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Autoconstrucción, Abraham Cruzvillegas

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Donatien Garnier

Donatien Garnier

Abraham Cruzvillegas

Autoconstrucción

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Los motivos que empujan a la gente a irse de su tierra —ya sean económicos, políticos, religiosos, de género…— han sucedido desde que existimos. En principio, la migración es un derecho humano, y en ese sentido, creo que como tal, nos pertenece y debemos exigirlo, así como también el derecho a manifestarnos políticamente, pero también culturalmente, a generar preguntas en público, sobre quiénes somos; en mi caso, en formas de obra de arte. Creo que hacerse preguntas frente a los demás es el trabajo de cualquier artista.

Me parece increíble la sinceridad, la transparencia y la sensatez de cuando alguien como artista expone y transmite, se expone. Claro, hay algo de exhibicionismo en publicar un libro, por ejemplo, se hace público, se desnuda uno frente a los demás, sale del clóset, y este gesto de transparencia que apela a una voluntad de diálogo es imprescindible, cada vez más.

En ese sentido, creo que casi todo lo que he hecho tiene que ver con la posibilidad de enunciar o de redactar correctamente esa pregunta: ¿quién soy? No quiero decir que la haya hecho, porque no lo he logrado, pero es mi voluntad hacerla. ¿Quién soy?

Hace mucho tiempo, hace unos 10 años, estuve por unos meses en una residencia que da el Smithsonian, en Washington, para hacer investigación que no tenía nada qué ver con arte, pero sí con la investigación que uno puede y necesita hacer como artista, buscando referencias para producir un proyecto nuevo. Diariamente, saliendo del metro para llegar a mi oficina en el American History Museum, un policía me saludaba. Me veía, me sonreía y me daba el paso, era simpático conmigo, un negro.

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Foto 1. © Alejandra Carrillo Soubic

Foto 2. © Alejandra Carrillo Soubic

Foto 3. © Alejandra Carrillo Soubic

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54 Después de algunos meses me interpeló, se acercó a mí y me preguntó: “Disculpe, ¿es usted nativo americano?”. Yo le dije: “Claro que sí”. Me dijo: “¿De dónde?”. “De la colonia Ajusco, en Coyoacán”, le respondí. Le sorprendió mucho, no dijo nada, volvió a sonreír y me dio el paso de nuevo.

Yo nací y crecí en la colonia Ajusco, en 1968. Fui parte de una generación de niños que crecimos saliendo a marchar, exigiendo el derecho a la propiedad de la tierra, los terrenos que nuestros familiares habían invadido desde mediados de los años sesenta, esas familias lucharon por tener no solamente la tierra, sino también los servicios: agua, electricidad, educación, mercados.

Yo, como un niño, marché con mi mamá para exigir todo esto. Éste es uno de los sucesos que han marcado no solamente mi existencia como individuo, sino también la necesidad y la posibilidad de enunciar un discurso como artista, que parte de ese contexto. He realizado muchas obras que se llaman “Autoconstrucción”, en referencia a la manera en que la gente construyó sus casas sin recursos, o como decía mi papá, sin recursos, con recursos y a pesar de los recursos.

Esta autoconstrucción que es mi obra, como las casas que son hechas en un proceso autoconstructivo, como la identidad, están definitivamente inacabadas. Es un proceso que no termina. Por eso digo que es un evento que sigue marcando mi existencia.

Otro evento más reciente que la marcó fue conocer a una mujer, una abogada que se llama Alejandra Carrillo. Ella ha trabajado en distintas instituciones, pero sobre todo con el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), como Oficial de Protección de Solicitantes de Asilo.

Creo que ella es una de las personas más autorizadas en el país para hablar de estos temas, sobre todo, de niños migrantes. Esos niños que viajan solos y que pasan por México, no solamente de Centroamérica hacia Estados Unidos, considerando a México como un país de tránsito, sino también de todo el mundo, porque México es el paso obligado para todos los migrantes que no cruzan el mar.

Con ella he aprendido mucho. Alejandra se convirtió en mi esposa, tuvimos dos hijos y a lo largo de estos casi 15 años de convivir ha sido un gran aprendizaje para mí que ha puesto en duda, cuando no en jaque, muchos de los presupuestos de mi trabajo en términos de los derechos humanos.

Mi familia paterna es de Michoacán, son purépechas del pueblo de Nahuatzen, en la Sierra Madre Occidental. Del lado materno son hñahñús del estado de Hidalgo, del Valle de Mezquital, una de las áreas más pobres de Latinoamérica, probablemente, estadísticamente; yo no conozco de estadística, pero es lo que a mí me han dicho.

Entonces, no conozco qué tan hñahñú o qué tan purépecha soy, al menos en la construcción del mito sobre quién soy, pero sé que algo hay de eso.

Foto 4. © Alejandra Carrillo Soubic

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En el año 63, Rogelio y Miguel se toparon donde se juntan Castro y Divisadero. Iban a dar las cinco de la madrugada. El primero iba hacia La Misión, donde estaba pintando un mural sobre la vida despapayosa de San Francisco de Asís, antes de su transfiguración mística. El segundo venía de tocar en un tugurio, en Sausalito. Hacía ya un chorro que no se veían, pues Rogelio, quien ahora respondía al nombre de Narciso, había tomado los hábitos y hecho los votos que la orden franciscana exige a sus monjes.

Y Miguel, a quien siempre llamaron Cutano, porque desde chiquitito nunca pudo decir bien la palabra gusano, siguió a su tío, tocayo, de apellido Prado, a tocar en una banda de pachucos desenfrenados de la bahía. Ahí se volvió pacheco y aprendió a rifársela en cualquier tipo de chamba. Fue garrotero en la marisquería Swan, cadenero de un antro en el Tenderlow, pizcador de uva en Napa, jardinero en Rincon Park y ahora saxofonista en un club cerca del embarcadero.

Los dos eran purépechas, pero desde chavos, supieron que era vergonzoso hablar su idioma fuera del pueblo, Nahuatzen, en la Sierra Madre Occidental. En San Francisco entendieron que también era vergonzoso hablar español. Eran primos hermanos, los dos vieron la luz en 1935. Los dos fueron niños músicos, como casi todo en su pueblo. Los dos sabían trasquilar, cardar e hilar lana. Los dos crecieron taqueando tripa de borrego.

56 A continuación presento un texto; no le llamo ficción porque no lo es. Un amigo mío dice que lo que yo escribo debería llamarse fricción. Es una fricción que abunda sobre este tema. Lo leí una vez con Alejandra en público, en Nueva York. Está escrito en castellano, que es el lenguaje que comúnmente uso, pero que no conozco al cien. Ella lo leía paralelamente, alternadamente quiero decir, traduciéndome del español al español. Yo lo escribí como hablo siempre, y ella lo tradujo al lenguaje de los que trabajan como ella, protegiendo a los refugiados, a los solicitantes de asilo. Se tienen que imaginar la parte de ella hace:

Foto 5. © Alejandra Carrillo Soubic

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58 Miguel le dijo que iba a ver a Gildardo, hijo de su tío Vicente, quien se habían instalado en un lugar de la Ciudad de México, donde estaban cayéndose todos los carnales del pueblo. Ya entre varios parientes estaban armando una capillita para San Luis Rey de Francia, el santo patrono de Nahuatzen, hecha de pura piedra volcánica amontonada, como hicieron también sus casas, pues era lo único que había en ese lugar, que se llama todavía colonia Ajusco. Para entonces, toda la raza se estaba yendo a la capirucha, decían que había jale para todos, que, aunque fuera de macuarros, de chalanes, de lo que cayera. Se estaban construyendo un montón de edificios, se abrían calles donde nada más había lomas o cerros, muchas fábricas tenían vacantes.

Rogelio, con la cabeza pelada, con su túnica parda y sus cordones anudados a la cintura y en sandalias. Miguel, todo de negro y con chamarra de piloto, con el copetazo envaselinado y con zapatos puntiagudos de plataforma, dialogaron en la calle por una media hora y no volvieron a verse hasta el año 68, justo cuando fue la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, cuando Rogelio había dejado la orden y ya tenía dos hijos viviendo en la Ajusco, a dos cuadras de la tortillería de la tía Tachi, quien, llorando, había pedido a Miguel ya no volver al Gabacho, pues nada más agarraban malos vicios.

Cutano, instalado en Bond Street con unos músicos que alternaban con negros, que a veces tocaban jazz y otras bugalú, se metía lo que se encontrara, y camellaba todo el día de mecapalero en Sea Port, hasta principios de los setenta, cuando nacieron las bandas que le dieron chance, incluyendo la de Jemel Moondoc y Joe Bataan, pero al final se rebotó al pueblo, donde abrió una pollería, desempolvó el telar de su abuelo, Librado Avilés, y se puso a dar clases de música en la escuela primaria que justamente llevaba el nombre de su ancestro.

La época en que todos dejaban a su familia en el pueblo para irse al chilango quedó atrás. Eliseo, un nieto de Cutano, probó lanzarse a Nueva York hace poquito. Se trepó a La Bestia y le fue de la fregada. El Greñas, un vecino suyo de la colonia, que andaba encariñán-

dose con una chapina, casi se vuela una pata, intentando ayudarle a treparse a La Bestia. Se atoró en Veracruz, en una casa donde le ayudan a los mojados. De ahí se amachinó con unos catrachos para que los maras no les pasaran revista, pues ellos ya habían pagado piso varias veces, hasta que terminaron en Ixtepec, donde se alivianaron para volverse a ver las caras con los polleros.

Eliseo oyó en el lomo del tren que unos decían que igual y pedían asilo, que servía para poder quedarse, aunque fuera un rato, con cierta protección, antes de seguir el camino o volver a sus chantes. Él siguió y llegó hasta Nuevo Laredo, donde lo echaron para atrás, porque como todos, no tenía papeles. Érick, un nieto de Rogelio, apenas quiso ir a dejarle flores a su bisabuela en el camposanto de Nahuatzen y no lo logró. Cherán, el pueblo de junto, por el que hay que pasar a fuerza para llegar, se encuentra en estado de sitio. Todos sus jóvenes viven en Chicago, en Nueva York o en North Carolina, y los que quedaron, decidieron que los talamontes no los iban a amedrentar, y echaron a la tira para armar una autodefensa.

Los sicarios y los narcos jodieron los cerros y pusieron sus cocinas por todos lados. Las carreteras y las escuelas están cerradas. El ejército no se mete y durante el sexenio anterior, todo se empeoró. Cuando el gobierno quiso confrontar a los cárteles, La Familia de Michoacán, Los Caballeros Templarios, Los Zetas, que tienen de por sí su propia cámara húngara. Érick fue bajado de un autobús y con todos los otros que se dirigían a la Meseta Tarasca tuvo que irse a pata y sin cacles, hasta donde pudo. Ese fue el último camión que entró a Cherán por un buen ratón.

Eliseo y Érick se toparon en la cola de las tortillas hace dos semanas. Hablaron de irse. De repente se dijeron algo en purépecha para que nadie la pescara. Riéndose se dieron cinco, tal vez aceptando que más importante es el camino, estar juntos, dijeron: guaristiá. Se acabó.

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Fotos 6, 7, 8 y 9. © Alejandra Carrillo Soubic

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