ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN SOBRE FOTOGRAFÍA JULIANA ROBLES DE LA PAVA MIGUEL ÁNGEL CASTILLO MAÍRA GAMARRA NATALIA MAGRIN
ARTÍCULOS DE INVESTIGACIÓN SOBRE FOTOGRAFÍA JULIANA ROBLES DE LA PAVA, MIGUEL ÁNGEL CASTILLO, MAÍRA GAMARRA, NATALIA MAGRIN
Intendenta de Montevideo Carolina Cosse Secretaria General Olga Otegui Directora División Información y Comunicación Ana De Rogatis Equipo CdF Director: Daniel Sosa / Asistente de Dirección: Susana Centeno / Directora Administrativa: Gabriela Díaz / Jefa Administrativa: Verónica Berrio / Coordinadora Sistema de Gestión: Gabriela Belo / Coordinadores: Gabriel García, Mauricio Bruno, Victoria Ismach, Lucía Nigro, Javier Suárez, Johana Santana / Planificación: Francisco Landro, Andrea López, Luis Díaz, David González, Marcos Martínez / Secretaría: Martina Callaba, Natalia Castelgrande, Andrea Martínez / Administración: Eugenia Barreto, Mauro Carlevaro, Silvina Carro, Andrea Martínez / Gestión: Federico Toker, Mauricio Niño / Producción: Mauro Martella / Curaduría: Victoria Ismach, Lina Fernández, Sofía de los Santos / Fotografía: Andrés Cribari, Luis Alonso, Ricardo Antúnez, Lucía Martí / Ediciones: Andrés Cribari, Nadia Terkiel / Expografía: Claudia Schiaffino, Mathías Domínguez, Nadia Terkiel, Agustina Olivera, Martín Picardo, Jorge Rodríguez / Conservación: Sandra Rodríguez, Valentina González, Jorge Fernández / Documentación: Ana Laura Cirio, Mercedes Blanco, Mauricio Bruno, Alexandra Nóvoa, Elisa Rodríguez / Digitalización: Gabriel García, Horacio Loriente, Paola Satragno, Guillermo Robles / Investigación: Mauricio Bruno, Alexandra Nóvoa, Paola Satragno, Elisa Rodríguez, Jorge Fernández / Educativa: Lucía Nigro, Lucía Surroca, Juan Pablo Machado, Ramiro Rodríguez, Maximiliano Sánchez, Nicolás Vidal, Magela Ferrero, Nataly Parrillo / Atención al Público: Johana Santana, Gissela Acosta, Valentina Cháves, Andrea Martínez, José Martí, Evangelina Pérez, Camilo Castro, Leonardo Rebella / Comunicación: Elena Firpi, Natalia Mardero, Laura Núñez, María Eugenia Martínez, Florencia Sánchez / Técnica: Javier Suárez, José Martí, Leonardo Rebella, Pablo Améndola, Miguel Carballo / Actores: Darío Campalans, Karen Halty, Pablo Tate Artículos de Investigación sobre fotografía / Juliana Robles, Miguel Ángel Castillo, Maíra Gamarra, Natalia Magrin. 1a ed.- Montevideo: CdF ediciones, 2021. 152 p. : fot. byn ; 21 x 16 cm. (Artículos de Investigación sobre fotografía, 11). ISBN 978-9915-9426-1-2 CDU 77.0:316.7 1. Fotografía - Investigaciones 2. América Latina
Juliana Robles de la Pava, Miguel Ángel Castillo Archundia, Maíra Gamarra, Natalia Magrin Artículos de investigación sobre fotografía
Está permitido reproducir el contenido de este libro bajo las siguientes tres condiciones: Atribución (atribuir la obra en la forma especificada por los autores o el licenciante), sin uso comercial y sin obras derivadas (no admite alterar o transformar esta obra). Centro de Fotografía de Montevideo Web: CdF.montevideo.gub.uy CdF@imm.gub.uy Intendencia de Montevideo, Uruguay Priemera Edición: Diciembre 2021 Realización: Centro de Fotografía / División Información y Comunicación / Intendencia de Montevideo Coordinación de edición: Mauricio Bruno/CdF, Lys Gainza/CdF Diseño: Nadia Terkiel/CdF Tratamiento de imágenes: Andrés Cribari/CdF Corrección de estilo: María Eugenia Martínez Fotografía de portada: Andrés Cribari/CdF Impreso en Gráfica Mosca Edición impresa al amparo del dec. 218/996 Depósito Legal 380.473 ISBN: 978-9915-9426-1-2
El sentido del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF) es incentivar la reflexión, el pensamiento crítico y la construcción de identidad ciudadana a partir de la promoción de una iconósfera cercana. Esto implica, por un lado, poner en circulación imágenes vinculadas a la historia, el patrimonio y a la identidad de los uruguayos y latinoamericanos, que les sirvan para vincularse entre sí y que los interpelen como sujetos sociales, en el entendido de que, pese a que su cotidianidad está marcada por la circulación masiva de imágenes, pocas tienen que ver con esos aspectos. Por otro lado, ese objetivo implica la necesidad de facilitar el acceso, tanto de los autores de imágenes uruguayos y latinoamericanos como de los ciudadanos en general, a las herramientas técnicas y conceptuales que les permitan elaborar sus propios discursos y lenguajes visuales. Sobre la base de estos principios y desde enfoques y perspectivas plurales nos proponemos ser una institución de referencia a nivel nacional, regional e internacional, generando contenidos, actividades, espacios de intercambio y desarrollo en las diversas áreas que conforman la fotografía. El CdF se creó en 2002 y es una unidad de la División Información y Comunicación de la Intendencia de Montevideo. Desde julio de 2015 funciona en el que denominamos Edificio Bazar, histórico edificio situado en Av. 18 de Julio 885, inaugurado en 1932 y donde funcionara el emblemático Bazar Mitre desde 1940. La nueva sede potencia las posibilidades de acceso a los distintos fondos fotográficos y diferentes servicios del CdF.
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Gestionamos bajo normas internacionales un acervo que contiene imágenes de los siglos XIX, XX y XXI, en permanente ampliación y con énfasis en la ciudad de Montevideo. Además, creamos un espacio para la investigación y generación de conocimiento sobre la fotografía en sus múltiples vertientes. En el año 2020, el CdF resolvió liberar los derechos de las imágenes del archivo fotográfico histórico, para su uso colectivo en alta resolución. Esto implica que toda la sociedad pueda acceder sin restricciones a contenidos que le pertenecen. Contamos con los siguientes espacios destinados exclusivamente a la exhibición de fotografía: las salas ubicadas en el edificio sede –Planta Baja, Primer Piso, Segundo Piso y Subsuelo– y las fotogalerías Parque Rodó, Prado, Ciudad Vieja, Peñarol, EAC (Espacio de Arte Contemporáneo), Goes, Capurro, Unión, Santiago Vázquez (ubicada dentro de uno de los predios del centro de reclusión) y Parque Batlle concebidas como espacios al aire libre de exposición permanente. También gestionamos lugares de exposición como los fotopaseos del Patio Mainumby, la Plaza de la Diversidad en Ciudad Vieja, el Parque de la Amistad, así como un espacio dentro del Centro Cívico Luisa Cuesta en Casavalle. A fines de 2019 el Centro de Fotografía se consagró como el primer Servicio de la Intendencia de Montevideo en ganar el Premio Nacional de Calidad que otorga INACAL (Instituto Nacional de Calidad). La institución está comprometida en el proceso de optimización de la organización y planificación del trabajo, y desde el año 2013 está certificada en Gestión de Calidad en todos sus procesos a través de la Norma ISO 9001:2015. Seguimos trabajando en equipo en la Mejora Continua de nuestros procesos de Calidad, con el foco puesto en la ciudadanía.
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RETÓRICAS EXPOSITIVAS EN LA CONSTRUCCIÓN DE IMAGINARIOS SOBRE LA FOTOGRAFÍA LATINOAMERICANA
JULIANA ROBLES DE LA PAVA
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Retóricas expositivas en la construcción de imaginarios sobre la fotografía latinoamericana
El siguiente artículo explicita ciertos modos a través de los cuales algunas exposiciones sobre fotografía latinoamericana han configurado imaginarios y modos de comprensión de la práctica fotográfica en Latinoamérica durante la segunda mitad del siglo xx y xxi. Como lo ha mencionado certeramente Mieke Bal (1996), la exposición supone un tipo de presentación que implica dar al dominio público las miradas y creencias más profundas que se tienen sobre un determinado objeto. Para la autora, la exposición es un argumento que despliega subjetividades objetivadas y constituye, de modo decisivo, un acto de producción de sentido (p. 2). El conjunto de exposiciones comentadas en este trabajo envuelve, desde su relato, los debates dirimidos en relación con la existencia de una fotografía latinoamericana. Desde fines de los años cuarenta hasta pasados los dos mil, el sustrato de discusión historiográfica sobre la producción fotográfica latinoamericana se ha encargado de consolidar ciertas categorías que en la agenda crítica no dejan de suscitar problemas. De este modo, revisar la construcción de los imaginarios referidos a cierta producción fotográfica implica discutir no solo los límites conceptuales que la noción de imaginario puede proveer sobre la operatividad de ciertos temas, sino también los alcances que pueden tener algunas nociones como las de identidad, herencia, tradición, historia compartida, compromiso y territorio a la hora de comprender, histórica y teóricamente, las experiencias que circundan ciertas prácticas culturales. Abordar los imaginarios supone poner en evidencia ciertas apreciaciones, ideas, comentarios, figuras que se reiteran a lo largo del tiempo. En este sentido, pensar los imaginarios implica revisar un sustrato que se mantiene durante décadas en la imaginación social y opera como una forma de 11
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explicación de la producción visual escasamente puesta en cuestión. Lo fundamental en este caso —no presentado de modo completamente exhaustivo en este artículo— es ver cómo a lo largo de décadas, desde 1949 en adelante, la noción de fotografía latinoamericana se vio sujeta a los avatares de ciertas condiciones materiales en las que siempre se involucraron programas expositivos diversos.
Un antecedente panamericanista De la diseminación del discurso panamericanista de la década del cuarenta la fotografía no estuvo exenta. La Primera Exposición Internacional de Fotografía Latinoamericana es el primer caso de este tipo de exhibición registrado hasta el momento. Organizada por la Unidad de Artes Visuales de la Organización de Estados Americanos (oea), dirigida por José Gómez Sicre, esta exposición fue inaugurada el 12 de enero de 1949 (Navarrete, 2017, p. 200). Fue presentada en la galería de la Unión Panamericana en Washington D.C., con la participación de fotógrafas y fotógrafos de Bolivia, Costa Rica, Guatemala, México, Perú, Paraguay y Venezuela. Se trató de una exposición de fotografía moderna, donde los nombres de Lola Álvarez Bravo, Martín Chambi y Alfredo Boulton fueron significativos por su reconocimiento posterior. Respaldada por unas líneas atribuidas a Gómez Sicre: Esta exposición de trabajos de fotógrafos latinoamericanos representa el primer esfuerzo de la Unión Panamericana para introducir en Estados Unidos ejemplos de un arte que se está desarrollando en la mayoría de esos países. (Citado en Navarrete [2017, p. 201]) Esta exposición configuró una antesala en la conformación de ciertos imaginarios sobre la recién denominada fotografía latinoamericana. Fue un escenario que determinó también un camino de discusiones en torno a la identidad, noción que aparecerá, en los discursos posteriores, relacionada a la idea de una fotografía propia de América Latina. Desplegada en un espacio dispuesto por la hegemonía de los Estados Unidos, la discusión sobre una identidad regional surgió, de modo sesgado, a través de una 12
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política internacional de relaciones. Como ha señalado Fabiana Serviddio al respecto del trabajo de Ricardo Salvatore: [En tanto] retóricas discursivas que alimentaban proyectos políticos, comerciales y culturales, [el] panamericanismo e hispanoamericanismo eran expresión de las disputas imperiales por conseguir la fidelidad de los latinoamericanos intentando ganar el predominio geopolítico a través de la presencia concreta de proyectos financiados y la promoción de intercambios […], una colonización epistémica, de conciencias, que apuntaba a construir[…] subjetividades colectivas […]. (Serviddio, 2018, p. 105) En esta línea de comprensión del panamericanismo, la Primera Exposición Internacional de Fotografía Latinoamericana se erigió como expresión de ciertas representaciones de América Latina en el proyecto expansionista norteamericano. Ese imaginario, que queda apenas esbozado en el material disponible sobre la muestra, salta a la luz por la elección de fotógrafos como Martín Chambi, Lola Álvarez Bravo y Julio Zadik1 como representantes de una fotografía moderna latinoamericana. Estas figuras pusieron en evidencia, en sus propuestas visuales, una imagen de América Latina atravesada por ciertas ideas sobre el territorio como marca identitaria que había operado, a la manera de una premisa de lectura, en relación con la fotografía latinoamericana durante décadas. Indiscutiblemente, si bien en ese momento no se hicieron pronunciamientos específicos al respecto de cómo sería posible comprender una fotografía latinoamericana, lo cierto es que estas producciones se leían en vínculo con las prácticas artísticas realizadas en ese momento en los países de Centro y Sudamérica. De este modo, las representaciones simbólicas construidas alrededor de la fotografía pueden ser interpretadas bajo un trasfondo de interrogaciones 1 Los participantes de la exhibición fueron Alfredo Linares (Bolivia), Esteban A. De Varona (Costa Rica), Julio Zadik (Guatemala), Luis Márquez, Agustín Mayo, Pedro Camps, Jesús M. Talavera, Raúl Conde, Lola Álvarez Bravo y Marianne (México), Federico Donna y A. Friedrics (Paraguay), Martín Chambi, Rómulo M. Sessarego, González Salazar, Abraham Guillén M. y J. De Ridder (Perú) y Alfredo Boulton (Venezuela).
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ideológicas relacionadas al «predominio material y epistémico sobre Latinoamérica» (Serviddio, 2018, p. 118). Esta primera exposición no se estableció, por lo tanto, como un campo de discusión sobre las representaciones que la llamada fotografía latinoamericana vino a evidenciar años más tarde. No obstante, constituyó un antecedente central dentro de los debates sobre la cuestión identitaria que se iban a perpetrar en relación con las significaciones sociales imaginarias sobre el lugar de la fotografía en la unión regional de América Latina. Proponer este antecedente panamericanista evidencia también el suelo sobre el cual Latinoamérica fue pensada y puesta en entredicho, incluso, por los mismos artistas latinoamericanos. Dentro del Simposio de Austin, en 1975, Rufino Tamayo pronunciaba: A mí me parece que aquí ha habido cierta preocupación por distinguir el arte latinoamericano, hablando de él separadamente del arte. Yo creo que el arte es planetario, por la sencilla razón de que está hecho con elementos de todas partes, con experiencias de todas partes. (Bayón, 1977, p. 59) Algo similar sucedía con la fotografía. Era un arte que empezaba a ser particularizado en función de una diferenciación política que reforzaba una «matriz colonial de poder [relacionada] con la cuestión del conocimiento y la subjetividad» (Mignolo, 2007, p. 92). En las palabras que Fernando de Szyszlo pronunciaba en un homenaje a Gómez Sicre, en 1989, menciona: Creo que antes de Gómez Sicre había un arte argentino o mexicano, un arte venezolano o peruano, pero fue él quien tuvo la visión de que todas esas manifestaciones, en una manera extraña e indescifrable, tenían denominadores comunes, dado el hecho de que eran productos de individuos provenientes de comunidades hermanadas, desde su origen, por la tradición, la herencia, la circunstancia y el destino. No solamente la frase «arte Latinoamericano» pertenece a Gómez Sicre, sino también la idea que contiene esa expresión». (Citado en Fox [2013, s. p.])2 2 La traducción es propia.
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Remplazando la expresión arte latinoamericano por fotografía latinoamericana, las palabras de Szyszlo, junto a la Primera Exposición Internacional de Fotografía Latinoamericana, resignificaron el debate posterior que buscó connotar las derivas de una fotografía producida en los márgenes de una región hermanada por su historia y sus tradiciones. La cuota de un imaginario, al respecto de la identidad, permanecerá como el sustrato de un debate que no cesará de estar en la agenda histórica.
El momento inaugural La denominada fotografía latinoamericana ha sido tema de un amplio debate dentro de los estudios sobre fotografía y, como lo ha sido para el arte latinoamericano, constituye una categoría historiográfica construida a partir de retóricas históricas de configuración identitaria.3 Parte importante de esta conformación, referida a la existencia de una fotografía latinoamericana, tiene su origen a fines de los años setenta, con la realización del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía llevado a cabo en 1978 en México D. F. y organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía con el auspicio del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública.4 Con lo que varios autores (González Flores, 2005; Villares Ferrer, 2016; Carreras, 2018; Rigat, 2018) han entendido como el momento inaugural en la conformación de la categoría —fotografía latinoamericana—, se realizó una primera exposición: Primera Muestra de la Fotografía Latinoamericana Contemporánea.5 En esta primera presentación pública de la idea 3 Si bien los estudios a la fecha sobre el arte latinoamericano constituyen un corpus demasiado numeroso, los pioneros trabajos de autores como Damián Bayón (1977), Marta Traba (1973), Juan Acha (1979) constituyen un abordaje cercano a las discusiones que en el contexto actual se están dirimiendo al respecto de la fotografía latinoamericana. Uno de los análisis más importantes sobre la crítica latinoamericana lo ha elaborado Fabiana Serviddio (2012). 4 Numerosos trabajos han discutido la relevancia del Primer Coloquio de Fotografía Latinoamericana en la conformación de esta categoría. 5 Esta primera exposición fue realizada en 1978 en el Museo de Arte Moderno de México D.F. en paralelo al coloquio. En algunas de las fuentes aparece también con el nombre Hecho en Latinoamérica: Primera Muestra de la Fotografía Latinoamericana Contemporánea. En el caso de este artículo fue dejado el nombre tal como figuraba en el folleto de la muestra, Museo de Arte Moderno, Consejo Mexicano de Fotografía mayo de 1978.
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de una fotografía propia de la región, se presentaron ciento setenta y tres fotógrafos de países de Centro y Sudamérica. Además, participó un grupo de fotógrafos de los Estados Unidos.6 Utilizando frases como «la primera muestra de la obra fotográfica de Latinoamérica», esta exposición celebró la meta de presentar la «obra fotográfica» de la región en su «amplitud geográfica» y en una «variedad de conceptos» que dieran cuenta de la riqueza de las propuestas visuales producidas en este contexto regional.7 Estilo, corriente y concepto fueron horizontes historiográficos desde los cuales resultaba inteligible una cantidad importante de universos visuales que se englobaban bajo la idea de obra latinoamericana. Varias discusiones se han tejido en relación con la categoría de fotografía latinoamericana y, en cierta medida, constituyen una disputa irresoluble. Sin embargo, a pesar del camino vacilante al que nos enfrenta esta noción, resulta enriquecedor comprender cómo las exposiciones conformaron una dimensión sin la cual las disputas dialógicas no hubieran tenido el mismo lugar dentro de los diversos marcos culturales. Justamente, el caso de la Primera Muestra de la Fotografía Latinoamericana Contemporánea (1978) determinó, de manera decisiva, un imaginario que hasta el día de hoy encuentra resonancias en los discursos sobre la fotografía de América Latina. En este sentido, el concepto de imaginario, entendido como representación simbólica del cuerpo social (González Flores, s. f., p. 3) sobre los comportamientos discursivos, fue puesto de manifiesto en las prácticas expositivas del medio fotográfico. Para el caso particular de la exposición de 1978, el imaginario sobre el compromiso del autor con su contexto se convirtió en una noción cardinal para referir a la producción fotográfica latinoamericana. Al respecto resultan esclarecedores los principios y objetivos enunciados en la convocatoria de este primer coloquio: Que el fotógrafo, vinculado a su época y a su ámbito, enfrenta la responsabilidad de interpretar con sus imágenes la belleza y el conflicto, los triunfos y las derrotas y las aspiraciones de su pueblo. 6 Si bien no eran una mayoría, los norteamericanos, conformaron una cifra representativa tanto en el listado de expositores invitados como en los que hicieron parte de la selección del comité en la convocatoria abierta. 7 Estas son las frases que aparecen mencionadas en el folleto de presentación de la primera muestra de 1978.
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Que el fotógrafo afina y afirma su percepción expresando las reacciones del hombre ante una sociedad en crisis, y procura, en consecuencia, realizar un arte de compromiso y no de evasión. Que el fotógrafo debe afrontar, tarde o temprano, la necesidad de analizar la carga emotiva e ideológica de la obra fotográfica propia y ajena para comprender y definir los fines, intereses y propósitos que sirve. (Citado en Carreras [2018, pp. 15-16]) El lugar predominante del compromiso y la responsabilidad de la práctica fotográfica se hizo evidente en las palabras del comité de selección. Prácticamente la máxima sartreana de los sesenta en Latinoamérica encontraba una materialización en la figura del fotógrafo: «El escritor tiene un lugar en su época. Cada palabra tiene sus consecuencias, cada silencio también» (citado en Terán [2006, p. 41]). Puesta en estos términos, la primera exposición de fotografía latinoamericana marcó el modelo de una operación mental que definiría, por un lado, la postura de deber del fotógrafo-autor frente a su horizonte geográfico-cultural y, por otro, la definición de la fotografía latinoamericana desde una mirada construccionista de la identidad, construida en el marco de la interacción social (Lomnitz, 2008, p. 129).8 En uno u otro caso, lo que quedaba claro era que el sujeto-autor debía tomar una posición frente a su realidad circundante y hacerla visible en su obra fotográfica. Las marcas de lo latinoamericano estaban dadas, por lo tanto, en la identificación de realidades distintas como parte de una misma cosa. Esta concepción de una identidad de la realidad latinoamericana puede ser advertida, por ejemplo, en frases pronunciadas por participantes del coloquio y la exposición. El caso de Pedro Meyer resultó contundente: […] si el fotógrafo escoge cualquier otra forma de manifestar su creatividad, de todas maneras tendrá que partir de la ineludible condición de la fotografía, es decir, de una realidad de la cual tomar sus imágenes y, a diferencia del pintor que puede inventar sus realidades, el fotógrafo tiene que entrar en contacto con 8 Desde una perspectiva sociológica existen, entre otras, dos perspectivas desde las cuales se puede considerar la noción de identidad. Por un lado, «la identidad puede manar de una cualidad intrínseca de las cosas». Por otro, la identidad «puede ser construida desde la razón, identificando dos cosas que en su naturaleza son distintas» (Lomnitz, 2008, p. 129).
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su mundo y seleccionar de allí lo que desea. Si aquí es donde escogimos producir, de América Latina, de las entrañas de esta tierra tendrán que surgir las imágenes que habremos de realizar. (Citado en Carreras [2018, p. 17]) Las palabras de Meyer condensan un cúmulo de conceptualizaciones sobre la fotografía en las que vale la pena detenerse debido a que reforzaron el imaginario sobre una fotografía latinoamericana atada ineluctablemente a su realidad cultural. Los presupuestos desprendidos de estas formulaciones dieron cuenta de una concepción que entendía la realidad como algo dado, exterior y previo. Para figuras como Meyer, entre muchos otros,9 la tecnología fotográfica surgió como una posibilidad de registrar, capturar y reflejar la experiencia en el mundo. La naturalización de uno de sus posibles usos terminó determinando lo constitutivo del artefacto cultural y sus modos específicos de producción de imagen. Esto se relaciona, en parte, con la idea de un automatismo que puede ser percibido en las palabras de Meyer y que se hizo evidente en su diferenciación entre el pintor y el fotógrafo: el pintor puede inventar sus realidades, el fotógrafo entra en contacto con su mundo y selecciona. De alguna manera, estas concepciones se hicieron coextensivas a gran parte de la producción fotográfica latinoamericana. Las banderas de compromiso con lo real tuvieron sus implicancias en la producción de imágenes y en la preeminencia de ciertos géneros sobre otros. La exposición de 1978 fue un ejemplo de ello. Aunque participaron algunos fotógrafos que con sus obras tensionaban la referencialidad de aquello real,10 reclamado por Meyer, la mayoría de las propuestas visuales se encontraban en el orden de lo documental, con sus derivas en reportaje y documental humanista, así como también en el retrato y en el paisaje. La exposición del 78 es el primer caso de cómo una retórica expositiva implica la construcción de una imagen de sí con fines a garantizar cierto 9 En los debates sobre la teoría fotográfica, desde sus inicios, la realidad o lo real ha constituido un tema de discusión. Si bien no son estrictamente lo mismo, se ha tendido a confundir, en la bibliografía, la particularidad que subyace a cada una de estas configuraciones conceptuales que intentan referirse a la experiencia-mundo. 10 Algunos de estos fotógrafos fueron Patricio Guzmán Campos (Chile), Jaime Ardila (Colombia) y Geraldo de Barros (Brasil).
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éxito. Justamente la idea de ethos retórico (Amossy, 1999) permite comprender cómo los relatos expositivos —en tanto actos de enunciación— construyeron —y lo siguen haciendo— representaciones sociales sobre las comunidades. En términos de Roland Barthes (1982, p. 63), «el orador enuncia una información y al mismo tiempo dice: «Yo soy esto, no soy aquello» (Barthes, 1982, p. 63). Los relatos curatoriales han constituido modos de enunciación colectiva: institucional, disciplinar, asociativa. En esa operación discursiva la autodefinición es indisociable de la misma práctica-retórica expositiva. De este modo, una definición sobre lo que implica hablar de fotografía latinoamericana trasciende el mero hecho de asociar productores de procedencias disímiles. Es más bien un hecho de autodeterminación implícito en un acto enunciativo.
Discusiones sobre una trivialización de las ideas En una órbita de cercanía con el dilema de lo real en Latinoamérica, la curadora Erika Billeter presentó en la Casa de América en Madrid la exposición «Canto a la realidad: fotografía latinoamericana 1860-1993».11 Presa de algunas críticas por su óptica reduccionista a la hora de pensar la producción fotográfica en América Latina, Billeter no se encontraba muy lejos de perspectivas como la de Pedro Meyer. Su famosa afirmación […] La fotografía de América Latina […] está totalmente orientada a la realidad de la existencia y desconectada por completo de cualquier veleidad que tienda a la experimentación artística, pero su grandeza se basa precisamente en esta limitación. (Citada en González [2010, p. 118]) resalta también el dilema de la realidad latinoamericana y ubica a la artisticidad casi en el orden de la frivolidad descomprometida. A pesar de 11 Es interesante retener este nombre para el análisis de las exposiciones sobre fotografía. Aun hoy en día, a pesar de las críticas por el reduccionismo de Billeter, muchas de las exposiciones de fotografía latinoamericana, o de un país en particular, utilizan la misma denominación.
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lo cuestionable que puede llegar a ser esta afirmación —en tanto el corpus de fotografía experimental en los países latinoamericanos es innumerable— lo enunciado por Billeter está en el orden de las condiciones de lo enunciable para la fotografía latinoamericana en ese momento. Peca por simplificación, pero no está en las antípodas del talante evidenciado en el Primer Coloquio sobre el carácter de una fotografía latinoamericana. Lo que resulta certero, tanto en uno como en otro caso, es que la fotografía —una lógica de producción de imagen— es pasible de ser concebida desde una «unidad posnacional […] excéntrica» (Link, 2013, p. 6) y heterogénea: la unidad de lo latinoamericano. Una latinoamericanidad definida desde las funciones sociales de la foto, de sus roles en tanto instrumento de comunicación y visibilización. Lo real, declamado como la huella de una fotografía latinoamericana, se condice con una pertenencia territorial que marca los límites de una cultura propia. «Canto a la realidad» se inscribió como una exposición panorámica: 150 años de la fotografía en Latinoamérica, con fotografías incluso anteriores a la existencia histórica del término. La abundancia de obras permitía formar una imagen de lo que había sido, hasta su presente, la fotografía latinoamericana. Como precedente de esta exposición de 1993, Billeter había realizado entre 1981 y 1982 dos extensas exposiciones que funcionaron, desde una óptica historiográfica, como antecedentes inmediatos de la propuesta de «Canto a la realidad». La primera de ellas, presentada en la Kunsthaus de Zúrich, «Lateinamerika, 1860 bis heute», y, la segunda, «Fotografía Iberoamericana, desde 1860 a nuestros días».12 El fundamento central de estas propuestas expositivas consistía en comprender que «[las] fotografías de una exposición intentan empezar la historia de la fotografía latinoamericana […]» (Billeter, citado en Navarrete [2017, p. 203]). Señalada de ambigua, pretenciosa y modesta a la vez, esta afirmación de Billeter no hizo más que reproducir el gesto inaugural con el cual las exposiciones de fotografía se habían realizado en los museos de arte.13 12 La mención a estas exposiciones la ha realizado José Antonio Navarrete (2017). 13 No hay que olvidar que la primera exposición panorámica de fotografía en el MoMA de Nueva York —«Photography 1839-1937»— fue realizada bajo la misma idea de iniciar una historia de la fotografía. Incluso, el momento inaugural de la discusión sobre la producción fotográfica latinoamericana y la exposición de 1978 guardaron, de modo implícito, el deseo historiográfico de constituir una historia de la fotografía en la región.
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De algún modo, esta afirmación marcó también, de manera comprensible, el lugar que ocuparon las exposiciones frente a la historia de las ideas y de los objetos. Para Billeter, concebir una fotografía latinoamericana equivalía a pensar en «un tipo de fotografía que se representa de manera más determinada que la europea o la norteamericana» (Billeter, 1993, p. 13). Determinada como adjetivo, con características claramente definibles. Esta cuestión resultó altamente problemática, pues la determinación de las fotografías sería más evidente en su singularidad que en la generalidad que supone el constructo fotografía latinoamericana. Empero, era una afirmación también esperable dentro de la circulación de los discursos propuestos desde fines de los setenta sobre el lugar de la fotografía en América Latina. De alguna manera, las afirmaciones de Billeter, algo más trivializadas que las pronunciadas en el marco del Primer Coloquio, funcionaron como un imaginario que es posible de contrastar con algunas de las discusiones impulsadas por la crítica de arte durante los setenta. Las palabras de Juan Acha en la primera sesión del Simposio de Austin, en 1975, pueden ser iluminadoras: El problema se dificulta cuando lo distinto aspira a ser de naturaleza latinoamericana o quiere identificar la unicidad estética con singularidades latinoamericanas. Se dificulta porque todavía, en mi concepto, nos falta construir modelos conceptuales que comprendan y nos hagan comprender lo que somos y, a la vez, el hecho de que queremos ser otros. Todo esto dentro de nuestra pluralidad cultural, artística, humana y social. (Acha, 1977, p. 27) Las palabras de Acha, pronunciadas apenas dos años antes del Primer Coloquio, y no referidas de manera particular a la fotografía, permiten ver, sin embargo, que el debate sobre la condición latinoamericana se dirimió en términos mucho más complejos que los expuestos por Billeter. No era solo hablar de una mayor determinación, sino sentar las bases de un problema sobre «la existencia cultural» (Traba, 1977, p. 38). No dar a Latinoamérica por supuesta, sino interrogarse sobre los alcances y las potencialidades de dicho proyecto. 21
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La identidad latinoamericana que se traduce en estas retóricas expositivas constituye «una construcción discursiva vinculada a mecanismos institucionales de control» (Castro Gómez, 1996, p. 63) que se han ido reiterando desde 1978 para el caso de la fotografía. Sin duda, estas retóricas expositivas sobre el medio se han dado al calor de debates sobre el lugar de la imagen en ciertos contextos culturales que se advierten como experiencias de un «trauma deficitario» (Rosetti, citado en Link [2014, p. 24]). El caso de Billeter resulta por lo tanto fundamental a la hora de repasar aquellos relatos que han configurado y reforzado ciertos imaginarios al respecto de una fotografía latinoamericana. Refuerzan cierto canon visual e ideológico que subyace a la propia retórica expositiva.
Nuevas miradas sobre viejas cuestiones El impulso cartográfico desatado en las últimas décadas ha dado lugar a la configuración de diferentes modelos que intentan hacer comprensible la multiplicidad de prácticas desarrolladas en un determinado territorio. La exposición «Mapas abiertos: fotografía latinoamericana 1991-2002»14 constituyó una renovación discursiva y una puesta en debate de la idea de una fotografía latinoamericana. Alejándose en cierta medida de aquella concepción de un compromiso con lo real, propio de los discursos anteriores, esta propuesta, si bien volvía sobre el problema de la identidad, lo hacía desde un lugar transformado. El trabajo de Alejandro Castellote, curador de la exposición, se hizo comprensible en los textos publicados en el catálogo. Allí el autor afirmaba: El subtítulo de este proyecto contiene dos conceptos, «fotografía» y «latinoamericana», que en las últimas décadas han convocado amplios y contradictorios debates, subrayando su inestabilidad como términos de adscripción para determinados colectivos y denotando cierta esquizofrenia respecto a su definición e interpretación. (Castellote, 2003) 14 Para un análisis más detallado de esta exposición, ver Bettino (2015).
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El carácter problemático que Castellote advirtió en el uso de los términos fotografía latinoamericana, si bien presente desde los setenta en la necesidad de justificar su uso, apareció en «Mapas abiertos» como una declaración inicial al respecto de las dificultades que implica la conformación de una categoría. Siendo una idea inestable y pasible de generar cierta «esquizofrenia», según Castellote, la noción de fotografía latinoamericana ha permanecido como herramienta de inteligibilidad de una multiplicidad inasible que constituye el caso de la producción fotográfica elaborada en los márgenes de un territorio extenso como es América Latina. Los núcleos de articulación propuestos por esta curaduría —«Rituales de identidad», «Escenarios» e «Historias alternativas»— se centraron en una década que abarcaba desde 1991 a 2002. Este recorte suponía, en primer lugar, centrar la investigación en un conjunto acotado de producciones que ofrecieran ciertos elementos comunes para ser luego, en segundo lugar, seleccionadas bajo un criterio deductivo. En las palabras de Castellote (2003): La elección de estos apartados se hizo […] a partir de las ideas y temáticas existentes, evitando recorrer el camino a la inversa y buscar autores que se ajustaran a clasificaciones previamente fijadas. Esto significaba que los criterios de selección y el ajuste a determinados núcleos se fueron dando por una suerte de expresión, propia de la obra, que diera cuenta de una temática recurrente en algunas de las propuestas existentes. Paradójicamente, el hallazgo volvía sobre cuestiones ya enunciadas desde la década del cuarenta: la identidad, el territorio, la alteridad. El propio autor lo justifica diciendo —para el caso de «Rituales de identidad»—: «El tema de la identidad es un paso obligado en la fotografía latinoamericana» (Castellote, 2003). Según esto, el problema de la pertenencia se volvía a enunciar como un imaginario indiscutible dentro de las retóricas de una fotografía latinoamericana. Poniendo aun en cuestión la operatividad del término, las representaciones sobre dicha expresión permanecían prácticamente inalteradas. La renovación estuvo atravesada, más bien, por la idea de escenario en tanto este núcleo daba cuenta de una noción de espacialidad susceptible de ser connotada desde diversas perspectivas. De este modo, el escenario para Castellote podría ser concebido desde una órbita económica, social, natural, 23
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familiar, urbana e incluso religiosa. La particularidad de este apartado de la exposición radicaba en recuperar, de modo recursivo, el problema de la ficción dentro de la producción fotográfica latinoamericana. Al optar por el término escenarios, devenido del latín scaena —término empleado en el teatro—, el relato curatorial recuperaba el sentido que la ficción podía llegar a ocupar en los imaginarios sobre la fotografía. El criterio que atravesaba el núcleo «Historias alternativas» resultaba un poco más difuso. Recuperaba cuestiones de los núcleos anteriores, como el caso de la representación del territorio, pero a esto sumaba la posibilidad desplegada por el uso de recursos devenidos de otros campos de producción de imagen y de sentido —publicidad, video, cine, etc.—. Planteando una suerte de lógica expandida, este apartado ponía en discusión, por un lado, los usos de otras lógicas de producción visual o, incluso, la apropiación como método de recontextualización de imágenes previamente elaboradas y, por otro, planteaba la discusión de lo «otro» o el «otro» dentro de la implementación de esos recursos estético-productivos. El caso específico de esta exposición constituyó un punto de inflexión dentro de las discusiones sobre la fotografía latinoamericana, sobre todo en el uso que hizo de la noción de mapa abierto. La necesidad de trazar la producción fotográfica de América Latina como un mapa abierto significaba que, en primer lugar, los modos de orientación en los temas podían ser diversos y, en segundo, que las producciones, en particular, no tenían por qué tener fronteras definidas, sino, más bien, podían trabajar sobre asuntos diversos, aprehensibles solo mediante líneas de fuerza trazadas desde el análisis. De este modo, la contundente autoafirmación de una dificultad nominal en esta exposición dio cuenta de un imaginario sobre la fotografía latinoamericana como una trama compleja; posicionamiento que va a ser reiterado en exposiciones posteriores.
Vacilaciones sobre la representatividad de una categoría «No sabe / No contesta. Prácticas fotográficas contemporáneas desde América Latina» conformó una propuesta expositiva realizada en 2008 en la 24
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Galería Arte x Arte de Buenos Aires. Curada por Rodrigo Alonso, esta propuesta se puede leer como un caso de interrogación sobre los alcances de la noción de fotografía latinoamericana y la apuesta a un horizonte de categorías historiográficas que resignifican, en parte, las formulaciones precedentes. Alonso refirió de manera clara a «Mapas abiertos» en el prólogo del catálogo y advirtió sobre los efectos problemáticos del concepto a nivel de las consecuencias de su utilización: el establecimiento de «discursos abarcadores, líneas de fuerza transversales, sistemas de representatividad» (Alonso, 2008, p. 5). Más allá de todo lo problemático que suponía la utilización de esquemas generalizadores, para Alonso era harto más sencillo determinar los «temas» o «líneas de investigación»15 que abordan los fotógrafos de la región. Dentro de los tópicos que resaltaba el curador se encontraban: la identidad, la memoria, el mestizaje indígena o el colonialismo cultural; las particularidades de su paisaje, desde la naturaleza salvaje e inaccesible a las fracturas de sus espacios urbanos; las heridas de la historia y el contexto social, infligidas por diversos autoritarismos y desigualdades económicas. (Alonso, 2008, p. 5) Este listado podría comprenderlo casi todo bajo una lectura expeditiva. Temas que continúan abarcando grandes cuestiones que hacen a la existencia de los hombres en el mundo y que, en definitiva, terminan arrojándonos al interrogante: ¿qué es un tema en la fotografía? Pregunta simple pero nunca lo suficientemente dirimida. En términos de Alonso el tema vendría a ser aquello a lo que refiere la representación o el referente de la foto. Por ejemplo, obras como las que componen la serie «Boxeadores» (1987) de Paz Errázuriz, serían claramente identificables dentro de un apartado denominado: «Otras identidades, otros mestizajes». Aunque este fuera quizás un caso límite dentro de los varios seleccionados en la exposición, es, sin embargo, un buen ejemplo de lo arbitrarios que fueron los marcos de clasificación por identificación temática. Esto no implicaba ninguna novedad y es algo que hasta el mismo curador debía haber tenido presente. Pero lo interesante de este proyecto expositivo fue que se autoafirmaba sin «ninguna intención de representatividad» (Alonso, 2008, p. 5). 15 Resulta interesante advertir que el entrecomillado de los términos «temas» y «líneas de investigación» es utilizado por Alonso. Sería posible pensar que este uso supone un alejamiento o suspensión de las implicancias que la remisión a dichos términos puede tener en la curaduría contemporánea.
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«No sabe/ no contesta prácticas fotográficas contemporáneas desde América Latina» se propuso como un «espacio de reflexión sobre las prácticas fotográficas […] sin la pretensión de construir un sistema o panorama abarcador». De este modo, los llamados «temas», anteriormente enunciados, se reformulaban «desde un nuevo ángulo para descubrir otros paisajes, otras identidades, otras realidades, otros mestizajes» (Alonso, 2008, pp. 5-6). A pesar de este impulso renovador, estos «otros» no fueron en ningún momento especificados de modo preciso. Sí fueron, por otro lado, listados de la siguiente manera: La invención de lo cotidiano, la vida diaria como campo de análisis y de experimentación; Resonancias, ecos de otras imágenes, otras voces, otras prácticas; Poéticas de lo inasible, capturar lo instantáneo, lo ínfimo, lo fugaz; Evidencias circunstanciales, fotografía es documento, pero ¿de qué?; Otras identidades, otros mestizajes; Fotografía expandida, trascender el soporte y los dispositivos habituales, encontrar el espacio, la esfera pública y quizás la vida. Con esta complejidad que salta a la vista, la curaduría de esta exposición requeriría de un trabajo específico. Pese a esta imposibilidad y para los fines de este artículo —que busca determinar el lugar de las exposiciones en la configuración de imaginarios sociales sobre la fotografía latinoamericana— queda claro que el asunto pasó por la indeterminación. Al respecto, la argumentación de Cornelius Castoriadis —utilizada de modo interesado— sobre las significaciones sociales imaginarias, ilumina estos modos de comprensión de la fotografía latinoamericana que se enuncia bajo el eufemismo de «prácticas fotográficas desde América Latina». Así, estas prácticas enunciadas en la exposición de Arte x Arte: […] no denota[ron] nada, y connota[ron] poco más o menos todo; y por esto es por lo que [fue tan a menudo confundida] con sus símbolos, no solo por los pueblos que [se apropiaron de ella], sino por los científicos que [la analizaron] y que llegan por este hecho a considerar que sus significantes se significan ellos mismos […]. (Castoriadis, 2007, p. 231) Aunque el texto de Liliana Martínez, comprendido en el catálogo, intentó alejarse de la reducción de la «fotografía latinoamericana a conjuntos unificados y territorios de compromiso con la realidad, salpicados de surrealis26
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mo y realismo mágico» (Martínez 2008, p. 144), hay un punto en donde las precisiones, en el relato expositivo, se veían desvanecidas. Parecería que siempre, a la hora de delinear aspectos de la fotografía latinoamericana, operáramos dentro de una acumulación innecesaria e inútil, lógicamente, de una palabra o expresión a otra tautología.16 En definitiva, lo importante en este caso es ver de qué maneras la identidad siguió funcionando más allá de los intentos de realizar nuevas versiones. Si bien, en esta exposición, la idea de fotografía latinoamericana no implicaba el posicionamiento de un compromiso —como en 1978—, sí supuso un imaginario que continuaba gravitando en torno a la identidad. Las palabras de Pedro Meyer, pronunciadas en el V Coloquio de Fotografía Latinoamericana, y citadas por Martínez, pueden resultar una «evidencia»: […] el término «fotografía latinoamericana» ha perdido esa nitidez conceptual con la que originalmente la habíamos trazado. Pienso que a medida que pasa el tiempo tendremos que ir encontrando nuevas fórmulas que presenten el tema de la identidad de manera más actual. Tendremos que ampliar el espacio que da cabida a lo que consideramos latinoamericano […]. (Meyer citado en Martínez [2008, pp. 145-146]) Con una diferencia de casi dos décadas, estas palabras de Meyer nos muestran que los imaginarios sobre la fotografía latinoamericana fueron cambiando, pero no lo hicieron del todo. Se trató más bien, para el fotógrafo, de la actualización de viejas cuestiones reformuladas a la luz de una crítica contemporánea.
Imágenes de un dogmatismo «América Latina Photographies. 1960-2013» realizada en París durante 2014 y «Urbes Mutantes Latin American Photography. 1944-2013» en Nueva York, ese mismo año, fueron dos exposiciones de gran envergadura que tuvieron como eje ofrecer un panorama general de la producción fotográfica latinoamericana de más o menos la segunda mitad del siglo xx 16 Este es el modo en que el diccionario de María Moliner define el término tautología.
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hasta la contemporaneidad. Sus propuestas curatoriales estuvieron muy cercanas en tanto plantearon un conjunto de ejes temáticos que pretendían, bajo un tema general, vincular distintas propuestas fotográficas de fotógrafos y fotógrafas de diversos países de América Latina. Estos autores, en la propuesta curatorial, se exhibían como preocupados por «asuntos comunes» en la producción de sus fotografías y en la representación de algunas temáticas recurrentes en el análisis al respecto de la producción estética latinoamericana. De este modo, la construcción conceptual puesta en evidencia por estas propuestas curatoriales se erigió sobre una analogía. Fórmula que podríamos entender como una «definición de variables relativamente estables» que habilitan una relación, mediante ciertos «términos relacionales», de vínculos transnacionales y sincrónicos —o diacrónicos— a través de producciones locales (García, 2016). Esto fue planteado por María Amalia García en función del arte moderno del Cono Sur, retomando las discusiones del xvii Coloquio Internacional de Historia del Arte. Arte, historia e identidad en América: visiones comparativas.17 Durante noviembre de 2013 y abril de 2014 se presentó en la Foundation Cartier pour l’art contemporain, en coproducción con el Museo Amparo de México, la exposición «América Latina Photographies 1960-2013». Con un pretendido deseo de problematizar la relación entre texto e imagen fotográfica, esta exhibición contó con la participación de setenta y un artistas de once países diferentes. Los trabajos presentados incluyeron tanto los de fotógrafos inscriptos en el marco del documentalismo como los de quienes ejercen o ejercieron su práctica dentro del arte contemporáneo utilizando el medio fotográfico como herramienta de producción. Se trató de un amplio marco temporal propuesto por la curaduría de Alexis Fabry y Olivier Andreoti que sintetizaba, bajo una propuesta de núcleos problemáticos, diversas lecturas universalistas del panorama latinoamericano. Las secciones fueron denominadas: Ciudades, Territorios, Informar-Denunciar y Memoria e Identidad. «Urbes Mutantes. Latin American Photography 1944-2013» fue expuesta en 2013 en el Museo de Arte del Banco de la República en Bogotá y en 17 Este coloquio fue realizado en Zacatecas 1993, organizado por el Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam, y ha sido extensamente comentado.
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2014 en The International Center of Photography (icp) de Nueva York. En este caso, uno de los curadores fue nuevamente Alexis Fabry, pero, en esta ocasión, la cocuraduría fue de la colombiana María Willis. Al igual que se propuso para la exposición de la Fundación Cartier, «Urbes Mutantes» se estructuró en una serie de ejes conceptuales que vinculaban, por analogía, temáticas múltiples y variadas fotografías producidas por fotógrafos y fotógrafas de distintos países latinoamericanos. Los ejes temáticoconceptuales confluían en un tema general referido a la ciudad latinoamericana como epítome de los imaginarios identitarios de un horizonte geográfico extenso. De este tema general de la ciudad latinoamericana se desprendieron nueve constelaciones que permitían agrupar distintas producciones. Estas fueron denominadas: muros vivos; la noche en vida; masas y protestas; popular y callejero; los olvidados; geometrías citadinas; la maldita primavera; desplazamientos e identidades. El mecanismo de núcleos temático-conceptuales ha sido utilizado en las últimas décadas en diversas exposiciones sobre la producción artística latinoamericana. Por ejemplo, los casos de las exposiciones «Heterotopías: Medio siglo sin-lugar: 1918-1968» (2000); «Inverted Utopias. Avantgarde in Latin America (2004)» y «New Perspectives in Latin American Art, 1930-2006» (2007). Estas exposiciones han referido a un conjunto amplio de prácticas y producciones en el campo del arte latinoamericano, aunque no puntualizan de manera particular el caso de la producción fotográfica. Al enfrentarnos a la construcción de este relato, resulta posible afirmar que su fórmula tendió a realizar una caracterización de América Latina como una identidad macro-étnica (Ribeiro, 1979) escasamente definida,18 reiterando, en cierta medida, aquellos presupuestos planteados en «Canto a la realidad». Tanto en la Foundation Cartier como en el icp de New York, los núcleos funcionaron más como ejes conceptuales y referenciales que efectivamente como marcos determinantes de singularización. Operaron en el orden de constelaciones entendidas como «criterios conceptuales que condensan 18 Si bien las exposiciones dedicadas exclusivamente a la fotografía latinoamericana —anteriores a la de la Fondation Cartier— han sido numerosas, hay algunos antecedentes que es necesario mencionar. Es, por ejemplo, el caso de «Changing the Focus: Latin American Photography, 19902005», curada por Idurre Alonso en el Museo de Arte Latinoamericano en Long Beach, California.
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aspectos críticos —tanto ideológicos como formales— […]» (Ramírez, 2000, p. 25). Al pretender matizar los clichés y trastocar los «rígidos enfoques genéricos» (Fabry y Willis, 2013, p. 6), «Urbes mutantes» incurrió en una desdefinición de las prácticas específicas de producción y discursivización de la fotografía en marcos sociales particulares, llegando incluso a rayar en un literalismo evidente en algunos de sus ejes y reiterando lecturas estereotipadas del denominado arte latinoamericano. Muchas de las fotografías expuestas habían sido escasamente presentadas en un contexto fuera del de América Latina, pero en su mayoría pertenecían a artistas, fotógrafas y fotógrafos con importantes trayectorias. Si bien la estrategia de idear núcleos temáticos hubiera parecido ser una alternativa efectiva que posibilitaba la recuperación de la complejidad y la multiplicidad de las prácticas fotográficas y artísticas —que tuvieron lugar en este amplio marco temporal— dicha estrategia tendió, más bien, a esencializar y relativizar la particularidad de las obras, el universo del que formaban parte y sus marcos específicos de producción. Dentro de la construcción de los imaginarios sobre la fotografía latinoamericana, «Urbes mutantes» y «América Latina Photographies» no constituyeron casos demasiado novedosos. Pese a esto, el nivel de simplificación de dichas exposiciones desdibujó los ideales comprometidos de los setenta, reformulándolos bajo un dogmatismo reductivo. Es así como el ethos construido por estos relatos alivianó la potencia utópica de los setenta y reforzó estereotipos que han atravesado la construcción de una América Latina signada por un binarismo establecido en pares como: convulsionada pero mágica, salvaje pero bella, urbana pero rural, tradicional pero renovada etc.
Reflexiones finales Acordando con lo propuesto por Andrea Giunta (1996) en el International Seminar Art Studies from Latin America,19 19 Este seminario tuvo lugar entre el 1 y el 5 de febrero de 1996 en Oaxaca bajo el marco institucional del Instituto de Investigaciones Estéticas de la unam y The Rockefeller Foundation.
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[en] las exposiciones organizadas desde fines de los años cincuenta hasta el presente y en los libros editados sobre arte [fotografía] latinoamericano, puede rastrearse un conjunto de ideas rectoras que siguen, en gran parte, pautando las historias más recientes. (p. 2) La relación entre historia y exposiciones es, por lo tanto, un camino que permite trazar las derivas conceptuales que devienen en marcos de interpretación para los objetos estéticos. Entre ellos, la fotografía. Las retóricas expositivas analizadas aquí han permitido dar cuenta de cómo, en qué detalles y con qué procesos concretos los relatos históricos se fundaron en operaciones discursivas y visuales de las cuales las exposiciones fueron un componente central. Transitando los antecedentes panamericanistas, hasta las exposiciones que podríamos denominar los blockbusters20 de la fotografía latinoamericana, este artículo ha intentado apenas delinear un horizonte problemático que se vislumbra en los presupuestos de una construcción historiográfica sobre la fotografía latinoamericana. Referir a los imaginarios sociales ha obligado, por lo tanto, a revisar las retóricas y las imágenes de sí que los propios relatos expositivos presentan públicamente en distintos escenarios y espacios de poder. La desnaturalización de los modos mediante los cuales se configuraron estos imaginarios apuntó, por lo tanto, a desconfiar de la aparente convención de unidad que suponía —a pesar de los debates comentados— la existencia de una fotografía latinoamericana. Esta fórmula es presentada entonces, dentro de las discusiones historiográficas, como un «arma poderosamente ideológica» (Bal, 1990, p. 507) que modela las representaciones, no solo de lo que se entiende por fotografía en cierto marco cultural, sino también sobre cómo debería ser aquello que pertenece, o no, a cierta demarcación históricoterritorial. Ahondar en los imaginarios se propuso como un modo de analizar los discursos entendidos como «conjuntos de hábitos semióticos 20 Esta expresión es para este caso una exageración, en tanto las exposiciones de fotografía latinoamericana difícilmente constituyan casos que rompan taquilla, en comparación con otras exposiciones. Sin embargo, es un término que opera para este texto como ejemplificador de exposiciones en gran medida alejadas de cualquier perspectiva crítica y más centradas en un posicionamiento para el mercado.
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y epistemológicos que habilitan y prescriben modos de comunicación y de comprensión»21 (Bal, 1996, p. 3). Es un mecanismo de interrogación sobre subjetividades que, en el caso de América Latina, siempre se ha inscripto bajo las signaturas de una colonialidad (Mignolo, 2005, p. 16). Rastros históricos de los debates sociales acontecidos, los imaginarios sobre una fotografía latinoamericana encuentran en las exposiciones un escenario para la construcción de una historia de la visibilidad expositiva de la fotografía (Ribalta, 2008, p. 11) en América Latina. Siendo esta una empresa aún pendiente en nuestro contexto regional, este artículo intentó apenas articular una sucesión de exposiciones en donde se reiteraron retóricas que han ido favoreciendo la sedimentación de un sentido común sobre lo que es la fotografía latinoamericana.
21 La traducción es propia.
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Ventajas y problemáticas en torno a su habitabilidad
MIGUEL ÁNGEL CASTILLO ARCHUNDIA
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[…] Por primera vez en la historia del mundo, la reproductibilidad técnica de la obra de arte libera a esta de su existencia parasitaria dentro del ritual. […] En lugar de su fundamentación en el ritual, debe aparecer su fundamentación en otra praxis, a saber: su fundamentación en la política (Benjamin, 2003, p.51). Las relaciones entre arte y horror son muy complejas y no caben en una sentencia estética (Diéguez, 2016, p. 89).
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Introducción El estudio crítico de la fotografía se fundamenta al menos en tres textos de los que se desprendieron los actuales análisis. Por un lado, tenemos a Walter Benjamin con La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1936); por otro, a Gisele Freund, con La fotografía como documento social (1974) y, por el otro, a Roland Barthes con La cámara lúcida: notas sobre fotografía (1980). De estas obras, esenciales para la teoría de la fotografía, se desprenden otras en las que más autores buscan pensar sobre la importancia, las implicaciones del uso y de la creación de la fotografía. Al respecto de la fotografía que documenta la barbarie, tema de este trabajo de investigación, se encuentran los estudios de Susan Sontag, Judith Butler, Johan Fontcuberta y George Didi-Huberman, Vilem Flusser, Andre Rouille, Jacques Ranciere, por mencionar a los más destacados y a los que, de alguna manera, influyen en mi estudio. En este artículo voy a revisar la crítica que hace la teórica de teatro Ileana Diéguez a la problemática ética que se genera con el uso de la imagen de la violencia explícita. Abordo también las fuentes que nutrieron las reflexiones de Diéguez: Susan Sontag, Judit Butler, Johan Fontcuberta, George Didi- Huberman, Jacques Ranciere. Una vez hecho esto, reviso y comento las formas de habitar dos proyectos de fotografías de violencia explícita que se abrieron espacio en los museos y el mundo del arte. Uno de ellos es Tus pasos se perdieron en el paisaje del fotógrafo mexicano Fernando Brito, merecedor de un premio World Press Photo en 2011. El otro es un proyecto más amplio, el del fotógrafo colombiano Jesús Abad Colorado, reconocido como el más importante documentalista fotográfico del período de violencia colombiano. Los trabajos seleccionados nacieron como reporterismo gráfico y pasaron por un proceso de museificación. 41
Artículos de Investigación sobre Fotografía - Miguel Ángel Castillo Archundia
Reviso, desde distintas lecturas, la forma en que procedieron ambos fotorreporteros para generar sus proyectos. Problematizo las justificaciones éticas del uso y el mostramiento de las imágenes de la violencia explícita dentro del museo. Esto, en función de los discursos que las envuelven, del modo de creación y de la posición del fotógrafo respecto de su propia obra. Es decir, en función de la complejidad de elementos que implican llenar de sentido una obra fotográfica. Estos dos casos resultan emblemáticos por el uso, el proceder y el discurso de cada uno de los autores. Esto no quiere decir que el corpus teórico de este trabajo no pueda servir como base para el estudio de otras obras y trabajos sobre la violencia, la fotografía y el arte. Al contrario, pretendo que sirva como línea de posteriores investigaciones y de análisis de la estetización de la imagen fotográfica. Ileana Diéguez (2016) acuña la noción de necroteatro en su libro Cuerpos sin duelo: iconografías y teatralidades del dolor para explicar y estudiar cómo las imágenes de la violencia son usadas como espectáculos aleccionadores. Esto, a partir del montaje de los cuerpos muertos en el espacio público en México y Colombia en los últimos años. Estas campañas de miedo son principalmente generadas por crimen organizado, organizaciones de narcotráfico, Estado, guerrilla, transnacionales, paramilitares, con el objetivo de mandar mensajes intimidantes a la sociedad y oponentes. Ileana Diéguez, en su estudio, no se ocupa directamente de las fotografías de la violencia, pero sí logra generar neologismos que son herramientas útiles para estudiar tiempos de crisis contemporánea en América Latina desde la generación de recursos visuales. El estudio de Diéguez, en general, se centra en las formas en las que desde el arte se generan iconografías y se forman comunidades para enfrentar al dolor de la desaparición forzada y el homicidio,1 comunidades de dolor altamente políticas. Hay en su análisis la revisión de representaciones no fotográficas (performance, pintura, bordado, instalación, escultura) y, aunque no profundiza en las fotografías de la violencia, sí sienta las bases para su estudio más detallado con estas nuevas categorías. Es en ese espacio, donde Diéguez no abundó, pero sentó las 1 Aunque en el discurso de Ileana Diéguez no aparece el concepto de feminicidio, en la lectura que de ella hago, pensando en la especificidad de cada forma de comunicar y usar la violencia como mensaje aleccionador, se puede pensar el uso de las imágenes de la violencia con una perspectiva de género, considerando las violencias específicas hacia un sector de la sociedad como son las mujeres.
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bases, que quiero investigar en el presente trabajo. Voy a retomar esta veta de reflexión crítica del arte y la ética problematizando la dicotomía entre fotografía documental y fotografía artística, abordando desde esta crítica el caso del necroteatro, como esquematiza Diéguez. Para esto pongo especial atención a las formas de la significación de la fotografía, sus procesos de creación y su relación discursiva con el hecho histórico. En la investigación se reconoce que la relación de la fotografía con la violencia es compleja. Desde este entendido se consideran las distintas modalidades de violencia que puede ejercer la fotografía misma, así como su relación con la violencia que no nace con la fotografía. Violencia, en este caso, ajena al acto de fotografiar. Reconocer estas violencias me permite posicionarme críticamente frente a las violencias que genera o reproduce potencialmente la fotografía y así mostrar las discusiones éticas en las que se envuelven los usos de las fotografías en los proyectos de Jesús Abad Colorado y Fernando Brito. Para justificar el uso de la fotografía desde una dimensión ética debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿bajo qué formas de mostrar la violencia en fotografías somos capaces de sensibilizarnos como espectadorxs del dolor de lxs demxs? Se han de buscar las formas de compartir el dolor, empatizar con el absolutamente otro de la fotografía, que es lejano temporalmente, geográficamente y socialmente. Tener esa «intencionalidad ética» de buscar la «vida buena» con y para otro en instituciones justas, parafraseando a Paul Ricoeur. Es importante explorar esto: pensar si a partir de la fotografía de la violencia y la muerte de los otros somos o no capaces de generar una convulsión ética o un movimiento emocional que a su vez derive en demandas de justicia, de igualdad de oportunidades y de no violencia. Es decir, usar la fotografía en su sentido más estrictamente político y ético. Las mismas preguntas me hago al respecto de las fotografías de Fernando Brito y de Jesús Abad Colorado. Fotografías que, de distinta manera y con discursos muy diferentes, abordan las violencias en sus respectivos países. Si la visión de la violencia en otros extremos del mundo no genera cambios ni pone a trabajar los mecanismos de ética y sensibilidad, quizá ver las imágenes de la violencia no tiene sentido, como defienden algunos críticos. Si con el mostramiento de las imágenes de la violencia en 43
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diferentes discursos no surgen las demandas de justicia, quizá mostrarlas no tiene sentido. Y el uso, como su distribución, se ha de dejar para una serie de intelectuales, estudiosos e instituciones de justicia que les den el peso y gravedad necesarios, como sugiere Susan Sontag cuando propone una ecología de las imágenes. La memoria no es un valor en sí mismo si de ella no se aprende y si a partir de ella no se cambia algo respecto a las violencias no legítimas. Entonces no hay claras justificaciones para exhibir abiertamente la memoria de la barbarie en museos y hacia el público en general. En esta investigación optaré por asumir y defender que efectivamente somos capaces de sentir con y por el otro, pese a que sea muy distinto a nosotros. Que algunos usos de la fotografía de la violencia no solo están parasitando en el museo y alimentando al bien remunerado mercado del arte, sino que sirven para sensibilizarnos sobre diversas situaciones de violencia, de la desgracia cercana o lejana. La fotografía documental habilitada artísticamente puede cumplir una función política de información y sensibilidad en torno a la violencia. Que las imágenes fotográficas nos pueden provocar, conmover, generar un movimiento de sensibilidad tal que la violencia en las imágenes se vuelva contra sus artífices, contra los perpetradores, en un reclamo de justicia, en un reclamo ético. Todo esto en función de las formas de orientación discursiva y significación de la imagen fotográfica que se sigan, de las formas de rellenar discursivamente los espacios libres de significación. Porque la pura imagen, como dice Susan Sontag, dice muchas cosas, pero, al mismo tiempo, no dice lo suficiente. Todas las imágenes fotográficas piden ser completadas significativamente. Esto corresponde en gran parte al espectador, pero también, en buena medida, al fotógrafo, al uso que se les da a las fotografías y al discurso textual en el que se las envuelve. Es ahí donde se ha de pensar éticamente el uso de las imágenes, proponer formas de habitar la imagen fotográfica con límites éticos en su interpretación. No se trata de mostrar alejados de la ética, se trata de mostrar éticamente la violencia en diversas plataformas. La justicia es más abarcante de lo que pueden ser las relaciones que se dan cara a cara, con individuos conocidos y considerados iguales. Es aquí donde es importante considerar al abstractamente llamado otro dentro de nuestros horizontes éticos y de justicia, el otro que no forma parte de la 44
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propia comunidad dialógica o social. Es necesario considerar la figura del que, por ejemplo, no habla, no habla la misma lengua, el que no tiene rostro, no tiene el mismo color de piel ni profesa la misma religión, incluso no comparte la misma orientación ética, moral o de justicia. Pensemos también en el que viole la ley. Debe, también, ser sujeto de consideración ética por más enteramente otro que sea. La fotografía muchas veces nos muestra a este otro completamente lejano, puede ser una herramienta de ética. Entonces aquí propongo el uso de la imagen de la necroteatralidad desde una búsqueda ética.
Cuerpos violentados en la fotografía El objetivo de este capítulo es dar a conocer al lector el marco general teórico en el que se desarrolla mi investigación, además de esquematizar, en términos generales, la veta de la que se desprende. Además, aportar a la discusión en torno del uso de la fotografía de la violencia en el arte, a partir del análisis de algunas de las obras de Fernando Brito, fotorreportero mexicano, y Jesús Abad Colorado, fotorreportero colombiano independiente. Abundar en las reflexiones éticas en torno a la metodología y el discurso de los autores, uso de las fotografías de la violencia explícita y, en siguientes capítulos, en su museificación, así como el acompañamiento discursivo en el museo. Todo ello siguiendo a Sontag, Fontcuberta, Butler, Didi-Huberman e Ileana Diéguez, pero centrándome en el campo de la fotografía habilitada artísticamente y en la importancia de hacer una revisión ética de las formas de habitar las imágenes de la violencia explícita. Para llegar a ello necesito traer una serie de reflexiones filosóficas, revisar algunos momentos históricos de la fotografía y algunos debates éticos en torno al uso de la imagen fotográfica de la violencia en el mundo contemporáneo, centrándome principalmente en la teórica del teatro Ileana Diéguez y el teórico de la fotografía Johan Fontcuberta, principales autores que voy a retomar en este trabajo. Esto, atendiendo, por un lado, la falta de profundidad que le da Diéguez a la museificación y al uso en general de la imagen fotográfica de la violencia (que ella misma define 45
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como imagen medusina) y, por el otro, el descontento de Fontcuberta, entre otros autores, al respecto de la habilitación artística de esta. Al respecto, Diéguez reconoce la potencia y el interés que ella misma tiene en la imagen de la violencia, la imagen medusina, para hacerla avanzar en lo que llama el reto Caravaggio, es decir, en la representación que logró hacer Caravaggio de lo simbólicamente irrepresentable e inimaginable, con su pintura de la Medusa. Según la autora, el pintor logró «vencer al terror mediante la misma imagen del terror, representándola» (2016, p. 125). No profundiza en esta figura, sino que se limita a usar esa imagen medusina como un ícono de poder. La imagen medusina aparece como un doble dispositivo, como la representación de lo que no debe ser mirado, sino temido. Pero, por el otro lado, se puede considerar como el reto a la mirada miope, aquella que no quiere ver, para conjurar aquello que siembra (Diéguez, 2016, p. 126). En este espacio donde Diéguez detiene la reflexión, mi trabajo abunda. Es decir, profundiza en el análisis de la fotografía de la violencia que es mostrada como arte. La imagen fotográfica de la violencia explícita, a partir del discurso que la habita, tiene la potencialidad de ayudar a combatir las violencias que muestra de forma abierta. No necesariamente es repetidora de mensajes punitivos o hace apología de la violencia, como algunos discursos de medios de comunicación y estatales están dispuestos a sostener. Aunque sí es cierto que lograr el equilibrio entre ética y mostrar la violencia es más bien complejo. Las fotografías que se muestran sin tapujos ni mediaciones visuales sino discursivas pueden tener una labor política. Pueden, además, abrir el debate acerca de la habilitación artística de la fotografía de la violencia. La imagen fotográfica, desde sus orígenes, levantó gran conmoción, tanto en el mundo científico como en el mundo del arte, en la filosofía. La fotografía fue un invento que removió la forma en la que se concebían el arte y la representación de la realidad. Levantó polémicas que llegaron a tocar sustratos tan importantes para la concepción del mundo y de la realidad como el epistemológico. La fotografía está situada complejamente entre la documentalidad (por la fidelidad de su carácter representacional) y el arte (por su inevitable orientación subjetiva y por la influencia de la estética de 46
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la pintura). Sus posibilidades de reproductibilidad (relativamente sencillas desde sus orígenes) la sitúan también en un papel central en la difusión de los discursos de poder. Esto último está exacerbado en la actualidad. El carácter representacional de la fotografía la deja en más de una problemática ética. En estas problemáticas se encuentra comprometida directamente con personas y en contextos donde se ve afectada la integridad física. Entran entonces en juego las nociones de la dignidad, respeto, duelo, justicia. La fotografía posee, en su carácter de tiempo detenido, el análisis concienzudo de una situación, de un espacio, de un acontecimiento histórico. Permite un desdoblamiento crítico de un momento o un espacio cotidiano, o no. La captura de un momento temporal fragmentario permite la mirada detenida, la mirada analítica. La fotografía conserva y distribuye un momento histórico importante, de violencia, por ejemplo. Pero, por otro lado, facilita un análisis desdoblado de ese marco de tiempo capturado. Uno de los riesgos de esa posibilidad de desdoblamiento de la mirada sobre la fotografía es que se la puede mirar con mucha frialdad, casi científicamente, por un lado, destiñendo las emociones que implican una situación real de violencia, por ejemplo, lo que puede dificultar la empatía y la emocionalidad con respecto de las personas envueltas en tal situación. Por otro lado, relacionado más bien con el arte, se puede correr el riesgo de que, con esa misma distancia emocional, a la vez histórica y geográfica del acto capturado, se puede pensar, abstractamente, en la pura forma de la imagen. Pensar meramente en lo atributos formales, plásticos, de la imagen, dejando de lado tanto el acontecer histórico como la emocionalidad que envuelve una situación.
La imagen intolerable Ileana Diéguez defiende la importancia de generar arte a partir de la violencia, de difundir las imágenes de la violencia pese a las críticas, de seguir produciendo arte pese a la barbarie. En esto se apega al teórico francés George Didi-Huberman con la importancia de romper los límites de lo imaginable y de desgarrar la imaginación. Diéguez suscribe las observaciones que hace la crítica de arte argentina Andrea Guinta al respecto del 47
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arte y el horror, resaltando tres puntos como potencias que se pueden aprovechar desde el arte: La fascinación que puede producir la contemplación de un espectáculo horroroso, la posibilidad estética y ética del arte de representar el horror, la necesidad de hacer arte en tiempos de violencia y de terror. (2016, p. 99) El uso inflacionista de lo irrepresentable debe ser desmontado de la carga pasional con que solemos legitimarlo o refutarlo, aun cuando no es posible renunciar al pathos que supervive en las distintas experiencias del término (Diéguez, p. 19). Para quienes trabajen con imágenes, es imprescindible movilizar el pensamiento con ellas; para quienes trabajan desde el arte, a partir del arte. Es necesario romper con el aura mística que adquiere la violencia, la barbarie, a partir del llamado a la irrepresentabilidad de la violencia. Se debe tener en cuenta que el aura genera la intolerancia de la imagen y su consecuente ocultamiento. Es imprescindible borrar el aura que se guarda en torno del hecho barbárico, que invita a creerlo como inimaginable, como irrepresentable (Diéguez, p. 102). No podemos velar las imágenes porque perturben nuestra mirada. No podemos imponer ninguna perspectiva, como si se tratara del destronamiento de un orden. El poder ha sabido hacer uso de las imágenes, también las ha censurado, las ha borrado o invisibilizado. Iconoclastas e iconofílicos han presentado sus servicios al poder o se han erigido en figuras de poder. (Diéguez, 2016, p. 103) Siguiendo a la autora, es esencial considerar, antes del llamado a la censura, que el manejo político de lo visible se hace desde muchos lugares, al servicio de uno u otro interés, donde juegan el Estado y otros grupos de poder, dentro de un espacio y tiempo específicos. Así, el despliegue interesado de lo visible está, sin duda, en el fin buscado por los acuerdos entre los poderes en cada país, en este caso en México, al decidir qué imágenes pueden representar o formar parte de la imagen de un país, dentro del mismo país y para el exterior, y qué imágenes no pueden ser parte oficial de la historia del país. Hacerle el juego a este sistema, incorporando su 48
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política de filtros, borraduras y silenciamientos, argumentando desde la distancia moral para que lo innombrable no nos perturbe, nos llevaría a formar parte de ese mismo sistema que creemos criticar. Llevaría a perpetuar […] aquello que nos daña, aquello que nos violenta, lo que nos está matando (Diéguez, 2016, p. 97).
Romper la imaginación En su trabajo, Ileana Diéguez nos presenta alternativas para construir la historia visual de la violencia cuando no existen las imágenes fotográficas de la violencia explícita. Más claramente, cuando los testimonios de la violencia, visuales o no, son borrados o se pretende que sean borrados. Es entonces que juegan un papel esencial en la construcción de la historia las representaciones como los retablos de Edilberto Jiménez sobre las situaciones vividas por los pobladores de Chungui, en el distrito de Ayacucho, Perú, donde, no existiendo testimonio visual, la memoria de la barbarie se guarda en los testimonios y las pinturas que se generan a partir de ellos (2016, pp. 105-107). O los retablos que coordina el pintor colombiano Juan Manuel Echavarría, quien organiza a alrededor de cien excombatientes de los diferentes grupos armados —guerrilleros, paramilitares, militares— de Colombia y cada persona pinta las memorias que tiene de los años de violencia en su país. Con ello nace la obra La guerra que no hemos visto, que consiste en 420 retablos mdf de medidas variables, pintados con acrílico por las personas que hicieron la guerra, en los que aparecen muchas maneras distintas de representar la barbarie y la muerte (Diéguez, 2016, pp. 111-114). Como el caso de los retablos de Edilberto Jiménez o los de Juan Manuel Echavarría, Ileana Diéguez retoma una gran serie de trabajos en torno a la generación de memoria y el proceso de duelo desde el arte. La mayoría de ellos, sin compañía de la fotografía. Cuando se acompaña la fotografía, no se encuentran en ellos las imágenes de lo que Ileana Diéguez denomina necroteatro, exceptuando las fotografías de Fernando Brito, que abordaré más adelante; tampoco se encuentran imágenes de los cuerpos violentados. Es, desde mi punto de vista, una veta importante de reflexión que 49
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Diéguez deja abierta en torno al uso de la imagen fotográfica de la violencia explícita dentro del arte.
Necroteatro y fotografía Mira, dicen las fotografías, así es. Esto es lo que hace la guerra. Y aquello es lo que hace, también. La guerra rasga, desgarra. La guerra rompe, destripa. La guerra abrasa. La guerra desmembra. La guerra arruina. (Sontag, 2004, p. 9) Ileana Diéguez en su libro Cuerpos sin duelo: iconografías y teatralidades del dolor (2016) muestra sus investigaciones en distintos sitios de Latinoamérica (Perú, Colombia, Chile, Argentina, México). Mediante estos ejemplos, clarifica su postura al respecto de la violencia y sus usos. Así como las formas de generar comunidad en torno al duelo permiten pensar las relaciones entre el cuerpo, el duelo y las prácticas artísticas en los escenarios dominados por la violencia (2016, p. 66). Esta no es una escritura sobre la violencia […], sino una reflexión sobre cómo la violencia ha penetrado en las representaciones estéticas y artísticas. Ha transformado nuestros comportamientos y visualidades en el espacio real, ha intervenido los cuerpos y generado una nueva construcción de lo cadavérico y se ha apropiado de procedimientos simbólicos y representacionales para producir y transmitir mensajes de terror. El modo en el que se tejen hoy arte y violencia implica reflexiones desde al menos dos lugares: uno de ellos abarca los escenarios de la realidad inmediata para observar las escenificaciones y teatralidades de un soberano poder que pretende aleccionar por medio de mensajes corporales e icónicos. Es una situación que he reflexionado desde la figura del necroteatro. En otro escenario intento pensar los recursos empleados por el arte para producir obras vinculadas a las memorias del dolor. (Diéguez, 2016, p. 67)
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En función de este acercamiento, Diéguez decide perfilar su investigación desde los dos frentes que nos menciona. El primero es el que corresponde a la teorización en torno a los escenarios de los cuerpos rotos y las representaciones de los poderes soberanos para generar discursos aleccionadores a partir de la exhibición espectacular de los cuerpos rotos. Dispositivos visuales, teatrales y performativos que están implicados en el ejercicio del miedo. En sus búsquedas a este respecto, Diéguez quiere entender la realidad de los cuerpos rotos que —más allá de la muerte— son usados para transmitir mensajes de poder. Y, por el otro lado, le interesa investigar cómo esa realidad violenta ha invadido el campo del arte y lo configura como memoria del dolor. En este segundo momento se interesa plenamente en las prácticas artísticas que trabajan con el dolor. Realizadas a partir de testimonios y documentos, algunas prácticas artísticas son inevitablemente evocaciones y/o representaciones del estado catastrófico en el que se sobrevive o se muere en ciertos espacios de Latinoamérica. (2016, p. 68) Situaciones donde se entrecruzan el arte y el duelo. La autora se da a la tarea de revisar, de forma exhaustiva, prácticas artísticas que se construyen como una forma de llevar el duelo, de construir duelo a partir de actos de evocación del cuerpo usando restos, prendas, tejidos, pinturas, rituales, performances, marchas, que no buscan sustituir el duelo, sino que, como metonimias, ayudan a configurar comunidades posibilitadas por el duelo, por la empatía, por el dolor compartido (2016, p. 68). Uno a destacar entre los grandes aciertos del libro Cuerpos sin duelo es que retoma y dialoga con teóricas y teóricos de la imagen de la violencia, como Susan Sontag, Judith Butler, Jacques Rancière. Hace una actualización y localización en contextos latinoamericanos de las premisas de estos autores, además de abonar con propuestas conceptuales para entender formas de violencia latinoamericana no teorizadas o conceptualizadas hasta el momento. Así, la autora recupera nociones de Archille Mbembe, como necropolítica y necropoder. Estos conceptos dan cuenta de los diversos modos en que las armas y las máquinas de guerra son hoy desplegadas en la creación de mundos de muertos (2016, p. 130). Estos conceptos ayudan a entender una política donde lo que prima es el poder sobre la vida y la muerte de 51
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los miembros de una sociedad. Donde quienes tienen la potestad sobre la vida o la muerte son el Estado o algunos poderes económicos. Acuña el término necroteatro, antes ligeramente esbozado y lo define como: […] las instalaciones de fragmentos corporales que se disponen post mortem en el espacio público —casi a la manera de un epílogo didáctico— haciendo aparecer el cuerpo como un particular ‘texto político’. (2016, pp. 134-135) A partir de esas escenificaciones de restos corporales, dispuestos en el espacio público con el propósito de hacer hablar a los cuerpos para llevar mensajes de terror, se mantiene el control de las sociedades a partir del miedo. Son escenificaciones de carácter teatral que, mediante la exhibición y manipulación de los fragmentos corporales, generan imágenes de poder. A partir de la escenificación de los restos corporales en espacios públicos no solo se da cuenta de la muerte misma, sino que se hace una construcción espectacular del acto mismo de dar muerte a través del terror, a través de la fragmentación, de la tortura. Se busca llevar el mensaje de soberanía sobre las vidas, de omnipotencia. Además de los cuerpos dispuestos en espacios públicos, estos mensajeros se apoyan en mensajes escritos en hojas, cartulinas, reafirmando la supuesta omnipotencia o soberanía sobre las vidas y los cuerpos de las personas. El necroteatro está vinculado al propósito de poner ante los ojos la evidencia espectacular del sufrimiento, la escena aterradora de un discurso de poder que aniquila el cuerpo humano en vida y post mortem con propósitos aleccionadores. La escena a mostrar es configurada a la manera de una ‘naturaleza muerta’ donde las disposiciones de las partes definen el discurso; una escena que actúa como punitivo memento mori. Se trata de representaciones de un orden fuera de todo sistema natural que implica la intervención de otro orden, otra anatomía, otras mitologías del miedo: teatralidades distópicas que espejean una realidad altamente dislocada. (Diéguez, 2016, p. 137) Esta imagen, generada a partir de una puesta en escena de la muerte una vez fotografiada, me interesa como propuesta de imagen medusina, como 52
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la que menciona Diéguez en su texto. Como esa modalidad de imagen que obliga a mirar a la barbarie de frente sin ser, a su vez, víctimas de esa violencia ni perpetradores de mensajes punitivos ni apologetas de la violencia, sino combatientes activos de estas realidades mediante el mostramiento de la violencia. El traspaso de estas imágenes al museo me interesa investigarlo como un espacio donde los discursos de la imagen medusina puedan dialogar con los espectadores en torno a la violencia aleccionadora, buscando contraponerse al discurso punitivo inicial desde el arte. Ileana Diéguez deja bien claro que cuando está hablando de necroteatro y de necroperformances o paraperformances en el espacio social cotidiano no está pensando esos fenómenos enmarcados en una actividad artística. Está usando las analogías teatrales o performáticas como características compartidas de la actividad teatral y del performance con las actividades de violencia punitiva, pero en ningún momento está pensando en ella como arte (2016, pp. 137 y 144). Por mi parte, suscribiendo esta observación de la autora, no estoy suponiendo que la escena necroteatral que se realiza en el espacio público sea de una naturaleza artística, sino que, a partir de la fotografía como una forma de subjetivación de la imagen, puede perfilarse como artística. Además de que la fotografía habitada por determinados discursos bien puede entrar en el museo y ganar el estatuto de fotografía artística. Quisiera proponer una lectura de la imagen necroteatral o del necroperformance más amplia, lo que, desde mi punto de vista, no traiciona la lectura que del necroteatro hace la autora y permite su amplificación a otros modelos de acción punitiva a partir de la violencia y los cuerpos fragmentados. Estoy pensando en los fenómenos de muerte que, deliberadamente, son dejados tal cual fueron diezmados en los espacios públicos. Aquí los cuerpos se disponen, más que por acomodo voluntario de los perpetradores de la muerte, por el azar, el acomodo según el espacio y el acto que da muerte. Aparece el azar como un elemento teatral, elemento que nunca falta en el performance art, por ejemplo. La función punitiva de ese lenguaje visual no deja de ser efectiva para llevar el mensaje de terror a la población, imagen que no necesita de texto para llevar su intención aleccionadora al público. 53
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Habitabilidad y subjetividad de la fotografía Durante los combates entre serbios y croatas al comienzo de las recientes guerras balcánicas, las mismas fotografías de niños muertos en el bombardeo de un poblado pasaron de mano en mano, tanto en las reuniones propagandísticas serbias como en las croatas. Altérese el pie y la muerte de los niños puede usarse una y otra vez. (Sontag, 2004, p. 9) Desde las reflexiones de Susan Sontag (1993 y 2004), Johan Fontcuberta (1993), Giselle Freund (1983) se llega rápidamente al reconocimiento del carácter altamente subjetivo de la imagen fotográfica. También se llega con facilidad a reconocer las problemáticas éticas, políticas, incluso epistemológicas en que la fotografía se encuentra atrapada hasta la actualidad. La fotografía, recordamos, se encuentra complejamente situada entre la documentalidad y la expresión subjetiva, situación que la pone en estas complejidades (…) de la violencia por medio de la fotografía, pues las formas de usar la imagen de la violencia son muy amplias: sensibilizar, escandalizar, espectacularizar, contemplar. Estos usos, siempre interesados, pueden desencadenar el rechazo o aprobación de determinadas acciones por parte de la sociedad, fenómeno al que Johan Fontcuberta llamó el mito de verdad en la fotografía.
El mito de verdad en la fotografía Si bien es cierto que durante mucho tiempo la fotografía fue ovacionada como medio objetivo de generación de imágenes, no muy tarde quedó claro que se trata de una expresión altamente subjetiva y que permite la construcción de discursos, discursos inevitablemente subjetivos por más de un factor que bien supo señalar Johan Fontcuberta en algunos de sus libros.2 Para este autor, la creencia de la verdad en la fotografía quedó arraigada en los imaginarios sociales y culturales como el mito de verdad en la fotografía. 2 El beso de judas: fotografía y verdad (1993), Indiferencias fotográficas y ética de la imagen fotoperiodística (2010), La furia de las imágenes: notas sobre postfotografía (2016).
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Entre los factores más influyentes de la subjetivación de la fotografía se encuentra, por el lado meramente mecánico, la manipulación de las variables técnicas que construyen una fotografía (iso, diafragma, velocidad de obturación).3 Estas tres son las variables principales con las que se genera una fotografía. Cada una de ellas afecta directamente la recepción de la luz en el papel fotosensible (una de ellas es el iso, la misma sensibilidad del papel) o sensor, entonces influye directamente en la generación de la fotografía. Además, cada combinación genera resultados distintos en términos de las características de la fotografía y las combinaciones abren posibilidades retóricas o expresivas. Por el otro lado está el encuadre, un elemento de elección, de corte, de decisión, que por necesidad hace de la imagen fotográfica un recorte del acontecimiento, un trozo de acontecimiento, un rectángulo en un marco que no cuenta sino una parte del acontecimiento. El marco, como límite de la imagen fotográfica, es una limitación en términos de verdad y tiene una capacidad de construcción de historias muy potente, es decir, posee una capacidad de subjetividad muy alta. Por otro lado, están las manipulaciones de laboratorio, que van desde el control del balance de blancos, la corrección de la exposición de la imagen hasta la impostación o borradura de elementos dentro de la imagen fotográfica, modificaciones tan viejas como la fotografía misma. En la actualidad existe una infinidad de formas de corregir los colores de la imagen hasta impostar o borrar elementos, al alcance de cualquier smartphone, en unos cuantos segundos. Las variables arriba señaladas son, al menos, las que me parece que participan, y han participado, de manera esencial en la construcción de la imagen a través de la historia. Son las que están presentes en la generación de la imagen fotográfica y, en su combinación, implican innumerables posibilidades expresivas y retóricas que construyen discursos visuales altamente subjetivos. 3 El iso es la sensibilidad de la película o el grosor del papel fotosensible. A mayor grosor del papel fotosensible, más tiempo tarda en ser quemado por la luz y, por tanto, más tarda en capturar una imagen. Su variabilidad afecta la nitidez. El diafragma es la apertura del orificio que permite el acceso de la luz a la cámara oscura. Su variabilidad afecta los espacios de enfoque. La velocidad de obturación es el tiempo durante el cual el papel fotosensible es expuesto a la luz y afecta directamente las formas que son capturadas en la imagen.
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Entonces, cobra relevancia revisar cómo es que —a pesar de que tenemos clara evidencia de la no verdad de la fotografía— sigue prevaleciendo un mito al respecto de ella que le sigue entregando, a los ojos de muchos, verdades objetivas. Y, sobre todo, es de importancia pensar las implicaciones que tiene esa combinación de subjetividad y mito de verdad en la fotografía tanto como en la construcción de verdades e historias oficiales. Al mito de la verdad en la fotografía se le debe un ambiente epocal de positivismo que se vivió fuertemente en Europa en el siglo xix, en el que la fotografía jugó un papel muy importante, esencial en lo que a la representación de la naturaleza se suponía. La reproducción y el conocimiento de la naturaleza como lo hace un espejo se convierte en el motivo central de la estética y la ciencia (Freund, p. 67, 1983). En palabras de Johan Fontcuberta, la fotografía es como el beso de judas. Es una promesa de verdad que no puede ser realizada. Es un acto hipócrita y desleal cuando te ofrece la verdad, pues sabe que no es capaz de entregarla, que esconde detrás una terrible traición: Toda fotografía es una ficción que se representa como verdadera. Contra lo que nos han inculcado, contra lo que solemos pensar, la fotografía miente siempre, miente por instinto, miente porque su naturaleza no le permite hacer otra cosa. Pero lo importante no es esa mentira inevitable. Lo importante es cómo la usa el fotógrafo, a qué intenciones sirve. Lo importante, en suma, es ese control ejercido por el fotógrafo para imponer una dirección ética a su mentira. El buen fotógrafo es ese que miente bien la verdad. (Fontcuberta, 1997, p. 15) Así, la fotografía, bajo múltiples discursos, dice ofrecer la verdad y esconde —detrás de lo que muestra— la mentira de la subjetividad tras una representación más verosímil de la percepción visual humana. Se vuelve, inmediatamente, digna de desconfianza. Facilidad que no ha de ser tomada como derrotismo ante el proyecto documental de la fotografía, sino como una advertencia para no caer con facilidad en la falsa promesa de verdad del Judas fotográfico. Es también una invitación a asumir a la fotografía en toda su potencialidad expresiva, pues, a falta de la verdad, como dice Fontcuberta, habrá que saber usar esa mentira orientada éticamente. 56
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En la fotografía confluyen dos elementos muy interesantes. Elementos que le entregan una potencia comunicativa y persuasiva que no posee por ejemplo la pintura ni otro tipo de arte o técnica representacional. El primero de estos elementos es la capacidad subjetiva de la fotografía, es decir, su flexibilidad para construir discursos persuasivos, trucados, manipulados por naturaleza, aunado con la prevalencia del mito de verdad de la fotografía, es decir, con el arraigo de esa creencia inicial de que la fotografía reproduce de manera fiel la realidad, lo que les otorga una fuerte verosimilitud a los discursos que se presentan a partir de la visualidad. Esto no convierte automáticamente a la fotografía en una técnica reprobable, digamos, por no mostrar la verdad del mundo, sino que la pone en un espacio, por sí misma, de posibilidad expresiva obediente a quienes la usan, se ajusta o subordina a los usos y a los discursos que se le quieran dar. La fotografía sirve y ha servido para generar historias, para construir la historia, para conmocionar al mundo, para espectacularizar los hechos. También ha servido para hacer reclamos sociales, políticos, reclamos de justicia ante la violencia.4 El reconocimiento de esa potencialidad de la fotografía para conmocionar y para generar discursos es importante para abordar la imagen fotográfica de otra manera, no como verdad, sino como discurso, y para tener un control más eficaz sobre su lectura, su creación y su propio uso.
Habitabilidad de la imagen violenta Las fotografías pavorosas no pierden inevitablemente su poder para conmocionar. Pero no son de mucha ayuda si la tarea es la comprensión. Las narraciones pueden hacernos comprender. Las fotografías hacen algo más: nos obsesionan. (Sontag, 2004, p. 40) En su libro Indiferencias fotográficas y ética de la imagen periodística (2011) Johan Fontcuberta se vale del concepto de habitabilidad para analizar 4 Muy famosos son ya los ejemplos de las fotografías de los campos de concentración y exterminio nazis durante la Segunda Guerra Mundial, así como su importancia para darle al suceso violento un estatuto ontológico más sólido, es decir, situarlo como realidad histórica y no como producto imaginario de unos cuantos locos.
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formas en las que las fotografías son reinterpretadas. Lo entiende como si la fotografía abriese las puertas de su significación, abriendo la posibilidad de rellenar huecos significativos que la fotografía tiene y, a partir de un discurso específico, de un tiempo, de un espacio y contexto en el que se la pone, cambia su uso, sus formas de ser entendida, significada. En palabras de Fontcuberta una imagen es habitada mediante [...] los espacios discursivos y habitáculos estructurales que, albergándola y dándole sentido, subordinan la gestión de lo mostrable. Porque las fotos nunca viven aisladas: echan raíces en un sitio o se mudan, se supeditan a usos y palabras, se conectan a otras imágenes y engrosan imaginarios colectivos, y se someten a momentos históricos y economías. (2011, pp. 10-11) Las imágenes fotográficas siempre están en diálogo y se dejan afectar por el contexto, con el espacio, con los textos que las acompañan, con otras imágenes, con la misma geografía, con la situación histórica, con la situación política, con los imaginarios sociales, es decir, se dejan afectar enteramente por situación histórica. Las imágenes fotográficas se significan siempre en función del espacio en el que se desenvuelven. La imagen fotográfica nunca habla de la misma manera ni su significación es unívoca. En este sentido pongo atención en dos formas que abonan la significación de las imágenes fotográficas de la violencia necroteatral: primero, la metodología de trabajo del fotógrafo y el acompañamiento conceptual de las imágenes. La segunda corresponde al espacio museístico como escenario que orienta la lectura de las imágenes de la violencia. En función a estas dos maneras de pensar la imagen fotográfica en el museo es que voy a hacer un análisis de las fotografías Brito y de Abad Colorado. En este trabajo comento los trabajos de Brito y Abad, intentando mostrar, desde mi punto de vista, dos polos del trabajo sobre la violencia desde la fotografía que me parecen dignos de contrastar para el tema que aquí propongo. Por un lado, y es de resaltar, Abad es un fotorreportero que trabajó para el periódico El colombiano5 desde inicios de los años noventa y que durante 5 El Colombiano es un periódico de la ciudad de Medellín, Colombia, que tiene difusión nacional. Este diario nació en 1912 con la intención de respaldar el bloque político conservador en el país.
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más de veinticinco años ha documentado la violencia en Colombia. A principios de la década pasada se separó del periódico y se dedicó a documentar las situaciones de violencia en Colombia con sus propios recursos.6 Dentro del corpus fotográfico de Jesús Abad Colorado, al menos el que él mismo decide sacar a la luz, no existe una predilección por la fotografía de la muerte directa, por la violencia ejercida directamente sobre los cuerpos y su representación teatral punitiva. El foco de Abad son las personas que, aun en vida, sufren esa violencia. Estas personas que son quienes entregan los muertos a la guerra, los campesinos, los desplazados, las personas que, más allá de su uniforme, aparecen como seres sufrientes en una guerra en la que todos son los perdedores.
Aniceto lleva el cadáver de su esposa Ubertina a través de la selva del departamento colombiano Chocó, 2002. Foto: Jesús Abad Colorado.
Jesús Abad Colorado dice que su oficio no ha sido fotografiar guerreros, sino personas, la ambigüedad que reside en esos hombres, en esas mujeres, 6 Véase ‹www.revistaarcadia.com/agenda/articulo/jesus-abad-colorado-exposicion-medellinfotografias-de-la-guerra/69216›
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en esos niños que llevan un fusil en el hombro. Abad Colorado tiene una vocación difícil, una mirada dispuesta para las contradicciones de la guerra, la materia que deja en la guerra su rastro humano: guerreros que lloran, guerreros que ríen, víctimas que visten a sus muertos, miradas desoladoras en medio del horror.7 Entonces, si mi estudio gira en torno al necroteatro a través de la fotografía y su museificación, cabe preguntar por qué traigo a colación a un reportero gráfico que no cubre, a voluntad, de forma privilegiada el necroteatro en Colombia. Mi estudio se desarrolla efectivamente en función del traspaso que se hace del necroteatro fotografiado al museo. Ello, en función de un diálogo que el texto fotográfico establece con el discurso escrito tanto como con el espacio museístico, es decir, dos dimensiones claras de la significación fotográfica. A partir de esta relación (fotografía, texto, espacio) es que quiero retomar los trabajos de Jesús Abad como un interesante ejemplo de análisis, tanto por su metodología de trabajo a la hora de hacer fotografía como por los discursos que usualmente acompañan sus fotografías dentro del museo. Abad no parece realizar trabajos en torno a la muerte (él mismo lo explicita en sus entrevistas), sino en torno a la vida que se ve afectada con la violencia y en torno a la narrativa de la humanidad que está detrás de las todos los afectados por la guerra, que siempre se identifican con el pueblo (ya sean paramilitares, militares, guerrilleros o civiles alcanzados por la violencia de la guerra). Su metodología a la hora de hacer foto, como su discurso a la hora de montar en el museo, me parecen directamente contrastables con las de Fernando Brito, fotorreportero mexicano especializado en fotografiar para diarios de nota roja en Sinaloa, México. Por el lado de Brito, él sí trabaja y tiene muchas fotografías de lo que la teórica Ileana Diéguez llama necroteatro. En este contraste de metodologías y de discursos, me parece esencial abordar la museificación o la estetización de la imagen fotográfica de la violencia, sugiriendo la necesidad de establecer límites interpretativos (cuando de imágenes fotográficas de la violencia se trata) que se puedan trazar desde la ética. 7 Daniela Rivera, «Jesús Abad Colorado: El testigo» en Revista Arcadia. ‹https://www. revistaarcadia.com/agenda/articulo/jesus-abad-colorado-exposicion-medellin-fotografias-dela-guerra/69216›
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Niño abotona la camisa de su padre, asesinado por paramilitares en San Carlos, Antioquia, Colombia, 1998. Foto: Jesús Abad Colorado.
Para el abordaje de esta discusión voy a tener en cuenta a Gerard Vilar y a Johan Fontcuberta. También a Susan Sontag, quien, en su texto Ante el dolor de los demás (2004), comenta la crítica que se hace a la estetización de la fotografía y ella misma se postula ante la habilitación artística de la imagen fotográfica documental. Otro autor que está presente es Walter Benjamín, que, desde su texto La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1936), nos advierte de los peligros que, prevé, se pueden derivar de la estetización de la política. Estos autores, el contraste entre la obra y metodología de Brito, y la obra y metodología de Colorado, me van a permitir sugerir una propuesta que abreva de ambas metodologías y obras, desde donde se pueda argumentar a favor de la habilitación artística de la fotografía del necroteatro. Sontag, férrea crítica de los argumentos morales o de protección de la sensibilidad de las personas, se da a la tarea de pensar el fenómeno de estetización de la imagen fotográfica. Dándole seguimiento a la crítica ante el carácter artístico que se hace de las fotografías de la violencia por parecer obras cinemáticas, montajes cinematográficos (ataque del cual fueron 61
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víctimas muchos fotorreporteros, entre ellos Sebastiao Salgado con sus fotografías de desplazamientos en África), Sontag anota: Lo que hace el arte es transformar, pero la fotografía que ofrece testimonio de lo calamitoso y reprensible es muy criticada si parece «estética», es decir, si se parece demasiado al arte. Los poderes duales de la fotografía —la generación de documentos y la creación de obras de arte visual— han originado algunas notables exageraciones sobre lo que los fotógrafos deben y no deben hacer. Últimamente, la exageración más común es la que tiene a estos poderes por opuestos. Las fotografías que representan el sufrimiento no deberían ser bellas, del mismo modo que los pies de foto no deberían moralizar. Siguiendo este criterio, una fotografía bella desvía la atención de la sobriedad de su asunto y la dirige al medio mismo, por lo que pone en entredicho el carácter documental de la imagen. (Sontag, 2004, p. 35) En ese sentido, la autora no está posicionándose a favor de la habilitación artística de la fotografía, sino que está discutiendo el maniqueísmo con el que se piensan las imágenes fotográficas. Las imágenes fotográficas desde su nacimiento han sido influenciadas por la estética pictórica. Han sido también aliadas del arte mucho tiempo y ellas mismas consideradas arte. Hay en la fotografía una herencia directa de la tradición pictórica. Sus atributos compositivos no han de soslayar la carga de documentalidad que tiene, su importancia histórica y su potencialidad ética. Sontag procura no ser radical en este aspecto. Sin embargo, tiene claro que una fotografía colgada en un museo cambia su lectura. Reflexiona en torno al hecho de poner fotografías del dolor de otras personas dentro de galerías de arte. Incluso esas imágenes que para ella no pierden potencia y son difíciles de trucar, difíciles de hacerlas mentir. Le preocupa a la autora pensar el peso que adquiere una imagen en un museo de arte, en un periódico, en un libro o en un televisor (Sontag, 2004, p. 52). Su postura se clarifica poco después, demostrando no su rechazo, no su llamado a la censura, pero sí su crítica y los riesgos que ve en el traspaso al museo de la foto que documenta la barbarie:
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Siempre que las fotografías de temas más solemnes o desgarradores sean arte —y en eso se convierten cuando cuelgan de las paredes, a pesar de cuanto se diga en contra— comparten el destino de todo arte colgado de paredes o apoyado en el lugar de exhibición en los espacios públicos. Es decir, son estaciones a lo largo de un paseo, por lo general acompañado. Una visita a un museo o galería es un acto social, plagado de distracciones, en el curso del cual el arte se ve y se comenta. En alguna medida, el peso y la seriedad de tales fotografías perviven mejor en un libro, donde se pueden ver en privado y entretenerse mirándolas, sin hablar. Sin embargo, el libro se cerrará en algún momento. (Sontag, 2004, p. 53) En este fragmento, por un lado, la autora deja ver su escepticismo, que no su derrotismo, acerca de la potencia de la fotografía como activista política, como fijadora de memoria, como reclamo de ética y de justicia. No porque crea que la fotografía no pueda sensibilizar a las personas ni porque no construya la memoria histórica, sino porque tiene claro que influir en muchas de esas violencias queda fuera de las manos de los espectadores y que la memoria se desvanece con facilidad, porque el libro se cierra y se diluye esa conexión sensible con el hecho atroz. Cuanto más lejano del propio contexto, más fácil se diluye. Por otro lado, le preocupa la ligereza (…) con la que puede ser orientada la significación fotográfica dentro de las salas de museo, dentro de ese paseo contemplativo a manera de dispersión, de entretenimiento. Sontag aquí no se perfila como enemiga de la fotografía en el museo, pero tampoco como defensora. Se dedica a pensar los riesgos que guardan las situaciones, teniendo en cuenta la importancia de no censurar, de mostrar. Cabe mencionar también la incorporación de la imagen fotográfica de la violencia en la dinámica mercantil de las galerías y el arte. Pese a esta crítica de Sontag, y según mi lectura, es importante tener plataformas o espacios que muestran represiones, desplazamientos forzados, violencias, símbolos de la violencia, de la guerra, del atropello de los derechos humanos, con la finalidad de generar historias paralelas a las oficiales, de visibilizar injusticias, de abrir cada vez más las redes o los espacios donde se puede desenvolver el discurso ético a través de la fotografía. El museo, defiendo, es una plataforma rica para esa visibilización, discusión 63
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ética y para obrar memoria. En este sentido, lo que voy a tratar son fotografías que, desde mi punto de vista, son más problemáticas para mostrarlas en cualquier medio, y sobre todo, para mostrarlas en un museo. Son las imágenes fotográficas de los fenómenos de necroteatralidad. Las fotografías del necroteatro en el museo no han entrado en la discusión de forma clara o, al menos, no de forma explícita bajo la categoría de necroteatro, siendo que en las discusiones anteriores se encapsulaban las imágenes de la violencia por guerra en un mismo saco, en una generalidad, no diferenciando entre las formas de violencia o las características específicas de las imágenes fotográficas. Son las fotografías de lo que Diéguez llama necroteatro dentro del museo. El necroteatro en fotografía pasado por un proceso de estetización y la potencialidad que ese discurso puede tener para sensibilizar. Al respecto de lo icónico de la imagen fotográfica, Diéguez, siguiendo a Rancière, que critica a quienes defienden un régimen de no mostramiento de la imagen violenta, dice: No se trata de si podemos o no podemos hablar y representar el horror, sino del modo en que se distribuye lo visible. Una imagen no va sola. Si el texto icónico que ellas producen no puede aportar la suficiente información porque conscientemente han sido producidas para anular todo vestigio humano –como sucede con las imágenes generadas por los poderes de terror—, otro texto (verbal), otra textualidad puede dar cuenta de la especificidad de esas imágenes para que no sean percibidas como laxo espectáculo visual. (2016, p. 97) En la línea argumentativa, considero que cobra importancia apostar a un cambio de método para mostrar la violencia necroteatral lejos de la espectacularidad de la prensa roja y apostar también en la habitabilidad de la imagen fotográfica de la violencia mediante distintos discursos que no llamen al espectáculo y consumo de la violencia sin límites éticos. Pensar el texto en función del espacio, pensar la violencia desde las víctimas, desde una habitación textual ética en diálogo con la imagen y con el espacio museístico, representan una posibilidad de entender la imagen fotográfica de otra manera, orientando la significación del texto iconográfico, enmarcándolo. 64
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El texto fotográfico sin mediaciones textuales se presta a una interpretación muy abierta y nunca presenta suficiente información por sí solo. Esto le deja a merced del uso, pudiéndose anular la humanidad de la foto, como sucede muy a menudo con los diarios o revistas que se valen de la imagen de la violencia abierta para lograr ventas. Estos medios muchas veces trivializan, espectacularizan el suceso, cosificando a las víctimas de la violencia sin ningún criterio de ética periodística. La imagen de la violencia no debe ser dejada sin referencia histórica y sin tratamiento ético cuando se trata de imágenes de la violencia explícita. La imagen fotográfica de la violencia debe ser política y ética. Este debería ser el límite del uso y el mostramiento. A partir del texto y del espacio se deberá orientar significativamente la fotografía. En la relación texto-foto o foto-texto se genera una simbiosis que potencia considerablemente ambas representaciones, ambos textos, visual y escrito. Que permiten conmocionar, excitar, emocionar al espectador de manera que el texto solo no es capaz y la imagen sola puede derivar significativamente. Nos dice Diéguez al respecto: Junto a los relatos visuales están los testimonios, los relatos orales que acompañan las imágenes y que tienen un carácter fragmentario. Las imágenes no están solas. La palabra no excluye el trazo visual, ambos dispositivos son parte de un único propósito: testimoniar, documentar, obrar memoria. (2016, p. 107) En toda imagen fotográfica existen huecos de significación, espacios que suele llenar el espectador con sus propias interpretaciones de la imagen fotográfica y de cualquier texto. Con las imágenes de la violencia explícita no cabe dejar huecos, no cabe dejar espacios a significaciones relativas a la situación del espectador, o no del todo. Es esencial rellenar esos huecos significativos mediante la habitabilidad de la fotografía de distintas maneras, pero siempre teniendo en cuenta consideraciones éticas. No podemos reclamar al lector de la imagen y texto una lectura sola, unívoca. A fin de cuentas, el espectador da su lectura a la imagen. Lo que sí se puede hacer es orientar la lectura del espectador mediante la ayuda del texto. No se espera tiranizar el significado de la imagen, sujetarlo y no soltarlo, como podría implicar el reclamo de autoría artística, sino que se trata de proponer límites o consideraciones éticas en la habitabilidad de la imagen violenta. El compromiso y la responsabilidad de significar ética o políticamente la 65
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imagen que sugerimos desde este espacio no son los del espectador. No se busca responsabilizar al espectador, sino proponer desde el creador, desde el autor, desde el curador, desde el editor, periodista, el trabajo éticamente comprometido de la imagen fotográfica.
Estetización de la imagen violenta Las imágenes de la violencia explícita, entre otras, piden, por necesidad, un vínculo memorístico de archivo a la hora de ser usadas. Las imágenes que representan violencia explícita cometida hacia personas, en su delicadeza, piden una necesaria consideración ética a la hora de ser mostradas. Encuentro, pues, la necesidad de trabajar con las fotos de la violencia y establecer estos límites a su uso. Sí es un llamado a considerar que el uso de las imágenes de violencia requiere un tratamiento delicado. Asimismo, reconocer que estas tienen un potencial para sensibilizar y propiciar su uso legítimo. Tomando posición del lado de la segunda Sontag, la que defiende el mostramiento de la imagen fotográfica de la violencia, pero sugiriendo límites de uso e interpretación éticos de la imagen. El uso de las imágenes es delicado, más específicamente de aquellas imágenes que tienen la potencialidad de mover las sensibilidades por aquello que muestran. Para realizar toda esta defensa se parte del punto de que las imágenes tienen gran potencia, gran poder para realizar movimientos sociales internacionales o locales, reclamos de justicia, así como la tienen para criminalizar injustamente, para desacreditar movimientos, personas. Se propone usar las imágenes teniendo siempre en cuenta un horizonte ético y no de entrada el usufructo personal. Benjamin para el final de su libro La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (1937) hace una crítica a la estetización de la política y de la guerra. En ese libro entrevé la posibilidad de liberar al arte de su aliento sacro-religioso, de liberar de la actitud de adoración o recogimiento con respecto de las obras de arte. Ese acercamiento que exige recogimiento y reflexión es inaccesible para las masas, tanto por la reproducción como por el acercamiento intelectual. Entonces, la masificación permite un cambio 66
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físico como un cambio de actitud con respecto del arte, así como la ruptura con el aura en la que el arte se veía envuelto. La reproductibilidad de lo visible adquiere una dimensión nueva, desapegándose de la manualidad en ello y reuniéndose más con la velocidad de la reproducción, liberando la mano de pintor. Asume una postura crítica ante la actitud contemplativa por parte del historicismo para introducir una noción dialéctica de la historia y de lo histórico. Entonces la visión de la historia benjaminiana es de orden dialéctico y no puede obedecer a un movimiento unilineal. Sobre el concepto de la historia, la tarea del sujeto es socavar, acabar, romper con el continuum. Existe la posibilidad de transgredir la linealidad o el carácter lineal de la historia. El presente es un momento en el que esta cobra significado. No está constituido, sino que la historia se escribe en el presente, el presente como una instancia originaria generadora del tiempo histórico. Es una instancia donde encuentra su significado, creadora de sentido, del tiempo histórico. Es a partir de esto que Benjamín encuentra en la reproductibilidad del arte una potencia política fuerte. Es el arte reproductivo una manera de intentar despojar al historicismo de esa primacía y ese discurso unilineal que se construye como verdadero. Es importante el arte como forma de construcción de historias alternas que no aparecen en las oficiales. Es por lo mismo que Benjamin se opone a la estetización de la política, pensando en la vuelta a la auratización de la obra de arte política a su vez politizando la estética. En la introducción que Bolívar Echeverría hace al texto de Benjamin nos recuerda que […] no es la reproducción la que lleva a la decandencia del arte aurático, sino la rebelión y la revolución ante el estado de enajenación al que la subjetividad se encuentra sometida en la época capitalista. (2003, p. 20) Se trata de la actitud con respecto al arte, a los modos de hacerlo en ruptura con el historicismo y el capitalismo. «[…] Son las masas de tendencia 67
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revolucionaria las que proponen un nuevo modo de participación en la experiencia estética» (2003, p. 21). Si bien es cierto que, como Echeverría señala no mucho más adelante, parecería que las proyecciones de Benjamin de las potencias revolucionarias del arte reproductivo tendieron al «lado malo» de la historia, es decir, no obedecieron sino a los fines de la contrarrevolución, el capitalismo y la babarie, a partir de lo que se dio en llamar la industrialización de la cultura. Quiero, de igual modo, poner atención en la perspectiva benjaminiana contra a estetización de la política. Desde aquí se promueve ver la destrucción del proletariado desde una perspectiva estética. Una perspectiva artística que Benjamin logra ver a través del manifiesto de Marinetti, manifiesto que hace apología de la guerra y defiende su estética. Al respecto, el autor nos dice: La humanidad, que fue una vez, en Homero, un objeto de contemplación para los dioses olímpicos, se ha vuelto ahora objeto de contemplación para sí misma. Su autoenajenación ha alcanzado un grado tal que le permite vivir su propia aniquilación como goce estético de primer orden. De esto se trata la estetización de la política puesta en práctica por el fascismo. (Benjamin, 2003, p. 99) La estetización de los acontecimientos violentos no es nueva, sino que ha sido una expresión del arte a través de la historia. Así lo señala Gerard Vilar en un ensayo sobre la estetización de la fotografía de la violencia. Pese a que no existe mucha novedad en esto, es importante considerar que —mediante algunas formas de estetización de la imagen política— se puede producir su trivialización, por la incorporación a la dinámica mercantil propia del arte de sala. Así, las fotografías que deberían tener un impacto político pueden quedar entendidas como meras piezas artísticas y ser apreciadas únicamente en sus atributos plásticos. Es a este fenómeno al que se refiere Walter Benjamin con esta crítica. La piensa desde la amplia distribución y reproductibilidad de la imagen fotográfica de la violencia. En esa sintonía argumentativa al respecto de la estetización de la fotografía de la violencia es que están situados Fontcuberta, Sontag, Benjamin y Gerard Vilar. Cada uno por su lado critica el traspaso que se da de las imá68
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genes de la violencia desde su carácter documental al estatuto de obras de museo, a su habilitación artística. Fontcuberta, un poco más sintonizado con Benjamin, está pensando en el limitado acceso a la información que se da del acontecimiento con una perspectiva histórica y política. Fontcuberta nos dice que las imágenes documentales en el arte pasan a ser relatos de no ficción en lugar de documentos. En cambio Vilar, que sitúa su crítica en la dinámica contemporánea de la mercantilización del arte, cree que en ese mercado se deja de lado el discurso político y la importancia del acontecimiento histórico en favor de uso comercial y de valor plástico de la fotografía. Por su lado, Fontcuberta nos dice: Aquello que merecía ser ilustrado para la posteridad se incrusta en el imaginario del arte, autónomo y autorreferencial, desconectado de una crónica de los hechos y de la historia. El traslado, pues, no es solo espacial, sino también sígnico: la fotografía abandona el estadio de la iconicidad para adentrarse en la simbolización. (…) Porque la renuncia al mandato testimonial para priorizar un acercamiento al imaginario del arte propicia lecturas y recepciones distintas, definidas por la plusvalía estética que se instaura en detrimento de las valencias éticas originales. (…) La fotografía se legitima entonces para el arte como artefacto ya no supeditado a una función representacional, sino como generador de experiencia estética. O, dicho de otra forma (malévola), decorosamente convertida en un objeto decorativo y en una mercancía de colección. (2011, pp. 52-53) La pelea de Fontcuberta es la pérdida de referencias históricas en el uso de la imagen fotográfica. Ello surge a propósito de la revisión de la imagen museificada de la radiografía del cráneo de Miguel Ángel Blanco, un líder político español asesinado de dos tiros en la cabeza el 1963. Ese caso provocó una discusión sobre la forma de usar la imagen de la violencia en el museo. El reclamo del autor, que problematiza la habilitación artística de la imagen documental de la violencia, es que, cuando esto sucede, se borra y se olvida el momento histórico, se deja de poner atención en la situación política e histórica que representa esa imagen. Se presta excesiva atención a los valores plásticos de la obra en detrimento de los valores documentales. El discurso y espacio propio del arte facilita esto. A su vez, Fontcuberta 69
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lucha contra el imaginario dentro del cual se inscribe el arte, el imaginario que coloca a sus obras como el producto de la mera sensibilidad, producto no de la documentalidad sino de la creatividad, del deseo de expresar, desde la subjetividad, algún acontecimiento por parte del artista. Vilar, por su parte, está pensando en la entrada del arte en una dinámica capitalista. Aquí el discurso político, ético o histórico es secundario o irrelevante. Lo que suma es el valor comercial que se traduce como una inversión segura. Entonces, para Vilar habilitar artísticamente las imágenes de la violencia implica habilitarlas comercialmente dentro del ritmo capitalista del arte y quitarles todas las potencias discursivas que generan conciencia a partir del documento fotográfico. A esto es a lo que llama estetización del arte en el mundo contemporáneo. Aunque el autor, siguiendo a Kant, reconoce que en sí mismo todo fenómeno es estético. Así, la imagen misma, como fenómeno, es estética en tanto estimula la percepción. Entonces, siguiendo esta congruencia a lo que en el inicio de su trabajo llamó estetización, poco más adelante lo llama reestetización de la violencia en el arte contemporáneo. Por «reestetización» en el arte contemporáneo entiendo el muy frecuente fenómeno por el que imágenes y obras artísticas que fueron, han sido o son creadas con otras finalidades y supuestos, se convierten en presas de procesos de estetización y acaban siendo poseídas por el carácter de estetizadas. (Vilar, 2012, p. 15) Vilar reconoce de forma muy clara que desde hace mucho tiempo el arte no solo ha tratado la belleza, sino también lo grotesco, la violencia desde distintas maneras, pensando también las intenciones políticas de las vanguardias que buscaron generar un efecto a partir del shock. Es decir, tiene muy claro que no se trata del embellecimiento de la violencia, sino de su habilitación dentro del mercado del arte. Desde su punto de vista, aquí se presenta uno de los fallos en términos éticos y políticos en la estetización de la imagen fotográfica de la violencia. Además, anota un elemento que me parece muy importante: la concepción del arte siempre está en función de una propiedad relacional donde los objetos establecen relaciones con los espacios, los contextos, las instituciones simbólicas donde se las adentra. Es decir, la habilitación artística de las imágenes de la violencia no obedece a 70
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factores intrínsecos de la obra, sino a elementos a través de los cuales a las obras se las vincula al mundo del arte, se las estetiza (Vilar, 2012, p. 12). El problema que se nos plantea en este punto es el de si mucho de este arte político del presente ya no tiene que esperar al menos algunas décadas para ser neutralizado y estetizado —algo que sería, pues, un proceso inevitable—, sino que ya nace directamente con dichas propiedades. Hoy abunda un arte que es pura estetización y que está neutralizado desde el primer momento, aunque sus creadores pretendan otra cosa. (Vilar, 2010, p. 16) La crítica de los autores me parece legítima y difícil de saltear, aunque, por otro lado, al suscribirlas me parece estar justificando liberar al arte, al artista o curador, del trabajo político desde su quehacer. Me parece que sería justificar el desentenderse de problemáticas políticas relevantes para su tiempo. La sospecha es legítima, porque, efectivamente, dentro de la dinámica del mercado del arte y del arte en general se corre el riesgo de dejar de lado el sustento histórico, el sustento político, el sustento ético que las imágenes pueden tener dentro de su discurso en función de su valor comercial o de su valor plástico en general, derivando el uso de la imagen fotográfica de la violencia en uso ilegítimo del dolor de los demás, de las demandas de los demás y de acontecimientos históricos delicados. Sin embargo, las imágenes de la violencia fuera del arte corren el mismo riesgo, o más, de ser apropiadas, generadas por parte de los poderes políticos o económicos para sesgarlas en función de discursos orientados en favor de sus intereses. Surge la sospecha al periodismo incorporado que teoriza Judith Butler. Es la monopolización y control de los medios de comunicación. Tengo en cuenta que existen muchas dificultades por pasar para llegar a que los usos de las imágenes de la violencia se enfoquen en contar esta historia a contrapelo desde una perspectiva ética y política. Asimismo, entiendo que existen muchas formas de manipular, orientar, cambiar y usar a modo las imágenes de la violencia. Sin embargo, seguimos diciendo imágenes pese a todo.8 8 Título del libro que George Didi-Huberman donde reflexiona a partir de cuatro imágenes tomadas desde el interior de los campos de concentración de Auschwitz por un Sonderkommando, donde se muestra la quema de cuerpos y mujeres desnudándose en supuesta preparación para el gaseado. Huberman, en ese ensayo, recalca la importancia de generar las imágenes de la violencia puesto que sin esas imágenes no podríamos imaginar y tales sucesos quedarían guardados en la noción de lo inimaginable, de lo imposible. Referencia: Didi-Huberman, George (2004), Imágenes pese a todo: memoria visual del holocausto, Ed. Paidós, Barcelona.
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Que el arte, reconocido históricamente como un espacio de discusión política, de disidencia, de revolución, de vanguardias estéticas y políticas, sea un espacio que deba permanecer al margen las discusiones de importancia política por trabajar desde la estética no es suficiente. Si bien es cierto que existe el riesgo de la pérdida de valores de referencia histórica, política y ética, existen trabajos que se construyen bajo los ejes fundamentales de la ética, la memoria y la protesta política. Son formas de hacer arte que nacen como formas de ser políticamente activas, conjugadas con una estética artística que obedece a cánones plásticos, propios del arte, pero cuya intención es la exaltación del discurso ético, político, sensibilizador. Pese a que en algún momento futuro algunas obras pueden perder el valor simbólico en función del valor estético o del valor comercial de la obra, la obra cumple un papel activo dentro de un tiempo específico, dentro de su tiempo, que es donde surge el reclamo. Si la obra en su tiempo y en su espacio logra hacer visible y efectivo su reclamo, me parece justificación suficiente para seguir produciendo arte político, aunque existan riesgos que lo acechan. Me parece importante defender la habilitación artística de fenómenos políticos y fenómenos violentos desde la fotografía, pensando en que la dedicación del arte no solo es a la belleza, sino que, como las vanguardias, también busca generar efectos de choque que remuevan la sensibilidad, que a su vez tengan un compromiso político y ético fuerte, pese a que la misma fotografía ejerza violencias. No defiendo la habilitación indiscriminada de la violencia en el arte, sino que creo que se puede defender en función de las formas en las que se habita las obras discursivamente y espacialmente. Existen formas que se legitiman desde el discurso, desde la orientación del espacio y desde la misma estructura de las imágenes. Para esto me centraré tanto en la obra misma, como en la forma en la que se la genera, con qué intenciones y en qué discurso se las envuelve. Intentaré pensar bajo ese parámetro la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje de Fernando Brito, fotógrafo sinaloense que con su obra ha ganado premios como Word Press Photo, Sony, bienal del Centro de la Imagen en México. Su obra me parece plásticamente interesante y muy bien construida. Además, tiene la potencialidad de ser usada en distintos discursos de una manera muy interesante y fértil para el debate de mostrar o no la violencia. Me centraré en este momento en la forma de proceder del autor y en las formas en las que fueron generadas las imágenes fotográficas junto 72
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a los discursos que envuelven las obras, como dije, en contraste con las imágenes, los procesos y discursos del fotorreportero Jesús Abad Colorado. En una master class que dio Brito en el 2015 en el Centro Transdisciplinar de Arte, Diseño y Medios en la ciudad de México,9 mencionó que una de las principales motivaciones para construir la serie que presentó fue ganar un concurso tras varios fracasos en concursos anteriores. Entonces se planteó el proyecto de la siguiente manera: Yo tengo muchos amigos artistas, y dije, bueno en el arte se vale de todo. Entonces voy a hacer algo para que la gente vea lo que está pasando. ¿Cómo hacer que parezca arte algo que no lo es? Así de sencillo. (Brito, 2015, minuto 12)
Cuerpo de un joven no identificado yace junto a la carretera de la ciudad de La Higuerita, en el noreste de México. 18 de septiembre de 2010. Foto: Fernando Brito (integra la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje, merecedora de un premio World Press Photo en 2011). No se obtuvieron los permisos de publicación.
9 Fernando Brito, conferencia magistral, Centro Transdisciplinar de Arte, Diseño y Medios de la Ciudad de México, 2015, ‹https://www.youtube.com/watch?v=2DiRXe7uSbg›
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Planteó, antes de la consideración ética, política, la consideración estética de la belleza en función de un concurso. Por este lado, encuentro el primer fallo en términos éticos del uso de las imágenes de la violencia, pues se busca, antes que otra cosa, estetizar. Brito logra embellecer un acontecimiento político de violencia y posicionar su nombre de autor a través del concurso. Todo ello en función de la exhibición de la muerte violenta, haciendo primar la consideración estética. Se buscó generar una plástica bella, irreverente, que conjuga elementos de dolor, muerte y violencia (presuntamente por narcotráfico) con un paisajismo muy bien logrado, pero aparentemente, en función de su master class, fue inicialmente para ganar un concurso, lo que desde mi punto de vista deja en un segundo plano la dignidad, el duelo, la importancia histórica y política de la situación específica. Por otro lado, en la generación de las imágenes fotográficas de la serie, el mismo autor reconoce que para generar esas imágenes solitarias quita a los vivos de las tomas originales o espera momentos en los que salen de cuadro, mostrando escenas fuera de la situación real, reavivando la discusión de la ética de la representación de los hechos por parte del periodista. Fernando Brito saca del marco a los vivos para provocar la reflexividad, porque, desde el punto de vista del autor, ello quita el sensacionalismo a la imagen: Comienzo este proyecto de denuncia y empiezo a manipularlo en Photoshop porque decía, alcabo [sic] en el arte todo se vale, entonces manipulaba las fotos de manera que se vean las cosas lo que yo quiero que se vean. (Brito, 2015, minuto 17) Desde un punto de vista documental, la manipulación de las imágenes de esa manera es generar historias parcialmente trucadas. No tiene en cuenta que la realidad se construye acerca de las miradas subjetivas, su mirada está careciendo del sentido de construcción objetiva de la historia en torno al hecho, del sentido que pide un método para poder representar los hechos. Es un fallo metodológico que apuesta más por la manipulación consciente desde la construcción de la imagen fotográfica, sesgando la escena en favor de un discurso poético, reflexivo, dice el autor. Está manipulando la construcción de las historias. Además, está estetizando las imágenes de la violencia en el sentido en el que lo critica Fontcuberta, dándoles un valor 74
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poético sin especial atención a la información histórica y sin contexto. Y en el sentido en el que hace la crítica Gerard Vilar, exalta comercialmente su trabajo en el mercado del arte desde el principio, antes que proponer una alternativa ética de su trabajo. Así estetiza el acontecimiento a partir de la manipulación de la imagen. Pasa a segundo plano su contenido histórico, construyendo historias irreales que posiciona en el mercado del arte. Desde mi punto de vista, Brito está trascendiendo los límites de la interpretación éticamente válidos para la representación de la violencia en función de su propio beneficio, rompiendo con un imperativo ético que me parece que se debería mantener a la hora de trabajar con imágenes de la violencia explícita, usando como medio la muerte de los otros para el beneficio propio, sin privilegiar a cambio el discurso político, documental o ético de forma clara. En ese sentido se podría decir que la obra de Brito tiende a beneficiar la belleza, el carácter más sensitivo y emocional de lo que puede provocar ese maridaje entre violencia y belleza por sobre el carácter duro, histórico, político, ético incluso, de la violencia por crimen organizado en México. Es, desde mi punto de vista, fácil objeto de crítica por esos olvidos intencionados. Como mencioné, creo que la fotografía de la violencia tiene un vínculo con la ética fuerte, y cuando este se olvida pueden surgir reclamos. Uno de los argumentos más interesantes al respecto de la obra de Brito es buscar una manera más generosa de mostrar la violencia, de mostrar la realidad violenta que asola un país. Es decir, mostrar una realidad con otros ojos, ante el desborde de imágenes de la violencia dura y explícita que hay, una mirada que sea más tratable y, de esa manera, propiciar la reflexión. Por otro lado, y es otro de los puntos que yo defiendo, se corre el riesgo de llegar a ser defensores de la corrección moral de lo que se debe y se puede o no mostrar. Es decir, llegar a decir que la realidad es tan dura que necesita de filtros o, en todo caso, censuras, para poder tolerarla, como aquellas imágenes que Fernando Brito genera a partir de una poética discursiva y visual que facilita la mirada sobre la violencia, la hace poética, onírica, la hace ajena, irreal. Así se corre el claro riesgo de defender no mirar la realidad cruda, violenta, en su entereza. 75
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Un ejemplo interesante en ese sentido: en 1962 se firmó en Colombia un acuerdo entre los medios de comunicación fuertes en ese momento para no cubrir ni mostrar ninguna clase de imagen de la violencia en ese país. Esto, argumentando que ese tipo de imágenes no han de ser vistas para no afectar la tranquilidad de las personas, su sensibilidad, y que no eran de competencia de los contemporáneos, sino de generaciones menos afectadas por la violencia y con una mirada más objetiva. Esto fue el llamado «pacto de silencio». Un ejemplo similar, y lamentable por su repetición histórica, es que en el 2011, con el visto bueno de la Unesco, 715 de los medios informativos en México firman un tratado que establece normas sobre la cobertura de la imagen de la violencia en los medios de comunicación. Uno de los principales argumentos es no repetir mensajes del narco de forma involuntaria ni volverse apologetas indirectos de los causantes de la violencia. Este tratado deja de tener vigencia en 2013.10 Cualquiera de estas formas de cuidar la sensibilidad de la población, incluso de forma paternalista, puede llevar fácilmente, en un paso siguiente, al llamado a la censura del modo en el que se muestran las imágenes de la violencia. Se genera, por un lado, un olvido histórico intencionado. Por otro, se cubre con un manto de ignorancia a la sociedad que merece ser informada de lo que sucede. Se muestran realidades veladas por la belleza, de tal modo que no se conoce la crudeza de la violencia, lo que puede provocar un rechazo menor de la situación. No estoy, con respecto a los fotógrafos, haciendo una división maniquea entre el buen y el mal fotógrafo. En Brito reconozco el desdoblamiento de la mirada de otra manera sobre un fenómeno violento, mirada que rompe con el modus operandi del sensacionalismo fotográfico tan recurrente en la prensa roja tan demandada en México. La mirada de Brito es digna de reconocer por desdoblar de otra manera el fenómeno violento. Es el procedimiento de Brito el que no me parece éticamente consecuente. Su obra y su forma de proceder caen de lleno en las problemáticas éticas en torno a la imagen de la violencia arriba señaladas. 10 Para un análisis del acuerdo para el tratamiento informativo de la violencia véase ‹http://www. scielo.org.mx/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0188-252X2016000200013›
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Cuerpos de tres jóvenes. Fueron descubiertos atados de pies y manos y ejecutados. Fueron identificados como Miguel Alexis Espinoza Trapero, de 18 años, Roberto Pérez Douglas, y José Carlos. Los oficiales encontraron más de 80 cascos de tres armas diferentes en los alrededores. 15 de diciembre de 2010. Foto: Fernando Brito (integra la serie Tus pasos se perdieron con el paisaje, merecedora de un premio World Press Photo en 2011). No se obtuvieron los permisos de publicación.
Jesús Abad, metodológica y éticamente me parece mucho más comprometido con su espacio, con el momento histórico que tuvo que vivir en Colombia, y ha cubierto de manera comprometida y sensible la violencia en el país. Su enfoque en los sobrevivientes, en la humanidad de los afectados, en los dolores que pasan los vivos me parece esencial, detenido, comprensivo y propositivo. Mi investigación está más interesada en la fotografía de la necroteatralidad, pero proponiendo la metodología y discurso de Abad como un buen ejemplo de periodismo y fotografía artística políticamente comprometida, como una forma de obrar al respecto de la foto y de los fenómenos violentos desde la ética que, me parece, se puede incorporar a la fotografía de la necroteatralidad. «La ética y la estética tienen que ir unidas, de la mano, para que el trabajo permita que la gente lo vea y genere una reflexión, no ganas de no ver».11 11 Entrevista a Jesús Abad Colorado ‹https://www.eltiempo.com/cultura/arte-y-teatro/entrevistaa-jesus-abad-colorado-sobre-su-exposicion-de-fotografias-310262›
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NATALIA MAGRIN
1 Parte de lo aquí escrito y trabajado ha sido publicado en «Fotografía, desaparición forzada de personas y memorias. Hacia una política de los restos». Clepsidra. Revista Interdisciplinaria de Estudios sobre Memoria. Dossier «Fotografía, violencia política y memorias en América Latina». Coordinado por Natalia Fortuny y Cora Gamarnik. ISSN 2362-2075. Vol. 6, n.° 11, marzo de 2019, pp. 12-35.
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[…] La imagen arde. […] Arde por su audacia, cuando hace que todo retroceso, que toda retirada sean imposibles […]. Arde por el dolor del que proviene y que procura a todo aquel que se toma tiempo para que le importe. Finalmente, la imagen arde por la memoria, es decir que todavía arde, cuando ya no es más que ceniza: una forma de decir su esencial vocación por la supervivencia, a pesar de todo. Georges Didi-Huberman, 2013 Arderá el amor; arderá su memoria hasta que todo sea como lo soñamos. […] Vivir, sin que nadie admita; abrir el fuego hasta que el amor, rezongando, arda como si entrara en el porvenir. Francisco Urondo, 1970
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En Córdoba, Argentina, durante el invierno de 2010, el Archivo Provincial de la Memoria (en adelante apm) recibió,2 para su custodia y desclasificación, 82 cajas de cartón con 136.242 negativos de acetato de celulosa (en películas de 35 mm y 110 x 80 mm) con imágenes de hombres, mujeres y niño/as fotografiados durante su detención en dependencias policiales entre 1964 y 1986. La mayoría de estas imágenes habían sido tomadas en la Central de Policía que funcionaba en el Cabildo y en tres casonas colindantes con el Departamento de Informaciones de la Policía de la provincia (en adelante, D2),3 casonas que en el presente, a partir de la lucha llevada adelante por el Movimiento de Derechos Humanos, con sus demandas históricas de memoria, verdad y justicia, articuladas por una decisión de Estado y sus políticas de memoria, son el espacio de inscripción/construcción de un sitio y archivo de la memoria. 2 El Archivo Provincial de la Memoria es un archivo y sitio de memoria construido en las tres casonas de estilo colonial ubicadas sobre el Pasaje Santa Catalina, entre el Cabildo y la Catedral —a metros de la plaza principal de la ciudad—, en lo que fue la Central Policial y, desde 1974 a 1978, el centro clandestino de detención del Departamento de Informaciones de la Policía de la provincia de Córdoba, conocido como D2. Junto al Archivo se creó la Comisión Provincial de la Memoria, formada por miembros de organismos de derechos humanos de la provincia, del Poder Ejecutivo y Legislativo provincial y de la Universidad Nacional de Córdoba. Si bien su creación puede inscribirse en marzo de 2006, a partir de la sanción de la Ley de la Memoria 9286, se reconocen como condiciones de posibilidad los procesos de demarcación, denuncia y visiblización pública que los organismos de derechos humanos realizaron durante las décadas anteriores. Diversos soportes materiales y simbólicos constituyen el repertorio de marcas de memorias que señalizaron los lugares del horror en Córdoba. 3 El D2 fue creado como división especial, dentro del organigrama de la Policía provincial, para perseguir y reprimir lo que consideraban un tipo especial de delito: la subversión. Dentro de la maquinaria represiva, fue un engranaje fundamental para la instauración del terrorismo de Estado en la provincia. El D2 fue sede de detenciones masivas y secuestros de militantes políticos, sociales, sindicales, estudiantiles durante la década del 60. Desde 1974 operó clandestinamente, con el centro de detención y torturas, los secuestros, asesinatos y desapariciones forzadas. Fue nexo central entre la Policía y el servicio de inteligencia militar del Ejército y de la Aeronáutica. Puede consultarse Archivo Provincial de la Memoria (2009), catálogo Centros Clandestinos de Detención en Córdoba, colección Terrorismo de Estado en Córdoba, 2.ª ed., Córdoba.
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Este acervo permaneció dentro de la institución policial hasta que, en junio de 2005, el Juzgado Federal n.° 3 ordenó el allanamiento a la Dirección General de Investigaciones Criminales de la Policía de la provincia de Córdoba, en el marco de una causa por delitos de lesa humanidad. Encontró las 82 cajas de negativos fotográficos y, cinco años después, ordenó su transferencia —conservando su agrupamiento y nomenclatura original— al apm. Allí las fotografías encuentran su nueva inscripción: de archivo policial a archivo de la memoria. En esta tarea de desclasificación, en el positivado de los negativos, los trabajadores de Archivo y Conservación pudieron reconocer la existencia de, aproximadamente, 60.000 personas fotografiadas: hombres, mujeres, niños/as, ancianos/as. Entre esas imágenes, hasta el momento, se reconoce que 6000 son de detenidos/as desaparecidos/as por razones políticas durante el terrorismo de Estado.4 Las imágenes forman parte, en sus condiciones de producción, de un archivo, el archivo fotográfico policial, y se ligan, en parte, a un documento gráfico denominado por la Policía Registro de extremistas. Allí se ha consignado, alfabética y cronológicamente, nombre y apellido, delito imputado, fecha de detención y número de negativo fotográfico de 5561 sujetos detenidos en diversas dependencias, como es el caso del D2. La particularidad de este archivo emerge de sus condiciones de producción, el haber sido producido en el campo por los operadores del campo, siguiendo determinadas lógicas de clasificación y conservación. Asimismo, específicamente, podemos reconocer como rasgo singular que dichas fotografías no solo abarcan en la imagen al detenido/a o secuestrado/a como fotografía prontuarial, sino también aquello que, en las nuevas condiciones de legibilidad histórica (Didi-Huberman, 2015) permite producir sentidos sobre el campo como tecnología concentracionaria. Imágenes tomadas por la fuerza, donde la toma forzada de la instantánea de un cuerpo coincidía con otra: 4 Este acervo y otros documentos —visuales y gráficos— encontrados en comisarías nos han interpelado sobre aquellos sujetos que, por razones étnicas, de género y de orientación sexual han sido perseguidos/as, detenido/as, torturados/as, asesinados/as durante el terror de Estado y que no han integrado públicamente los trabajos de memorias. «Memorias al margen» las llamamos junto a Da Silva Catela y López, entendiéndolas «en relación y tensión con las memorias dominantes, pero también con las memorias subterráneas, en variados contextos culturales, sociales y políticos que permean la presencia de los usos del pasado, sus condiciones de circulación y el valor de las fuentes orales y visuales para su abordaje [...]. Un espacio de margen, liminal, como el del mar con la tierra, que, de acuerdo a sus mareas, dibuja fronteras que se tornan visibles o se desdibujan» (Da Silva, Magrin, López, 2015, p. 8).
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la del nombre de cada sujeto —del nombre, al número del campo; del número, a las fosas comunes sin nombre—5 (Magrin, Vargas, 2017). Este rasgo singular del acervo fotográfico nos interpela también sobre su pasaje de archivo policial a archivo de la memoria y sus derivas en estas nuevas condiciones de legibilidad/visibilidad histórica. En torno a la pregunta por su tratamiento, quisiera situar aquí —permitiéndome la escritura en primera persona— mi lugar de enunciación como investigadora en tanto acto político del investigador que, en busca de interpelar al Otro [...] puede asumir la responsabilidad de un decir marcado por los procesos subjetivos y colectivos de identificación y des-identificación política en los que está involucrado. (Foa Torres, 2017) En 2011, Ludmila da Silva Catela, siendo directora del apm, decidió convocar a los trabajadores y las trabajadoras de las diferentes áreas a participar del debate abierto sobre el tratamiento de las imágenes: qué hacer con las fotografías, si mostrarlas públicamente, en caso de mostrarlas, cuáles, qué criterios éticos, políticos, subjetivos, legales atravesaban dicha decisión, para qué exhibirlas, es decir, qué condiciones de circulación para las fotografías en su nueva arena de inscripción. Es así como, siendo trabajadora del Área de Historia Oral y Audiovisual, participé del proceso de definición e instalación de lo que sería la muestra «Instantes de verdad», inaugurada en marzo de 2012. Entre las discusiones sobre hacerlas públicas o no, aparecía con gran insistencia el derecho a la privacidad de las víctimas y sus familias, reconociendo 5 Lo inscripto en el Registro de Extremistas permitió, en parte, determinar quiénes de los fotografiados eran detenidos/as políticos/as, secuestrados/as, así como también nombrar algunos de los rostros que en esas imágenes aparecen sin nombre. Como el Registro, ordenado alfabéticamente, está incompleto (en tanto no abarca todas las letras), hay miles de imágenes en las que aún no se ha podido identificar al sujeto de la foto. Ante las imágenes sin nombre, insiste la pregunta sobre el núcleo mismo de la técnica concentracionaria, allí donde desfallece el lenguaje, donde no es posible articular la palabra a la imagen para nombrar y hacer consistir el uno por uno del 30.000. Pero también se hace presente la tarea de reconocimiento que los sobrevivientes y familiares hacen de algunas de estas imágenes. A veces la fecha cercana de detención, otras veces la ropa —primeros despojos de la dignidad del sujeto en el campo— asume condición de signo para reconocerse a sí mismo u otro en la imagen, como un jirón, un resto, un fragmento arrebatado al campo. Una marca que hace cuerpo. Fotografía y mirada del otro en una operación de desciframiento. Decir un nombre allí donde había una cifra.
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que eran incalculables las incidencias que, en las subjetividades, podría tener exponerlas, tornarlas públicas. En ese sentido, sobre las fotografías que no habían tenido otra inscripción y condiciones de circulación que el propio archivo policial, se decidió solo instalar-montar algunas de aquellas autorizadas por sobrevivientes y familiares.6 Podemos reconocer aquí algunas de las tensiones que atraviesan los archivos de la represión entre sus usos subjetivos, jurídicos, académicos y sociales; la construcción de una normativa/legislación que permita dar consistencia a sus diversas miradas, lecturas, sin condenarlos a su propio mal, el mal de archivo (Derrida, 1997). Antes del debate institucional y la producción de la muestra, como trabajadora del apm había tenido la posibilidad de ver algunas de estas fotografías cuando dos de mis compañeros de trabajo recibieron la fotografía de sus padres secuestrados-desparecidos, así como durante el acompañamiento a un sobreviviente que, luego de recibir la imagen, volvió con su hijo al sitio de memoria para situarla, mostrarle dónde se la habían tomado durante su detención. Ahora bien, también hubo otras instancias en las que, aun no asistiendo con la mirada subjetiva de las fotografías, se ponía en juego su existencia, en el lugar que ocupaban en la tarea diaria de quienes trabajaban en las áreas de Archivo y Conservación y de Investigación. Podía verlos, tras las puertas vidriadas, acomodar las cajas, armar inventarios, limpiar, digitalizar las imágenes, recibir a familiares y sobrevivientes a quienes se les entregaría la documentación producida por el Estado represor en su nombre. Ese trabajo minucioso se ha hecho siempre resguardando la privacidad de los detenidos y detenidas que están en las fotografías. Solo han podido acceder a ellas quienes se encontraban a cargo de tareas en esas áreas. Si bien no todos y todas teníamos acceso a su mirada, ello no implicaba su desconocimiento. Ubicar mi participación en aquella primera instancia institucional —y política— implica reconocer una experiencia singular que imprime a la lectura y a la escritura una marca, parte de una identificación con ese colectivo de trabajo: los trabajadores y trabajadoras de la memoria. 6 Sobre la muestra puede consultarse Magrin, N. (2015). «Fotografías tomadas en Centros Clandestinos de Detención, Tortura y Exterminio en Argentina. Acerca del encuentro con imágenes de detenidos, secuestrados, desaparecidos en el Departamento de Informaciones de la Policía de la Provincia de Córdoba». Revista Nuevo Mundo, Mundos Nuevos. Recuperado de ‹http://journals.openedition.org/nuevomundo/68018›.
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Debo reconocer, entonces, que mi producción, se encuentra sobredeterminada por un posicionamiento político, el de las memorias sobre nuestro pasado reciente enmarcadas en la larga lucha del movimiento de derechos humanos en Argentina y en los complejos debates sobre qué hacer en los sitios de memorias. Cabe mencionar también que el haber dejado de trabajar en el apm, dos años después de aquella muestra, abrió otro tipo de preguntas, otras lecturas al acontecimiento y a las tensiones suscitadas desde allí en torno a las fotografías del durante la desaparición forzada. La relación entre memorias del terrorismo de Estado e imagen fotográfica en Argentina se ha ido delimitando en un campo específico de indagación, el de las memorias visuales del pasado reciente (Blejmar, 2013; Da Silva Catela, 2009, 2011, 2012; García, 2011, 2013, 2017; Feld, 2014, 2015; Feld y Stites Mor, 2009; Fortuny, 2013; Longoni, 2010, 2013). Reconocemos aquí un campo que aloja una diversidad de abordajes en su estructuración, configuraciones y reconfiguraciones narrativas de las memorias en torno a un pasado abierto, en tensión permanente con lo que el presente interpela, posibilita en su apertura significante, así como lo que cada generación asume como demanda y como deseo de memoria. Reconociendo que estos abordajes mantienen relación constitutiva con los diferentes contextos sociopolíticos en los que se inscriben, coincidimos con Chama y Sorgentini (2011) en que lo que estructura el campo no es una característica intrínseca del objeto, sino la necesidad de articular una interpretación del presente con ciclos históricos y de memorias significativos. Es decir, cómo determinadas imágenes y archivos emergentes asumen centralidad en los estudios de memorias visuales, así como las preguntas y análisis que sobre estos se producen, a partir de los conflictos, demandas, significaciones y articulaciones configuradas en cada época. En tanto, la cognoscibilidad del pasado, a través de las imágenes, se encuentra determinada por el tiempo en el que alcanzan legibilidad a partir de una experiencia del presente, del ahora, en la que se producen los dispositivos de visibilidad (Rancière, 2010) o de legibilidad (Benjamin, 2005, 2010; Didi-Huberman, 2015).
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No nos detendremos aquí en el desarrollo de los diversos acervos y corpus fotográficos que han formado y forman parte de los análisis. Solo señalaremos la diversidad y compleja producción epistemológica y metodológica producida sobre la fotografía, sus usos y significaciones en clave subjetiva, histórica, social, estética, política, judicial, etc., reconociendo su estatuto en la lucha del Movimiento de Derechos Humanos en Argentina como símbolo político de la reivindicación de la existencia de los cuerpos negados por el Estado desaparecedor y una de las matrices privilegiadas de representación de los desaparecidos, tanto en las estrategias del movimiento de Derechos Humanos argentino como en otros contextos latinoamericanos. (Fortuny, 2014, p. 13) Entre los corpus estudiados se encuentran aquellos constituidos por fotografías cuyas condiciones de producción se articulan en el ámbito familiar, imágenes tomadas en rituales familiares o sociales o aquellas utilizadas en el documento nacional de identidad, carnets de afiliación a clubes, bibliotecas u organizaciones políticas y que, en un desplazamiento de sentidos, han posibilitado el pasaje de lo privado a lo público7 articulado a la decisión política de inscribir en lo social a cada desaparecido (Magrin, 2019).8 7 Luis García analiza el tránsito de lo privado a lo público señalando que, si bien la extensión del duelo íntimo a la lucha social no niega la intimidad de tal trabajo, dicho pasaje comporta un deslizamiento metonímico «de lo individual y singular de un rostro ligado a un nombre propio, a una madre y una familia que lo resguarda, etc., a una des-individualización que transfigura la imagen [...]. Serán los 30.000 desaparecidos, levantados en cada una de las múltiples pancartas con sus rostros distintos cada vez» (García, 2013, p. 133). Para García, estos primeros usos de la fotografía en relación a la desaparición «asumen tensiones que acompañarán como una sombra a la práctica fotográfica posterior que asuma estos problemas» (2013, p. 133). 8 La selección del significante desaparecido por parte del poder represor puede pensarse no solo como modo de eximirse de la responsabilidad de sus crímenes, sino también, y específicamente, como un modo de negación de la condición humana, un acto de deshumanización que, en otros marcos de reconocimiento e inteligibilidad, podemos reconocer como parte de su tecnología concentracionaria. En 1978, el genocida Jorge Rafael Videla, ante preguntas de la prensa internacional por el destino de las personas detenidas-secuestradas, dijo: «[...] es incógnita, es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido». En la desaparición forzada, lo que se profana es la experiencia no solo de la vida, sino de la muerte misma. La imposición de una no-muerte que deja al sujeto en una zona de suspensión entre la vida y la muerte, zona que Lacan (2013a), en su referencia a Antígona, llamó entre dos muertes: la muerte simbólica precede a la muerte real. Muerte sin muerte como voluntad de un goce mortífero que ha pretendido extender su poder ocultando los cuerpos, interdiciendo la instalación de
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Ahora bien, como refieren García y Longoni (2013), en los estudios de memorias visuales puede reconocerse una recurrencia ontoepistemológica en orden al supuesto de inexistencia de imágenes del horror en Argentina (Da Silva Catela, 2009; Raggio, 2009; Langland, 2005). En tanto no se conocen fotografías de los vuelos de la muerte ni de las torturas en los centros clandestinos, de los fusilamientos, «no existe una fotografía que resuma o pueda representar la atrocidad masiva del terrorismo de Estado en el Cono Sur» (Langland citado por García y Longoni (2013, p. 25). Desde dicha posición, durante muchos años, los marcos referenciales analíticos en torno a la fotografía como documento del horror partían de aquellos producidos, particularmente, en los lager nazis (Didi-Huberman, 2004). Como las fotografías de los hornos crematorios tomadas por los propios prisioneros de Auschwitz y Birkenau, los registros fílmicos y fotográficos realizados por las tropas de liberación o las imágenes que conforman el «Álbum de Auschwitz», fotografías tomadas por un soldado nazi en 1944 a un grupo de judíos húngaros. En Europa las condiciones de circulación de algunas de estas fotografías generaron grandes debates en el campo de la filosofía, el psicoanálisis, la historia del arte y el cine en torno a lo posible-imposible, prueba-evidencia, representable-irrepresentable, decible-indecible, público-privado (Georges Didi-Huberman, 2004; Gérard Wajcman, 2001, 2004; Jean-Luc Godard, 2002; Jean Luc Nancy, 2002; Claude Lanzmann, 2003). Debates centrados en la fotografía como documento, en sus límites y alcances. Dichas discusiones fueron tejiendo el entramado teórico o la caja de herramientas con la que se abordaron los análisis estéticos, éticos, históricos y políticos de las imágenes de la Shoá. La cuestión de la representación del horror atravesó, también, este lugar común sobre la ausencia de imágenes de la desaparición en Argentina. Luis García y Ana Longoni (2013) analizan esta posición advirtiendo que sí había imágenes del horror, faltaban ojos que las vieran, interpelando, de este modo, sobre la cuestión del sujeto en orden a la política de la mirada, sobre las condiciones de posibilidad o, con Butler podemos decir, sobre los marcos que enmarcan las interpretaciones, las condiciones de reconocibilidad —contingentes y parciales, agregamos—; reconocibilidad que precede al reconocimiento (Butler, 2010, p. 19). La afirmación de García y Longoni se inscribe en el reconocimiento de la existencia de diversas fotografías que una estructura ritual simbólica y, con ello, la supresión del derecho a la muerte escrita, de la inscripción de un nombre, del registro del ser (Magrin, 2019).
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«no son secretas (…) han sido publicadas una y otra vez, o están disponibles en archivos públicos. Fueron parte de expedientes judiciales y tuvieron valor de prueba» (García y Longoni, 2013, p. 28). Fotografías que no son aquellas que podrían nombrarse como imágenes del antes y el después de la desaparición, son imágenes del durante la desaparición (García y Longoni, 2013, p. 27), incluyendo aquí las fotos de prensa realizadas por fotoperiodistas9 —inéditas o publicadas— acerca de operativos represivos y hallazgos de cadáveres, así como las fotos que las Fuerzas Armadas y la Policía entregaban a la prensa como parte oficial de un operativo,10 detención, etc. Las fotografías producidas por la División Central Archivo y Fichero de la Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires (en adelante dippba)11 —que hoy custodia y gestiona la Comisión por la 9 Sobre estas imágenes puede verse el trabajo de Cora Gamarnik (2013), donde analiza la primera muestra de periodismo gráfico argentino, organizada por un grupo de reporteros gráficos en 1981 y señala cómo esta muestra, que pretendía mostrar las fotos que habían sido objeto de la censura dictatorial, fue un fenómeno político cultural que se atrevió a romper el silencio y el terror que atravesaba al cuerpo social, siendo condición de posibilidad para dar cuenta de la complicidad de la prensa con los agentes del terror de Estado. Otro trabajo a partir de las fotografías de prensa durante la dictadura es el libro-collage de León Ferrari Nosotros no sabíamos (1976 [2008]), construido a partir de un acervo que el artista fue organizando con recortes de artículos de prensa donde, tras el golpe de Estado, se exhibían imágenes de cadáveres «aparecidos» en Buenos Aires o en las orillas del Río de la Plata —lo que, a partir de la lucha del Movimiento de Derechos Humanos, pudo significarse como los cuerpos de quienes fueron asesinados en los llamados vuelos de la muerte—. A través de las páginas de este libro, Ferrari deconstruye y devela los silencios y negaciones que soporta el propio título de su obra, mostrando cómo entra en tensión el no saber, sostenido por gran parte de la sociedad argentina sobre la violencia del terror de Estado, con la cantidad de imágenes de la represión expuestas en los medios gráficos de comunicación. 10 Sobre la vinculación entre prensa y dictadura, a partir de las fotografías que las Fuerzas Armadas y la Policía entregaban como parte oficial de su accionar represivo, el trabajo de Gamarnik (2011) aborda los modos en que la prensa argentina colaboraba con la estrategia militar a través de la producción de un régimen de visualidad orientado a construir el relato de los hechos que servían a la dictadura para avalar el golpe. La autora se pregunta cómo operaban las imágenes al momento de ser publicadas, centrándose en lo que exhibían, pero también en lo que ocultaban. Sobre las imágenes de prensa, podemos situar también el trabajo de Schindel (2003), en el que aborda qué contenido era publicado cotidianamente en Argentina sobre la represión estatal y de qué maneras, sobre lo que señala «menos para denunciar las ausencias que para interpretar las presencias, no para desentrañar lo oculto, sino para señalar lo evidente por la especificidad de la figura del desaparecido, víctima del terrorismo estatal clandestino, tal como se construyó en la prensa argentina durante el último gobierno militar (1976-1983)». En esta investigación, Schindel trabaja sobre las condiciones previas y posteriores al golpe de Estado, el pasaje de la espectacularización de la violencia a su ausencia deliberada en la prensa, persistiendo en ambos casos mecanismos de deshumanización del otro, descontextualización y banalización de la muerte. 11 La Comisión Provincial de la Memoria ubica que es el primer fondo documental de los servicios de inteligencia abierto a la consulta pública en la Argentina, conformado por «un extenso registro de
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Memoria de la Provincia de Buenos Aires—; las fotos tomadas a las monjas francesas12 en el sótano de la Escuela de Mecánica de la Armada (en adelante esma), así como las de otros detenidos-desaparecidos y de represores sacadas del campo concentracionario por el sobreviviente Víctor Basterra13 y las fotografías de detenidos-desaparecidos producidas por la Policía de la provincia de Córdoba, en parte, en el centro clandestino de detención del D214 —que actualmente forman parte del acervo documental del Archivo la persecución político-ideológica ejercida sobre hombres y mujeres a lo largo de más de medio siglo». Puede consultarse: Kahan, Emmanuel, «Unos pocos peligros sensatos. La Dirección de Inteligencia de la Policía de la Provincia de Buenos Aires frente a las instituciones judías de la ciudad de La Plata», Aletheia, Revista de la Maestría en Historia y Memoria fahce, La Plata, vol. 1, n.° 1, 2010. 12 En diciembre de 1977 fueron secuestradas las religiosas Alice Domon y Léonie Duquet, de la Congregación de las Misiones Extranjeras de París en Argentina. Como explica Feld, ante la presión diplomática francesa por el secuestro de sus dos ciudadanas, los represores de la esma elaboraron una estrategia de contrainformación. Hicieron circular públicamente una nota que responsabilizaba a la organización Montoneros por tales secuestros, acompañada de una fotografía donde podía verse a Domon y Duquet con un ejemplar del diario La Nación y, detrás de ambas, una bandera con el escudo y el nombre de Montoneros. Si bien, como señala Feld, durante treinta años esa imagen —tomada en el sótano del mayor centro clandestino de detención del país— circuló públicamente en diversos medios nacionales y franceses, la intencionalidad de los represores no pudo concretarse desde la primera publicación, «dos diarios franceses las reprodujeron en diciembre de 1977, al mismo tiempo que daban la noticia de la desmentida de Montoneros con respecto al comunicado falso que acompañaba la foto, y que decían que la mentira «ideada por la Junta» era evidente. Ya desde esta primera lectura, el problema que plantea esta imagen no reside tanto en lo que se ve en ella como en las preguntas abiertas a partir de lo que no puede verse» (Feld, 2014a). Claudia Feld trabaja sobre las condiciones de circulación de tales fotografías, los modos en los que fue presentada en el espacio público, en los diarios y la televisión, durante la dictadura militar y el período posterior, a partir de tres premisas en orden al vínculo entre fotografía y desaparición, fotografía y vinculación del horror y los usos de la fotografía en la construcción de memorias sobre la desaparición. 13 Sobre los documentos y negativos fotográficos de represores y de detenidos-desaparecidos sacados por Basterra del centro clandestino, Feld (2010, 2014a, 2015) analiza su circulación pública en dos publicaciones, de 1984 y 1985. Asimismo, aborda la relación de las imágenes con el testimonio del sobreviviente en los juicios por delitos de lesa humanidad, preguntándose sobre la articulación entre palabra e imagen, el valor subjetivo producido sobre cada imagen, los sentidos producidos en cada época, entre otras dimensiones. 14 Sobre el acervo fotográfico producido por el D2, en el centro clandestino, podemos reconocer como pioneros a los análisis de Da Silva Catela (2011), orientados por las preguntas en torno a las condiciones de existencia de las fotografías y sus usos subjetivos, judiciales e institucionales. Y la investigación de Schäfer (2017), orientada a desentrañar las condiciones de producción de ese registro pronturial. Junto al fotógrafo Frola, trabajaron por secuencias, comparando sesiones de fotos realizadas en el mismo espacio, en diferentes momentos, lo que les permitió no solo identificar los lugares donde los detenidos-desaparecidos fueron fotografiados, cómo, con qué cámaras, sino también parte del funcionamiento del centro clandestino. La investigación de Carro (2016) que, desde la archivología, ha trabajado sobre el tratamiento técnico de este acervo, el proceso de desclasificación,
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Provincial de la Memoria de Córdoba; las imágenes de ciudadanos argentinos detenidos en Paraguay o paraguayos detenidos en Argentina incluidas en el archivo del terror de Paraguay. Los debates en torno a la representación, refiere García (2009), interpelan las limitaciones que imprime el régimen esencialista, en el que todo signo alude a su referente de modo transparente, así como también sobre la paradoja a la que la época nos somete: la crisis de representación legada por el siglo xx y el empuje a querer representar lo irrepresentable. Ante la violencia que sustrae el sentido, rompe el equilibrio entre significante y significado y deja a la lengua desprovista de posibilidades para decir, en tanto «nuestra lengua no tiene palabras para expresar esta ofensa» dice Primo Levi (2005, p. 47), pensaremos sobre el intersticio, hendija, grieta, en orden a la significación que permita bordear «aquello que máximamente reclama ser significado, a la vez que impone un límite insalvable a la posibilidad misma de la significación» (García, 2010, p. 167). En este punto nos preguntamos, ¿cuál sería la imagen del horror?, ¿cómo representar, incluso, aquello que queda por fuera de la significación, en tanto enfrenta al sujeto con lo imposible? La noción psicoanalítica de imposible reconoce que frente a la muerte y su agujero no hay significante que alcance a recubrirlo —de allí la importancia del Otro y su tratamiento simbólico como condición de texto social donde inscribir el texto de cada uno en la subjetivación de la pérdida (Rousseaux, 2001)—. Distinguimos, entonces, los velos propios de la imagen que no se dialectiza, de los velos que recubren lo Real del acontecimiento traumático fuera del tiempo [...] como algo irreversible en la experiencia subjetiva y sin posibilidad de una realización simbólica, sin una imagen posible que llegue a reproducirlo también de manera fija. No hay fotografía ni escáner posible de lo Real. (Bassols, 2012) Lo Real es lo que no puede ser simbolizado, «es lo que vuelve siempre al mismo lugar» (Lacan, 2013c, p. 50). Alude a lo imposible de ser dicho en su totalidad —lo imposible para el psicoanálisis no remite a lo irrealizable, digitalización y conservación, a fin de analizar el impacto de los procesos identitarios y de memoria a partir de la articulación de políticas públicas con la ciencia y la técnica de la archivología. Dado que parte de este corpus es el que analizaremos, profundizaremos sobre este en próximos apartados.
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sino a aquello imposible de ser cubierto totalmente por los otros dos registros: lo imaginario y lo simbólico—. Responde a un orden más allá de la significación que, si bien puede bordearse, nunca podrá agotarse en su simbolización, siempre queda un resto. Reconociendo la inexistencia de la fotografía de la desaparición,15 pensamos la imagen como fragmento o jirón en su relación con las memorias de la experiencia límite del terror de Estado. Consideramos que tales lecturas no pueden desanclarse de las condiciones actuales en las que se producen, época en la que la técnica y el capital demuestran su imperio, se niega la experiencia de lo imposible y empuja a la producción de significantes totalizantes, homogeneizantes, a representarlo todo, a mirarlo todo, a callar o a decir todo. En este sentido, apostamos por un tratamiento de las huellas a partir de la producción de una constelación de conceptos y lecturas que no reconozcan su estatuto incalculable. Esto es, orientados por la producción significante que soporta, al mismo tiempo, la imposibilidad de significación propia del encuentro con lo Real de la experiencia. En el marco del trabajo de investigación, del que deriva la presente escritura, el abordaje ensaya una perspectiva anclada a la vez en los estudios sobre memoria, el psicoanálisis y la semiótica de la imagen, en una relación que no se pretende eclética, sino articulada con lo que denominamos política de los restos: a) Los restos como aquellos vestigios, huellas en la fotografía (Barthes, Didi-Huberman, 2008, 2013, 2015); b) lo que, en una operación significante, sobra, el desecho, que se anuda a la pregunta por el tiempo sociohistórico en el que alcanza su legibilidad (Benjamin, 1980, 2005; Fernández, 2014), sus condiciones enunciatorias para «volverlas legibles, volviendo visible su construcción misma» (DidiHuberman, 2015, p. 25), su zona del tiempo; sus significaciones producidas histórica y socialmente, en tanto miradas políticas y polifónicas 15 Luis García y Ana Longoni se preguntan qué foto sería la «representación en forma directa» de una desaparición. No se asume que, por las propias características de lo que se pretende representar, no sería posible (y, quizá, bien pensado, ni siquiera deseable) disponer de la fotografía de la escena, sino siempre de fragmentos, escorzos, desgarraduras, astillas de imágenes que nunca nos devolverán la «desaparición en sí» (2013, p. 32). Asimismo, la categoría durante la desaparición nos permite anudar al significante determinadas fijaciones de sentido a partir de la serie: secuestro - centro clandestino - tortura - asesinato - ocultamiento de los cuerpos (Rousseaux, 2001). Podemos ubicar, entonces, uno de los rasgos particulares de las fotografías del durante la desaparición, en orden a las huellas no solo de los cuerpos negados, sino también de los mecanismos y las tecnologías de la represión concentracionaria, cuyo análisis, señala Pilar Calveiro (1996), revela la índole de ese poder y sus formas de constitución.
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(Simón, 2010); c) el resto, también, como aquello que, a pesar de los constantes intentos discursivos, escapa a la simbolización e insiste/incide en su iteración (Barthes, 2012) y que, por lo tanto, encuentra una distinción con la huella,16 distinción que, sin embargo, sostiene su imbricación en las lógicas del tratamiento que reconoce lo imposible en juego.
Acerca de la semiología de la mirada y la política de los restos Es a partir de una política de los restos que pensamos las fotografías del durante la desaparición forzada, habitando esta frontera donde se (des) dibuja lo posible y lo imposible, a modo de sortear la dicotomía entre el goce de mostrar o no mostrar, entre lo representable y lo irrepresentable, entre la destrucción del archivo o el mostrarlo todo; entre la ética de la ceguera y el show del horror; discusiones anudadas a la fotografía y su función icónica, que demandan a la imagen todo o nada. Superar esa dicotomía implica, en primera instancia, reconocer que, entre el todo y nada, aparece la posibilidad de pensar lo singular del tratamiento y la mirada, en la imagen no-toda. En las discusiones sobre el estatuto de la imagen y los dilemas sobre su relación con lo real, la propuesta de Barthes sobre la paradoja fotográfica permite ubicar ese intersticio del que hablamos. En tanto, si bien la imagen no es real, «es el analogón perfecto de la realidad [...]. Y así queda revelado el particular estatuto de la imagen fotográfica: es un mensaje sin código [...] el mensaje fotográfico es un mensaje continuo» (Barthes, 1986, p. 13).17 Ahora bien, aun considerando a la imagen fotográfica reproducción analógica de la realidad, mensaje sin código, Barthes trabaja sobre los elementos retóricos que pueden operar como mensaje suplementario, sentido secundario «cuyo significante consiste en un determinado 16 La huella, ligada a la indicialidad peirceana, asume condición metonímica, un rasgo siempre en desplazamiento sobre el que, en cada contexto histórico, social y político, se producen las fijaciones del sentido, he aquí los procesos de significación. El resto es aquello que, a pesar de los constantes intentos discursivos, escamotea la operación significante, es lo que no tiene significante, lo no simbolizable y, por lo tanto, del orden de la significancia. 17 El destacado es del original.
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tratamiento de la imagen bajo la acción del creador y cuyo significado, estético e ideológico, remite a una determinada «cultura» de la sociedad que recibe el mensaje» (Barthes, 1986, p. 14). Allí, entonces, la presencia de un mensaje denotado —el analogón— y un mensaje connotado, que «es el modo en el que la sociedad ofrece al lector su opinión sobre aquel [...]. La lectura de una fotografía siempre es histórica» (Barthes, 1986, pp. 14-26). La concepción de la fotografía como mensaje sin código, mensaje denotado y connotado, nos permite pensar en la traza, la huella de un Real en la imagen y lo que escapa a ella, el no-todo de la significación. En Lo obvio y lo obtuso (1986), Barthes se pregunta aun cuando la imagen sea hasta cierto punto límite de sentido (y sobre todo por ello), ella nos permite volver a una verdadera ontología de la significación. ¿De qué modo la imagen adquiere sentido?, ¿dónde termina el sentido?, y si termina, ¿qué hay más allá? (Barthes, 1986, p. 30) A partir de fotogramas de Eisenstein, reconoce tres niveles de sentido. Un primer nivel, el de la comunicación, donde podemos reconocer los conocimientos proporcionados por los personajes, el decorado, las anécdotas. Nivel informativo cuyo modelo de análisis Barthes sitúa en la primera semiótica, la del mensaje. Un segundo nivel es el de significación, donde el simbolismo se presenta en diversos estratos, referencial, diegético, einsteniano e histórico. El análisis de este nivel correspondería a una segunda semiótica que se desplaza de la ciencia del mensaje a la ciencia del símbolo. El tercer nivel, donde se encuentra el más allá del sentido, es el nivel de la significancia. Sobre este advierte no saber cuál es su significado y que, en tanto «excede a la pura copia del motivo referencial, obliga a una lectura interrogativa [...], tiene la ventaja de referirse al campo del significado (no de la significación) y de conectar con una semiótica del texto» (Barthes, 1986, p. 50).18 A este nivel que aparece, según Barthes, como un suplemento ininteligible, incapaz de absorberse por completo, «testarudo y huidizo a la vez, liso y resbaladizo» propone denominarlo sentido obtuso (Barthes, 1986). Si la significación es del orden de lo obvio, en tanto intencional, que va al encuentro de un destinatario, del sujeto lector, el nivel 18 El destacado es del original.
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de la significancia es un sentido obtuso que «parece como si se manifestara fuera de la cultura, del saber, de la información»; al abrir el campo del sentido infinitamente «resulta limitado para la razón analítica» (Barthes, 1986, p. 52). El sentido obtuso es un significante sin significado, no se puede describir ni interpretar, no se puede analizar: mi lectura queda suspendida entre la imagen y su descripción, entre la definición y la aproximación [...]. El significante nunca se llena; está en un estado de permanente depleción. (Barthes, 1986, pp. 61-62) El sentido obtuso solo puede ser observado y considerado por su nivel de significancia. No ha sido dado intencionalmente por el autor, pero está ahí. En La cámara lúcida (2012), a partir de sus desarrollos sobre el sentido obtuso, emerge el concepto de punctum. Dos elementos coexisten en la fotografía: el studium y el punctum. El primero da cuenta de la cultura de quien mira los signos en la imagen, del saber del que dispone, es la emoción impulsada racionalmente por una cultura moral y política, en tanto mensaje connotado. Refiere Barthes: por medio del studium me intereso por muchas fotografías, ya sea porque las recibo como testimonios políticos, ya sea porque las saboreo como cuadros históricos buenos: pues es culturalmente [...] como participo de los rostros, de los aspectos, de los gestos, de los decorados, de las acciones. (Barthes, 2012, p. 57) El punctum viene a escandir el studium. A diferencia de este último, no es el que mira quien va a buscarlo, el punctum es «quien sale de la escena como una flecha y viene a punzarme» (Barthes, 2012, p. 58), no está codificado, es del orden de lo innombrable, «desafío de todas las miradas clasificadoras, normalizantes, disciplinarias» (Simón, 2010, p. 63). Esta herida punzante, ese «azar que en ella me despunta» (Barthes, 2012, p. 59) y en ese despunte, punza, agujerea, marca, inquieta lo que parecía estático bajo la forma-imagen. Ahora bien, «tanto si se distingue como si no, es un suplemento: es lo que añado a la foto y que, sin embargo, está ya en ella» (Barthes, 2012, p. 94). La imagen como huella nos permite aproximarnos a la «semiología como lugar de la mirada» (Simón, 2010), partiendo del 96
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reconocimiento de la semiología como operación que mira el detalle para desnaturalizar, «para seguir un rasgo siempre en desplazamiento» (Simón, 2010, p. 61). La mirada semiológica, refiere Simón, puede ser inscripta en el paradigma de inferencias indiciales o paradigma indicial, propuesto por Carlos Ginzburg. Para hacer referencia a la lógica de funcionamiento, el autor, señala Simón, establece una analogía entre el método del rastro (de Morelli en el rasgo pictórico), del indicio (de Sherlock Holmes) y del síntoma (en Freud), en tanto vestigios que «permiten captar una realidad más profunda, de otro modo inaprehensible» (Ginzburg en Simón, 2010, p. 56). Se trata de «conocedores cuyo oficio son los desciframientos de rastros» (Simón, 2010, p. 56),19 de la construcción del detalle, del vestigio en el fragmento.20 Centellea en esta cita la noción benjaminiana de trapero. 19 El destacado es del original. 20 Didi-Huberman establece una crítica al paradigma indiciario de Ginzburg en tanto reconoce que ese trabajo de conocimiento por huellas no es lo mismo en Morelli y Holmes, por una parte, y Warburg y Freud, por otro: «A mi modo de ver, Morelli y Holmes son la Policía mientras que Warburg y Freud son la política. ¿Por qué? Porque Morelli, como Holmes, busca en los detalles desapercibidos, en las pequeñas cosas, el nombre del culpable y, una vez obtenido el nombre, la investigación se acaba [...]. Una vez alcanzado el nombre, la interpretación se detiene; pero la interpretación no es eso. La función del detalle en una economía policial es únicamente la de dar una clave para llegar al nombre, y esto es lo que ocurre en todos los iconógrafos. Mientras, en el tipo de trabajo que yo defiendo, una vez que tienes esa clave, la utilizas para abrir una puerta que va a dar a otra puerta, que a su vez va a dar a otra, en una red interminable (Didi-Huberman en Romero, 2007, p. 19). Si bien la vinculación y diferencia constitutiva entre policía y política podemos reconocerla en Rancière y Foucault, nos detendremos en la concepción ranciereana. «Generalmente se denomina política al conjunto de los procesos mediante los cuales se efectúan la agregación y el consentimiento de las colectividades, la organización de los poderes, la distribución de los lugares y funciones y los sistemas de legitimación de esta distribución. Propongo dar otro nombre a esta distribución y al sistema de estas legitimaciones. Propongo llamarlo policía» (Rancière, 1996, p. 43). La política «hace escuchar como discurso lo que no era escuchado más que como ruido [...]. Es la única actividad que puede deshacer el orden de lo policial. Para ello es necesario que aparezca el desacuerdo y que, a partir de un acto litigioso, se lleve a cabo una ruptura que conduzca a una nueva representación del espacio donde se definen y reparten las partes» (Rancière, 1996, p. 45). La transformación del grito en llamado, o de ruido en discurso, nos permitirá pensar el tratamiento político de las fotografías. Ahora bien, podríamos aquí también establecer una diferencia entre Warburg y Holmes con Freud. En tanto la trama de desciframiento inconsciente es un trabajo que hace cada sujeto analizado, trabajo posibilitado por la posición del sujeto que escucha, podemos decir que la interpretación psicoanalítica no es una técnica, no posee reglas. Cuando el sentido susceptible de ser descifrado se desliza en una cadena infinita, la interpretación aparece como obstáculo en la experiencia analítica, en tanto elimina la sorpresa del acto, lo paradojal en juego. Si bien los síntomas remiten a un saber textual —que el sujeto no sabe—, no hay sentido último del síntoma a hallar.
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Para Benjamin, la tarea del historiador, que le pasa a la historia el cepillo a contrapelo, como crítica ideológica al historicismo, implica también una tarea de trapero. Juntar, trabajar con los fragmentos, con los despojos, los escombros de la historia. En esa tarea, el montaje se presenta como método a partir del cual hacer consistir las significaciones, reconociendo la fragmentariedad del relato, la deconstrucción de la idea de un curso sucesivo de la historia y, solo allí, en las ruinas, la posibilidad de discontinuidad que resguarda la dimensión contingente y la irreductibilidad del pasado. Sobre esta tarea, entonces, insiste la pregunta por el tratamiento del archivo fotográfico, haciendo posible su legibilidad histórica, haciendo visible su construcción misma, a través de la mirada, la lectura, «dirigida hacia las innumerables singularidades que atraviesan el acontecimiento [histórico]» (Didi-Huberman, 2015, p. 17). Singularidades históricas que, convocadas en su dimensión sintomática, interpelan ser reanudadas a la palabra de la experiencia, temporalizadas, miradas; un trabajo pulsional orientado por un deseo de memoria, en el que sea posible «la puesta en evidencia de esas singularidades pensadas en sus relaciones, en sus movimientos y en sus intervalos» (Didi-Huberman, 2015, p. 18). En este sentido, la pregunta por el tratamiento político, estético y semiótico de las fotografías del durante la desaparición nos interpela sobre el carácter dislocatorio de los diversos marcos de legibilidad o visibilidad que han encuadrado/encuadran la mirada de las fotografías en sus diversas condiciones de posibilidad, de aquello que demanda ser significado —fijaciones parciales de sentido— y su dimensión imposible de significación. Es decir, una apuesta orientada por la necesidad de continuar pensando, imaginando en el presente, pese a todo —como orienta Didi-Huberman—, el horror del terror de Estado a través de los trabajos de memoria y sus lógicas de archivo. En la fotografía como traza, huella, aparece también la pregunta por la particular relación de la fotografía con el tiempo en tanto dice lo que ha sido —no lo que ya no es—, como advierte Barthes (2012).21 Si el referente de la fotografía no alude a la «cosa facultativamente real a que remite una imagen o un signo, sino a la cosa necesariamente real que ha sido 21 El destacado es del original.
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colocada ante el objetivo [...] nunca puedo negar en la fotografía que la cosa haya estado allí. Hay una doble posición conjunta: de realidad y de pasado (Barthes, 2012, p. 120).22 La fotografía como contingencia soberana, particular absoluto, lo que esta «reproduce al infinito únicamente ha tenido lugar una sola vez: la fotografía repite mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente» (Barthes 2012, pp. 28-29). Esta relación entre realidad y pasado que en la fotografía se presenta bajo su noema «esto ha sido», lleva consigo el spectrum, «lo terrible que hay en toda fotografía: el retorno de lo muerto» (Barthes, 2012, p. 35). De allí emerge su conceptualización de la fotografía no como rememoración del pasado, sino como testimonio de lo que ha sido, las imágenes fotográficas hablan, sugieren, hacen reflexionar. Allí su carácter subversivo, dice Barthes. En tanto, la fotografía como traza de lo real (Dubois, Didi-Huberman) no niega, tal como advierte Fortuny (2014, p.15) «la matriz cultural y la gramática de la visión en que toda fotografía se inscribe». Podemos reconocer la relación entre la temporalidad en/de la imagen y su legibilidad en el tratamiento posible/imposible, como borde de lo Real del terror de Estado. Como señalamos anteriormente, la cognoscibilidad del pasado, a través de las imágenes, se encuentra determinada por el tiempo en el que alcanzan legibilidad a partir de una experiencia del presente, del ahora de la superficie «de la que emerge, de entre el inmenso archivo de textos, imágenes o testimonios del pasado, un momento de memoria y legibilidad que aparece como un punto crítico, un síntoma» (Didi-Huberman, 2015, p. 20). ¿Cuál ha sido, entonces, el punto crítico que ha generado las condiciones para otros marcos de legibilidad/visibilidad de las imágenes del durante la desaparición?, nos preguntamos. Las fotografías del durante la desaparición en Córdoba se inscriben en dos archivos distintos: uno ligado a sus condiciones de producción —el archivo policial—, otro a sus condiciones de circulación y de posibilidad —archivo de la memoria—. Eso nos lleva a preguntarnos por la temporalidad en el tratamiento. Sobre esta última podemos arriesgar: las fotografías producidas para el archivo policial y las coordenadas de significación en el presente de las fotografías del archivo de la memoria dan cuenta de una doble actualidad. La actualidad pasada, aquello que no solo ha sido, sino aquello está siendo en la imagen del pasado —el durante la desaparición 22 El destacado es del original.
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forzada— y lo que acontece en el presente con la mirada de aquel instante. El concepto de imagen dialéctica, de Walter Benjamin, nos orienta hacia esa temporalidad: [...] mientras que la relación del presente con el pasado es puramente temporal, la de lo que Ha sido con el Ahora es dialéctica: no de naturaleza temporal, sino de naturaleza figurativa. Solo las imágenes dialécticas son imágenes auténticamente históricas, esto es, no arcaicas, y la lengua es el lugar donde es posible abordarlas. (Benjamin, 2005, p. 464) Desde el discurso psicoanalítico podemos reconocer que lengua, muerte y sexo son los nombres de los tres imposibles constitutivos, de allí que podamos pensar en este tratamiento de las imágenes en la lengua que se dice a medias, un tratamiento no-todo, un tratamiento de lo imposible a partir de sus condiciones enunciatorias, condiciones de «legibilidad histórica de esta visibilidad tan dura de sostener» (Didi-Huberman, 2015, p. 18) en tanto cada imagen, como fragmento singular, se presenta imposible de concebir fuera de sus «circunstancias, una imagen-acto [...] inseparable de toda su enunciación, como experiencia de imagen» (Didi-Huberman, 2015, p. 36). Este reconocimiento de lo imposible, de lo intotalizable, la imagen como fragmento, jirón o trozo, permite pensar las fotografías del durante la desaparición forzada poniendo en cuestión la idea de la escena misma, «de la desaparición en sí», tal como Longoni y García refieren. Ahora bien, en torno a la legibilidad, advierte Fernández un problema de tiempo y un problema metodológico, en tanto «tiene que darse el tiempo para que las imágenes puedan producir el instante para su legibilidad» (Fernández 2014, p. 38) y no hay modelo o gramática disponible que la garantice. Por lo tanto, «la pregunta crítica que articula este doble problema es, una y otra vez, cómo —y cuándo— puede aparecer, presentarse, la imagen/ ausencia disponible para su legibilidad» (Fernández, 2014, p. 38). Y allí, al pie de página, una resonancia en la advertencia de Benjamin, en tanto «el índice histórico de las imágenes no solo dice a qué tiempo determinado pertenecen, dice sobre todo que solo en un tiempo determinado alcanzan 100
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legibilidad [...]. Y, ciertamente, este «alcanzar legibilidad» constituye un punto crítico determinado del movimiento en su interior» (Benjamin en Fernández, 2014, p. 38). Resuena aquí la pregunta de García y Longoni acerca de los ojos que faltaban23 para mirar las imágenes del horror y, sobre todo, la posibilidad de ser interrogados, sorprendidos/as por la imagen en un fuera de cálculo. La legibilidad de la imagen no puede desanudarse, entonces, del tiempo de enunciación de la mirada, condiciones de posibilidad que hacen consistir la mirada, las miradas posibles ante un tratamiento singular. La aparición de las fotografías del durante la desaparición en el D2 y su pasaje24 a archivo de la memoria nos remiten a un tiempo donde algo de lo que de ellas emerge y falta encontraba las condiciones para ser mirado y significado, interpelando aun la invención de nuevas formas frente a lo que en ellas insiste, frente a lo «Real en su expresión infatigable», nos dice Barthes (2012, p. 29), posibilitando «la escucha de un murmullo que habla en las imágenes», orienta Fernández (2014, p. 42). Las imágenes, entre lo que exhiben y el vacío; la ausencia, entre el studium y el punctum barthesiano, podríamos decir. En relación al tiempo, a ese tiempo donde fue posible la consistencia de la mirada, podemos ubicar como condición de posibilidad de la visibilidadlegibilidad de las imágenes, el pasaje de archivo policial a archivo de la memoria y su tratamiento en un sitio de memoria, así como también los testimonios de sobrevivientes en los juicios de lesa humanidad, instancias orales y públicas. Dicho tratamiento ha generado los marcos desde donde mirar, pero también desde donde convocar la mirada, en orden a un acto de sanción subjetivo y social sobre la tecnología concentracionaria, la desaparición forzada y los/as desaparecidos/as por el terror de Estado. En relación con dichos marcos, podemos señalar —a modo de aproximación— algunas significaciones que, sobre los mecanismos del terrorismo 23 Que «falten ojos que las vean» no implica el desconocimiento de los velos necesarios ante el horror ni un empuje a mirarlo todo, decirlo todo. Más bien reconoce las condiciones que enmarcan la mirada de las marcas, los fragmentos imagen de la experiencia concentracionaria. 24 En el pasaje de archivo policial a archivo de la memoria —como topos y como máquina— se encuentra la posibilidad de subversión del archivo, en lo que, en sus nuevas condiciones de legibilidad se torna enunciable y visible parcialmente, no solo en relación con aquello que en sus condiciones de producción este archivo inscribe y demarca, sino también lo que, en un acto de presente, este acervo despunta como síntoma de época.
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de Estado y la experiencia concentracionaria, emergen del encuentro con las imágenes. El studium barthesiano nos permite dar cuenta de la mirada del spectator convocada por estas fotografías como testimonio político o, podríamos decir, como testimonio del vaciamiento de la política y el lazo social que de ella deriva. Testimonio de la tecnología de la represión. El studium, como extensión de un campo, nos permite percibirlas en este nuevo marco de visualidad, en función de nuestro saber, de nuestra cultura: son fotografías tomadas a sujetos secuestrados/as, detenidos/as en un centro clandestino de detención, durante el terrorismo de Estado, en la ciudad de Córdoba. Significación que, en tanto es «siempre el resultado de la elaboración de una sociedad y una historia determinada» (Barthes, 1986, p. 26), no puede desanudarse de «la lucha del movimiento de derechos humanos en la Argentina, [que] estuvo enfocada, desde sus inicios, a denunciar los secuestros, quebrando el cerco de silencio en torno a las desapariciones» (Feld, 2015, p. 688). Del entramado conformado por los testimonios de sobrevivientes en los juicios por delitos de lesa humanidad; de la cartografía de los centros clandestinos de detención producida a partir de los escraches y las señalizaciones en tiempos de indultos y puntos finales; de una política de Estado orientada a la memoria, la verdad y la justicia que, durante doce años, fue condición de posibilidad para la proliferación de diversos soportes y materialidades en torno a los estragos del terror de Estado. En estos marcos de visualidad, la pluralidad de la mirada semiológica en orden a «los lugares desde donde se mira o se puede mirar y los objetos que se miran» (Simón, 2010, p. 54).25 El «se», dice Simón, es el lugar simultáneo de la singularidad y la pluralidad de cada mirada, de cada fragmento de la realidad. Incluso, al mirarlas, podemos decir que es a partir de nuestro campo cultural y de saber cómo reconocemos algunos elementos que en la imagen presentan similitudes con las fotografías denominadas prontuariales por la institución policial. Aquí, una pregunta sobre la paradoja del registro burocrático de Estado sobre su práctica clandestina. Gran cantidad de fotografías producidas por el D2 mantienen continuidad con el ritual de registro que, desde 1880, la institución policial produce sobre los sujetos detenidos para la construcción de prontuarios y perfiles delictivos.26 Si25 El destacado es del original. 26 En las llamadas fichas policiales, la imagen de frente y perfil del/la detenido/a constituía un
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Fotografía 1: «Registro de extremistas». Fondo policial de la Policía de Córdoba. Acervo: Archivo Provincial de la Memoria, Córdoba. Extraída de Ansaldi, W. (2016). «Registro de extremistas: cuando la Policía fotografiaba a los torturados», revista Cosecha Roja.
guiendo los elementos que componen dicho ritual, en su producción de sentidos y representaciones sobre el sujeto del delito, podemos dar cuenta de ciertas persistencias en el fondo analizado. Como refiere Barthes, es histórica y culturalmente como percibo una «información clásica»: hombres y mujeres fotografiados sentados en una silla o parados, en una de las tomas miran al lente de la cámara de frente, en la otra están de perfil. Por encima de sus cabezas, un soporte metálico con números. El primer nivel de análisis permite dar cuenta de que se trata de fotografías producidas instrumento de localización y documentación de los/as considerados/as criminales, a partir del registro antropométrico de cabeza y manos. Ha sido la fotografía compuesta de Francis Galton — precursor de la eugenesia—el cimiento de los perfiles delictivos a partir de la fusión de múltiples imágenes individuales en una sola, a fin de conseguir una imagen típica, genérica y abstracta de una «familia penal» (Guasch, 2011). Es decir, tanto en las fichas policiales como en la fotografía compuesta, la fotografía aparece como instrumento de control social, son «dos polos metodológicos de los intentos positivistas de definir y regular la ‘desviación social’, fuese desde el punto de vista racial o criminal» (Gausch, 2011, p. 27). La autora trabaja sobre la relación fotografía y archivo, ubicando que su capacidad no solo remite a la tarea de documentación, sino a la de «fragmentar y ordenar clínicamente la realidad», siendo condición de posibilidad para la clasificación. Aquí podemos reconocer el paradigma de la imagen como mímesis de la realidad, que recorrimos anteriormente, en los usos de la fotografía considerada «enunciado único» o «registro de archivo» (Enwezor en Guasch, 2011, p. 27) en tanto «análoga a un hecho real con valor presente» (Guasch, 2011, p. 28). La cámara fotográfica, dice la autora, se podía considerar, por ello, una máquina de archivo y la imagen, su producto, como registro de archivo, testimonio de la existencia de un hecho y como persistencia de lo visto (Guasch, 2011).
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por la fuerza policial sobre sujetos detenidos/as. Ahora bien, los objetos presentes en la fotografía «inductores habituales de asociaciones de ideas [...] o auténticos símbolos [...] localizados en ciertas zonas del analogón» (Barthes, 1986, pp. 20-27) nos adentran en el segundo nivel, el de la significación, que «sigue siendo, si no inmotivada, al menos histórica por entero» (Barthes, 1986, p. 25). Si bien podríamos decir que el acto de captura que supone la fotografía es, en el ritual policial, una fijación significante que el operator produce sobre el sujeto, acto en el que «los otros —el Otro— me despojan de mí mismo, hacen de mí, ferozmente un objeto, me tienen a su merced, a su disposición, clasificado en un fichero, preparado para todos los sutiles trucajes», dice Barthes (2012, p. 43), las fotografías del durante la desaparición, tomadas por la fuerza, se producen en una zona entre lo clandestino del campo y el ritual de registro institucional, propia del estado de excepción.27 Si el sentido simbólico es el del ritual policial, lo particular en estas imágenes, lo fuera de serie en orden al ritual históricamente producido, sus puntos o «líneas de fuga» (Calveiro, 1996) emerge del cuerpo de algunos de los fotografiados: zonas de piel enrojecidas o moradas, labios secos, ojos semiabiertos, ropas rotas, con restos de sangre, espaldas encorvadas, esposas, cables o alambres en las muñecas, golpes, ojeras, tonos oscuros en la zona inferior de los ojos, ceños fruncidos, signos de inanición, deshidratación, dolor, cansancio. Pero también lo singular de estas imágenes emerge de sus márgenes y fondos, donde quedan fijados los represores sosteniendo, con una mano, los soportes metálicos en los cuales aparece la fecha del día en el que se toma la imagen y, con la otra, las vendas que usaban sobre los ojos de los detenidos, para tabicarlos —como puede verse en la fotografía 3—. Represores, operadores del campo, riendo, fumando, llevando tazas de café —en la fotografía 2—, con las manos en los bolsillos, uniformados o de civil, los desaparecedores y una serie de signos sobre la cotidianeidad 27 El estado de excepción «se presenta como la forma legal de aquello que no puede tener forma legal», cancela, borra «todo estatuto jurídico de un individuo, produciendo así un ser jurídicamente innominable e inclasificable» (Agamben, 2004, pp. 24-27). Este momento de suspensión del orden jurídico, que se supone excepcional, provisorio, dice Agamben, se ha convertido durante el siglo xx en forma permanente de gobierno, ha devenido la regla, siendo el campo de concentración el paradigma biopolítico de lo moderno.
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Fotografía 2: «Registro de extremistas». Fondo policial de la Policía de Córdoba. Acervo: Archivo Provincial de la Memoria, Córdoba. La fotografía se encuentra editada. Se recorta parte del rostro de la detenida para preservar su identidad. Extraída de Ansaldi, W. (2016). «Registro de extremistas: cuando la Policía fotografiaba a los torturados», revista Cosecha Roja.
Fotografía 3: «Registro de extremistas». Fondo policial de la Policía de Córdoba. Acervo: Archivo Provincial de la Memoria, Córdoba. La fotografía se encuentra editada. Se recorta parte del rostro de la detenida para preservar su identidad. Extraída de Ansaldi, W. (2016). «Registro de extremistas: cuando la Policía fotografiaba a los torturados», revista Cosecha Roja.
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del campo en el durante la desaparición forzada. Hay otra fotografía, que no podemos publicar aquí por falta de autorización, a la que quisiéramos referirnos, en tanto nos permite significar el durante la desaparición forzada, dentro de la tecnología concentracionaria. El primer plano de una mujer parada, fotografiada de perfil, permite significar que es la detenida. El operador del campo queda fijado, de perfil en la imagen, con un cigarrillo en la boca, mientras con una mano sostiene el soporte metálico sobre la cabeza de la mujer —con el que identifican fecha y número de negativo fotográfico—, la otra está apoyada sobre el hombro derecho de la mujer. La disposición de los dedos, particularmente el pulgar, que no se ve en la imagen, que parece estar por debajo de la axila o entre la espalda y el brazo de la detenida, puede significarnos que la está agarrando del brazo. ¿Para qué el operador agarra del brazo a la detenida que está siendo fotografiada?, ¿para acomodarla tal como quiere?, ¿la sostiene en pie?, ¿muestra en ese gesto el poder sobre el cuerpo de la detenida?, ¿es este un gesto de lo que los/as detenidos/as, secuestrados/as en los centros clandestinos testimonian sobre el poder concentracionario que dispone de los cuerpos como vida desnuda, sustrayendo toda posibilidad de decisión de los sujetos, aun de cómo moverse? En el fondo de la imagen, pegado en la pared, un cartel de papel lleva escrito «Prohibido hablar con los detenidos». Las palabras prohibido y hablar están subrayadas, remarcadas, debajo una fecha que no se logra distinguir. Sin embargo, sí podemos situar esa imagen —a partir del soporte sobre la cabeza de la mujer— en una referencia no solo espacial, sino temporal, noviembre de 1975, meses previos al golpe de Estado. ¿Desde qué momento el poder policial determina tal decisión? Parece que era una orden dirigida a los propios operadores del campo, que se suma a la imposibilidad de los/as secuestrados/as, detenidos/as de hablar entre sí. Dicha sentencia nos permite pensar, otra vez —en una insistencia, iteración discursiva que se presentifica una y otra vez en los testimonios orales, en las imágenes— en el mecanismo cosificador, «animalizador» como refiere Calveiro (2006), desubjetivante del poder concentracionario: sustraer el nombre, imponer un número, despojar al sujeto de la posibilidad de elegir decir, de lo que la lengua hace lazo al otro. Quitar la posibilidad decidir cuándo y con quién hablar, como parte del control sobre los sujetos a los que el poder represor pretendía «hacer hablar» en los llamados interrogatorios, que, en la lengua del campo, refería a la imposición de torturas, tormentos físicos, psicológicos, con la intención de sustraer información que 106
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los «grupos de inteligencia»28 consideraban que el torturado/a conocía. Los testimonios de sobrevivientes han permitido significar la «dinámica de los campos que reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y funciones especializadas entre los captores». El «prohibido hablar con los detenidos» puede pensarse también a partir de la tecnología del campo que ubicaba al prisionero/a como objeto de pertenencia, como botín incluso disputado entre los operadores o entre las fuerzas policiales y armadas. Como refiere Calveiro (2006, p. 101) en Poder y desaparición: Bajo el influjo del terror, cuando se orilla a un ser humano a una precariedad tal que solo puede sentir frío, hambre, sed, ganas de ir al baño, dolor, es decir, deseos de satisfacer las necesidades más básicas, retrayéndolo a su núcleo primario, entonces la inteligencia, los valores culturales, la sensibilidad, la complejidad psíquica no desaparecen, pero, como los mismos sentidos, entran en un estado de latencia. La intención es clara: destruir al sujeto y retraerlo a una existencia casi exclusivamente animal, como si realmente se pudiera «animalizar» al hombre. Colocar a las personas en situaciones, posturas, actitudes que se asocian con la conducta animal tiende a reforzar una muy dudosa superioridad del poder y a resaltar su indefensión, denigrándolas. La cosificación del prisionero, del paquete que «pertenece» a una fuerza o a un secuestrador, no es más que otra modalidad de lo mismo. Uno de los oficiales de La Perla le decía a Graciela Doldán: «Gorda, decile que sos nuestra». Muchos relatos registraron esta supuesta pertenencia de los prisioneros, como cosas, a un oficial, a un campo, a una fuerza. De hecho, los campos de concentración «se prestaban» prisioneros o se los «regalaban», cuando transferían a alguien sobre el que cedían todos sus derechos. También, en la misma línea de cosificación, señala Grass que en la Escuela de Mecánica los prisioneros con 28 Los testimonios de sobrevivientes han permitido significar la «dinámica de los campos que reconocía, desde la perspectiva del prisionero, diferentes grupos y funciones especializadas entre los captores» (Calveiro, 2006, p. 34). La maquinaria del campo organizada en patotas, grupos de inteligencia, guardias, desaparecedores de cadáveres, testimonia y escribe Calveiro.
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vida se mostraban «como piezas de caza» a otros militares que llegaban «de visita» al campo de concentración. De la cara de la mujer fotografiada podemos mirar la mirada hacia el piso, mirada que mira cansada junto a la piel oscurecida debajo del ojo que queda expuesto a la imagen. Si el punctum «es un detalle, un objeto parcial», algo de esa marca sobre la piel sale de la escena, despuntando aquello del orden del dolor, del despojo, del durante la desaparición forzada. Entre estas fotografías se encuentran aquellas que, recortadas en sus bordes, dejando solo el rostro del detenido, la fuerza policial entregaba a la prensa para construir la noticia fraguada sobre «los subversivos», produciendo entonces otro tipo de documentos y una nueva arena de inscripción: la prensa escrita. Claudio Zorrilla, de 21 años, estudiante de arquitectura, militante de Política Obrera, fue fichado, registrado fotográficamente por la Policía cuatro veces, entre noviembre de 1971 y febrero de 1972. Una de las ocho fotos que le tomaron, de frente y perfil, fue publicada el 19 de junio de 1976 en los diarios de Córdoba, en una noticia sobre un «intento de fuga». Ese mismo día Zorrilla fue trasladado, junto a otros tres detenidos políticos, desde la Unidad Penitenciaria 1 (UP1), donde se encontraba detenido, por enviados militares. [Los] detenidos fueron amordazados, atados, encapuchados y subidos en vehículos militares. Una vez afuera del establecimiento penitenciario, en las inmediaciones del Parque Sarmiento, todos ellos fueron fusilados. Como era habitual en aquella época, el reporte oficial «informó» que estos habían resultado abatidos en un intento de fuga. (Comisión Provincial de la Memoria y apm, 2010) Las fotografías del D2 en los diarios dan cuenta de los desplazamientos de las imágenes en condiciones de circulación, que las sustrae del archivo policial, las resignifica y ubica en un nuevo acervo, el acervo documental periodístico. Si el registro fotográfico prontuarial obedece en su producción a la topo-nomología (Derrida, 1997) del poder policial, a su modo de hacer, espacios, tiempos y partes exclusivas, podemos anticipar que en el pasaje de arconte se va armando la maquinaria de producción de lo sensible. Poner a 108
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Fotografía 4: «Instantes de verdad, el D2 en fotos», parte de la muestra «Instantes de verdad», producida e instalada en el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba en marzo de 2012. Al fondo de la imagen se encuentran las cuatro fotografías tomadas a Claudio Zorrilla durante su detención y la publicación de la prensa gráfica. Acervo fotográfico del apm.
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trabajar las imágenes como parte del modo de producción capitalista, advierte Casanova, en la que no solo los cuerpos, las máquinas, la naturaleza, los espíritus, sino también las imágenes son incluidas como elementos en la suma de las fuerzas productivas [...] una función de las máquinas de producción de la muerte, cuyos obreros son los soldados; [...] de producción de identidades, cuyos obreros son policías; de producción de la información, cuyos obreros son los periodistas, los agentes de seguridad, los comunicadores [...]; una función de la máquina de producción de lo sensible en la cual se funda el recuento político militar y técnico científico de aquello que vale tomar en cuenta, de aquello que contando recorta el horizonte de lo visible y de lo no visible. (Casanova, 2014, p. 109) A su vez, es el pasaje de archivo policial a archivo de la memoria lo que permite el reconocimiento de ese desplazamiento, de ese anudamiento entre archivo policial y archivo de prensa. No es sin una política de memoria donde adviene posible un saber sobre la maquinaria de producción de las imágenes en su relación con la performatividad del otro, de lo que se olvida y lo que se recuerda, lo que se conserva y se destruye. En este mismo archivo se encuentran otras fotografías que rompen con la conformación y los elementos del ritual oficial de registro, aquellas que muestran cantidades de detenidos/as en los patios, sujetos con los ojos vendados, encapuchados/as, las manos atadas con trapos o esposados/as por la espalda, sujetados del brazo por los represores, tomadas en distintas posiciones y lugares del centro clandestino, junto a dos o más personas detenidas, sin identificación y fecha, es decir, fuera del encuadre de registro policial. Y otras imágenes que parecen haberse tomado fuera del disparo intencional, que registraron pisos, baldosas, el soporte metálico fuera de encuadre, ventanas, una caja con ropa. Imágenes que han ido permitiendo la localización, espacialización y (re) conocimiento de lo que fue el campo en su topografía. Este trabajo de emplazamiento ubica al sujeto secuestrado en un lugar, oficiando de límite a la incertidumbre del dónde, cómo, quiénes, cuándo, impuesta por la desaparición y la lógica concentracionaria. Un 110
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Fotografía 5: «Registro de extremistas». Fondo policial de la Policía de Córdoba. Acervo: Archivo Provincial de la Memoria, Córdoba. Extraída de Ansaldi, W. (2016). «Registro de extremistas: cuando la Policía fotografiaba a los torturados», revista Cosecha Roja.
Fotografía 6: «Registro de extremistas». Fondo policial de la Policía de Córdoba.
trabajo de reconocimiento subjetivo, pero también político y social, en tanto dichas fotografías, como testimonio, han sido fundamentales en la construcción de la topografía de las memorias en el Museo de Sitio del apm y el develamiento de los usos de los espacios en el centro clandestino. El tabicamiento, técnica del campo que comenzaba a operar con el acto del secuestro, borrando los límites entre el afuera y el adentro del 111
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campo —venda o capucha que el secuestrador ponía sobre los ojos de los secuestrados— impuso a los sobrevivientes la dificultad de reconocer los lugares de detención, a sus torturadores y a otros detenidos. Sobre el tabique, Graciela Geuna, sobreviviente del centro clandestino La Perla, en Córdoba, enuncia: «Era una realidad absoluta, total, con sus propias reglas. Y esa realidad comienza a imponerse con la venda y el proceso de aislamiento que desata» (Geuna citada en Calveiro, 2006, p. 86). En efecto, dice Pilar Calveiro: la vida sin ver ni oír, la vida sin moverse, la vida sin los afectos, la vida en medio del dolor es casi como la muerte y, sin embargo, el hombre está vivo; es la muerte antes de la muerte; es la vida entre la muerte. (Calveiro, 2006, p. 86) En orden al testimonio en el ritual de las formas jurídicas, producido treinta años después de la experiencia concentracionaria, el testigo sobreviviente queda entre el deber de dar testimonio como representante de los que continúan desparecidos y la exigencia del testimonio como probatoria de lo acontecido, evidenciándose los desfiladeros de la memoria, que siempre se articulan a un recuerdo, y los recuerdos se inscriben en una lógica temporal y subjetiva totalmente diversa a la temporalidad de los hechos históricos. (Rousseaux, 2014) En este sentido, el testimonio en los sitios de memoria aloja la posibilidad de una verdad subjetiva e histórica, una verdad no probatoria en términos judiciales —en tanto es el Estado el que se responsabiliza treinta años después de la producción del horror y da cuenta de la evidencia de los centros clandestinos ante los propios sobrevivientes—. Como refiere Rousseaux (2014), treinta años después, no se trata de demostrar los hechos, sino de producir un sentido de lo ocurrido. Es decir que, además de la producción de verdad, surja un sentido, que es el derecho aún negado a los sobrevivientes.
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El encuentro del sobreviviente con la imagen que le tomaron en el campo, encuentro que, en tanto singular es irreductible, hace consistir un acto de palabra singular ante el mismo mecanismo de tormento aplicado a todos. Un acto de palabra frente a la violencia sobre la lengua producida en el campo. Son los sobrevivientes testigos de esta violencia los que traducen parte de la «lengua clandestina» (Antonelli, 2009) producida por los operadores del campo: tranvía, tabique, traslado, terapia intensiva, margarita, submarino. Las imágenes, en tanto testimonio, operan a modo de pieza, fragmento, abriendo la posibilidad para producir nuevos montajes. En ese trabajo de montaje de las imágenes «temporalizadas —sean por un límite inmanente— reanudadas a la palabra de la experiencia» (Didi-Huberman, 2015, p. 29), dos hechos de legibilidad: la evidencia visual en tanto «algo que debería poder ser visto» y lo que la evidence de la imagen no ofrece acceso, su atmosphäre y stimmung simultáneamente (Didi-Huberman, 2015, p. 52). El aire de las imágenes. Lo que allí está sin ofrecerse a la mirada: «dos flashazos, chac, chac. No sé ni dónde me la sacaron ni quiénes fueron porque quedé mareado», dice Carlos Ortiz,29 secuestrado en el D2. Dice Wenceslao Cabral, sobreviviente del D2:30 Allí estaba yo a los 20 años, con la cara torcida, hinchada, deforme, y con una expresión de tristeza que salía desde lo más profundo de mí. Y a mi lado —en la foto—, la panza de uno de los verdugos y en sus manos la capucha, que el tipo me había sacado solo a los fines de tomar la foto. En esta línea, el trabajo analítico del archivo fotográfico como testimonio implica una experiencia sensible que no es nunca sin sujeto. Allí, una subjetividad interroga y es interrogada por aquello que el estudio de la fuente devuelve al sujeto de su intervención. En este marco, el testimonio en tanto «prueba de verdad» adquiere un nuevo estatuto [...]. Así pues, el interés por un archivo implica preguntarse por el deseo 29 Testimonio de Carlos Ortiz, publicado en Cebrero, W. (23 de marzo de 2016). Registro de extremistas: cuando la policía fotografiaba a los torturados. Revista Cosecha Roja, Buenos Aires. 30 Testimonio de Wenceslao Cabral, publicado en Archivo Provincial de la Memoria (2012). «Instantes de verdad. Fotografías del Registro de Extremistas. Área de Investigación apm». Diario de la Memoria, V (6), 35-37. Recuperado de ‹http://www.apm.gov.ar/?q=apm/exiliosdestinosexperiencias-relatos›.
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de una escucha, en tanto espacio que se abre entre una fuente y su posible tratamiento. Pero, además, implica orientarse por los signos desechos por otras miradas [...] Residuos significantes, desechados por la técnica jurídica a los que puede ser devuelto su valor de resto y, por ello, su dignidad. (Magrin, Vargas, 2017, p. 56) Rememorar el acontecimiento, entonces, implica hacer entrar algo en el saber, un saber siempre hablado. Un acto de memoria no como secuencia cronológica de hechos, sino como «síntesis presente del pasado» (Lacan, 2013a, p. 34). Un decir que, en tanto simbólico, permita bordear algo, cada vez. Ahí la ética de la escucha que el psicoanálisis aplicado introdujo en el dispositivo jurídico.31 Para que el otra vez del testimonio no quede ligado al goce de la repetición y sea posible una invención del sujeto que recuerda. Un acto ligado a la dignidad del sujeto, que toma la palabra y dice. Podríamos decir, entonces, no hay el testimonio, no hay la imagen, sino jirones, retazos, restos, fragmentos con los que pueda producirse, invencionarse un saber hacer con lo Real en juego. Hasta aquí diversas preguntas acerca de la imagen y un modo singular de hacer: ¿cómo mirar/abordar la imagen en orden a la representación y su imposibilidad?, ¿qué estatuto asume la imagen como resto de una experiencia traumática y su lógica del no-todo? Estos interrogantes no pueden desanudarse de las preguntas por el archivo, por las políticas de archivos y por el sujeto que mira la imagen y, a través de estas, las condiciones que la época impone al archivamiento y a la mirada. ¿Cómo pasan las fotografías del archivo concentracionario/policial a constituirse en archivo de la memoria?, ¿ese pasaje hace posible tramitar algo del horror que allí se inscribe?, ¿deben ser exhibidas?, ¿cuál es su dimensión pública?, ¿qué tratamientos estéticos/éticos, políticos son posibles en un sitio de memoria? Interrogantes ligados a la posibilidad de un tratamiento que aloje «el no saber, el peligro de la imagen, la falta de lenguaje y no dejar de construir [...] 31 Tal es el caso de los acompañamientos a testigos en los juicios por delitos de lesa humanidad, realizados desde el Centro de Asistencia a Víctimas de Violaciones de Derechos Humanos Dr. Fernando Ulloa, dependiente de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, fundado en 2005; haciendo posible «un lugar a la palabra singular de la víctima, que es hablar en nombre propio para esgrimir su verdad, sin dejar de lado que esa verdad habla de un acontecimiento social» (Rousseaux, 2015, p. 63).
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la «cognocibilidad» de la imagen (lo que supone un saber, un punto de vista, un acto de escritura, una reflexión ética)» (Didi-Huberman, 2015, p. 65). Ese saber mirar, en tanto saber-hacer-con el síntoma de la época, y la condición de legibilidad de las imágenes no pueden desligarse, dice Didi-Huberman, del «momento ético de la mirada», ética que no refiere a una moralización de la mirada, sino al acto de «dar conocimiento a esas imágenes cuya ‘mudez’ nos ha dejado en principio ‘mudos’, mudos de indignación (Didi-Huberman, 2015, p. 52). Ética que soporta un trabajo de invención, caso por caso, «que implica una experiencia sensible que no es nunca sin sujeto [...], experiencia que demuestra allí su irreductible singularidad (respecto del horror que lo marca) y su encuentro en lo común (con un pasado reciente)» (Magrin, Vargas, 2017, p. 54). Un trabajo de memorias visuales que, lejos de orientarse hacia su completitud, se pretende dislocatoria de lo que la época impone en su rechazo a lo imposible, en su circularidad sin límites. Un trabajo de memorias visuales que se deja orientar por su constitución parcial, intotalizable, dialéctica, para hacer legibles y temporalizar las imágenes del durante la desaparición en el archivo de la memoria. Tratamiento del archivo que habrá sido para lo que está llegando a ser, abierto a la contingencia de la experiencia que lo cobija, lo nombra y, en ese nombre, hace presente a los 30.000 compañeros y compañeras desaparecidas y sus legados, que son los candiles para alumbrar el porvenir.
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MAÍRA COSTA GAMARRA
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Resumen Las últimas décadas del siglo xx fueron cruciales para la fotografía latinoamericana. El período representa el inicio de una aproximación estratégica entre los agentes de la fotografía en América Latina, en un intento por disminuir el aislamiento de los países, estrechar vínculos, acortar las distancias y promover acciones para el bien común. Fue, en especial desde la realización del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía y de la Primera Muestra de la Fotografía Latinoamericana Contemporánea celebrada en la Ciudad de México en 1978, que la denominación latinoamericana empezó a ser utilizada largamente para significar la fotografía del subcontinente, consolidándose en América Latina y, posteriormente, también en el exterior. Se propone en este artículo el desafío de (re)pensar la fotografía latinoamericana, ante la amplitud de entendimientos y lecturas que la expresión sugiere, observando el conjunto de factores que contribuyeron a su emergencia, reforzando los objetivos y el punto de vista crítico de esos eventos, con la intención de evidenciar la importancia de aún defender una fotografía de y en nuestra región. La intención es que las reflexiones propuestas puedan contribuir a un uso y valorización del concepto más asertivo, en el sentido de reconocer su lugar y valor histórico, su relevancia cultural y política, los contornos de la lucha que viene siendo forjada desde la década del 70 por esa construcción colectiva. Palabras clave: fotografía, historia de la fotografía, Latinoamérica, encuentros.
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El año 1978 fue emblemático para la construcción de la idea de fotografía latinoamericana. La fecha marca la realización del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, celebrado en Ciudad de México junto a la exhibición de la Primera Muestra de la Fotografía Latinoamericana Contemporánea. Los dos eventos marcan una aproximación estratégica entre los países que componen la región. Fue en especial a partir de esos eventos que la nomenclatura fotografía latinoamericana se consolidó y, con el paso del tiempo, se convirtió en un concepto corriente, utilizado para definir una producción fotográfica situada geopolíticamente en América Latina, contribuyendo sobremanera a la formación de este campo fotográfico. La creación de la fotografía latinoamericana buscó, en aquel momento, entre otros importantes factores, posicionarse en medio de las producciones gringas que imperaban en el escenario fotográfico internacional: la fotografía europea y la fotografía americana (norteamericana) que dictaban y dominaban masivamente los contextos de producción, exhibición y circulación de imágenes. Esta hegemonía, obviamente, no se daba solo en la fotografía, sino en las más diversas manifestaciones artísticas y culturales. Es, en realidad, una de las marcas aún vigentes de los procesos de dominación colonial y de la colonialidad del poder,1 mecanismos que armaron una geopolítica compleja y desigual para la región. En ese escenario, reforzar la identidad latinoamericana fue una estrategia política para descolonizar el pensamiento respecto de la fotografía, motivada por la necesidad de alcanzar otros espacios, adentrar en territorios ajenos, expandir los horizontes, obtener mayor visibilidad y circulación para los trabajos 1 La colonialidad del poder, definida por el sociólogo peruano Aníbal Quijano (2000), sería un modelo de patrón de poder derivado de la colonización, donde se legitima el poder (colonial) a partir de la inferiorización de pueblos y regiones, mediante una clasificación social de la población mundial basada en la idea de raza, lo que implica el mantenimiento de las estrategias coloniales en el patrón de poder hegemónico actual.
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producidos. Pero también fue adoptada debido a la urgencia en estrechar sus fronteras y hacerse conocer dentro del propio continente, donde las distancias eran inmensas y los fotógrafos prácticamente desconocían a los autores y a las obras producidas en los países vecinos. Y además ante la voluntad de reflexionar y discutir temas y cuestiones conceptuales, estéticas, éticas, etc. que tocaban la producción de y en América Latina. El fotógrafo mexicano Pedro Meyer, uno de los principales idealizadores y organizadores del Coloquio, evidenció claramente esta preocupación: La información de lo que acontece entre nosotros, en América Latina, es prácticamente nula. Se desconocen las personas, sus obras y las corrientes y tendencias estéticas e ideológicas que las animan. Es triste tener que aceptar que los fotógrafos europeos o norteamericanos son más conocidos en nuestro medio que cualquier artista latinoamericano. (cmf, 1978b, p. 6) Los eventos realizados en México surgen a partir de tres diferentes macrocontextos que simultáneamente contribuyeron a fomentar el terreno que propició su realización. El primero fue el escenario político y social vivido en América Latina entre la mitad y el final del siglo xx, un período de intensas y dramáticas transformaciones políticas, sociales, económicas, culturales y tecnológicas que afectaron decisivamente los sistemas y las relaciones geopolíticas vividas en nuestra región. Como ejemplos de estas transformaciones se pueden citar la revolución cubana, los regímenes de dictaduras militares, las guerras y conflictos en América Central y la Guerra Fría, momentos históricos que contribuyeron a potenciar la percepción de las estructuras moderno-coloniales a las que estábamos atados y a fomentar una conciencia y postura anticolonialista y antiimperialista que buscaba crear estrategias de emancipación y autonomía para el territorio. El segundo contexto, muy pautado por el primero, fueron los cambios en el escenario artístico-cultural de la época, que enfrentaba un momento importante de reconfiguración de los postulados basados en los dogmas modernos eurocéntricos que dominaron hegemónicamente el sistema del arte hasta mediados del siglo pasado. Así, surge un circuito crítico latinoamericano preocupado por interrogarse sobre las características y de126
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mandas del arte latinoamericano, por fundamentar sus discursos a partir de la intelectualidad y de la realidad locales y cuestionar los paradigmas e imposiciones dictadas por los circuitos internacionales. El tercero, absolutamente vinculado a los anteriores y ya alcanzando el final del siglo, fue el movimiento de ascenso, consolidación e institucionalización de la fotografía, que vivía una etapa de afirmación, fortalecimiento y reconocimiento como campo artístico y teórico, y pasaba a ser cada vez más respetada como disciplina autónoma en medio de los demás campos del conocimiento, conquistando su espacio en instituciones y circuitos del arte (galerías, museos, colecciones, bienales) en diversos países, tanto en América Latina, como en los otros continentes. […] la década de los setenta significó para la fotografía el inicio de su doble institucionalización como materia académica y museística. Se puede argüir que con anterioridad la fotografía ya había recibido un tratamiento universitario y era coleccionada en museos. Lo cual es cierto; pero es a partir de esos años cuando su implantación se popularizaría entre las estructuras canonizadoras del saber y de la cultura. Tal proceso de difusión y valorización, obviamente, vino acompañado por la imbricación de la fotografía en la escena del arte contemporáneo, así como por la dinamización de un mercado de la fotografía como objeto artístico. Desde entonces también, la fotografía se ha sentido periódicamente en la necesidad de repensar su historia. (Fontcuberta, 2002, p. 7) Especialmente este último escenario fue el que motivó a un grupo de agentes de la fotografía mexicana a promover el Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. Todos estos movimientos apuntados generaron una inquietud por cambios necesarios, sumada a la incomodidad ante la hegemonía europea y norteamericana en los mercados fotográficos nacionales e internacionales. En ese contexto, solo se conocían y se reconocían las obras y las trayectorias de fotógrafos oriundos de esas regiones, una realidad que en gran medida se debió a la forma en que la historia de la fotografía fue contada y trazada, por un punto de vista y una mirada exclusivamente occidentalizada y eurocéntrica. 127
Artículos de Investigación sobre Fotografía - Maíra Costa Gamarra
Así, ante la dificultad de acceder a otros circuitos, carentes de la estructura y de los medios para visibilizar y viabilizar la circulación de sus obras, el grupo decide organizar lo que conocemos como el primer gran encuentro de la fotografía latinoamericana. La propuesta era promover un evento que reuniera a los fotógrafos y demás agentes de la fotografía para un intercambio cultural e intelectual que permitiera a la fotografía de la región conectarse y fortalecerse para asumir una postura (que vendría a perfilarse como latinoamericanista y antiimperialista) colectiva para ganar fuerza e ingresar en los dominios internacionales. El curador Claudi Carreras2 hace hincapié en la importancia que tuvieron estos eventos en la introducción del libro sobre las memorias del Tercer Coloquio, donde —además de rescatar los documentos e imágenes referentes a esta tercera edición— hace un breve análisis sobre la importancia de los encuentros y la construcción de paradigmas en torno a la idea de una fotografía latinoamericana: Los Coloquios Latinoamericanos de Fotografía marcaron un posicionamiento gremial sin precedentes en un territorio amplio y diverso. La intención de los primeros Coloquios no fue reivindicar y valorizar el papel de los autores de forma individual, sino situar en el mapa fotográfico internacional la producción fotográfica latinoamericana, generando unas premisas de producción que la diferenciaran del resto del mundo. (Carreras, 2018, p. 14) Con estas ideas en mente y con el objetivo de discutir la fotografía del subcontinente, disminuir el desconocimiento y la distancia entre los países y posibilitar el avance de la fotografía en México, en América Latina y en el exterior, un grupo formado por fotógrafos, artistas y curadores mexicanos fundó el Consejo Mexicano de Fotografía (cmf), una institución creada en 1976: Considerando que el arte en sus múltiples formas de expresión es resultado de fenómenos sociales ineludibles, y puesto que la 2 Claudi Carreras Guillén es curador independiente, editor, productor cultural e investigador de fotografía. Es director de la Fundación vist: vistprojects.com y cuenta con una larga trayectoria como coordinador y curador de importantes exposiciones, proyectos y eventos en el campo de la fotografía como: eco - Encuentro de Colectivos Fotográficos, Festival Paraty en Foco y Foro Latinoamericano de Fotografía de São Paulo, entre otros.
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fotografía como arte dinámico de nuestro tiempo encuentra su mejor ejercicio preferentemente en la captación del devenir humano y social, el Consejo Mexicano de Fotografía y el Instituto Nacional de Bellas Artes plantean lo siguiente: a) Que el fotógrafo, vinculado a su época y a su ámbito, enfrenta la responsabilidad de interpretar con sus imágenes la belleza y el conflicto, los triunfos y derrotas y las aspiraciones de su pueblo. b) Que el fotógrafo afina y afirma su percepción expresando las reacciones del hombre ante una sociedad en crisis, y procura, en consecuencia, realizar un arte de compromiso y no de evasión. c) Que el fotógrafo debe afrontar, tarde o temprano, la necesidad de analizar la carga emotiva e ideológica de la obra fotográfica propia y ajena, para comprender y definir los fines, intereses y propósitos que sirve. Por todo ello, el Consejo Mexicano de Fotografía, bajo los auspicios del inba, convoca fraternalmente a los colegas de América Latina, acordes con estos principios, a hermanar mediante la imagen las distintas identidades nacionales que permitan congregar la obra fotográfica más representativa de nuestro continente. (cmf, 1978a, p. 07) De esta forma, después de un intenso período de producción y organización, con el apoyo y financiamiento del Instituto Nacional de Bellas Artes y de la Secretaría de Educación Pública de México, el cmf organizaría (los días 14, 15 y 16 de mayo de 1978) en el Museo Nacional de Antropología – Auditorio Jaime Torres Badet, el Primer Coloquio. El evento contó con una programación intensa y diversificada, dividida entre conferencias y debates, talleres, exposiciones paralelas y, principalmente, la Primera Muestra de Fotografía Latinoamericana Contemporánea, otra actividad de extrema importancia para aquel momento que además se convertiría en uno de los primeros productos de la fotografía latinoamericana en ser exportado a las tierras extranjeras.
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Los eventos mencionados obtuvieron amplia aceptación y respuesta, incluso considerando las dificultades de comunicación y de logística de la época. Consiguieron reunir para sus actividades un grupo interesante y diversificado de participantes, representantes de muchos países y de los más variados discursos y pensamientos existentes sobre la fotografía. Con la clara intención de oportunizar la internacionalización, se hicieron presentes nombres como: Mario García Joya (Cuba), Paolo Gasparini (Italia/Venezuela), Jack Welpott (eua), Cornell Capa (eua), Gisèle Freund (Francia), Boris Kossoy (Brasil), René Verdugo (eua), Héctor Schmucler (Argentina), Camilo Lleras (Colombia), Peter Anderson (eua), Alicia D’Amico (Argentina), María Cristina Orive (Guatemala), Hernán Díaz Giraldo (Colombia), Nacho López (México), Raquel Tibol (México), Lucien Clergue (Francia), entre otros. Contó también con un número altísimo de inscriptos para la convocatoria de la muestra, que recibió un total de 3098 imágenes de 355 autores, de 15 países: Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, Ecuador, Estados Unidos (chicanos y puertorriqueños), Guatemala, México, Panamá, Paraguay, Perú, Puerto Rico, Uruguay y Venezuela. La exposición estuvo compuesta por 600 imágenes de 173 autores de la región y permaneció en exhibición del 11 de mayo al 9 de julio de 1978 en el Museo de Arte Contemporáneo de la Ciudad de México. Reflejó la carencia sentida y el interés de los fotógrafos en presentar y difundir sus trabajos, como lo confirma el discurso de la crítica de arte Raquel Tibol, en su texto para el catálogo de la Primera Muestra: La estrechez del encierro en nuestras fronteras se estaba volviendo insoportable; la amplia respuesta obtenida por la convocatoria al Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía y la exposición paralela demuestra la urgente necesidad de diálogo y de intercambio. (cmf, 1978a, p. 17) Si el espíritu pionero, la intensa participación y el alcance del Primer Coloquio y de la Primera Muestra influyeron para que fuera posible afirmar el éxito del proyecto, otros factores contribuyeron a reforzar esa declaración. La repercusión positiva de los eventos generó, entre otros, tres resultados importantes. En primer lugar, la creación y la posterior conso130
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lidación del concepto de fotografía latinoamericana,3 que aún no era una nomenclatura corriente hasta los eventos de 1978, pero que a partir de ese momento fue aceptada, incorporada e implicó, tanto regional como internacionalmente, la creación de una serie de eventos y actividades que corroboraron la idea y dieron continuidad a la aproximación entre países latinoamericanos en pro de una fotografía del y en el subcontinente. Tras esto es necesario resaltar la importancia de la continuidad que tuvo el coloquio, que vendría a realizar otras cuatro ediciones hasta 1996, también de extrema relevancia para la continuidad de los debates y discusiones, y para la conformación y evolución del pensamiento fotográfico latinoamericano, como sentimos en el discurso de Patricia Mendoza, como directora del Centro de la Imagen de México, uno de los realizadores de la quinta edición del evento: Cuando surgió el sueño de realizar el V Coloquio Latinoamericano, retomando una idea nacida hace casi ya veinte años, pensamos en la importancia de cuestionar lo que es el ser latinoamericano, de preguntarnos si un concepto geográfico define la mirada o si genera una entidad; si las circunstancias históricas que nos unen o el lenguaje común marcan una importancia en la forma de ver, gestando un sueño casi bolivariano traducido a la mirada o si lo que importa ahora es conciencia ética de su acción transformadora. Lo que hemos caminado desde hace veinte años a esta fecha nos permitirá conocer cuál ha sido el discurso, o los múltiples discursos, que han manejado los fotógrafos de nuestros países; si esta noción es solo una falacia clasificadora y la imagen, mucho más poderosa que estos límites artificiales, se ha internado, transformado, influenciado y moldeado en una rica suma de significantes que van más allá de un mero concepto nacionalista, étnico o de géneros. Seguramente son más las preguntas que surgirán de este encuentro que las definiciones y las conclusiones, pero creo que ese es uno de los objetivos fundamentales: pensar la fotografía desde nuevos ángulos, pensarla para poder utilizarla 3 La investigadora cubana Mónica Villares Ferrer, en su tesis doctoral defendida en la Unicamp (Brasil) en 2016, justifica los coloquios (en su primera y segunda edición) como momentos de creación del concepto de fotografía latinoamericana, como «un nuevo canon de comprensión de la producción fotográfica del subcontinente» (2016b, p. 05).
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en la creación de una realidad fértil en todos los sentidos. (Centro de la Imagen, 1996, p. 11) En segundo lugar, otro importante desdoblamiento alcanzado, y que desde el principio era uno de los mayores objetivos de los coloquios, fue la visibilidad internacional que conquistaron, incluso con sus ediciones siguientes: en 1981, 1984, 1993 y 1996, manteniendo el interés extranjero por la producción latinoamericana que atravesaba el continente. Diversas acciones a raíz de ese movimiento se sintieron en las décadas siguientes, entre comentarios y reportajes en importantes vehículos internacionales y revistas especializadas en fotografía, ya sea sobre los propios coloquios o sobre el éxito de la fotografía latinoamericana; se sintió todavía alguna inserción de obras/ artistas en colecciones y exposiciones. Pero, sin duda, el principal retorno que se obtuvo fue la presencia latina en grandes eventos dedicados a la fotografía en otros territorios, como en la Bienal de Venecia de 1979 (Italia); en el décimo festival Rencontres Internationales de la Photographie de Arles (Francia); la exposición Fotografie Lateinamerika: von 1860 bis heute, en 1981, en Zurich (Suiza) y luego en Madrid (España), organizada por Erika Billeter, quien posteriormente también produjo un importante libro denominado Canto a la realidad; la Feria de Milán (Italia) de 1987, la Fotobienal de Vigo (España) y la exposición «Image and Memory», en el Fotofest en Houston (eua), ambas en el año 1992, y otras más. A partir de entonces, el interés de museos, galerías, curadores e instituciones en las obras fotográficas provenientes de la región se ha vuelto frecuente y creciente. Finalmente, el tercer resultado del estímulo provocado por los eventos y sus premisas fue la aproximación entre los agentes de la fotografía en América Latina y la formación de una comunidad regional entre esos agentes. Raquel Tibol, en conferencia para el Tercer Coloquio diría: Quienes tuvimos el privilegio de actuar como jurados de la Primera Muestra de la Fotografía Contemporánea Latinoamericana no olvidaremos nunca con cuánta emoción y creciente efervescencia fuimos descubriendo que en muchos países hermanos, y en muchas poblaciones de esos países, no solo en sus capitales, se estaban produciendo imágenes con una carga estética y concep132
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tual muy propia y, en consecuencia, muy diferenciada. A cada momento exclamábamos: «¿Todo esto existía en nuestra América y no lo sabíamos?» Al tener la posibilidad de ver y analizar 3098 fotografías de los más diversos géneros y calidades, de 355 fotógrafos de quince países, los jurados, los organizadores, los colaboradores y custodias voluntarias, los museógrafos, fuimos testigos y actores del fin de un mutuo desconocimiento a nivel continental. Ni la literatura, ni la música, ni el teatro, ni la pintura, ni la danza, ni el grabado habían padecido tal desvinculación. (Tibol, citada en Carreras [2018, p. 76]) Aunque este acercamiento haya sido promovido por los coloquios, estuvo pautado también por otros movimientos locales, como los encuentros nacionales que se realizaron en algunos países, la organización de exposiciones y la creación de entidades locales y regionales como el Consejo Latinoamericano de Fotografía (claf ), el Consejo Venezolano de Fotografía y el Consejo Argentino de Fotografía (tres entidades que tuvieron corta duración); la Casa de la Fotografía en México, una asociación entre el cmf y el Instituto de Bellas Artes de México, la Primera Bienal de Fotografía en 1980, la Primera Muestra y Primer Encuentro de la Fotografía Nacional Contemporánea, en Ecuador, en 1982, el Premio de Fotografía Contemporánea Latinoamericana y del Caribe, de la Casa de las Américas, que tuvo inicio en 1981, la Bienal de la Habana de 1984, la Fototeca de Cuba en 1986 y muchos más. La creación de estos, y de otros proyectos y alianzas, fue estimulada y dinamizada a partir de la aproximación ocasionada por los coloquios. Las articulaciones oriundas de esos encuentros contribuyeron a fomentar una colectividad que se ha afirmado a lo largo de los años, promoviendo relaciones y vínculos entre agentes que repercuten hasta hoy. Por lo tanto, el reconocimiento de esta unidad latinoamericana para la fotografía regional, considero, fue fundamental para la adopción de una postura colectiva y compartida. Destacar ese lugar de pertenencia, algo que todavía no se había establecido con eficiencia, tomó una gran dimensión y cambió el escenario de nuestra fotografía. Si inicialmente el esfuerzo tenía como principal propósito el ingreso de artistas y obras en el mercado 133
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global, esos eventos acabaron por asumir otros contornos, ya que, entre los más diversos objetivos, reunió tipos muy diferentes de profesionales, con trayectorias y metas muy distintas, y buscó igualmente responder a las condiciones que limitaban ese alcance, es decir, posicionándose estratégicamente y desafiando un mercado y sistema imperialistas que miraban hacia la producción del continente reduciéndola a una posición periférica entendida como inferior. Es obvio que no podemos aceptar ninguna tesis que implique nuestra explotación cultural o económica, al menos yo desearía enfáticamente que fuera obvio. Manifestarnos en contra del colonialismo cultural nos permitirá trazar una línea de acción, y si bien las soluciones de fondo no son posibles a corto plazo, la actuación no es diferible. (Meyer, citado en cmf [1978b, p. 6]) En aquel momento se tornaba fundamental unir fuerzas como bloque, los escenarios pedían que se asumieran posturas frente a las situaciones políticas, económicas y sociales adversas que el continente vivenciaba. Si al ser fotógrafo siempre le fue atribuida una responsabilidad ética y moral frente a lo que retrata o crea, posicionarse como latinoamericanos era entonces estratégico. Los coloquios fueron también responsables de diseminar ese discurso descolonizador crítico y consciente desde y hacia el propio medio fotográfico. Es posible sentir el fuerte tono político y reivindicativo que los encuentros asumieron a partir de las memorias de las ediciones del evento,4 que dejan evidente la postura que defendieron. El discurso presente en los coloquios, además de los postulados ya expuestos, se manifestaba a favor de una crítica, una teoría y una historiografía intrínsecamente latinoamericanas, que se posicionaban contra la hegemonía, la dominación imperialista y el colonialismo cultural (interno y externo), 4 Los coloquios produjeron catálogos con los registros de las actividades y conferencias realizadas. Las ediciones ocurridas en la ciudad de México (1978,1981 y 1996) fueron organizadas por el Consejo Mexicano de Fotografía (cmf ), que hoy están bajo los cuidados del Centro de la Imagen de México. La publicación referente al evento de 1984, celebrado en La Habana (Cuba), solo fue difundida al público recientemente en septiembre de 2018, organizada por el curador Claudi Carreras y por el Centro de Fotografía de Montevideo (CdF). La edición de 1993, realizada en Caracas, fue editada por el Consejo Nacional de la Cultura /Fundarte.
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que proponía que la búsqueda de una identidad latinoamericana (en aquel momento aún una cuestión muy fuerte y controvertida) fuera también en el sentido de descolonizar la mirada y nuestros paradigmas, reclamaba de los fotógrafos un compromiso ideológico que estuviera presente (y a veces hasta aparente) en su obra fotográfica y una responsabilidad con la realidad social vivida en nuestra región. Por más que ese discurso estuviera más vinculado a la fotografía documental o humanista, no era exclusivo, ya que en todos los coloquios diferentes vertientes de la fotografía convivieron en diálogo (o en disputa). Esto acabó convirtiéndose en otra cuestión controvertida frecuente en las diferentes ediciones. Debates ontológicos, muchas veces sin salida, estuvieron y se mantuvieron presentes, como el conflicto entre las producciones de carácter documental y artístico (conceptual) que generó intensas y recurrentes discusiones durante las conferencias del evento y bastidores. En aquel momento la fotografía documental era vista como la fiel expresión de la responsabilidad y la ética del ser fotógrafo y sus convicciones, mientras que la fotografía artística era entendida como una inquietud puramente plástica. Se evidenciaba así una disputa histórica entre fotógrafos y artistas. Fueron esas diferencias y polaridades, entre otros factores relativos al propio consejo mexicano, las que dividieron opiniones y generaron poco tiempo después de la tercera edición del coloquio, en 1984, en La Habana (Cuba), una ruptura en el comité organizador. Como consecuencia, fueron necesarios casi diez años para la realización de la cuarta edición, promovida solamente en 1993, en Caracas (Venezuela). Fue también a partir de la tercera edición del evento que los coloquios fueron asumiendo un tono menos reivindicativo y más conmemorativo, tanto por el largo intervalo entre la tercera y la cuarta edición como por las fuertes transformaciones coyunturales enfrentadas en la sociedad en esa década. Los cambios socioculturales alteraron el rumbo de los discursos, trajeron nuevas preocupaciones y problemáticas e instauraron una etapa de transición, pautada entonces por el intenso desarrollo tecnológico y digital que sacudió las estructuras de la fotografía, y también por la idea de globalización. Cambió el foco de atención, la preocupación y el interés de los fotógrafos, lo que acaba por hacer de la quinta edición, en 1996, nuevamente en México, la última edición de aquel siglo.
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Los eventos citados fueron cruciales para la conformación del campo fotográfico en la región. La construcción de la fotografía latinoamericana, su defensa y postura política, el fortalecimiento, la visibilidad y el alcance que obtuvo permitieron que se convirtiera en un concepto estratégico que intentaba responder a la inmensidad de variables y variantes que comprenden la fotografía de un subcontinente tan vasto y plural que no puede explicarse tan solo por la relación establecida a partir de un espacio geopolítico (también controvertido). Vale destacar que el concepto presentado se constituyó también apoyado en el histórico de otros lenguajes artísticos que antes ya se habían ocupado de esa discusión y adoptado la terminología en cuestión (por ejemplo, la pintura o la literatura latinoamericana), lo que de todas formas no evitó que fuera duramente criticado y cuestionado en cuanto a su supuesta esencialidad y amplitud geográfica. Tales cuestiones las comenta Carreras: En cualquier aproximación a estas discusiones, el primer gran dilema al que nos enfrentamos es tratar de consensuar y conceptualizar la idea de «fotografía latinoamericana» como una entidad acotada. En una primera instancia, no debería ser más conflictivo que hablar de fotografía «norteamericana» o «europea» si nos referimos a una cuestión meramente geográfica, y sin embargo lo es, ya que hay toda una serie de discusiones y debates en torno a la identidad visual latinoamericana en la que estos Coloquios han tenido un papel fundamental. Basarse en una descripción únicamente territorial es bastante reduccionista, pero mucho más complejo es tratar de generar lazos de identidad visual entre las distintas comunidades de la región. Néstor García Canclini, uno de los investigadores que más presencia ha tenido en estos encuentros, teoriza en su libro Latinoamericanos buscando un lugar en este siglo (2002) que la comunidad latinoamericana está unificada por una precaria economía, problemas y orígenes sociales comunes y las tendencias de consumo. Poniendo especial atención en la economía y la cultura como un espacio común. Los movimientos económicos y las producciones culturales son los grandes estandartes de los siglos xx y xxi. Seguramente es mucho más común e identificable una 136
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canción o telenovela latina seguida por millones de consumidores en todo el mundo que cualquier seña de identidad más local. En este mundo globalizado, donde los conceptos económicos y de consumo se anteponen a cualquier reivindicación nacionalista, las identidades se consolidan y fluctúan al ir y venir de los movimientos económicos. (Carreras, 2018, pp. 14-15) Por lo tanto, considero importante destacar cuál es el entendimiento del concepto de América Latina defendido en aquellos coloquios, y en este artículo, para que repensemos la validez y también la actualidad de ese término. Autores como el investigador argentino Walter Mignolo5 defienden la invención de América Latina como la construcción deliberada de una idea que tenía el claro objetivo de imponerle una posición de dominación, periférica e inferior, como una estrategia semántica, epistemológica, política, económica e imperialista. Es decir, su fundación estaría asentada en una base moderna/ colonial, cristiana, eurocéntrica que ayudó a delimitar el formato del mundo occidental como lo conocemos y destinó a nuestra región una posición subalterna y dependiente, donde sus consecuencias fueron devastadoras y perpetuadas continuamente. Por eso es significativo el gesto lanzado a partir de la intelectualidad y de las artes latinoamericanas de apropiarse del término y a partir de ahí entonces resignificar el concepto. Personajes como el cubano José Martí6, que en su obra —especialmente en el ensayo Nuestra América— y su trayectoria hizo la crítica necesaria que terminó siendo considerada una acción de reincorporación y neutralización del concepto de América Latina, liberándola también de esa perspectiva geográfica limitante al incorporar las comunidades latinas en otras regiones, como los chicanos y puertorriqueños, y fue adoptando una territorialidad más dinámica y fluida para el término. 5 El autor argentino, uno de los más destacados intelectuales de los estudios postcoloniales, aborda en el libro La idea de América Latina. La herida colonial y la opción decolonial (2007) la construcción y constitución del concepto de América Latina, con una perspectiva histórica crítica densa, apuntando y dialogando con diversos otros importantes autores y críticos latinoamericanos. 6 El cubano José Julián Martí y Pérez fue un poeta, escritor, periodista y revolucionario intelectual de los más conocidos e influyentes pensadores de su país y de nuestro continente. El emblemático ensayo Nuestra América, de su autoría, publicado en 1891 en la Revista Ilustrada de Nueva York, en Estados Unidos, el 10 de enero de 1891, es una obra clave del pensamiento latinoamericano libertario que se convirtió en un manifiesto continental y acabó tratando de incorporar y neutralizar la expresión América Latina de su peso colonial y racial.
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Quizás pueda parecer innecesario explicar por qué fue (y aún es) importante defender la existencia de una fotografía de y en América Latina, y, al decir eso, es indispensable añadir, como se dijo anteriormente, que no la defendemos con intenciones de delimitarla, reducirla, traducirla ni nada parecido. Si creemos que existen similitudes históricas, culturales, sociales, formales o temáticas entre las producciones fotográficas de los países latinoamericanos, igual podemos encontrarlas e identificarlas entre otras producciones extranjeras, de otros períodos históricos, movimientos estéticos mundiales, etc. No es desde la búsqueda de unidad el argumento a favor de la fotografía latinoamericana, porque sin duda sería inviable, insuficiente, excluyente y limitante querer abarcar la pluralidad y variedad de miradas del subcontinente en un solo entendimiento. Sin extenderme demasiado en ese punto, el cual considero que no requiere muchas más justificaciones, y además considerando superados los prejuicios referentes a la terminología fotografía latinoamericana o a cualquier noción absolutista, avanzamos en la comprensión teniendo en cuenta ahora discusiones teóricas más actuales, que optan por adoptar la perspectiva de construcción cultural y de identificación, y ya no más la de una identidad cultural estática. Es decir, mientras que nosotros, latinoamericanos, nos identificamos y utilizamos deliberadamente el concepto, él seguirá siendo válido, útil e importante, porque es una opción, una postura. Esa es también la conclusión a que llegaron los participantes de los coloquios, como explica Carreras en la introducción de la reciente publicación de las memorias de la tercera edición: En el resumen de las discusiones finales del Tercer Coloquio se establece la siguiente afirmación: «Definida no de manera fija para siempre, sino dialécticamente la existencia de lo latinoamericano en la fotografía, inquietud a la que han dado respuesta ejemplarizante y concreta la celebración de estos coloquios —ya en su tercera etapa— y las muestras Hecho en Latinoamérica». Es decir, en Cuba se resolvió de forma clara y contundente el dilema en torno a la existencia o no de una fotografía latinoamericana. En tanto haya encuentros y exhibiciones que la reivindiquen, esta existe con voz propia y contundente. (Carreras, 2018, p. 22)
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Entonces, lo que nos une bajo el concepto creado y abrazado por los actores latinoamericanos, superado el éxtasis de los colóquios, es la necesidad (como también lo era en 1978) todavía urgente y presente de defender una actitud y un discurso colectivo, colaborativo, estimulante, impulsor y, por qué no, apasionante. Nos conecta la voluntad de ser y hacer, de pensar, discutir, crear, planificar, de producir. Nos ata lo que tenemos en común y lo que tenemos de diferente también, porque crecemos y aprendemos en la confrontación y en la diferencia, como los propios coloquios fueron capaces de demostrar. Nos conecta el deseo de construir juntos caminos y posibilidades para dar salida a nuestras producciones, encontrar las formas y medios de que ellas circulen y ganen el mundo, sean vistas, sentidas, por todo lado. Pero si ese deseo se convierte en un discurso político es porque somos capaces de percibir que existen matices, dificultades, límites, distanciamientos, programas, sistemas y modelos aún en vigor que nos siguen siendo impuestos, y que buscar los medios y formas de confrontar o superar las barreras es una realidad del campo de la fotografía por toda América Latina. Con la llegada del nuevo milenio es cierto afirmar que ya no enfrentamos las mismas dificultades de otros períodos, la globalización, por más ilusoria y contradictoria que sea, instituyó nuevos modelos de relaciones y de comunicación y contribuyó a amenizar algunas de las problemáticas que afligían a los fotógrafos en los 70 y 80, pero, como era de imaginar, no atendió a todas sus promesas, como, por ejemplo, la idea de un mercado global accesible para todos: local y global, centro y periferia, norte y sur, occidente y oriente. Como explica Canclini,7 tal territorio globalizado se ha imaginado de manera muy diferente para cada región y sector económico. No hay consenso sobre lo que sería la globalización y cómo debería funcionar ante cada realidad. Las respuestas dadas no funcionaron de manera igualitaria 7 El investigador argentino radicado en México Néstor García Canclini es antropólogo, doctor en filosofía, escritor y profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana de México, uno de los más renombrados investigadores en estudios culturales y posmodernidad en América Latina. En el libro La globalización imaginada (1999) aborda el escenario de cambios en la cultura en la era de la globalización y sus diferencias y ambigüedades en los diferentes continentes.
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porque las naciones y sus necesidades no lo son, ni la modernidad tampoco. Así, la capacidad de ingresar en un nuevo orden mundial estuvo limitada a grandes empresas e instituciones transnacionales, pero cuando hablamos de la industria cultural (las artes visuales, la producción editorial y la producción audiovisual, por ejemplo) se mostró insuficiente e ineficiente, aún peor en algunos puntos específicos del planeta. Tampoco las transformaciones tecnológicas pudieron responder con equidad a sus propuestas. De tal forma, a pesar de todos los cambios, continuamos viviendo procesos de marginación, exclusión, exotización, racialización, apropiación y enfrentando adversidades y disparidades, continuamos necesitando crear nuestras propias herramientas y estrategias, de las redes de apoyo mutuo y asociaciones, de mucha creatividad y voluntad para mantener nuestras producciones fotográficas en movimiento y en libertad. Cuando propongo el desafío de (re)pensar la fotografía latinoamericana, recordando sus orígenes, partiendo del análisis de los eventos citados y de la interpretación de los intereses que motivaron su realización en el pasado, es para estimular la búsqueda por entender cómo se constituye, en el presente, ese espacio común de actuación e integración. Desde los primeros coloquios, y a pesar del inmenso hiato entre las iniciativas, seguimos manifestándonos a favor de una fotografía del y en el subcontinente, continuamos realizando nuestros encuentros: los Foros Latinoamericanos de Fotografía de São Paulo, organizados en Brasil por el Estudio Madalena y el Instituto Itaú Cultural (que se iniciaron en 2007 y en 2019 realizaron su quinta edición), el Coloquio Latinoamericano de Fotografía – ¿Adónde Vamos? (realizado en 2017 por la Fundación Pedro Meyer y FotoMuseo Cuatro Caminos), las Jornadas del Centro de Fotografía de Montevideo, en su décima segunda edición: Fotografía Latinoamericana. Confluencias y derivaciones 1978-2018 (realizadas en septiembre de 2018, estas jornadas dedicaron la reunión a la conmemoración de los 40 años del Primer Coloquio). Por lo tanto, el mantenimiento de eventos que tengan como preocupación reflexionar sobre la fotografía de la región o reforzar el concepto nos confirman y reiteran su importancia y (re)existencia. Como dijo Claudi Carreras (2018, p. 15): «Tiendo a pensar que en cuanto sigamos generando encuentros, coloquios y debates en torno a la foto140
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grafía latinoamericana, esta seguirá existiendo en el sentido más epistemológico del verbo». Y más tarde: Lo que se vislumbra con cierta claridad es que mientras sigamos discutiendo sobre su pertinencia, la fotografía latinoamericana se seguirá reivindicando en los distintos foros en los que sea convocada siguiendo la estela de sus primeros precursores. (Carreras, 2018, p. 27) Así, señalamos la voluntad de seguir debatiendo el escenario y los rumbos de la fotografía en América Latina, para preguntarnos cuáles son los desafíos actuales y pensar juntos las soluciones a nuestras problemáticas, recontextualizar y resignificar las antiguas preguntas, entender lo que está en juego ahora. ¿Alcanzamos realmente los objetivos propuestos? ¿Cuáles son las nuevas/ viejas estructuras de poder dominantes? ¿Dónde (y cómo) nos posicionan? ¿Logramos mantener activa esta comunidad latinoamericana para la fotografía? Sabiendo que muchas veces, más que por encontrar respuestas, cuestionarse es un movimiento necesario porque produce caminos valiosos, densos, consistentes y sustanciales que nos llevan a romper con las limitaciones y lamentaciones, los conformismos y los estereotipos todavía presentes cuando se aborda la fotografía latinoamericana. Por lo tanto, al buscar entender cómo se formó el campo fotográfico latinoamericano y cuáles eran sus objetivos, contribuimos en el sentido de difundir el saber histórico para expandir su alcance, generar nuevas reflexiones e inquietudes, respuestas y propuestas. Después de poco más de 40 años desde la primera gran reunión entre nuestros países, la dimensión y complejidad cultural, política y social de esta porción del continente todavía representan dificultades a la aproximación y conexión entre los vecinos. ¿Será realmente que disminuimos las distancias y el desconocimiento entre nuestros pares? Por eso, considero fundamental corroborar y revitalizar el sentido crítico y político de aquellas primeras reuniones, su posicionamiento ideológico, una vertiente que parece haberse perdido en las nuevas generaciones de productores de imágenes. Ante el actual momento sociopolítico en América Latina, con el aumento de medidas, gobiernos y movilizaciones 141
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autoritarias, antidemocráticas y fascistas, recordar y repensar el papel transformador y revolucionario de la fotografía (y del fotógrafo) es urgente. Al final, América Latina se configura como un campo de lucha histórico y nosotros necesitamos saber disputarlo, individual y colectivamente, como bien apuntó Meyer en 1978, en aquella ocasión el entonces presidente del Consejo Mexicano de Fotografía: Nuestra identidad latinoamericana no solo se reforzará con los cambios provocados debido a la toma de conciencia colectiva sobre nuestra condición; el fotógrafo como individuo también se tendrá que redescubrir, frente a todo lo que le rodea, como protagonista que al mismo tiempo está fuera del acontecimiento en el momento de fotografiarlo y es parte intrínseca del mismo. Al denunciar aquello que nos duele o interesa estamos formando parte de lo mismo que acusamos. (cmf, 1978b, p. 08) Por lo tanto, el rescate histórico propuesto sobre la constitución de la fotografía latinoamericana es también una invitación a los agentes de esta latitud a repensar nuestros principios y creencias y recordar que no existe postura o existencia que no sea política.
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Índice
Retóricas expositivas en la construcción de imaginarios sobre la fotografía latinoamericana Juliana Robles De La Pava ............................................................... 9 Un antecedente panamericanista ......................................................... 12 El momento inaugural.......................................................................... 15 Discusiones sobre una trivialización de las ideas.................................... 19 Nuevas miradas sobre viejas cuestiones................................................. 22 Vacilaciones sobre la representatividad de una categoría ....................... 24 Imágenes de un dogmatismo................................................................ 27 Reflexiones finales................................................................................ 30 Bibliografía........................................................................................... 33 La estetización de la imagen fotográfica de la violencia: Ventajas y problemáticas en torno a su habitabilidad Miguel Ángel Castillo Archundia.................................................... 37 Introducción ....................................................................................... 41 Cuerpos violentados en la fotografía .................................................... 45 La imagen intolerable .......................................................................... 47 Romper la imaginación........................................................................ 49 Necroteatro y fotografía ........................................................................ 50 Habitabilidad y subjetividad de la fotografía ........................................ 54 El mito de verdad en la fotografía ........................................................ 54 Habitabilidad de la imagen violenta .................................................... 57 Estetización de la imagen violenta........................................................ 66 Bibliografía........................................................................................... 78
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Política de los restos y deseo de memoria: acerca de las fotografías del durante la desaparición en Córdoba Natalia Magrin ............................................................................... 79 Acerca de la semiología de la mirada y la política de los restos ............. 94 Bibliografía......................................................................................... 116 Para (re)pensar la fotografía latinoamericana Maíra Costa Gamarra .................................................................... 121 Resumen ........................................................................................... 123 Bibliografía......................................................................................... 143
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Juliana Robles De La Pava Ibagué, Colombia, 1990 Es becaria doctoral del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet) de Argentina. Aspira al doctorado en Historia y Teoría de las Artes de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Es investigadora en formación del Centro de Investigación en Arte, Materia y Cultura iiac-untref. Es magíster en Curaduría en Artes Visuales (Universidad Nacional de Tres de Febrero, untref ), título que obtuvo con la tesis La materialidad del espacio. Intersecciones entre lo curatorial y lo fotográfico en la práctica expositiva. Es licenciada y profesora en artes. También es docente de Historia del Arte en el Profesorado en Artes Visuales Manuel Belgrano de Buenos Aires. Maíra Costa Gamarra Maceió, Brasil, 1983 Es fotógrafa, curadora, gestora cultural e investigadora independiente. Licenciada en comunicación social/ fotografía y magíster por el Programa Interdisciplinario de Estudios Latinoamericanos (ppgiela) de la Universidad Federal de Integración Latinoamericana (unila). Es curadora de Mira Latina, laboratorio donde desarrolla proyectos, tutorías e intercambios con el objetivo de promover diálogos y reflexiones sobre la producción de imágenes desde una perspectiva contracolonizadora. Es también cocreadora del 7Fotografía, uno de los primeros colectivos fotográficos formado por mujeres en Brasil (2010) y del Festival Mesa7. Colabora como investigadora invitada en Redlafoto, del Centro de Fotografía de Montevideo, es una de las coordinadoras del grupo de estudios gif – Imágenes y Feminismos y docente del MBA Cultura Visual: Fotografía & Arte Latinoamericana. Tiene como campo de investigación la fotografía en América Latina, las dinámicas colectivas, colaborativas y en red. Le interesa observar los vínculos y transformaciones en el campo para pensar formas de intercambio que contribuyan a generar nuevos dislocamientos y prácticas en la fotografía.
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Miguel Ángel Castillo Archundia Ario de Rosales, México, 1993 Es licenciado en Filosofía por la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo (umsnh) y tiene una maestría en filosofía de la cultura por la misma universidad. Desde 2012, es fotógrafo autodidacta. Sus intereses y líneas de investigación son la teoría de la imagen y la teoría de la fotografía de la violencia, desde perspectivas que conciernen la filosofía, la ética, la política y la estética. Durante su formación de maestría hizo una estancia de investigación en la Universidad de Antioquia (UdeA), Colombia, en el departamento de artes. Investigó en torno a la fotografía, la violencia y el arte. Impartió un taller teórico en el Semillero de Investigación e Imagen Técnica y Narrativas Experimentales (siitne) en el departamento de Artes de la Universidad de Antioquia (Colombia) en septiembre del 2018 titulado «Fotografía y arte: Mostrar la violencia». Ha participado como ponente en congresos, coloquios y seminarios. Su participación se ha enfocado tanto en la imagen y la visualidad, como en su relevancia social, política e histórica. Natalia Magrin Villa María, Argentina, 1982 Es licenciada en Psicología (Universidad Nacional de Córdoba) y doctoranda en Letras (Facultad de Filosofía y Humanidades - Universidad Nacional de Córdoba). Docente investigadora de la Universidad Nacional de Villa María. Miembro del Área Subjetividad y Derechos Humanos de Territorios Clínicos de la Memoria. Actualmente se encuentra desempeñando funciones como coordinadora de Gestión de Fondos Audiovisuales del Archivo Nacional de la Memoria, Secretaría de Derechos Humanos de la Nación. Ha trabajado en el Archivo Provincial de la Memoria de Córdoba desde 2010 a 2014. Ha coordinado el Programa de Historia Oral y Memorias locales de la Municipalidad de Villa María desde 2014 a 2020. Su trabajo de investigación, docencia y extensión está centrado en los estudios de memorias del terrorismo de Estado en Argentina. Particularmente, en la relación entre fotografía, memorias y archivo, su dimensión significante e implicancias subjetivas, políticas y e(sté)ticas. Ha publicado artículos en revistas y capítulos de libros sobre estos temas. 149
Este trabajo fue seleccionado en la Convocatoria 2019 de CdF Ediciones. Apuntando a estimular la producción de trabajos fotográficos y a promover la realización de libros de fotografía, desde el año 2007 el CdF —mediante convocatoria pública— edita anualmente un Libro fotográfico de autor UY. En 2008, buscando estimular también la producción escrita, se agregó una convocatoria para la edición de un libro de Artículos de investigación sobre fotografía; en 2009, una convocatoria para Latinoamérica de Libro fotográfico de autor LA; y en 2011, un llamado para sendos Libros de investigación sobre fotografía, para Uruguay y Latinoamérica. Se sumó en 2012 el lanzamiento de la categoría Fotolibro, en la que cada postulante puede elegir libremente el formato y las características del libro. La selección de Artículos de investigación sobre fotografía y de Libro de investigación sobre fotografía estuvo a cargo de Luis Dufuur (UY) y de Mariana Amieva (UY), elegidos por el CdF como jurado; y de Mónica Maronna (UY) en representación de los participantes. Las bases del llamado se encuentran disponibles en el sitio web del CdF.