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Cultura de la unidad

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Sociedad

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Dignidad, la medida de lo humano

En su libro Dignidad, el filósofo español Javier Gomá define este concepto de una manera sorprendente: es lo que estorba, que podría traducirse como “lo que bloquea, molesta, entorpece”. Lo explica de la siguiente manera: la dignidad “impide cometer iniquidades y maldades, por supuesto, pero aún más interesante es que a veces también perturba el desarrollo de causas justas, como el progreso material y técnico, la rentabilidad económica y social, o la utilidad pública. Es este molesto, difícil y paralizante efecto, que a menudo acompaña a la dignidad, lo que nos obliga a parar y pensar, abre ante nuestros ojos la dignitas propia de quienes no son útiles, los inútiles, los excedentes, siempre amenazados por la lógica de una historia que avanzaría más rápidamente sin ellos. Entonces, si en la tradición la dignidad se representaba sobre todo como una perfección, ahora vemos cómo su significado se expande incluyendo también la imperfección humana, donde a menudo se hace aún más potente y plástica”.

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Me parece un texto magnífico y tremendamente esclarecedor en estos tiempos turbulentos. En realidad, uno de los efectos más dolorosos -a largo plazo, también ventajoso- de la crisis actual es la conciencia de la inmensa cantidad de ataques a la dignidad humana de los que nos enteramos a diario, sin notarlo. ¿Cuántas personas consideradas inútiles, excedentes, hemos dejado en la vereda del progreso tecnológico y material en las últimas décadas? Me refiero a los ancianos, pero también a los pacientes psiquiátricos, los desempleados, los pobres, los refugiados, los migrantes. Todas estas personas entran en la categoría de “excedentes”: los que “molestan” con su mera presencia. Son los “imperfectos”, cuya precaria y vulnerable situación revela a simple vista que la sociedad ha perdido de vista lo único que le permitiría ser definida humana: la dignidad.

En enero del año pasado disfruté las maravillas de una ciudad como Nueva York, con su multiculturalismo, las luces de colores de Times Square, la oferta cultural de Broadway, la vivacidad de Greenwich Village. Pero también me llamó la atención la enorme cantidad de personas sin hogar que he visto en todas partes.

Cuando, meses más tarde, frente a nosotros, asombrados espectadores pegados al televisor, desfilaron las imágenes delirantes de ataúdes enterrados en fosas comunes en la misma Nueva York, porque nadie había solicitado esos cadáveres, pensé en las personas que había visto acostadas con sus mantas raídas en las calles de esa metrópolis. El ejemplo podría multiplicarse en todas las latitudes del planeta.

Hemos construido la sociedad de la indignidad, una sociedad que genera excedentes y entierra en fosas comunes; que aísla y abandona a los ancianos en estructuras precarias desde el punto de vista de la salud para que, cuando ocurre una epidemia como la que estamos sufriendo, son los primeros en morir. Es la sociedad del aborto y de la eutanasia sin costo alguno.

Afortunadamente, poco a poco, la crisis allí trae de nuevo a la conciencia de que todos somos “imperfectos”, incluso en cuanto a la resistencia al ataque de un virus. Esta ya es una conquista. Pero eso no es suficiente.

Deberíamos empezar a transformar las estructuras sociales para ponerlas al servicio de la gran tarea que es la dignidad humana.

Deberíamos cambiar los parámetros del desarrollo y, sobre todo, la mentalidad. Necesitamos reglas éticas y jurídicas incontrovertibles. Es necesario profundizar en los campos del conocimiento. Se necesita un pacto educativo global y una gran alianza cultural y religiosa. Cada uno de nosotros tendría que cambiar su forma de ver a los demás. Si tuviéramos un mínimo de conciencia, cada vez que encontráramos a uno de los que “estorban”, recibiríamos la bofetada de la dignitas humana y haríamos algo, incluso si es pequeño. Porque, paradójicamente, estamos descubriendo que el contacto con la fragilidad es el camino más directo para realzar la dignidad del ser humano.

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