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Cultura de la unidad

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Reportaje

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Somos (un) cuerpo

En la imponente Oración para pedirle a Dios el buen uso de las enfermedades, el genio francés Blas Pascal dice, en resumen, que el hombre es sus enfermedades. El filósofo español Xavier Zubiri también se expresa con términos similares cuando afirma que, debido a sus estructuras, “el hombre no puede no tener enfermedades”. En este momento de pandemia, vale la pena reflexionar seriamente sobre esta observación.

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No habría enfermedades si el hombre no fuera esencialmente un ser corpóreo. La estructura de la corporeidad es aquélla que conlleva la enfermedad y, en última instancia, la muerte. En el cuerpo, por tanto, reside una característica de nuestro ser, la forma en la que estamos presentes en la realidad y ante los demás. Representa el drama de la existencia y, al mismo tiempo, su exaltación, porque al cuerpo también le debemos las mayores alegrías que podemos experimentar en esta tierra. El ser humano es un sistema psico-orgánico destinado a albergar la vida del espíritu/Espíritu.

El cristianismo ofrece a la conciencia religiosa de la humanidad la visión de un Dios que se convierte en uno de nosotros y, por tanto, se encarna, recibe un cuerpo y se somete radicalmente a esta nueva condición (cf. Hebreos 10, 5). En el misterio de su Pascua, Jesucristo nos redime sufriendo en su cuerpo y transfigurándolo en la resurrección. Además, nos dona una nueva forma de existencia: ser todos juntos un solo cuerpo en él, es decir, en su nueva condición de resucitado. Con la vida sacramental, que también es físico-espiritual, ya tenemos acceso a esta nueva condición escatológica.

Todo esto da un nuevo significado a la enfermedad y a la muerte. Desde una perspectiva inmanentista, la enfermedad que implica la muerte es un revés insuperable que tiñe la existencia de dolor, oscuridad y de lo absurdo.

De aquí nacen las diferentes teorías y creencias que han tratado de hacer frente a esta condición, intuyendo salidas que, finalmente, y como mucho, han intentado hacerla más llevadera: el epicureísmo y el estoicismo en Occidente, el budismo en Oriente.

El hedonismo moderno es una excusa para una fuga desesperada y nihilista a la superficie. El transhumanismo simboliza, en cambio, el intento cultural y científico más pesado de los últimos tiempos: la pretensión de superar radicalmente nuestra condición con la victoria tecnológica sobre la enfermedad y la muerte, pero con costos muy elevados: la desaparición del cuerpo (disuelto en estructuras neuro-tecnológicas) y del espíritu. Una existencia a-corpórea (“sin” cuerpo) es una existencia a-relacional (sin relaciones), sin sufrimiento, pero también sin amor.

En la concepción cristiana del ser y de la existencia, la corporeidad es tan sagrada que constituye nuestra forma de encuentro con lo absoluto, con Dios. Jesús nos invita a una existencia en la que nuestra individualidad psicosomática se trasciende a una nueva corporeidad que no anula la individualidad, sino que la transfigura en un horizonte de relación plena con los demás y con todo lo que fue creado y que encontrará su máximo cumplimiento en tiempo de “un cielo nuevo y una tierra nueva” (Apocalipsis 21, 1). La enfermedad y la muerte, por tanto, cambian de significado. Más bien adquieren uno nuevo: ya no son un signo de degeneración y destrucción sin sentido, sino momentos dramáticos en el camino de nuestra transfiguración psicosomático-espiritual hacia la nueva existencia que nos aguarda en una plenitud relacional inédita.

Es por esto que la experiencia de la enfermedad se convierte -para una mente no reduccionista- en una posibilidad de crecimiento personal y de encuentro profundo con el otro en la compasión. Es un concepto que no está muy de moda y contaminado por connotaciones moralistas, pero que, considerado correctamente, revela lo que es: un aspecto del amor, de la relación auténtica; de hecho, el más representativo, y su culmen.

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