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ENTRE LA MUERTE Y LA INMORTALIDAD

El hombre es mortal por sus temores, e inmortal por sus deseos.

Pitágoras

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La persona humana, se construye aprendiendo un lenguaje, lleno de palabras y conceptos que a lo largo de la historia se han ido cargando de significados y sentido; asimilando valores éticos y morales; incorporando creencias religiosas y espiritualidad; integrándose a las costumbres y prácticas sociales del grupo al que pertenece: todo esto conforma la propia subjetividad (su forma particular de ser, de vivir y de interpretar el mundo), le confieren una identidad simbólica, su propia individualidad. Es importante considerar que el individuo se completa como tal, frente a sus semejantes, ante ellos posee un nombre con significado; con ellos construye la historia de la época en la que vive; puede teorizar, imaginar otras realidades y crear expresiones de lo bello por medio del arte y también impresionantes obras de ciencia e ingeniería en diferentes rubros. Este individuo con todas sus capacidades, racionales, sociales, espirituales, científicas y tecnológicas se enfrenta también a sus límites, como, por ejemplo, los propios de la naturaleza biológica y corporal, a las carencias de su estructura emocional, a las vulnerabilidades sociales y económicas, a las carencias educativas, a los límites de las creencias religiosas, a la ambigüedad ética y moral y, por ende, a su muerte. El hecho de que el morir y la muerte sean una realidad enigmática e ineludible nos obliga a tratar de pensar, imaginar y tratar darle sentido a lo fascinante del misterio, que se abre detrás de este acontecimiento. Es por eso que la idea de la muerte ha formado parte esencial del pensamiento humano. Todos los filósofos del pasado, las mitologías, las religiones del mundo le dedican una parte importante dentro sus doctrinas y teologías. Como ejemplo podemos ver una línea de reflexión desde el psicoanálisis en la que se dice que el hombre en realidad no piensa en su muerte, la niega: no le teme mientras no es consciente de ella. Pero la muerte del

otro le recuerda que esta ahí como

posibilidad cierta. Además, de que este hombre también experimenta la ausencia del otro y eso abre también la experiencia de haber sido abandonados por el muerto, al que se ama, al que nunca más se le volverá a ver. Por un lado, como se comentó antes, tenemos el fenómeno de la muerte del otro y la muerte propia como realidades ligadas a lo biológico y corporal, es decir, como parte de las consecuencias de la naturaleza. Y por el otro, formas simbólicas de actuar

o padecer la muerte de una manera

continua en la propia historia vital, por ejemplo, el estancamiento del individuo en formas de vida masoquistas, de sufrimiento, la exclusión social y económica, la imposibilidad de realizar los propios proyectos a causa de las guerras, la violencia, las adicciones, la vida que se vive de forma fútil, etc... También podemos mencionar que el temor a la muerte aprendido en la cultura representa de cierta forma el temor a la castración y

lleva al hombre a tolerar la vida

de cualquier forma; se conformará con padecer miserias. No luchará por sus derechos o por la verdad; estará dispuesto a renunciar a sus valores y a sus creencias. No es de extrañar porqué en nuestra sociedad y cultura actuales hay muchos esfuerzos por hacer que el hombre tema morir. Es un condicionamiento para aceptar una vida cualquiera, incluso sin significado profundo o trascendente. «¿Qué mejor manera de morir puede tener un hombre, que la de enfrentarse a su terrible destino, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?». Nos dice Thomas Macaulay en su obra Cantos de la Antigua Roma: se refiere a Horacio Cocles, un soldado romano que defendió, de forma solitaria, un puente de acceso a Roma en una invasión etrusca. En Cocles vemos representado un tipo de hombre propio de una época y cultura en la que se buscaban respuestas e incluso muertes dignas según sus creencias. En este guerrero vemos a alguien que no tolera vivir una vida cualquiera. Frente a nuestra cultura que hace muchos esfuerzos por negar la fatal inevitabilidad de la muerte, también se vacían los va-

lores éticos y morales de sentido y

significado, desde una ética opuesta a la actuada por Cocles. Esta forma de vida y pensamiento es considerada hoy para muchos una locura o una estupidez. En nuestra cultura aparece la inmortalidad como una idea sectaria, o elitista y determinada por las ideas de esta cultura; para muchos es incluso algo que se puede pagar. Se buscan muchas formas de inmortalidad. Frente a esa pretensión de inmortalidad banalizada también están otras más honestas, como podría ser la del escritor, del artista por medio de su genialidad: sobrevivirán sus ideas, sus formas de ver el mundo, quizás de forma anónima o entre líneas o en la vista del que se acerca a contemplar una obra de arte o en el hijo o el alumno, que retoma las memorables frases o experiencias suscitadas por aquel que compartió su vida, su visión, sus valores. Esas palabras o experiencias serán fuentes perennes de inspiración, abrirán siempre la posibilidad de crear nuevas formas de vivir en el mundo, enriqueciendo con nuevos significados y sentidos el lenguaje y la cultura. Aparecerán como consecuencia nuevas emociones o nuevos proyectos: parte del espíritu del creador permanecerá y se actualizará; parte de él y de su identidad profunda vivirá en las cosas nuevas. De esta forma los esfuerzos cotidianos por darle sentido a la vida tienen un eco más allá de la propia vida. Con gran profundidad encontramos este párrafo escrito por Nietzsche en su libro Humano demasiado humano: «A todo escritor le vuelve siempre a sorprender de nuevo cómo el libro, tan pronto se ha desprendido de él, sigue viviendo para sí una vida propia; se le antoja como si una parte de un insecto se hubiese separado y en lo sucesivo siguiese su propio camino. Tal vez lo olvide casi por entero, tal vez se eleve por encima de las opiniones vertidas en él, tal vez incluso ya no lo comprenda y haya perdido aquellas alas con que volaba cuando concibió ese libro: mientras tanto, éste se busca sus lectores, inflama vidas, hace feliz, espanta, engendra nuevas obras, se convierte en alma de proyectos y acciones; en una palabra: vive como un ser dotado de espíritu y alma y, sin embargo, no es un hombre. La suerte más afortunada le ha tocado al autor que en su vejez puede decir que todo

lo que en él había de pensamientos y sentimientos

generadores de vida, fortalecedores, elevados, esclarecedores, todavía pervive en sus escritos y que él mismo ya no es más que la fría ceniza, mientras que el fuego se ha salvado y propagado por doquier. Ahora bien, si se pondera que cada una de las acciones de un hombre, no sólo un libro, se convierte de alguna manera en pretexto para otras acciones, resoluciones, pensamientos, que todo lo que sucede se enlaza indisolublemente con todo lo que sucederá, se reconoce la inmortalidad efectivamente real que existe, la del movimiento: lo que una vez se ha movido está integrado y eternizado en el conjunto de todo lo que es, como un insecto en el ámbar». Mientras hemos explorado brevemente algunas ideas sobre la muerte tenemos como contraparte la idea de la vida. Por ejemplo, para Freud la pulsión de vida es como una tendencia para transformar la energía vital mediante la construcción de entidades más y más complejas que darían cuenta de la evolución, mientras que la pulsión de muerte designa la tendencia a disolver complejidades y destruir objetos. Ahora atestiguamos, de cierta forma, la destrucción de la cultura y las formas de vida que en ella viven. Al hombre le espanta la posibilidad de ser aniquilado y también las formas actuales de la muerte nos amenazan. El estar vivo implica actuar lo propio, las capacidades propias del hombre, la tarea más propia de ésta es la de humanizarse. Humanizarse implica también entrar en conflicto con los apegos egoístas; humanizarse implica la renuncia a poseerlo todo; implica donar el espacio a los otros; es aceptar la existencia de los otros como una vía hacia la inmortalidad, formando parte de la construcción de su propia existencia. En este sentido Hegel nos dice que el hombre

es hombre si es reconocido como tal por los otros

hombres. Educando a su hijo, los padres ubican en él la propia conciencia y generan su muerte que aparecerá en el tiempo futuro, al tiempo que de alguna forma logran la persistencia personal, más que en el aspecto biológico, en la forma de vida humanizada de ese nuevo individuo. El hombre que vive y muere a tiempo es el que elige su vida, el que se humaniza ante la posibilidad constante de disolverse, el que acepta el peso de sus decisiones, el que mediante sus actos se transformará en maldición o bendición como significado de su retorno en el recuerdo; ese recuerdo que se construye momento a momento, por medio de esas decisiones que contienen el peso de la eternidad. La vida que se vive de cualquier modo es en este sentido una vida muerta. La vida obtiene su mayor esplendor cuando se pone frente a la muerte, no como elementos opuestos en una línea de tiempo, sino como causa y consecuencia, como parte de una misma realidad; de esta manera el hombre puede llegar a humanizar su muerte y aceptarla como una fuente de inspiración e inmortalidad y no como un producto de la cultura a la que hay que temer o como algo que se toma como pretexto para posponer las posibilidades de realización y trascendencia.

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