El gozo creativo viaja en un carro de plastilina Por
Hace varios años, cuando estudiaba la universidad, anhelaba en convertirme en ilustrador de contenidos para la niñez. Mis compañeros, con intención de elogiar mis habilidades para reproducir imágenes con diferentes técnicas, me apodaban ‘El Scanner’. Me sentía muy orgulloso de mi alias, pero ahora entiendo que duplicar imágenes no es crearlas. Yo era un tipo de máquina que le faltaba un ingrediente que habitaba en lo íntimo, hasta entonces inexplorado. “Seguro te va a gustar, dibujas bien” me dijeron cuando me contrataron para hacer talleres con plastilina en grupos escolares. Yo necesitaba un trabajo, no sentía ni pizca de entusiasmo por la actividad, pero la paga era buena y los materiales necesarios para mi licenciatura, muy caros. Acepté ignorando que, quienes supuestamente yo iba a enseñar, terminaron dándome lecciones básicas de cómo convertirme de máquina duplicadora a creador.
La plastilina de mi tierna infancia era incolora, dura y con olor a petróleo. No fue mi material favorito, recuerdo que alguna vez tuve exponerla al sol para lograr manipular aquella consistente masa. Me encontraba delante de mi primer grupo, había practicado muy bien los pasos de la figura que les iba a enseñar, todo salió sorpresivamente bien y noté dos cosas: la plastilina es la protagonista (inclusive sobre el tallerista) y había una especie de aura en el salón, que no entendía muy bien pero que daba gusto.
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