Claudia Benincasa
Benincasa, Claudia 2 + 2 / Claudia Benincasa. - 1a ed . - Villa Ballester : Claudia Benincasa, 2021. 24 p. ; 19 x 26 cm. ISBN 978-987-86-9920-2 1. Narrativa Infantil y Juvenil Argentina. 2. Adopción . I. Título. CDD A863.9282
© del texto y de las ilustraciones Claudia Benincasa Edición taller contar la propia historia Villa Ballester / Buenos Aires, 2020
Con infinito amor para Leo, Maxi y Benja.
Esta es nuestra historia, nuestra búsqueda. Somos Claudia, Leo, Benja y Maxi. Este es el camino que recorrimos para estar juntos.
Leo y yo nos conocemos desde los ocho años. Pasábamos los veranos jugando en mi pueblo natal, en Santa Fe, porque él iba de visita a ver a sus tíos y primos. De grandes, luego de mucho tiempo, nos volvimos a encontrar y nos enamoramos. Soñábamos con tener una familia, rezábamos cada noche para que ocurriera. Una mañana llegó el llamado tan esperado: había dos hermanitos, allá lejos, en Salta, en la montaña, junto a un río. Tenían 4 y 6 años. Yo solo quería un regalo, era sentir sus brazos rodeando nuestros cuellos.
Con mucha emoción y ansiedad preparamos las valijas y salimos a comprar regalos. Emprendimos el viaje sin contarle a la familia. Tomamos un mapa para desplegarlo en el auto. Por el camino, escuchamos música. Hubo una canción La luna y la cabra que se convertiría en favorita. El camino iba recorriendo ondulaciones, sierras, montes, yungas, plantaciones de bananos, cañas de azúcar y cactus por doquier. Parábamos al borde de la ruta a tomar fotografías y a comprar frutas para llevar al hogar.
Leo estaba feliz, en un momento paró la camioneta y se bajó, me dio la filmadora, empezó a caminar haciendo dedo. Así que me cambié de asiento y comencé a manejar: –¿A dónde vas? ¿Te llevo a alguna parte? –Voy en busca de un sueño dorado. –Subí que te llevo, voy por el mismo sueño. Ambos reímos y continuamos viaje.
Luego de recorrer 1800 Km, llegamos al hogar. Un arco blanco y el cartel cubierto de flores rosadas nos daban la bienvenida. A lo lejos podían verse los cerros rojizos. –Siento que están acá amor, nos están esperando, –me dijo Leo, tomándome de las manos y ocultando sus lágrimas tras sus anteojos de sol. Cuando entramos, comenzamos a ver juegos de niños por el parque y canchas de futbol, pero a nadie jugando. Pasada la hora de la siesta, empezaron a asomarse. Nos recibió Juan, el encargado del hogar y unas señoras muy simpáticas a las que les decían “las tías”. Ellas se encargaban del cuidado de los niños. Cuando entramos a la cocina sentimos un olor riquísimo que salía de una olla: era humita en chala y la estaban preparando para la cena. Ya tenían un vasito de yogur listo para los que empezaban a despertarse y la puerta abierta para que salieran volando a jugar. Leo y yo buscábamos a Maxi y a Benja entre todos esos niños. No los conocíamos.
Debajo de una mesa, asomaron unas manitos pequeñas y una cabecita toda transpirada, con sarpullidos en la frente. Tenía ojos achinados y una sonrisa que dejaba al descubierto dos hoyuelos. Una de las tías nos guiñó un ojo y nos dijo: él es Benjamín. El chiquitín alzó su cabeza para mirar a Leo, que era muy alto a su lado. Ese fue el primer contacto y enamoramiento con nuestro hijo menor.
Luego nos llevaron hasta el comedor, donde había más niños jugando. Acostado en el piso, con la cabeza metida en una caja, y el brazo apoyado detrás, como si estuviera tomando sol en la playa, estaba Maxi. Morrudo, fibroso, puros cachetes, ojos almendrados y mirada nostálgica. Nos enamoramos en tan sólo un instante de nuestro hijo mayor.
En el hogar también estaban los tres hermanos mayores: José, el mayor, le seguía Gabriel y por último Aaron, quién era muy parecido a Benja. Compartimos la tarde juntos, hablando, jugando y pintando. Los mosquitos me estaban devorando y Benja apareció con un repelente, se sentó en el césped y me empezó a pasar en las piernas. No pude más y lo alcé, nos sentamos juntos a pintar, no podía dejar de mirarlo.
Entre los varones se armó un partidito de fútbol, así que Leo se acercó como espectador. Maxi se las rebuscaba para patear la pelota, y esconder sus lágrimas cuando los más grandes lo pasaban por encima. En una de sus tantas caídas, Leo corrió a levantarlo y abrazarlo. Maxi y Benja eran hermosos.
A la tardecita volvimos solos al hotel, agotados pero felices. Al día siguiente nos citaron en el Juzgado. Allí nos encontraríamos con Maxi y Benja. Ellos llegaron con su hermano José y con Juan, el encargado del hogar. Sólo traían una pequeña mochila que contenía dos remeras, dos calzoncillos, y un caballito blanco de plástico, al que le faltaba una patita. Era un regalo muy preciado de su hermano Aaron. Ese día nos dieron la noticia: ¡Ya no volverían al hogar, podíamos viajar con ellos a Buenos Aires!. ¡Ya éramos familia! Juntos compartimos las horas más maravillosas, almorzamos y jugamos en la plaza con Benja, Maxi y José. Entre juegos, lágrimas y risas, nos abrazamos y nos despedimos con el juramento de protegerlos más que a nuestra propia vida y con la promesa de volver a encontrarnos. Fue un abrazo desde el alma, infinito…
A la tardecita, fuimos a comprar ropa y juguetes y un pollo para cenar. –¡¡¡ETO NO E UN POLIO E UN GALIO!!! –dijo Maxi, al primer mordiscón, ¡era muy duro! –¿Me da más coca? –dijo Benja. –No le dé señora, tiene que comer primero, nosotros no tomamos coca, siempre lo retan porque es delicado y no come –agregó Maxi. No nos tuteaban, y aún hoy lo tienen arraigado. Maxi hablaba rapidísimo y debíamos aprender términos salteños muy graciosos. –Usted póngame el cholito (gorrito). –Usted le pasa al piso el haragán (lampazo). –Queremos comer un gauchito de polio entre los dos (sándwich completo de pollo, queso y tomate para compartir). –¡Viva la iupi! (Cada vez que algo les gustaba). –¡Ese perro me lambia la mano! ¡Y llegó la hora de bañarse! Maxi le daba indicaciones a Benja: lavate la cabeza y luego el calzoncillo y usalo de esponja para pasarte por el cuerpo y lavate el cuello y los dedos de los pies y lavate las uñas. Luego hacía lo mismo él. Nosotros los mirábamos de lo más enamorados y muertos de la risa.
La primera noche juntos en el hotel les dejamos la tele con los dibujitos, pero Maxi, nuevamente, marcó su territorio: –¡Usted no tiene que prender la tele, porque hay que dormir! Les dijimos que ya no estaban en el hogar y que podían mirar un ratito. La idea los entusiasmó y solo se escuchaban carcajadas hasta que el sueño los venció. Nos turnábamos para levantarnos a mirarlos, besarlos y taparlos. Era mágico tenerlos ahí. A la mañana siguiente, llamé a mis padres, Maxi y Benja jugaban, gritaban y se reían –¿Y esos ruidos Claudi, son chicos? –dijo mi mamá. –Llamá a papá, tenemos una noticia: ¡Son abuelos! Mi papá, emocionado, se quebraba a cada instante y mi mamá repetía –¿Cómo están mis nietitos? ¡Son dos varoncitos! No lo podían creer, aunque mi mamá lo había presentido apenas le contamos que nos íbamos de viaje. Porque así son las madres, hoy lo sé. Luego de darles la noticia, emprendimos el regreso.
Ya no entraba nada más en el asiento trasero: juguetes, galletitas, gaseosas, golosinas, revistas, libritos, lápices, todo para hacer más entretenido el viaje. La canción de La Cabra y la Luna sonaba una y otra vez, mientras se nos cruzaban varias cabritas por el camino. Con sus narices pegadas al vidrio de la ventanilla, iban mirando cada detalle del paisaje, contando los gigantescos cactus y eligiendo qué caballo montar. –¡Cactus, cactus! –repetían, eran muy graciosos. Viajamos primero a Santa Fe, a mi pueblo, para reunir allí a la familia. Les íbamos contando que conocerían a los nonos: Ida, Liber y Beto, a los tíos Lili, Rubén, Sole, José, Graciela, Ricardo, Raquel, y primos, Lichi, Lucre, Mary, Noe, Lauti y Ricky.
Al llegar al pueblo, a pocas cuadras de la casa de mis padres, les abrimos las ventanillas, sacaron medio cuerpo afuera y empezaron a gritar ¡Nono Beto, nono Beto! Mi papá estaba en la vereda esperándonos. Bajaron corriendo y saltaron sobre él, lo treparon, abrazaron, besaron. Benja y mi papá se miraban y tocaban sus caras buscando algo parecido en cada uno de ellos. El resto de la familia empezó a salir y todo fue un hermoso descontrol: carteles de bienvenida, fotos, globos, abrazos, llantos, risas. Recorrían la casa, mientras nos escuchaban contar la historia, entre mates, café, y la pastafrola casera de mi mamá. Maxi y Benja se abrazaban a sus regalos, sus peluches, aquellos que eran una tradición familiar, por pasar de primos a primos, y hoy estaban en sus manos: el patito amarillo de Lichi, el sonajero de cuna de Lucre, los almohadones y libritos de cuentos de Lauti.
Maxi jugaba al dominó con la tía Lili, y luego se armó la guerra a cocochito del tío Rubén entre cosquillas y risas. El fin de semana pasó volando, más de lo que hubiera querido, el pueblo era un lugar hermoso para disfrutar en familia, pero nuestro hogar estaba en Buenos Aires
Allí nos esperaba la casita pintada de azul. Nos despedimos de la familia. La abuela Ida nos acompañó en el viaje, ellos la miraban, le sacaban las hebillas del pelo, y le preguntaban cuántos años tenía, porque su cara estaba ya medio arrugadita.
Al entrar a la ciudad, miraban todo. Comentaban que los edificios eran tannnnn altos y que había muchos autos y gente por todos lados.
Apenas vieron la casita azul, la alegría y la curiosidad los sobrepasaban, subían y bajaban las escaleras corriendo, recorrieron en dos minutos cada rincón. Para nosotros la casa era gigante, pero comparándola con el predio que tenían en el hogar, árboles, montañas, campo, les parecía pequeña. Poco a poco fue llenándose de juguetes, patinetas, bicis, cuentos, pelotas de futbol, básquet, robots. Ordenábamos y a los dos minutos volvía a ser un maravilloso desorden. Nos bañábamos entre superhéroes y autitos. La plaza era el paseo obligado de cada día, gastar energías, trepar, descalzarse, y correr por el pasto, llegar negros de tierra y subir directo a bañarse.
A la mañana no podían faltar los mimos y desayunos en la cama, ya lo habíamos implementado, era tan lindo escuchar: ¡¡¡¿Máaaaa nos trae el té o la choco con galletas a la cama?!!! Las primeras noches en casa, a la hora de dormir, nos quedábamos un momento en cada cama, entre mimos y risas, nos íbamos durmiendo. Benja tomaba todo muy naturalmente, estaba abierto a recibir cada mimo, cada abrazo, nos miraba emocionado y se colgaba como un koala de nuestro cuello. Maxi, nos estudiaba y preguntaba: –¿Por qué nos arropan siempre? –¿Eso hacen los padres? –¿Y todas las noches nos van a besar? Y así empezábamos, un beso en la frente, un beso en la panza, dos besos en cada mejilla, casi como un ritual: –¡Becho ma, becho pa! ¿me da otro becho? ¿Después que sale del baño, vuelve a saludarnos? Antes de dormir, nos pedían que les relatáramos cómo y por qué los fuimos a buscar, les encantaba escucharlo, terminábamos los cuatro abrazados y cantando ¡Somos familia, somos familia! Como nos acostumbramos fácilmente al amor.
Cuando Maxi se enojaba mucho, por alguna situación, ante un límite, me enfrentaba y me decía: –¡Usted no es mi mamá! ¡Me quiero ir de nuevo al hogar! ¡Vamos Benja, nos vamos! Benja lo miraba y le respondía que no se quería ir. –Maxi, yo sé que no naciste de mí, no hace falta que me lo repitas cada vez que te enojas, pero se puede ser mamá de otra manera, y es ésta. Pasaban minutos, a veces horas, y luego venía, se metía debajo de mi remera, rodeando mi cintura con sus brazos y me besaba. Parece embarazada me decía. Así que empezábamos a jugar: –¡Ohhh! ¡Cómo me creció la panza, creo que ya va a salir el bebé! Hacía fuerza, lo alzaba y llevaba hasta el sillón del living –¡Sí ya nació, es gigante y cachetón! Entre risas y cosquillas. Le encantaba “nacer de mí”, como así le decía, era nuestro juego.
Llegó la adaptación de Benja al jardincito. La abuela Ida le hizo el delantalcito azul a cuadros con el morral haciendo juego, bordado con su nombre. Benja era muy tímido y le costaba integrarse. Lloraba cada vez que me iba, hasta que un día se sintió seguro y contento de saber que siempre estaría esperándolo para volver a casa. Maxi, un niño valiente, siempre decidido a dar el primer paso, entró sólo al colegio arrastrando su mochila con rueditas. Se adaptó muy fácilmente, siempre tenía algún amigo nuevo. Su seño María fue una guía para él, los unía un gran cariño y eso le dio mucha seguridad. Se esforzaba todo el tiempo. Una tarde vinieron de la plaza y Leo me dijo: Estoy re emocionado, Maxi armó un partidito de basket con otros chicos, luego les dejó la pelota y les dijo: “Bueno me voy porque me está esperando mi papá para jugar”. Esa fue la primera vez que Maxi lo llamaba así, delante de otros. Maxi ya había escrito su nombre en su cama, y usaban frazadas para armar sus propias casitas en la habitación, o en cualquier rincón de la casa. El atesorar cosas es una característica de ellos. Lo más amado lo guardan como un tesoro: una cadenita rota, una lupa, una linternita de papá, una pulserita de santitos de su abuela Ida. Vi un peine roto de mi mamá, le pregunté a Maxi por qué lo conservaba, ya que le faltaban varios dientes, me dijo que lo vio en el baño y se lo guardó porque le recordaba a ella.
Volvimos a viajar tres veces más a Salta. En el Juzgado les preguntaban cómo estaban con la familia, el colegio, si tenían nuevos amigos, y ellos contestaban que estaban bien, que nos preguntaran a nosotros, y que querían ir a cabalgar. Sólo eso tenían en mente ¡Montar un caballo! Así que fuimos de Don Agustín, que tenía caballos y pasamos la tarde allí tomando mate y viéndolos cabalgar. Esperábamos la adopción definitiva. Tardó dos años más. Cuando llegó la noticia, yo estaba trabajando y Leo me llamó con Maxi y Benja: –¡Felicitaciones, súper mamá, salió la sentencia de adopción, ya tienen nuestros apellidos. Te vamos a ir a buscar para festejar! ¡Somos familia, somos familia! y a eso le sumábamos el apellido de Leo y mío. Les explicamos el significado de lo ocurrido y que de a poquito se iban a acostumbrar a que los llamaran con otro apellido.
Cuando fuimos a hacer los DNI, al momento de dejar sus huellas digitales y firmas, aplaudimos y nos abrazamos con mucha alegría. En casa, comenzó la tarea de cambiar las etiquetas de las carpetas, de los boletines, compartir la noticia con la seño y compañeros. Cada uno tuvo tiempo para acostumbrarse al nuevo apellido, sabiendo lo importante que es mantener la identidad, el origen y abriéndonos el corazón, adoptándonos ahora ellos a nosotros, porque ese era nuestro destino: ¡estar juntos! La adopción es un proceso, que termina, cuando nuestros hijos nos adoptan como padres.
Momentos mágicos
• Escuchar máaaaa y páaaaaa.
• Caminar juntos y ocupar toda la vereda.
• Los saltos que daban cuando conocieron el mar y la nieve. • Tocar los instrumentos musicales de papá. • Los festejos ante cada logro.
• Llegar a Santa Fe y aún ver a mi papá en la vereda esperándolos. • El abrazo casi desesperado de Benja, al vernos llegar. • Besarle sus pies cada mañana.
• La alegría con que invitan a sus amigos a casa.
• Descubrir sus nombres escritos debajo de algún mueble.
• Las empanadas con salsa criolla, para recordar el sabor salteño. • La humita en chala y el mango.
• Dibujar a la familia y a ellos mismos.
• Responder a los que dicen, que es increíble lo que hicimos por estos niños, que lo increíble es lo que ellos hicieron por nosotros.
De ahora en más 2+2 no es sólo 4, es nuestro mundo y puede ser el de ustedes. Con infinito amor.
Cuando llega un hijo/a a una familia, madres y padres se preguntan: ¿qué me preguntará?, ¿cuándo?, ¿cómo le cuento?, ¿qué le digo para que no sufra?. No se puede planificar mucho, ni el momento ni la pregunta, pero se puede construir un relato y tenerlo guardado hasta que llegue el momento de revelar su verdad. La transmisión de la verdad del origen y la historia familiar es la base de la construcción de la identidad personal y familiar. Principios fundamentales por los que trabajamos en ANIDAR con los preadoptantes y las familias en proceso de adopción. Contar lo que sucedió y la emocionalidad concomitante es lo que, en este cuento, Claudia ha logrado transmitir con gran calidez y amor por su familia. Fundación ANIDAR www.anidar.org.ar