El agua entre los mares

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La historia ambiental en la gestión del desarrollo sostenible
Guillermo Castro H.

ISBN 978-9962-651-27-7

© Primera edición

Guillermo Castro H. Ciudad del Saber

Todos los derechos reservados.

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sin la debida autorización del autor o la Fundación Ciudad del Saber.

Las opiniones expresadas en los distintos capítulos de este volumen son únicamente atribuíbles a su autor y no re ejan necesariamente los juicios de la organización responsable de su edición.

Ilustración de portada: Salomón Vergara

Editora Novo Art, S.A. Portada y diagramación: Maika I. Fruto Corrección de textos y estilo: Montserrat de Adames

Primera edición: Octubre 2007

1,000 ejemplares

Impreso en Colombia por Quebecor World Bogotá para Editorial Ciudad del Saber

Para Lourdes, para Lourdes Mariana y Pilar Iemanjá

Capítulo I. Sostenible por lo humano 23

1. Gerencia, historia y poesía. Las humanidades en la gestión del desarrollo sostenible 23

2. Nota sobre historia ambiental y desarrollo sostenible 30

3. Transformar para conservar 35

4. Sostenible por lo humano 41

Capítulo II.

1. Gran hidráulica y civilización 49

2. El agua y la tierra en el país del tránsito. Panamá, 1903-2003 58

3. La cuenca que no fue. Una aproximación a la historia ambiental de la región centro-occidental del Atlántico panameño 82

4. La ampliación del Canal, o el transitismo contra el tránsito 105

5. El Istmo en el mundo. Elementos para una historia ambiental de Panamá 111

6. Panamá: Territorio, sociedad y desarrollo en la perspectiva del siglo XXI 142

7. El agua, la ley y la sociedad que somos 159

8. América Latina. El camino a la sostenibilidad 162

Presentación 11 Prólogo 15
agua entre los mares 49
El
Bibliografía citada 165 Notas 173 ÍNDICE

PRESENTACIÓN

No es fácil presentar un libro que en tantos sentidos se debe a tantos. La labor aquí recogida forma parte, en efecto, del quehacer de un número cada vez mayor de intelectuales y profesionales de nuestra América que, desde los más diversos campos del conocimiento, se han sumado a la gran batalla que libra la humanidad entera por crear las condiciones que hagan sostenible su desarrollo; salvo, por supuesto, en lo que hace a la responsabilidad del autor por sus propias limitaciones. Y de manera más cercana, esa labor da testimonio también de algunas facetas del proceso, aún en curso, de formación de una nueva cultura ambiental en Panamá.

Los textos que aquí se presentan fueron producidos entre el año 2000 y el 2008, para muy diversas circunstancias. Por eso mismo, no están ordenados por fechas, sino en un intento de ofrecer una cierta coherencia al conjunto que forman. Un primer grupo –reunido en el capítulo Sostenible por lo humano– se re ere sobre todo a los debates en torno a la sostenibilidad del desarrollo, que tanta importancia han tenido y tienen en la formación de la moderna cultura de la naturaleza en nuestra América.

Así, el artículo Gerencia, historia y poesía. Las humanidades en la gestión del desarrollo sostenible, fue publicado en el 2004, pero inaugura el índice porque intenta encarar el problema en torno al cual gira todo lo demás: la necesidad de plantearse objetivos claros de conocimiento y acción a partir de términos tan ambiguos como el de desarrollo. La Nota sobre historia ambiental y desarrollo sostenible, de 2007, presenta el abordaje de ese problema desde la perspectiva de la construcción por los seres humanos del ambiente en que tiene lugar su

propio desarrollo. De allí se pasa a un texto del año 2000, Transformar para conservar, a través del cual intentamos –hace tanto ya– adelantar la más elemental de las ideas: que lo contrario a la conservación no es el desarrollo, sino el despilfarro. Y el artículo Sostenible por lo humano,nalmente, trata de llevar el debate así planteado a la idea de que el desarrollo al que aspiramos será sostenible por lo humano que sea, o no será.

El capítulo El agua entre los mares, por su parte, presenta un grupo de textos vinculados a la discusión sobre estos temas en Panamá. El agua, como es de imaginar en el único lugar de la Tierra en que un gran río desemboca en dos océanos, ocupa aquí un lugar de primer orden. El artículo Gran hidráulica y civilización intentó, en el 2001, situar ese lugar en perspectiva histórica a partir del abordaje que sobre este tema nos ofrecen historiadores como el norteamericano Donald Worster.

El agua y la tierra en el país del tránsito, La cuenca que no fue y La ampliación del Canal o el transitismo contra el tránsito sintetizan diversos momentos de un esfuerzo realizados entre los años 2004 y 2006 por estructurar en esa perspectiva la discusión sobre el papel del Canal de Panamá en el desarrollo de nuestra sociedad. El Istmo en el mundo, por su parte, intenta reunir en un solo texto lo más esencial de los dos capítulos de una aproximación a la historia ambiental de nuestra tierra que Alfredo Castillero Calvo me invitó a escribir para la Historia general de Panamá. Se trata, como sabemos –o deberíamos saber– de una obra colectiva que Alfredo supo concebir y conducir, contra toda burocracia y toda cursilería, en el marco de las conmemoraciones del primer centenario de nuestra independencia. Con el paso de los años, permanecerá entre nosotros como el homenaje más relevante a la nación que queremos ser, y esa nación se preguntará algún día cómo fue posible que un homenaje tal fuera tan poco y tan mal percibido en su momento de nacer.

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Finalmente, tres textos cierran este recuento. Panamá: Territorio, sociedad y desarrollo en la perspectiva del siglo XXI y El agua, la ley y la sociedad que somos, ambos del 2007, dan testimonio de la creciente intensidad y el alcance cada vez más amplio del debate sobre los problemas ambientales entre nosotros. Prospectiva: el camino hacia la sostenibilidad en América Latina, por último, intenta situar una vez más ese debate en la perspectiva latinoamericana. Porque en efecto, somos lo que hemos llegado a ser dentro del conjunto mayor del Nuevo Mundo del que formamos parte, y llegaremos a ser aquello de que seamos capaces en la tarea de crear un mundo nuevo, con todos y para el bien de todos los que compartimos un mismo compromiso con la defensa de la vida en todas sus manifestaciones.

Castro H.

Ciudad del Saber, Panamá, julio de 2008.

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PRÓLOGO

Este libro es una referencia obligada para cualquiera que pretenda trabajar cientí camente en la de nición de un modelo de desarrollo sostenible para Panamá. Es, en consecuencia, una de las fuentes de información mejor organizada desde el punto de vista histórico en la idea de construir un nuevo imaginario colectivo. El título mismo –El agua entre los mares– alude una manera nueva a las formas en que se ha organizado la sociedad panameña una vez modi cado los espacios naturales, pasando por aquella que nos re ere a la periodización de las intervenciones en el medio biogeofísico natural y el usos de tecnologías, hasta la búsqueda permanente por la edi cación de una sociedad sostenible.

Los aportes generados por el autor, en esta obra, tienen diversas facetas. La primera, y seguramente más elocuente, consiste en la búsqueda incesante por demostrar la naturaleza del país que somos. Esto es mucho decir, en las circunstancias de nuestro tiempo, en donde se ha priorizado el pragmatismo, negando toda fuente de referencia histórica; en la que el dominio del conocimiento aparece subordinado a la ignorancia y al desconocimiento de la verdad profunda; en la que resulta más atractiva una losofía del porvenir basada en los indicadores del crecimiento económico mas no del desarrollo sostenible, en la que esa misma condición –de bienestar, no de bienvivi– es fuente de destrucción de los sistemas que soportan la vida misma de los panameños.

En el ensayo La cuenca que no fue, por ejemplo, el autor encara la historia ambiental de la región cemtroccidental del Atlántico panameño, indagando respecto al

modo en que se modi caron y se modi can los paisajes a través de técnicas de producción y de la organización social que acompaña dichos procesos. En ese sentido, destaca lo siguiente: a) “un período indígena-campesino, que se extiende desde el 3000 a.n.e hasta nes del siglo XIX; b) “un período marcado por migraciones de campesinos desplazados por la formación de la latifundios, la construcción del Canal de Panamá y el desarrollo del negocio agroganadero en otras partes del país, que se extiende de nes del siglo XIX a mediados del siglo XX ; c) “ un período de incorporación, creciente pero irregular, del área de la esfera del negocio agroganadero a partir de las zonas de articulación de la ROCC con los mercados de la vertiente en las regiones de Penonomé y CapiraChorrera, que se extiende desde mediados a nales del siglo XX; d) “un período de plena incorporación de la zona a la lógica de la economía de mercado, a partir de la creación de la ROCC por la Ley 44 de 1999 y su adscripción a la esfera de la responsabilidad de la Autoridad del Canal de Panamá.

El país que somos o, dicho de otro modo, la naturaleza de nuestra sociedad, al ser estudiada en esta obra desde la historia, nos presenta además una descripción muy rica sobre los procesos formativos de categorías y tipos culturales que hacen referencia al período indígena-campesino (3000 a.n.e.-c. 1800), al período campesino (18501950), al período campesino-mercantil (1950-1999). En esa perspectiva, desde la historia ambiental, el período campesino y campesino-mercantil bien pueden ser asumidos como unidad especial de análisis para entender en todas sus manifestaciones la forma en que se organizó la sociedad panameña entre los siglos XIX y XX. En efecto, el sistema de dirección y gestión impuesto para el funcionamiento del ferrocarril, primero, y de la gran obra hidráulica después, produjo una fragmentación del territorio nacional, hipertro a en la estructura económica,

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dispersó y minimizó la identidad nacional; promovió formas de cultura organizacional, burocratizadas y altamente jerarquizantes, que se extendieron por todo el territorio nacional y reprodujo en lo económico y sociocultural la forma de dominación experimentada originalmente para el control de la cuenca del Chagres.

El segundo aporte, no menos visible que el anterior, está en el marco de las perspectivas de desarrollo futuro, al plantear la necesidad de encarar el problema verdadero de encontrar y construir las formas nuevas de organización social que hagan sostenible el desarrollo. Al respecto, la unidad de análisis orbita alrededor de la actividad canalera y la cultura del transitismo como formación económicosocial y como marco de relación al interior de la propia sociedad y entre la sociedad y la naturaleza. Se trata, en lo fundamental, de que el desarrollo de las fuerzas productivas, en el contexto del sistema de gestión de la actividad canalera, se ha dado al mismo tiempo en el marco de una relación que ha dependido del subsidio en recursos humanos y culturales proveniente del entorno natural, social y económico de la ruta. La gravedad de esta situación, dada la relación con su entorno más amplio, consiste en que la misma ha contribuido de manera decisiva a la postergación prolongada del desarrollo de las fuerzas productivas en el resto de la economía nacional.

El modo en que se reorganizó la naturaleza, las estructuras institucionales y las relaciones que derivaron de esa concepción de la gerencia social, tuvo como referencia ética los modelos de desarrollo de los países Noratlánticos, cuya estrategia de relación con el mundo natural combina, según Carolyn Merchant, la conservación de la base nacional de recursos de los países desarrollados con la extracción masiva de recurso en otras áreas del planeta. Pero, además, esa estrategia operaba desde el principio de que una infraestructura como la vía interoceánica bastaría para remolcar, como una locomotora, el desarrollo de

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todo el país y de toda su gente. La realidad fue distinta, por el contrario, porque en los albores del siglo XXI es evidente la ine cacia del modo en que fue reorganizada la naturaleza, la economía y la sociedad, que hoy desemboca en una crisis que abarca lo económico, lo político, lo social, lo cultural y lo ambiental.

En lo que toca a la de nición de la ética futura, el autor propone una estrategia de conservación para el desarrollo, sobre todo, por la circunstancia de crisis ambiental que nos rodea. Un propósito irrenunciable de vincular, en lo sucesivo, dos propósitos en lo aparente antagónicos: la supervivencia de nuestra identidad en tanto somos parte de una identidad terrenal, y la búsqueda del desarrollo humano.

El primer propósito es conservador. Se trata de preservar, de salvaguardar no sólo las diversidades culturales y naturales que surgieron desde el período prehispánico hasta la fecha, sino también contribuir a salvaguardar la biosfera de la cual somos parte y a mitigar los efectos ocasionados por el cambio climático. El segundo propósito es revolucionario. Se trata de crear las condiciones para que la población panameña se ejerza como tal en una sociedad/comunidad, y esta nueva etapa sólo puede alcanzarse revolucionando en todas sus partes las relaciones entre los humanos, desde las relaciones con uno mismo, las que mantenemos con los demás, las que mantienen entre sí los distintos grupos de la sociedad, y las ella como un todo mantiene con la naturaleza.

En su aporte más universal, este libro hará parte de la colección de escritos cuyo propósito fundamental se centra en la edi cación de una nueva ética para la humanidad. Aquí se suscribe una ruptura con la concepción ética sobre el desarrollo que germinó en el Atlántico Norte, cuyo fundamento consistía en que el crecimiento económico es el motor necesario y su ciente de todos los desarrollos sociales, para proponer en cambio la búsqueda

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permanente de la coexistencia entre países, enriquecida por el orecimiento de las autonomías individuales y el aumento de las participaciones comunitarias en lo local y global.

El proceso de construcción, para una referencia ética de este tipo de desarrollo como la que aquí se propone, demanda sistemas de gestión de territorios y recursos mucho más integrales y complejos que los experimentados hasta ahora en Panamá. De allí que, tal como lo ha planteado Rodrigo Tarté, el manejo de cuencas hidrográ cas constituye una gestión de desarrollo integral con un sentido empresarial-social, que tiene por objeto aprovechar y proteger los recursos naturales para obtener una producción optima y sostenida. En ese sentido, según Tarté, eso implica “que cada proyecto, acción, tema o tópico especí co (ejemplos: gobernabilidad, desarrollo local, reforestación, etc.) se lleve a cabo teniendo en cuenta el enfoque sistémico que de manda el entendimiento de las relaciones de interdependencia entre actividades y procesos y la necesidad de que la investigación constituya un componente o complemento importante de los mismos”.

Desde esa perspectiva, por consistencia lógica, es posible trabajar en la armonización de objetivos aparentemente con ictivos entre sí. Y para ello surge una interrogante: ¿cómo armonizar al mismo tiempo objetivos económicos, sociales y ambientales? Aquí emerge con una gran vitalidad el cambio de visión que está ocurriendo a nivel mundial en la ciencia y en la sociedad, el cual no procura otra cosa que el desarrollo de una nueva forma de ver la realidad. Al relacionarnos con los demás seres humanos, con la naturaleza que nos rodea, con las organizaciones sociales y con la economía, estamos tratando siempre con sistemas dinámicos y vivos. La historia nos puede decir bastante sobre esta complejidad, pero está lejos de poder decirlo todo y, de hecho, nos

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puede proporcionar información sobre la naturaleza de las estructuras y los procesos materiales, pero la naturaleza de la vida misma es algo que a la historia se le escapa.

Así, frente a la riqueza que presenta la vida en toda su diversidad, la ecología es realmente la estructura que mejor puede describir e interpretar la realidad en todas sus manifestaciones. No en vano planteaba el físico Fritjof Capra que “la ecología presenta múltiples manifestaciones que abarcan desde la ciencia de los ecosistemas a los estilos de vida ecológicos, los sistemas de valores, las estrategias económicas, la política y, nalmente, la losofía”.

La implementación de políticas y estrategias de desarrollo –esa aspiración fundamental que movilizó a tantas sociedades sobre todo en los países del tercer mundo–, ya no podrá realizarse desde programas económicos, sociales y ambientales separados. Quizás, incluso, esa separación fue uno de los determinantes de los con ictos que contribuyeron a agravar las situaciones de crisis en aquellas sociedades donde se impuso el despojo. La puesta en práctica del modelo de desarrollo sostenible al que aspiramos, desde la ecología, requerirá por lo mismo de un sistema de gestión integrada del territorio diseñado desde una perspectiva de gestión integrada del conocimiento, que vincule en una totalidad interdependiente los sistemas de producción, gestión institucional y gestión social y ética que sostienen el desarrollo de la especie humana.

En un modelo de desarrollo de tal complejidad, los elementos aparecen a la vez como partes y como un todo. De allí que, en lo concreto, todo se descifra vinculando economía (energía, comunicaciones, industrias, silvicultura, transporte, energía, comercio y turismo), sociedad (paz, libertad, recreación, equidad, ingreso justo, vivienda digna, salud, educación y seguridad) y naturaleza (agua, gases atmosféricos, minerales, clima, biodiversidad, tierra y suelo, océanos, vegetación natural, energía natural

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y paisaje). En n, el autor nos propone un diálogo de alcance in nito y profundamente fecundo para una nueva aspiración humana. Gerencia, historia y poesía se integran en una metáfora que nos presenta la clave para asumir que las políticas y estrategias en el campo de la complejidad necesitan de la conciencia de las interacciones entre los sectores y los problemas, si deseamos hacer del desarrollo un proceso capaz de superar su crisis actual, y sostenerse a lo largo del camino hacia una vida mejor para la humanidad entera.

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CAPÍTULO I

Sostenible por lo humano

1. Gerencia, historia y poesía. Las humanidades en la gestión del desarrollo sostenible

Para Nils Castro, mi primer maestro.

“If the misery of our poor be caused not by the laws of nature, but by our institutions, great is our sin.”

Charles Darwin, Voyage of the Beagle

En lo más esencial, la gestión que interesa aquí es aquella que vincula entre sí los ámbitos natural, social e institucional del desarrollo, para identi car los con ictos inherentes a las relaciones entre ellos, y conducir el proceso hacia metas sostenibles. En esa perspectiva, cabe identi car aquí dos planos fundamentales de contradicción. El primero y más visible es el del enfrentamiento entre las aspiraciones de la economía humana y las capacidades de la economía natural. Aquí se plantea, por ejemplo, la discusión sobre la capacidad de carga de los ecosistemas y la sostenibilidad de los procesos productivos asociados a los mismos. Se trata, sobre todo, de encarar los problemas técnicos de la producción a partir de la disyuntiva de trabajar con la naturaleza, o contra ella.

El otro plano al que nos referimos es el de las relaciones sociales. Aquí se expresan, por ejemplo, las contradicciones que puedan surgir entre diferentes grupos humanos que aspiran a hacer uso de un mismo conjunto de recursos para nes distintos y excluyentes, como ocurre en el caso de la Cuenca del Canal de Panamá. Estas contradicciones derivan en problemas esencialmente políticos que, en última instancia, deben ser encarados mediante acuerdos entre organizaciones, garantizados por vía institucional y legal.

El vínculo entre ambos planos de con icto es el trabajo humano, que pone en contacto de manera productiva a la cultura y la naturaleza, para ofrecer medios de vida. Aquí, como señala el economista James O’Connor: “Se disipa el dualismo entre las interpretaciones culturales y ambientales de la historia y el paisaje”, y al examinar cualquier paisaje cultural o estudiar cualquier sistema ecológico, lo que queda en evidencia no son ya dos hechos separados, “sino uno solo con tres facetas: cultura, trabajo y naturaleza”1.

Esta observación tiene especial importancia para la gestión del desarrollo sostenible. Todo proceso productivo supone, en algún grado, un esfuerzo de reorganización del mundo natural; algunos de cuyos elementos, por ejemplo, son relevados como “recursos”, mientras otros pasan a ser “desechos”. Esa reorganización, a su vez, opera a través de un reordenamiento de las relaciones dominantes en la vida social, y de las instituciones que norman esas relaciones.

El resultado de esos procesos se expresa en paisajes característicos. Así ha ocurrido, por ejemplo, de la transformación simultánea de los paisajes “natural” y “social” en áreas de agrosilvicultura transformadas en potreros por la expansión de la ganadería extensiva, o en zona rurales que pasan de una pequeña producción diversi cada a una economía de plantación/agroindustria, como ha ocurrido en los casos del azúcar, el banano y la cría de camarones, todos ellos especialmente visibles en Panamá.

Prever, coordinar y conducir esos procesos simultáneos de creación de nuevos paisajes constituye una tarea de singular complejidad técnica, cientí ca y política. Para encarar esa tarea, la gestión del desarrollo sostenible utiliza las técnicas de la gerencia para poner los conocimientos producidos por las ciencias naturales al servicio de las necesidades y prioridades humanas identi cadas por las ciencias sociales, y orientar hacia metas sostenibles las transformaciones generadas por el desarrollo en el ambiente humano. Y, sin embargo, incluso esto no basta.

En efecto, el mayor de los desafíos que plantea el desarrollo sostenible sigue siendo de orden conceptual. Y, en este terreno, las Humanidades tienen una doble responsabilidad. Por un lado, ellas están en mayor capacidad que cualquier otro campo del conocimiento para contribuir a precisar el contenido de los problemas que plantea el desarrollo sostenible. Por otro, lo están también para establecer el signi cado de esos problemas

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dentro del proceso mayor de lo que algunos, en el siglo XIX, llamaron “la historia natural de la especie humana”.

Esta capacidad de las Humanidades está íntimamente ligada al importante papel que en ellas desempeñan, a un tiempo, la historia y la poesía. El aporte de la primera, por ejemplo, ha sido sintetizado con especial vigor por el historiador norteamericano Donald Worster al señalar que, si bien las ciencias naturales pueden demostrar más allá de toda duda la presencia de una crisis en nuestras relaciones con el mundo natural, no están sin embargo en capacidad de explicar a qué se debe esa crisis. Esa explicación, dice Worster, corresponde a la historia –y en particular a la historia ambiental–, en la medida en que ésta nos recuerda tres premisas fundamentales para la gestión del desarrollo sostenible.

La primera de esas premisas consiste en que la naturaleza misma es histórica, y que la acción humana –a lo largo de los últimos cien mil años, y en particular de los últimos doscientos– ha desempeñado y desempeña un papel de primer orden en esa historia. La segunda consiste en que nuestro conocimiento de la naturaleza también es histórico, y se encuentra además constantemente sesgado por factores de orden social y cultural, como los que se expresan en los cambios de valoración de que han sido objeto los trópicos y sus habitantes entre los comienzos del siglo XX –cuando constituían el epítome de los riesgos morales y materiales que implicaba la misión civilizadora que se atribuía a sí mismo el imperialismo clásico–, y estos primeros años del XXI, cuando empezamos a reconocer a estas regiones, y a sus culturas, como factores de una importancia decisiva en nuestras relaciones con el mundo natural. Y, por último, está el hecho cada vez más evidente de que esas relaciones tienen también un carácter histórico, y que en esa perspectiva podamos entender que nuestros problemas ambientales de hoy son la consecuencia de nuestras intervenciones en los ecosistemas de ayer.

Esos cambios en la valoración de la naturaleza y de nuestras relaciones con ella, por otra parte, se expresan con un vigor singular en otro terreno característico del quehacer de las Humanidades: el del importante papel que desempeñan las metáforas en la formación del conocimiento cientí co. La metáfora, como gura poética, posee en efecto una especial capacidad para aludir simultáneamente a múltiples signi cados no excluyentes entre sí, como lo hace José Martí al decir de su verso que es “como un puñal / que por el puño echa or” y al mismo

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tiempo “un surtidor / que da un agua de coral”. Esto le permite aludir con especial capacidad comunicativa a aquellos factores de incertidumbre que nutren las situaciones de malestar en la cultura, roturando el sentido común de un modo que nalmente facilita el paso de la intuición a la certeza en el proceso de producción de conocimiento, y de traducción de éste en acción humana, a lo largo de un complejo proceso de transición y cambio cultural en el que, al decir del lósofo italiano Antonio Gramsci:

Cuando de una concepción se pasa a otra, el lenguaje precedente permanece, pero se usa metafóricamente. Todo el lenguaje se ha convertido en una metáfora y la historia de la semántica es también un aspecto de la historia de la cultura: el lenguaje es una cosa viva y al mismo tiempo un museo de fósiles de una vida pasadab2.

Este carácter de la metáfora, por otra parte, opera con frecuencia a partir de préstamos e intercambios de muy diverso orden entre campos distintos de la cultura y el conocimiento. Así, por ejemplo, la comprensión básica de nuestras relaciones con los ecosistemas de los que depende nuestra existencia, se ve facilitada cuando tomamos en préstamo una relación sociocultural para aludir a la naturaleza como una madre generosa que trabaja para sostener a sus hijos, pero que puede también someterlos a duro castigo si éstos abusan de ella. Y, a la inversa, la noción misma de desarrollo –heredera a su vez de las nociones precedentes de civilización y progreso, y de los fósiles correspondientes a la vida pasada de la que surgieron– está construida a partir de una apropiación metafórica, por parte de las ciencias sociales, de un concepto proveniente de la biología, que designa el proceso de formación, maduración y muerte de los organismos vivientes.

La metáfora, sin embargo, alude y elude a un tiempo el sentido más profundo de aquello que señala. Así, al atribuir a la naturaleza en su conjunto la capacidad de trabajar que caracteriza a una sola de sus especies –la nuestra– puede distorsionar nuestras capacidades de conocimiento del mundo natural del mismo modo que, al excluir del desarrollo como categoría social y económica la muerte del organismo que se desarrolla, puede llevarnos a atribuir un carácter natural a hechos que en realidad corresponden a creaciones culturales, limitando así nuestra posibilidades de comprender las contradicciones que los animan.

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Encarado en esta perspectiva, el concepto de desarrollo sostenible se nos presenta como una formidable metáfora que alude al que quizás sea el más importante factor de malestar en la cultura de nuestro tiempo: el agotamiento de aquella visión del mundo que, entre las década de 1950 y 1970, sintetizó en el desarrollo (sin adjetivos) la esperanza de que el progreso técnico y sus frutos llegaran a toda la humanidad, y permitieran un mundo en el que el crecimiento económico sostenido garantizara bienestar social y participación política crecientes para todos. Al propio tiempo, el hecho de que aquella construcción cultural se encuentre hoy en crisis no debe llevarnos a subestimar ni su importancia histórica, ni su permanente trascendencia. En efecto, el desarrollo como problema y como objetivo constituye, sin duda, uno de los grandes temas legados por el siglo XX a la comunidad mundial, y su discusión no sólo dista mucho de haberse agotado, sino que tiene hoy más importancia que nunca. En este sentido, en su mismo carácter metafórico, el concepto de desarrollo sostenible apunta al hecho de que esa discusión ha madurado al punto en que ya resulta posible establecer con verdadera claridad el objeto principal del desarrollo, y las distorsiones más relevantes en su comprensión presente. Aquí, y en lo más esencial, cabría decir que la principal de esas distorsiones se deriva de una confusión ilegítima entre el desarrollo como problema general, y determinadas condiciones históricas en el despliegue de ese problema. En verdad, el desarrollo del que se trata es el de nuestra especie a lo largo de los últimos cien mil años. Los problemas que plantea ese desarrollo incluyen, por supuesto, el de sus perspectivas, considerando las condiciones creadas por ese mismo proceso en el curso de los últimos cinco siglos –y del XX en particular–, desde el extraordinario crecimiento de nuestro número a lo largo de los últimos 150 años, hasta la formación de una primera comunidad mundial de los humanos, y el despliegue de formas de intervención en la naturaleza y de niveles de producción material y contaminación sin precedentes; incluyendo el hecho de que las formas de relación social y de organización de la cultura, que hicieron posible la etapa más reciente de ese proceso, han venido a entrar en contradicción creciente con los resultados y las necesidades que se derivan del mismo.

Así, el único uso realmente legítimo del concepto de desarrollo viene a ser aquel que se re ere a la formación y maduración de nuestra

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especie, en su doble y simultánea dimensión biológica y sociocultural, a partir del despliegue de aquel rasgo que nos distingue: nuestra capacidad para el trabajo como medio fundamental de relación entre nosotros y con nuestro entorno natural. Por su parte, lo ilegítimo –esto es, lo que se elude– consiste en confundir el proceso general de desarrollo de los humanos con cualquiera de las formas históricas puntuales que ha conocido la organización de ese proceso, y que han sido relevantes para la historia de ese proceso en la medida en que han contribuido a su despliegue, o han terminado por distorsionarlo y aun bloquearlo. Esta confusión es la que ha puesto en crisis al concepto de desarrollo, en términos que implican incluso un retroceso con respecto a las formas que –bajo otros nombres– adoptó la discusión de este problema en la segunda mitad del siglo XIX, al calor de los aportes de intelectuales y cientí cos como el británico Charles Darwin, los norteamericanos George Perkins Marsh y Lewis H. Morgan, el alemán Federico Engels y el cubano José Martí.

La razón de la pérdida de aquel impulso inicial, que sólo vendría a recuperarse y renovarse en el último cuarto del siglo XX, es uno de los grandes temas pendientes de discusión en el debate al que incita la metáfora del desarrollo sostenible. Hay múltiples explicaciones propuestas, desde el descubrimiento y desarrollo de fuentes de energía sin precedentes –como el petróleo y el motor de combustión interna–, hasta la organización de un sistema mundial de interdependencia asimétrica, que permite someter a explotación centralizada todos los ecosistemas del planeta, trans riendo los costos ambientales de dicha explotación a las regiones y sociedades menos favorecidas del planeta. Lo esencial, sin embargo, consiste en que aquel legado que hoy empezamos a rescatar, y todos los hechos a que aluden las explicaciones sobre su extravío de casi un siglo, apuntan al problema político de fondo que subyace tras el plano metafórico de la discusión.

De lo que ya se trata, en efecto, es de decidir si es posible –y aun deseable– constreñir el desarrollo humano a los límites que le imponga la preservación de las formas más extremas y aberrantes de una forma histórica de organización de las relaciones sociales ya agotada en su capacidad para sostenerlo –y que por el contrario amenaza incluso con interrumpirlo, al conspirar contra sus bases naturales de sustentación–, o si por el contrario ha llegado la hora de encarar de la manera más

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decidida la construcción de aquellas formas nuevas de socialidad que mejor se correspondan con el pleno aprovechamiento de las enormes conquistas que ha logrado nuestra especie en materia de ciencia y tecnología. Asumir esta disyuntiva, a su vez, nos llevará a trascender la metáfora del desarrollo sostenible, para pasar del problema sin solución de hacer sostenible una forma histórica particular del desarrollo, a encarar el problema verdadero de encontrar y construir las formas nuevas que hagan sostenible el desarrollo futuro de nuestra especie.

Hoy, en suma, ya es posible a rmar que el desarrollo de nuestra especie será sostenible por lo humano que sea, o no será. Y ese carácter humano tiene y tendrá su expresión más clara en nuestra socialidad, expresada sobre todo en nuestras capacidades para la cooperación solidaria. Ésta es la disyuntiva a la que hemos llegado en virtud de nuestros propios logros como especie: la forma en que la encaremos de nirá no sólo nuestro destino, sino además el del planeta en que ha tenido lugar nuestro desarrollo y, quizás, el de la vida en el Universo entero. Comprender y hacer comprender esto es, sin duda, el mayor aporte que pueden hacer las Humanidades a la tarea de poner todo el conocimiento al servicio de la sostenibilidad del desarrollo humano.

Panamá, 21 de julio de 2004.

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2. Nota sobre historia ambiental y desarrollo sostenible

Para Patricia Clare, en Costa Rica.

El desarrollo de la historia ambiental, como ocurre en todo campo de conocimiento en formación, se nutre de un constante debate sobre su contenido, sus propósitos y sus métodos. En este debate, por ejemplo, ha tenido especial fortuna la de nición propuesta por Elinor Melville, que concibe a la historia ambiental como el estudio de las interacciones entre los sistemas sociales y los sistemas naturales. En él, también, ocupa un importante papel la atención a los vínculos entre la historia ambiental y la historia ecológica, y entre ambas y la historia natural, una categoría más antigua, con clara referencia al mundo que produjo guras de la talla de Linneo y Humboldt, y abrió el camino que eventualmente recorrería Darwin para proponer un lugar para la especie humana en la historia de la naturaleza.

Así, en su forma más sencilla, el concepto de historia natural hace referencia en nuestra cultura a la historia de las especies, como el de historia ecológica lo hace a la formación y las transformaciones de los ecosistemas. En ambos casos, la historia de que se trate puede incluir a la especie humana, o no hacerlo, si los problemas y períodos sometidos a estudio son anteriores a la formación de nuestros antecesores directos. Ese no es, sin embargo, el caso de la historia ambiental.

Si nos atenemos a la de nición propuesta por Elinor Melville, y encaramos a un tiempo el estudio de las interacciones entre los sistemas sociales y los sistemas naturales y el de las consecuencias de esas interacciones para ambas partes, a lo largo del tiempo nos encontraremos, de hecho, ante la historia natural de la especie humana o, si se quiere, ante la historia ecológica de la sociedad como nicho especí co de la especie humana. Con ello, la historia ambiental vendría a ser una nueva historia general de la humanidad, con tiempos y espacios correspondientes a la vastedad de su objeto.

En esa historia, el proceso clave sería el de la producción de su propio nicho por nuestra especie, mediante la transformación de los elementos naturales en recursos, a través del trabajo socialmente organizado. Esas formas de organización social de la producción guardan a

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su vez relaciones contradictorias con las tecnologías que utilizan para intervenir en los ecosistemas. Algunas formas de organización del trabajo, como la esclavitud, tienden a inhibir el desarrollo de esas tecnologías; mientras que otras –como el trabajo asalariado– tienden a estimular ese desarrollo. No en balde dijo alguien que nunca se había inventado nada para que la gente trabajara menos, porque todo invento tenía el propósito de que los trabajadores produjeran más.

Esas contradicciones internas de los sistemas sociales determinan en una importante medida sus relaciones con los sistemas naturales, las cuales contribuyen a su vez a impulsar la transformación de las relaciones sociales. Así ocurre, por ejemplo, en el caso de los con ictos que genera el choque de intereses entre grupos sociales que aspiran a hacer usos excluyentes de un mismo conjunto de ecosistemas, sea a la escala de sociedades especí cas, sea a la del sistema mundial. De estos procesos de tan singular complejidad resultan, nalmente, tanto los paisajes que son característicos del ambiente creado por cada sociedad en cada etapa de su desarrollo, como las formas de valoración cultural y de gestión social de esos paisajes. Baste ver, por ejemplo, el contraste entre la valoración del bosque tropical húmedo por parte de la oligarquía ganadera o de las corporaciones transnacionales vinculadas a la agricultura de plantación en Mesoamérica, y el de las comunidades indígenas y campesinas vinculadas a tradiciones de agrosilvicultura, y las formas en que la legislación y la práctica política tienden a promover u obstaculizar los intereses de cada una de esas partes enfrentadas.

Este tipo de con icto, por otra parte, subyace a los conceptos que de una u otra manera han procurado legitimar en el imaginario colectivo la solución de esos con ictos, en términos correspondientes a los intereses de los grupos dominantes en cada sociedad. Ese carácter legitimador, por otra parte, incluye siempre una referencia deslegitimadora a aquellos factores que ofrecen resistencia al tipo de cambio que esos intereses demandan. Así por ejemplo, del siglo XVIII a nuestros días, tres formas de ese imaginario colectivo han tenido un destacado papel en la formación y las transformaciones del moderno sistema mundial. La primera contrapuso la civilización a la barbarie, entre 1750 y 1850. A ella debe nuestra cultura uno de sus textos más vigorosos, el Facundo. Civilización y barbarie, del argentino Domingo Faustino Sarmiento,

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publicado en Santiago de Chile en 1845, apenas tres años antes de que Marx y Engels publicaran en Londres su Mani esto comunista. De mediados del siglo XIX hasta la década de 1950, pasó a predominar entre nosotros la dicotomía progreso-atraso, que tuvo en Herbert Spencer uno de sus promotores más y mejor conocido en la América Latina del Estado Liberal Oligárquico, como en la crítica a ese Estado por parte de autores como José Martí, que en 1889 –en un discurso a los delegados de los gobiernos latinoamericanos a una Conferencia Internacional Americana convocada por los Estados Unidos– planteó que: “Nuestra América de hoy, heroica y trabajadora a la vez, y franca y vigilante, con Bolívar de un brazo y Herbert Spencer del otro; una América sin suspicacias pueriles, ni con anzas cándidas, que convida sin miedo a la fortuna de su hogar a las razas todas…”3.

Para la década de 1950, por último, el mito fundamental del imaginario colectivo pasó a expresarse en la dicotomía desarrollo-subdesarrollo, a partir de una metáfora importada al campo de las ciencias sociales desde el de las ciencias naturales. En su medio de origen, en efecto, el concepto de desarrollo expresa el proceso de formación, maduración y muerte de un organismo, en interdependencia con sus semejantes y las demás especies de su ecosistema. Su apropiación por las ciencias sociales excluyó este último componente, y generalizó además una forma especí ca de desarrollo –la de las sociedades capitalistas maduras, que hegemonizan el moderno sistema mundial– a todas las sociedades que forman parte de ese sistema.

Esto incluyó relegar a un segundo plano, en el mejor de los casos, las relaciones de interdependencia asimétrica entre las sociedades que integran dicho sistema –y que se expresan en lo ambiental, por ejemplo, a través de conceptos como el de huella ecológica–, para optar en cambio por la búsqueda de de niciones y soluciones para el desarrollo utilizando como unidad fundamental de análisis el Estado-nación y, en las formas más complejas de planteamiento del tema –sobre todo desde América Latina– las relaciones de intercambio desigual entre economías nacionales. Por esta vía, el planteamiento del desarrollo progresó desde su de nición más sencilla como “el progreso técnico y sus frutos”, utilizada por Raúl Prebisch a principios de la década de 1950, hasta la más rica y compleja que, en 1980, lo concebía como:

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…un proceso de transformación de la sociedad caracterizado por una expansión de su capacidad productiva, la elevación de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, cambios en la estructura de clases y grupos y en la organización social, transformaciones culturales y de valores, y cambios en las estructuras políticas y de poder, todo lo cual conduce a una elevación de los niveles medios de vida4.

Esta de nición tiene otro mérito. Ella aparece en el prólogo de la antología en dos tomos titulada Medio ambiente y estilos de desarrollo en América Latina, un primer y formidable esfuerzo latinoamericano por poner en relación los vínculos entre el desarrollo y los sistemas naturales de nuestra región, publicado siete años antes de que fuera presentado el Informe Brundland, y doce antes de la Cumbre Mundial sobre Ambiente y Desarrollo, celebrada en Río de Janeiro en 1992. Allí, en efecto, se sintetiza un estado de conocimiento y re exión sobre el tema que hoy podría resultar sorprendente para quien no conozca al menos en líneas generales la historia ambiental latinoamericana, que tiene uno de sus textos fundadores en las Notas sobre la historia ecológica de América Latina, de Nicolo Gligo y Jorge Morello.

Lo que aquí nos importa, en todo caso, es que de entonces acá el mito del desarrollo ha venido a desintegrarse en múltiples direcciones. Hoy, sobrevive sobre todo –en forma por demás vergonzante, si lo juzgamos en el marco de la retórica de las relaciones internacionales– en su versión de desarrollo sostenible, que en lo más usual puede ser de nido como la vieja teoría del desarrollo con las preocupaciones ambientales necesarias para garantizar la sostenibilidad de la sociedad que le dio origen. Y, sin embargo, si observamos este fenómeno cultural desde la perspectiva de la historia ambiental, podremos comprobar una vez más el viejo adagio que nos dice que lo falso no se de ne como lo opuesto a lo cierto, sino como el resultado de la exageración unilateral de uno de los aspectos de la verdad.

En este sentido, el concepto de desarrollo sostenible no designa una solución capaz de legitimar las formas dominantes de relación entre nuestra especie y su entorno, sino un problema: el de la incapacidad del mito del desarrollo para dar cuenta de la crisis en que han venido a desembocar

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esas relaciones. De este modo, se hace evidente que tras la discusión sobre el desarrollo sostenible subyace en realidad el problema de forjar y legitimar las nuevas formas de gestión de las relaciones entre sistemas naturales y sociales, que demanda la supervivencia de la especie humana ante la crisis de sus relaciones con el mundo natural en que ha venido a desembocar el desarrollo del moderno sistema mundial. De su capacidad para contribuir a la solución de este problema decisivo dependerá que la historia ambiental se constituya en la gran conquista cultural que puede llegar a ser, o permanezca como la mera crónica del desastre que bien puede conducirnos a nuestra extinción.

Ciudad del Saber, Panamá, 28 de octubre de 2007.

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3. Transformar para conservar

Para Víctor Godínez, en México.

En 1970, dice Pamela Fessler, el primer Día de la Tierra, “impactó el nervio correcto en la psiquis de una nación –los Estados Unidos– que había sido desgarrada por los desórdenes urbanos y las violentas protestas contra la guerra” de Viet Nam. De acuerdo a la autora, la iniciativa de movilizar al país en torno a la lucha por un ambiente limpio y por la conservación de los recursos naturales, promovida por el senador demócrata Gaylord Nelson en aquel año, convocó a más de veinte millones de norteamericanos a “una celebración de la Tierra que todo el mundo podía apoyar”, desde los republicanos conservadores hasta los demócratas liberales5. El Día de la Tierra nació, como vemos, en una circunstancia de crisis y permanece entre nosotros porque esa crisis persiste. Recordarlo constituye, por lo mismo, un estímulo para llegar a entender mejor esa crisis en su origen, en su alcance, y en las disyuntivas que nos ofrece.

A treinta años de entonces, esto demanda ya plantear los problemas que nos aquejan de un modo que combine entre sí –para estimular la imaginación en direcciones nuevas– los aportes de las ciencias humanas y las naturales. Estamos, de hecho, ante un problema que busca expresión y aquí, como lo quiso para el estudio de otra crisis en otro tiempo el historiador francés Georges Duby, se puede a rmar con él que, para atender esa necesidad de manera e caz “el mejor método consiste en partir de las palabras, explorar un campo semántico, es decir, el nicho donde se encuentra, concentrado, el concepto”6. Y, para los nes que reclama de nosotros la re exión a que llama el Día de la Tierra, no hay quizás mejor campo semántico para explorar que el de las relaciones entre la conservación y el desarrollo.

Los términos del problema

A primera vista, el debate entre los partidarios de la conservación de los recursos naturales y quienes alegan la necesidad de aprovecharlos para la creación de riqueza, plantea un con icto entre posiciones tan claramente de nidas como incompatibles entre sí. Sin embargo, el opuesto a la conservación no es el desarrollo, sino el despilfarro. Y ambos, por

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otra parte, constituyen medios para un n; en este caso, el desarrollo, entendido en la mejor tradición latinoamericana, como un círculo virtuoso en el que el crecimiento económico se traduce en bienestar social y participación política crecientes a escala de sociedades completas.

Vistas así, tanto la conservación como el despilfarro pueden constituirse –e incluso combinarse– en estrategias de desarrollo, según su capacidad para ofrecer respuestas a los problemas que una sociedad considere prioritarios en un momento determinado de su historia. Cada una de esas estrategias plantea también ventajas e inconvenientes: por lo mismo, conviene examinar con cierto detalle algunos de los supuestos del razonamiento que nos guíe ante tal opción.

En primer término, conviene recordar que la constante actividad de transformación del mundo natural que lleva a cabo nuestra especie conduce a la creación de entornos nuevos, humanizados mediante el trabajo, que cabe designar justamente como un “ambiente humano”. Al cabo de cien mil años de expansión por la Tierra –y en particular desde el momento en que nuestros antepasados dominaron el fuego, esa primera y más potente de las tecnologías–, ese ambiente humano ha llegado a ser dominante en el planeta entero, donde actúa como un espacio de intermediación entre nuestro ámbito vital inmediato y el mundo natural, in nitamente más vasto y complejo.

La amplitud y estabilidad del ambiente humano, sin embargo, dependen siempre del estado de equilibrio logrado entre la capacidad de los humanos para preservarlo, y la tendencia del mismo a retornar a su condición original7. Por lo mismo, ni siquiera las experiencias más exitosas de aprovechamiento sostenido de recursos naturales –como en las economías hidráulicas del Extremo Oriente– logran un control integral y duradero de su entorno natural. En esta perspectiva, el desarrollo comprende tanto la transformación sistemática de grandes ecosistemas por parte de los seres humanos, como la lucha por preservar los resultados de ese esfuerzo.

Esas relaciones con el medio natural, a su vez, están íntimamente vinculadas al carácter de las relaciones que los humanos establecen entre sí para la producción de sus medios de vida y su cultura. Así, en la medida en que el ambiente humano representa siempre una naturaleza reorganizada mediante el trabajo, su capacidad para sostener la vida humana es un excelente indicador de la calidad de la organización de las relaciones de producción que caracteriza a la sociedad que lo creó.

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Tales relaciones se expresan, por ejemplo, en las llamadas “variables ambientales” que la sociedad establece tanto para de nir sus nes de relación con el mundo natural, como para seleccionar los medios a utilizar para transformarlo. Esto se traduce en estilos de desarrollo característicos, que cambian en la medida en que cada sociedad modi ca el modo en que se percibe a sí misma, a sus necesidades, y a las oportunidades y problemas que le ofrece el mundo natural. Y en ese proceso de cambio la sociedad encuentra el estímulo para dotarse de medios nuevos –tecnológicos, organizativos, culturales–, adecuados a los nuevos nes que pasan a orientar su desarrollo.

En esta perspectiva, tanto la conservación como el despilfarro constituyen estrategias posibles de relación con el mundo natural. Dichas estrategias, sin embargo, se distinguen entre sí en dos niveles. En primer término, por el modo en que valoran la función de los recursos naturales en el proceso de desarrollo. Y, en segundo, por la disposición que demuestran para enfrentar sus consecuencias ambientales, pues una estrategia de conservación para el desarrollo tiende en esencia a ser sustentable, mientras una de desarrollo mediante el despilfarro tiende inevitablemente a la insustentabilidad. Por lo mismo, lo que otorga verdadero sentido a la opción por una u otra de esas estrategias no es tanto su racionalidad intrínseca sino, y sobre todo, la circunstancia histórica en que tiene lugar. Y es precisamente en la circunstancia de la crisis ambiental de nuestro tiempo que la conservación adquiere su mayor y mejor sentido como estrategia de desarrollo.

Conservación y despilfarro: la doble estrategia del desarrollo

La conservación surge como estrategia de desarrollo a principios de este siglo en los Estados Unidos, como reacción ante el deterioro de la enorme base de recursos naturales que había sustentado el asombroso crecimiento económico de aquel país a lo largo del siglo XIX. Así, en 1910, Gifford Pinchot (1865-1946), organizador del Servicio Forestal de los Estados Unidos durante la administración Roosevelt, planteaba tres principios básicos para tal estrategia:

• Entender la conservación como: “El desarrollo, el uso de los recursos naturales actualmente existentes en este continente para bene cio de la gente que vive aquí en este momento”.

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• “Prevenir el despilfarro”.

• Y, por último, desarrollar y preservar los recursos naturales “para bene cio de la mayoría, y no simplemente para ganancia de una minoría”8.

América Latina se encuentra hoy en una situación que sugiere algunas similitudes con aquella circunstancia. Aquí, en efecto, la abundancia (relativa) de recursos naturales y mano de obra barata ha constituido un factor central de un crecimiento económico basado en el despilfarro de ambos factores, y el proceso de deterioro de esa base de recursos se encuentra muy avanzado. Esta comparación, por supuesto, tiene límites precisos.

De entonces acá, los Estados Unidos, como venía haciéndolo desde el siglo XVI el resto de los países noratlánticos que hoy llamamos “desarrollados”, adoptaron una estrategia de relación con el mundo natural, que combina la conservación de su base nacional de recursos con la extracción masiva de recursos en otras áreas del planeta9. Hasta hoy, esa doble estrategia forma parte del núcleo de una economía global estructurada a partir de la capacidad de un número limitado de centros desarrollados para controlar recursos naturales –tierras, agua, energéticos, materias primas, alimentos y el trabajo de quienes intervienen en su producción–, situados en periferias tan distantes como distintas a su propio territorio.

Así, en 1938, el geógrafo norteamericano Carl Sauer podía señalar que el desarrollo de la “civilización moderna” se había sustentado “sólo parcialmente en un uso más intensivo, y en un rendimiento más sostenido, de los recursos naturales.” Por el contrario, decía:

Nuestra moderna expansión ha sido llevada a cabo, en gran medida, al costo de un constante empobrecimiento del mundo. El desarrollo de nuestra civilización ha dependido en una importante medida del consumo de su propio capital, los recursos naturales del planeta […] La explotación destructiva ha contribuido de tal modo al crecimiento de la “riqueza” del mundo moderno, que se la suele aceptar como un proceso normal, justi cado e incluso aprobado como una “etapa” en el “desarrollo” económico, que a la larga está supuesto a dar paso a un uso equilibrado de los recursos y a un nivel siempre creciente de producción. Sin embargo, son tantos los casos en que el proceso de expansión europea ha

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tenido lugar a costa del empobrecimiento de las tierras colonizadas, que debemos considerar ese hecho como la regla, y no como la excepción10

Por contraste, en América Latina ha persistido la estrategia de desarrollo mediante el despilfarro de recursos humanos y naturales que, entre los siglos XVI y XVII, la llevara a constituirse en parte del mundo empobrecido a que se re ere Sauer. Así, a nes del siglo XX, los rubros que generaban mayor cantidad de divisas para las economías de la región, además del petróleo y sus derivados, seguían siendo semejantes en buena medida a los que habían impulsado la reinserción de América Latina en el mercado mundial en el último cuarto del siglo XIX, en el marco del llamado modelo “primario exportador” (en lo económico) y liberal-oligárquico (en lo político y lo social)11.

Hoy, lo que está en cuestión es precisamente la estrategia de conservación en el centro y despilfarro en la periferia, que genera la crisis de sostenibilidad que aqueja al ambiente humano a escala planetaria. Las crisis ambientales del pasado –en Mesopotamia, en Mesoamérica, o en la cuenca del Mediterráneo– tuvieron un carácter local o regional, afectaron modalidades especí cas de relación con la naturaleza, y se desarrollaron de manera gradual. La de nuestro tiempo, en cambio, tiene un alcance global; afecta a todas las modalidades de relación con la naturaleza presentes en nuestra civilización; se desarrolla con intensidad creciente y, además, se torna ya en una crisis ecológica, a través de procesos como el desgaste de la capa de ozono, el calentamiento de la atmósfera, la pérdida de biodiversidad y la contaminación masiva del aire, el agua y los suelos del planeta.

De esa crisis hace parte, también, la mani esta di cultad del sistema internacional para actuar en consecuencia. La necesidad de un cambio en nuestra estrategia de relaciones con la naturaleza se expresa ya en la creciente demanda del paso a formas de desarrollo que sean sostenibles por lo humanas que sean, y permitan por ello revertir el deterioro de nuestra base de recursos humanos y naturales. Sin embargo, una necesidad tan evidente ha encontrado obstáculos tan diversos para generar una oferta viable en la economía global. Parte del problema radica, quizás, en que documentos como la Agenda 21 fueran aprobados “sin haber realizado previamente ningún análisis de los costes económicos,

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sociales e incluso psicológicos asociados a su aplicación” y sin una “jerarquización de prioridades”, sin las cuales “no hay inversiones”, según lo planteara en 1997 Francesco di Castri, presidente del Comité de la UNESCO para el seguimiento de los acuerdos de la Conferencia Mundial sobre el Medio Ambiente y el Desarrollo celebrada en Río de Janeiro en 199212.

Lo fundamental, sin embargo, consiste en que estamos ante un problema político –esto es, de cultura en acto–, a resolver por medios técnicos, y no al revés. En efecto, una estrategia de conservación para el desarrollo tendría por necesidad que ser integral; participativa y diversa en sus expresiones; abierta a todas las formas de organización social para la producción presentes en el país, y adecuada al potencial productivo de las diferentes ecorregiones del planeta. En suma, tendría que ofrecernos opciones situadas en un terreno distinto a aquel en que se plantea la aparente disyuntiva entre conservación y desarrollo, que tan a menudo conduce a la parálisis de la iniciativa creadora, primero, y a consecuencias de despilfarro y estancamiento, después13. Lo evidente, en todo caso, es que la conservación será transformadora, o no será, pues el desarrollo sólo podrá ser sustentable en la medida en que conduzca a la transformación de las condiciones que hoy nos impiden tener una relación responsable con el medio natural.

Panamá, Día de la Tierra, año 2000.

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4. Sostenible por lo humano

Para Jorge Lara Castro, en Paraguay.

Darwin no sospechaba qué sátira tan amarga escribía de los hombres, y en particular de sus compatriotas, cuando demostró que la libre concurrencia, la lucha por la existencia celebrada por los economistas como la mayor realización histórica, era el estado normal del mundo animal. Únicamente una organización consciente de la producción social, en la que la producción y la distribución obedezcan a un plan, puede elevar socialmente a los hombres sobre el resto del mundo animal, del mismo modo que la producción en general les elevó como especie. El desarrollo histórico hace esta organización más necesaria y más posible cada día. A partir de ella datará la nueva época histórica en la que los propios hombres, y con ellos todas las ramas de su actividad, especialmente las Ciencias Naturales, alcanzarán éxitos que eclipsarán todo lo conseguido hasta entonces.

Federico Engels, Introducción a la dialéctica de la naturaleza.

¿Cómo han de salir de las universidades los gobernantes, si no hay universidad en América donde se enseñe lo rudimentario del arte del gobierno, que es el análisis de los elementos peculiares de los pueblos de América? [...] En el periódico, en la cátedra, en la academia, debe llevarse adelante el estudio de los factores reales del país. Conocerlos basta, sin vendas ni ambages; porque el que pone de lado, por voluntad u olvido, una parte de la verdad, cae a la larga por la verdad que le faltó, que crece en la negligencia, y derriba lo que se levanta sin ella.

La demanda por un desarrollo que sea sostenible ha venido a convertirse en uno de los tópicos más característicos de la cultura de nuestro tiempo. Como tal, nos plantea dilemas en apariencia insolubles, como el de optar entre el crecimiento económico, la distribución equitativa de sus frutos, o la conservación de los recursos naturales para bene cio de las generaciones futuras. En este sentido, el problema de la sostenibilidad del desarrollo nos remite una vez más a aquella contradicción entre José Martí, Nuestra América.

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necesidades humanas y capacidades del mundo natural, tan característica en la evolución de nuestra especie, sobre todo en lo que hace a los procesos de formación y transformación de los valores y las normas que llevan a reproducir o renovar nuestras formas de relación social, y las que desde nuestra socialidad ejercemos con el mundo natural.

Aquí, la historia ambiental –aquella que se ocupa de las interacciones entre los sistemas naturales y los sociales a lo largo del tiempo– aporta tres elementos de re exión que pueden ser de gran valor para el análisis de nuestros problemas de relación con el mundo natural. En primer término, que la naturaleza misma es histórica, pues el mundo natural no puede ser ya comprendido sin considerar las consecuencias acumuladas por la intervención humana en sus ecosistemas a lo largo de al menos los últimos cien mil años. En segundo lugar, que nuestros conocimientos sobre la naturaleza son el producto de una historia de la cultura organizada en torno a los valores dominantes en las sociedades que los han producido. Y, por último, que nuestros problemas ambientales de hoy son el resultado de nuestras intervenciones de ayer en el mundo natural. En esta perspectiva, se hace evidente que los valores dominantes en nuestra cultura no bastan para dar cuenta de la crisis en que han venido a desembocar las formas de relación con la naturaleza, que esa cultura ha venido propiciando a lo largo de los últimos 500 años. Hoy, por el contrario, nos encontramos en una situación de extrema incertidumbre, que se hace evidente en expresiones como la que a rma que no vivimos en una época de cambios, sino que nos encontramos inmersos en un cambio de épocas. De ahí que –para utilizar una frase que fue feliz anteayer–, todo lo que hace poco parecía sólido se desvanece en el aire; las respuestas a nuestro alcance se ven privadas de las preguntas que les otorgaban autoridad, y las excepciones de todo tipo se acumulan de un modo tal que, lejos de con rmar reglas que dábamos por sentadas, llaman la atención sobre la necesidad de crear otras, nuevas.

Una de las grandes víctimas de este cambio de época ha sido el concepto de desarrollo, puntal ideológico del período inmediatamente anterior a la crisis, que ayer apenas nos ofrecía un marco de referencia imprescindible para todo análisis de la realidad que aspirase a la apariencia de lo integral. Hoy, ese concepto sólo conserva alguna capacidad explicativa –y algún poder normativo– cuando se presenta adjetivado como “humano” y “sostenible”. Esa tríada de apariencia compleja, sin embar-

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go, ya no designa una solución, sino un problema: el de la incapacidad del concepto original para dar cuenta de los con ictos en que ha venido a desembocar la promesa de crecimiento económico con bienestar social y participación política para todos que hasta hace poco quiso expresar. En realidad, el “decenio del desarrollo” que debió haber ocurrido entre 1970 y 1979 –así designado por las Naciones Unidas en el clima optimista del ciclo económico ascendente que siguió a la Segunda Guerra Mundial– desembocó en la “década perdida” de 1980, que a su vez abrió paso a los procesos de ajuste estructural y reforma del Estado liberal desarrollista que caracterizaron la de 1990. De este modo, y en el lapso de dos generaciones, el círculo virtuoso del desarrollismo liberal de la década de 1960 –en el que el crecimiento económico sostenido tendría que haberse traducido en bienestar social y participación política crecientes– se había convertido en el círculo vicioso de crecimiento económico incierto, acompañado de procesos de deterioro social y degradación ambiental sostenidos, con que se inauguró el siglo XXI14.

Más allá de eso, sin embargo, el panorama insinúa un mal mayor. Nos encontramos en verdad ante una situación en que se han derrumbado a un mismo tiempo múltiples premisas, certezas y esperanzas que habían desempeñado un papel de primer orden en la organización y la continuidad de una cultura del desarrollo que disfrutó de amplia hegemonía en los medios académicos y burocráticos latinoamericanos entre 1950 y 1980, con raíces que cabe rastrear hasta nes del siglo XIX. Ese derrumbe tiene expresiones diversas.

En lo que hace al impacto visible del desarrollo ocurrido en la región entre 1930 y 1990, por ejemplo, el geógrafo Pedro Cunill ha señalado que ese período se caracterizó tanto por “una persistente tendencia a concentrar paisajes urbanos consolidados y subintegrados” como por “una importante ocupación espontánea de zonas tradicionalmente despobladas, en particular en el interior y el sur de América meridional”. La secuela ambiental de estas transformaciones geohistóricas, agrega, se expresa en “el n de la ilusión colectiva de preservar a Latinoamérica como un conjunto territorial con espacios virtualmente vírgenes y recursos naturales ilimitados”. Y su juicio respecto al futuro no puede ser más claro: las transformaciones ocurridas en el período, dice: “Dañaron, al futuro inmediato del siglo XXI, gran parte de las posibilidades de un desarrollo sostenido y sostenible”15.

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Por su parte, Nicolo Gligo –al hacer el balance de las perspectivas y desafíos ambientales que el n del siglo XX le planteaba a América Latina–, señala la necesidad de romper con un estilo de desarrollo en el que: “Las decisiones económicas fundamentales de los países de la región... nacen de las tecnocracias de los ministerios de Economía o de Hacienda... donde... la problemática ambiental y la de los recursos naturales es una externalidad que molesta, la que debe de alguna forma salvarse sin que obstruya la gestión económica”16. Esto, agrega, da lugar a una situación marcada por el con icto entre una “política ambiental explícita [que] se origina en los organismos centrales ambientales de la administración pública” y las “políticas ambientales implícitas... casi todas ellas relacionadas con el crecimiento económico”, que se originan en otros ministerios o en el poder central, y que son nalmente “las que mandan en los países”, privilegiando por lo general el corto plazo sobre el largo plazo de un modo que lleva a tales políticas ambientales implícitas “sean de signo negativo”17.

En breve, lo ambiental ha tenido un papel apenas marginal en la teoría del desarrollo, donde constituyó un factor aludido y eludido al mismo tiempo. Y aun así –o quizás por eso mismo–, lo ambiental ha terminado por convertirse en el elemento desencadenante de todas las contradicciones que la teoría del desarrollo alberga en su seno. Por lo mismo, y más allá, esta elusión de lo ambiental apuntaba a otra de más vasto alcance: la del signi cado histórico del desarrollismo liberal de la segunda posguerra, en tanto de marco de relación entre la especie humana y el mundo natural en el marco del moderno sistema mundial18.

¿Hay sorpresas aquí, o sólo sorprendidos? Ya en 1970, Osvaldo Sunkel y Pedro Paz nos advertían –en El subdesarrollo latinoamericano y la teoría del desarrollo, aquel libro clave en la formación de tantos cientistas sociales de la región– sobre las ambigüedades internas del concepto de desarrollo, y el con icto entre programas políticos de largo plazo que se libraba en su interior. La crisis de la teoría del desarrollo se corresponde, en la geocultura del sistema mundial, con la crisis del liberalismo como “sentido común” y el ascenso del nuevo pensamiento conservador-neoliberal, por un lado, y la de los nuevos movimientos sociales, por el otro. En esa perspectiva, como se advertía antes, el concepto de desarrollo sostenible sólo será realmente útil en la medida en que llegue a ser capaz de ofrecer una visión del mundo capaz de expresarse

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en términos correspondientes a la complejidad de los peligrosos problemas creados por el desarrollo realmente existente.

Hoy, ya es necesario trascender aquellos juegos de alusiones, elusiones e ilusiones, para de nir al desarrollo en primer término por su capacidad para fomentar en todas las sociedades humanas el ejercicio de las cualidades que nos distinguen como especie. De este modo, cumplido el ciclo de la vieja teoría que en su momento pareció expresar de manera a la vez admirable y viable las mejores aspiraciones del mundo existente a mediados del siglo XX, debemos encarar el hecho de que el desarrollo sólo será sostenible por lo humano que sea, y que “humano”, aquí, sólo puede signi car –si de desarrollo se trata– equitativo, culto, solidario, y capaz de ofrecer a sus relaciones con el mundo natural, la armonía que caracterice a las relaciones de su mundo social.

Así parece sugerirlo Manuel Castells en una coincidencia insospechada, quizás fortuita, con la cita de Federico Engels que inaugura este artículo, cuando –al referirse a la lucha por una relación más equitativa entre los humanos y el mundo natural, que reclama “una noción amplia que a rma el valor de uso de la vida, de todas las formas de vida, contra los intereses de la riqueza, el poder y la tecnología”–, señala que:

El planteamiento ecológico de la vida, de la economía y de las instituciones de la sociedad destaca el carácter holístico de todas las formas de la materia y de todo el procesamiento de la información. Así pues, cuanto más sabemos, más percibimos las posibilidades de nuestra tecnología y más nos damos cuenta de la gigantesca y peligrosa brecha que existe entre el incremento de nuestras capacidades productivas y nuestra organización social primitiva, inconsciente y, en de nitiva, destructiva19.

Desde nosotros, por otra parte, esto no hace sino reiterar, en el plano de la cultura, la disyuntiva con que nació la época misma desde la que ahora ingresamos al cambio de épocas que nos arrastra a todos: aquélla que enfrentaba –y enfrenta– el paradigma de nuestro atraso, que desde 1845 demanda escoger entre civilización y barbarie, y el de un desarrollo nuevo, sintetizado por José Martí en 1891 al observar que, en nuestra América: “No hay batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”.

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Encarados de esa manera, los problemas que nos plantea la crisis del desarrollo en el plano de la cultura bien podrían ser el acicate que requerimos para entender mejor esa crisis. La crítica a la incapacidad de la teoría del desarrollo para dar cuenta de los problemas ambientales de nuestro tiempo, en efecto, sólo será realmente en la medida en que haga parte del esfuerzo por caracterizar y comprender esos problemas de un modo que estimule y facilite la tarea de construir las soluciones políticas que demandan, puesto que disponemos ya de los recursos cientí cos y tecnológicos, y de la riqueza acumulada necesaria.

Hacer esto, sin embargo, demanda estar en capacidad de encarar en todas sus implicaciones políticas y sociales la tarea pendiente, precisamente para no caer derribados por la verdad que haya podido faltarnos “por voluntad u olvido”, como nos advierte también Martí. Ser derribados, en efecto, es lo único que no podemos permitirnos ante una circunstancia que nos plantea riesgos tan terribles y esperanzas tan luminosas como las que nos ofrece la crisis a que hemos llegado en nuestras relaciones con el mundo natural.

Aquí, en particular, la verdad que no puede faltar es la que se reere al carácter histórico, especí co, de la acumulación incesante de ganancias como objetivo primordial de las relaciones que los seres humanos establecen entre sí, y con el mundo natural, en la producción de su vida cotidiana en la civilización que venimos construyendo desde el siglo XVI. El con icto entre una acción humana encaminada a la reproducción incesante de la ganancia a escala mundial, y las necesidades de la reproducción de la vida a escala de la biosfera global de ne, en efecto, el núcleo ético de la sustentabilidad que reclama la crisis en que han desembocado las relaciones que hemos establecido con la naturaleza a lo largo de los últimos 500 años y, en particular, de mediados del siglo XIX a nuestros días20.

En esta perspectiva, si en lo más esencial la economía es la disciplina que se ocupa de la asignación de recursos escasos entre nes múltiples y excluyentes, es necesario preguntarse cómo se establecen, y se ejercen, las prioridades que orientan esa asignación. En este sentido, toda economía deviene nalmente política y por tanto moral, pues las asignaciones efectivamente hechas de recursos permiten identi car qué intereses son prioritarios en la sociedad y cuáles no lo son. Así planteado el problema, ¿cómo operaría una economía que asigne más recursos

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a la reproducción de la vida que a la de la acumulación ilimitada de ganancias? ¿Quiénes, y cómo, serían los protagonistas de esa construcción de prioridades nuevas, y cuál sería la organización humana capaz de guiarse por ellas?

No tenemos aún respuestas para esas preguntas, pero tenemos al menos las preguntas. No nos queda sino trascender el pasado para construir el futuro, encarando los problemas que nos plantea el cambio de la era de la economía a la era de la ecología, para utilizar la expresión de nuestro maestro y amigo Donald Worster. Esto, en términos prácticos, signi ca pasar de la época de la desigualdad organizada a escala mundial para la acumulación incesante de ganancias, a la de la cooperación organizada para garantizar la reproducción de la vida a escala de la biosfera entera. Hemos rebasado ya, quizás sin darnos cuenta, el punto de partida: empezamos a entender la dirección que hará fecunda nuestra marcha. Eso, ya, es un éxito en tiempos como éstos.

Ponencia presentada en el Simposio Regional sobre Ética y Desarrollo Sustentable, celebrado en Bogotá, Colombia, del 2 al 4 de mayo de 2002, con el auspicio del Ministerio del Medio Ambiente de Colombia, el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo la Comisión Económica para América Latinay el Banco Mundial.

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CAPÍTULO II

El agua entre los mares

1. Gran hidráulica y civilización

Para Donald Worster, en Kansas, y tan cerca también.

Siempre es más fácil entender la historia que cambiarla, o escapar de ella.

Donald Worster, Rivers of empire.

¿Puede enseñarnos algo la historia con relación a los graves problemas que hoy enfrentamos en nuestra relación con el agua? La respuesta que podamos dar a esta pregunta tiene especial importancia para nosotros los panameños, habitantes de un país construido sobre el agua, y enfrentados entre sí por ella. Hoy, las empresas más complejas y de mayor importancia estratégica existentes en nuestro territorio, el Canal y las hidroeléctricas que proveen más del 50 por ciento de la energía que consumimos, dependen por completo del agua para su funcionamiento. Al propio tiempo, las relaciones sociales dominantes entre nosotros convierten en motivo de discordia incesante el mismo recurso del que depende nuestra existencia, de un modo que hace evidente la razón que asiste a Axel Dourojeanni cuando a rma que la gestión de las cuencas en que se relacionan entre sí los humanos y el agua es, ante todo, una gestión de con ictos21. En realidad, ocurre que las sociedades se rehacen a sí mismas en la medida en que intentan reordenar la naturaleza, sin escapar nunca por completo de las in uencias naturales y de los límites que ellas imponen a nuestra voluntad. ¿No es esto, por ejemplo, lo que subyace a la creciente disputa entre sectores sociales que aspiran a hacer usos diferentes de un mismo recurso que de pronto parece tornarse escaso, como ocurre

con el agua en la región central de nuestro país? La historia puede ofrecernos una enorme ayuda en la tarea de identi car las opciones que van emergiendo de esos con ictos sociales, del mismo modo que las ciencias naturales pueden y deben ayudarnos a comprender los límites dentro de los cuales podemos escoger la que nos parezca más acorde a nuestras aspiraciones y a nuestras capacidades.

Para obtener esa ayuda de la historia, es necesario interrogar a nuestras experiencias del pasado con las preguntas adecuadas, que en este caso se re eren a tres problemas diferentes, íntimamente vinculados entre sí. El primero consiste en las formas en que los seres humanos han reorganizado su entorno natural en el pasado; el segundo, en las formas en que han debido reorganizar sus propias relaciones sociales, sus prácticas productivas, y sus visiones del mundo para lograr ese objetivo; y el tercero, en las disyuntivas que ese proceso de transformaciones va dando de sí en cada uno de sus momentos de crisis y viraje.

En esta tarea, resulta de gran ayuda la obra del historiador alemán Karl Wittfogel (1896-1988), quien nos legara –como fruto de sus estudios de las antiguas sociedades asiáticas–, el concepto de “civilizaciones hidráulicas”22. En lo más esencial, las peculiaridades de este tipo de civilización se hacen evidentes en el signi cado de la administración del agua para ciertas sociedades agrarias, obligadas a cultivar grandes áreas áridas o semiáridas mediante el manejo de fuentes substanciales de abastecimiento de agua por empresas de gran escala, operadas usualmente por el Estado23.

De este modo, se crea una situación en la que el control de un determinado recurso natural demanda el desarrollo de una estructura social y política adecuada a ese propósito, la cual a su vez termina por reforzar y especializar cada vez más la dependencia del conjunto de la sociedad respecto al recurso así controlado. Así, para Wittfogel, allí: “Donde la agricultura requirió de trabajos substanciales y centralizados para el control del agua, los representantes del gobierno monopolizaron el poder y el liderazgo políticos, y dominaron la economía de sus países... Esta combinación de una agricultura y un gobierno hidráulicos, y una sociedad organizada en torno a un único centro, constituye la esencia institucional de la civilización hidráulica”24.

Este “Estado hidráulico” de tipo mesopotámico, egipcio o chino –o mesoamericano y andino, como veremos enseguida– “genera mayores y más amplias oportunidades para imponerle instalaciones hidráulicas

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al ambiente natural, pero también proporciona a los hombres del aparato de Estado la posibilidad de relegar a un segundo plano las obras hidráulicas que bene ciarían al pueblo, concentrándose en cambio en la construcción de grandes palacios y tumbas, y en el procesamiento de materiales orgánicos e inorgánicos preciosos, en bene cio de los gobernantes”25. A esto cabe agregar la capacidad del estado hidráulico para extender su racionalidad y sus formas de organización política y control social sobre amplias áreas marginales, en las que no existen obras hidráulicas complejas. Con ello, aun gobiernos que cumplían pocas o ninguna función hidráulica –y cita los casos del Bizancio tardío y el mundo maya–, utilizaron “los métodos organizacionales del despotismo hidráulico (como la creación de registros contables, la realización de censos, ejércitos centralizados, un sistema estatal de correos e inteligencia), sus métodos adquisitivos (como el tributo en trabajo, pesadas cargas scales de aplicación generalizada, y con scaciones periódicas), y sus métodos legales y políticos (como leyes que tienden a fragmentar la herencia, y la supresión de organizaciones políticas independientes) para mantener débil a la propiedad privada, y políticamente impotentes a las fuerzas no burocráticas de la sociedad”26.

En todo caso, y con todas las limitaciones que se le puedan señalar a posteriori, esa agricultura hidráulica producía grandes cantidades de alimento en una extensión dada y, además de permitir al campesino individual mantener a su familia con los productos de una granja pequeña, proporcionaba alimentos y materias primas agrícolas en cantidad su ciente para sostener poblaciones extremadamente densas. En la América prehispánica, por ejemplo, “regiones hidráulicas relativamente pequeñas concentraban cerca del 75 por ciento de la población total del continente”27, y sostenían además ciudades como el Cuzco y México-Tenochtitlán, cuyas poblaciones en el momento de la conquista europea han sido estimadas en cifras del orden de 100.000 o más habitantes. En contraste, Londres –la ciudad más poblada al Norte de los Alpes en el siglo XIV–, tuvo unos 35.000 habitantes, mientras que a comienzos del siglo XV, Lubeck, la ciudad más importante de la Liga Hanseática, tenía unos 23.000.

Estos éxitos en materia espacial y demográ ca, por último, se combinan con una extraordinaria estabilidad a lo largo de períodos muy prolongados de tiempo. De acuerdo a estimaciones conservadoras, las civilizaciones hidráulicas se formaron en el antiguo Cercano Oriente hacia

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el cuarto milenio antes de Cristo, y perduraron por unos cinco mil años. En el caso de Perú, se estima probable la presencia de civilizaciones hidráulicas desde unos dos mil años antes de la llegada de los europeos.

Todo esto nos conduce a dos preguntas: ¿Cómo operó este tipo de proceso en el pasado? y, más importante aún, ¿operan procesos así en el presente? Para Wittfogel, la civilización hidráulica “no surgió a partir de una revolución tecnológica, sino de una revolución organizacional. Su ascenso requirió del establecimiento de un nuevo sistema de división del trabajo y de cooperación”28. Esto requirió sistemas complejos de plani cación, registro y archivo, comunicaciones y supervisión: en otros términos, una “organización en profundidad” y una burocracia capaz de administrarla, mediante el recurso a disciplinas como la astronomía, álgebra y geometría. Atendiendo a esto, parece evidente que todo intento de de nir la relación hidráulica de la especie humana con el mundo natural debe atender (también) a los aspectos organizacionales (burocráticos) y cientí cos de la economía hidráulica. Tecnología, estructura social, cultura y poder se presentan, así, en indisoluble unidad: quien quiera una de las partes, ha de quererlas todas; quien aspire a modi car una de ellas, tendrá que encarar la transformación del conjunto en que se relacionan. Tal parece haber sido el caso, por ejemplo, de la historia de la civilización hidráulica en América.

Las civilizaciones hidráulicas y la “gran hidráulica” en América Latina

Las civilizaciones hidráulicas cumplieron un papel de primer orden en la historia de la América precolombina. Aquí, al decir de Nicolo Gligo y Jorge Morello, por ejemplo, el desarrollo de las civilizaciones prehispánicas se estructuró en torno al agua en dos tipos característicos: unas manejaron excedentes de agua en ambientes anegadizos (isla de Marajó en el Brasil, llanos de Moxos en Venezuela, llanos de San Jorge en Colombia, Surinam, cuenca del Guayas en el Ecuador, lago Titicaca y lago de Texcoco en México), mientras otras –como la llamada “andina”– irrigaron en ambiente árido29. A esta caracterización general debe agregarse, además, la íntima relación existente entre las formas de organización social y control político, y las de relación con el medio natural en esas regiones del mundo prehispánico.

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El cambio en el carácter de aquellas relaciones con el mundo natural acarreado por la conquista europea, y la instauración en tierras americanas de una auténtica economía de rapiña, condujo a formas de organización social y política incompatibles con las que habían servido al desarrollo de las antiguas civilizaciones hidráulicas americanas. El deterioro de los recursos naturales –tierras, aguas, bosques, biodiversidad– en las áreas de más intensa implantación de la nueva economía de rapiña es un hecho bien documentado en el período que surge de la violenta transición entre las dos fases fundamentales de la historia a que hacemos referencia. Pero lo importante para el tema que nos interesa es que ese deterioro estuvo asociado a un proceso de desorganización social, alteraciones culturales y transformaciones demográ cas; expresadas en hechos que van desde el derrumbe de la población indígena en las áreas de más intensa implantación europea, hasta la migración forzosa de esclavos africanos y el despliegue de vastos procesos de mestizaje étnico y cultural; sin precedentes en la historia de la región, y quizás sin paralelo en la historia humana30

En segundo lugar, y en lo que hace al aprovechamiento en gran escala de sus recursos hidráulicos, la América que hoy llamamos Latina atravesó por un largo período de retroceso entre los siglos XVI y XIX, para reiniciarse en nuevos términos ya en la fase que hemos descrito como de desarrollo articulado al mercado mundial contemporáneo. El historiador mexicano Luis Aboites, por ejemplo, sitúa en las postrimerías de la década de 1880 el momento de despegue de lo que llama “la gran hidráulica”, esto es, el proceso de aprovechamiento masivo de los recursos hídricos “como parte del orecimiento de las inversiones extranjeras en América Latina en las últimas décadas del siglo XIX y primeras del siglo XX”31.

A esto cabe agregar que ése fue, también, el período de despliegue en amplitud de los procesos de reorganización política, social y económica que condujeron a la creación del llamado Estado Liberal Oligárquico, que tuvo a su cargo la tarea de producir, reproducir y conservar aquellas dos condiciones fundamentales para el desarrollo del capitalismo: un mercado de tierras, y un mercado de trabajo. Con ello, la introducción y el despliegue de nuevas formas de reorganización de los espacios naturales se hace presente en el marco de un vasto proceso de reorganización (también) social, política y económica, que de nirá

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hasta el presente las estructuras fundamentales de relación de los seres humanos entre sí y con el mundo natural en esta región32.

Panamá, la gran hidráulica y los futuros posibles

A ese período histórico corresponde justamente, como uno de sus hechos más destacados, la construcción por el gobierno de los Estados Unidos de un canal interoceánico en Panamá entre 1904 y 1914. Al decir de Omar Jaén Suárez, aquella obra gigantesca de reorganización de la naturaleza, cuya plani cación y ejecución fueron llevadas a cabo ignorando en gran medida “la realidad política, económica, humana y ambiental que ha existido en la zona de tránsito y en el resto del territorio nacional”, signicó por un lado “una modernización extraordinaria de las estructuras y de la tecnología del transporte transístmico”, mientras por otro “contribuyó también a desarticular el espacio geográ co, a alterar un cierto equilibrio ecológico y a retrasar el surgimiento de una más fuerte personalidad nacional, obligada a manifestarse más como mecanismo de defensa que como acumulación de experiencias creativas comunes”33

Para la cultura que concibió el Canal y organizó su construcción, el dato más importante de orden natural consistió en la coincidencia de una serie de circunstancias físicas –ubicación geográ ca, topografía, clima, hidrografía–, que hizo posible una solución tecnológica capaz de convertir en una ventaja lo que hasta entonces había sido uno de los grandes obstáculos al desarrollo de obras de infraestructura de gran escala para el tránsito interoceánico por Panamá: el régimen de lluvias y la difícil topografía de la cuenca del Chagres34. Y esa solución tecnológica, a su vez, demandó la creación de condiciones políticas y administrativas imprescindibles para su éxito.

La conquista de su independencia, por parte de la República de Panamá, fue una de esas condiciones. Pero la mediatización de esa independencia mediante el Tratado Hay-Buneau Varilla de 1903, con sus cláusulas de exclusión de la República de Panamá de la administración del Canal y su entorno, y de inclusión de los Estados Unidos como actor en la política interna de nuestro país, creó a su vez las condiciones imprescindibles para que el gobierno norteamericano organizara en sus propios términos la construcción, primero, y el funcionamiento de la vía interoceánica después, mediante:

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La instalación, en el corazón de la región del paso transístmico llamada desde entonces Zona del Canal de Panamá, de una nueva clase dominante de funcionarios coloniales extranjeros que controla el territorio más valorizado del Istmo y que tendrá, hasta 1936, la posibilidad de intervención directa en los asuntos internos de la novel república. Se trata de la cúpula de una nueva población llamada “zonians”, de los agentes civiles del gobierno estadounidense delegados en la Zona del Canal de Panamá y, desde 1911, también de la o cialidad de sus fuerzas armadas acantonadas en esa región, quienes se adjudican un control absoluto de la organización administrativa, política y judicial al mismo tiempo que el monopolio de las actividades comerciales y militares del Canal de Panamá y una zona circundante de aproximadamente 1.600 kilómetros cuadrados en sus dos riberas, desde el Atlántico hasta el Pací co, los puertos terminales de la región del paso intermarino y algunos barrios de la capital de la República35.

De la antigua Zona y su cultura, como de su legado en nuestro presente y en nuestras visiones del país y su futuro podría decirse así, con Donald Worster, que fueron “construidas sobre, y absolutamente dependientes de, una relación con la naturaleza agudamente alienante e intensamente gerencial”, en la cual el caudal del Chagres y sus tributarios pasó a signi car “agua simpli cada, abstracta”, rmemente encaminada a contribuir al cumplimiento de una serie limitada de objetivos económicos36. Así, también, el Canal de Panamá pasó a constituir un ejemplo del modo en que las obras de dominio de la naturaleza en las sociedades hidráulicas dan lugar a formas de dominación sociocultural y económica rígidamente burocratizadas e intensamente alienantes, en la medida en que implicó la presencia en nuestro país de una de aquéllas “inmensas instituciones centralizadas, con jerarquías complicadas”, propias del capitalismo desarrollado, que según Worster “tienden a imponer sus propósitos y sus demandas tanto sobre la naturaleza como sobre el individuo y la comunidad pequeña, y lo hacen con un carácter intensamente destructivo”37.

Esas instituciones, agrega Worster, resultan “demasiado aisladas de los resultados de sus acciones como para aprender, ajustarse, armonizar”. Con ello, terminan por limitar la capacidad de las comunidades sujetas a su in uencia, para ejercer un verdadero control sobre su entorno

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natural y su destino, privándolas de la autodeterminación indispensable para “liberarse a sí mismas de las estructuras de poder distantes, impersonales, que han hecho de la democracia poco más que un proceso ritual de rati cación de decisiones hechas por otros; de aquiescencia a lo que se nos ha hecho a nosotros”38.

En nuestro caso, además, esta situación se expresa en un modelo de crecimiento económico transitista, que enfrenta entre sí a una “zona de tránsito”, organizada en torno a formas muy modernas de actividad económica, que acoge a la mitad de la población del país en menos del cinco por ciento de su territorio, y una diversidad de regiones “interiores” articuladas en torno a actividades económicas de tipo mucho más tradicional y mucho menos productivo. En estas circunstancias, no es de extrañar que se haya llegado a pensar que el país no es viable sin el Canal, aunque el Canal pueda serlo sin el país, y a considerar como el costo inevitable de un privilegio la misma relación de dependencia que da origen a la situación de atraso, la pobreza y la inequidad en que se encuentran sumidos la mayoría de los habitantes de Panamá.

Estas contradicciones han desembocado en la situación que hoy enfrentamos, cuando el enclave canalero se ve cercado por los problemas que se derivan de procesos que van desde el empobrecimiento social y ambiental del interior del país, hasta la acumulación de los problemas propios de un crecimiento urbano desordenado en la zona de tránsito. La conclusión es evidente: ni siquiera un enclave de sustentabilidad técnica de la magnitud y complejidad del Canal de Panamá puede enfrentar con éxito, por sí mismo, la tendencia a la insustentabilidad propia de un contexto de subdesarrollo. Por el contrario, librada a sí misma, esa situación podría incluso poner en riesgo la viabilidad del Canal en Panamá.

La complejidad del problema se corresponde con su novedad con respecto al legado cultural de la gran hidráulica que hemos conocido, y de las mentalidades que la expresan. Si por un lado resulta imposible “reproducir” a escala del país entero la lógica que ha guiado el uso de la cuenca por el Canal, tampoco es posible pensar en someter el Canal y su cuenca a la lógica del subdesarrollo, que terminaría por conducirnos a la destrucción de recursos imprescindibles para enfrentar los graves problemas sociales, ambientales y económicos que nos aquejan hoy.

En realidad, el país y el Canal sólo llegarán a ser sustentables si el primero es objeto de un esfuerzo de desarrollo tan integral como aquel

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de que en su momento fue objeto la periferia “útil” de la vía interoceánica. Esto signi ca que no nos encontramos ante un problema técnico, sino ante uno de carácter político, en lo que tiene de más puro la expresión: el de crear una disyuntiva capaz de guiar nuestras opciones. El desarrollo que el país demanda sólo será sustentable por lo humano que sea, y humano quiere decir aquí, en primer término, democrático, equitativo y solidario. Por lo mismo, el verdadero problema consiste, aquí, en que la sociedad panameña llegue a darse a sí misma un Estado capaz de representar sus intereses de una manera tan e ciente como para hacer políticamente sustentable el desarrollo futuro del país.

Los medios técnicos y el conocimiento necesarios para lograr esos objetivos ya existen. Falta ahora crear las condiciones políticas que permitan ponerlos al servicio de un proceso de desarrollo en el que el crecimiento económico sustente las condiciones de bienestar social, participación política y autodeterminación nacional sin las cuales resulta imposible sostener una relación responsable con el medio natural. Esto, evidentemente, no será posible en el marco de los valores y estructuras de la gran hidráulica y su civilización. Pero nada nos obliga a aceptar que ésa sea la única civilización en cuyo marco deba plantearse la tarea de poner al agua, nalmente, al servicio del desarrollo de lo mejor –y no ya de lo peor– de que somos capaces como pueblo, como nación y como miembros de la especie humana.

Panamá, 22 de marzo al 23 de mayo de 2001.

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2. El agua y la tierra en el país del tránsito. Panamá, 1903-2003

A Rodrigo Tarté, maestro y amigo.

Introducción

Al cumplir su primer siglo de vida independiente, la República de Panamá enfrenta graves problemas ambientales, íntimamente vinculados además, de la década de 1980 en adelante, a una situación de estancamiento en su desarrollo socioeconómico39. Los problemas que aquejan al país van desde la destrucción de los recursos forestales y la erosión de la biodiversidad, hasta el deterioro y la erosión de las tierras agrícolas y ganaderas del país, y la contaminación de sus aguas interiores y litorales, hasta el crecimiento urbano desordenado que impera sobre todo –pero no exclusivamente– en la capital y sus áreas conurbadas40. Esta situación, ciertamente, no es exclusiva de Panamá. Por el contrario, se inserta en un panorama regional caracterizado –al decir del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente– por la concentración de la población en zonas urbanas “en las que la calidad del aire amenaza la salud humana y la escasez de agua es un hecho común”, por el agotamiento y la destrucción de los recursos forestales, y por el posible impacto regional del cambio climático (Pnuma, 2000, p. 9). Como en el resto de la región, también, estos problemas han puesto en el orden del día de Panamá la necesidad de encontrar alternativas de desarrollo sostenible, que permitan estabilizar las relaciones de su población con su entorno natural y contener el deterioro en curso, creando al propio tiempo las condiciones políticas, sociales, culturales y económicas imprescindibles para revertirlo en el mediano y largo plazo.

El planteamiento de este problema, sin embargo, encuentra singulares di cultades de orden técnico, económico, político y –sobre todo– cultural. La posibilidad de encontrar una ruta hacia el desarrollo sostenible, en efecto, depende tanto de lo que se entienda por desarrollo, subdesarrollo y sustentabilidad, como de la historia de las formas de relación entre lo social y lo natural que han tenido y tienen lugar en el territorio del que se trata. Y en Panamá, como en toda la región latinoamericana, el tema –sus términos, sus voceros y sus tiempos– se organiza

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y se despliega a partir de una peculiar ambigüedad, derivada del distinto modo en que el desarrollo es entendido en nuestra cultura y en la de las sociedades noratlánticas.

En esas sociedades, en efecto, el término designa esencialmente la puesta en uso de un recurso especí co para un n determinado, con lo que el problema de la sustentabilidad viene a ser esencialmente tecnológico y burocrático41. En América Latina, en cambio –en particular a partir de la obra teórica de Raúl Prebisch–, el desarrollo designa un círculo virtuoso en el que el crecimiento económico se traduce en un incremento del bienestar social y en la participación política a escala de sociedades complejas hasta modi car el modo en que ellas participan en un sistema internacional, el cual está organizado a partir del intercambio de bienes tecnológicos complejos y capital de inversión por materias primas y trabajo barato entre un centro (precisamente) desarrollado y una periferia subdesarrollada.

En el caso de Panamá, sin embargo, el problema del desarrollo sostenible debe ser planteado a partir de la prolongada coexistencia –contradictoria y articulada a la vez– entre formas de aprovechamiento sostenido y de abuso destructivo de importantes recursos naturales. Tal es el caso, por ejemplo, de la reorganización de la cuenca del río Chagres con el propósito de crear las reservas de agua dulce que requiere el Canal de Panamá para su funcionamiento, frente al uso del suelo para actividades de ganadería extensiva en la región sur del país. En efecto, durante casi un siglo, el entorno natural inmediato del Canal –la llamada “Zona del Canal” establecida por el Tratado Hay-Buneau Varilla de 1903, y el Parque Natural Chagres, creado por la República de Panamá en la década de 1980– ha ofrecido servicios ambientales imprescindibles para la operación de la vía interoceánica, sin venir a sufrir un deterioro signicativo mas que en el último tercio de ese recorrido.

A primera vista, para algunos, esto parecería demostrar que es posible utilizar de manera sostenible un recurso determinado en el tipo de contexto general de insostenibilidad característico de un país subdesarrollado, o incluso sugerir que bastaría transferir la experiencia del área del Canal al resto del país para detener y revertir los graves procesos de deterioro ambiental que hoy lo aquejan. Esa conclusión, sin embargo, podría resultar apresurada. En efecto, desde mediados del siglo XX otras circunstancias han venido poniendo al entorno inmediato de la vía interoceánica en un

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contacto cada vez más estrecho con las consecuencias sociales y ambientales de las formas insostenibles de explotación de los recursos naturales dominantes en el resto del país, incluyendo aquellas que predominan en la mayor parte de la propia Cuenca del Canal42. La adecuada comprensión de este proceso, en todo caso, requiere considerar algunos hechos geográ cos e históricos relevantes, integrándolos en una perspectiva que nos ofrezca luces nuevas sobre las relaciones entre los seres humanos y el medio natural en Panamá. De esto trata, precisamente, la historia ambiental.

La historia ambiental

En lo más esencial, la historia ambiental se ocupa de las interacciones entre las sociedades humanas y el mundo natural, y de las consecuencias de esas interacciones para ambas partes a lo largo del tiempo. Así, para el historiador norteamericano Donald Worster43, por ejemplo, la historia ambiental se constituye a partir de un diálogo entre las ciencias humanas y las naturales, que opera a partir de tres verdades esenciales. La primera consiste en que las consecuencias de las intervenciones humanas en la naturaleza a lo largo de los últimos cien mil años, al menos, forman parte indisoluble de la historia natural de nuestro planeta. Tal es el caso, por ejemplo, del vasto impacto ambiental de las culturas y civilizaciones prehispánicas en zonas tan disímiles como el Darién, el valle de México y el Altiplano andino, y las formas –a veces sutiles, a veces abiertas– en que ese impacto puede prolongarse hasta el presente44. A esto se añade que nuestras ideas sobre la naturaleza tienen un carácter histórico, se imbrican de múltiples maneras con intereses, valores y conductas referidos a otros planos de nuestra existencia, y desempeñan un importante papel en nuestras relaciones con el mundo natural45. Y, por último, está el hecho evidente de que nuestros problemas ambientales de hoy tienen su origen en nuestras intervenciones en los ecosistemas de ayer.

Para Worster, la historia ambiental asume estas premisas en tres áreas de relación, estrechamente vinculadas entre sí. La primera está constituida por el medio biogeofísico natural en que tiene lugar la actividad humana. La segunda, por las relaciones entre las formas y propósitos de ejercicio de esa actividad y las tecnologías de que ella se vale, por un lado, y las consecuencias para la organización social humana –desde

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emigraciones o inmigraciones masivas, hasta el surgimiento o desaparición de grupos sociales completos–, de la reorganización de la naturaleza producida por tales intervenciones. La tercera y última, por su parte, se re ere a las expresiones de la experiencia histórica acumulada en la cultura, valores, normas y conductas que caracterizan las formas de relación con el mundo natural dominantes en cada sociedad, orientándolas hacia la reproducción o la transformación.

Todo esto demanda, como lo advierte el historiador colombiano Germán Palacio46, atender al hecho de que la historia ambiental vincula entre sí los tiempos de la acción humana con los de la historia natural, proyectándose tanto hacia un pasado que a n de cuentas es el de nuestra especie –y abarca por tanto unos cuatro millones de años–, como hacia la pre guración de opciones de futuro que operan en plazos más extensos, también. Lo mismo, además, puede decirse del espacio. En efecto, si en lo más amplio la historia ambiental se re ere a la expansión de nuestra especie por el planeta, en lo más cercano, esa expansión sólo puede ser comprendida y explicada a escala de una economía y unas relaciones sociales y políticas que funcionan como un mercado y como un sistema mundial –en construcción a lo largo de los últimos 500 años–, tal como lo expresa el lema que adorna el escudo nacional adoptado en 1904 por los creadores de la República de Panamá: Pro Mundi Bene cio.

La dinámica fundamental de estas interacciones entre las sociedades humanas y su entorno natural puede ser expresada idealmente a través de las transformaciones sucesivas que van experimentando los paisajes debido a la intervención de los humanos en sus ecosistemas, y las sociedades responsables de esas transformaciones. Esto permite establecer una periodización de los procesos de reorganización del mundo natural y de la organización social, correspondiente a los medios técnicos empleados y los propósitos políticos con que esa transformación del mundo natural ha sido llevada a cabo47. Pocos casos ilustran con tanta claridad esta relación como el de la República de Panamá en el primer siglo de su existencia.

Culturas y paisajes

En estricto sentido, la historia ambiental de Panamá se remonta al momento de ingreso de los primeros pobladores humanos al Istmo, hace unos once mil años48. Sin embargo, el período que interesa a este

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estudio se inicia más bien a partir del siglo XVI, cuando el territorio del Istmo es incorporado al mercado mundial como un espacio organizado para el tránsito de personas, mercancías y capitales entre los océanos Pací co y Atlántico.

La República de Panamá ocupa un territorio de 72 mil kilómetros cuadrados, en cuyo punto más estrecho se encuentra el río Chagres, que nace en la sierra Llorona; al Noreste, corre primero hacia el Sur y, al encontrarse con la serranía Central del país, se desvía abruptamente hacia el Norte y desemboca nalmente en el Atlántico. Ese punto más estrecho –la ruta del Chagres–, entre otros, sirvió como un corredor para la comunicación entre ambas costas desde el período precolombino, y a todo lo largo de la dominación colonial española en el Istmo. Ésa fue, también, la ruta escogida a mediados del siglo XIX por los capitalistas norteamericanos que construyeron el primer ferrocarril transístmico, como por los inversionistas franceses, que en la década de 1880, crearon la Compañía Universal del Canal de Panamá para construir una vía acuática a nivel del mar, según el modelo que había tenido tanto éxito en la creación del Canal de Suez. Y fue sobre esa ruta, nalmente, que el gobierno de los Estados Unidos organizó, nanció y llevó a cabo, entre 1904 y 1914, la construcción de un canal a esclusas que aprovecha el agua del gran río para permitir el tránsito de buques entre ambos océanos49.

La cuenca que proporciona el agua necesaria para el funcionamiento del Canal ocupa unos 3 mil 300 kilómetros cuadrados. Para construir, operar y defender la vía interoceánica, el gobierno de los Estados Unidos demandó y obtuvo, en 1903, que la entonces naciente República de Panamá le cediera el control de una franja de 16 kilómetros de ancho por 80 de largo, que iba del Atlántico al Pací co a lo largo del eje del futuro Canal. Las tierras, bosques y demás recursos comprendidos dentro de esta franja de territorio, conocida como la Zona del Canal, fueron así excluidos de la lógica y las prácticas productivas que determinarían el uso de los recursos naturales en el resto de la cuenca, y del país50. En lo sociocultural y lo político, la Zona fue el medio para establecer en Panamá una estructura de poder integrada por funcionarios coloniales, gerentes, técnicos y militares norteamericanos en Panamá, adscrita a un espacio y unas funciones especí cas: crear y garantizar las condiciones indispensables para aprovechar un recurso en particular –el agua– para un propósito particular: el movimiento de buques a través del Istmo51.

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Y esto dio lugar, a su vez, a un hecho sin precedentes ni paralelo en la historia latinoamericana: la creación y funcionamiento, a lo largo de casi un siglo, de un enclave de capital monopólico del gobierno de los Estados Unidos ubicado fuera del territorio de ese país.

De este modo, en Panamá convergieron a lo largo del siglo XX sociedades de cultura y carácter contrapuestos, lo cual hizo de la creación de espacios y paisajes en el Istmo un proceso de singular complejidad. Desde una perspectiva histórica, los paisajes resultantes de esa actividad expresan las consecuencias ambientales de la explotación de un mismo territorio a partir de percepciones culturalmente distintas de la naturaleza, asociadas a intereses económicos y políticos diferentes. Los Estados Unidos eran entonces una nación que iniciaba de lleno el proceso que la llevaría a convertirse, pocas décadas después, en una potencia mundial. Dentro de ese proceso, guraba en lugar destacado la lucha por el dominio de la naturaleza y, en particular, por el control del agua. La gran obra realizada en Panamá abriría el camino hacia la conquista del agua en el oeste árido de los Estados Unidos: el Canal anunciaba, a principios de la década de 1920, lo que llegaría a ser la presa Hoover, el sistema de control del río Colorado, y las enormes obras de ingeniería hidráulica que permitirían el abastecimiento de agua necesario para hacer a Los Ángeles la gran ciudad que ha llegado a ser52. En el caso de Panamá, por el contrario, se trataba de una sociedad en la que, más allá de la ruta tradicional de tránsito de la región central del país, predominaba una cultura agropecuaria organizada en torno a la ganadería extensiva, una actividad de bajísima productividad, vinculada a tecnologías de extrema sencillez y relaciones sociales de fuerte carácter patriarcal y autoritario, cuya relación con el agua estaba determinada estrictamente por el sucederse de las estaciones seca y lluviosa en el país.

La ganadería extensiva ya constituía entonces, además, una actividad de larga data, cuyo in ujo cultural había trascendido hacía mucho el ámbito de lo histórico, para presentarse ante la sociedad que dependía de ella con la inercia inconmovible de los hechos naturales. En su origen, en efecto, la ganadería extensiva se remonta al menos a 1521, cuando la Corona española accedió a la solicitud de Pedrarias Dávila, fundador de la ciudad de Panamá y conquistador del Istmo, de importar cincuenta reses desde las haciendas que poseía en Jamaica53. Hacia nes de la década de 1520, el ganado vacuno ya era abundante en las sabanas cercanas a

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las ciudades de Panamá y Natá, al Oeste, y la producción permitía satisfacer las necesidades de la pequeña colonia. En su momento, el descubrimiento y conquista del Perú creó una demanda que superaba las posibilidades existentes en Panamá, dando lugar así a la primera crisis ganadera en la historia del país, que vino a ser superada apenas en la década de 1540. Para entonces, la producción no sólo logró estabilizarse, sino que inició además un período de notable crecimiento54.

La ganadería fue, desde sus inicios, una actividad económica organizada y dirigida por hombres de gran riqueza e in uencia, como Diego de Almagro y Alonso de Luque, entre otros, todos ellos grandes terratenientes. Esta tendencia persistiría. Entre 1690 y 1710, por ejemplo, Rodrigo de Betancour, Comisario Real y gran personaje de la sociedad del Istmo, poseyó unas 30.000 hectáreas en áreas ubicadas en las actuales provincias de Panamá y Coclé. Por ese tiempo, Antonio de Echevers y Subiza era considerado el más conspicuo de los terratenientes del Istmo, y era probablemente el hombre más rico e in uyente en el Panamá colonial. Así, para principios del siglo XVIII, la ganadería extensiva ya estaba muy desarrollada en diversas partes de la vertiente sur del país, donde constituía uno de los principales objetivos de los colonizadores españoles (Herrera, 1990). Es importante resaltar que la ganadería extensiva había aprovechado, en su origen, las sabanas antrópicas creadas mediante el uso del fuego por la población aborigen en las llanuras del centro y el oeste del litoral Pací co del Istmo desde mucho antes de la conquista europea, tanto con nes agrícolas como para favorecer el crecimiento de la población de venados de cola blanca y de otros animales de importancia como fuentes de proteína. Así, a principios del siglo XVI, el cronista Pascual de Andagoya informaba que en esas sabanas era posible encontrar:

Muchos venados y puercos diferentes de los de España que andan en grandes manadas [...] Los señores tenían sus cotos donde al verano iban a caza de venados, y ponían fuego a las partes del viento y, como la yerba era grande, el fuego se hacía mucho, y los indios estaban puestos en parada donde había de ir a parar el fuego; y los venados, como iban recogidos huyendo y ciegos del fuego, el mismo fuego los llevaba a dar donde estaban los indios con sus tiradores con hierros de pedernal, y pocos se escapaban de los que venían huyendo del fuego55. (Andagoya, 1981, p. 6).

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Tiene el mayor interés comparar el impacto ambiental de la actividad agropecuaria y el de la actividad del enclave canalero en el siglo XX. En lo que toca a la ganadería extensiva, durante casi cuatro siglos las sabanas originales antes mencionadas bastaron para su presencia en el Istmo. Así, mientras persistieron las condiciones coloniales, tuvo lugar un proceso más bien gradual de alteración de un medio natural que ya estaba en vías de simpli cación a principios del siglo XVI. Aunque esto no excluyó la ampliación de las áreas de pastoreo en otras zonas del país –particularmente en la cuenca del Chagres, para proveer alimento a los enormes rebaños de mulas utilizados para el acarreo de mercancías a través del Istmo–, durante el mismo período otras áreas que habían albergado importantes poblaciones indígenas en el Atlántico centro-occidental y el Darién fueron cubiertas de nuevo por el bosque tropical.

Sin embargo, entre 1903 y 1970, en efecto, el incremento en la demanda de los productos agropecuarios –estrechamente asociado, como se verá, a la construcción y el desarrollo del enclave canalero– condujo a un incremento en la demanda de tierras para pastoreo, y a un amplio y severo deterioro del ambiente natural y social de las zonas rurales del Istmo, que se vieron afectadas por la deforestación, el deterioro y la erosión del suelo, la contaminación y sedimentación de los ríos y los litorales, la creciente concentración de la propiedad de la tierra y de la riqueza, el masivo empobrecimiento de la población rural, y presiones constantemente renovadas contra la cobertura boscosa del país 56. Esto, además, generó una tendencia de largo plazo, que seguía afectando al país para nes de siglo. Así, por ejemplo, el Informe ambiental 1999, de la Autoridad Nacional del Ambiente de Panamá, señala que la inadecuada distribución de la tierra “es un factor que genera condiciones de pobreza e injusticia social, cuyas consecuencias afectan muy directamente al bosque y al suelo. En el país hay una elevada proporción de campesinos concentrados en menos del 5% de las tierras bajo explotaciones agropecuarias, en contraste con un pequeño número de propietarios acaparando casi el 70% de dichas tierras”. Esta situación, combinada con otros problemas de orden nanciero, tecnológico, educativo y cultural, agrega al informe, constituye un conjunto de factores que explica en buena medida “una pérdida de cobertura boscosa en Panamá equivalente al 26,5% del territorio nacional en los últimos cincuenta años. En efecto, según la información existente, entre 1947 y

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1998, la super cie con bosque disminuyó de casi 5,3 millones de hectáreas (70% del territorio nacional) a poco más de 3 millones de hectáreas (40,4%). En este período han desaparecido unos 2,2 millones de hectáreas de bosques” (ANAM, 1999, pp. 16-17).

La construcción del Canal, por su parte, implicó un proceso relativamente breve de intensa alteración ambiental en una porción relativamente pequeña del territorio nacional, que condujo a una prolongada estabilidad en el nuevo ambiente así reorganizado57. En apenas catorce años, unos 30 mil trabajadores importados de las Antillas británicas y la cuenca del Mediterráneo, bajo la dirección de ingenieros y capataces norteamericanos, represaron el río Chagres en Gatún, cerca de su desembocadura, y cortaron un canal a través del punto más bajo en la divisoria de aguas del Istmo. Esto condujo a la creación del lago Gatún –en su momento, el mayor lago arti cial del mundo, con un espejo de 423 kilómetros cuadrados anteriormente ocupados por bosques, tierras de pastoreo y una diversidad de comunidades campesinas–, que provee el agua necesaria para el funcionamiento de las esclusas utilizadas para mover los buques de un océano al otro, convirtiendo así al Chagres, al decir de Omar Jaén Suárez, en un río que desemboca en dos mares. La magnitud del impacto de estas transformaciones fue enorme: baste pensar, por ejemplo, que la comunicación terrestre entre la América Central y la del Sur se vio interrumpida por primera vez en millones de años. Como señala John Lindsay Poland, la construcción del Canal fue:

…la más grande modi cación de un ambiente tropical en la historia, realizada por el hombre. Los hombres que operaban la maquinaria estadounidense removieron casi 100 millones de yardas cúbicas de tierra y la depositaron en sitios en la cuenca del Canal a distancias de entre una y 23 millas, incluyendo la creación de un relleno de 676 acres que se convirtió en el pueblo de Balboa58. (Lindsay-Poland, 2003, p. 59).

No fue menor la magnitud de las transformaciones sociales, políticas y culturales vinculadas a tal reorganización de la naturaleza. En una primera aproximación, el impacto de este proceso sobre la sociedad panameña puede ser deducido del hecho de que, como lo señala Omar Jaén Suárez, la plani cación y construcción del Canal, así como

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su operación, fueron llevadas a cabo en lo fundamental “ignorando por completo la realidad política, económica, humana y ambiental que ha existido en la zona de tránsito y en el resto del territorio nacional”. En consecuencia, agrega:

...la construcción y funcionamiento de la vía interoceánica, al tiempo que signi có una modernización extraordinaria de las estructuras y la tecnología del transporte transístmico, contribuyó también a desarticular el espacio geográ co, a alterar un cierto equilibrio ecológico y a retrasar el surgimiento de una más fuerte personalidad nacional, obligada a manifestarse más como mecanismo de defensa ante lo extraño que como acumulación de experiencias creativas comunes59. (Jaén Suárez, 1990, p. 13).

En efecto, en lo político, la creación del Canal estuvo íntimamente vinculada a la mediatización de la independencia de Panamá mediante el Tratado Hay-Buneau Varilla, y al establecimiento del enclave colonial norteamericano ya mencionado en la Zona del Canal. En lo social, la construcción de la vía interoceánica requirió establecer en el Istmo grupos sociales enteramente nuevos, como un numeroso contingente de trabajadores asalariados, y una capa de funcionarios, técnicos y gerentes que hasta entonces no había existido en el país. En lo económico, lo anterior condujo a la coexistencia en el Istmo, enfrentadas y articuladas a un tiempo, de una economía rural atrasada –que al presente ocupa el 80% del territorio para producir menos del 10% de la riqueza nacional, pero de la que depende el 47% de la población del país–, y un sector nanciero e industrial –que incluye al propio Canal– que genera el 90% de la riqueza en menos del 10% del territorio, donde se concentra más de la mitad de la población.

En la práctica, para la cultura que concibió el Canal y organizó su construcción, el rasgo más importante de la naturaleza del Istmo fue la coincidencia de un conjunto de circunstancias físicas: ubicación geográ ca, topografía, clima, hidrografía. Estas circunstancias, en conjunto, dieron lugar a una solución tecnológica capaz de convertir en una ventaja lo que hasta entonces había sido uno de los grandes obstáculos para el desarrollo de obras de infraestructura de gran escala para hacer posible la navegación a través del Istmo: el régimen de lluvias, el enorme caudal del Chagres y la difícil topografía de su cuenca. De este

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modo, la reorganización de la naturaleza, emprendida por el gobierno de los Estados Unidos en el territorio de la República de Panamá, permitió poner al servicio de la navegación, a través del Istmo, las mismas condiciones geográ cas que antes la había hecho imposible, convirtiendo en permanente (y en gran escala), una actividad que desde mediados del siglo XVI hasta mediados del XIX había dependido enteramente del esfuerzo humano. Desde esa última fecha, hasta 1914, dicha actividad se había visto limitada por la capacidad de carga del pequeño ferrocarril transístmico construido por capitalistas norteamericanos en la década de 1850.

En torno a esta solución tecnológica, a su vez, fue creada una sociedad que, según Donald Worster, “depende por entero de una relación intensamente administrativa y alienante con la naturaleza”, para la cual el caudal del Chagres y sus tributarios vino a signi car únicamente “agua, simpli cada y abstracta”, sometida con rmeza a una serie limitada de objetivos económicos (Worster, 1992, p. 332). En este sentido, también, el Canal de Panamá constituye un ejemplo de la manera en la cual las obras de control de la naturaleza, llevadas a cabo por sociedades dependientes del aprovechamiento intensivo de recursos hidráulicos, dan lugar a estructuras de dominio sociocultural y económico de gran rigidez burocrática y carácter intensamente alienante, cuya in uencia suele extenderse mucho más allá del ámbito inmediato de operación de dichas obras60.

Este tipo de impacto sociocultural se torna aún más complejo cuando la forma de relación con la naturaleza que lo sostiene hace parte de otra, más amplia, que conecta entre sí los destinos de dos sociedades distintas, y de sus respectivos Estados nacionales. En el caso que nos interesa, el Estado nacional de Panamá ocupa una posición de dependencia económica, política y cultural con respecto al norteamericano. De manera especí ca, el Canal –bajo administración panameña desde diciembre de 1999–, implica la existencia en Panamá de una de aquellas “gigantescas instituciones centralizadas, con jerarquías complicadas”, características del capitalismo desarrollado que, de acuerdo a Worster, “tienden a imponer su visión y sus demandas sobre la naturaleza del mismo modo en que lo hacen sobre los individuos y las pequeñas comunidades, y [...] lo hacen con un carácter intensamente destructivo” (Worster, 1992, p. 332). Estas instituciones –como en nuestro caso la

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Autoridad del Canal de Panamá– terminan por estar “demasiado aisladas de los resultados de sus acciones como para aprender, ajustarse y armonizar”. En consecuencia, privan a las comunidades de su entorno de toda posibilidad verdadera de control tanto de sus relaciones con su ambiente como de su destino y, con ello, de la autodeterminación necesaria para liberarse de “las estructuras distantes e impersonales de poder que han hecho de la democracia poco más que un ritual de cumplimiento de opciones hechas por otros, de tolerancia a lo que nos ha sido hecho a nosotros”61 (Worster, 1992, p. 333).

En el caso de Panamá, el problema se tornó aún más complejo, en la medida en que el enclave canalero, organizado para el uso sostenido de un recurso especí co con un propósito especí co, estimuló el carácter insostenible del tipo de desarrollo imperante en el resto del país, organizado en torno a una economía caracterizada por “un patrón de alta dependencia, heterogeneidad estructural, desarticulación del aparato productivo interno y elevada tendencia a la concentración del ingreso y la riqueza, cuya articulación básica está dada entre la generación y producción de servicios y bienes con destino a la exportación, y la importación de bienes de consumo de lujo, destinados a la atención de las necesidades no esenciales de los sectores de altos ingresos” (Jované, 1989, p. 7). Así, la sociedad panameña ha venido a organizarse en torno a una “zona de tránsito”, cuyas actividades se ubican principalmente en las ciudades terminales del Canal, y una diversidad de regiones “interiores” organizadas en torno a actividades económicas mucho más tradicionales y de muy baja productividad.

De este modo, Panamá ha venido a constituirse en una anomalía en su entorno regional: un país cuyo Producto Interno Bruto depende en grado mucho mayor del sector servicios que de la agricultura y la industria, y en el que la pobreza –que afecta en promedio al 40% de la población– asciende al 64% en las zonas rurales, y se ubica en el 16% en las urbanas. Aquí, además, el 20% de la población de más altos ingresos concentra más del 60% de la riqueza del país, lo que ubica a Panamá como un miembro destacado del club de países con peor distribución del ingreso en la región, junto a otros como México y Brasil. Todo sugiere, así, que el hecho de que la prosperidad de la zona de tránsito dependa de la e ciencia en la operación del enclave canalero, ha generado una situación en la que el sector más dinámico de la economía no

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estimula el desarrollo de los sectores más atrasados. Por el contrario, estos últimos tienden constantemente a ser excluidos y a ver acentuado su atraso, como resulta evidente en el permanente con icto entre los sectores rural y de servicios, que permea profundamente la vida cotidiana, la política y la gestión de gobierno del país.

Para algunos sectores de la sociedad panameña, ha venido a ser un lugar común la a rmación de que el país no podría existir sin el Canal, aunque el Canal podría existir sin el país. Esto ha llevado a algunos a pensar que la relación de dependencia que origina el atraso, la pobreza y la inequidad que aquejan a la mayoría de los panameños, no es sino el costo inevitable de una situación de privilegio. Sin embargo, esta aparente separación entre el interior rural y el enclave canalero deriva en realidad de una relación profundamente articulada, en la que el atraso del primero –expresado, por ejemplo, en el despilfarro de tierras y bosques que compensa su bajísima productividad– ha contribuido a subsidiar la e ciencia del segundo. En efecto, a lo largo del primer siglo de vida republicana, cada expansión del sector más moderno de la economía ha producido una intensi cación de las actividades de los sectores más atrasados. La ganadería extensiva, una de las más tradicionales de estas actividades según hemos visto, ocupa un lugar de primer orden en este proceso, en sí misma y en el impacto de su expansión sobre los recursos naturales del país a lo largo del siglo XX.

De acuerdo a Omar Jaén Suárez, por ejemplo, la población de ganado y caballos en Panamá pasó de 110.000 en 1609, a 203.086 en 1896. Hacia 1914, tras los desastrosos efectos de una guerra civil ocurrida en el Istmo entre 1899 y 1902, esa población descendió a 187.292. Hacia 1950, había llegado a 727.794 y, hacia 1970, a 1.403.280. La población humana, por su parte, había pasado de 12.000 personas a comienzos del siglo XVI, a 311.054 en 1896, y a 1.472.280 en 1970. Al explorar algunas relaciones entre estos datos y el uso de la tierra, Ligia Herrera señala que la cobertura boscosa, estimada en cerca del 93% del territorio hacia el año 1800, había descendido al 70% hacia 1947 y, hacia 1980 se ubicaba entre 38 y el 45%, con una pérdida anual estimada en unas 50.000 hectáreas. Esta pérdida se debió, en lo fundamental, a la expansión de la frontera agrícola llevada a cabo por migrantes rurales pobres, provenientes tanto de las zonas de más antigua ocupación, como de aquéllas en que el desarrollo de agronegocios modernos tendía a concentrar la

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propiedad y a reducir las oportunidades de empleo productivo para el campesinado (Herrera, 1990, p. 26). A lo largo del siglo XX, además, la evolución del conjunto de los factores mencionados parece correlacionarse con la de las formas de relación entre el enclave canalero y el conjunto de la economía panameña, a partir de modi caciones al tratado original de 1903, en un proceso que podría ser sintetizado en los siguientes términos:

Cuadro 1.

Relación entre la población, ganado y cobertura boscosa en Panamá (1609-1980) y tratados negociados con Estados Unidos.

TRATADOS NEGOCIADOS CON LOS ESTADOS UNIDOS

Hay-Buneau Varilla

1936 Arias-Roosevelt

a Jaén Suárez, Omar, 1998 (1978), p. 487.

b Jaén Suárez, Omar, 1998 (1978), p. 513.

c Herrera, Ligia, 1990, p. 26.

d Herrera, Ligia, 1990, p. 28 (estimado).

Remón- Eisenhower

Torrijos-Carter

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1609 12.000 110.000 1800 93 1896 311.054 203.086
1903 1914 427.176 (1911) 187.292
1947 70 1950 857.585 727.794 1955
1970 1.472.280 1.403.614 38/43 1977
1980 1.795.012 1.500.000d
COBERTURA BOSCOSA
GANADOb AÑO POBLACIÓNa
(%)c

Aquí, en efecto, el crecimiento de la ganadería parece coincidir en primer término con la construcción del Canal, que sin duda signi có un poderoso factor de estímulo a la demanda local de carne. De 1936 en adelante, el vínculo entre el crecimiento de la población ganadera y el incremento de la deforestación puede ser asociado con algunos cambios signi cativos en la relación entre las economías de Panamá y de la Zona del Canal. En ese año, y en 1955, los gobiernos de los Estados Unidos y de la República de Panamá rmaron tratados que modi caban el Hay-Buneau Varilla de 1903, ampliando el acceso de la producción y el comercio panameños a la Zona del Canal.

El de 1936, en particular, llegó a ser conocido como el “Tratado de la carne y la cerveza”, porque abría el mercado del enclave canalero –hasta entonces limitado al consumo de productos norteamericanos– a la producción agropecuaria e industrial de Panamá. El de 1955, a su vez, prohibió a los empleados panameños de las fuerzas armadas y de la Panama Canal Company el derecho a comprar en las tiendas subsidiadas por el gobierno norteamericano en el enclave canalero, obligándolos así a gastar sus salarios en el comercio y los servicios de Panamá. Dado que el enclave era operado por el gobierno de los Estados Unidos, todos sus trabajadores eran empleados federales, y recibían salarios muy superiores a los que se pagaban en la economía panameña. A esto se agregaba, además, la demanda de bienes y servicios generada por la actividad de las fuerzas armadas norteamericanas, y por la propia Panama Canal Company.

Lo anterior permite entender que estas modi caciones al Tratado de 1903 signi caron un incremento en la demanda externa que no implicó modi caciones sustantivas en las relaciones de producción dominantes en Panamá. Esto, por el contrario, permitió utilizar la abundancia relativa de tierras y trabajo baratos como “ventajas comparativas espurias” que, al decir del sociólogo y ambientalista Nicolo Gligo, proporcionan ganancias extraordinarias desestimulando al propio tiempo la modernización tecnológica y el incremento de la productividad, y contribuyen así al despilfarro de recursos humanos y naturales, en un círculo vicioso de deterioro social, degradación ambiental y perpetuación del atraso y el subdesarrollo (Gligo, 1995).

En esta perspectiva, parece evidente que, al menos hasta la década de 1980, la ganadería extensiva se expandió en Panamá en estrecha asociación con el incremento en la articulación entre el enclave canalero y

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la economía del país. En este sentido, cabe suponer que la presencia del enclave contribuyó a estimular la tendencia, tradicionalmente dominante en la economía local, hacia la dependencia de ventajas comparativas espurias y el consiguiente despilfarro de bosques, suelos y recursos humanos. En un sentido más amplio, incluso, se podría plantear que el uso sostenible de recursos como el agua y los bosques dentro del enclave canalero –y en la periferia de parques naturales y áreas protegidas creada en torno a ese enclave por el Estado panameño a partir de la década de 1980– fue posible únicamente a través de los subsidios masivos que proporcionaron, por un lado, el gobierno de los Estados Unidos y, por otro, la explotación insostenible de algunos de los recursos naturales más importantes de Panamá.

La transición

Esta relación llegó a un punto de viraje en 1977, con la rma de los Tratados Torrijos-Carter. Estos tratados liquidaron el enclave territorial, trans rieron a Panamá la responsabilidad por la provisión de servicios ambientales para el funcionamiento del Canal a través de la administración de la cuenca del Chagres, restablecieron el control soberano del Estado panameño sobre todo su territorio entre 1979 y diciembre de 1999. Al mismo tiempo, desaparecían una a una las últimas catorce bases militares operadas por los Estados Unidos en lo que fue la Zona del Canal, y en ese último año trans rieron al Estado panameño la administración de la empresa canalera. Sin embargo, las tensiones entre las estructuras gerenciales y las mentalidades culturales y políticas, gestadas a lo largo de casi un siglo de coexistencia entre la sociedad panameña y el enclave canalero, siguen incidiendo de múltiples maneras en la vida económica, social y política de Panamá. En lo que hace al manejo de la Cuenca del Canal, por ejemplo, esto se hizo evidente en el hecho de que no fuera sino hacia 1994 –apenas cinco años antes de que Panamá tuviera que convertirse en el único responsable por el Canal– que el Estado panameño empezó a adoptar medidas signi cativas encaminadas a ese propósito62.

La primera de esas medidas fue la creación de una Autoridad del Canal de Panamá (ACP) mediante una reforma constitucional, que la hizo responsable además por la administración, mantenimiento, uso y

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conservación de los recursos hídricos de la Cuenca. Tres años después, otras medidas comenzaron a de nir el marco legal para la gestión de la Cuenca. Dichas medidas incluyeron:

• La creación de la Ley Orgánica de la ACP (Ley 19, 1997), que le otorga a esta entidad la responsabilidad del manejo de los recursos hídricos necesarios para la operación del Canal y para el abastecimiento de las poblaciones aledañas, y de salvaguardar “los recursos naturales de la Cuenca Hidrográ ca del Canal”.

• La adopción, a través de la Ley 21 de 1997, de un plan de uso de suelos para la CCP, concebido para garantizar la disponibilidad de agua por medio del control del uso de la tierra63.

• La ejecución de un proyecto para el monitoreo de la situación ambiental y los problemas de la cuenca del Chagres, llevado a cabo por el Instituto Smithsonian de Investigaciones Tropicales para la Autoridad Nacional del Ambiente de Panamá, con apoyo nanciero del Usaid, entre 1996 y 1999.

• La creación, mediante la Resolución 16 de 1999 de la ACP, de una Comisión Interinstitucional para la Cuenca Hidrográ ca (CICH), como entidad adscrita a la O cina del Administrador General de la ACP, e integrada por los ministerios de Gobierno, Desarrollo Agrícola y Vivienda, la ANAM, y la Autoridad de la Región Interoceánica (ARI), así como la Fundación Natura y una agencia de promoción social de la Iglesia Católica en representación de la sociedad civil64.

• La de nición de los límites y área de la Cuenca por la Ley 44 de 1999, la cual añadió a la cuenca del Chagres una parte sustantiva de las cuencas de los ríos Indio, Caño Sucio y Coclé del Norte, que desembocan en el litoral Atlántico del país, al Noroeste del Canal, y que pasaron a conformar así la llamada “Región Occidental” de la Cuenca.

El proceso de creación de este marco legal fue llevado a cabo de un modo que limitó la consulta pública, principalmente a la elite socioeconómica y política del país, y a procesos parlamentarios formales. Las medidas adoptadas dieron lugar a un extenso proceso de reorganización dentro de la ACP, con miras a dejar atrás los vestigios de una tradición administrativa cuasi-colonial –que incluía, por ejemplo, el manejo y alquiler subsidiado de unas 3.000 viviendas para los empleados del

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Canal–, y a transformarla en una corporación pública e ciente, orientada a generar ganancias.

En términos generales, la reorganización parece haber sido bastante exitosa a los niveles técnico y comercial. Incluyó la creación de una Junta Asesora Internacional, con representantes de alto nivel de los más importantes clientes del Canal, y personalidades públicas corporativas como Stephen Schmideiny, fundador del Consejo Mundial Empresarial para el Desarrollo Sostenible. Sin embargo, todo indica que a la ACP le ha sido más fácil, en esta primera fase, relacionarse con socios globales que con su propia sociedad. Esta di cultad puede tener su origen, entre otros, en dos factores especialmente relevantes: una cultura institucional forjada a lo largo de casi un siglo de tradición tecnocrática, y la incapacidad del Estado y la sociedad panameños para articular un proyecto nacional que ofrezca un marco de referencia para hacer del Canal un recurso para el desarrollo integral del país.

Una primera señal de estas di cultades, en el nivel local, apareció en diciembre de 1999, cuando el obispo católico de Colón, monseñor Carlos María Ariz, envió una carta a la Presidenta de la República comunicándole el rechazo de la Ley 44 de 1999 por parte de campesinos y misioneros de la diócesis, alegando las siguientes razones:

• La Ley sentaba las bases para la expropiación de las tierras de los campesinos que habitan la recién creada cuenca “occidental”, sin tomar en consideración sus derechos.

• La creación de nuevas represas y reservorios, decidida sin efectuarse estudios de impacto ambiental, afectará la tierra y su biodiversidad.

• Moralmente, era imposible para los cristianos aceptar el riesgo de que se destruyan los modos de vida y tradiciones de las personas del área “en nombre del Canal”.

• Éticamente, era inaceptable que a los campesinos se les despojara de sus tierras mientras el Gobierno proclamaba que las tierras de la cuenca debían estar al servicio de los pobres y que se debía proteger al pequeño agricultor.

• La Ley no había sido consultada con los habitantes de la nueva cuenca “occidental”, no era asunto de discusión pública en los medios de comunicación, y había sido aprobada con poco debate por la Asamblea Legislativa.

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• Aparte de otorgar a la ACP más de dos mil kilómetros cuadrados adicionales, la Ley no consideraba otras alternativas para satisfacer las futuras necesidades del Canal, lo que daba lugar a la sospecha de que el interés real de la ACP radicaba en el negocio de la generación de energía más que en el suministro de agua para el Canal.

• Históricamente, el Canal había ignorado y descuidado a las personas que viven en sus inmediaciones en el litoral Atlántico del Istmo, y persistía en hacerlo de tal manera que “el pasado no nos invita a ser optimistas”.

Atendiendo a estas razones, el obispo Ariz solicitaba a la Presidenta adoptar las “decisiones oportunas” para asegurar la protección de los campesinos contra los riesgos de una modernización inconsulta, y asegurar que el desarrollo futuro produjera “profunda satisfacción y bienestar social permanente para todos”.

Nunca antes se había escrito un documento así en la historia de las relaciones entre la sociedad panameña y su entorno natural. En este sentido, la carta del obispo Ariz puede ser considerada como un punto de viraje en la historia del ambientalismo en Panamá, hasta entonces más interesado en la conservación que en el desarrollo, y más relacionado con los valores y las aspiraciones de la clase media-alta urbana que con los de los pobres del campo. A partir de aquí, el manejo de la Cuenca empezó a dejar de ser percibido como un problema esencialmente técnico-ingenieril, y a ser encarado también como uno social y político. Esto, a su vez, propició que la ACP pasara a desarrollar nuevas capacidades para enfrentar un nuevo tipo de problema: trabajar con las personas y las comunidades, y no sólo con el Gobierno y las grandes organizaciones de la sociedad civil del país que es ahora dueño del Canal65

Dos asuntos de especial relevancia han surgido en esta temprana etapa. El primero tiene que ver con las estructuras gubernamentales existentes, altamente centralizadas y especializadas, y difíciles de coordinar en un nuevo tipo de alianza. El segundo, con la extrema debilidad de la organización social y la cultura ambiental en Panamá, que ha impedido que el proceso cuente con contrapartes no gubernamentales realmente representativas y políticamente efectivas. Los resultados esperados e inesperados de esta temprana etapa del proceso re ejan esta combinación de

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inconvenientes e iniciativas. Si con relación al primero de estos asuntos la creación del marco legal y de la Comisión Interinstitucional antes descritos pueden ser señalados como logros ya obtenidos, en lo que toca a la participación de la sociedad civil, el avance ha sido mucho menor. Importantes grupos sociales vinculados a la Cuenca, como los residentes de sus áreas urbanizadas, y los empresarios industriales y agroindustriales que desarrollan actividades en su territorio, no cuentan aún con espacios de participación que les permitan ejercer su derecho a la participación, y asumir de manera coordinada las responsabilidades que les corresponden. Por otra parte, la resistencia a la Ley 44 de 1999 por parte de organizaciones campesinas y de la Iglesia, ha estimulado un creciente interés y debate en los asuntos del manejo de la Cuenca, excediendo la capacidad de los mecanismos diseñados originalmente para manejar el proceso como un asunto de interés público.

Aun así, el estímulo a la discusión pública de las diferencias entre la ACP y otros participantes, con relación a los criterios sobre el manejo de la Cuenca, ha producido ya una contribución muy importante para el desarrollo de una conciencia pública acerca de los problemas relacionados con la gestión del Canal y el manejo del agua en Panamá. Esto se expresa, por ejemplo, en la lenta conformación de un nuevo tipo de cultura ambiental, centrada en el tema del desarrollo sostenible. Esa nueva cultura ambiental emergente está asociada a una creciente conciencia respecto al vínculo existente entre los problemas sociales y ambientales de la Cuenca del Canal y los que aquejan a Panamá, y a la necesidad de que un manejo integrado de la cuenca más importante del país requerirá, lo antes posible, un nuevo tipo de políticas ambientales y de desarrollo para el país en general.

Pasado y futuro

Como se ha visto, fue apenas a mediados de la década de 1980, y sobre todo a nes de la de 1990, que el Estado panameño empezó a encarar la tarea de crear las condiciones indispensables para asumir la plena responsabilidad por la gestión de los recursos hídricos que proporciona la Cuenca del Canal66. Desde el comienzo mismo de ese proceso, resultó evidente que ni siquiera un enclave de la magnitud, la complejidad y la in uencia como el que albergaba al Canal de Panamá podía operar de

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manera sostenida en un contexto de subdesarrollo, tendiente siempre a prácticas insostenibles de relación con el mundo natural. El contraste entre el modelo de relación con la naturaleza dominante en el país, y el que sería deseable para garantizar la operación sostenida del Canal, resultaba evidente en la variación porcentual en el uso de las tierras de la cuenca del Chagres prevista en el Plan General de Usos del Suelo adoptado como Ley de la República en 1997. Las tierras dedicadas a la ganadería deberían pasar del 39% al 2% del suelo de la Cuenca, y las dedicadas a forestería y agroforestería tendrían que hacerlo del 0,5% al 23%. Las tierras urbanas, en cambio, deberían pasar del 6% al 12%, y las dedicadas a la operación del Canal del 34% al 40%. De modo por demás llamativo, por último, la super cie de áreas protegidas debería pasar del 20% al 15%67.

El uso actual del suelo, en efecto, es el característico de la situación imperante en todo el país, y el previsto tendría que serlo de una situación en la que resultaran mucho más sustentables las relaciones de la sociedad panameña con su entorno natural. Se trata, como puede apreciarse, de dos modelos de relación con la tierra y el agua no sólo distintos, sino antagónicos entre sí: el de la pluvicultura, que ve en el agua un elemento aportado por las lluvias, y el de una cultura hidráulica que ve en el agua un recurso que debe ser manejado por organizaciones técnico-económicas de complejidad equivalente a la de los ecosistemas que lo producen.

Todo sugiere, de este modo, que el Canal sólo será sostenible en la medida en que lo sea el desarrollo del conjunto de la sociedad panameña. En esta perspectiva, tanto la transferencia del Canal a la esfera de responsabilidad del Estado panameño, como la necesidad de que ese Estado promueva formas sostenibles de relación con el mundo natural en todo el territorio nacional plantean un evidente problema: ¿puede el viejo estilo de gestión ambiental practicado por el gobierno de los Estados Unidos sobrevivir al enclave mismo, e “irradiar” hacia el resto del país, o estará el antiguo enclave condenado a verse sometido al régimen de ventajas competitivas espurias característico del manejo de los recursos naturales en los países subdesarrollados? A esto hay que decir, en primer término, que la posibilidad de una irradiación de la vieja política ambiental al resto del país resulta una evidente quimera68.

El uso sostenible –en el sentido noratlántico de la expresión– de la Cuenca del Canal, tal como fue diseñado para los nes de la operación

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de la vía interoceánica, se limita en esencia a garantizar la máxima disponibilidad de agua mediante el máximo control del uso del suelo, y difícilmente puede servir de modelo para el desarrollo sostenible del país en su conjunto. Debe tomarse en cuenta, por ejemplo, que la población de la cuenca del Chagres ha aumentado de 21.000 personas en 1950 a unas 153.000 en el 2000, y se calcula que llegará a unas 407.000 para el 2020 (STRI et al., 1999, p. 88). La mayor parte de esa población está integrada por migrantes rurales que habitan áreas urbanas marginales, a menudo plagadas de pobreza y necesidades de todo tipo. De este modo, según lo plantearan ya a principios de la década de 1990 cientí cos sociales y ambientalistas panameños de gran prestigio, como la doctora Carmen A. Miró, resulta indispensable “la explotación de los recursos naturales de la Cuenca destinada a obtener mayores satisfactores o mayores ganancias no implique el agotamiento y la destrucción de la base natural de la producción” (Miró et al., 1993, p. 41). De no hacerse así, el uso para el que la Cuenca fue originalmente reorganizada sólo podría ser garantizado si fuera posible aislarla por entero del resto del país69.

De este modo, mientras por una parte resulta imposible “reproducir” a escala del conjunto del país la lógica que guiara el uso de los recursos naturales en el antiguo enclave canalero, por otro lado, tampoco es posible dejar al Canal y su Cuenca librados a la lógica del subdesarrollo, pues eso terminaría por conducir a la destrucción de recursos que son indispensables para enfrentar los graves problemas sociales, ambientales y económicos con que ingresa Panamá al siglo XXI. Ante una disyuntiva así planteada, cabe preguntarse si la República de Panamá podría llevar a cabo una estrategia de gestión ambiental en el conjunto de su territorio como la que en su momento ejerció el gobierno de los Estados Unidos sobre las tierras y aguas sujetas a su control en el Istmo. Y si eso fuera posible, ¿sería adecuado para el desarrollo sostenible del país entero? La experiencia histórica sugiere tanto responder con un no, como la necesidad de matizar esa respuesta. En efecto, si la política ambiental practicada en el enclave sólo pudiera ser concebida y ejecutada por un Estado como el que construyó el Canal, con todos sus recursos económicos, militares, políticos y culturales, el problema se cancela de antemano, pues Panamá jamás tendrá uno equivalente. Pero si esa política hubiera resultado de la respuesta tecnocrática a demandas democráticas surgidas

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de múltiples sectores de la sociedad norteamericana ya en la segunda mitad del siglo XIX, dotadas del vigor que llevó a políticos como Teodoro Roosevelt a ver el conservacionismo como “parte de una cruzada nacional en aras de la rectitud, el patriotismo y la vida esforzada... una causa apolítica que podría unir a la nación, tanto los ricos como los pobres, en un propósito moral común” (Worster, 1973, p. 84), la respuesta tendría que ser diferente.

Nada impide aspirar, en efecto, a que la sociedad panameña llegue a darse a sí misma un Estado capaz de representar sus intereses de una manera tan e ciente como para hacer políticamente sustentable el desarrollo futuro de nuestro país. Porque, en efecto, la sustentabilidad plantea, ante todo un problema político esto es, de cultura en acto, a ser resuelto por medios técnicos, y no al revés. En lo que hace a la gestión del Canal y su cuenca, la experiencia acumulada en los últimos años indica que en Panamá sigue pendiente el problema de promover la creación de una cultura hidráulica, capaz de proporcionar un marco de acción social y política para la cooperación entre partes que no están acostumbradas a reconocer el agua como un tema de interés público, y como un elemento natural cuya transformación en recurso útil para la actividad humana requiere de procesos de trabajo y recursos tecnológicos de creciente complejidad.

En este terreno, las primeras experiencias obtenidas del proceso de integración del enclave canalero a su entorno social y ambiental ofrecen además una lección de especial importancia: nos encontramos, aquí, ante un problema local íntimamente vinculado a procesos de alcance global, que se expresan en el contraste entre la tendencia hacia el control y la conservación en los países de economía más desarrollada, y la tendencia de esos mismos países al saqueo y el despilfarro de los recursos naturales del mundo subdesarrollado. En este sentido, el manejo integrado de los recursos hídricos –en Panamá como en cualquier otro lugar del mundo– constituye un componente importante dentro del objetivo, mucho más amplio y de más largo plazo, de crear las condiciones indispensables para un desarrollo sostenible a escala planetaria, capaz de generar capacidades de articulación sinérgica entre los niveles local, nacional, regional y global. Las corporaciones trasnacionales de transporte marítimo que utilicen los recursos hídricos de la Cuenca del Canal de Panamá, por ejemplo, deberían verse comprometidas a compartir los

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costos de preservación de los ecosistemas que los proveen. La experiencia de la Cuenca con rma, así, la necesidad de pensar globalmente y actuar localmente, encontrando los medios que permitan la formación de alianzas estratégicas entre socios en apariencia tan inusuales como, por ejemplo, una pequeña comunidad agrícola en el lago Gatún, la Autoridad del Canal de Panamá, y una corporación de transporte marítimo con base en Londres o Hong Kong.

Todo converge así, en el Año del Centenario, para demostrarnos que, si bien teóricamente es posible el uso sostenido de un determinado recurso en nuestro país, no lo es en cambio que ese uso se transforme en desarrollo sostenible en el marco de un contexto general de insustentabilidad. La conclusión tendría que ser evidente: en Panamá, el desarrollo que deseamos sólo será sustentable en la medida en que haga parte de aquel círculo virtuoso en donde el crecimiento económico sustente las condiciones de bienestar social, la participación política y la autodeterminación nacional, sin las cuales resulta imposible establecer una relación responsable con el medio natural. Y éste es un problema de especial trascendencia histórica. Re riéndose a los problemas que encontraban las jóvenes naciones hispanoamericanas de nes del siglo XIX para establecer gobiernos viables e insertarse con éxito en el mercado mundial, José Martí observaba en 1891 que la colonia seguía viviendo en nuestras repúblicas, pues el problema de la independencia “no era el cambio de forma, sino el cambio de espíritu” (1975, p. 19). Para la República de Panamá, ese cambio de espíritu constituye sin duda alguna el más importante desafío que deberá encarar al iniciar su segundo siglo de existencia, pues el desarrollo sostenible que el bienestar del país demanda, sólo será posible en el marco de un proceso integral que, superando las secuelas del colonialismo norteamericano y el transitismo oligárquico, nos permita nalmente crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.

Panamá, 2006.

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3. La cuenca que no fue. Una aproximación a la historia ambiental de la región centro-occidental del Atlántico panameño

Para Manuel Zárate.

Introducción

Como se sabe, una región es una porción de la super cie terrestre diferenciada de otras por características especí cas, las cuales pueden referirse tanto a aspectos físicos del territorio como a los socioculturales y demográ cos de la población que habita en el mismo, sea en un momento dado, sea a lo largo del proceso de formación y evolución de los aspectos considerados. Esta de nición fue llevada hasta sus límites más extremos por la Ley 44 de 1999, aprobada con el propósito de ampliar la capacidad de la Cuenca Hidrográ ca del Canal de Panamá para proveer el agua necesaria para la expansión de la vía interoceánica y para el consumo de las áreas urbanas aledañas, que creó la que en su momento fue llamada Región Occidental de la Cuenca del Canal de Panamá (ROCC). La región así creada tuvo un carácter estrictamente administrativo, determinado en lo fundamental por consideraciones técnicas relacionadas con un proyecto de ingeniería. Por lo mismo, su creación excluyó de una determinada super cie –en este caso, el territorio que va de la cuenca del río Indio a la del Coclé del Norte, y de la divisoria de aguas continental al litoral Atlántico– todo un segmento costero, que no estaba directamente vinculado a aquel propósito fundamental. La ROCC, a su vez, dejó de existir en el año 2006, al ser derogada la ley que la había creado, como resultado de un proceso de resistencia campesina a la construcción de embalses, sin precedentes en la historia de Panamá, que llevó a la ACP a optar por una solución tecnológica destinada a garantizar el funcionamiento de las nuevas esclusas mediante un uso mucho más intensivo del agua del lago Gatún.

El análisis que aquí nos interesa, sin embargo, abarca un espacio más amplio, que incluye dos componentes fundamentales. Por un lado, el entorno inmediato de la ROCC, esto es, a la vertiente atlántica centrooccidental de Panamá, en lo que va del río Coclé del Norte al río Indio.

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Por otro, las áreas de articulación de las cuencas superiores de esos ríos con la vertiente centro-occidental del Pací co, tanto en la región de Penonomé como en la de Capira-Chorrera.

En esa perspectiva, cabe resaltar que, si bien los ecosistemas del área se formaron a partir de la última glaciación, su evolución reciente se inicia con intervenciones por parte de pobladores prehispánicos hace al menos cinco mil años70. El resultado de esta prolongada actividad humana se expresa en un conjunto de paisajes que sintetizan el resultado visible de la acción sobre el medio biogeofísico de aquellas “técnicas de producción” y “técnicas de encuadramiento” (social) a que hiciera referencia Pierre Gourou, combinada a menudo con elementos de paisajes fósiles, remanentes de etapas anteriores de la actividad humana en el área71 .

Varios elementos destacan en esos paisajes. Uno de ellos, por ejemplo, es el carácter exótico de las principales especies domesticadas vinculadas a la presencia humana en el área, desde el coco, el café, los cítricos, el plátano, el maíz y el arroz, hasta –por supuesto– el ganado vacuno y los pastos utilizados en su crianza. Unas proceden del África, otras de Europa; y otras más, como el maíz, de áreas diferentes de América. La ubicuidad de su presencia en las diversas áreas de la región –combinada con las modi caciones ocurridas en la composición de los bosques a lo largo de siglos de agrosilvicultura– constituye un claro indicador del impacto humano en el medio biogeofísico natural, que se nos presenta sintetizado en la estructura ambiental a que se ha hecho referencia. Por otra parte, la estructura ambiental en que se insertan esas especies resulta de un proceso formativo que incluye al menos cuatro grandes períodos de relación entre los humanos y los ecosistemas del área en cuestión:

• Un período indígena-campesino, que se extiende desde el 3000 a.n.e. hasta nes del siglo XIX. En lo que hace a las formas dominantes de relación con la naturaleza, se trata de un período de amplio predominio del valor de uso de los ecosistemas en su conjunto, a partir de sistemas de producción que combinan la agricultura itinerante de policultivo con la recolección con nes de autosubsistencia, complementados con la generación de pequeños excedentes para intercambio con otros grupos del área y/o de otras regiones del país.

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• Un período marcado por migraciones de campesinos desplazados por la formación de latifundios, la construcción del Canal de Panamá y el desarrollo del negocio agroganadero en otras regiones del país, que se extiende de nes del siglo XIX a mediados del siglo XX. En lo más esencial, el aislamiento del área favorece la prolongación de los rasgos de relación con la naturaleza indicados en el período anterior.

• Un período de incorporación, creciente pero irregular, del área a la esfera del negocio agroganadero a partir de las zonas de articulación de la ROCC con los mercados de la vertiente del Pací co en las regiones de Penonomé y Capira-Chorrera, que se extiende de mediados a nes del siglo XX. Este proceso contribuye a la descomposición gradual de la vieja cultura campesina y el inicio de la formación de una cultura de orientación mercantil, centrada en el valor de cambio de recursos especí cos –en particular la tierra– y en las relaciones sociales correspondientes.

• Un período de plena incorporación de la zona a la lógica de la economía de mercado, a partir de la creación de la ROCC por la Ley 44 de 1999 y su adscripción a la esfera de responsabilidad de la Autoridad del Canal de Panamá. Esto abre un proceso de transición desde una situación de creciente deterioro ambiental, hacia la necesidad de vincular a la población al tipo de relaciones con el entorno natural que permita el aprovechamiento sostenido de los servicios ambientales necesarios para garantizar la disponibilidad de agua para el funcionamiento del Canal y el abastecimiento de las áreas urbanas aledañas al mismo.

El cuadro 2 sintetiza este proceso, en lo que hace a las categorías y tipos culturales correspondientes a los distintos períodos indicados:

Cuadro 2. Proceso formativo de categorías y tipos culturales.

CATEGORÍA CULTURAL PERÍODOTIPOS EMERGENTES

3000 a.n.e.-siglo XIX Campesino Coclesano 1850-1950 Campesino Costeño 1950-1999 Semicampesino/mercantil Sabanero

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En efecto, el cholo coclesano –en el sentido original de indígena aculturado– parece haber sido el tipo dominante en la agricultura campesina desde el siglo XVII hasta mediados o nes del XIX. Para principios del XX, este tipo se ve ampliado por el aporte de las inmigraciones asociadas a la Guerra de los Mil Días, las expropiaciones de campesinos en el piedemonte del Pací co central durante la reforma liberal de comienzos del siglo XX, y la expulsión de campesinos de la Zona del Canal entre 1910 y 1920. La formación del tipo costeño es probablemente posterior, asociada a inmigraciones a la llanura litoral derivadas de la desintegración de la esclavitud de nes del siglo XVIII en adelante –antes de su abolición formal en 1851– y al desempleo de campesinos afroantillanos importados para la construcción del ferrocarril, primero, y de los canales francés y norteamericano, después, de 1850 en adelante. Por último, entre mediados y nes siglo XX, tiene lugar la consolidación y ampliación de la presencia del tipo sabanero vinculada a expansión del negocio agroganadero en el Pací co central y occidental. El examen más detallado de los períodos sucesivos en este proceso formativo tiene el mayor interés.

El período indígena-campesino: 3000 a.n.e.-c. 1800

El poblamiento prehispánico ofrece elementos de sumo interés para la búsqueda de opciones futuras de desarrollo. En el estado actual de la discusión, va tomando forma una visión de la prehistoria del área de estudio que incluye la posible presencia de cazadores-recolectores en la cuenca superior del río Indio hacia el 11000-7000 a.n.e., y de incursiones humanas en el curso superior del Coclé del Norte hacia el 3000 a.n.e. Se estima que tal presencia humana temprana pudo tener entre sus causas de origen tanto la presión demográ ca creada por la creciente e ciencia de los sistemas de producción de alimentos en el Pací co central –que se traduciría en un continuo crecimiento de la población hasta el momento de la conquista europea–, como la explotación combinada y el intercambio de los recursos de ambas vertientes de la cordillera Central. Pearsall y Piperno, por su parte, indican que en la actual cuenca del lago Gatún –esto, el antiguo valle del río Chagres–, la agricultura de roza para el cultivo del maíz se inició hacia el 5000 a.n.e., y hacia el 3200 a.n.e., el polen de árboles prácticamente había desaparecido en los registros del área. Por otra parte, aunque en aquel segmento Atlántico del complejo

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espacial prehispánico habrían predominado asentamientos humanos en forma de viviendas individuales y caseríos dispersos en las partes altas de las riberas de los ríos secundarios, al menos en dos casos existe evidencia arqueológica y testimonios españoles del primer momento de contacto sobre asentamientos mayores. Dos de ellos, La Peguera, en la cuenca del Coclé del Norte, y Uracillo, en la del río Indio, parecen corresponder a la categoría de aldeas con funciones de articulación de su entorno, en las cuales se ubican además obras de modi cación del suelo de dimensiones que sugieren una organización social de cierta complejidad en el momento en que fueron construidas. Lo fundamental, en todo caso, es que ambas vertientes de la cordillera Central constituían parte de un mismo tejido sociocultural y económico, y que su interacción era un mecanismo fundamental en el funcionamiento del ambiente humano en el Istmo antes de la conquista europea. Ese funcionamiento, por su parte, tenía un alcance aun mayor, en la medida en que la función transístmica así estructurada se articulaba con intercambios entre los mundos centro y sudamericano. Esto permite entender que, en el momento del contacto con los europeos, la región contara con una población relativamente abundante, organizada en aldeas y cacicazgos distribuidos en las cuencas de los principales ríos del área. Esa población utilizaba sistemas de producción de alimentos que combinaban la agricultura de policultivo con actividades de recolección; se dedicaba además a actividades de minería en el área situada al Noroeste de la ROCC, y participaba de actividades de comercio e intercambio entre culturas vinculadas a los océanos Pací co y Atlántico, que tenían lugar a lo largo de los sistemas Toabré-Coclé del Norte y Uracillo-Río Indio72, conectados entre sí además por una ruta terrestre que corría a lo largo del piedemonte de la vertiente norte de la cordillera Central, vinculando entre sí los actuales espacios de Penonomé y Capira-La Chorrera.

El contacto con los europeos, como se sabe, condujo al exterminio de la mayor parte de la población indígena del Istmo –en particular a lo largo de la vertiente del Pací co–, y a la ruptura de los vínculos previamente existentes entre el área que hoy ocupa la ROCC y las actuales regiones de Penonomé y La Chorrera. Esa ruptura tiene especial importancia para la historia ambiental de la región. Al respecto, por ejemplo, Castillero Calvo observa que la Conquista signi có para la población

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indígena en general la completa alteración de una “lógica del espacio” previamente existente. Esta transformación del espacio, agrega, “cortó para siempre los patrones de intercambio tradicionales de los indios, o frenó, y en muchos casos mutiló de nitivamente, la posibilidad de mantener la propia existencia de su cultura, al impedir la guerra, los desplazamientos estacionales, la caza o la pesca, y la adquisición de bienes por vía del comercio con los pueblos vecinos”73.

Para el conjunto del litoral Atlántico –salvo el corredor PortobeloPanamá–, esto se tradujo en una política o cial de aislamiento y contención. Aun así, hasta principios del siglo XVIII “los pueblos de la costa caribeña occidental habían logrado salvaguardar gran parte de sus patrones de intercambio tradicionales y seguían haciendo la guerra con los pueblos vecinos como si España no hubiera llegado a América. Era una historia al margen de la historia de Occidente, que seguía sus propias pulsiones, la genealogía de un proceso que no se había interrumpido en 1492”74. Para mediados de ese siglo, sin embargo, España inició una política más activa de consolidación y defensa de los linderos de la región suroccidental del Istmo frente a la constante amenaza de incursiones de indígenas provenientes del Atlántico, lo que a su vez contribuyó a prolongar el aislamiento de la región noroccidental con respecto a las áreas de más intenso desarrollo del país. No es de extrañar, así, que a nes de la década de 1960 Charles Benneth, en su conocido estudio sobre las in uencias humanas en la zoogeografía de Panamá, se limite a señalar que “al Oeste y Este de Colón ha habido una reciente remoción de la oresta que posiblemente fue restablecida luego del período de despoblamiento aborigen. Hay una medianamente rápida remoción forestal en el extremo oeste de la provincia de Coclé hasta la vecindad del río Coclé del Norte” (itálicas del autor)75, esto es, en las áreas aproximadamente correspondientes a las Zonas 1, 5 y 6 consideradas en este estudio.

Esa situación de aislamiento, sin embargo, debe ser matizada. Numerosos elementos históricos sugieren, en efecto, que las relaciones interrumpidas en el plano de la política o cial siguieron operando en el plano de los vínculos sociales, culturales y de intercambio entre las comunidades indígenas y campesinas de ambas vertientes de la cordillera Central. Así, múltiples evidencias sugieren que la valoración misma del espacio Atlántico fue muy diferente entre los sectores dominantes y los

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grupos subordinados del Pací co. Esa diferencia se expresa con claridad en las tensiones que subyacen tras las visiones de la naturaleza correspondientes a los grupos en cuestión. Así, los remanentes indígenas y los campesinos pobres ven en los espacios naturales no sujetos a control del Estado un medio de vida y desde esa visión nutren una cultura de la naturaleza centrada en el valor de uso de los ecosistemas, que se expresa en un folclore animista de creciente riqueza y complejidad. Los terratenientes y comerciantes, por su parte, perciben esos mismos espacios desde una perspectiva que enfatiza el valor de cambio de componentes especí cos de esos ecosistemas –la tierra, los árboles maderables, los yacimientos minerales–, haciendo énfasis en la búsqueda de ganancia y en el control social, y a menudo tienden a considerarlos inútiles, cuando no hostiles.

En el marco de esa tensión, el legado cultural indígena se expresa de múltiples maneras en la permanente disposición y capacidad de los campesinos pobres del interior para dispersarse por las montañas en busca de una vida libre de tributos, jerarquías y exacciones. Esa tendencia a la dispersión de la población rural, presente desde muy temprano en el mundo colonial, se convierte en una pesadilla constante para los terratenientes y las autoridades civiles y eclesiásticas, que saben que una familia dotada de herramientas de metal puede sobrevivir en un régimen de agricultura y recolección tan bien como lo hacían las familias del neolítico, y que ni las tierras ni los recursos naturales de los amplísimos espacios marginales del Atlántico noroccidental pueden ser sometidos a un control efectivo por las autoridades76.

Otro elemento de esa cultura de la naturaleza consiste en un conocimiento de la ora y la fauna correspondiente a una prolongada interacción con el bosque tropical, que expresa un claro dominio de las posibilidades de vida que ofrecen los ecosistemas de esos espacios marginales77. Ese dominio espacial, por otra parte, revela la presencia de una organización territorial subyacente, que no se corresponde con la de las estructuras de poder del Estado, sino que expresa el impacto humano correspondiente a una vida social y una cultura campesinas de presencia a la vez limitada y permanente en el área. De este modo, frente al monopolio o cial del tránsito interoceánico por la ruta del Chagres, no dejan de operar nunca aquellas otras rutas de intercambio entre las vertientes del Istmo que ya estaban en uso en el período anterior a la

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Conquista, y que por lo demás siguen siendo utilizadas en nuestros días. Para mediados del siglo XIX, por ejemplo, la Geografía física y política de la Confederación Granadina incluye, en el mapa correspondiente a la región histórica donde hoy se ubica la ROCC, el trazo de los caminos que conducían de La Pintada a Coclé del Norte, por un lado, y de Penonomé a Río Indio, por el otro78.

El período campesino: 1850-1950

El año 1850 tiene un importante signi cado en la historia ambiental de Panamá. Con la construcción del ferrocarril interoceánico, en efecto, se inicia la fase de industrialización del Transitismo como forma general de organización y desarrollo de la sociedad panameña, que verá incrementarse sus tensiones internas con la constitución de nuevos grupos sociales en el eje Panamá-Colón, y la agudización de las contradicciones ya existentes en el corredor agroganadero de las sabanas de la región suroccidental del país. Todo ello vendría a desembocar en la Guerra Civil de los Mil Días (1899-1902), y a la desorganización general de la vida en las áreas rurales del Pací co, que a su vez estimularían algunas migraciones campesinas tempranas hacia el norte de Coclé.

Para comienzos del siglo XX, Marcela Camargo, en un estudio de historia oral del mundo campesino del piedemonte coclesano, recoge abundantes testimonios de intercambio –comercial, social y cultural–con la vertiente Atlántica a lo largo de rutas que enlazaban pequeños asentamientos cuyos nombres tienen a menudo clara resonancia indígena –como Tambo, Toabré, Sagrejá, Tulú y Tucué–, recorridas a pie o utilizando caballos como animales de carga, o cayucos para ascender y descender por el curso de los ríos, que comunicaban a Penonomé con puntos tan distantes como Coclé del Norte y Río Indio en jornadas que podían ir de varias horas a varios días. Al respecto, dice la autora:

Hay varias referencias que nos advierten de la existencia de caminos que comunicaban con las tierras y costas del norte. Así lo asegura don Ramón de Carvajal en su Informe de Visita de 1784 a varias ciudades del litoral Pací co, entre ellas Penonomé. Además Felipe Pérez, en su Geografía de Panamá, explica que del río Coclé del Norte se podía llegar al Mar de Colón, en 10 horas. Don Héctor

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Conte Bermúdez en su artículo “La provincia de Coclé” se re ere a un camino de herradura que conectaba, en sesenta horas, a Penonomé con la costa atlántica y un morador de Las Cuestas de Marica me dijo que desde esa comunidad se podía llegar a la costa. Estos comentarios no son de extrañar; pienso que no sólo hubo un trillo que comunicara con la costa norte, sino varios, por muchas razones; una de ellas, que lo que hoy constituye la costa debajo de Colón fue parte de la Jurisdicción de Natá durante la Colonia y hasta 1880 constituyó territorio del departamento de Coclé; como tal, estaban habitadas por los naturales, en sitios como Paguá, Calabazo, Potrellano, Picacho, Piedras Gordas, Cascajal, La Encantada, Río de Indios, Miguel de la Borda y Coclé del Norte; por otro lado, esas tierras también fueron escenario de la ruta de contrabando con los ingleses en el siglo XVIII. De igual manera hay quienes me han proporcionado datos sobre rutas tomadas especialmente para irse a asalariar en algunos poblados alrededor del Lago Gatún, como Cirí y Ciricito de los Sotos, en los años comprendidos entre 1930 y 1950; que dependiendo del punto de partida, tomaba uno o dos días llegar a su destino... Con esto quiero indicar que fue común la comunicación con tierras allende las montañas, o en sentido contrario, por razones de parentesco, para cultivar y obtener la comida, para asalariar o por motivo del comercio79.

El cuadro 3, en la siguiente página, sintetiza el universo abarcado por ese sistema de comunicaciones, y los productos intercambiados en el mismo durante la primera mitad del siglo XX.

Lo planteado hasta aquí sugiere, en todo caso, que los ecosistemas que interesan a este estudio se forman a partir de esta desarticulación entre los mundos de la economía mercantil y de la economía campesina en el Panamá colonial. La economía campesina –y las formas de vida y cultura que la caracterizan–, en particular, prolonga hasta bien entrado el siglo XX prácticas culturales y productivas, y visiones de la naturaleza cuyo origen puede ser remontado a nes del XVI y principios del XVII, cuando culminan en lo más fundamental los procesos de reorganización sociocultural y espacial asociados a la conquista europea. En este sentido, también, cabe a rmar que el estado actual de esos ecosistemas no se debe tanto a la dinámica interna de aquella economía campesina

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tal como se practicaba en la periferia de los espacios de la economía mercantil, como a procesos que se originan en buena medida fuera del área directa de estudio.

Cuadro 3.

Comunidades y productos vinculados al intercambio transístmico desde Penonomé.

PRODUCTOS COMUNIDADES

FRECUENCIA

Toabré

Sagrejá

Tambo

Churuquita Chiquita

Churuquita Grande

Pajonal

La Negrita

Rincón de Las Palmas

Entradero (desde 1950: Caimito)

Sofre

Membrillo

Pozo Azul

Río Indio

San Miguel Centro

Tucué

Santa Ana

Tulú

Chiguirí Arriba

Chiguirí Abajo

Las Marías

Fuente: Camargo, 2002, pp.118-119.

Granos

Frutas

Verduras

Maderas de construcción

Sombreros

Bellota

Petacas

Jabas

Sogas

Medicamentos

caseros

Arroz

Café

Caucho

Pixbae

Caraña hedionda

Chutrá

Manteca de mono

Sombreros puercos

Sábados y domingos TIEMPO DE RECORRIDO

Entre hora y media a seis horas por tierra a pie, empleando el caballo o los bueyes para la carga. La navegación en balsas por el río Zaratí tomaba entre tres y siete horas, dependiendo del caudal.

De 12 a 20 horas a pie y la carga sobre bueyes y caballos, cuando se tenían estos animales.

El trayecto se recorría en dos jornadas, sobre todo en el invierno cuando los ríos crecidos cortaban el paso.

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El primero de esos procesos corresponde a dos circunstancias diferentes, aunque vinculadas entre sí, correspondientes a las primeras décadas del siglo XX. La más visible y conocida de esas circunstancias es la de la construcción del Canal de Panamá entre 1904 y 1914, que favoreció la creación de un frente de ocupación de tierras, en la ribera noroeste del lago Gatún, por campesinos desplazados por la medida adoptada en 1912 por los Estados Unidos de expulsar de la Zona del Canal a toda la población no directamente vinculada a la construcción, la defensa y la posterior operación de la vía interoceánica80. El tipo de campesino expulsado, y la agricultura que practicaba, fueron descritos en gran detalle por Hugo Bennett, un agrónomo norteamericano contratado por el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos en 1909 para evaluar las posibilidades agrícolas de la Zona del Canal. Aquella agricultura campesina, señala Bennett, se limitaba al policultivo de roza en pequeñas parcelas de muy difícil acceso, distribuidas por las laderas selváticas de los valles del Chagres y de sus a uentes, con un instrumental limitado al machete y la coa. El objetivo fundamental de la actividad era la autosubsistencia, y se destinaban pequeños excedentes a la venta o el trueque para obtener los escasos bienes de primera necesidad que no podía proporcionar la parcela. Si bien quienes practicaban esa agricultura vivían en la mayor pobreza, el autor se sentía movido a explicar que el agricultor nativo era “una persona independiente que no siempre está dispuesta a trabajar, aun por los mejores salarios, debido a la satisfacción que encuentra en su pequeña roza en medio de frutas y vegetales su cientes para cubrir las necesidades de alimentación de su familia, con un pequeño excedente para proveer las pocas necesidades adicionales”81.

Todo sugiere que la ribera occidental del lago Gatún, y la cuenca alta y media del río Indio, fueron algunas de las áreas de destino de aquellos campesinos desplazados. El legado cultural de aquellos primeros migrantes se expresa no sólo en la persistencia de técnicas de trabajo agrícola extremadamente sencillas, sino también en la extraordinaria diversidad de especies sujetas a cultivo que revelaron los Talleres realizados para este estudio: más de 80 en la Zona 5; más de 90 en la Zona 4, más de cien en la Zona 6. La composición y el destino de esas especies también son reveladoras por el amplio predominio de cultivos de autoconsumo, y la importancia del número de plantas medicinales, uno de los bienes más importantes del comercio tradicional con el Pací co que describe Marcela Camargo.

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La segunda circunstancia a que hacemos referencia, también descrita por Camargo, corresponde a las migraciones campesinas asociadas a la política de privatización de tierras hasta entonces sujetas al derecho natural en las sabanas y el piedemonte de la vertiente centro-occidental del Pací co a partir de la década de 1910. Este segundo proceso parece haber contribuido, por ejemplo, a la migración de campesinos coclesanos tanto hacia la cuenca alta del río Toabré, como hacia la de río Indio, ambas articuladas a economías externas al área. En el caso de la cuenca alta del río Indio, por ejemplo, esa articulación se dio –y se da– en dirección al área de La Chorrera –sobre todo en el caso de la pequeña producción ganadera y, en los alrededores de la Segunda Guerra Mundial, de caucho–, mientras la cuenca media parece haber establecido una vinculación temprana hacia la ciudad de Colón, para la comercialización de la producción de café.

A lo anterior es necesario agregar, además, la ocupación de tierras a lo largo de la llamada “Costa Abajo de Colón” por trabajadores afroantillanos que, una vez concluida la construcción del Canal, revirtieron a su condición original de agricultores de subsistencia, también articulados al área económica de la ciudad de Colón. En todos los casos, se trató de procesos de ocupación llevados a cabo por pequeños grupos humanos, que utilizaron tecnologías de baja intensidad ambiental asociadas a relaciones de producción dependientes en lo fundamental de estructuras de parentesco complementadas ocasionalmente con la cooperación de grupos de familias, todo ello además en ámbitos relativamente reducidos.

El período campesino-mercantil: 1950-1999

En lo más esencial, sin embargo, todo sugiere que el principal factor desencadenante de los procesos de transformación ambiental del área en el siglo XX está asociado a dos momentos distintos, estrechamente vinculados entre sí a lo largo del tiempo. El primero corresponde al intenso desarrollo del agronegocio ganadero en la región sur-central del país a partir de la década de 1940, que se tradujo con rapidez en procesos de formación de latifundios y expulsión de campesinos hacia regiones que empezaron a constituirse en áreas de frontera, primero, y de expansión, después, del mismo proceso original. Parece probable, en este sentido, que las actividades de colonización en la cuenca del río Coclé del Norte, señaladas por Benneth hacia 1968, correspondan a esta primera oleada migratoria.

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El segundo momento del mismo proceso corresponde ya a la política de colonización agropecuaria de zonas selváticas o cialmente promovida en Panamá –como en toda la América Latina tropical– a partir de la década de 1970. Es esta política, sobre todo, la que ofrece el impulso decisivo a la expansión del frente de ocupación de tierras desde la cuenca alta y media del Coclé del Norte hacia el Este, que se articula con la economía de mercado a través de Penonomé. Por otra parte, corresponde a este período, también, el inicio del proceso de expansión agroganadera desde la región de La Chorrera, hacia la ribera occidental del lago Gatún y la cuenca alta y media del río Indio, con proyección hacia el Oeste, a lo largo del piedemonte norte de la cordillera Central.

El proceso

de poblamiento

El conjunto de este proceso de rearticulación del espacio de la ROCC al mundo del agronegocio del Pací co suroccidental, a lo largo de la segunda mitad del siglo XX, puede apreciarse en el cuadro 4. La síntesis de lo que allí se muestra, permite apreciar la siguiente progresión general:

Cuadro 4. Fundaciones por zona/año.

DÉCADA

ZONA

1: Cuenca alta del Toabré

2: Cuenca alta del río Indio

3: Cuenca baja del río Indio

4: Cuenca baja del río Miguel de la Borda y Caño Sucio

5: Cuenca baja del río Coclé del Norte y Toabré

6: Cuenca alta del río Coclé del Norte

1920193019401950

Fuente: Censos Nacionales (a partir de 1920).

• EL AGUA ENTRE LOS MARES 94
1920 1960197019801990 TOTAL
7 9 2 1 5 2 1 3 1 31
1 4 3 3 0 1 0 3 2 17
4 0 1 1 1 6 0 3 1 17
6 2 0 1 4 4 2 2 1 22
4 2 0 1 3 0 2 1 0 13
2 2 0 4 2 0 2 3 2 17 TOTAL 24 19 6 11 15 13 7 15 7 117 EXISTENTES EN

La fuente principal aquí utilizada fueron los Censos Nacionales de Población, el primero de los cuales, realizado en 1920, registra 24 comunidades en el área, que constituyen la línea base del análisis. Ni éstas, ni las consideradas en el conjunto del análisis, corresponden al total existente en el área, sino que constituyen una muestra del orden del 24% de ese total. Aun así, importa señalar que las comunidades que constituyen la línea de base se ubican a lo largo de las rutas de comunicación Pací co-Atlántico que ya habían sido recogidas en el mapa de Codazzi de 1854, antes citado, lo que parece corroborar su antigüedad. Para la cultura campesina del área, por otra parte, el asentamiento se constituye formalmente al ser dotado de escuela y/o iglesia, y de otros servicios públicos, mientras que para el Estado lo relevante es la mera presencia de pobladores. Las diferencias de fecha entre ambas perspectivas, en este sentido, expresa también la lentitud con que el Estado asumió en el pasado su obligación de ofrecerles a los habitantes del área servicios básicos elementales. En todo caso, y aun con las prevenciones propias de este tipo de situación, la percepción estatal, expresada aquí en los documentos del Censo, es por necesidad predominante para el diseño de políticas públicas.

En todo caso, y en lo más fundamental, el proceso general tiene un carácter cíclico, que no puede ser explicado por el solo crecimiento vegetativo de la población del área, sino que debe ser puesto en relación con procesos ocurridos fuera de la misma. El primer gran pico, como se indicó, correspondería tanto a la construcción del Canal, en lo que hace a las zonas más cercanas al valle del Chagres, y –probablemente, aunque esto requeriría estudios más amplios– al proceso de formación de nuevos latifundios en la región central del país que siguió a la independencia de 1903, descrito en la obra ya citada de Marcela Camargo. El pico correspondientes a la década de 1950 probablemente expresa la expulsión de campesinos del Pací co derivada de la expansión del agronegocio en esa región, asociado al incremento de la demanda de alimentos en las ciudades terminales del Canal, a causa del aumento de la población debido a la demanda de mano de obra abundante y barata asociada al primer proceso de industrialización por sustitución de importaciones. Finalmente, el pico de 1980 se vincula de manera evidente a una política explícita de colonización de la región noroccidental del Atlántico panameño.

GUILLERMO CASTRO H. • 95

Así, la información disponible indica que antes de 1920 las zonas ubicadas en la llanura litoral y en la cuenca baja de los ríos al Norte de la ROCC, contaban con la mayor cantidad de poblados, lo que sugiere una posible colonización desde el Atlántico. Estas mismas zonas, particularmente en la parte noroccidental, pasan luego a ser las más remotas del área, siendo menos impactadas por los ciclos de poblamiento subsecuentes. Por otra parte, la intensidad del proceso de fundaciones decrece de la década de 1920 a la de 1930, salvo en las cuencas altas del Toabré e Indio –en este caso, como se indicó, probablemente a causa de migraciones de campesinos desplazados por la creación del lago Gatún y la decisión de las autoridades norteamericanas de expulsar a la población campesina de la Zona del Canal–, al Sureste de la ROCC.

Las fundaciones se incrementan de nuevo en la década de 1950, sobre todo en la parte alta del Coclé del Norte, al Suroeste de la ROCC. Este incremento, que parece iniciarse ya en la década de 1940, sugiere que la primera incursión derivada del desarrollo del agronegocio ganadero provino de Azuero-Veraguas. En todo caso, su impacto inicial no parece haber afectado a las cuencas alta y baja del río Indio, ubicadas en la sección más oriental de la ROCC. Las fundaciones decrecen nuevamente entre las décadas de 1960 y 1970, para alcanzar su último pico a mediados de la de 1980, aunque con menor intensidad en la sección noroccidental de la ROCC, correspondiente a las cuencas bajas del Miguel de la Borda, y del Coclé del Norte y Toabré, para decrecer nuevamente después.

Aquí conviene destacar un elemento adicional. El Atlántico centro-occidental, en efecto, constituyó una de las últimas fronteras de expansión agropecuaria del país. Como en el resto del territorio nacional, esa frontera está prácticamente agotada. El Sistema de Parques Nacionales y Áreas Protegidas creado a partir de la década de 1980, aunado a la creación de las comarcas Ngöbe-Buglé y Emberá-Wounaan también de esa década acá, limita severamente la posibilidad de que nuevas migraciones campesinas sigan sirviendo de válvula de escape a la pobreza rural. En el caso de la ROCC, las necesidades derivadas de una gestión integrada de los recursos hídricos agregan restricciones adicionales a la posibilidad de nuevas migraciones dentro de la región, o hacia otras regiones. Se trata, por tanto, de una situación enteramente nueva en la historia ambiental de Panamá, que sólo podrá ser encarada con éxito con medidas que sean también novedosas en su concepción como en su implementación.

• EL AGUA ENTRE LOS MARES 96

Ambiente y cultura: una crisis en curso

Como es natural, un proceso de este tipo está marcado necesariamente por vastas transformaciones en la vida y la cultura de la población campesina, y por cambios irreversibles en los ecosistemas involucrados. En efecto, lo que hasta entonces había sido un área dedicada de manera predominante al tipo de agrosilvicultura de roza y policultivo descrito por Bennett en 1912 –y por lo mismo había sido además un área histórica de refugio de la economía campesina en el sentido antes indicado– pasa ahora a convertirse en un frente de expansión del negocio agroganadero. Los cambios en la vida social y cultural de la población, provocados por esta nueva situación emergente se expresan, por ejemplo, en la constante sensación de pérdida –de ecosistemas, de valores socioculturales tradicionales, y del ero sentido de independencia de los primeros migrantes–, y la correspondiente situación de incertidumbre que a ora en todos los Talleres realizados para este estudio.

Por otra parte, ésta sigue siendo, para todo n práctico, un área marginal. Sus vías de comunicación internas, por ejemplo, son incluso peores que las que la vinculan con los mercados de Penonomé, La Chorrera y Colón. En este sentido, a los problemas ambientales de cualquier proceso de expansión agroganadera en los trópicos se suman aquí los del carácter marginal del proceso mismo, tal como ocurre en un área de extrema pobreza. De este modo, en la medida en que este frente de ocupación está orientado hacia la ganadería extensiva y articulado a procesos económicos de escala mucho más vasta que los anteriores, genera un impacto ambiental destructivo de intensidad mucho mayor, y transformaciones sociales mucho más sostenidas.

Lo anterior se expresa tanto por una constante inmigración al área –proveniente en lo fundamental de las áreas de Azuero y Veraguas–, como en la creación de relaciones de producción y propiedad de nuevo tipo, vinculadas a una actividad mucho más dependiente del mercado externo. Todo ello, a su vez, contribuye a erosionar las viejas formas de vida social y comunitaria de un modo a la vez lento e irregular, que no favorece tampoco el rápido desarrollo de relaciones de nuevo tipo, lo que se traduce en una pérdida simultánea de capital social, cultural y natural en términos que di cultan cada vez más su reposición. Así, todos los Talleres de Participación Comunitaria expresan los problemas

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derivados del desplazamiento de los procesos de trabajo, organizados a partir de relaciones de parentesco complementadas con la cooperación de grupos de familias, por otros en los que las relaciones de parentesco pasan a ser complementadas primero –y eventualmente sustituidas después– por las organizadas a partir del salario en dinero.

Todo esto, a su vez, se expresa en la transformación de las formas correspondientes de representación y valoración de las relaciones sociales, y de las relaciones con el entorno natural, en las que tiende a producirse un desplazamiento de las representaciones vinculadas al valor de uso de los ecosistemas, por las asociadas al valor de cambio de alguno de sus componentes, en particular la tierra. Este proceso –vinculado en lo económico, por ejemplo, a la formalización de la propiedad privada del suelo a través de la titulación de tierras–, opera sobre grupos humanos que aún conservan plena memoria de una agricultura de roza –que a menudo practican, y que siempre identi can con un pasado mítico de mayor certidumbre, libertad y seguridad–, la cual sólo puede ser realmente e ciente si se dispone de tierra libre en cantidad su ciente para someterla a cultivo con intervalos de entre tres y cinco años.

En este sentido, y atendiendo al conjunto de la información disponible, cabe a rmar que la ROCC se encuentra en un proceso de crisis ambiental, marcado por el deterioro simultáneo tanto de su base tradicional de recursos naturales, como de las relaciones sociales que tradicionalmente habían permitido a la población hacer uso de tales recursos. En este marco de crisis, la cultura de la naturaleza se encuentra sometida a todos los problemas de transición entre un pasado mítico que se desvanece, y un futuro percibido desde una clara sensación de incertidumbre. Si, como observa Carl Sauer, la cultura de un grupo social sintetiza los vínculos entre sus hábitos y su hábitat82, la ROCC se encuentra en un momento en que ambas partes de esa relación cambian con creciente rapidez, sin que se perciban aún con la claridad necesaria las posibilidades para una síntesis de nuevo tipo.

Conclusión: El ingreso al siglo XXI

La periodización de la historia ambiental de la ROCC debe incluir, por necesidad, su corte más importante en el hecho mismo que la creó: la promulgación de la Ley 44, en agosto de 1999. En lo ambiental, ese

• EL AGUA ENTRE LOS MARES 98

corte señala el momento en que una región de economía campesina, cuya relación con el agua corresponde a una pluvicultura, pasa a integrarse a la esfera de responsabilidad de una corporación moderna, cuya relación con el agua corresponde a una cultura hidráulica en el sentido más pleno del término83. De este modo, además, la Ley 44 implica que la ROCC, sin dejar de ser un área campesina en transición hacia una economía mercantil, pasa a estar vinculada a las estructuras y problemas más avanzados y complejos de la economía de mercado en Panamá. En lo que hace a la cultura de la naturaleza, esto implica un período enteramente nuevo en la historia ambiental de la región. Si hasta 1999 sus problemas y su destino parecían ser el de todas las fronteras agroganaderas de la América tropical –rápida deforestación, concentración de la propiedad en latifundios, expulsión de campesinos pobres hacia otras áreas del país–, ingresa al siglo XXI con desafíos enteramente nuevos, para sí, y para el país mismo. En efecto, la Ley 44 crea una premisa de nuevo tipo, que modi ca los términos en que hasta nes del siglo XX había venido evolucionando la estructura de relaciones con el mundo natural de la región histórica de la que forma parte la ROCC. En principio, y en lo que hace a la gestión ambiental de la ROCC en la perspectiva de la cultura hidráulica ahora predominante en el diseño de su futuro, la situación así creada puede ser planteada en los siguientes términos:

En un área ya sometida a intensos procesos de transformación ambiental, centrados en el uso y control del suelo para actividades de subsistencia y de producción mercantil de baja productividad, pero intensidad creciente, se plantea la necesidad de reordenar las prácticas productivas vigentes –y las formas de organización y vida social asociadas a las mismas– con vistas a generar procesos de transformación ambiental centrados en el agua como recurso central, a partir de necesidades de largo plazo asociadas a las demandas directas e indirectas de la organización productiva más compleja existente en el país.

En esta perspectiva, cabe plantear un problema del mayor interés para el manejo de la ROCC por la ACP. En efecto, ninguna de las categorías y tipos culturales presentes en el área se corresponde con una economía y una cultura hidráulicas. Por otra parte, el carácter destructivo

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del capital social, cultural y natural de la ROCC, que predomina en las tendencias dominantes en el uso del suelo a lo largo de los últimos treinta años, conspira directamente contra toda estrategia de corto y mediano plazo de gestión integrada de los recursos hídricos de la región. Dicha gestión, en efecto, no es posible en el marco de una economía extractiva –de la fertilidad del suelo en este caso– que tiende a la monoproducción a través de la simpli cación sistemática de los ecosistemas, y que depende de subsidios energéticos y ambientales siempre crecientes.

Así, la presencia de la ACP en la región ofrece la posibilidad de estimular la formación de categorías y tipos culturales correspondientes al manejo integrado de los recursos hídricos en la ROCC. Para que tal posibilidad se traduzca en nuevas alternativas de desarrollo, a la vez viables y sostenibles, será necesario establecer y promover técnicas de producción y de encuadramiento que permitan reconstituir, en un nuevo nivel de complejidad correspondiente a las nuevas formas de articulación de la ROCC con el país, las categorías y tipos culturales que hoy están en crisis. La gestión integrada de recursos hídricos en el trópico húmedo, en efecto, requiere de un saber ambiental cuyo tronco, sostenido por el conocimiento cientí co, hunde sus raíces en la cultura de la naturaleza que se origina en la agrosilvicultura campesina descrita por Hallé. Esa combinación óptima del saber tradicional y el conocimiento moderno, sin embargo, debe ser construida desde el interior de la realidad que se desea transformar, tomando en cuenta las tendencias y alternativas forjadas en el curso anterior de la historia ambiental de la región.

El cuadro 5 sintetiza este planteamiento. Se trata de una versión ampliada del que fuera elaborado originalmente para sintetizar los resultados del componente sobre usos culturales del suelo de este estudio, al que se ha agregado una última la, referida a: un paisaje que aún no existe en el área: aquél que debería corresponder a una reorganización del medio natural y social encaminada a garantizar el aprovechamiento sostenible de lo que en una perspectiva hidráulica serían los dos principales recursos del área: el agua, y la rica biodiversidad de los ecosistemas que garantizan su abastecimiento en las condiciones de cantidad y calidad que reclama la gestión integrada de la Cuenca Hidrográ ca del Canal.

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De este modo, y en la perspectiva de la historia ambiental, están disponibles ya los elementos de juicio necesarios para abordar problemas como los siguientes:

• Si para transformar el área que hoy abarca la ROCC en una subregión dedicada crecientemente a la producción agropecuaria de baja productividad fue necesario emprender ayer un proceso de deforestación intensiva, vinculado a la presencia de un amplio número de pequeñas comunidades dispersas de productores de muy bajo nivel de vida, ¿qué procesos de reorganización social serán necesarios para hacer mañana de la producción de agua el centro de la actividad económica de la misma subregión?

• Trabajar con la población existente en la transformación de sus condiciones de vida en el sentido indicado a partir de la incorporación de sus rasgos culturales, forjados originalmente en una situación de marginalidad, dentro de una relación de mayor alcance y signi cado estratégico, como es la de su condición de pequeños y medianos productores crecientemente articulados a una economía de mercado, y vinculados a la ACP en la gestión ambiental de un área compleja de interés común.

• Encarar el proceso de transición que ya está en curso en el área, como una oportunidad para rescatar y revalorar, en una perspectiva de desarrollo sostenible a través de la gestión integrada de recursos hídricos, el legado prehispánico incorporado a la cultura y la economía campesinas, con su articulación de agricultura de policultivo, recolección y actividades de intercambio interoceánico. Desde hace más de tres mil años, esas actividades han sido capaces de sostener, con recursos tecnológicos muy sencillos, poblaciones con vínculos hacia el exterior de la región de complejidad mayor a la usualmente imaginada. Esas experiencias deben contribuir a la elaboración de modelos alternativos de desarrollo basados en redes de comunidades mejor articuladas entre sí y con su entorno, cuya existencia se base en un aprovechamiento mucho más intensivo de los dos principales recursos naturales del área –la biodiversidad y el agua–, y de su capacidad para servir a una mejor articulación entre el Atlántico y el Pací co centro-occidental de Panamá.

GUILLERMO CASTRO H. • 101

Cuadro 5.

Estructura ambiental del área, situación actual y perspectiva.

CATEGORÍA

TIPO

SISTEMA PRODUCTIVO

PAISAJE

ÁREA DE PREDOMINIO /GRUPOS CULTURALES

CULTURA DE LA NATURALEZA

CATEGORÍA TIPO

SISTEMA PRODUCTIVO

PAISAJE

ÁREA DE PREDOMINIO /GRUPOS CULTURALES

CULTURA DE LA NATURALEZA

• Campesino.

• Coclesano

• Costeño

• Sabanero

• Roza.

• Policultivo y recolección complementado con excedente para intercambio.

• Trabajo familiar complementado con trabajo comunitario.

• Coclesano: Agrosilvicultura en laderas bajas de las cuencas medias y altas, combinada con cafetales y naranjales asociados a caseríos en las riberas de los ríos.

• Costeño: Cocales asociados a caseríos en el litoral, agrosilvicultura en la cuenca baja y media de los ríos.

• Sabanero: Potreros en tierras aluviales y laderas bajas, asociados a viviendas dispersas.

• Coclesano: Cuenca alta y media de todos los ríos principales.

• Costeño: Llanura litoral y cuenca baja de los ríos Coclé del Norte, Caño Sucio, Indio.

• Sabanero: Cuenca alta y media del sistema Toabré-Coclé del Norte.

• Centrada en el valor de uso de los ecosistemas en su conjunto.

• Folclore animista asociado a prácticas rituales.

• Semicampesino.

• Coclesano

• Costeño

• Sabanero

• Producción para el intercambio complementada con policultivo para autosubsistencia.

• Trabajo familiar complementado con trabajo asalariado.

• Agrosilvicultura en laderas altas y otras áreas marginales.

• Deforestación/potrerización permanente de laderas bajas y tierras aluviales.

• Erosión de diferencias entre paisajes.

• Todas las cuencas.

• Transición de cultura centrada en el valor de uso de los ecosistemas a otra centrada en el valor de cambio de componentes especí cos de los mismos.

• Abandono de prácticas rituales.

• Persistencia de folclore animista combinado con fuerte memoria mítica del paisaje y las relaciones sociales anteriores.

102 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

CATEGORÍA

TIPO

SISTEMA PRODUCTIVO

PAISAJE

ÁREA DE PREDOMINIO /GRUPOS CULTURALES

CULTURA DE LA NATURALEZA

CATEGORÍA

TIPO

SISTEMA PRODUCTIVO

PAISAJE

• Mercantil

• Coclesano

• Costeño

• Sabanero

• Pérdida de relevancia de las diferencias culturales, aculturación por contacto con grupos urbanos y semiurbanos de la vertiente del Pací co.

• Predominio del monocultivo para la venta.

• Trabajo asalariado complementado con trabajo familiar.

• Predominio del potrero.

• Agricultura de plantación incipiente, incluyendo plantaciones forestales.

• Bosques restringidos a laderas.

• Cuenca alta y media del sistema Toabré-Coclé del Norte, cuenca del río Indio.

• Centrada en el valor de cambio de componentes especí cos del ecosistema, en particular la tierra.

• Pragmatismo, disociación entre prácticas productivas y creencias mágicoreligiosas.

• Hidráulico

• Coclesano

• Costeño

• Sabanero

• Recuperación de las diferencias culturales relevantes para el fortalecimiento del capital social y la optimización del aprovechamiento de los recursos fundamentales de las diferentes zonas y áreas.

• Actividades de alto nivel de cooperación orientadas a optimizar la producción y el aprovechamiento del agua y la biodiversidad, complementadas con inversión pública en educación, salud, capacitación en producción agropecuaria sostenible y comunicaciones internas, con vistas a la preservación y renovación del capital social y cultural.

• Forestería en pequeñas cuencas y laderas empinadas; agrosilvicultura en tierras de piedemonte; actividades agropecuarias intensivas apoyadas en riego en tierras bajas, y de acuicultura en cuerpos de agua.

• Venta de servicios –ecoturismo, apoyo a la investigación cientí ca, captura de carbono– para generar ingresos complementarios.

• Buenas comunicaciones internas y con el exterior.

ÁREA DE PREDOMINIO /GRUPOS CULTURALES

CULTURA DE LA NATURALEZA

• Estímulo a la presencia y consolidación de grupos culturales en las áreas de la ROCC más adecuadas a sus formas tradicionales de uso del suelo.

• Organizada en torno a la apreciación del agua y la biodiversidad como recursos fundamentales, cuya cantidad, calidad y disponibilidad dependen de un manejo sostenible de los ecosistemas.

• Énfasis en preservación, renovación y ampliación del capital natural.

GUILLERMO CASTRO H. • 103

• Todo esto, por último, debe ser planteado en la perspectiva del problema fundamental: propiciar el paso de la cultura del agua dominante en el área –que en este caso se corresponde a una pluvicultura, que ve en el agua un recurso provisto por la lluvia antes que por los ecosistemas–a una cultura hidráulica, correspondiente a una visión del agua como recurso producido y manejado por organizaciones técnico-económicas de alta complejidad en asociación con comunidades campesinas que aspiran a una vida mejor en el territorio que han venido ocupando a lo largo de toda su historia.

La creación de la ROCC ha venido a convertirse, en breve, en el factor desencadenante de la mayor transformación ambiental que haya conocido la región del Atlántico centro-occidental de Panamá desde la transición de los humanos a la agricultura en el área hace tres mil años, y su transformación en un espacio marginal de refugio de la economía campesina expulsada del litoral Pací co del Istmo hace cinco siglos. Esa transformación ambiental, que ya se encuentra en curso, sólo llegará a ser sostenible en la medida en que implique una transformación de las terribles condiciones de vida a que se encuentra sujeta la población del área como consecuencia de los procesos de deterioro social y degradación ambiental a que viene siendo sometido desde hace tres décadas el territorio que habitan. Pero esto, a su vez, demandará transformar las formas de organización, cultura, actividad económica y vida cotidiana vinculadas a esas condiciones de vida. De la comprensión de esta trama de relaciones dependerá en buena medida, a la luz de las lecciones del pasado, encontrar los términos de una relación de alianza futura entre la ACP y la población de la ROCC, para bien de ambos y del país entero. Panamá, 2006.

104 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

4. La ampliación del Canal, o el transitismo contra el tránsito

Para Rodrigo Noriega.

Para referirnos al problema del impacto ambiental del proyecto de ampliación del Canal de Panamá, conviene empezar por distinguir al ambiente del medio natural, y a estos de la ecología. El ambiente es, en lo más esencial, el resultado de la acción de los seres humanos sobre el medio natural, mientras la ecología es una disciplina cientí ca que se ocupa de las relaciones de los seres vivos entre sí, y con el medio abiótico. La especie humana ha venido rehaciendo el medio natural a lo largo de unos dos millones de años y, en este sentido, el impacto ambiental de una acción humana designa el efecto de esa acción sobre el ambiente previamente existente, y las transformaciones que resultan de ese efecto.

En esta perspectiva, destaca el hecho de que los seres humanos se relacionan con el mundo natural a través de las relaciones que establecen entre sí para producir sus medios de existencia, y reproducir sus estructuras de acción social. Por lo mismo, el análisis de los problemas ambientales en su relación con las estructuras sociales resulta especialmente útil en la evaluación de problemas como el que nos interesa.

Así, el tránsito interoceánico ha sido, desde hace miles de años, un importante factor de organización de la actividad humana en el Istmo que hoy llamamos de Panamá. Sin embargo, es a partir de un determinado momento de la historia de esa actividad que se forma la estructura de acción social que se designa con el nombre de transitismo. Ese término, en efecto, designa la forma especí ca de inserción del Istmo en el moderno sistema mundial a partir del siglo XVI, de la cual resultan, a su vez, los paisajes que hemos venido a considerar como característicos de la actividad de tránsito tal como se ha venido llevando a cabo de entonces acá84.

Lo importante, aquí, es que el ambiente y los paisajes de Panamá no son el resultado del tránsito como forma de actividad económica, sino del transitismo como formación económico-social y como marco de relación entre la sociedad y la naturaleza en el Istmo entre los siglos XVI y XXI. A lo largo de ese período, ese marco de relación ha tenido algunos

GUILLERMO CASTRO H. • 105

rasgos constantes y, al mismo tiempo, otros rasgos cambiantes, que nos permiten identi car momentos fundamentales en su desarrollo. Tales rasgos constantes han incluido, por ejemplo, los siguientes:

• El monopolio del tránsito por una ruta en particular –en este caso, el valle del Chagres– sujeta a estricto control por parte de una potencia extranjera hasta 1999, y del Estado panameño desde entonces.

• El uso de ese control con el n de garantizar constantes subsidios ambientales y sociales a la actividad de tránsito por esa ruta particular, y como medio para concentrar y centralizar la vida económica del país –y la acumulación de los excedentes generados por esa economía– en torno a esa actividad.

• La subordinación de la periferia interior de la ruta a funciones compatibles con el subsidio al tránsito.

• La constante fragmentación del mundo de los trabajadores entre los sectores directa e indirectamente vinculados al tránsito.

• El control de las relaciones exteriores –en este caso, de las relaciones de dependencia con respecto al centro del sistema mundial– a través del control de la ruta de tránsito y de los subsidios a esa actividad.

• Y, como resultado de todo ello, una estructura económica que, en el concierto latinoamericano, bien podría ser llamada de heterogeneidad invertida, en cuanto concentra en el sector terciario magnitudes de actividad y producción que en el resto de la región corresponden por lo general a los sectores primario y secundario.

Una historia del impacto ambiental del transitismo en Panamá viene a ser, en este sentido, una historia ambiental de Panamá. En ella destacan tres grandes momentos fundamentales:

• El del tránsito preindustrial, entre 1550 y 1850, caracterizado por el uso de una tecnología de bajo impacto, adaptada a las restricciones que el medio imponía a la actividad, operada mediante el trabajo esclavo o de peones, y nanciada en lo fundamental por el capital local.

• El del tránsito industrial ferroviario, dominante entre 1850 y 1914, que utilizó una tecnología de mediano impacto ambiental, capaz ya de subordinar el medio natural a las necesidades del tránsito, operada

106 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

mediante el trabajo de obreros y técnicos asalariados y nanciada por capital privado proveniente del exterior.

• El del tránsito industrial hidráulico, dominante de 1914 a nuestros días, que utiliza una tecnología de enorme impacto ambiental, operada por obreros y técnicos especializados de alta cali cación, ynanciada por capital monopólico de Estado.

Lo esencial, en todo caso, es que el desarrollo de las fuerzas productivas en la actividad de tránsito, en el marco de la formación social transitista, ha dependido del subsidio en recursos humanos y naturales –tierra, agua y energía en primer término– provenientes del entorno natural, social y económico de la ruta. Esa relación de subsidio al tránsito se tradujo por necesidad en un factor que contribuyó de manera decisiva al retraso constante en el desarrollo de las fuerzas productivas en el resto de la economía nacional, y en la transformación de las relaciones sociales de producción en el resto de la sociedad.

Al abordar en esta perspectiva la dimensión ambiental del transitismo, empezamos a entender que el contraste entre los paisajes sociales y naturales del corredor interoceánico y los del interior del país no se debe a que haya en el Istmo varios países en uno, sino a la presencia de una misma sociedad integrada por grupos sociales que organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una estructura de poder tan contradictoria, con ictiva y violenta, como para generar y sostener el proceso de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental constantes, en cuyo marco se inscribe el proyecto que discutimos hoy. Por lo mismo, la discusión del impacto de ese proyecto sobre el ambiente creado por el transitismo debe ser ubicado en varios planos a la vez.

El primero de esos planos se re ere, sin duda, al impacto del proyecto sobre su entorno inmediato. A esto corresponde en lo fundamental el estudio de impacto ambiental sintetizado en el folleto de divulgación del proyecto de ampliación, y que con toda probabilidad resultará ser técnicamente impecable cuando llegue a ser conocido en su detalle y sea nalmente evaluado por la autoridad estatal correspondiente. Sin embargo, más allá de eso –que corresponde al ámbito de responsabilidad de la empresa estatal que presenta el proyecto–, es necesario que el Estado y la sociedad aborden el problema desde al menos dos planos más.

GUILLERMO CASTRO H. • 107

El primero de ellos, fundamentalmente espacial, se re ere al impacto del proyecto sobre la huella ecológica ya generada por el enclave transitista sobre el conjunto del territorio nacional, en particular de la década de 1940 a nuestros días. El segundo, fundamentalmente temporal, se re ere a la evaluación ambiental estratégica que requiere un proyecto como éste, tanto por su magnitud y demandas intrínsecas, como por su importancia para el futuro del tránsito en Panamá. A reservas de lo que nos revelen esos estudios, que aún no han sido siquiera planteados hasta donde sabemos, me atrevería a adelantar algunas ideas para la discusión del impacto ambiental del transitismo en Panamá.

En primer lugar, ya es evidente que existe una contradicción insoluble entre el transitismo y el tránsito, en la medida en que el territorio y la sociedad nacionales han llegado al límite de su capacidad para seguir proporcionando los subsidios ambientales y sociales que el tránsito demanda, como había venido ocurriendo hasta la década de 1980. Hoy, por el contrario, la creciente escasez relativa de tierra y agua en Panamá genera tensiones sociales crecientes, que tienden a encarecer los costos económicos, sociales, políticos y ambientales de la actividad de tránsito, e impiden así un aprovechamiento verdaderamente racional y sostenido de los recursos humanos y naturales del país.

Esta situación, por supuesto, no afecta sólo al Canal. Por el contrario, se extiende a la posibilidad misma de que el país pueda encarar con éxito la crisis energética que lo afecta, y crear verdaderas ventajas competitivas para el conjunto de nuestra economía, y esta contradicción resulta evidente para cualquiera que no esté simplemente comprometido con la preservación, a cualquier costo, de las estructuras más tradicionales de poder del transitismo.

Por otra parte, tampoco estamos solos en esta crisis. La ampliación del Canal, y sus implicaciones ambientales, forman parte del proceso mayor de transformación masiva de la naturaleza en capital natural que viene ocurriendo a escala de toda la región latinoamericana, a través de otros megaproyectos como el anillo energético sudamericano, la interconexión vial andina, la hidrovía de la cuenca del Plata, o la integración energética centroamericana.

Dentro de ese marco mayor, y de manera más precisa, lo que resalta en nuestra tierra es el hecho de que la operación sostenida del Canal demanda, hoy, el desarrollo sostenible del país. Por lo mismo,

108 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

el problema mayor para la valoración del proyecto que discutimos consiste en que carece del marco de referencia que sólo podría proporcionarle un proyecto destinado a garantizar la sostenibilidad del desarrollo en Panamá.

Esta carencia, por supuesto, no puede ser achacada directamente a la Autoridad del Canal de Panamá, sino al Estado, a cuyo servicio esa Autoridad se encuentra. La Autoridad ha cumplido con su responsabilidad de formular el proyecto en los términos correspondientes a la misión que el Estado le ha asignado. Correspondería ahora al Estado proponerle al país el proyecto nacional que haga de la ampliación del Canal, además de un buen negocio en sus propios términos, el factor decisivo en la promoción y la sostenibilidad del desarrollo de la sociedad panameña en su conjunto.

Los elementos fundamentales para la construcción de ese proyecto se encuentran dispersos, hoy, en las demandas de múltiples sectores de la sociedad panameña; desde los campesinos que se resisten a la construcción de embalses en las tierras en que viven, hasta los productores del interior que desearían ver en el Canal un verdadero factor de ventaja para competir en el mercado mundial con sus productos.

En cada uno de esos casos, resulta fácil reaccionar desde nuestras tradiciones políticas más pueblerinas, diciendo que se trata de gente que simplemente se opone al progreso. En realidad, se trata de lo contrario. A lo que se resisten esos sectores es a seguir subsidiando, con su trabajo y los recursos naturales a su alcance, un progreso excluyente, que no les ofrece verdadero acceso al goce de sus frutos. O, dicho en un lenguaje más cercano al núcleo más íntimo de los problemas de nuestro tiempo, esos sectores no se resisten al desarrollo de las fuerzas productivas, sino a la preservación de las relaciones de producción que constituyen el cimiento fundamental del transitismo.

Hemos llegado, así, a la más singular de las contradicciones de nuestra historia: aquella en la que el transitismo se constituye en el peligro mayor para la actividad del tránsito en Panamá. Aquí está el nudo gordiano de la crisis que nos aqueja. Y la clave para encarar ese problema está en la más sencilla de las preguntas.

Todo proceso productivo implica siempre, como sabemos, una reorganización simultánea de la naturaleza y de la sociedad. Por lo mismo, si para reorganizar la naturaleza del Istmo de la manera en que lo requería

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el tránsito hidráulico fue necesario organizar en República el país e incorporar a esa República los grupos sociales nuevos que surgieron de qnte, porque no está en ninguno. Por lo mismo, no hay que buscarla: hay que construirla. Y ése es, sin duda, el desafío mayor de nuestro tiempo, en nuestra tierra.

Paraninfo Universitario, Panamá, 15 de junio de 2006.

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5. El Istmo en el mundo. Elementos para una historia ambiental de Panamá

Para Alfredo Castillero Calvo.

Mire vuestra majestad qué maravillosa cosa y grande disposición hay para lo que es dicho, que aqueste río Chagre, naciendo a dos leguas de la mar del Sur, viene a meterse en la mar del Norte. Este río corre muy recio, y es muy ancho y poderoso y hondable, y tan apropiado para lo que es dicho, que no se podría decir ni imaginar ni desear cosa semejante tan al propósito para el efecto que he dicho.

La República de Panamá ha ingresado al siglo XXI con graves problemas ambientales, que van desde la destrucción de los recursos forestales y la erosión de la biodiversidad; el deterioro y la erosión de sus tierras agrícolas y ganaderas; la contaminación de sus aguas interiores y litorales, hasta el crecimiento urbano desordenado que impera sobre todo en la Región Metropolitana85. Esta situación – aun cuando se inserta en un entorno regional más amplio–, se vincula aquí a la desintegración de las estructuras de relación de la sociedad panameña con su entorno natural, conformadas a partir de la organización del tránsito interoceánico como una actividad industrial por los Estados Unidos entre 1904 y 1977. La comprensión de los desafíos y las oportunidades que nos plantea esta circunstancia singular demanda abordar, desde las experiencias del pasado, las perspectivas de las relaciones entre los seres humanos y el medio natural en Panamá. De esto trata, precisamente, la historia ambiental.

El medio biogeofísico86

La formación del Istmo de Panamá, que vinculó entre sí las masas terrestres norte y sudamericana, y propició procesos de contacto y migración de especies animales y vegetales que hasta entonces habían evolucionado en completo aislamiento, tuvo lugar hace unos

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Gonzalo Fernández de Oviedo, 1526.

cuatro millones de años 87. A partir de ese momento, los ecosistemas que sostienen la vida en el territorio panameño pasaron a formar parte del conjunto mayor que vincula entre sí el espacio mesoamericano-caribeño y el correspondiente al gran ecosistema AmazónicoPací co-Darién 88 .

El Istmo, ubicado entre los 7 y los 10 grados de latitud Norte, tiene las características climáticas propias del trópico: altas temperaturas con escasa oscilación máxima y mínima durante todo el año, elevado contenido de humedad en las masas de aire y lluvias abundantes. Aunque cuenta apenas con unos 76.082 kilómetros cuadrados, su forma permite más de 2.000 kilómetros de costas, y más de 1.600 islas ubicadas en su amplia plataforma continental cubierta por aguas poco profundas. Un eje montañoso, formado por cerros escabrosos, divide al país en dos vertientes: la del Caribe y la del Pací co. Aunque este sistema montañoso cubre más de la mitad del territorio, las tierras de alturas mayores a los 1.000 metros representan una baja proporción del total. El sistema montañoso, por otra parte, se acerca mucho más a la costa del Caribe que a la del Pací co, determinando así que los ríos de aquel sector sean por lo general más cortos y torrentosos.

En el sector occidental del país, cercano a la frontera con Costa Rica, las montañas constituyen un gran bloque de tierras altas, frente al cual se encuentra antepuesto, hacia el lado del Pací co, el volcán Barú. A medida que avanza hacia el Este, el cordón cordillerano va perdiendo altura hasta convertirse en un conjunto de bajas colinas al llegar a la parte central del Istmo, que es también su parte más estrecha. De aquí hacia el Este, la cordillera se acerca mucho a la costa del Caribe y comienza de nuevo a tomar altura, alcanzando las mayores regionales ya en el límite con Colombia.

A ambos lados del eje del sistema montañoso principal, entre la cordillera y el mar, se extiende una faja de llanuras en las cuales ocurren áreas de pequeños cerros y lomas. En la costa sur, esta faja alcanza amplitud en Chiriquí, desaparece prácticamente en las cercanías de Veraguas, y vuelve a desplegarse hasta las cercanías del Istmo central. En la parte suroriental del país, aparece además otra llanura interior, constituida por las cuencas de los ríos Chepo y Chucunaque, cuyas cabeceras, muy cercanas una de la otra, se encuentran separadas por cerros de muy escasa altura. De este modo, las diferentes condiciones de altura

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y de exposición a los vientos del noreste, cargados de humedad, a que da lugar esta organización del territorio, generan tres fajas climáticas principales:

• La faja de tierras bajas calientes, situada entre el nivel del mar y los 600 metros en la vertiente del Caribe, y los 700 en la del Pací co, abarca más del 76% de la super cie de Panamá, en la que predomina la super cie ondulada.

• La faja de tierras templadas, que ocurre entre 600 y 700 metros, según la vertiente en que se ubica, y 1.500 metros de altura, que ocupa un 18% de la super cie.

• La faja de tierras frías de más de 1.500 metros de altitud, que ocupa poco más del 5% del país.

En las tierras bajas, las formaciones vegetales incluyen desde sabanas y bosques tropicales secos en la vertiente del Pací co, hasta bosques tropicales húmedos, sobre todo en la vertiente del Caribe y en áreas del Pací co expuestas a los vientos del suroeste. En las tierras altas, las asociaciones varían entre bosques subtropicales húmedos en alturas entre 600-700 a 1.500 metros, y bosques muy húmedos de montaña, con gradaciones entre unos y otros que dependen especialmente del grado de humedad reinante debido a las mayores o menores precipitaciones locales. En los suelos aluviales sujetos a la inuencia de las mareas o a inundaciones periódicas, ubicadas a lo largo de las costas bajas y los estuarios de los ríos, por último, abundan los bosques de mangle, especialmente en sectores de la costa de Bocas del Toro, Chiriquí, Veraguas, el golfo de Parita y en las provincias de Panamá y Darién.

Las áreas más áridas, como las del golfo de Parita, en la región suroccidental –de clima benigno, topografía poco accidentada, vegetación menos densa, más fácil cultivo y menor número y variedad de insectos y plagas que di cultan la vida y alteran la salud humana– acogieron desde muy temprano el asentamiento de los humanos. Allí, y desde allí, en interacción con el resto del territorio, se desplegó en lo fundamental la historia de las interacciones entre los humanos y el medio natural en Panamá hasta nes del siglo XIX.

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Antes de Europa

El paisaje inicial

La historia ambiental de Panamá se remonta al ingreso de los primeros humanos al Istmo, unos 11 mil años atrás. Los ecosistemas que encontraron aquellos primeros inmigrantes eran ya el resultado de un complejo y prolongado proceso formativo, que incorporaría además el impacto gradualmente acumulado de la actividad de la nueva especie en aquel entorno, cuya presencia se vio vinculada, a su vez, con otros procesos naturales correspondientes al período nal de la última glaciación.

Así, por ejemplo, si bien ya se encontraba avanzada la formación de condiciones climatológicas y de ecosistemas muy parecidos a los actuales, persistían circunstancias diferentes a las de hoy. Las aguas del mar estaban situadas a unos 50 metros bajo el nivel actual, y una porción apreciable de los actuales golfos de Panamá y de Chiriquí constituían llanuras costeras89. La temperatura media era entre cinco y seis grados centígrados más fresca, la línea inferior del bosque montano estaba por debajo de los 800 metros, y aunque las temporadas secas eran más prolongadas, tendían a acortarse y estabilizarse. En aquel paisaje, el bosque tropical “ocupaba mucho de las tierras bajas, pero estaba interpenetrado por nuevas comunidades de plantas provenientes de las amplias laderas medias y altas, que incluían arboledas menos densas y probablemente matorrales”, a través de las cuales podían abrirse paso grandes herbívoros90.

En cuanto a la fauna, tras el intercambio inicial de especies de Norte y Sur América el avance del bosque tropical en las tierras bajas, iniciado hace unos 800 mil años, había bloqueado el paso, de la actual Nicaragua hacia el Sur, de los grandes mamíferos vinculados a hábitat de praderas –ciervos de gran cornamenta, mamuts, bisontes–, que habían ingresado a Norteamérica desde Asia por el puente terrestre de Behring91. Así, aunque en el período de ingreso de los humanos no parecen haber existido en el Istmo grandes herbívoros, abundaban en cambio mamíferos de menor tamaño, como el venado de cola blanca y el saíno, y carnívoros como el jaguar. Por otra parte, el ascenso del nivel del mar sobre las llanuras costeras entre 9350 y 6550 a. C., debido al n de la última glaciación, favorecía el desarrollo de amplios manglares y, con ello, de litorales ricos

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en vida marina. Estaban creadas, así, condiciones que llegarían a desempeñar un importante papel en la historia ambiental posterior.

Primeros impactos humanos

Los primeros humanos que ingresaron al Istmo disponían ya de una tecnología básica –que incluía la capacidad para producir y utilizar el fuego–, y de la capacidad para utilizarla y desarrollarla para adecuar el entorno a sus necesidades, aun en condiciones de aislamiento con respecto a los otros grandes focos de cambio cultural de Eurasia y África. De este modo, actuaron como la vanguardia de su especie en lo que mucho después vendría a ser el Nuevo Mundo, recorriendo junto al resto de sus semejantes –sin saberlo– importantes fases de una misma ruta evolutiva a lo largo del enorme lapso de tiempo anterior a la conquista europea. El Istmo, como vimos, ofrecía considerables extensiones de bosque tropical estacional sobre suelos fértiles, y una amplia y productiva zona estuarina, con lo cual parecen haber convergido allí todos los factores necesarios para hacer de ella “un área nuclear para los orígenes y el desarrollo de la producción de alimentos”92. Hacia el 9000 a.n.e., ese desarrollo había generado algunas novedades de importancia. Una población que habitaba en viviendas individuales y/o pequeños caseríos ubicados en los márgenes de ríos y arroyos secundarios, practicaba ya el cultivo de zapallos, calabazas y tubérculos en pequeños huertos domésticos.

Entre el 7000 y el 5000 a.n.e., en coincidencia con un intervalo climático más seco que el presente, se intensi can la agricultura de roza y el uso de recursos marino-costeros vinculados a los manglares (moluscos, cangrejos, peces), ante las crecientes di cultades para obtener cantidades adecuadas de proteína de origen terrestre, mientras se inicia un sustancial incremento en el número y tamaño de los asentamientos humanos. Este giro se acentúa hacia el 3000 a.n.e.: aparecen nuevas plantas cultivadas, como el maíz y la batata; los asentamientos ubicados en la costa se hacen más grandes y numerosos; y la creciente intensi cación de la agricultura parece asociarse a la escasez de árboles primarios, la declinación de los bosques secundarios y el aumento la vegetación herbácea.

Del 3000 al 2000 a.n.e., se pasa al cultivo permanente de maíz, mandioca, algún tipo de ñame, y probablemente calabazas de la especie Calathea, en los suelos aluviales de importantes ríos y arroyos litorales.

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Los asentamientos primarios de la región se convierten en aldeas ocupadas por centenares de individuos, y la base tecnológica muestra un mayor énfasis en la producción de alimentos: aparece una tecnología de piedra pulimentada, utilizada para clarear los bosques de las riberas de los ríos, y la cerámica gana en calidad y en diversidad de formas.

Para comienzos de la era cristiana, la vertiente del Pací co central pasó a ser “el área nuclear de la producción de alimentos y el desarrollo cultural en Panamá”. Esto condujo a una situación enteramente nueva, caracterizada por poblaciones más numerosas, saturando áreas circunscritas de buena tierra agrícola, asentamientos más densos y permanentes, y la posibilidad en aumento de cosechas irregulares a partir de un número menor de plantas de alto rendimiento, mientras “los procesos conducentes a la competencia, los con ictos sociales, y la adquisición de estatus por relativamente pocos individuos […] entraron en movimiento”. Ese movimiento, y sus consecuencias, de nen la siguiente fase de la historia ambiental del Istmo de Panamá93.

Las vísperas de la conquista europea (5000 a. C.-1510 d. C.)

En América, las abreviaturas a. C. y d. C. signi can tanto antes y después de Cristo, como antes y después de la conquista europea, que hizo de esta región un Nuevo Mundo para los habitantes de Eurasia y de África, y abrió paso a la formación del moderno sistema mundial. En las vísperas de esa Conquista, señala Omar Jaén Suárez, el Istmo había llegado a convertirse en “un mundo de concentraciones sedentarias, de grandes aldeas rurales, de cementerios importantes, de centros dedicados al intercambio de objetos y ¿por qué no, de hombres?”, en el que operaba “una correlación positiva entre el triunfo de la agricultura y el crecimiento demográ co”, acompañada del surgimiento de “tensiones sociales entre los hombres dentro de las mismas comunidades”. Dentro de este panorama general, todo sugiere que en la vertiente del Pací co habrían coexistido dos patrones diferentes de organización espacial. Uno, central, caracterizado por “concentraciones mayores, como las de Chirú, París y especialmente Natá, en donde Gaspar de Espinosa cuenta cerca de 1.500 habitantes que ocupaban entre 45 y 50 viviendas” y otro en Darién, de población dispersa a lo largo de los numerosos cursos de agua94

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Tras esas formas visibles, como en toda la América anterior a la Conquista, subyacía una compleja estructura de relación con el entorno natural, en la que el intercambio entre zonas ecológicas –los “pisos” del mundo andino, las “fajas” del tropical–, desempeñaba un importante papel en la vida de las poblaciones aborígenes. Así, las diferencias en la base de recursos entre las vertientes atlántica y pací ca del Istmo, estimularon estrategias de adaptación y producción distintas. Esto, a su vez, propició el intercambios de productos complementarios, como la sal y el pescado salado, que proveían los que habitaban el litoral de Parita a los agricultores del interior, por herramientas líticas producidas a partir de yacimientos de alta calidad situados en la vertiente atlántica de la cordillera Central, o de artículos de prestigio, como el oro.

A esta interacción contribuyó, además, la propia con guración geográ ca del Istmo, particularmente en aquellos puntos en que pasos cordilleranos relativamente accesibles se combinaban con ríos caudalosos que uían hacia el Norte y el Sur, respectivamente, como en las cuencas del Zaratí y el sistema Toabré-Coclé del Norte; los de los valles de los ríos Caño Sucio, Indio y el Chagres, vinculados con las regiones de Capira y Panamá; y las rutas terrestres que en su momento recorrerían Vasco Núñez de Balboa y sus compañeros, que vinculaban la actual Comarca Kuna Yala con los valles del Bayano y el Chucunaque-Tuira95. Lo fundamental, en todo caso, es que ambas vertientes constituían parte de un mismo tejido sociocultural en la estructura ambiental del Istmo antes de la conquista europea, que se articulaba además con los mundos centro y sudamericano.

En ese espacio, al propio tiempo, operaba también un creciente recurso a la violencia como medio de encuadramiento social, y de relación con grupos rivales. Así, en estas regiones del Pací co central tendieron a formarse cacicazgos cuyos señores, dice Andagoya, tenían “grandes diferencias y se mataban muchos”, puesto que eran “gente belicosa, porque siempre se tenían guerra unos señores con otros sobre los términos”96

Y de esas prácticas emergían, además, sociedades crecientemente estrati cadas, que daban lugar –por ejemplo– a la existencia de sitios de enterramiento diferenciados para quienes ocupaban los lugares más altos de la estructura, y al desarrollo del culto a los antepasados.

En resumen, en vísperas de la conquista europea, los paisajes del Istmo expresaban el resultado de un proceso de desarrollo humano que

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desembocaba en una población organizada “en unas 79 tribus, con un promedio de entre 1.500 y 3.000 integrantes cada una”, que se relacionaban con el medio natural mediante un régimen mixto de agricultura de policultivo y recolección, y que “cubrían, sin duda, los mejores terrazgos del país”. En ese marco de relaciones:

Ningún poder superior parecía integrar esos cacicazgos y tribus a una organización que superase su propia autonomía y que cubriese todo el territorio ístmico o buena parte de él... Sólo en la región de las sabanas centrales, parecía esbozarse un inicio de articulación política más sólida, extensa y compleja, con jerarquías territoriales y políticas organizadas por señores principales y vasallos que no superaba, sin embargo, las regiones del Chirú al Este y de Escoria al Oeste. Los cacicazgos de Natá y Parita, los más importantes, parecían controlar a través de una decena de señores vasallos cada uno, otras tantas zonas de medios naturales variados y complementarios97

La irrupción europea y africana en los ecosistemas del Istmo (1510-1600 d. C.)

Todo indica que a la llegada de los europeos el Istmo se encontraba “en una época de auge demográ co, como el resto del continente americano”, y contaba con una población de entre 250.000 y 500.000 habitantes98, que el impacto de la conquista redujo a unos 15.000 indígenas a nes del siglo XVI99. Tres factores parecen evidentes en este desastre.

El primero, por supuesto, fue la violencia ejercida por los europeos, de especial importancia en Panamá, donde la conquista adoptó entre 1520 y 1540 la forma de expediciones de saqueo y esclavización de los habitantes de los asentamientos del Pací co suroccidental, la región más rica y poblada del país. A ello se agregó la desorganización de las estructuras sociales, la ruptura de los patrones culturales y la desarticulación de los sistemas de intercambio regional de los que dependía el funcionamiento de los sistemas de producción de alimentos y de reproducción social100. Y todo ello desembocó en una crisis sanitaria que condujo a un verdadero colapso demográ co en todo el continente.

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De este modo, si por un lado la escasez de fuerza de trabajo así creada llevó a la importación de esclavos provenientes de otras regiones de América, y de África, el nuevo proceso de poblamiento organizado por los conquistadores incluyó la incorporación a los ecosistemas del Istmo de numerosas especies que pasaron a ser características de nuestros paisajes contemporáneos. Unas fueron aportadas por los europeos, como el ganado vacuno y porcino, las aves de corral, el arroz, los cítricos y la caña de azúcar. Otras son de origen africano, como el ñame, el banano, el coco y el café, y a ellas se agregarían más tarde otras provenientes de Asia, como el mango, en un proceso que aún está en marcha. Y esto incluyó también especies indeseables, como los microorganismos que ocasionaron las primeras grandes epidemias; y otros de ingreso más tardío, como el virus de la ebre amarilla y su vector, llegados al Nuevo Mundo a través de la trata de esclavos africanos.

Por otra parte, tras el sanguinario caos inicial, el Istmo fue objeto de un drástico reordenamiento territorial, que desplazó su eje fundamental de organización hacia el complejo Panamá-Portobelo, puntos terminales del corredor interoceánico organizado en el valle del Chagres. A su vez, este corredor transístmico pasó a contar con un hinterland ubicado a lo largo de una franja que se extiende desde Chepo, al Este de la ciudad del Panamá, hasta Natá en el Oeste, con prolongaciones posteriores hacia Veraguas y Chiriquí, hasta enlazar con la Centroamérica española, mientras la vertiente atlántica y el Darién pasaron a convertirse en una periferia hostil que rodeaba al nuevo núcleo colonial por el Norte y el Este. Desde aquí, y sobre todo a partir de la incorporación del Perú a la nueva red mundial de comercio que toma forma de mediados del siglo XVI en adelante, se va articulando el resto del territorio –por inclusión o exclusión– en torno a la economía de tránsito, anunciándose así el que vendría a ser el más poderoso factor de larga duración en la organización del espacio panameño hasta nuestros días.

En este proceso desempeñaron un papel decisivo dos innovaciones aportadas por la Conquista: el ganado vacuno, y un régimen económico y social estructurado en torno a la importación masiva de esclavos africanos. La ganadería extensiva, en particular, pasó a constituirse en el eje de los sistemas de producción de alimentos, desplazando a la agricultura hacia un papel complementario, relegando la explotación de los recursos marino-costeros a una situación marginal, y ejerciendo

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un in ujo cultural que trascendió con rapidez el ámbito de lo histórico, para presentarse ante la sociedad con la inercia inconmovible de los hechos naturales. Ello fue posible, en importante medida, porque el ganado vacuno encontró un nicho favorable para su rápida multiplicación en las sabanas creadas a lo largo de los dos mil años anteriores por la población aborigen, principalmente en las llanuras del litoral Pací co del Istmo. Y la multiplicación del ganado en esas sabanas, a su vez, contribuyó a preservarlas de una nueva expansión del bosque tropical, como la ocurrida en los valles del Tuira, el Chucunaque y el Bayano, al Este, y a iniciar el proceso de sobrepastoreo, compactación, erosión y deterioro ecológico que vino a caracterizar esas sabanas en los siglos subsiguientes.

En su origen, ese proceso de expansión ganadera se remonta al menos a 1521, cuando la Corona española accedió a la solicitud de Pedrarias Dávila, fundador de la ciudad de Panamá y conquistador del Istmo, de importar 50 reses desde las haciendas que poseía en Jamaica. Este primer rebaño constituyó el núcleo inicial desde el que se desarrollarían los que posteriormente poblaron los campos de Nicaragua y Perú. Hacia nes de esa década, el ganado vacuno ya era abundante en las sabanas cercanas a las ciudades de Panamá y Natá, al Oeste, donde la ganadería había encontrado un mercado para sus productos en las explotaciones mineras del Atlántico noroccidental, y la producción permitía satisfacer las necesidades de la pequeña colonia.

Hacia la década de 1540, tras el descubrimiento y conquista del Perú, la producción ganadera encontró una demanda que propició un período de notable crecimiento. El ganado llegó a ser tan abundante que la carne se convirtió en un alimento cotidiano para toda la población, mientras las pieles –que desempeñaban en la economía de la época muchas de las funciones que los plásticos desempeñan en la nuestra– y la grasa encontraron un buen mercado en Perú. De este modo, para mediados del siglo XVII la ganadería extensiva ya constituía una actividad económica organizada y dirigida por terratenientes de gran riqueza e in uencia, como Diego de Almagro y Alonso de Luque, entre otros. Esta tendencia persistiría.

El grado y las formas de ese desarrollo ganadero, su papel en la formación de nuevos sistemas de producción de alimentos, y sus consecuencias para el ambiente del Istmo, constituyen temas de gran interés

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para una historia ambiental de Panamá. Así, por ejemplo, las Notas sobre agricultura y ganadería escritas por Juan Franco hacia 1790, presentan un sistema de producción de alimentos de bajísimo nivel tecnológico, dependiente del uso y abuso de ventajas ecológicas perecederas. La vieja tecnología indígena de la roza se veía potenciada ahora con el uso de herramientas de metal, pero los métodos seguían siendo los mismos: se cortaba con machete el sotobosque en enero, dejando intactos “los árboles corpulentos, que encuentran en aquellos montes, regularmente vírgenes”, para talarlos con machete y hacha en febrero, y se esperaba a que todo se secara antes de dar fuego en marzo:

…a todo el bosque de leña derribado cuyo precio sería sin comparación mucho mayor si se atendiese al valor de los cedros, caobas y otras maderas preciosas que dejan por pábulo a las llamas, de que sólo aprovechan la ceniza, que sirve muy bien de abono para aquella tierra. Por ese mismo tiempo es mucho más sensible el calor en todo el Reino y la atmósfera se ve continuamente cargada de humo.

La siembra seguía el método indígena, utilizando “un asta de madera de dos varas de largo, en cuya extremidad está embutido un erro parecido a un formón de dos y media pulgadas de ancho”, para abrir agujeros en la tierra, depositar en cada uno tres o cuatro granos, y cerrarlos de nuevo en un solo movimiento, y “procurando que medie entre uno y otro sembrado, lo menos vara y media de tierra libre porque hallándose más espeso lo quema el sol por la falta de aire que lo circule cuando llega a crecer”101.

En lo social, este proceso de transformación ambiental se expresó en la presencia de la esclavitud como forma dominante de organización del trabajo en el Istmo entre los siglos XVI y XVIII. Así, ya para 1575, Alonso Criado de Castilla podía apuntar que la “gente de trabajo y de servicio son negros todos, porque de la gente blanca ninguno que sirba, ni se dé al trabajo, á cuya causa es grande la suma de negros que en este reyno están”. Y muchos eran, en efecto: 8.639 negros, de los cuales 5.839 esclavos, y los demás horros o cimarrones, frente a 3.748 españoles y 950 indios. De ellos dependían el servicio doméstico en la

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ciudad de Panamá, la labor en las huertas, la conducción de “las recuas de mulas que andan en el camino de Cruces y de Nombre de Dios”; los hatos de vacas, la pesca de perlas; los trabajos de cantería, y el de “las sierras y aserraderos de donde se saca la madera”; los “veinte y cinco barcos que llevan la ropa al río de Chagre”; el trabajo en las minas y, en la Villa Nueva de Los Santos, la labor en las rozas “do se coge maiz”102. Trescientos, si, eran libertos, y no extraña que pasaran “de dos mil quinientos” los cimarrones.

El Istmo en el mundo (1600-1850)

Hacia el primer tercio del XVIII, el control colonial del territorio del Istmo se hacía sentir a lo largo de una franja que iba “desde las costas orientales de la península de Azuero, entre Las Tablas y aún más abajo, y se remontaba por la costa en dirección a Panamá, pasando por Los Santos, Parita, Santa María, Natá, Antón, Penonomé, Chame, Capira, Arraiján, y luego de llegar a la capital continuaba hasta Chepo”, incluyendo además “la ruta transístmica hasta Portobelo”, cuya población, de unos 32.000 habitantes, se encontraba “profundamente hispanizada”. En el extremo opuesto, entre Santiago, capital provincial de la provincia de Veraguas, y Alanje, “capital de partido y verdadero nis terrae colonial, la hispanización era fragmentaria y virtualmente limitada a los pocos poblados españoles que habían logrado sobrevivir a la Conquista”. Fuera de esta franja, se entraba a un mundo “inhóspito y virtualmente desconocido”103

A lo largo de esa franja, además, “no se establecen poblados con funciones portuarias o de pesca...; ninguno de los pueblos y aldeas de la sabana se encontrará a menos de dos kilómetros del mar y lo más a menudo estarán situados a más de diez kilómetros tierra adentro”104. Con ello, los poblados de colonos españoles y sus clientelas de esclavos, negros libertos e indios fueron situados “en la zona de paso del pastoreo de la estación de lluvias y el de la estación seca, es decir, en la línea de encuentro técnico y geográ co de la rotación espacial bianual de los ganados entre las dos partes esenciales del terrazgo pueblerino”, en la cual además existían “las condiciones óptimas para el cultivo del maíz”105.

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Finalmente, hacia el núcleo central, se formó desde temprano un amplio halo de deforestación en torno a la ciudad de Panamá, creado por necesidades insaciables de madera para la construcción de viviendas y navíos, y para combustible, y por la necesidad de pastizales para el ganado. Así, ya en 1631 –mucho antes de la destrucción de Panamá la Vieja y de la mudanza de la capital a las faldas del cerro Ancón en 1673–, Diego Ruiz de Campos podía referirse a esa elevación como “un cerro grueso i limpio de arboleda”106.

De este modo, en las vísperas del siglo XIX, más del 90% del territorio del Istmo estaba cubierto de bosques, y su población era de unos 87.000 habitantes, de los que unos 20.000 residían en el eje transístmico. La ruralidad del país se expresaba tanto en el plano de las técnicas de producción, como en la existencia de una sociedad profundamente escindida entre su centro y su interior, y entre quienes dominaban y quienes eran dominados en ella. Ya eran evidentes, también, las tensiones internas inherentes a la cultura de la naturaleza en esa sociedad.

Mientras los remanentes indígenas y los campesinos pobres veían en el entorno natural un medio de vida –y desde esa visión creaban un rico folclore animista–, los terratenientes y comerciantes lo percibían desde la óptica del interés en la ganancia, y a menudo tendían a considerarlo mezquino. Entre los pobres del interior existía una permanente disposición y capacidad para establecerse en las montañas en busca de una vida libre de tributos, jerarquías y exacciones, que constituía una pesadilla constante para los terratenientes y las autoridades civiles y eclesiásticas. Una familia dotada de herramientas de metal, en efecto, podía sobrevivir en un régimen de agricultura y recolección tan bien como lo hicieran sus predecesores del neolítico.

Ese dominio de los espacios marginales, por otra parte, revela la presencia de una organización territorial en la que nunca dejaron de operar, por ejemplo, las rutas de intercambio transístmico que ya eran utilizadas antes de la Conquista, y lo siguen siendo en nuestros días. Así, un estudio de historia oral del mundo campesino coclesano en la primera mitad del siglo XX, realizado por Marcela Camargo, ofrece abundantes testimonios de ese intercambio a lo largo de rutas bien de nidas, que comunican a Penonomé con puntos tan distantes como Coclé del Norte y río Indio en jornadas que podían ir de varias horas a varios días.

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Al respecto, dice la autora:

…lo que hoy constituye la Costa Abajo de Colón fue parte de la jurisdicción de Natá durante la Colonia y hasta 1880 constituyó territorio del departamento de Coclé; como tal, estaban habitadas por los naturales, en sitios como Paguá, Calabazo, Potrellano, Picacho, Piedras Gordas, Cascajal, La Encantada, Río de Indios, Miguel de la Borda y Coclé del Norte; por otro lado, esas tierras también fueron escenario de la ruta de contrabando con los ingleses en el siglo XVIII. De igual manera hay quienes me han proporcionado datos sobre rutas tomadas especialmente para irse a asalariar en algunos poblados alrededor del Lago Gatún, como Cirí y Ciricito de los Sotos, en los años comprendidos entre 1930 y 1950... Con esto quiero indicar que fue común la comunicación con tierras allende las montañas, o en sentido contrario, por razones de parentesco, para cultivar y obtener la comida, para asalariar o por motivo del comercio107.

Todo sugiere que, en este primer balance, ha resultado mayor la capacidad del mundo natural para forzar la adaptación de los humanos a las limitaciones que les impone, que la de éstos para someter la naturaleza a su voluntad. Esa situación seguiría operando en la mayor parte del territorio del Istmo hasta bien entrado el siglo XX, cuando se abrieron nalmente a la colonización agroganadera los espacios hasta entonces marginales del Darién y del Atlántico occidental. El impulso para esa siguiente transformación vendría nuevamente de la zona de tránsito, dinamizada ahora por una tecnología, una cultura y unas formas de relación con el mundo natural sin precedentes en la historia del Istmo.

Pro Mundi Beneficio

La descripción del valle del Chagres hecha por Fernández de Oviedo no pudo ser más precisa, ni sus previsiones más acertadas. El valle del gran río, en efecto, conformó entre los siglos XVI y XIX una ruta para el trá co de personas y mercancías, plagada por las di cultades de una difícil topografía cubierta por un denso bosque húmedo tropical, que comprendía:

...un tramo terrestre de Panamá a Cruces, que solía hacerse a lomo de mula en ocho horas; otro, el más largo y demorado, por el río, hasta salir al mar por la boca del Chagres, continuando el

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resto del trayecto hasta Portobelo, todo lo cual demoraba entre 14 y 16 días. Era, pues, una ruta uvial, marítima y terrestre. Cada una con sus diferentes tecnologías, costos distintos en etes, embalajes, almacenes e impuestos. Pero, a la vez, el tiempo de duración variaba tremendamente según la estación y si se viajaba a favor o en contra de la corriente, en bongo o en chata, con carga o sin ella108.

Las tecnologías de transporte utilizadas en la ruta eran de una extrema sencillez, y la ruta misma apenas había recibido el bene cio de inversiones en infraestructura109. Así, hacia 1827, la evidencia de impacto humano más visible en el valle del Chagres que menciona John Lloyd era la presencia de “sabanas [que] se extienden hasta la misma orilla del río, cubiertas con una hierba muy na”, a las que acompañaba un bosque de galería.

La visión de Lloyd, sin embargo, anuncia la gran novedad que aportará el siglo XIX a la ruta: la aplicación de las tecnologías creadas por la revolución industrial en Europa Occidental y Norteamérica a la organización del tránsito a través del Istmo. Así, se adelanta a señalar la necesidad de “una línea nueva, que di ere de todas” desde “una bella bahía llamada Limón o Navy Bay, a cinco leguas del Chagres” hasta “Panamá, la capital donde está el centro principal de comercio”, utilizando el ferrocarril como medio de transporte110. De este modo, la moderna historia ambiental de Panamá se inaugura con la transición entre la adaptación de las actividades del transporte interoceánico a las restricciones del entorno natural, a la creciente adaptación de ese entorno a las necesidades de esa actividad.

Ese período nuevo, cuyas consecuencias más distantes siguen en curso hoy, se inaugura en 1850 con la tala de los manglares y el relleno de los pantanos de la isla de Manzanillo para crear la terminal atlántica del ferrocarril, y se prolonga en el desmonte, allanamiento y compactación de los terrenos a lo largo de la vía; la excavación de cortes en el terreno montañoso, y la construcción de terraplenes, puentes, muelles, estaciones, instalaciones portuarias, industriales y urbanas, todo lo cual modi có el entorno con una rapidez superior y de una manera mucho más permanente que cualquier obra anterior111. Esas transformaciones en el medio físico, a su vez, se combinaron con las ocurridas en el medio social. Así, desaparecieron los boteros, arrieros y campesinos

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vinculados a las viejas actividades de tránsito, mientras decaían y desaparecían los asentamientos humanos que habían vivido de la ruta terrestre a Portobelo, mientras se iniciaba en el Istmo la experiencia de organizar y dirigir una fuerza de trabajo asalariada, capaz de generar un impacto mucho mayor en el uso del territorio para el tránsito de pasajeros y mercancías, toda vez que:

Con no poca frecuencia, se han transportado 1,500 pasajeros, el... correo y la carga de tres vapores... en un solo medio día... Los arreglos para la carga y descarga de mercancías son excepcionalmente perfectos... y ...con frecuencia transcurren menos de dos horas entre el arribo de los barcos más grandes, cargados con dos o tres toneladas de mercancía, además del equipaje de cuatrocientos a ochocientos pasajeros y la partida de los trenes hacia Panamá112

Por otra parte, el ferrocarril constituyó además un acto de deslinde cultural, que abrió paso a formas nuevas de percepción del trópico que ya emergían en el mundo noratlántico, sintetizadas en la tensión entre las imágenes de una naturaleza casi paradisíaca, por un lado, y “una constante sensación de peligro, enajenación y repugnancia”, por el otro113. Panamá, en particular, desempeñó un importante papel en la formación de lo tropical como categoría en la cultura norteamericana.

De acuerdo al geógrafo Stephen Frenkel, ese proceso se inició entre nes del siglo XIX y principios del XX, cuando “estadistas, empresarios, misioneros y burócratas norteamericanos” empezaron a transformar el Istmo centroamericano mediante intervenciones militares, la construcción de ferrocarriles y la creación de plantaciones de bananos y de café, lo cual coincidió con la difusión de relatos y representaciones artísticas de la región que, apoyadas en “otras ideas más generalizadas, arquetípicas, presentes en el arte, la historia, la literatura y la fotografía de los trópicos alrededor del mundo”, terminaron por conformar un discurso en el que convergían dos narrativas opuestas entre sí: “unas positivas, acerca de paraísos edénicos, suelo fértil y belleza exótica; y otras negativas, acerca de la laxitud moral, paisajes peligrosos, enfermedad, y la abundancia amenazadora de la jungla”114.

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En Panamá, la experiencia norteamericana alcanzó cimas sin precedentes en un tema central en la cultura liberal del siglo XIX maduro: el del triunfo del progreso a través del dominio del hombre sobre la naturaleza. Así, para comienzos del siglo XX, Panamá llegaría a signi car para el público norteamericano “la quintaesencia de lo tropical”, con lo que la industrialización del tránsito contribuyó a forjar una cultura de la naturaleza en la cual, al decir de Paul Sutter, los trópicos eran encarados “como lugares que se resistían a la expansión de la civilización” y la tropicalidad era construida “como un problema a ser resuelto”115. Y esa cultura permeó a su vez a las élites criollas más vinculadas a los azares del mercado mundial, que veían con rmado, en su propia circunstancia, el llamado a participar en la lucha de la civilización contra la barbarie hecho por Domingo Faustino Sarmiento en su Facundo, aquel gran mani esto del liberalismo latinoamericano publicado en 1845, apenas cinco años antes de que se iniciaran los trabajos del primer ferrocarril interoceánico en el continente americano116.

El Chagres domado

Con todo, el ferrocarril tendría un impacto ambiental relativamente limitado. Su trazo seguía en lo esencial el de la vieja ruta del Chagres y, aunque su infraestructura adaptaba el terreno a las necesidades de la vía, no creaba un paisaje enteramente nuevo. Otro sería el caso del Canal interoceánico, cuya construcción fue concebida desde un primer momento para transformar al gran río, de díscolo aliado en dócil criatura al servicio del tránsito interoceánico.

Se conoce con detalle el fracaso del intento francés de construir un canal a nivel, asociado tanto a las graves limitaciones en la organización y el nanciamiento del proyecto, como a la subestimación de las dicultades que ofrecían el clima y la topografía del Istmo. Se menciona menos, en cambio, su impacto sobre el medio natural a partir –ya en mayo de 1880–, de la eliminación de los árboles y malezas de “una faja de tierra que se extendía a lo largo de la línea del canal, de mar a mar, y variaba en una anchura de 30 a 60 pies”; el relleno de pantanos; el uso masivo de explosivos; el dragado de ríos y humedales; la extracción de más de 55 millones de metros cúbicos de tierra y rocas en el corte de Culebra –donde los norteamericanos extraerían 250 millones de

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metros cúbicos adicionales–, y la disposición desordenada del material excavado117. A ello se agregaron las graves consecuencias sanitarias de la importación masiva de trabajadores y técnicos a un ambiente severamente perturbado por las obras de construcción, y carente de condiciones básicas de salud pública, como abastecimiento de agua potable y disposición adecuada de desechos118.

Éstos y otros problemas serían encarados de manera radicalmente distinta por la iniciativa norteamericana de 1904-1914. Para construir, operar y defender la nueva vía interoceánica, el gobierno de los Estados Unidos demandó, y obtuvo en 1903, que la joven República de Panamá le cediera el control de una “Zona del Canal” de 16 kilómetros de ancho por 80 de largo, a lo largo del eje de las excavaciones, cuya organización de la Zona del Canal la convertiría en un modelo de referencia para los administradores de posesiones imperiales, públicas y privadas, “desde Puerto Rico hasta Filipinas”119. La Zona, en efecto, permitió establecer “una comunidad industrial moderna en una selva ecuatorial que se encontraba a tres mil kilómetros de distancia de su base de abastecimiento”120 integrada por funcionarios coloniales, gerentes, técnicos y militares norteamericanos. Todos los recursos naturales ubicados en la Zona quedarían así sometidos a operación y defensa del Canal, en un marco sin precedentes ni paralelo en la historia de América Latina: la creación y funcionamiento, a lo largo de casi un siglo, de un enclave de capital monopólico del gobierno de los Estados Unidos ubicado fuera del territorio de ese país.

Transformaciones de la tierra 1: El paisaje de origen

Antes de la llegada de los norteamericanos, el territorio de la Zona del Canal ya acusaba los efectos de una prolongada actividad humana. En las selvas que cubrían las áreas más quebradas, por ejemplo, muchos de los árboles de madera dura ya habían sido “prácticamente exterminados”121, mientras al Noreste de la ciudad de Panamá existía “un considerable cuerpo de terrenos sin árboles gentilmente ondulados conocidos como las «Sabanas»”, dedicado a la ganadería. Existían también tierras dedicadas a la producción de banano para la exportación en las cercanías de Bohío y Gamboa; una plantación de azúcar cerca de Gorgona; plantíos de cacao, café y caucho cerca de Emperador, y cultivos de hortalizas establecidos por inmigrantes chinos122.

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A lo anterior, se agregaba una agricultura campesina de policultivo, en parcelas dispersas, cuyas herramientas y métodos de cultivo muy semejantes a los descritos por Juan Franco para nes del XVIII: el machete y la coa, y la preparación de la tierra mediante la roza, de la que sólo se libraban “algunas de las palmas más duras, debido al considerable trabajo y las herramientas muy resistentes que se requieren para derribarlas”123. Esa agricultura sostenía una economía familiar de autosubsistencia, organizada en pequeñas ncas vinculadas al exterior mediante “senderos estrechos y serpenteantes, intransitables del todo para vehículos, y casi intransitables para caballos”124. En ellas, el agricultor y su familia vivían “en un rancho con techo de palma... frecuentemente en medio de un huerto maravillosamente lujuriante de frutales, vegetales y plantas ornamentales mezclados”. El campesino a cargo de esas ncas, dice Bennett, era “una persona independiente que no siempre está dispuesta a trabajar, aun por los mejores salarios, debido a la satisfacción que encuentra en su pequeña roza en medio de frutas y vegetales sucientes para cubrir las necesidades de alimentación de su familia, con un pequeño excedente para proveer las pocas necesidades adicionales. Trabaja poco y se preocupa aun menos, porque sabe que hay pocas posibilidades de que la comida escasee”125.

Transformaciones de la tierra 2: El impacto físico

Al cabo de casi un siglo, los paisajes creados por la construcción del Canal resultan engañosamente naturales, y pueden llevar a subestimar el volumen y la di cultad de las transformaciones del medio natural que les dieron origen. Con relación al corte del cerro de Culebra, por ejemplo, el ingeniero John Stevens, designado por el Presidente Teodoro Roosevelt en 1905 para organizar y dirigir los trabajos de construcción, llegaría a decir que “aun con el apoyo, el sentimiento y las nanzas de la nación más poderosa sobre la tierra” sólo “la tenaz determinación y el trabajo constante, persistente e inteligente podrán obtener el resultado” puesto que “cuando hablamos de cien millones de metros cúbicos de un solo tajo que no tiene más de catorce kilómetros de longitud, estamos frente a una empresa más grande que cualquiera otra de las que se hayan emprendido alguna vez en la historia de la ingeniería en todo el mundo”126.

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A Stevens se le otorga el mérito de comprender que la mayor dicultad que presentaba la excavación era la disposición del material excavado. Para ello, organizó un sistema ferroviario que permitió trasladar enormes volúmenes de tierra y rocas a sitios designados con ese n, que fueron transformados hasta ocultar toda relación con los paisajes originales de los que formaban parte. Tales fueron los casos de los vertederos ubicados en Tabernilla, a 22 kilómetros y medio al Norte de del corte de Culebra; en el dique Gatún, en Mira ores y en La Boca, el mayor de todos, rebautizado con el nombre de Balboa127. Otros desechos, como “los gigantescos árboles que había en lo que iba a ser el canal principal a través del lago Gatún”, debieron ser destruidos mediante una ardua y peligrosa labor a cargo de obreros afroantillanos que, tras derribar los árboles, procedían a dinamitar los troncos, y a apilar y quemar después los trozos de madera a lo largo de meses128.

De este modo, en menos de una década, fue interrumpida la comunicación terrestre entre la América Central y la del Sur, por primera vez en cuatro millones de años129. La magnitud del impacto de ésa y otras transformaciones incluyó, por ejemplo, transformar el valle del Chagres en un lago arti cial de 268 kilómetros cuadrados, que inundó todos los poblados que se encontraban entre Gatún y Matachín, la mayor parte de los campamentos levantados por los norteamericanos para alojar a los trabajadores que construyeron el Canal, y el trazado original del Ferrocarril de Panamá, lo que a su vez requirió “reconstruir un nuevo ferrocarril a un nivel más elevado para bordear la orilla oriental del lago”130.

A esto se agregaría, entre 1932 y 1935, la creación de una nueva represa en la parte alta del Chagres, “cerca de la villa de Alhajuela, casi 10 millas al noreste de Gamboa”, para garantizar el acopio de agua durante la estación lluviosa y mantener el lago Gatún “en un nivel constante a través del año”131. La creación del nuevo reservorio fue seguida, entre 1940 y 1942, por la construcción de la primera carretera transístmica en la historia del Istmo, entre las ciudades de Panamá y Colón; que a su vez generó un frente de colonización agropecuaria, primero, y urbano industrial después, los cuales contribuyeron a la rápida deforestación de la cuenca media del Chagres, en un proceso que sólo vino a encontrar algún freno con la creación de los parques nacionales de Chagres y Soberanía en la década de 1980.

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Transformaciones de la tierra 3: El con icto sociocultural

Entre las alteraciones de orden social y cultural asociadas a la construcción del Canal, debe señalarse la desaparición de paisajes que habían desempeñado un importante papel en la forja de nuestra identidad histórica, cuya reconstrucción a partir de documentos técnicos y obras literarias es una de las grandes tareas pendientes en una historia ambiental de Panamá. Así, a la inundación del gran valle del Chagres, con sus selvas, sus poblados, sus pastizales y sus cultivos de banano –descritos por Gil Blas Tejeira en su novela Pueblos perdidos, de 1962– se agregó la devastación de la cuenca del río Grande, en cuya desembocadura fue ubicado el vertedero de La Boca, dragado y capturado para trasvasar el agua del Chagres hacia el Pací co132.

El con icto entre las técnicas de producción y de encuadramiento social que habían dado lugar a aquellos paisajes, y las vinculadas a los nuevos paisajes que resultaban de la industrialización del tránsito por el Estado norteamericano en plena expansión imperial, se constituyó desde temprano en un tópico característico en la cultura ambiental vinculada a la construcción del Canal. Al respecto, dice McCullough, para el “norteamericano medio” Panamá “era una tierra de gente oscura, ignorante y de pequeña estatura que obviamente le disgustaba... Se decía que todo el país tenía un «caso crónico de resentimiento»”, y que “el panameño era muy poco agradecido por todo lo que se había hecho por él”133

Esa hostilidad expresa un fenómeno de mayor complejidad y alcance: la construcción de grupos étnicos como parte del proceso de organización y control de la fuerza de trabajo –“aquellos hombres anónimos cuya lucha diaria era el verdadero punto de confrontación entre la sociedad y la naturaleza”, a que se re ere Richard Tucker134– por parte de la potencia colonial. Las responsabilidades a cargo de esa fuerza de trabajo eran enormes. Dice McCullough:

Los visitantes o ciales no podían evitar la sorpresa..., al constatar que todo el sistema y no únicamente la construcción, dependía de los trabajadores negros. No sólo había millares de afroantillanos en la multitud que trabajaba en el Tajo de La Culebra [sic] o en los sitios donde se construían las esclusas, sino que había también meseros negros en los hoteles, cargadores negros en los muelles,

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empleados de color en las estaciones y en los vagones del tren, empleados indígenas en los hospitales, cocineros, lavanderos, mujeres de servicio, porteros, mensajeros, cocheros, hieleros, recolectores de basura, jardineros, carteros, policías, plomeros, albañiles y sepultureros.

En los hechos, se creó así una situación en la que “la línea de color, sobre la que casi no se hablaba en letra de molde”, funcionaba como un importante criterio de organización de todos los aspectos de la vida cotidiana en todos los sectores del Istmo, al punto de que los propios empleados norteamericanos del enclave pudieran atribuir “aquellas prácticas a la clase alta de los panameños, que eran extremadamente racistas”135. En realidad ambas partes compartían un pasado común de esclavismo, y se con rmaban entre sí en sus valores. Y esto, a su vez, terminó por dar un aura de renovada legitimidad al racismo criollo, renovándolo en su carácter de hecho histórico de larga duración, que se extiende hasta nuestros días.

Transformaciones de la tierra 4. El paisaje de destino

Las transformaciones de la tierra asociadas a la construcción del Canal culminaron en la organización de la Zona como un enclave permanente para la operación y defensa de la vía interoceánica a partir de 1912. En dicho proceso, desempeñó un singular papel la valoración de los bosques de la Zona como jungla, una noción que –si bien “puede tener un signi cado botánico preciso”–, sintetiza en el plano cultural aquello que era percibido como peligroso y hostil en la región, y que los residentes norteamericanos “debían temer y evitar”136. A partir de esa valoración, los administradores norteamericanos respondieron con cuatro medidas estrechamente concatenadas entre sí –la demarcación de áreas saneadas, la domesticación de la jungla, la segregación racial, y la separación de la Zona con respecto a los panameños y sus ciudades137–, cada una de las cuales tuvo impactos relevantes sobre el entorno natural y sus habitantes originales, y sobre las relaciones entre el enclave y el resto del Istmo.

Las áreas saneadas, a que se re ere Frenkel, abarcaron unos 12.6 kilómetros cuadrados, en la periferia de las ciudades de Panamá y Colón.

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El resto de la Zona fue despoblado mediante la expulsión forzosa, en 1912, de toda persona que no estuviera vinculada a la operación del Canal, invocando en primer término razones de sanidad características de la cultura de la tropicalidad: siendo los nativos “naturalmente” resistentes a las enfermedades tropicales, constituían “reservorios” de gérmenes y parásitos de todo tipo, y debían ser mantenidos a distancia para proteger a los inmigrantes de clima templado del riesgo de infección138.

Así, la domesticación del paisaje de la Zona del Canal operó en el doble sentido de alejar a la jungla de las áreas residenciales mediante la creación del equivalente de prados ingleses a la vera del bosque, y la inversión de enormes recursos en su preservación, y recrearla, ya depurada de peligros, al interior de esas mismas áreas139. Por último, la Zona fue aislada de las ciudades de Panamá y Colón mediante “carreteras, colinas, bosques y ferrocarriles”, complementados con abundantes alambradas y una política de deliberada hostilidad hacia sus vecinos nativos. De este modo, el carácter a la vez edénico e infernal de las representaciones de los trópicos en la cultura norteamericana de nió a un tiempo el paisaje de la Zona del Canal como enclave de civilización, y la imagen del país como un entorno de barbarie.

El carácter militar-industrial del enclave canalero se hizo sentir, además, a lo ancho de otros espacios y a lo largo de otros tiempos. Así, por ejemplo, el hecho de que una parte importante de los terrenos de lo que fue la Zona del Canal esté cubierta por bosques, se debe a la decisión del general George Goethals –Ingeniero Jefe de la construcción del Canal entre 1907 y 1914, y primer Gobernador norteamericano del enclave hasta 1916–, de dejar que la selva volviera a cubrir “todos los lugares que habían sido desmontados, siempre que fuera posible”, haciendo de ella “la defensa más segura contra un ataque por tierra”140. Pero sobre todo, y en una escala aún más amplia, Panamá sirvió de retaguardia profunda a la actividad militar global de los Estados Unidos que, entre 1914 y 1999, incluyó dos guerras mundiales, guerras locales en Corea y Vietnam, con ictos de baja intensidad e intervenciones directas en múltiples lugares de América Latina, y algunas contiendas breves de altísima intensidad, como la Primera Guerra del Golfo Pérsico.

Las formas más visibles del legado ambiental de las actividades correspondientes a esa función militar se ubican en las cerca de 8.000 hectáreas

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de terrenos utilizados durante décadas como campos de tiro y áreas de bombardeo a lo largo de la ribera oriental del Canal. A ello se agregan otros sitios de los más de 134 utilizados para nes militares por las fuerzas armadas norteamericanas a lo largo y ancho del país entre 1941 y 1947, como la isla de San José, en el archipiélago de Las Perlas, utilizada como campo de ensayo de armas químicas, y la isla Iguana, en la bahía de Parita, que sirvió para prácticas de bombardeo141.

El otro enclave

La otra novedad que aporta el siglo XX a la conformación de la moderna estructura ambiental de Panamá fue la incorporación de la tierras bajas aluviales colindantes con Costa Rica al macro enclave bananero creado por la United Fruit Company en la cuenca del Caribe entre 1899 y la década de 1930. Ya en 1904 se ubicaron plantaciones en Bocas del Toro, y para 1914, la Compañía controlaba unas 40.000 hectáreas; de las cuales dedicaba unas 16.000 a la producción bananera, empleaba cerca de 7.000 trabajadores, y había construido 250 millas de vías ferroviarias “a través de las selvas previamente existentes”, lo que a su vez facilitó la apertura de toda la región a un proceso general de colonización y deforestación142.

Hacia la década de 1920, la difusión de enfermedades asociadas al monocultivo del banano movió a la Compañía a desplazar sus actividades en Costa Rica y Panamá hacia nuevas tierras situadas en el litoral Pací co. Para 1938, cuando el traslado ya había sido completado en Costa Rica, la Compañía compró unas 7.000 hectáreas de selva en el distrito de Barú, en la provincia de Chiriquí, donde obtuvo además “concesiones de treinta años del gobierno panameño sobre dos grandes parcelas” y un año después:

Abandonó sus operaciones en Bocas del Toro y, actuando a través de su subsidiaria, la Chiriquí Land Company, se mudó al pequeño poblado de Puerto Armuelles. [...] El gobierno de Panamá pagó por una ampliación de treinta y cuatro millas de su ferrocarril nacional hasta la costa, a través de la nueva región de la Compañía. United pagó las nuevas instalaciones del muelle, que hicieron de Puerto Armuelles un puerto operativo de aguas profundas143

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La actividad de los enclaves bananeros acarreó terribles consecuencias ambientales en toda la región, asociadas a la transformación de ecosistemas selváticos de riquísima biodiversidad en “biofábricas racionales y ordenadas”, especializadas en la producción de una sola variedad de una misma especie vegetal. En todos los países afectados, esto signi có además la destrucción de economías campesinas asociadas a pequeños poblados ribereños y costeros, para implantar en su lugar “una jerarquía industrial ordenada con una fuerza de trabajo semiproletaria”, que a menudo debió ser importada de regiones distantes, y la creación de sistemas completos de campamentos, poblados y servicios estructurados a partir de los criterios de la cultura de la tropicalidad144.

Esas consecuencias operaron a todo lo largo del siglo. Así, tras la masiva deforestación inicial y a partir de la década de 1920, las primeras plantaciones “empezaron a revertir a la agricultura de subsistencia y el crecimiento de bosques secundarios”, en tanto que la década de 1950 “aportó una era de producción bananera intensiva y estable, basada en agroquímicos”. A lo largo del proceso:

El agro capitalismo corporativo fue la fuerza impulsora del cambio ecológico, tanto en las plantaciones como en las tierras adyacentes en las que las corporaciones obtenían mano de obra y recursos. [...] Los cultivos de exportación crecieron a expensas de la producción de alimentos para las necesidades locales, lo que desplazó a campesinos hacia tierras marginales, en su mayoría colinas selváticas, o hacia las ciudades, desestabilizando ecosistemas y sociedades. Un subproducto del agro sistema corporativo fue la colonización y deforestación a todo lo largo de las tierras bajas, un proceso que desde entonces se aceleró más allá del alcance inmediato de la economía corporativa145.

Con todo, entre los enclaves bananero y canalero hubo importantes diferencias. La primera hacia su carácter: privado, en el primer caso, y estatal, en el segundo. La segunda, a su extensión: el enclave bananero formaba parte de un sistema productivo que, hacia 1930, se extendía a lo largo y ancho del Caribe y sus riberas, mientras la Zona del Canal cubría apenas 1.280 kilómetros cuadrados. Y mientras el enclave canalero cumplía una función central en el sistema de comercio y proyección de

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poderío norteamericanos, el bananero ocupaba en Panamá una posición apenas marginal en el imperio de la United Fruit Company.

Aun así, resaltan algunas a nidades. Ambos enclaves, por ejemplo, fueron concebidos y forjados como un medio para agregar valor a un recurso especí co con un interés especí co: la tierra, en el caso de la Compañía, para el monocultivo del banano; y el agua, en el de la Zona, para el tránsito de buques a través del Istmo. En este sentido, sus paisajes característicos expresan un vínculo entre técnicas de producción y de encuadramiento social, cimentado en el interés por maximizar el control monopólico tanto de la fuerza de trabajo, como de los espacios y procesos en que esa fuerza debía trabajar. Y estas a nidades se extienden a la racionalidad de las diferencias en la percepción del entorno natural desde la cultura de la naturaleza que ambos compartían: así, el sesgo utilitario común permite entender que el enclave canalero asumiera a la selva como un recurso ambiental y militar, mientras en el enclave bananero era encarada como un rival a destruir.

De este modo, la estructura ambiental de Panamá tomó forma a partir de la convergencia en el país, a lo largo del siglo XX, de sociedades de cultura y carácter contrapuestos. Mientras los Estados Unidos ingresaban de lleno al proceso que los llevaría a convertirse, para mediados del siglo XX, en una potencia mundial; en Panamá la cultura industrial norteamericana operaba al interior de una sociedad en la que, más allá de la región interoceánica, predominaba una cultura de la naturaleza cuya relación con el agua estaba determinada por el sucederse de las estaciones seca y lluviosa en el país.

Cabe comparar el impacto ambiental combinado de ambas formas de relación con el mundo natural a lo largo del siglo XX. En cuanto a la ganadería extensiva, las sabanas antrópicas del Pací co suroccidental bastaron para sostener su presencia en el Istmo entre los siglos XVI y XIX. Sin embargo, a lo largo del siglo XX, el incremento en la demanda de los productos agropecuarios asociado a la construcción y la operación del enclave canalero, y al desarrollo de su entorno urbano, estimuló la demanda de tierras para pastoreo, y contribuyó a un amplio proceso de deterioro ambiental de las zonas rurales del Istmo; que se vieron afectadas por la deforestación, el deterioro y la erosión del suelo, la contaminación y sedimentación de los ríos y los litorales, la creciente concentración de la propiedad de la tierra y de la riqueza, el masivo

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empobrecimiento de la población rural, y presiones constantemente renovadas contra la cobertura boscosa del país.

Así, por ejemplo, la masa ganadera del país se duplicó apenas entre 1609 y 1896, al pasar de 110.000 a 203.086 animales. Para 1914, y tras los desastrosos efectos de una guerra civil ocurrida en el Istmo entre 1899 y 1902, había descendido a 187.292, pero hacia 1950 ya llegaba a 727.794 y, para 1970, a 1.403.280 animales. La población humana, por su parte, pasó de 311.054 personas en 1896 a 1.472.280 en 1970. De 1936 en adelante, en particular, el crecimiento de la población ganadera puede ser asociado con algunos cambios signi cativos en la relación entre las economías de Panamá y de la Zona del Canal. En ese año, y en 1955, los gobiernos de los Estados Unidos y de la República de Panamá rmaron tratados que modi caban el Hay-Bunau Varilla de 1903, ampliando el acceso de la producción agropecuaria e industrial panameña al enclave canalero146. El estímulo que eso implicó para la ganadería extensiva, se expresó en una constante disminución de la cobertura boscosa, que pasó de cerca del 93% del territorio hacia 1800 al 70% hacia 1947, y a entre 38 y 45% hacia 1980, con una pérdida anual estimada en unas 50.000 hectáreas, debida en lo fundamental a la expansión de la frontera agropecuaria llevada a cabo por migrantes rurales pobres, provenientes de las zonas en que el desarrollo de agronegocios modernos tendía a concentrar la propiedad y a reducir las oportunidades de empleo productivo para el campesinado147.

Por contraste con el impacto ambiental de la ganadería, la construcción del Canal implicó un proceso relativamente breve de enormes alteraciones físicas en una pequeña porción del territorio nacional, que condujo a una prolongada estabilidad en el nuevo ambiente así creado. Ello, a su vez, desembocó en nuevas estructuras de larga duración, en cuanto contribuyó a “desarticular el espacio geográ co, a alterar un cierto equilibrio ecológico y a retrasar el surgimiento de una más fuerte personalidad nacional, obligada a manifestarse más como mecanismo de defensa ante lo extraño que como acumulación de experiencias creativas comunes”148.

De este modo, a lo largo del siglo XX, se acentuaría sin cesar la complejidad del con icto no resuelto entre las visiones del mundo natural como fuente de valor de cambio y de valor de uso, correspondientes a los sectores dominantes y de capas medias, por un lado, y a

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los indígenas y campesinos, por el otro. Con ello, si por un lado la vocación por el utilitarismo, el autoritarismo y el racismo, compartida por la cultura mercantil de rapiña dominante en la sociedad panameña y la cultura de la tropicalidad dominante en el enclave, de niría un espacio de complicidad entre ambas, por el otro la valoración del bosque como fuente de servicios ambientales, elemento de uso militar y reservorio de biodiversidad introduciría un elemento de contradicción entre ellas. En lo más esencial, sin embargo, esa cultura de la naturaleza sería la cultura del colonialismo norteamericano en Panamá, y entraría en crisis con esa forma de presencia de un Estado extranjero en nuestro territorio.

Ganado y galeones, pasado y futuro

La transición

La rma de los Tratados Torrijos-Carter en 1977 –que liquidaron el enclave territorial, restablecieron la soberanía de Panamá sobre todo su territorio, permitieron cerrar las últimas catorce bases militares operadas por los Estados Unidos en el país y trans rieron al Estado panameño la administración de la empresa canalera– señala, también, el inicio del proceso de crisis y desintegración de la cultura de la naturaleza organizada en torno a los valores de la tropicalidad en nuestro país. Ese proceso encuentra una de sus más claras expresiones, por ejemplo, en los con ictos relacionados con la incorporación del Canal a la vida y el desarrollo del país.

En efecto, si bien la ejecución de los Tratados se inició en 1979, para culminar en 1999, no fue sino hacia mediados de la década de 1990 que el Estado panameño empezó a adoptar un conjunto de medidas legislativas encaminadas a proporcionarle un marco de referencia legal para el desempeño de sus nuevas funciones. Así, en 1994 fue creada una Autoridad del Canal de Panamá (ACP), mediante una reforma constitucional que la hizo responsable además por el manejo de los recursos hídricos de la Cuenca, complementada en 1997 mediante una Ley Orgánica de la ACP, y otra que establecía un plan de uso de suelos para la Cuenca, concebido para garantizar la disponibilidad de agua mediante el control del uso de la tierra. En 1999, además, la Ley 44 delimitó la llamada Cuenca Hidrográ ca del Canal, incluyendo en ella –además de la cuenca

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del Chagres– una parte sustantiva de las de los ríos Indio, Caño Sucio y Coclé del Norte, que uyen de manera independiente al Atlántico, al Noroeste del Canal, y que pasaron a conformar una “Región Occidental” de la Cuenca, la cual a su vez sería desintegrada en el 2006, a cuenta de una tenaz resistencia de sus moradores a esa decisión.

La creación de este marco legal fue llevada a cabo mediante procedimientos característicos del despotismo democrático imperante en la América Latina de la década de 1990, que limitaron la consulta pública a la elite socioeconómica y política del país, y a procesos parlamentarios formales. No es de extrañar, así, que la ACP se viera enfrentada desde muy temprano a los con ictos derivados de una cultura institucional de larga tradición tecnocrática, y de la incapacidad del Estado y la sociedad panameña para articular un proyecto nacional que incorpore al Canal como un recurso para el desarrollo integral del país.

Una primera señal de estas di cultades apareció en diciembre de 1999, cuando el obispo de Colón, monseñor Carlos María Ariz, envió una carta a la Presidenta de la República comunicándole que, en opinión de campesinos y misioneros de la diócesis, la Ley 44 de 1999 sentaba las bases para la expropiación de las tierras de los pobladores de la Región Occidental de la Cuenca, al tiempo que la creación de nuevos embalses afectaría la tierra y su biodiversidad, y destruiría los modos de vida y tradiciones de las personas del área “en nombre del Canal”. Atendiendo a esas razones, el Obispo solicitaba a la Presidenta garantizar la protección de los campesinos contra los riesgos de una modernización inconsulta, y asegurar que el desarrollo futuro produjera “profunda satisfacción y bienestar social permanente para todos”149.

Nunca antes se había escrito un documento así en la historia de cultura de la naturaleza en Panamá. A partir de aquí, resultó evidente que los problemas relativos a las relaciones de la sociedad panameña con su entorno natural –y el manejo de la Cuenca del Canal en primer término–no podrían seguir siendo encarados en una perspectiva esencialmente técnico-ingenieril, sino que demandaban un abordaje capaz de incorporar sus dimensiones social y política. El país empezó a descubrir, en otros términos, la socialidad de sus relaciones con el mundo natural.

En esa nueva perspectiva, por ejemplo, ya resulta evidente el contraste entre el modelo de relación con la naturaleza dominante en Panamá, y el que sería deseable para garantizar la operación sostenida del Canal.

GUILLERMO CASTRO H. • 139

Así se aprecia en el cuadro 6, que sintetiza la variación porcentual en el uso de las tierras de la cuenca del Chagres, prevista en el Plan General de Usos del Suelo, adoptado como Ley de la República en 1997:

Cuadro 6.

Variación en el uso de las tierras de la cuenca del río Chagres.

USO DEL SUELO

USO DEL SUELOUSO ACTUAL (%)

Ganadería 39,0 2,0

Agricultura 0,5 8,0

Forestería y agroforestería 0,5 23,0

Áreas protegidas 20,0 15,0

Área urbanas 6,0 12,0

Operación del Canal

El uso actual del suelo, en efecto, es el característico de la situación imperante en todo el país, como el previsto lo sería de una situación en la que resultaran mucho más sustentables las relaciones de la sociedad panameña con su entorno natural. Estamos, así, ante dos modelos antagónicos de relación con la tierra y el agua: el de la pluvicultura, que ve en el agua un elemento aportado por las lluvias, y el de una cultura hidráulica que ve en el agua un recurso que debe ser producido y administrado por organizaciones técnico-económicas de complejidad correspondiente a la de los ecosistemas que lo producen. La conclusión tendría que ser evidente: el Canal sólo será sostenible en la medida en que lo sea el desarrollo del conjunto de la sociedad panameña. En esta perspectiva, tanto la transferencia del Canal a la esfera de responsabilidad del Estado panameño, como la necesidad de que ese Estado promueva formas sostenibles de relación con el mundo natural en todo el territorio nacional, plantean un problema de nuevo tipo en la historia ambiental del país. Mientras por un lado resulta imposible

140 • EL AGUA ENTRE LOS MARES
34,0 40,0 TOTAL 100,0 100,0

reproducir a escala del país completo, la lógica de la tropicalidad hidráulica que guiara el uso de los recursos naturales en el antiguo enclave canalero, por el otro tampoco es posible dejar al Canal y su cuenca librados a la vieja cultura mercantil agroganadera, que terminaría por conducir a la destrucción de recursos que son indispensables para enfrentar los graves problemas sociales, ambientales y económicos con que ingresa Panamá al siglo XXI.

Aquí, la cultura de la naturaleza se ve enfrentada a un desafío inédito para ella en Panamá: demandar la creación de un Estado nacional capaz de representar los intereses mayoritarios de la sociedad de una manera que permita hacer políticamente sustentable el desarrollo futuro de nuestro país. Porque, en efecto, la sustentabilidad plantea ante todo un problema político –esto es, de cultura en acto–, a ser resuelto por medios técnicos, y no al revés.

En este terreno, las primeras experiencias obtenidas del proceso de integración del enclave canalero a su entorno social y ambiental, ofrecen ya una lección de especial importancia. Estamos, en efecto, ante un problema local íntimamente vinculado a procesos de alcance global, pues el manejo integrado de los recursos hídricos –en Panamá como en cualquier otro lugar del mundo– constituye un componente importante dentro del objetivo, mucho más amplio y de más largo plazo, de crear las condiciones indispensables para un desarrollo sostenible a escala planetaria, capaz de generar capacidades de articulación sinérgica entre los niveles local, nacional, regional y global. Por lo mismo, Panamá requiere un desarrollo que sea sustentable por su capacidad para generar un círculo virtuoso en el que el crecimiento económico sustenta las condiciones de bienestar social, participación política y autodeterminación nacional sin las cuales resulta imposible sostener una relación responsable con el medio natural. Y esto sólo será posible en el marco de una sociedad renovada que, superando las secuelas del colonialismo norteamericano y el transitismo oligárquico, nos permita nalmente crecer con el mundo, para ayudarlo a crecer.

Panamá, 2003-2007.

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6. Panamá: Territorio, sociedad y desarrollo en la perspectiva del siglo XXI

Para Ligia Herrera Jurado.

Toda gran verdad política es una gran verdad natural.

Charles Darwin, Voyage of the Beagle.

Introducción

Los problemas relacionados con el vínculo entre la gestión de los asuntos de las sociedades iberoamericanas, la peculiar composición social, cultural y racial de éstas, y el manejo de sus recursos y su comercio en un mercado mundial marcado por relaciones de interdependencia asimétrica, tienen ya una larga tradición en nuestro pensamiento político. En su forma contemporánea –esto es, la correspondiente a la organización de nuestros Estados nacionales de mediados del siglo XIX en adelante–, esos problemas han sido tratados, en lo fundamental, a lo largo de dos vertientes características.

La primera, formulada ya en 1845 por el argentino Domingo Faustino Sarmiento151, en su obra clásica Facundo. Civilización y barbarie, señala como lo fundamental a resolver el carácter bárbaro, atrasado, del mundo rural hispanoamericano, y como la solución a ese problema la necesidad de civilizar ese mundo desde el más moderno y progresista, que tiene su asiento en las ciudades más y mejor articuladas al mercado mundial. En esa perspectiva, destacaba en particular el contraste entre el mundo urbano –directamente articulado al mercado mundial–, y el rural, proveedor de mano de obra y recursos naturales baratos para el comercio en ese mercado. Así, dice Sarmiento:

El hombre de la ciudad viste el traje europeo, vive de la vida civilizada tal como la conocemos en todas partes; allí están las leyes, las ideas de progreso, los medios de instrucción, alguna organización municipal, el gobierno regular, etc. Saliendo del recinto de la ciudad, todo cambia de aspecto; el hombre de campo lleva otro traje que llamaré americano, por ser común a todos los pueblos; sus hábitos de vida son diversos, sus necesidades peculiares y limitadas; parecen dos sociedades distintas, dos pueblos extraños uno de otro152.

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La organización territorial de nuestras sociedades expresa hasta hoy, en lo más fundamental, los criterios inherentes a esa visión. No están organizadas para sí, sino para otros. Y, por lo mismo, la lógica dominante en esa organización no es tanto la de los intereses de sus habitantes, cuanto la de las relaciones de servicio y subsidio que esa sociedades mantienen con las regiones más desarrolladas del moderno sistema mundial. Para enero de 1891, aquella visión de Sarmiento encontraba respuesta en otro de los grandes textos clásicos de nuestro pensamiento político –el ensayo Nuestra América, de José Martí– donde se a rma que no hay en nuestras sociedades “batalla entre la civilización y la barbarie, sino entre la falsa erudición y la naturaleza”153. Desde allí, el problema del buen gobierno es abordado en términos no sólo antagónicos a los de Sarmiento, sino y sobre todo correspondientes a una perspectiva que hoy nos parece mucho más cercana al debate en torno a los desafíos que debe encarar nuestra especie si aspira a garantizar la sostenibilidad de su desarrollo. Al respecto, plantea Martí:

A lo que es, allí donde se gobierna, hay que atender para gobernar bien; y el buen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el francés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país, y cómo puede ir guiándolos en junto, para llegar, por métodos e instituciones nacidas del país mismo, a aquel estado apetecible donde cada hombre se conoce y ejerce, y disfrutan todos de la abundancia que la Naturaleza puso para todos en el pueblo que fecundan con su trabajo y de enden con sus vidas. El gobierno ha de nacer del país. El espíritu del gobierno ha de ser el del país. La forma del gobierno ha de avenirse a la constitución propia del país. El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturales del país154

En Panamá, estas visiones contrapuestas han encontrado expresión en los que quizás sean los dos ensayos más importantes de nuestro pensamiento social y político producidos en la segunda mitad del siglo XX. El primero, Papel histórico de los grupos humanos en Panamá, publicado por Hernán Porras en 1953, examina justamente la necesidad de encarar la gestión de los asuntos nacionales a través del arbitraje de los con ictos internos del país, y el control de sus relaciones exteriores, por lo que llama el “grupo capitalino blanco”, equivalente en lo general a

GUILLERMO CASTRO H. • 143

quienes representan entre nosotros al segmento social que Sarmiento hubiera considerado “civilizado”. El segundo, La concentración del poder económico en Panamá, publicado en 1967 por Marco Gandásegui, aborda la caracterización de las estructuras profundas del poder social y político en Panamá a partir de la comprensión de las del poder económico155. De este modo, si desde la perspectiva de Porras la organización centralizada del Istmo, en torno a la región por donde tiene lugar el tránsito interoceánico, es un hecho natural y evidente por sí mismo, desde la que aporta Gandásegui esa misma organización vendría a expresar, en las estructuras del espacio, las contradicciones inherentes a las estructuras económicas y sociales dominantes en el país.

De la década de 1980 en adelante, sin embargo, la re exión hispanoamericana y panameña sobre los problemas de la creación de sociedades en las que el crecimiento económico sostenido se tradujera en bienestar social y participación política crecientes se vio desplazada por otra, sintetizada en el llamado Consenso de Washington, que hizo del crecimiento económico y el equilibrio de las nanzas públicas sus temas fundamentales. Aun así, a la luz de nuestras preocupaciones de hoy, no es casual que una de las últimas referencias al tema en la gran tradición de la teoría del desarrollo fuera presentada por Osvaldo Sunkel en 1980, en la Introducción que redactó para una antología de autores latinoamericanos titulada Estilos de desarrollo y medio ambiente en América Latina, donde de nía al desarrollo como:

Un proceso de transformación de la sociedad caracterizado por una expansión de su capacidad productiva, la elevación de los promedios de productividad por trabajador y de ingresos por persona, cambios en la estructura de clases y grupos y en la organización social, transformaciones culturales y de valores, y cambios en las estructuras políticas y de poder, todo lo cual conduce a una elevación de los niveles medios de vida156.

Más allá de eso, y sobre todo, Sunkel y sus colegas proponían vincular el abordaje del desarrollo y su gestión al papel del territorio y sus ecosistemas en el despliegue del proceso antes citado. Esa propuesta, extemporánea entonces, es hoy más contemporánea que nunca, y es desde ella que desearíamos abordar el problema que nos interesa en el caso de Panamá.

144 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

Transitismo, territorio y desarrollo en Panamá

La gestión de los problemas que plantea el desarrollo de nuestra especie en Panamá abarca ya unos diez mil años. A lo largo de ese período, esa gestión ha concedido y concede una importancia de primer orden al tránsito interoceánico como elemento articulador de la actividad humana en el Istmo. Sin embargo, es a partir de un determinado momento de la historia de esa actividad que se forma la estructura de acción social y de ordenamiento territorial que se designa con el nombre de transitismo.

El transitismo, así, designa la forma especí ca de inserción del Istmo en el moderno sistema mundial a partir del siglo XVI. De esa modalidad de inserción vinieron a resultar, a un tiempo, la formación y la lógica fundamental de las transformaciones que ha conocido la sociedad panameña de entonces acá, en lo que hace a la gestión de sus propios intereses, y de sus relaciones con el territorio que ocupa157. En este sentido, el siglo XVI constituye un parte aguas, tanto en la historia política del Istmo, como en la de su gestión territorial.

En efecto, en el momento de la Conquista europea –correspondiente al Neolítico maduro en el Istmo–, el territorio estaba organizado en cacicazgos en constante confrontación entre sí por el control de fajas paralelas de orientación Sur-Norte. Esas fajas de territorio discurrían a lo largo de grandes cuencas –como las de los ríos Santa María, Coclé, Bayano y el sistema Chucunaque-Tuira– que facilitaban en su parte alta el tránsito interoceánico, y su control garantizaba tanto el acceso a una multiplicidad de ecosistemas y recursos –desde los manglares de las zonas de grandes mareas del Pací co, hasta el bosque tropical húmedo y los yacimientos de oro aluvial del Atlántico–, como a rutas de intercambio comercial entre los mundos chibcha y maya, por ejemplo, por las que circulaba una abundante riqueza. No es de extrañar, por tanto, que las principales concentraciones de población se ubicaran en las zonas aluviales y los estuarios de la bahía de Parita, el Bayano, el Darién, y en sus contrapartes atlánticas, como el actual río Indio.

El transitismo, en cambio, estableció un eje central de organización orientado en dirección este-oeste, a partir de una faja ganadera y agrícola extendida a lo largo de las sabanas antrópicas ya existentes entre Chepo y Natá, con prolongaciones posteriores en dirección a la península de

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Azuero y a Centroamérica, a lo largo de la región sur del país. Al propio tiempo, el establecimiento del monopolio del tránsito por el valle del Chagres llevó a la clausura de las demás rutas anteriormente en uso, y a la creación de una extensa frontera interior que segregó la mayor parte del litoral Atlántico y del Darién del territorio considerado “útil” en el nuevo ordenamiento así creado. Esa utilidad, por otra parte, era percibida a partir de una nueva cultura de la naturaleza, que privilegiaba la sabana ganadera por sobre el manglar y el bosque húmedo, promovía la explotación extensiva de un número mucho más reducido de recursos especí cos por sobre el manejo de ecosistemas complejos, y valoraba esos recursos por su demanda en la zona de tránsito y en el mercado exterior.

El principal centro de población pasó a estar ubicado en la zona que ocuparan las ciudades de Panamá la Vieja y el actual San Felipe, conectadas al Este y el Oeste por caminos rudimentarios –por lo general, distantes del mar– con su nuevo hinterland. La población indígena que sobrevivió a la Conquista, o que migró al Istmo después, fue desplazada a tierras marginales, o contenida más allá de la frontera interior, y la fuerza de trabajo fundamental pasó a estar constituida por esclavos africanos, primero, y por sus descendientes y la población mestiza del siglo XVIII en adelante. Se establecieron, así, los cimientos más profundos del país que hemos venido a ser, centralizado en torno a la ruta del Chagres y subordinado a ella en lo más fundamental de su desarrollo.

La formación transitista así establecida vino, pues, a caracterizarse por algunos rasgos constantes, que pasaron a constituirse en un factor de larga duración en la historia de la sociedad panameña. En lo más fundamental, esos rasgos han incluido:

• El monopolio del tránsito por una ruta en particular –en este caso, el valle del Chagres– sujeta a estricto control por parte de una potencia extranjera hasta 1999, y del Estado panameño desde entonces.

• El uso de ese control con el n de garantizar constantes subsidios ambientales y sociales a la actividad de tránsito por esa ruta particular, y como medio para concentrar y centralizar la vida económica del país –y la acumulación de los excedentes generados por esa economía– en torno a esa actividad.

146 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

• El control de las relaciones exteriores a través del control de la ruta de tránsito y de los subsidios a esa actividad, como resultado de todo ello.

• Una estructura económica que, en el concierto latinoamericano, bien podría ser llamada de heterogeneidad invertida; en cuanto concentra en el sector terciario, magnitudes de actividad y producción que en el resto de la región corresponden por lo general a los sectores primario y secundario.

De este modo, una historia de la gestión territorial en Panamá debe incluir, en una importante medida, una re exión sobre el papel del transitismo en la formación y el desarrollo de la sociedad panameña y sus estructuras de gestión pública. En ese proceso destacan tres grandes períodos fundamentales:

• El del tránsito preindustrial, entre 1550 y 1850, caracterizado por el uso de una tecnología adaptada a las restricciones que el medio imponía a la actividad, operada mediante el trabajo esclavo o de peones, y nanciada en lo fundamental por el capital local, cuya gestión no demandó cambios fundamentales tras la independencia de 1821.

• El del tránsito industrial ferroviario, dominante entre 1850 y 1914, que utilizó una tecnología capaz ya de subordinar el medio natural a las necesidades del tránsito, operada mediante el trabajo de obreros y técnicos asalariados y nanciada por capital privado proveniente del exterior, que dio lugar a la formación y desaparición de un importante número de asentamientos –en particular la ciudad de Colón–, e introdujo formas de gestión privada y problemas de gestión pública de nuevo tipo en la sociedad panameña.

• El del tránsito industrial hidráulico, dominante de 1914 a nuestros días, que utiliza una tecnología de enorme impacto ambiental, operada por obreros y técnicos especializados de alta cali cación, y nanciada y operada como una empresa de capital monopólico de Estado.

A lo largo de este último período, el transitismo generó una peculiar organización territorial integrada por un enclave militar-industrial administrado por el gobierno de los Estados Unidos, que desarticulaba y consolidaba, a un tiempo, el ordenamiento territorial anterior, acentuaba sus

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contradicciones y exacerbaba su tendencia al despilfarro simultáneo de los recursos humanos y naturales del resto del país. La erosión gradual de ese enclave a través de los Tratados Arias-Roosevelt, de 1936, y RemónEisenhower, de 1956, y su liquidación mediante el Tratado Torrijos-Carter de 1977, entre 1979 y 1999, constituye el aspecto más visible y decisivo del proceso de formación y consolidación del Estado nacional panameño en el siglo XX, y de la crisis por la que atraviesa ese Estado a principios del siglo XXI. En suma, los riesgos y las oportunidades que enfrenta Panamá en este momento singular de su historia no son el resultado del tránsito como forma de actividad económica, sino del transitismo como formación económico-social y como marco de relación entre la sociedad y el territorio del Istmo entre los siglos XVI y XXI. Tras esos riesgos y oportunidades, por otra parte, subyacen problemas internos de una extraordinaria complejidad, que nuestra sociedad apenas empieza a percibir. Así, por ejemplo, el desarrollo de las actividades de tránsito organizadas en torno al Canal ha dependido del subsidio en recursos humanos y naturales –tierra, agua, trabajo y energía en primer término– provenientes del entorno de la ruta interoceánica. Esa relación de subsidio al tránsito se tradujo, por necesidad, en un factor que contribuyó de manera decisiva al retraso constante en el desarrollo de las fuerzas productivas, de las relaciones de producción y de las estructuras de vida y acción política en el resto de la sociedad nacional.

En este sentido, por ejemplo, el contraste entre los paisajes sociales y naturales del corredor interoceánico y los del interior del país no se debe a que haya en el Istmo varios países en uno. Se trata, por el contrario, de la expresión territorial de una misma sociedad, integrada por grupos sociales que organizan sus relaciones con la naturaleza en el marco de una estructura de poder tan contradictoria, con ictiva y violenta como para generar y sostener el proceso de crecimiento económico con deterioro social y degradación ambiental constantes que hoy tiene lugar en Panamá.

Las consecuencias de ese proceso se expresan con singular claridad en el mapa de regiones de desarrollo socioeconómico de Panamá, elaborado por la geógrafa Ligia Herrera Jurado, que se presenta a continuación158. Allí está sintetizada la situación de desarrollo relativo del país a nivel de distrito, elaborada a partir de cuatro variables: atención

148 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

médico-sanitaria, grado de urbanización, nivel de educación y nivel de vida. El resultado del análisis de esas variables, a su vez, se expresa en cinco niveles de desarrollo: alto, medio alto, medio, bajo y muy bajo, indicados mediante un código de colores que va del rojo al blanco.

A cuatro siglos de la Conquista, sigue siendo evidente la presencia de la faja Chepo-Natá y su proyección hacia la región suroccidental de Azuero, con un nivel de desarrollo medio –salvo en el caso del distrito de Capira, de desarrollo bajo–, y con un único núcleo de desarrollo relativo alto en la región aledaña a la ruta interoceánica del Chagres. Le sigue, más al occidente, el núcleo de desarrollo relativo medio alto del distrito de David y una faja sur-norte de desarrollo medio, correspondiente a los distritos bananeros de Barú y Changuinola, y a las zonas de mayor desarrollo agropecuario de Chiriquí.

En un mayor nivel de detalle, cabe observar que el distrito de Panamá –único con un nivel de desarrollo relativo alto–, con 3.4% del territorio, concentraba en el año 2000 al 25% de la población del país. Seis distritos de desarrollo relativo medio, todos ellos de características urbanas –San Miguelito, Arraiján, La Chorrera, Colón, Chitré y David–, que abarcan el 4.5% del territorio, concentraban el 32% de la población. Juntos, los siete distritos mencionados concentraban el 57% de la población en apenas el 7.9% del territorio. Por su parte, 22 distritos de nivel medio concentraban el 23% de la población en el 26% del territorio, y un último grupo de 39 distritos –35 de nivel bajo, y 4 de nivel muy bajo–, albergaban el 19.8% de la población en el 66.4% del territorio.

Y a lo dicho cabe agregar, por último, que una parte sustancial de estos 39 distritos de desarrollo relativo bajo y muy bajo se ubicaba, además, en las regiones del norte y el este, marginadas por la organización territorial creada por el transitismo, y en las zonas de asentamiento indígena establecidas para proveer mano de obra barata a su hinterland, a partir del siglo XVI. Lo que el mapa nos presenta, en suma, es un extraordinario ejemplo de la actividad de una estructura de larga duración.

Para comienzos del siglo XXI, la capacidad de esa estructura para garantizar el funcionamiento de la sociedad transitista ha entrado en crisis. Existe, en efecto, una contradicción insoluble entre el transitismo y el tránsito, en la medida en que el territorio y la sociedad nacional han llegado al límite de su capacidad para seguir proporcionando los

GUILLERMO CASTRO H. • 149

Nivel de desarrollo relativo: año 2000

Mar Caribe

COMARCA EMBERÁ

COMARCA

COLOMBIA

Escala 1: 3.000.000

km

Este mapa fue elaborado en la Sección de Investigación Geográfica del Departamento de Geografía de la Universidad de Panamá, basado en información de Regiones de Desarrollo Socioeconómico de Panamá.

Fuente: Herrera, Ligia. Regiones de desarrollo socioeconómico de Panamá, 19702000.

50050100
EMBERÁ CHEPIGANA PINOGANA
PANAMÁ
COMARCA KUNA YALA
SAN CARLOS LA CHORRERA ARRAIJÁN CHAME TABOGA BALBOA CAPIRA COLÓN MONTIJO
SANTA ISABEL
Alto
alto
CHIMÁN CÉMACO CHEPO
SAMBÚ
PORTOBELO
TONOSÍ
Océano Pacífico
Medio
Medio Bajo Muy bajo
N S E O SAN MIGUELITO PENONOMÉ SANTA FE LAS PALMAS
LOS
PARITA AGUADULCE CALOBRE DONOSO LA
OLÁ NATÁ ANTÓN CHAGRES OCÚ
GUARARÉ BARÚ SAN LORENZO REMEDIOS SAN
LAS
BOQUETE GUALACA DOLEGA ALANJE RENACIMIENTO BOQUERÓN COSTA RICA CHANGUINOLA BUGABA DAVID
GRANDE TOLÉ SAN FÉLIX
LAS TABLAS PEDASÍ POCRÍ
SANTOS
PINTADA
ATALAYA SANTIAGO PESÉ
FRANCISCO
MINAS MACARACAS POZOSLOS
CHIRIQUÍ
CAÑAZAS SONÁ RÍO DE JESÚS LA MESA BOCAS DEL TORO
CHITRÉ SANTA MARÍA

subsidios ambientales y sociales que el tránsito demanda, como había venido ocurriendo hasta la década de 1980. Hoy, por el contrario, la creciente escasez relativa de tierra y agua en Panamá genera tensiones sociales crecientes, que tienden a encarecer los costos económicos, sociales, políticos y ambientales de la actividad de tránsito; bloquean el fomento de las ventajas competitivas de nuevo tipo que hagan más productiva la inserción de la economía nacional en el mercado mundial; e impiden –en suma– un aprovechamiento verdaderamente integral y sostenido de los recursos humanos y naturales del país.

En ese marco mayor, la operación sostenida del Canal demanda, hoy, el desarrollo sostenible del país, precisamente porque hemos llegado a la más singular de las contradicciones de nuestra historia: aquella en la que el transitismo se constituye en el peligro mayor para la actividad del tránsito en Panamá. Y la clave para encarar ese problema está en la más sencilla de las preguntas.

Todo proceso productivo implica siempre, como sabemos, una reorganización simultánea de la naturaleza y de la sociedad. Por lo mismo, si para reorganizar la naturaleza del Istmo, de la manera en que lo requería el tránsito hidráulico, fue necesario organizar en República el país, establecer en ella un enclave militar-industrial al servicio de un Estado extranjero, e incorporar al tejido nacional los grupos sociales nuevos que hicieron posible aquella reorganización del mundo natural, ¿qué transformación social y política será necesaria para hacer viable la operación sostenida del Canal mediante el desarrollo sostenible del país, ahora que ha pasado a ser responsabilidad por entero del Estado nacional?

A n de cuentas, quien desea un desarrollo distinto aspira en realidad a una sociedad diferente que, en el mundo de hoy, carece de modelos históricos que puedan ser imitados. Y la di cultad mayor radica, aquí, en que una sociedad sostenible no puede ser creada por decreto, sino que debe ser construida por los propios seres humanos. Al menos, intuimos ya lo que no queremos que sea, y podemos imaginar lo que deseamos que llegue a ser. Sabemos que sólo puede ser sostenible una sociedad democrática. Sabemos que sólo puede ser democrática una sociedad culta. Sabemos que sólo puede llegar a ser plenamente culta y democrática una sociedad que sea equitativa. Y sabemos que una sociedad democrática, culta y equitativa sólo puede perdurar si llega a ser próspera del modo en que lo quería Martí, esto es, “con todos y para el bien de todos”.

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Ante una tarea como ésta, el dé cit mayor, aquí como en todas partes, no es de personal ni de recursos, sino de imaginación. Y es que, en efecto, una mirada al país desde el futuro que deseamos para nuestra gente puede revelar posibilidades y capacidades que apenas empezamos a percibir. Una de ellas, por ejemplo, es la de construir la sociedad nueva mediante el fomento de los recursos humanos y naturales que la sociedad transitista ha venido despilfarrando desde hace más de cuatro siglos. Nuestra propia gente, el agua y la biodiversidad de los ecosistemas que garantizan su presencia en el Istmo, son los principales recursos de Panamá. Y la unidad fundamental de interacción de esos recursos está constituida por cada una de las 52 cuencas hidrográ cas que organizan, desde sí mismo, el territorio de la nación.

Para una gestión integrada del territorio y sus recursos. Cuencas hidrográ cas, regiones geoeconómicas y ordenamiento político-administrativo del territorio nacional

Para el cientí co panameño Rodrigo Tarté, uno de los pioneros en el tratamiento de los problemas del desarrollo sostenible en nuestro país, el manejo de cuencas hidrográ cas constituye una gestión de desarrollo integral con un sentido empresarial-social, que tiene por objeto aprovechar y proteger los recursos naturales para obtener una producción óptima y sostenida. En este sentido, ese manejo no se restringe al manejo del agua, sino que la asume como un elemento aglutinador del complejo físico-químico-biológico de la naturaleza, cuya conservación y uso no pueden ser enfocados en un contexto aislado. Esto, agrega Tarté, implica “que cada proyecto, acción, tema o tópico especí co (ej. gobernabilidad, desarrollo local, reforestación, etc.) se lleve a cabo teniendo en cuenta el enfoque sistémico que demanda el entendimiento de las relaciones de interdependencia entre actividades y procesos y la necesidad de que la investigación constituya un componente o complemento importante de los mismos”159.

Por su parte, y en una perspectiva que busca vincular entre sí los problemas de orden que interesan a Tarté con los de la construcción de sociedades más sostenibles en el plano político, el historiador norteamericano Donald Worster resalta la utilidad de percibir el paisaje “como una serie de cuencas, antes que como una de unidades políti-

152 • EL AGUA ENTRE LOS MARES

cas arti cialmente construidas”, para imaginar “dentro de estas cuencas […] una nueva sociedad […] comprometida con valores comunitarios y democráticos, y con el poblamiento y la protección de esas cuencas.”

Worster hace este planteamiento en un artículo dedicado al geólogo y explorador John Wesley Powell (1834-1902), al que corresponde el mérito, dice, de comprender “que una verdadera democracia […] debía ser construida sobre una base ecológica tanto como económica y política. Toda la tierra y el agua deberían ser colocados, en última instancia, bajo el control de todo el pueblo”160.

A la luz de ideas como éstas, resulta por demás evidente que los problemas que plantea la crisis del transitismo en nuestro país tienen su expresión más clara, y ofrecen su lección más evidente, en las di cultades de todo tipo que opone el ordenamiento socioterritorial vigente a la gestión integrada de la Cuenca del Canal de Panamá. No se trata ya de un problema legal o jurídico. Desde 1994, un nuevo título constitucional crea una Autoridad del Canal de Panamá, y le asigna entre sus responsabilidades el manejo de la cuenca del Canal. Desde 1997, además, la Cuenca dispone de un plan de uso de suelos aprobado como Ley de la República, que diez años después aún está pendiente de reglamentación.

Algunas de las razones de fondo en esa di cultad se expresan en el hecho de que el plan estableciera –entre otras metas puntuales– la necesidad de reducir de 100.000 mil a 2.000 las hectáreas dedicadas a la ganadería extensiva en la Cuenca, lo que en los hechos implicaba realizar allí una reforma agraria como la que ya demanda el país entero. Esa reforma, sin embargo, forma parte destacada de la agenda de lo inmencionable en el marco del Estado liberal-oligárquico panameño, lo que explica la extraordinaria e cacia de una resistencia al cambio que, en planos como éste, hunde sus raíces en las estructuras de relación con la naturaleza gestadas por el transitismo. Y esa resistencia se torna aún mayor cuando se combina con las estructuras de gestión pública asociadas a esa relación.

La estructura político-administrativa vigente en el país da lugar, en efecto, a que en la Cuenca del Canal coincidan tres provincias (Coclé, Panamá y Colón), una decena de distritos y unos 48 corregimientos. Y a ello se agrega que todos los distritos y corregimientos ubicados en el perímetro de la Cuenca incluyan territorio situado fuera de ésta.

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Panamá, 2007

Las di cultades de gestión que esto supone –complicadas por el hecho de que el 60% de la población de la Cuenca vive en condiciones de pobreza– son fáciles de imaginar.

La creación en 1999 de una Comisión Interinstitucional de la Cuenca Hidrográ ca por parte de la Autoridad del Canal de Panamá no bastó para resolver esta situación: dada la importancia de la Cuenca, la Comisión tendría que equivaler a un modelo a escala del Gobierno nacional, y aun así cada una de las instituciones de ese Gobierno tendría que concertar sus acciones primero con su nivel central y, después, con cada uno de sus directores provinciales. Porque de lo que se trata, en el fondo, es de que la organización político-administrativa del país, gestada a lo largo de los cuatrocientos años de vigencia del transitismo, tuvo y tiene por objeto principal el control político del territorio; por las autoridades coloniales, primero, y por las que resultan del régimen electoral republicano, después. Y si en períodos de expansión económica, esa estructura político-administrativa cumple apenas un papel subsidiario en la gestión del desarrollo, ella se torna en un obstáculo formidable a esa gestión cuando el desarrollo se ve bloqueado por los intereses y las prácticas a cuyo servicio se encuentra esa estructura.

Éste no es, por cierto, un problema exclusivo de la Cuenca del Canal, como lo muestra el siguiente mapa, que superpone la estructura natural del país –en el sentido indicado por Worster– a la estructura político-administrativa legada por el transitismo. Lo que corresponde a la Cuenca del Canal es el mérito de haber puesto en primer plano este problema general, en virtud de las di cultades que, en su caso especí co, plantea esta contradicción para la administración de la vía interoceánica por el Estado nacional.

De la década de 1990 acá, Panamá –como el resto de los países iberoamericanos– ha venido atravesando por un proceso de reforma del Estado, cuyo propósito mani esto ha sido el de hacer más e ciente la gestión pública para que ésta, a su vez, contribuya a hacer más competitiva la economía nacional en el nuevo mercado global. Los resultados, hasta ahora, han sido mixtos, y en ocasiones sorprendentes. Por un lado, fue liquidado el sector estatal de la economía en áreas como energía, telecomunicaciones y de servicios logísticos. Por otro, la Autoridad del Canal de Panamá –la más poderosa agencia estatal en la historia de la República– ha venido a convertirse en el principal agente de inversión en

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el desarrollo económico del país, a través del nanciamiento de la ampliación de la vía interoceánica. En el proceso, por otra parte, el Estado renunció a funciones como la de plani cación económica, y ha venido a encontrarse en una situación en la que parece haber extendido esa renuncia incluso al ejercicio de las funciones de rectoría y garantía de calidad que le corresponden en la prestación de servicios de educación, salud, transporte público, seguridad y justicia.

El país, por su parte, ha venido a desembocar en una situación de crecimiento económico sostenido, acompañada de deterioro social y degradación ambiental, en la que el incremento en la producción de riqueza tiende a traducirse en una ampliación de la desigualdad en el acceso a los bene cios de la misma. En una circunstancia como ésta, la expresión misma de Reforma del Estado resulta débil ante la magnitud –y sobre todo la complejidad– de los problemas que ese Estado debe encarar. Por lo mismo, quizás ha llegado ya la hora de empezar a discutir la transformación del Estado panameño, para llevarlo más allá del legado del transitismo, y ponerlo en condiciones de contribuir realmente a la creación de una sociedad que sea más sostenible en la medida en que sea, también, más próspera, equitativa y democrática que la hoy existente en el Istmo.

Éste es, por supuesto, un tema de una extraordinaria amplitud, que no puede ser ni siquiera planteado de manera adecuada por ningún individuo en particular. Si cabe, en cambio, plantear que esa transformación debe proponerse, entre sus primeros objetivos, lograr la convergencia de las estructuras de gestión social, económica y política con las estructuras de organización del territorio nacional. Eso implica abordar los problemas distintos, pero íntimamente relacionados entre sí, que plantean las a nidades y contradicciones entre las estructuras naturales del país –que tienen en las cuencas hidrográ cas su unidad fundamental– y la de las regiones geoeconómicas presentes en el territorio nacional. Y esto, en lo más esencial, supone que ambas estructuras –las naturales y las históricas– pueden converger o divergir en el proceso de reordenamiento del territorio para su gestión integrada, pero que en última instancia serán las naturales las que predominen.

En términos prácticos, y empezando por lo más importante –que en este caso es también lo más urgente– esto signi ca que la Cuenca del Canal de Panamá debe convertirse en una única región administrativa,

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a la que quizás lleguemos a llamar el distrito especial del Chagres. En esa misma perspectiva, las otras grandes cuencas de Panamá –las del Chucunaque-Tuira, el Bayano, el Coclé, el Santa María, el río La Villa, el Chiriquí y el Changuinola, por mencionar algunos casos– deben llegar a convertirse también en distritos como el antes mencionado.

Este planteamiento, sin embargo, no puede ser desarrollado de manera mecánica. Otras regiones del país pueden y deben ser estructuradas como unidades político-administrativas a partir de otros criterios. Es el caso, por ejemplo, de la conurbación Chorrera-Pacora, que ya reclama con toda evidencia una gestión integrada. Y lo es, en otro sentido y para otras circunstancias, el litoral Atlántico en lo que va de río Indio a Calovébora.

El país que emerja de una transformación semejante –y la exprese en la Constitución, las leyes y las instituciones de gestión pública que la misma demande, y permita crear– será sin duda muy distinto al país del transitismo. Pero, sin duda también, será mucho más capaz de conocerse, ejercer y crecer desde sí con todos sus habitantes, en la medida en que eso ocurra para bien de todos ellos.

Panamá, agosto de 2007.

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7. El agua, la ley y la sociedad que somos

Para Ligia Castro.

La Asamblea Nacional de Panamá adelanta el debate de nuevos instrumentos legales para la gestión del agua. La trascendencia del tema demanda, sin duda alguna, una participación ciudadana bien informada en ese debate, tanto en relación a los textos legales que son objeto de discusión, como en lo que hace a los problemas más generales que plantea la gestión de los recursos hídricos en una perspectiva de desarrollo sostenible.

Por ejemplo, resultará muy importante distinguir entre el agua como elemento natural abundante y como recurso natural escaso. Un elemento natural, en efecto, es transformado en un recurso mediante la aplicación de trabajo socialmente organizado. Ese carácter social se expresa de manera puntual en las formas que adoptan los procesos de cooperación necesarios para producir los recursos que la sociedad demanda. Y, en esa perspectiva, destaca aquí el hecho de que en todas las sociedades contemporáneas, el marco social fundamental de organización de esos procesos de cooperación es el mercado.

En el caso del agua, sin embargo, este planteamiento general debe ser objeto de algunas precisiones. El agua, en efecto, constituye recurso que condiciona virtualmente toda otra actividad productiva y, de manera destacada, aquellas relacionadas con la producción de alimentos, energía y por supuesto, de la propia vida humana. Es ese carácter de condición de producción lo que obliga a considerar el agua como un bien público, que debe ser administrado por el Estado en tanto que representante del interés general de la sociedad.

Este planteamiento abstracto también demanda algunas precisiones concretas, pues en cada sociedad aquel interés general se expresa de manera distinta. Las diferencias dependen, aquí, del grado de organización y cultura –esto es, conciencia de sí mismo y de sus propios intereses en sus relaciones con otros, y con el mundo natural– de cada uno de los sectores que integra cada sociedad. Esto abre un abanico de opciones para la administración del agua como bien público en una economía capitalista. En un extremo de ese abanico, el Estado asume el monopolio de todas las funciones relacionadas con la producción y la distribución

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del agua a otros productores. En el otro extremo, el Estado trans ere por completo esas funciones a operadores privados y retiene para sí tareas de regulación y control del cumplimiento de esas funciones productivas.

Entre ambos extremos, naturalmente, hay múltiples combinaciones intermedias, pero en todos los casos el Estado conserva una función de intermediación política entre todos los sectores sociales involucrados. Ese papel de intermediación política puede ir desde la gestión de conictos relacionados con el agua por vía de la negociación, hasta la represión de expresiones de descontento asociadas a tales con ictos.

En un sentido más amplio, cualquiera de esa combinaciones puede ser entendida como una respuesta especí ca a un problema de orden general: el de la organización de un mercado de bienes y servicios ambientales o, lo que es igual, el de la transformación de la naturaleza en capital natural. En el caso de Panamá, la organización de ese mercado y la conducción de ese proceso de transformación constituyen la razón de ser de la Autoridad Nacional del Ambiente –creada apenas en 1998–: la forma en que esa tarea es llevada a cabo se sintetiza –justamente– en el lema institucional de Conservación para el desarrollo sostenible. Aquí, lo esencial consiste en que el éxito o el fracaso del Estado en el cumplimiento de esa función dependerá de la correlación general de fuerzas –o debilidades– que se derive del grado de desarrollo relativo de todas las partes involucradas, incluyendo por supuesto a todas las agencias gubernamentales involucradas. Es bajo esa luz que cabe considerar las implicaciones de la legislación en materia de gestión de recursos hídricos que actualmente se discute en Panamá.

En nuestro caso, por ejemplo, si bien la Autoridad Nacional del Ambiente viene desempeñando un papel de creciente importancia en la gestión del proceso de organización del mercado de bienes y servicios ambientales, el Estado no parece haber emprendido un verdadero esfuerzo de deslinde de la trama –cada vez más complicada– de sus propias estructuras de gestión en materia de agua, que hoy incluyen, además al Instituto de Acueductos y Alcantarillados Nacionales, la Autoridad del Canal de Panamá, el Ministerio de Salud y la recién creada Autoridad de los Recursos Acuáticos, para mencionar las instituciones más relevantes. Por otra parte, tampoco parece estar ocurriendo gran cosa en la creación de las capacidades técnicas y culturales necesarias para una gestión moderna del agua en Panamá, a través de la organización por ejemplo de

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una oferta cientí ca y académica bien integrada en este campo. Así, seguimos siendo un país rico en agua que carece de escuela de ingeniería hidráulica y de las instituciones de investigación y enseñanza que aborden los problemas del agua en lo que hace a su economía y su gestión. El ambientalismo panameño, por su parte, apenas empieza a rebasar su horizonte conservacionista de origen, que tiende a converger con posiciones muy conservadoras en el plano político y a distanciarlo de otros movimientos y sectores sociales importantes –como el de los trabajadores y el de los sectores empresariales vinculados a temas de Producción Más Limpia, al Mecanismo de Desarrollo Limpio y a la promoción de la responsabilidad social-empresarial–, todo lo cual conspira contra la posibilidad de un adecuado control social de la gestión pública y de los comportamientos privados de interés social. Esto es particularmente preocupante, porque en una sociedad como la nuestra la debilidad en el control social de la gestión pública se traduce por necesidad en distorsiones del mercado a favor de sectores privados de carácter monopólico.

En un marco así planteado, los administradores y técnicos tienden a desesperarse con los intelectuales que no terminan de decirles qué hacer. Ante eso, sólo cabe decir dos cosas. La primera es que, para tener buenas respuestas, es necesario disponer de buenas preguntas. La otra, que en política sólo podemos escoger entre inconvenientes. En este caso, se trata de optar entre los problemas que origina la falta de mecanismos, procedimientos y capacidades de gestión correspondientes a las necesidades de un desarrollo que sea sostenible, y los que inevitablemente acarreará cualquier intento de superar esas carencias. A n de cuentas, en eso consiste la libertad: en poder decidir con qué problemas queremos vivir, y con cuáles no estamos dispuestos a hacerlo, y en atenernos a las consecuencias de lo que decidamos hacer al respecto.

A partir de una versión publicada en el semanario Peripecias, No. 70, Montevideo, Uruguay, 24 de octubre de 2007, www.peripecias.com.

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8. América Latina. El camino a la sostenibilidad

Para Salomón Vergara.

La extraordinaria complejidad ecosistémica, social y cultural de América Latina tiene su origen más visible en el período 1500-1550, cuando la región se ve incorporada al proceso de formación del moderno sistema mundial como proveedora de alimentos y materias primas y como espacio de reserva de recursos. Esa modalidad de inserción dene, a su vez, una estructura de larga duración que opera con tiempos y modalidades distintas en al menos tres subregiones diferentes, y en todos los planos de la interacción entre los sistemas sociales y naturales presentes en cada una de ellas.

En efecto, esa función global –y sus consecuencias– se despliegan en tres modalidades principales entre los siglos XVI y XIX, de acuerdo a la forma fundamental de organización de las interacciones entre los sistemas sociales y naturales. Una se articula a partir del trabajo esclavo, asociado sobre todo –pero no exclusivamente– a actividades de plantación. Otra se articula a partir de distintas modalidades de trabajo servil –desde la encomienda al peonaje–, destinado sobre todo a la producción de alimentos y a la explotación minera. Y otra más, se articula a partir de una amplia modalidad de actividades de subsistencia en las áreas de la región que escapan a la articulación directa en el mercado mundial durante un período más o menos prolongado.

El tránsito del siglo XIX al XX es testigo de la formación de mercados de trabajo y de tierra constituidos mediante procesos masivos de expropiación de territorios sometidos a formas no capitalistas de producción, para crear las premisas indispensables a la apertura de la región a la inversión directa extranjera y la creación de economías de enclave en el marco del llamado Estado Liberal Oligárquico. Los ciclos posteriores –populista, desarrollista y neoliberal– marcarán el camino hacia el siglo XXI entre las décadas de 1930 y 1990.

En el proceso, surgieron nuevos grupos sociales cada vez más vinculados a la economía de mercado; se expandieron las fronteras de explotación de recursos naturales; esa explotación ganó en intensidad y complejidad tecnológica, incluyendo a menudo procesos de elaboración de importante impacto ambiental; se produjo un notable proceso

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de desruralización y urbanización; todas las sociedades de la región ingresaron en procesos de transición demográ ca, y la huella ecológica de ese conjunto de procesos se hizo cada vez más vasta y compleja. Y todo esto, a su vez, inauguró un período de nuestra historia en que los conictos de origen ambiental –esto es, aquellos que surgen del interés de grupos sociales distintos en hacer usos excluyentes de los ecosistemas que comparten– tienen un papel cada vez más importante.

En esta perspectiva, el principal rasgo distintivo de la actual fase del desarrollo del proceso descrito consiste en la tendencia a la transformación masiva de la naturaleza en capital natural, a partir de al menos tres procesos, a menudo contradictorios entre sí:

• La ampliación de los espacios de explotación de lo que Nicolo Gligo llama “ventajas competitivas espurias” –en particular, recursos naturales y trabajo baratos, y amplias posibilidades de externalización de los costos ambientales–, asociada a menudo a la inversión masiva en megaproyectos de infraestructura.

• La organización de mercados de bienes y servicios ambientales con el apoyo técnico, nanciero y político de instituciones nancieras internacionales.

• La formación de una fracción “verde” del capital, vinculado a iniciativas globales como el Mecanismo de Desarrollo Limpio, que coexiste –a menudo en contradicción, y a veces en con icto– con las fracciones agraria, industrial y nanciera, más tradicionales.

Encarar este momento de la historia de las interacciones entre los sistemas naturales y los sistemas humanos en la región, poniendo en evidencia sus implicaciones para la sostenibilidad del desarrollo de la especie humana en nuestra América, es una tarea que plantea singulares di cultades de orden teórico y metodológico. En particular, porque exige de nosotros el esfuerzo necesario para pasar de un enfoque estructural, referido a modelos más o menos bien de nidos a priori, a un enfoque sistémico, referido a relaciones de interdependencia entre factores múltiples en cambio constante, en el análisis de los problemas ambientales. Y dado que toda nuestra educación ha tendido a formarnos en torno a una concepción estructural y funcionalista de la realidad, el solo hecho de reconocer y enfrentar este reto representa ya un logro

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muy importante para nuestra región, sobre todo si consideramos la larga duración que usualmente tienen los procesos de cambio cultural en la historia de nuestra especie.

No hay otra manera, sin embargo, de establecer el camino hacia la sostenibilidad del desarrollo de nuestra especie en nuestra América. Hoy, por ejemplo, empezamos a entender que el desarrollo sostenible no es el crecimiento económico con preocupaciones ambientales, sino el camino hacia la creación de sociedades nuevas, capaces de ejercer en sus relaciones con la naturaleza la armonía que caracterice a las relaciones de sus integrantes entre sí, y con el resto de sus semejantes. Habremos llegado a ese estadio de nuestro desarrollo como especie cuando la equidad haya dejado de ser una meta, para convertirse en la norma de nuestra convivencia. Porque esa es la tarea verdadera: no simplemente enfrentar la crisis en lo peor de sus consecuencias, sino en la oportunidad que nos ofrece para ir a la construcción de un mundo nuevo; comprobando una vez más, por esa vía, la razón que asiste a José Martí al a rmar que toda gran verdad política es una gran verdad natural.

Publicado en el semanario Peripecias, No. 97, Montevideo, Uruguay, 21 de mayo de 2008, www.peripecias.com.

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NOTAS

1 The ecological history of Monterey Bay. En: Natural causes. Essays in ecological Marxism. The Guilford Press, New York, London, p. 83.

2 Gramsci, Antonio. Cuadernos de la cárcel, 2 (1930-1932). Ediciones ERA, México, 1984, p. 150.

3 Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975. Tomo VI, pp. 138-139. “Discurso pronunciado en la velada artísticoliteraria de la Sociedad Literaria Hispanoamericana, el 19 de diciembre de 1889, a la que asistieron los delegados a la Conferencia Internacional Americana”. El resaltado es del autor.

4 Sunkel, Osvaldo. Introducción. La interacción entre los estilos de desarrollo y el medio ambiente en la América Latina. Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina. El Trimestre Económico, No. 36, 2 tomos. Fondo de Cultura Económica, México, 1980. Selección de Osvaldo Sunkel y Nicolo Gligo. Hemos destacado en negrita aquellos componentes de la de nición que resaltan su carácter dinámico, expansivo y, sobre todo, sistémico.

5 A quarter-century of environmental activism, American Studies Newsletter, Vol. 26, January 1992, pp. 9-13.

6 Poder privado, poder público, en Obras selectas de Georges Duby. Presentación y compilación de Beatriz Rojas. Fondo de Cultura Económica, México, 1999, p. 316.

7 Pensemos, por ejemplo, en el enorme esfuerzo cotidiano que implica preservar el ambiente humano panameño de los riesgos que la presencia de una sola especie, el mosquito Aedes aegipty, plantea a todos los humanos presentes en nuestro territorio.

8 The ght for conservation. En: Worster, Donald (editor). American Environmentalism. The formative period, 1860-1915, pp. 85-87. (Traducido por el autor).

9 La historiadora ambiental Carolyn Merchant, por ejemplo, cita la recomendación hecha en 1662 por la Real Sociedad al Rey de Inglaterra, para contribuir a la conservación de los bosques de la Isla,

que la Marina necesitaba para construir sus buques, trasladando a Nueva Inglaterra las fábricas de hierro que empleaban carbón vegetal en el proceso productivo. “La conservación en casa, agrega, se obtendría así a cuenta de la expansión de la frontera exterior”. The Death of Nature. Women, Ecology and the Scienti c Revolution. Harper, San Francisco, 1983, p. 239. De hecho, una forma característica de organización de esos procesos de control y explotación de recursos naturales distantes ha sido la llamada “economía de rapiña”, de presencia generalizada en amplias zonas de la periferia del sistema mundial desde el siglo XVI. Ya en 1910, mientras Pinchot proclamaba el credo de la conservación en los Estados Unidos, el geógrafo francés Jean Brunhes caracterizó esa economía como una extracción de recursos, que “tiende a arrancarle primeras materias minerales, vegetales o animales, sin idea ni medios de restitución”. Antes, el término había sido utilizado en 1904 por el geógrafo alemán Ernst Friedrich, y en 1880 por su colega Friedrich Ratzel en su libro Kulturgeographie. Al respecto: Brunhes, J., Geografía humana, Editorial Juventud, Barcelona, 1955; Glacken, C., 1956, Changing ideas of the habitable world, en: Thomas, William L. (editor), Man’s Role in Changing the face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967; y Sauer, Carl, 1956, The agency of man on the Earth, en: Thomas, William L. (ed.), ibíd. y La explotación destructiva en la expansión colonial moderna, en Memorias del Congreso Geográ co Internacional, Vol. II, Sec. IIIc, 1938, pp. 494-499.

10 La explotación destructiva en la expansión colonial moderna, ob. cit. Al respecto, además, Braudel, Fernand, La dinámica del capitalismo. Fondo de Cultura Económica, México, 1986,; y Wallerstein, Immanuel, El moderno sistema mundial, quinta edición, dos tomos, Siglo XXI, México, 1989.

11 Gligo, Nicolo, ob. cit., p. 117. Y agrega: “Todos los productos, salvo los vehículos motorizados y los motores de combustión interna que se exportan intrarregionalmente, son materias primas provenientes de la explotación de los recursos naturales de la región, productos agroindustriales o productos de la industria minera”.

12 Así, agregaba, no es de extrañar que hasta ahora: “Ningún país ha introducido todavía los principios de la sostenibilidad en su modelo de

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desarrollo. Ningún país aplica todavía criterios sostenibles”. Diario La Prensa, Panamá, miércoles 7 de mayo de 1997, p. 4C.

13 En este otro terreno, por ejemplo, se abre la posibilidad de abordar, a un tiempo, la creación de empleo en los sectores modernos de la economía, y de ocupación productiva en los tradicionales, de un modo que permita aprovechar y desarrollar en toda su diversidad de capacidades y aspiraciones los recursos humanos del país. Así planteada, además, una estrategia de conservación vendría a ser el medio adecuado para garantizar aquel crecimiento con equidad “que sólo es posible si se logra una competitividad basada en recursos humanos más capacitados, y con potencial para agregar progresivamente valor intelectual y progreso técnico a la base de recursos naturales”. Comisión Económica para América Latina y el Caribe. La brecha de la equidad. América Latina, el Caribe y la cumbre social. Primera Conferencia Regional de Seguimiento de la Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social. Sao Paulo, Brasil, 6 al 9 de abril de 1997, p. 109.

14 Así, por ejemplo, el Panorama mundial del ambiente 2000, del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente, señalaba dos tendencias fundamentales en nuestras relaciones con el mundo natural. En primer término, se dice allí, “el ecosistema mundial se ve amenazado por graves desequilibrios en la productividad y en la distribución de bienes y servicios”, lo cual se expresa en una brecha “cada vez mayor e insostenible entre la riqueza y la pobreza (que) amenaza la estabilidad de la sociedad en su conjunto y, en consecuencia, el medio ambiente mundial”. Y, enseguida, se decía allí que “el mundo se está transformando a un ritmo cada vez más acelerado, pero en ese proceso la gestión ambiental está retrasada con respecto al desarrollo económico y social”. www.grida.no/geo2000/ov-es.pdf, p. 2.

15 Las transformaciones del espacio geohistórico latinoamericano, 1930-1990. Fondo de Cultura Económica, México, 1996 (1995), p. 9. Así, en la página 188 agrega que esto ocurre debido a “las modalidades de espontaneidad en el establecimiento de formas de hábitat subintegrado; por la intensidad degradante de los diversos usos del suelo agropecuario y la expoliación de recursos forestales, mineros y energéticos, donde todo está dominado por el afán de lucro inmediato”, con lo cual “se está iniciando una crisis prospectiva del patrimonio paisajístico latinoamericano”.

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16 V. Perspectivas y desafíos ambientales. En: La dimensión ambiental en el desarrollo de América Latina. Libro de la CEPAL No. 58, mayo de 2001. Comisión Económica para América Latina, Santiago de Chile, www.eclac.org, p. 227. Esto, además, en una circunstancia en la que el crecimiento económico se presenta asociado al “entrampamiento” que implica sostener las estrategias de expansión de las exportaciones de materias primas y alimentos de la región al primer mundo mediante el recurso a “las ventajas comparativas espúreas de mano de obra barata y recursos naturales subvalorados”. El valor de las re exiones de Gligo resalta aún más, si cabe, por el hecho de haber sido construidas desde la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), en cuyo seno se forjó lo fundamental de la teoría y la práctica política del desarrollo en nuestra región.

17 Ibíd., p. 237.

18 Lo profundo y tenaz de esta relación puede apreciarse, por ejemplo, en el contraste entre el agravamiento constante de esta situación y las esperanzas creadas por los llamados a enfrentarla (dentro del orden mundial vigente) que se hicieron en la primera mitad de la década de 1990, desde la Conferencia Mundial sobre Ambiente y Desarrollo de 1992, hasta la de Desarrollo Social de 1995, pasando por las de Beijing sobre la Mujer, en 1993, y la de Cairo sobre Población en 1994.

19 Éste, agrega: “Es el hilo objetivo que teje la conexión creciente de las revueltas sociales, locales y globales, defensivas y ofensivas, reivindicativas y culturales, que surgen en torno al movimiento ecologista. Ello no quiere decir que hayan surgido de repente unos nuevos ciudadanos internacionalistas de buena voluntad y generosos. Aún no. Antiguas y nuevas divisiones de clase, género, etnicidad, religión y territorialidad actúan dividiendo y subdiviendo temas, con ictos y proyectos. Pero sí quiere decir que las conexiones embriónicas entre los movimientos populares y las movilizaciones de orientación simbólica en nombre de la justicia medioambiental llevan la marca de los proyectos alternativos. Estos proyectos esbozan una superación de los movimientos sociales agotados de la sociedad industrial, para reanudar, en formas históricamente apropiadas, la antigua dialéctica entre dominación y resistencia, entre «Realpolitik» y utopía, entre cinismo y esperanza”. El reverdecimiento del yo: el movimiento ecologista, www.lafactoriaweb.com/articulos/Castells5.ht.

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20 Al respecto, por ejemplo, resulta de particular interés la lectura de McNeil, J. R. Something new under the Sun: An environmental history of the twentieth century world. Global Century Series, 2001.

21 La gestión del agua y las cuencas en América Latina, Revista de la CEPAL, No. 33, agosto 1994.

22 Wittfogel, Karl A. Las civilizaciones hidráulicas, Revista Tareas, No. 103. Centro de Estudios Latinoamericanos (CELA) Justo Arosemena, Panamá, setiembre-diciembre de 1999.

23 Wittfogel, por otra parte, distingue entre la pluviagricultura: “Una circunstancia en la que un clima favorable permite el cultivo sobre la base de las precipitaciones naturales”; la hidroagricultura: “Una situación en la que los miembros de una comunidad agrícola recurren a la irrigación si bien, debido a la escasez y el carácter fragmentario de la humedad disponible, lo hacen únicamente a pequeña escala”, y la “agricultura hidráulica”, en la que las dimensiones de la oferta de agua disponible hace necesaria creación de grandes obras hidráulicas, productivas y de protección, que son administradas por el Gobierno.

24 Ibíd., p. 40.

25 Ibíd., p. 40.

26 Ibíd., p. 41.

27 Ibíd., p. 49.

28 Y esta a rmación no deja de tener una analogía que puede ser inquietante con la planteada por los ingenieros jefes de la construcción del Canal de Panamá, John Stevens primero, y George Goethals después, cuando señalaban que la construcción de la vía interoceánica no presentaba en realidad un desafío tecnológico sino de organización del trabajo, resuelto mediante una administración altamente centralizada, rígidamente estructurada –incluso a partir de criterios raciales por demás explícitos–, y de claro corte autoritario.

29 Notas sobre la historia ecológica de América Latina, en: Estilos de desarrollo y medio ambiente en América Latina, selección de O. Sunkel y N. Gligo, 2 tomos, Fondo de Cultura Económica, El Trimestre Económico, No. 36, México, 1980, p. 129.

30 Al respecto, por ejemplo, Susanna B. Hecht menciona: “Tres procesos que han contribuido a oscurecer y restar importancia al conocimiento agronómico que fue desarrollado por grupos étnicos locales

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y sociedades no occidentales: (1) la destrucción de los medios de codi cación, regulación y transmisión de las prácticas agrícolas; (2) la dramática transformación de muchas sociedades indígenas no occidentales y los sistemas de producción en que se basaban como resultado de un colapso demográ co, de la esclavitud, del colonialismo y de procesos de mercado, y (3) el surgimiento de la ciencia positivista”, con su enorme capacidad de descali cación del pensamiento y el conocimiento no “occidentales”. La evolución del pensamiento agroecológico, www.clades.org/rl-art1.htm, p.1.

31 Relación sociedad-naturaleza desde la historia de los usos del agua en México. 1999. En: García Martínez, Bernardo y Alba González Jácome (compiladores). Estudios sobre historia y ambiente en América. El Colegio de México, Instituto Panamericano de Geografía e Historia, 1999, pp. 174-175.

32 Es a partir de la creación de estas condiciones, diría Worster, que se hace posible establecer el “modo capitalista” de control del agua, en el cual “existen dos centros de poder aproximadamente equivalente: un sector privado de empresarios agrícolas, y un sector público compuesto por plani cadores burocráticos y representantes políticos electos. Ninguno de los dos es autónomo. Cada uno necesita al otro, se refuerzan mutuamente en sus valores, compiten por la supremacía sin éxitos duraderos, y nalmente acuerdan trabajar juntos para lograr un control sobre la naturaleza de una intensidad sin precedentes”. Rivers of Empire, ob. cit., p. 51.

33 El Canal de Panamá: los efectos sobre el medio ambiente de su construcción y su operación hasta el presente. En: Medio ambiente y desarrollo en Panamá. Instituto de Estudios Nacionales, Universidad de Panamá, Cuadernos Nacionales, No. 4, mayo de 1990, pp. 11-13.

34 Una síntesis de los problemas tecnológicos que planteó en su momento la construcción del Canal –incluyendo la infructuosa batalla de los franceses contra los aguaceros de la estación lluviosa–, puede encontrarse en el texto ya clásico de David McCollough. El cruce entre dos mares. La creación del Canal de Panamá (1870-1914). Lasser Press Mexicana S.A., México, 1979.

35 Jaén Suárez, Omar. La población del Istmo de Panamá. Estudio de geohistoria. Agencia Española de Cooperación Internacional, Madrid, 1998, p. 483.

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36 Worster, Donald. Rivers of empire: Water, aridity and the growth of the American West. Oxford University Press, Nueva York, 1992. El autor se re ere en su obra a las grandes obras de riego que hacen posible la agricultura de gran escala en el oeste árido de su país.

37 Ibíd., p. 332.

38 Ibíd., p. 333. La presencia del Canal, así concebido, construido y administrado, habría convertido así a la República de Panamá en víctima del constante empeño de las economías más desarrolladas del planeta por “evadir la disciplina de la naturaleza”, mediante la ocupación de “nuevas tierras vírgenes cuando hemos saqueado las que están en nuestra posesión, extrayendo recursos distantes cuando agotamos las reservas locales, y apelando a alguna agencia del gobierno federal cuando nos metemos en problemas”.

39 Así, la geógrafa Ligia Herrera Jurado expresa, en las conclusiones de su estudio Regiones de desarrollo socioeconómico de Panamá. Transformaciones ocurridas en las tres últimas décadas: 19702000, que los resultados obtenidos muestran “un país en el que persisten grandes desigualdades sociales y económicas a lo largo del territorio nacional, las cuales han ido disminuyendo en la mayoría de los distritos a pasos sumamente lentos durante los últimos treinta años. Ambas circunstancias con guran un país que a nivel nacional presenta un nivel de desarrollo Bajo”. Herrera, L., 2003, p. 134.

40 Ver al respecto: Autoridad Nacional del Ambiente, 1999, pp. 9-32.

41 Ya en 1910, por ejemplo, Gifford Pinchot podía a rmar que el “primer principio” de la conservación “es el desarrollo, el uso de los recursos naturales actualmente existentes en este continente para bene cio de la gente que vive aquí en este momento”. El segundo principio consistía en “prevenir el despilfarro”, mientras el tercero señalaba que los recursos naturales “deben ser desarrollados y preservados para bene cio de la mayoría, y no simplemente para ganancia de una minoría”. The ght for conservation. En: Worster, P., 1973, pp. 85-87. Según Worster, Pinchot (1865-1946) fue uno de los fundadores del movimiento conservacionista en los Estados Unidos, si bien sus principales aportes “fueron políticos y burocráticos antes que teóricos: estableció y dirigió el Servicio Forestal, y dramatizó ante el público el problema del agotamiento de los recursos durante la Administración de Teodoro Roosevelt”. (Traducido por el autor).

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42 Al respecto: Miró, Carmen A., et al., 1993.

43 Al respecto: Reencuentro de culturas. La historia ambiental y las ciencias ambientales (1996) y Transformaciones de la Tierra. Hacia una perspectiva agroecológica en la historia (1990). En: Worster, P., 2001.

44 Al respecto, por ejemplo, Lentz, David L. (ed.), 2000.

45 Baste recordar, por ejemplo, cómo ha ido cambiando nuestra valoración del trópico y sus habitantes desde los tiempos del enorme éxito de la novela La vorágine, de José Eustacio Rivera, hasta las preocupaciones contemporáneas por la protección de la biodiversidad y del legado cultural de los pueblos indígenas.

46 Historia tropical: A reconsiderar las nociones de espacio, tiempo y ciencia. En: Germán Palacio y Astrid Ulloa (editores), 2002, p. 68.

47 Para el geógrafo francés Pierre Gourou, por ejemplo, cada paisaje constituye una síntesis de las “técnicas de producción” y “las técnicas de encuadramiento” de la sociedad que lo ha creado, sobredeterminada a menudo, además, por los “paisajes fósiles” legados por las sociedades precedentes. (1984, Capítulo I).

48 La historia natural del Istmo, por su parte, se remontaría a unos cuatro millones de años en el pasado, cuando culmina el proceso de formación de las tierras que hoy ocupa el país en lo que antes había sido un amplio canal natural de comunicación entre los océanos Atlántico y Pací co. Al respecto, por ejemplo, Coates, Anthony, 2001.

49 McCullough, D. 1979. Constituye el relato más conocido sobre este aspecto del tema que nos interesa. La versión original en inglés –The path between the seas– data de 1977.

50 Todo sugiere que, en aquel momento, la Zona fue de nida en esos términos a partir del supuesto de que se continuaría con el intento, inicialmente emprendido por una corporación privada francesa en la década de 1880, de construir un canal a nivel entre ambos océanos.

51 Al respecto, Jaén Suárez, Omar, 1978, p. 487.

52 Al respecto, Donald Worster, 1992, aborda en detalle la historia de los grandes proyectos de irrigación, abastecimiento urbano y generación de energía hidroeléctrica que hicieron posible el desarrollo capitalista del oeste árido de los Estados Unidos.

53 Hasta donde se sabe, este fue el primer rebaño de ganado introducido en la vertiente sur del Istmo. A partir de este núcleo inicial se

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desarrollarían los rebaños que posteriormente poblaron los campos de Nicaragua y Perú.

54 Castillero, Alfredo, 1994. El ganado llegó a ser tan abundante, que aun con las exportaciones a Perú los precios de la carne bajaron hasta el punto en que ésta se convirtió en un alimento cotidiano para toda la población. Los cueros –que desempeñaban en la economía de la época muchas de las funciones que los plásticos desempeñan en la nuestra– y la grasa tenían mejor precio que la carne, y un buen mercado en Perú. Hacia 1590, al resultar la oferta muy superior a la demanda, los dueños del ganado optaron por destruir los rebaños mediante una matanza masiva de animales para aprovechar el cuero y la grasa, dejando perderse la carne. Esto creó una crisis de tales proporciones que veinte años más tarde el número de reses en Natá era la mitad de lo que había sido en 1590. Aun así, para mediados del siglo XVII la crisis era cosa del pasado, y la ganadería extensiva imperaba en las sabanas del centro y el suroeste de Panamá.

55 Andagoya, Pascual, 1981, p. 6.

56 Una descripción clásica de las consecuencias sociales, demográ cas y ambientales de ese proceso puede ser encontrada en Jaén Suárez, Omar, 1998.

57 Omar Jaén Suárez señala que la construcción del Canal transformó “de manera radical” el medio geográ co en el istmo central de Panamá, provocando “trastornos y alteraciones profundas en el poblamiento, en la economía, y en la organización del espacio panameño”, 1990, p. 11.

58 Lindsay-Poland, J., 2003, p. 59. Además, el autor, en una comunicación personal nos dijo: “Uno sólo puede especular acerca de lo que hubiera dicho una Evaluación de Impacto Ambiental respecto a la construcción del Canal, si tal requisito hubiera existido en esa época”. Una síntesis de los problemas tecnológicos encontrados por los constructores del Canal –incluyendo la inútil batalla de los franceses contra los aguaceros de la estación lluviosa– puede ser encontrada en el libro clásico de David McCullough, ya citado.

59 Jaén Suárez, Omar, 1990, p. 13. Las alteraciones incluyeron el desplazamiento forzoso de cientos de personas que habitaban en tierras inundadas por el lago Gatún, y la desaparición de sus residencias y comunidades.

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60 Al respecto, por ejemplo: Wittfogel, Karl, 1956.

61 Worster, 1992, p. 333. La presencia del Canal, así concebido, construido y administrado, habría convertido a la República de Panamá en una víctima más de la lucha constante de las economía desarrolladas del planeta para “evadir la disciplina de la naturaleza” mediante la ocupación de “nuevas tierras vírgenes una vez agotadas las que poseemos, la extracción de recursos en fuentes distantes una vez que agotamos las reservas locales, y la solicitud de ayuda a alguna agencia federal cuando nos metemos en problemas”.

62 Aunque no ha sido ofrecida una explicación o cial para estos y otros retrasos, y a riesgo de especular, cabe considerar como un factor la creciente inestabilidad política que surgió en Panamá después de la muerte del general Omar Torrijos en julio de 1981, que llevó al país al régimen de Noriega y a la invasión militar estadounidense en diciembre de 1989. De hecho, la creación del marco legal básico para la organización del Canal y el manejo de la CCP bajo responsabilidad panameña, ocurrió después de la retirada de los EE.UU., durante la administración de los presidentes Guillermo Endara (1989-1994) y Ernesto Pérez Balladares (1994-1999), paralelamente con la reconstrucción de la sociedad civil panameña, y con los procesos de ajuste estructural y de reforma del Estado que incluyeron tanto la privatización de gran parte del sector público de la economía, como la creación de varias instituciones de una índole totalmente nueva para el país como –por ejemplo– la propia Autoridad del Canal de Panamá.

63 Esto incluye, por ejemplo, reducir los pastizales desde un 39% hasta sólo un 2% de las tierras de la CCP, e incrementar las áreas dedicada a silvicultura y agro-silvicultura desde 0.5% a 23%. El reglamento para la ejecución de la Ley –incluyendo el eventual pago por compensación a los dueños de las tierras y los procedimientos para hacerlo– aún está en proceso de elaboración.

64 La estructura de la Comisión incluye un Comité Técnico Permanente que, además de los miembros de la Comisión, cuenta con representantes técnicos de los ministerios de Comercio, Educación, Salud y Obras Públicas, del IDAAN, y del Fondo de Inversión Social de la Presidencia de la República, así como de un observador del Municipio de la ciudad de Panamá.

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65 Como se ha dicho, el manejo de la Cuenca comenzó en el año 2000, y se encuentra en una etapa muy temprana de implementación. Es probable que, en esta fase, los principales problemas que enfrenta la ACP sean los relativos a la búsqueda de criterios para de nir e implementar un plan, y a la creación y fortalecimiento de los mecanismos de coordinación y procedimientos para todas las partes involucradas en la CICH. Esto incluye iniciativas y actividades tales como de nir una estrategia básica para garantizar la disponibilidad de agua por medio del control de la tierra, implícita en la Ley 19 de 1997; implementar el primer estudio de monitoreo de la cuenca del Chagres, ya mencionado; implementar un estudio de “línea-base” –biogeofísico, socioeconómico y cultural– de la Región Occidental de la Cuenca; organizar la CICH, e iniciar sus actividades regulares, e iniciar un programa de educación pública sobre la Cuenca.

66 En 1985, el gobierno de Panamá convocó el primer foro nacional sobre los problemas de la Cuenca del Canal, con apoyo de la USAID. En ese mismo año fue creado el Instituto Nacional de Recursos Naturales Renovables (INRENARE). En 1997, la Asamblea Legislativa aprobó una Ley General de Ambiente, bajo la cual el INRENARE fue convertido en la Autoridad Nacional del Ambiente en 1998, con apoyo técnico y nanciero del Banco Interamericano de Desarrollo.

67 Ley 21 de 2 de julio de 1997, Gaceta O cial de Panamá, 3 de julio de 1997.

68 De acuerdo a David McCullough (1979, p. 647), por ejemplo, el hecho de que una parte importante de lo terrenos de lo que fue la Zona del Canal estén cubiertos por bosques se debe a la decisión del ingeniero jefe de la construcción del Canal entre 1907 y 1914, y primer Gobernador norteamericano del enclave hasta 1916, el coronel George Goethals, dejar que la selva “permaneciera intacta y que se le permitiera volver a ocupar todos los lugares que habían sido desmontados, siempre que fuera posible”. Esa decisión, agrega McCullough, tuvo un carácter más militar que estético, pues Goethals “había insistido ante una Comisión del Congreso que la selva era la defensa más segura contra un ataque por tierra”.

69 Esto ayuda a entender, quizás, la razón por la cual, a principios de la década de 1990, la mayor parte de los planes y proyectos elaborados con el propósito de contribuir a “la conservación, preservación

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y desarrollo de la Cuenca” no de nían con claridad ni “el tipo de desarrollo” que proponían, ni el papel a desempeñar en ese desarrollo por parte de los actores sociales que se activan dentro de la Cuenca: gobierno, empresa privada, organismos no gubernamentales, iglesia y moradores de la Cuenca y sus organizaciones comunitarias. Pero, sobre todo, esto explica la tendencia de esos planes a “dei car” la Cuenca “como un área que hay que mantener en reserva y en la que resulta prácticamente imposible ordenar racionalmente las actividades que en ella se realizan y que por lo tanto lo que debe hacerse es «controlar», «impedir», «vigilar», «restringir», etc.” Miró et al., 1993, p. 39.

70 Al respecto, por ejemplo: Benneth, Charles F., 1976 (1968): In uencias humanas en la zoogeografía de Panamá. Editorial Universitaria, Universidad de Panamá; Jaén Suárez, Omar, 1981: Hombres y ecología en Panamá. Editorial Universitaria, Universidad de Panamá; Castillero Calvo, Alfredo, 1994, Conquista, evangelización y resistencia. ¿Triunfo o fracaso de la política indigenista? Colección Ricardo Miró, Premio Ensayo 1994, Instituto Nacional de Cultura de Panamá.

71 Gourou, Pierre, 1984, Introducción a la Geografía Humana. Alianza Universidad, Madrid. Capítulo I. Para el geógrafo norteamericano Carl Sauer, por su parte, las “reliquias y fósiles culturales” equivalen a “instituciones sobrevivientes, ahora obsoletas, que registran condiciones dominantes en otros tiempos”, entre las cuales incluye desde “tipos de estructura” y “planos de las aldeas” hasta “patrones de campos sobrevivientes de tiempos anteriores”, “las distribuciones de variedades de plantas cultivables nativas, como indicadores de difusiones culturales”, las evidencias de “formas antiguas de manejo de plantas y animales domesticados” y “la sobrevivencia de viejos métodos de transporte por agua y por tierra”. En este sentido, agrega, cabe “considerar como formas fósiles a aquellas que ya no funcionan pero aún existen, sean en estado obsoleto o en forma de ruinas”, como por ejemplo aquellas que deja “el uso del suelo en campos abandonados, que pueden ir desde super cies cultivadas en la prehistoria hasta el auge de la agricultura de hace dos décadas”. La evidencia puede estar en una peculiar sucesión vegetal, en cambios en el suelo, incluso en antiguos surcos. En el Viejo Sur, se

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conoce bien que los linderos exactos de antiguos campos pueden ser determinados por arboledas de pinos viejos, y que el momento del abandono corresponde aproximadamente a la edad de los árboles. Introducción a la geografía histórica. Discurso a la Asociación Norteamericana de Geógrafos. Baton Rouge, Louisiana. Diciembre de 1940. www.colorado.edu/geography. p. 12. Traducción y presentación de Guillermo Castro H.

72 Sobre el régimen de cacicazgos y la actividad minera, por ejemplo, Colón, Cristóbal, 1502, Relación del encuentro con el Istmo de Panamá, en: Jaén Suárez, Omar (compilador), 1985, Geografía de Panamá. Biblioteca de la Cultura Panameña, Tomo 1, Universidad de Panamá. Sobre el comercio interoceánico prehispánico, por ejemplo: Sauer, Carl Otwin, 1966, The early spanish main. Capítulos XII a XVI, University of California Press.

73 Conquista, evangelización y resistencia, ob. cit., p. 29.

74 Conquista, evangelización y resistencia, ob. cit., p. 30.

75 In uencias humanas en la zoogeografía de Panamá. Editorial Universitaria, Panamá, 1976, p. 98. (University of California Press, 1968).

76 Aquí, como dice Francis Hallé (1999, pp. 175-176), conviene recordar que: “La agricultura tropical auténtica, la que existía antes de la época colonial y que subsiste aún en distintos países, [...] la que reaparece espontáneamente cada vez que se deja al campesino en libertad de crear y trabajar a su gusto, esta agricultura tropical tradicional [...] es intrínsecamente mucho más compleja que los monocultivos [de plantación agroexportadora]. Para designarla conviene utilizar el término «agrosilvicultura»”. Y agrega: “Salvo excepciones, el campesino tropical no busca transformar de modo profundo y de nitivo su ecosistema natural. Pre ere modi carlo suavemente, conservando sus características esenciales de biomasa, diversidad genética, estructura vertical y horizontal, «y aun cuando derribe y queme árboles, no hace más que un desgarrón que él sabe que cicatrizará: no cambia el orden de las cosas naturales por su propio orden» (Rougerie, 1975) [...] Este sistema de producción será monótono si el paisaje original también es monótono [...] Pero si el paisaje es más complejo, boscoso y montañoso, por ejemplo, los campesinos diversi can su sistema de producción acomodando de manera diferente los diversos biotopos del lugar.

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[...] En numerosas regiones tropicales aún cubiertas de bosques húmedos, los campesinos desbrozan franjas angostas, aprovechan los buenos suelos boscosos durante algunos años de cultivo y luego abandonan esas parcelas para la regeneración del bosque y se van en busca de otras franjas que desbrozar: esa agricultura itinerante le da al bosque una estructura horizontal formada por parcelas situadas una al lado de la otra, unas recientes y otras en diversas etapas de reconstitución. Esto es, de hecho, una imitación de la estructura en mosaico... del bosque natural, con sus zonas de árboles caídos (chablis), y las diversas etapas del regreso al bosque de altura. Abatis o milpa, ladang, rozas, mür, ray o chacra, la agricultura itinerante constituye una forma particular de agrosilvicultura (Alexandre, 1989)”.Hallé, Francis, 1999 (1993). Un mundo sin invierno. Los trópicos: naturaleza y sociedades. Fondo de Cultura Económica, México.

77 De este modo, por ejemplo, si bien el comentario de los extranjeros de paso por el Istmo resalta con frecuencia lo que perciben como carácter hostil de la naturaleza tropical, más allá de las mediocres comodidades que ofrecen las pocas áreas urbanizadas; John Lloyd, en sus Notas referentes al Istmo de Panamá, escritas entre 1827 y 1829, recoge de los habitantes del mundo campesino los nombres, características generales y usos de 97 árboles (desde el Amarillo y el Amarillo de fruta, hasta el Ubero de Montaña y el Yalla armadillo) tan sólo en el valle del Chagres. En: Jaén Suárez, Omar, 1981, Geografía de Panamá (Estudio introductorio y antología), Universidad de Panamá, Biblioteca de la Cultura Panameña, pp. 178-187.

78 Codazzi, Agustín, 2002 (1854), Geografía física y política de la Confederación Granadina. Volumen VI. Estado del Istmo de Panamá. Provincias de Chiriquí, Veraguas, Azuero y Panamá. Edición, análisis y comentarios de Camilo A. Domínguez Ossa, Guido Barona Becerra, Apolinar Figueroa Casas, Augusto J. Gómez López. Universidad Nacional de Colombia, Universidad del Cauca.

79 Camargo, Marcela, 2002, Producción y comercio en la sociedad rural de Penonomé durante los primeros cincuenta años de la República, Universidad de Panamá, Colección del Centenario, pp. 131-133.

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80 Al respecto, Stephen Frenkel (1992, p. 147) re ere que “Hacia 1912, después de casi una década de construcción de campamentos temporales de trabajo, los administradores norteamericanos empezaron a anticipar la culminación de las obras del Canal y a evaluar su presencia a largo plazo. Concluyeron que, idealmente, la nueva Zona del Canal debería ser un lugar que separara a los norteamericanos de Panamá. Uno de los primeros pasos para alcanzar esta visión fue el despoblamiento selectivo del área. Invocando necesidades de salud y de control de los trabajadores, las autoridades ordenaron la expulsión de todos los habitantes no o ciales y rurales de la Zona. Unos 3.000 acres fueron reservados como zona saneada en la que o cialmente era posible vivir a salvo; el resto de las 450 millas de la franja fue despoblado”. Frenkel, Stephen, 1992, Geography, empire, and environmental determinism. Geographical Review, Vol. 82, No. 2. Al respecto, también: Frenkel, Stephen, 1996, Jungle stories: North American representations of tropical Panama, The Geographical Review, Volumen 86, No. 3, July 1996, pp. 329-330.

81 Bennett, Hugh H., 1912, Reconnoissance soil survey, en: The agricultural possibilities of the Canal Zone. U.S. Department of Agriculture, Of ce of the Secretary (Bureau of Soils and Bureau of Plant Industry, cooperating). Report No. 95, Washington, Government Printing Of ce, p. 20. Y añade: “Los métodos culturales utilizados por los nativos son en extremo primitivos. Nunca se intenta utilizar el arado [...] El machete y una vara puntiaguda constituyen el equipo de cultivo del agricultor nativo de la Zona del Canal. [...] Para clarear la tierra, usualmente se corta toda la vegetación con el machete y se la deja secar en el sitio. A menudo se dejan erguidas algunas de las palmas más duras, debido al considerable trabajo y las herramientas muy resistentes que se requieren para derribarlas. Las maderas duras son convertidas por lo general en carbón, el combustible para cocinar predominante en el país, aunque a veces toda la masa es quemada cuando se encuentra lo bastante seca. [...] El cultivo mixto, en el sentido de cultivar juntas diversas especies diferentes de plantas, es el tipo más común de agricultura”. (Bennett, 1912, p. 12).

82 “Si pudiéramos replantear la vieja de nición de la relación del hombre con su ambiente como el vínculo entre hábitos y hábitat, resulta

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evidente que el hábitat es reevaluado o reinterpretado con cada cambio de los hábitos. El hábito o cultura involucra actitudes y preferencias que han sido inventados o adquiridos”. Sauer, Carl O., 1940, Introducción a la geografía histórica. Discurso a la Asociación Norteamericana de Geógrafos. Baton Rouge, Louisiana. Diciembre de 1940. p. 6. www.colorado.edu/geography. Traducción y presentación de Guillermo Castro H.

83 Wittfogel, Karl, 1956, The hydraulic civilizations, en: Thomas, William L. (editor), 1956, Man’s role in changing the face of the Earth, The University of Chicago Press, 1967. Traducción de Guillermo Castro H. La noción de cultura hidráulica está íntimamente asociada, además, a la consideración del agua en su doble carácter de elemento natural abundante y recurso natural escaso, y a los problemas técnicos que deben ser encarados para producir ese recurso en la cantidad, calidad y disponibilidad requerida a través de los procesos de inversión, trabajo y control que sean necesarios para ello.

84 El transitismo ha sido analizado con gran rigor por colegas como el sociólogo Marco Gandásegui –cuyo estudio clásico sobre la concentración del poder económico en Panamá cumplirá cuarenta años de haber sido publicado dentro de unos meses–, economistas como José Gómez y Juan Jované, y en particular por el historiador Alfredo Castillero Calvo, cuyo ensayo Transitismo y dependencia (Revista Lotería, 1973) constituye un aporte pionero al tratamiento del tema. El impacto ambiental del transitismo, sin embargo, apenas ha sido tratado en la obra de geógrafos como Omar Jaén Suárez y Ligia Herrera, y en los capítulos dedicados al tema en la Historia general de Panamá publicada en el año 2003 y convertida desde entonces en una curiosidad de coleccionistas por los malos hábitos del sectarismo característico de nuestra pobre vida política.

85 Al respecto, por ejemplo: Autoridad Nacional del Ambiente, 1999, pp. 9-32.

86 Salvo indicación en otro sentido, esta sección se ciñe a lo planteado en Herrera, Ligia, 1970.

87 Coates, A., 2001, pp. 23-24.

88 Burkart, R., B. Marchetti y J. Morello, 1995, pp. 42-43, 104.

89 Jaén Suárez, Omar, 1981, p. 14.

90 Colinvaux, P., 1997, pp. 127-136.

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91 Webb, S. D., 1997, p. 121.

92 Dolores Piperno y Deborah Pearsal (1998, pp. 311 y 316) abordan una parte de esa ruta evolutiva a través de un análisis comparativo de cinco regiones en las que la producción de alimentos se inició “hacia el 10000-8000 a.n.e.”: el suroeste de Ecuador, el valle medio del Cauca en Colombia, la Amazonía colombiana, el noroeste de Perú y el Pací co central de Panamá.

93 En sus conclusiones, Piperno y Pearsall plantean que, si bien “los cultivos de roza pueden sostenerse durante miles de años en bosques tropicales estacionales que crecen en suelos fértiles, y pueden soportar incrementos muy sustanciales de población a lo largo del tiempo [...] las poblaciones en crecimiento parecen haber rebasado nalmente el potencial productivo de terrenos inter uviales sometidos a roza, y haberse trasladado a tierras aluviales del fondo de los valles”. Piperno y Pearsall, 1998 pp. 290-297.

94 Jaén Suárez, 1981b, pp. 26, 44.

95 Pearsall y Piperno, por su parte, indican que en el antiguo valle del río Chagres la agricultura de roza para el cultivo del maíz se inició hacia el 5000 a.n.e., y hacia el 3200 a.n.e., el polen de árboles prácticamente había desaparecido en los registros del área. Aunque en aquel segmento Atlántico del complejo espacial prehispánico habrían predominado asentamientos humanos en forma de viviendas individuales y caseríos dispersos en las partes altas de las riberas de los ríos secundarios, la evidencia arqueológica y testimonios españoles del primer momento de contacto indican la existencia de poblados mayores, como La Peguera, en la cuenca del río Coclé del Norte, y Uracillo, en la del río Indio, que parecen haber sido aldeas con funciones de articulación de su entorno, en las cuales se ubican además obras de modi cación del suelo de dimensiones que sugieren una organización social de cierta complejidad en el momento de su construcción.

96 Piperno y Pearsall, 1998, p. 311.

97 Jaén Suárez, O., 1981b, p. 43.

98 Jaén Suárez, O., 1981b, p. 29. Estas cifras, naturalmente, están sujetas a discusión, como lo hace el autor en su obra clásica posterior, La población del Istmo de Panamá. Estudio de geohistoria, en la que concluye que “Steward, aprobado por el zoogeógrafo Bennett,

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pretende que cerca de 225.000 aborígenes poblaban el Istmo hacia 1500”, e indica que tal evaluación le parece la más razonable. Jaén Suárez, 1998, p. 44. Benneth (1976), por su parte, creía que “esta población era su ciente para causar las modi caciones del medio natural de las cuales nos hablan muchos cronistas de la época”.

99 Jaén Suárez, O., 1998, p. 45.

100 Al respecto, por ejemplo, Alfredo Castillero señala que la conquista alteró dramáticamente “dos aspectos fundamentales en la organización de la vida material del indígena”: la poligamia, por un lado; y por otro “la existencia de una lógica del espacio”, cuya alteración “...cortó para siempre los patrones de intercambios tradicionales de los indios, o frenó, y en muchos casos mutiló de nitivamente, la posibilidad de mantener la propia existencia de su cultura, al impedir la guerra, los desplazamientos estacionales, la caza o la pesca, y la adquisición de bienes por vía del comercio con los pueblos vecinos”. Castillero C., A., 1994, p. 29.

101 Franco, Juan, 1792, Notas sobre agricultura y ganadería, en: Jaén Suárez, Omar, 1981ª, pp. 154-156.

102 Criado de Castilla, Alonso, 1575, Sumaria descripción del Reyno de Tierra Firme, en: Jaén Suárez, O., 1981ª, p. 25.

103 Castillero C., A., 1994, pp. 311-315.

104 Hasta comienzos del siglo XX, por otra parte, esa franja se vería además interrumpida por “espesos bosques de galería de varios centenares de metros de profundidad”, aledaños a los numerosos cursos de agua que la cruzaban, así como por “los bosques tropicales en el área de Arraiján, Chorrera y de Chame, donde la cordillera central remata en el manglar casi directamente, y la espesa vegetación tropó la del área de colinas y pequeñas montañas que forman el espinazo de la península de Las Palmas que separan al Veraguas central de la provincia de Chiriquí”. Jaén Suárez, O., 1998, p. 140.

105 Jaén Suárez, O., 1998, p. 62.

106 Del cerro Cabra, al Oeste, decía que “del se ha sacado mucha i buena madera de cedro, roble y guachapalí de que se han fabricado muchas buenas fregatas medianas, barcos y chinchos y hoy en día tienen mucha madera aunque es algo trabajosa de sacar por no tener cerca de si rio ni estero á donde la puedan llevar i echar pero

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con todo y eso quando es menester la sacan”. Ruiz de Campos, Diego (1631), en: Jaén Suárez, O.,1981ª, pp. 52, 61.

107 La lista de productos que recibía Penonomé por esas rutas incluía desde granos, frutas, verduras, maderas de construcción, sombreros, bellota, petacas, jabas, sogas y medicamentos caseros, provenientes de las áreas más cercanas, hasta “arroz, café, caucho, pixbae, caraña hedionda, chutrá, manteca de mono, sombreros y puercos”, transportados desde zonas más distantes, cuyos habitantes sólo acudían a Penonomé “ocasionalmente, durante la celebración de algunas estas religiosas como el Viernes Santo en marzo o abril, Hábeas Christi en mayo o junio, la Santa Rosa para el 30 de agosto y la Inmaculada para el 15 de diciembre”. Camargo, M., 2002, pp. 131, 133.

108 Castillero C., A., 2001b, pp. 352-353.

109 Así, en los caminos de Panamá a Cruces y a Portobelo “sólo había algunos tramos pavimentados y no se encontraba un solo puente..., salvo el que construyó el ingeniero Nicolás Rodríguez, tal vez de un solo arco, sobre Río Hondo, en el camino de Cruces a las afueras de la Nueva Panamá”. Castillero C., A., 2001b, pp. 352-353.

110 (1827-1829). En: Jaén Suárez, O., 1981b, pp. 190, 193.

111 Así, durante los años siguientes a la inauguración del ferrocarril “se reforzaron los terraplenes, los puentes de madera se sustituyeron con otros de hierros, se hizo el balasto más grueso, se reemplazaron las traviesas dañadas, se redujeron los pasos a nivel, se enderezaron curvas, se establecieron estaciones intermedias y se instaló una línea telegrá ca a través del Istmo. Un muelle de hierro sustituyó el de madera en Panamá, y en el terminal atlántico, un nuevo faro de hierro de 60 pies de alto reemplazó la antigua torre de madera”. Mack, G., 1978, pp. 145-146.

112 Fossenden N., Otis. 1867. History of the Panama Railroad. Harper & Row Brothers, New York, p. 54. En: Mack, G., 1978, p. 148. Por contraste, la vieja ruta del Chagres, con una tecnología de transporte limitada en sus mejores días a entre 1.500 y 2.000 mulas, y entre 25 y 40 chatas y bongos, permitía una capacidad máxima de acarreo de entre 500 y 1.200 toneladas, mientras el viaje de Panamá a Portobelo podía durar tanto como el de Guayaquil a Panamá. Castillero C., A., 2001a, pp. 110, 84.

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113 Al respecto, dice el historiador David Arnold, desde mediados del siglo XVIII la construcción de los trópicos como categoría cultural había venido a convertirse “en una manera occidental de de nir, con respecto a Europa (y especialmente la septentrional y otras partes de la zona templada), algo culturalmente ajeno y ambientalmente distinto. Los trópicos existían sólo en yuxtaposición mental a alguna otra cosa; la normalidad percibida de las tierras templadas. “La tropicalidad fue la experiencia de los blancos septentrionales penetrando en un mundo ajeno; ajeno en cuanto a clima, vegetación, gente y enfermedades”. En esa experiencia desempeñaba un importante papel el trasfondo histórico de una economía de plantación sustentada hasta principios del siglo XIX en la importación masiva de esclavos africanos. Así, “la dependencia de mano de obra no blanca fue también parte importante de la manera como los occidentales percibieron los trópicos y reaccionaron a ellos... Con una naturaleza tan pródiga, sólo podía generarse un excedente de personas que era “ ojas por naturaleza” y capaces de satisfacer sus necesidades con esfuerzo mínimo mediante alguna forma de coerción”. Arnold, D., 2000, pp. 131-146.

114 Frenkel, S., 1996, p. 317.

115 Sutter, P., 1997, pp. 24-25.

116 Y ese problema tenía, además, un carácter claramente utilitario: los inversionistas norteamericanos que apoyaban la expansión imperial “veían en el paisaje natural «inexplorado» el equivalente de la ganancia”, al punto en que incluso después de que se desarrollara una clara conciencia de las limitaciones de la fertilidad del suelo en los trópicos, “la tierra seguía siendo mostrada como un recurso extraordinario, si bien temporal. Las ganancias de las plantaciones justi carían ampliamente el agotamiento de la tierra”. Frenkel, S., 1996, p. 324.

117 Mack, G., 1978, pp. 306-308.

118 La mirada del Norte asumió esas consecuencias como un rasgo de tropicalidad, gestando en torno a Panamá la leyenda de una “tumba del hombre blanco”, sustentada en un registro mucho más cuidadoso del número y las causas de las muertes de franceses, que en el de las de los trabajadores de color. Así, la percepción de

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las llamadas “enfermedades tropicales” –en particular la malaria y la ebre amarilla– como problema fundamental de salud en el Istmo quedaría reforzado, aunque –tal como había ocurrido durante la construcción del ferrocarril, y como ocurriría durante la construcción del canal norteamericano–, las enfermedades de las vías respiratorias seguirían siendo la causa principal de muerte entre los trabajadores nativos. Sutter, P., 1997, p. 71.

119 Frenkel, S., 1996, p. 321; 2002, p. 88.

120 McCullough, D., 1979, p. 515.

121 Bennett, C., 1912, p. 20.

122 Esos horticultores empleaban métodos de gran e ciencia, aunque los norteamericanos objetaban lo que consideraban “métodos insalubres de fertilización y manejo” –como el uso de heces humanas como fertilizante–, y rara vez consumían esos vegetales. Bennett, C., 1912, pp. 12-19.

123 Bennett, C., 1912, pp. 11-12. Para William Taylor, especialista en suelos, tenía especial importancia la erosión como un factor de riesgo tanto para la agricultura como para la operación futura del Canal, observaba que esa agricultura –al no destruir los tocones y las raíces de las herbáceas permanentes, y plantar los cultivos “sin arar, escarbar o remover el suelo en general”–, reducía la erosión del suelo “a un mínimo compatible con la producción de cultivos agrícolas”. Y agrega: “Podría resultar práctico el desarrollo de un método de manejo de suelos mediante el cultivo mixto de plantas a nes, que permitiera el continuo mantenimiento de la fertilidad y la productividad bajo cultivo de muchas de las tierras fácilmente accesibles que de otro modo parecerían incapaces de sostener un uso productivo permanente con un gasto razonable de dinero y trabajo”. Taylor, W., 1912, pp. 42-43.

124 De hecho, los únicos buenos caminos existentes en el área eran los construidos por la Comisión del Canal Ístmico, “que conectan la mayoría de los asentamientos norteamericanos a lo largo de la línea del canal, extendiéndose a lo largo de varias millas desde la ciudad de Panamá, y el que lleva desde Empire hasta la plantación Las Cascadas”. Bennett, C., 1912, p. 18.

125 Bennett, C., 1912, pp. 19-20.

126 McCullough, D., 1979, p. 515.

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127 Algunos de esos vertederos “tenían una extensión de miles de acres y en la estación de lluvias se convertían en grandes mares de lodo en los que las vías se hundían hasta casi un metro. En Tabernilla, se arrojaron a la selva más de 16.000.000 de metros cúbicos de cascajo. En Balboa se depositaron más de 22.000.000 de metros cúbicos, con el resultado de que se rescataron del mar 676 acres de super cie, en los que se construyó un nuevo poblado”. McCullough, D., 1979, p. 525.

128 McCullough, D., 1979, p. 609.

129 Aun así, a nes de década de 1960 Charles Bennett estimaba que: “Lo angosto del corte del Canal al sur de la entrada del Chagres en Gamboa (corte Gaillard) y la presencia de cierta cubierta de árboles a ambos lados del Canal, probablemente resulta en poca o ninguna interferencia para el cruce de la mayoría de las aves, ni tampoco puede ser una barrera singular para aquellos mamíferos que pueden nadar o volar en el caso de los murciélagos... El Canal, por lo tanto, parece ser una barrera parcial o un impedimento para la dispersión de ciertos mamíferos, pero es probable que no sea una barrera completamente efectiva”. En cambio, decía, era probable que en el curso de una década el corredor transístmico creado por la deforestación a lo largo de los límites de la Zona, probablemente terminaría por separar “de manera efectiva la fauna de la oresta de Centroamérica de la de América del Sur”. Bennett, C., 1976, pp. 99-100.

130 McCullough, D., 1979, p. 525.

131 Con ese propósito, el gobierno de los Estados Unidos anexó a la Zona del Canal un área de 25 millas cuadradas, que incluía las tierras comprendidas en el vaso del nuevo lago y sus alrededores.

132 Aquel paisaje incluía, además, esteros y ríos con nombres como Cárdenas, Caymito, Farfán y Cocolí, que hoy designan áreas urbanizadas de lo que fue la Zona del Canal. De este modo, bajo los enormes rellenos y los embalses creados durante la construcción del Canal yace la memoria perdida de “las estancias, trapiches y platanares”, donde la gente “...que hay mucha en este sitio del rio Grande, siembran cada año y hacen rozas de maíz y cogen para su sustento y para traer á vender a Panamá más de seiscientas fanegas entre todos i también siembran cañaverales de cañas dulces que hacen miel en dos trapiches que hai en estedicho rio i la traen a

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vender a Panamá. Y ansi mismo siembran grandes platanares, yucas, auyamas, patatas y otros muchos géneros de legumbres i todo produce i da fruto que les sirve de sustento todo el año”. Ruiz, D., 1631, en: Jaén Suárez, O., 1981a, pp. 52-53.

133 McCullough, D., 1979, pp. 615-617.

134 Tucker, R., 2000, p. 135.

135 McCullough, D., 1979, pp. 603-604.

136 Frenkel, S., 1996, pp. 326-327.

137 Frenkel, S., 2002, p. 90.

138 Así, al decir de un funcionario de sanidad en 1912, la despoblación “removió de nuestro medio un enorme número de focos de infecciones –malaria, parásitos intestinales y otras enfermedades– haciendo relativamente el problema del saneamiento al focalizarlo en, y en torno a, los asentamientos en los que la población vive y trabaja”. Con ello, además, la imagen “de una fortaleza bajo asedio invocaba un sentimiento de peligro e incertidumbre que perduró por generaciones. [...] La segregación respecto a un paisaje extraño de jungla implicaba seguridad y signi caba bastante más que estar a salvo de la enfermedad. Quería decir además estar a salvo de culturas desconocidas, del clima, y del acoso de los bosques amenazadores”.

139 Así, “En la medida en que los norteamericanos eliminaban la jungla de las cercanías de sus casas, impusieron un control ingenieril al mismo paisaje que retóricamente temían. Jardines formales, que incluían muchas plantas nativas de la jungla circundante, permitieron a los norteamericanos crear un paisaje seguro y manicurado”. Frenkel, S., 1996, pp. 329-330. En este proceso desempeñaron importantes funciones organismos estatales como el Departamento de Agricultura, que hacia 1923 estableció en Summit un Jardín de Introducción de Plantas de la Zona del Canal, que se ocupó de “la introducción variedades nuevas y mejoradas de frutas y la determinación de las variedades de frutas, frijoles terciopelo y otros cultivos mejor adaptados a los suelos, el clima y otras condiciones de la región”. Bennett, C., 1912, p. 10.

140 McCullough, D., 1979, p. 647.

141 John Lindsay-Poland (2003), ofrece una amplia descripción del carácter y las consecuencias de la presencia militar norteamericana en Panamá.

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142 Tucker, R., 2000, pp. 133-134.

143 Tucker, R., 2000, pp. 150-151. La Compañía reanudaría sus operaciones una vez desarrolladas variedades de banano resistentes al mal de Panamá y, para comienzos del siglo XXI, optaría por deshacerse de sus operaciones en el Pací co.

144 “En las operaciones bananeras corporativas, toda la fuerza de trabajo era controlada y dirigida como en una gran fábrica. Las compañías construyeron viviendas para administradores y trabajadores en un estricto sistema jerárquico. Las compañías también proporcionaron escuelas, hospitales, instalaciones recreativas y tiendas que vendían únicamente bienes controlados por la compañía. Estas tiendas eran prácticamente la única fuente de alimentos para muchos trabajadores de las plantaciones, pues las compañías reservaban las fértiles terrazas aluviales para cultivos comerciales o pastizales”. Tucker, R., 2000, pp. 130-131.

145 Tucker, R., 2000, pp. 177-178.

146 El de 1936, en particular, abrió el mercado del enclave canalero –hasta entonces limitado al consumo de productos norteamericanos– a la producción agropecuaria e industrial de Panamá. El de 1955 prohibió a los empleados panameños de las fuerzas armadas y de la Panama Canal Company el derecho a comprar en las tiendas subsidiadas por el gobierno norteamericano en el enclave canalero, obligándolos así a gastar sus salarios en el comercio y los servicios de Panamá. Dado que el enclave era operado por el gobierno de los Estados Unidos, todos sus trabajadores eran empleados federales y recibían salarios muy superiores a los que se pagaban en la economía panameña.

147 Herrera, L., 1990, p. 26.

148 Jaén Suárez, O., 1990, p. 13.

149 Ariz, C. M., 1999, p. 3.

150 Cuadernos de Apuntes, 18 (1894). Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, XXI, p. 381.

151 “…un hombre famoso de la América del Sur, […] el verdadero fundador de la República Argentina, y hombre de reputación europea, sobre ser innovador pujante”, eran los términos en que lo describía José Martí, en una carta a su íntimo amigo y compañero de luchas Fermín Valdés Domínguez, escrita en Nueva York con fecha 7 de

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abril de 1887. En: Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, XX, p. 325.

152 Sarmiento, Domingo F. Facundo. Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga. Editorial Porrúa, México, 1989, p. 16.

153 Martí, José. Nuestra América. El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, VI, p. 17.

154 El Partido Liberal, México, 30 de enero de 1891. Obras completas. Editorial de Ciencias Sociales, La Habana, 1975, VI, p. 17.

155 En: Gandásegui H., Marco A. (compilador). Las clases sociales en Panamá. CELA, Panamá, 2002.

156 Introducción, Estilos de desarrollo y medio ambiente en la América Latina. Selección de Osvaldo Sunkel y Nicolo Gligo, 2 tomos. Fondo de Cultura Económica, México, 1980, p. 10.

157 El término “transitismo” pasó a formar parte de nuestra cultura académica a partir de la publicación del ensayo Transitismo y dependencia (Revista Lotería, 1973), del historiador Alfredo Castillero Calvo. El transitismo ha sido analizado con gran rigor por economistas como Juan Jované, y geógrafos como Omar Jaén Suárez y Ligia Herrera, cuya obra ha enriquecido los contenidos del concepto original.

158 Herrera, Ligia. Regiones de desarrollo socioeconómico de Panamá, 1970-2000. Transformaciones en las últimas tres décadas. Instituto de Estudios Nacionales, Universidad de Panamá, Panamá, 2002.

159 Tarté, Rodrigo: Las cuencas hidrográ cas y el desarrollo nacional: Una oportunidad para Panamá. Panamá, 19 de enero de 2001. Borrador de la conferencia, remitido por el autor.

160 Worster, Donald. La democracia de cuencas. Recuperando la visión perdida de John Wesley Powell. Departamento de Historia, Universidad de Kansas, dworster@ukans.edu. Versión del original remitida por el autor. Traducción de Guillermo Castro H. En ese sentido, añade Worster, Powell llamó a percibir que el agua “no uye en líneas rectas a menos que sea forzada a hacerlo mediante obras de ingeniería. De manera natural, establece un patrón mucho más complejo. Cada cuenca o área de drenaje es distinta a todas las demás, sin equivalente ni siquiera en el siguiente valle.

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Cada cuenca es también una unidad. Todo lo que se encuentra dentro de sus límites, de una divisoria de aguas a la otra, se mantiene unido en virtud de las fuerzas de la geología, las precipitaciones, la evaporación, la absorción del suelo, la escorrentía y el drenaje. La vegetación es parte de esa unidad, como lo es la fauna. Por último, cada cuenca es en realidad la manera en que la naturaleza crea un río”.

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