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Mens sana
Perdonarnos
Un desafío interesante en el proceso de desarrollo personal es el perdón.
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Perdonar a otra persona que nos ha causado algún daño o molestia, suele ser una lucha. Pero cuando se trata de autoperdón, de personarse a sí mismos, por lo general la lucha es otra.
Lo que vemos es que los sentimientos de culpa, vergüenza y autocastigo se prolongan durante mucho tiempo, como si ya no tuviéramos derecho a prosperar en la vida por causa de los errores cometidos. ¿Quién puede liberarnos de estas culpas, abrir la celda que nos aprisiona? ¡El perdón! Suena simple, pero no lo es. Reconocer en nosotros el mal, la maldad, la crueldad, pensamiento de envidia, resentimiento, manipulación, de deseos inconfesables es doloroso.
Después de todo, estamos “originalmente” hechos para el bien. Por esto, ante ese tipo de pensamientos y actitudes, llegan los sentimientos de culpa, remordimiento, arrepentimiento, lo cual es bueno y positivo. Lo que lo complica es que, en general, seamos extremadamente severos con nosotros mismos.
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Además, hay otro factor que no ayuda: cuando se trata de lidiar con nosotros mismos somos, a la vez, víctima, fiscal y juez. Si nos pegamos con demasiada dureza, el cerebro puede encontrar una forma de “escapar”, de esconderse y, a veces, incluso se enferma.
Si, por el contrario, somos indulgentes y permisivos, puede parecer que no nos importa, lo que también puede resultar inadecuado. ¡Por eso es tan difícil perdonarse a uno mismo! Implica, en definitiva, un encuentro con nosotros mismos en momentos y situaciones nada agradables. Usamos frases como: “no me perdono...”, “no puedo”, “no logro”, “no admito haber hecho esto”.
Perdonar, etimológicamente viene del latín perdonare, es decir, “donar al otro”, liberarlo, no cumplir la condena, liberar de la deuda. Entonces, en cierto modo, es más fácil y noble perdonar al otro.
En el autoperdón, somos nosotros mismos quienes damos y recibimos la liberación. Y empezamos a resentir, es decir, a “volver a sentir”, lo cual nos hace mucho mal. Nuestro cerebro revive, incluso orgánicamente, las emociones del suceso que nos reprochamos.
A menudo creamos para nuestra vida un ideal de perfección, lo cual es bueno, pero puede ser demasiado exigente. Olvidamos que la vida es un proceso, generalmente turbulento, en los aspectos del crecimiento humano, psicológico, afectivo y espiritual. Y cuando cometemos errores, juzgamos sin posibilidad de apelación, pensamos cosas malas, nos resulta difícil perdonarnos.
Perdonarse es un acto de valiosa y extrema humildad, de sinceridad, de reconocimiento de nuestros límites. Pero debe venir acompañado con la posibilidad de volver a empezar, de liberarnos, de abrir nuevos caminos. El mejor ejemplo es el bordado sobre lienzo: para realizarlo hay que cambiar el hilo innumerables veces, cambiando los colores. Desde abajo, es visible el diseño de las costuras, que resulta antiestético; sin embargo, si miramos desde arriba vemos la belleza del lienzo. Perdonarse a sí mismos es cambiar el hilo, sabiendo que lo importante es el propósito. ¡Enmendar es garantía de continuidad!
Las enseñanzas de Jesús y las de los grandes maestros de la humanidad en todos los campos incluyen perdonarse a sí mismos. Incluso hay quien dice que perdonar es divino. Y si es así, perdonarnos a nosotros mismos es la posibilidad del encuentro con lo divino en nosotros.
Por supuesto, las cosas malas que hacemos a menudo tienen consecuencias, y perdonar incluye el acto de reparar el daño provocado tanto como sea posible, pero con sabiduría y metas claras de crecimiento. Es necesaria cierta determinación para perdonarse. A veces, es preciso pedir ayuda a alguien de confianza o, incluso, ayuda profesional. De todos modos, el consejo es intentar ser simples, y reconocer el error con sencillez y retomar el camino. ¿De qué manera? Recomenzando a amar de nuevo! “El amor cubre todos los pecados” (1 Pedro 4, 8). Por lo tanto, es sabio empezar de nuevo por amor y con amor.