico, se volvió legendaria debido a la obsesión del cineasta por repetir las secuencias decenas de veces, llevando de esta manera a los actores a un estado de neurosis muy cercano al de sus personajes; además, se sabe que para «entrar en ambiente» el director les mostraba escenas de filmes como El bebé de Rosemary, Eraserhead y El Exorcista. La portentosa propuesta visual corrió a cargo del cinefotógrafo John Alcott, quien trabajó de la mano con el cineasta para dar forma a sus características secuencias simétricas; además, Kubrick contrató a Garrett Brown, el inventor de la Steadicam cuatro años atrás, para que operara su propio sistema estabilizador de imagen y lograr difíciles secuencias

que suponían un reto por la posición y el movimiento de la cámara, como por ejemplo las escenas que siguen al pequeño Danny mientras recorre en su triciclo los pasillos del majestuoso palacete construido sobre un antiguo cementerio indio; y aunque la Steadicam llevaba ya un tiempo en la industria, fue hasta ese momento que Kubrick reveló todas las posibilidades narrativas que tenía el invento. El diseño sonoro, por su parte, se presentó como el complemento ideal para la propuesta visual del filme: Kubrick encargó el trabajo de la composición de la música original a Wendy Carlos y Rachel Elkind, aunque sólo fueron utilizadas algunas de sus piezas sonoras como el tema principal de la película –una composición basada en "Dies Irae", un himno fúnebre latino de la Edad Media que remezclaron con algunas voces y sintetizadores– y la pieza titulada "Rocky Mountains"; como complemento para la ambientación sonora, el director decidió recurrir a las composiciones de autores europeos de música clásica, como Krysztof Penderecki, Gyorgy Ligeti, Hector Berlioz y Béla Bartók, cuyas notas encajaron a la perfección al momento de crear los ambientes angustiantes y opresivos del relato. El Resplandor es una película que nos somete a un alucinante y escalofriante viaje psicológico; Kubrick reescribe, transforma y reinventa la historia original de King y escribe con imágenes en movimiento un relato visualmente luminoso pero psíquicamente oscuro que nos obliga a echarle una mirada al vacío del abismo psicológico del ser humano y a resistir la mirada que éste nos devuelve. En su momento, la película fue duramente criticada y recibió dos nominaciones a los premios Razzies -los anti-Oscars–, y aunque Stephen King quedó bastante molesto con esta adaptación fílmica de su obra por las licencias que se tomó Kubrick –al grado de acusarlo de desconocer completamente las reglas del género de horror–, es innegable que el cineasta nos regaló, como con todos los títulos de su linaje fílmico, una lección de cómo hacer buen cine. El Resplandor es una pieza fílmica imprescindible no sólo del cine de terror norteamericano sino de la cinematografía mundial. Como dato curioso, vale la pena señalar la existencia del documental Room 237 (2012), que se centra en los presuntos simbolismos ocultos a la vista en la cinta El Resplandor; algunos de ellos siendo realmente interesantes, pero otros, la gran mayoría, son simplemente irrisorios.


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ntre la primera película del carismático demonio creado por Mike Mignola y su secuela pasaron cuatro años debido a los problemas financieros que llevaron a la productora Revolution a la quiebra, aunque no vale la pena ahondar en este momento en ellos; en ese lapso intermedio, el director mexicano regresó a la producción cinematográfica hablada en su lengua materna y retomando uno de sus tópicos favoritos: La Guerra Civil Española, y al igual que lo hiciera con El Espinazo del Diablo (2001), agrega elementos de otros géneros (en este caso la fantasía principalmente, aunque también utiliza ingredientes del cine de terror e incluso el gore) para explotar su discurso sobre la supervivencia en el oscuro episodio de la España franquista. El Laberinto del Fauno (2006) se ubica en 1994 y es la historia de Ofelia (Ivana Baquero), una pre adolescente con ferviente devoción por la lectura fantástica que se ve obligada a mudarse a una casa/cuartel en la campiña española para estar al lado de Carmen (su madre embarazada encarnada por Ariadna Gil) y el Capitán Vidal (su nuevo padrastro interpretado por Sergi López), un militar franquista que busca retomar el control de una zona ocupada por un grupo de resistencia en contra de la dictadura de Francisco Franco. El entorno violento obliga a Ofelia a refugiarse en un mundo de fantasía (si es real

o no, eso depende ya del espectador) donde conoce a un Fauno (el maestro de la caracterización Doug Jones) que le revela que ella es la reencarnación de una princesa que escapó de su verdadero hogar hace varios siglos, también se entera que su padre, añorando el regreso de su princesa, abrió portales alrededor del mundo para que pudiera volver, pero el tiempo se agota y sólo uno se mantiene abierto.... aunque no por mucho tiempo. Guillermo del Toro, a través del exquisito nivel cinematográfico alcanzado aquí (un gran logro en cuanto a su calidad artística y narrativa), demuestra que es un cineasta mucho más profundo de lo que muchos se empeñan en señalar. Más allá de su poderoso estilo visual logrado con las fantásticas locaciones y el extraordinario trabajo artesanal para la creación de los sets, El Laberinto del Fauno es una oscura fábula sobre la imaginación y su poder protector ante la violenta realidad de los ideales fascistas, es un viaje onírico entre lumino-sos sueños y perturbadoras pesadillas, una historia local que se transforma (cómo sólo las piezas artísticas permiten hacerlo) en una metáfora universal; el mexicano consigue armar una pieza melancólica desprovista de un final feliz, pero con algunos rastros de esperanza para el renacer del mundo de la fantasía donde habitan hadas y faunos.



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s inusual encontrar películas que desde el título estén subvirtiendo las expectativas. El género de horror ha tenido un resurgimiento en los últimos años con títulos concisos que te dan una idea de qué es lo que te va a quitar el sueño: Don't Breathe (no respires), It Follows (te sigue), Get Out (sal). Cuando uno lee It Comes at Night (viene de noche) se imagina una amenaza paranormal que fulmina a sus víctimas en la oscuridad. Pero la película no se trata sobre eso. No hay un it (algo) que venga de noche, al menos no físicamente. Únicamente la oscuridad, y con ello, el miedo. Estos personajes tienen grandes motivos para vivir con miedo. Un virus ha arrasado con la población y las familias sobrevivientes blindan sus casas al más puro estilo de una película de zombis. Y es que quién sabe, quizá haya zombis haya afuera. Quizá no. No sabemos realmente. Sabemos tanto como los personajes van aprendiendo de manera empírica a lo largo de la trama. La película no abre con un montaje de noticiarios haciendo exposición sino con algo íntimo: una muerte, la del abuelo de la familia protagonista debido al virus. La piel se llena de oscuras pústulas y vomitas sangre. Aún careciendo de elementos sobrenaturales, esta imagen es por sí sola suficiente para inducir pesadillas. Es precisamente lo que le ocurre al joven Travis (Kelvin Harrison Jr.) de diecisiete años, quien vive con su madre Sarah (Carmen Ejogo) y su padre Paul (Joel Edgerton). El muchacho no para de tener visiones de su abuelo en sueños. Cuando la familia une fuerzas con la de Will (Christopher Abott) para sobrevivir bajo un mismo techo, a las visiones de Travis se suma la esposa de este, Kim (Riley Keough), dispuesta a tener encuentros sexuales con terribles resultados al estilo de The Shining. No sabemos qué está pasando, estamos tan confundidos como el muchacho, y parece que algo raro ocurre con el hijo de Kim, el pequeño An-

drew (Griffin Robert Faulkner). ¿Está también él enfermo? ¿Son solo pesadillas provocadas por la paranoia del posapocalipsis y a su propio despertar sexual? ¿O hay algo paranormal ocurriendo aquí después de todo? Es una pregunta que no responderé en esta crítica, pero debo mencionar que la fotografía de Drew Daniels (quien también rodó Krisha, el debut del director Trey Edward Shults) añade a esa sensación de tensión e incertidumbre. El empleo de la penumbra le da a los interiores un gusto claustrofóbico, y en la luz natural y acercamientos a las caprichosas formas de los troncos en los exteriores no hay majestuosidad sino una inquietante sensación de desnudez, vulnerabilidad. Mientras tanto, en las pesadillas/visiones de Travis, incluso la relación de aspecto cambia. It Comes at Night traerá a la mesa la misma discusión sobre si es una película de horror o no que hace un par de años envolvió a The Witch, otra entrega cimentada en atmósfera y en un terror que emerge desde la psique de los personajes. Lo que viene de noche no es un monstruo sino nuestros peores miedos e instintos. Aquí hay un elenco dando todo de sí para mostrarnos la desesperación de estos individuos creando su propia pesadilla interna en un mundo desolado. Los padres de Travis le dicen que no conocen a la gente cuando está desesperada, y uno no puedo sino notar la oscura ironía: arma en mano, ellos están precisamente en ese estado de desesperación. El camino al que todas estas emociones llevan crea un desenlace trágico y shakespeariano que no responderá ninguna pregunta y podrá frustrar a algunos espectadores en busca de un horror más comercial, pero que no dejará en paz la mente de nadie que pueda imaginarse estar en el lugar de alguno de estos personajes en tal escenario: el hijo, la madre, el padre, de cualquiera de las dos familias. Ninguno se salva de lo que viene de noche.




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n el 2027, la humanidad encara diversas guerras y el terrorismo, y en el escenario de esta historia, Inglaterra vive (o eso intenta) bajo un gobierno totalitario que persigue ferozmente a los inmigrantes; todo esto aunado a la desesperanza de un futuro alguno (ya no digamos uno mejor), pues súbita y misteriosamente, 18 años atrás las mujeres alrededor del mundo perdieron la capacidad de concebir. Y así, en este contexto apocalíptico, un ex activista social de nombre Theo (Clive Owen) es contactado (por no decir 'secuestrado') por su ex mujer Julian (la -casi- siempre maravillosa Julianne Moore) para pedirle su ayuda en un caso de extrema importancia: Cuidar y transportar a Kee (Claire-Hope Ashitey) la única mujer en el mundo que ha podido quedar embarazada y que debe llegar a salvo a las instalaciones secretas de Proyecto Humano, una mítica organización que busca salvaguardar a la humanidad, cuya última esperanza podría ser la mujer encinta. Los Niños del Hombre representó, en ese entonces, su proyecto más ambicio-

so, no únicamente por la maravillosa propuesta de su argumento (el fin del mundo causado por algo desconocido, condenando a la humanidad a morir lentamente sin una sola luz de esperanza -y el cual fue escrito por el mismo director junto con Timothy J. Sexton, David Arata, Mark Fergus y Hawk Ostby con una ligera base en la novela Children of Men de P.D. James-), sino también porque, para la realización de esta apocalíptica historia, se requirió de un gran despliegue técnico, ya que se incluyen elaboradísimos planos secuencia como la de la trágica emboscada del auto en medio del bosque o la grandiosa secuencia bélica donde Theo debe rescatar a Kee en medio de un ataque militar contra los terroristas nihilistas. Para tal osadía fílmica, Cuarón vuelve a llamar a Lubezki -tras su momentánea separación que significó el tercer capítulo de Harry Potter- y éste convierte las imágenes del filme en poderosas y violentas postales de un mundo violento y caótico, condenado a la extinción; aunque todos estos logros en los terrenos técnicos, no logran opacar a los detalles

que involucran al factor humano del filme, es decir, a la historia por salvaguardar a la última esperanza de la humanidad y para ello no hacen falta más que las conmovedoras actuaciones de todo el elenco, por supuesto sobresaliendo entre ellos el gran protagonista de la cinta: Clive Owen, pues su personaje Theo es muy complejo; no es el típico hombre que se convierte en héroe de la noche a la mañana, aquí es un hombre común como cualquier otro que incluso en un principio se niega a ayudar a Kee, pero las circunstancias lo obligan a tomar una decisión, aunque es muy vulnerable, lleno de titubeos y con problemas para comprometerse con algo (o alguien). Con Los Niños del Hombre, Cuarón nos ofrece uno de los mejores filmes scifi de la década pasada; un filme muy oscuro sobre la condición humana y sobre el futuro del hombre, muy pesimista en ocasiones, pero sin perder nunca ese ligero brillo de esperanza.



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uatro de los cinco largometrajes que el director quebequense Xavier Dolan ha realizado hasta la fecha han sido estrenados en Cannes, y por el último de ellos -la que hoy nos ocupa: Mommy (2014)- se llevó el Premio del Jurado en un peculiar empate con la leyenda viva Jean-Luc Godard y su más reciente trabajo, Adiós al Lenguaje (Adieu au langage, 2014). Con tan sólo veinticinco años y más de treinta premios internacionales, este enfant terrible se ha convertido en una de los directores más auténticos de la escena cinematográfica mundial y en el director canadiense más reconocido del momento. Como lo señala una leyenda al principio del filme, éste tiene lugar en una Canadá ficticia donde el nuevo gobierno ha propuesto un cambio a la Ley de Salud en cuyas reformas se estipula que aquellos padres de menores de edad con severos trastornos de comportamiento que puedan poner en riesgo la integridad propia o de otras personas, puedan ahora dejarlos al completo cuidado de hospitales psiquiátricos del gobierno sin mayores trámites burocráticos que el de su firma un papel; en este entorno social conocemos a una madre cuyo caso está directamente ligado con estas nuevas reformas. Así nos presentan a Diane 'Die' Després (Anne Dorval) y su conflictivo hijo adolescente Steve (Antoine-Olivier Pilon), quien tras provocar un incendio que dejó como víctima con quemaduras severas a otro jovencito, acaba de ser expulsado del último instituto psiquiátrico en el que se encontraba internado. Ahora, Diane, una mujer madura que se niega a aceptar el paso del tiempo y se empeña en vestirse y hablar como si aún estuviera en sus veintes, tiene que buscar un nuevo trabajo y hacerse cargo de la educación y cuidado de su hijo que ha sido diagnosticado con hiperactividad, déficit de atención y problemas extremos de temperamento. A esta complicada dinámica familiar se une la nueva vecina Kyla (Suzanne Clément), una profesora que se encuentra en un año sabático tras haber enfrentado una fuerte pérdida que le provocó una crisis y problemas de tartamudez. Mommy es una pieza fílmica con una gran carga emotiva en la que Dolan retoma como tema central las conflictivas relaciones materno-filiales, convirtiéndose así en una suerte de extensión discursiva de su ópera prima Yo maté a mi Madre (J'ai, tué ma mère, 2009), filme con el que guarda varios paralelismos: la ausencia y anhelo de una figura paterna, Anne Dorval interpretando a las madres de ambas cintas, Suzanne Clement apareciendo también en ambos trabajos como maestra/tutora que interviene en la dinámica y que sirve como red de seguridad para el difícil trato entre la madre y el irascible hijo adolescente, etc.. La cinta tiene como protagonistas a este trío de personajes profundamente dañados emocionalmente y el quebequense expone su desconcierto y agobio a través de

la fotografía de André Turpin y del perpetuamente sofocante formato 1:1 -una pantalla cuadrada-. La fotografía y su cuidada paleta de colores logran crear momentos de gran intimidad, de cercanía, de complicidad y de cariño entre los personajes, como esa inmejorable secuencia en la que el trío canta/baila On ne change pas, de Céline Dion, o la escena donde 'Die' y Kyla beben, comen, bromean y ríen -"la vida es como el póquer: si no tienes un buen par, ¡ya valiste!"- en un ambiente de calidez al interior del hogar mientras se avecina una tormenta que ya ha puesto al mundo exterior en penumbras; contrastes como estos abundan en este filme de irreprochable factura. Y si en Tom en el granero (Tom à la ferme, 2013), ya había experimentado con la pantalla que oprimía momentáneamente al protagonista dominado por su ex cuñado en el filoso campo de maíz, aquí Dolan mantiene encerrados a sus protagonistas durante el 95% del total del metraje, tan sólo para darles -y darnos- un respiro en dos momentos clave de la trama: 1) A la mitad de la cinta, cuando las cosas comienzan a pintar mejor para todos los miembros de este triángulo emocional que se convierte en una suerte de nueva familia sui generis en la que cada uno sirve de apoyo para el otro; en ese momento, el entrañable Steve, montado sobre su patineta, abre con sus manos la toma de un claustrofóbico 1:1 a un glorioso 1.85:1 y con Wonderwall de Oasis como vibrante banda sonora de fondo. 2) Previo a un evento devastador en la trama, existe una conmovedora fantasía musicalizada por Experience de Ludovico Einaudi, en ella Diane es testigo de la vida que jamás conocerá. Ahondando en la banda sonora, en esta ocasión nos encontramos con una curaduría bastante peculiar, puesto que es la selección de temas pop menos 'selecta' y la más 'ordinaria'; sin embargo, es también la conjunción musical más nostálgica y cuyos tracks mejor han funcionado como reflejos emocionales de sus protagonistas, como White Flag de Dido, Colorblind de Counting Crows, Vivo per lei de Andrea Boccelli o Born to Die de Lana del Rey; todas parecen haber sido creadas para sus respectivas secuencias dentro del filme. Mommy es un trabajo que transpira madurez en cada fotograma, es la cinta de Dolan más depurada tanto en su estilo como en su discurso, ya que a pesar de mantener los tintes autobiográficos que han estado presentes desde el primero de sus trabajos, aquí éstos son manejados de una manera más sobria y elegante, dejando de lado los excesos visuales para centrarse en la trama que parte de una manera casi anecdótica para transformarse en un complejo retrato universal sobre el apego emocional, la figura materna y la familia. Estamos frente a otra muestra del amplio conocimiento del lenguaje cinematográfico del director con el que demuestra el porqué es considerado el cineasta canadiense más valioso del momento. Imprescindible.



M

arco Silvestri (Vincent Lindon), capitán de un barco carguero, recibe una llamada para informarle sobre la muerte de Jaques (Laurent Grévill), su cuñado y mejor amigo; su hermana Sandra (Julie Bataille) se encuentra desesperada, pues además de tener que sobrellevar el reciente suicidio de su esposo, su hija Justin (Lola Créton) ha sido internada en un centro psiquiátrico causados por terribles problemas de índole sexual. Es el empresario Edouard Laporte (Michel Subor), al que Sandra acusa de ser responsable de la situación de su familia, por lo que Marco decide tomarse un año sabático de su trabajo para dedicarse a encontrar la principal debilidad de Laporte y cobrar venganza; es así como se muda al edificio donde vive Raphaelle (Chiara Mastroianni), la amante de Laporte con quien ha tenido un hijo. La premisa podría sonar sencilla, y de hecho en esencia lo es, pero su visionado es otra historia. La alta dosis de fragmentación en su narrativa y el uso de algunos (aunque pocos) saltos temporales convierten a Los Canallas (aunque siempre preferiré la traducción más acertada de su título original: Les Salauds/Los Cabrones) en una cinta exigente y sin complacencias de ningún tipo, de-

mandando toda la atención y participación del espectador para rellenar los intencionales huecos de la historia, y poder así armar esta especie de rompecabezas demencial. El regreso de Claire Denis, cineasta francesa de quien podemos recordar, entra tantas otras obras cinematográficas, su ópera prima Chocolat (1988), la intimista Beau Travail (1999) y Trouble Every Day (2001), no podría ser de una mejor manera, pues con un impecable montaje y sobresaliente uso de la banda sonora, logra construir un mundo lleno de misterio, una atmósfera angustiante que no permite tranquilidad en ningún segundo; es también poseedora de una perversa y retorcida belleza. Las soberbias actuaciones (sobresaliendo Lindon y Mastroianni) respaldan el ya de por si extraordinario guión (autoría de la misma directora junto a su recurrente colaborador Jean-Pol Fargeau) que gira en torno a las oscuras pasiones humanas, los más inimaginables secretos y los insaciables deseos de venganza. Los Canallas es una cinta sugerente y tenebrosa, un retrato detallado de las perversiones humanas, una disección meticulosa sobre nuestra naturaleza más oscura y recóndita. Incómoda y desagradable como la más cruda de las verdades.


L

a carrera fílmica del director inglés Andrew Haigh ha dado un salto cuántico insospechado en los últimos años y con su nuevo drama –construido abrevando de obras autorales al estilo de Bergman sobre las relaciones de pareja, la amargura esencial del amor y el pasado como lastre en los personajes– nos entrega una obra maestra del género. En 45 años (45 Years, 2015) Haigh rompe con los límites de su zona de confort y se aleja de la temática que había marcado su cine. Tras haber realizado previamente sólo dos películas con temática sobre las relaciones de pareja gay –su ópera prima Greek Peter (2009) y la galardonada y ya clásico de culto queer Weekend (2011) – y haber dirigido varios de los episodios de la serie de HBO, Looking, que también tiene como foco la vida emocional y sexual de personajes homosexuales, ahora explora los avatares a los que se enfrenta un aparentemente estable matrimonio de septuagenarios heterosexuales. El detonante del filme –que tiene como punta de partida un relato corto de David Constantine y que es adaptado para la pantalla por el mismo Haigh– aparece de manera epistolar ante la pareja protagónica: Geoff y Kate Mancer. La carta anuncia que el cuerpo de Katya, el primer gran amor de Geoff, ha sido encontrado congelado e intacto después de varias décadas del accidente en el que perdió la vida en los

Alpes suizos al caer por una risco, haciendo imposible su rescate. La noticia es por demás abrumadora, pero en un inicio sólo parece que quedará es eso, en un informe lamentable para la pareja y que continuarán su vida de manera normal. Pero Kate comienza a desconfiar de Geoff, pues con el paso de los días éste parece estar cada vez más afectado con la noticia, llegando incluso a considerar viajar a Suiza para reconocer el cuerpo, ya que al momento del accidente Katya y él vivían ya como un matrimonio a pesar de no estar casados formalmente. La carta ha provocado que las grietas que se mantuvieron siempre imperceptibles para la pareja, se muestren ahora cada vez más evidentes y se va debilitando así la estructura matrimonial que se presumía inquebrantable a tan sólo unos cuantos días de celebrar la fiesta de su cuadragésimo quinto aniversario. En 45 Años, Haigh se revela como un cineasta mayor, no sólo como un gran narrador —el guión es impecable, sin cabos sueltos— sino también como un estupendo director tanto de escena como de actores, logrando un trabajo loable en todo sentido. Sorprende principalmente por la confianza con la que filma; la película se siente orgánica y natural, algo logrado en gran medida gracias a su primera colaboración con el director de fotografía Lol Crawley, quien con el uso de una paleta de colores neutros, el uso constante de tomas

fijas y movimientos de cámara mesurados y elegantes, modela al filme bajo una estética austera, casi minimalista, bajo la que retrata con gran verismo la cotidianidad e intimidad de una pareja de esta edad, magistralmente encarnada aquí por Charlotte Rampling y Tom Courtenay —ambos en estado de gracia y merecedores de todos los reconocimientos al histrionismo existentes. Pero a esta parsimoniosa cotidianidad de paseos en la campiña y tranquilas lecturas en casa hay algo que se contrapone en el fondo del relato, algo que ha venido a trastocar la vida del matrimonio y que este filoso drama muestra sin concesiones emocionales con el espectador a través de su brutal veredicto: no existe el amor conyugal perfecto y el reencuentro con el pasado es inevitable, su oscura sombra siempre estará al acecho, esperando ominosa e inmisericorde el momento de engullirnos. Kate lo sabe, lo aprende de la peor manera posible cuando se da cuenta de que ha vivido casi medio siglo con una presencia siempre invisible pero que ahora se manifiesta casi palpable y muy poderosa entre ella y su esposo. La sublime secuencia al final de la película deja muy claro que ella lo sabe... y no puede hacer nada al respecto. Su matrimonio, su castillo de naipes, ya ha caído.




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resentada en la sección Una Cierta Mirada del Festival de Cannes en 2016, la segunda película escrita y dirigida por el cineasta Boo Jungeng propone una tesis sobre la construcción de la identidad en el mundo carcelario. La premisa coloca en el centro del relato a Aiman (Fir Rahman), un joven de 28 años que comienza a trabajar como guardia en la ficticia penitenciaría Larangan, en Singapur, aparentemente guiado por una profunda vocación de servicio y una convicción espiritual religiosa (es cristiano) que lo guía a ayudar al prójimo en la expiación de sus culpas (crímenes); sin embargo, pronto comienza a mostrar un inusitado interés por el tema de las ejecuciones capitales, y sobre todo, por Rahim (Wan Hanafi), el principal ejecutor de la prisión y responsable de su falta de una figura paterna, pues fue él quien colgó a su padre luego de ser encontrado culpable de un crimen cuando el ahora vigilante de prisión tenía apenas tenía algunos años de edad. Además, y pese a la oposición de su hermana mayor Suhaila (Matsura Ahmad), Aiman se va involucrando cada vez más en el sistema capital hasta convertirse en el aprendiz del verdugo de su padre. Por su premisa, Apprentice es una película a la que inmediatamente podemos emparentar con Apt pupil, el relato de Stephen King que ya fue llevado a la pantalla grande por el director Bryan Singer con el siempre extraordinario Ian McKellen y el entonces prometedor Brad Renfro como los protagonistas que respectivamente dieron vida a un ex oficial nazi que vive de incógnito en los suburbios norteamericanos y a su vecino adolescente que descubre su secreto a la vez que se ve seducido por una extraña fascinación hacia una figura responsable del holocausto. Pero la propuesta de Boo Junfeng transita derroteros muy distintos, tanto en su forma como en su fondo. Echando mano de una muy cuidada puesta en escena en la que la fotografía digital de Benoit Soler emula la atmósfera del clásico cine setentero para reproducir la oscuridad y sordidez del submundo penitenciario al que desciende Aiman, el relato va tomando como principal motor la disyuntiva ética y moral del protagonista enfrentado al complejo personaje antagónico con quien poco a poco establece una relación cordial no sólo como mentor/alum-

no, sino más cercana a la de un padre con su hijo; una dinámica familiar de la que ambos son carentes y que ahora pueden experimentar a tal grado que Rahim comienza a ver reflejada su juventud en Aiman y lo considera como su perfecto sustituto como ejecutor. Así va aumentando la intriga sobre el verdadero interés de Aiman por la macabra actividad y las repercusiones en la formación de su identidad nos son compartidas poco a poco. El cineasta que debutó seis años atrás con la bien recibida Sandcastle, ahora disecciona el significado de los lazos familiares y la ambigua atracción de Aiman hacia lo macabro como parte de la desesperada búsqueda de identidad de un hombre que intenta a toda costa demostrar a otros, pero sobre todo a sí mismo, que no es igual que su padre, que no es un criminal; de ahí que su atracción al polo opuesto sea tan poderosa, pues esa fascinación es proporcional el anhelo de distanciarse de la criminalidad y la marginación que representa en su vida la figura de su padre. Apprentice, contrario a la mayoría de los dramas carcelarios, se centra principalmente en el retrato de quienes están fuera de las rejas. No se trata de un filme en el que los prisioneros inicien un motín o estén planeando un espectacular escape; y mucho menos se trata de un panfletario documento cinematográfico que busque concienciar contra la pena capital en Malasia. Se trata, por el contrario, de una pieza sofisticada que inicialmente aparenta destinarse hacia una oda a la venganza pero que se transforma gradualmente en una deconstrucción de la condición humana mediante el retrato de la realidad sin juicios de valores y con la responsabilidad asumida de mostrar personajes sin maniqueísmos, sino plenos en matices, humanos; como por ejemplo, la revelación del personaje antagónico como un hombre que muestra compasión ante los prisioneros al preparar detalladamente su ejecución para que la muerte se presente con el menor dolor y sufrimiento posibles. Y es que Apprentice no sólo permite espacio de redención a los condenados a muerte sino también a sus verdugos; la película no toma partido moral por ninguna de las partes, solo muestra a seres humanos actuando de acuerdo a sus convicciones, tanto para bien como para mal.



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