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Cárceles: una actividad restaurativa

Última entrega de artículos en torno al fracaso del sistema carcelario en limitar la delincuencia y reparar sus consecuencias, en la que se formula una propuesta que, al menos, invita a la discusión

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Cuando se critica la pena privativa de la libertad, generalmente sus defensores contrargumentan que no hay otra posibilidad de tratar a los delincuentes.

“¿Qué hacer con ellos?” suele ser una pregunta que invalida toda posibilidad de cambiar el sistema, más allá de aceptar que éste, si bien no puede ser sustituido, quizás pueda perfeccionarse.

Y, en general, tienen razón, porque casi nunca los objetores del sistema presentan una alternativa.

En estas líneas creemos haber sustentado una propuesta concreta de cambio integral, ya que las consideraciones que presentamos acerca de los problemas del castigo, de la necesidad de reparar el daño y de la posibilidad de recuperar a quienes han delinquido conducen a una propuesta concreta de cambio del sistema, que podría, a falta de un nombre mejor, denominarse “actividad restaurativa”.

La actividad restaurativa sería una respuesta al delito que, en vez de seguir con el modelo de encerrar al ofensor y dejar a la víctima con las manos vacías, aunque con el consuelo de una venganza jurídica, se ocupe de repersonalizar al ofensor, reparar a la víctima y minimizar las reincidencias delictivas.

Consistiría en: 1) reemplazar la prisión por una libertad vigilada, utilizando elementos electrónicos de control y también un seguimiento personalizado muy estricto;

2) asignar penas de trabajo reparativo o comunitario bien supervisadas y cuya severidad pudiera ser tal que no cayeran bajo el reproche de ser penas demasiado leves, pero que serían penas con sentido porque estarían destinadas, de modo directo o indirecto, a resarcir a las víctimas; 3) obligar a los infractores a asistir a grupos de autoayuda –si bien no necesariamente obligarlos a adherir a los principios allí propuestos–, en los que se incentivaría la conversión a partir de la conducción de pares ya más avanzados.

Obligar a la libertad vigilada sería una pena en sí misma. En caso de ser necesario, por razones preventivas y hasta retributivas, podría ser muy severa en

intensidad y en duración, pero no necesariamente denigrante y, quizás, mucho menos estigmatizante que la prisión.

Dar a las víctimas, aunque en algunos casos sólo como reparación simbólica, el fruto de un trabajo efectuado por los ofensores, consistente en el valor de un producto final o en salarios caídos, cambiaría el aspecto de mera venganza por una justicia reparativa, mucho más cristiana. El perdón no residiría en rehusar ser reparado sino en no desear la denigración y estigmatización del ofensor.

Estimular el cambio de actitud en las personas que han delinquido y transformarlas en personas de bien, utilizando el sistema de Alcohólicos Anónimos, en que el recuperable se convierte en recuperado y luego en recuperador, cambia la idea de una prédica moral desde una posición de autoridad y se torna mucho más efectiva si emana de un grupo de pares.

En resumen, se trata de una propuesta concreta: sustituir el encierro por trabajo reparativo en libertad vigilada y reconvertir el procedimiento de rehabilitación, además de introducir una efectiva reparación a las víctimas y/o a la sociedad.

Frente a la pregunta si esta reconversión sería aplicable a todos los autores de cualquier delito, la respuesta que puede darse es que, si es buena, ¿por qué no aplicarla en forma generalizada? Y si no lo es, ¿por qué aplicarla siquiera a casos leves?

De todos modos, no podría hacerse en forma inmediata, ya que un cambio tan profundo requeriría una implementación muy prudente y paulatina. Sí sería urgente cambiar la idea que se tiene acerca del encierro y de su necesidad.

Es decir, si bien la implementación podría comenzar por la ampliación gradual de su aplicación desde casos más leves a casos más graves, la idea de la reconversión generalizada puede mantenerse en pie como una meta a ir alcanzando.

Este planteo ofrece novedades y cambios originales, y choca contra un escollo importante, que es la misma idea de implementar cambios tan drásticos. Cambios que se sitúan más en lo conceptual que en lo práctico, pero de todos modos producen resistencias. Pero ¿por qué, si existe un rechazo generalizado al resultado que se obtiene con el encierro, existe temor o resquemor en decidirse de una vez por todas en sustituirla por una sanción más racional?

El motivo está quizás en lo que el sociólogo francés Émile Durkheim (18581917) señalara a fines del siglo XIX y que puede encuadrarse, en el derecho penal, dentro de la llamada prevención general positiva. Esto es, restablecer la confianza del resto de la sociedad en el sistema judicial.

En efecto, Durkheim sostenía: “[la pena] no deja de desempeñar un papel útil. Sólo que ese papel no lo desempeña allí donde de ordinario se ve. No sirve, o sirve muy secundariamente, para corregir al culpable o para intimidar a sus posibles imitadores; desde este doble punto de vista, su eficacia es, justamente, dudosa y, en todo caso, mediocre. Su verdadera función es mantener intacta la cohesión social, conservando en toda su vitalidad la conciencia común”.

Así, no es tanto el miedo a la impunidad, a la reincidencia o a la imitación por parte de otros de la conducta delictiva lo que puede mantener indefinidamente las cárceles. Es más bien el concepto de que si una persona que ha delinquido –y mucho más si su delito fue grave o aberrante– no puede estar circulando entre gente de bien. Por una parte, porque en el paradigma actual se considera que las víctimas de delitos con daño irreversible sólo pueden satisfacerse con una pena que aísle y estigmatice al autor del daño. El concepto de daño irreversible se asimila a daño irreparable, al desconocerse el valor de una reparación simbólica, que no lo es del daño mismo sino de la ofensa perpetrada. Por otra parte, porque el “club” de los que cumplen con la Ley no quiere ni considera que deba readmitir nunca a dichas personas. Ningún club tendría sentido si no existieran personas excluidas del mismo. Además de las mencionadas consideraciones de Durkheim, se puede citar al criminólogo italiano Francesco Carnelutti (1879-1965). Al observar el fenómeno de la reprobación a quien se considera diferente del que no transgredió la ley, al punto de que se le quiere negar la posibilidad de mante-

nerlo en la sociedad o de que alguna vez regrese a ella, Carnelutti expresó: “Ése que así piensa no recuerda la parábola del publicano y del fariseo, y no sospecha que su mentalidad es propiamente la del fariseo: yo no soy como éste”.

En conclusión

A partir de la descripción de la experiencia emocional correctiva y del etiquetamiento burdo del delincuente como tal, se dedujo la necesidad de cambios de paradigmas y la introducción de neologismos que configuraron una actividad restaurativa en reemplazo del encierro y de la carencia de reparación a las víctimas.

Así, se expuso un panorama nuevo, en el que se introdujeron tres neologismos: “impunitividad”, “oblatividad” y “valjeanización”. “Impunitividad” para resolver la antinomia entre castigo e impunidad, “oblatividad” para darle un matiz no vengativo a la reparación a las víctimas y a la sociedad y “valjeanización” para lograr una forma más eficaz de recuperar a los ofensores y evitar reincidencias.

Con ello se pretende dar un sentido a la pena, reparando a las víctimas y repersonalizando al ofensor, pero también cuidando de no poner en peligro a la población y sin anular el efecto preventivo y hasta retributivo (pero no denigrante ni estigmatizante) de la pena.

Esto no impide ser conscientes de la reticencia popular a aceptar esta propuesta, que reconvertiría la pena privativa de la libertad, algo que provoca rechazo entre sus sostenedores y escepticismo entre sus críticos, ya que la idea de sustituir el encierro por penas reparativas se relaciona con impunidad o, al menos, blandura. Hasta se considera que abogar por el encierro de quienes han delinquido es ético. El “que se pudra en la cárcel” es una frase despectiva y valorada al mismo tiempo. En general, nadie se siente mala persona por emitirla. Se considera que uno tiene derecho a expresarse así porque eso es “justicia”.

Este rechazo a reconvertir las prisiones ya había sido anticipado y luego experimentado por el criminólogo noruego Thomas Mathiesen, cuando señaló, a raíz de las dificultades que tuvo su propuesta, que “no ha habido nunca una transformación social importante en la historia de la humanidad que no haya sido considerada poco realista, idiota o utópica por la gran mayoría de los expertos”.

Si bien son pocos, hay algunos criminalistas que abogan hoy por suprimir la pena privativa de la libertad y auguran un cambio. Pero predican en el desierto, porque mediáticamente es más atractivo el discurso vindicativo, aunque cada día sea más obvio que los resultados del mero castigo son contraproducentes.

Así, es probable que la idea de implementar la actividad restaurativa –o una variante similar– no tenga éxito, al menos inmediato. Pero cabe esperar que sirva para estimular una mirada diferente sobre la crisis del sistema carcelario y de una política penal que hoy se esfuerza vanamente por resolver el problema de una delincuencia creciente.

Introducir una mirada crítica a lo existente y la necesidad de un cambio radical en el paradigma retributivo no pretende convencer, pero sí instalar un debate, para que el problema, aun cuando por el momento permanezca irresuelto, quede, al menos, más atendido. Si no se puede persuadir, al menos puede intentarse hacer pensar.

*Doctor en Psicología Social, especializado en Criminología. Artículo publicado originalmente en la revista Criterio de Buenos Aires.

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