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e LAS TRAMPAS

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SONETOS u

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EN un lugarejo andaluz de los de á tres por un cuarto, vivía un gitano de tan buena sombra como mala suerte. La gitana consorte, castiza hembra que, según su marido, era un mixto de mujer y conejo, le regalaba todos los años un churumbel. El pobre hombre después de encomendarse á la señora conformidad, patrona de los necé itados, le pedía á Dios que abaratara el pan y no echara en saco roto que eran muchos á comer y uno solo á ganar. En esto llegó un invierno en que las mubes, por no sé qué tonterías, pelearon con el astro rey y salían todos los días á abofeteario, y coñ tales escaramuzas, ya salgo furioso, ya tengo que huir ante la ira de las aladas madres de la lluvia, el sol andaba loco y no hacía cosa de provecho en *os campos, hasta que Cansado se echó á reir y los mortales de aquellos rincones de Andalucí: á llorar Nuestro gitano, que en años de ventura andaba á la que se te cayó, tuvo que emparedarse en vida y salir de noche por la puerta falsa de su casa para que las trampas, eterna pesadilla de su vida, no lo desollaran. Mas como todavía no ha habido, que yo sepa, ningún sabio que enseñe á vivir sin meterle leña al horno del cuerpo, vulgo bartola, el pobre hombre se desesperaba, y más cuando oía las lamentaciones de su mujer y los lloriquess de los zagales, que, según la madre, de no comer <«habían perdío el rumbo é la tinaja »

Si un día la fortuna le hacía una caricia, al utro la desgracia le daba un coscorrón, de modos y manera, que en aquel juego de tira y encoge, espérame y vete, siempre el gitano salía perdiendo. La primera le proporcionaba una burra de labios colgantes y ojos turbios abandonada por su dueño en cualquier baldío, y á la cual, como la curia á la cabecera de un moribundo poderoso, los pajarracos acechaban para descuartizarla en cuanto le entraran los temblequeos de las últimas. Agustín, que asíse llamaba mi hom- bre, la recogía, pelaba, le buscaba el pinque para hacerla trotar con garbo ante el incauto comprador; mas cuando hecho tcdo lo mencionado, se disponía á engalanarla cou el más flamante aparejo de su guardarropía, la des- gracia le aflojaba al animalito las patas y le daba generosa el pasaporte para el otro ba- rrio. Al fin, desesperado un día, le dijo á su mujer:

Vete con tu madre, Pajtoriza, y aunque

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