YO, JUANA
de los textos y de las imágenes ©Mónica E. Nakasone Arashiro edición contar la propia historia
Montevideo, Uruguay / Buenos Aires 2024
YO, JUANA
Mónica E. Nakasone Arashiro
Volver con colores.
Volver como una melodía.
Volver como grulla blanca.
Gualeguaychú (1929)
No hay alboroto. Ellos duermen. Oigo un “chu… chu… chu” de agua en la cocina. Es mi tía Kyo. Me gusta cuando ella usa el “yukata” con flores; yo la abrazo y las flores también me hacen mimos. Hace frío. Voy a ponerme el buzo gris de mi hermano Honorio que a él ya le queda chico y ahora lo uso yo. A mí no me gusta porque no es de nena. Ya puedo vestirme sola, aunque a veces no me doy cuenta si va así o al revés. En los pies, van las “zori”, que cuando me apuro, hacen ruido. Oigo el “chu… chu… chu” más fuerte. La tía está, pero no me ve. No oyó mis “zori”. Quiero los mimos de las flores del “yukata”, pero hoy mi tía Kyo mira muy para abajo. No hay platos en la pileta y el agua cae. Las manos contentas no lavan. Las manos hoy secan lo que no veo y me ponen triste. Me quedo en la puerta. Mis “zori” vuelven con menos ruido. La cama hace “cuicu, cuico” cuando me hundo en el colchón, pero mis hermanos y primos no despiertan y yo quiero que haya alboroto. Quiero a mi tía con la cabeza para arriba, que cuando no entiendo lo que habla por la boca, me lo dice con los ojos o mueve el cuerpo como las hojas del árbol y me hace reír. Mejor me saco el buzo, me acuesto y me tapo con las frazadas. Mejor cierro los ojos fuerte, así mi tía Kyo me despierta con el beso y la
sonrisa. Pero los cierro y me cae agua. Y me seco con las manos. Me seco como la tía.
Soy Juana. Soy la más chiquita de la familia.
Tengo tía.
No tengo mamá.
No sé dónde está.
1930
El más grande es José que tiene diez años, después vienen Emilio, Antonio, Honorio y después, yo. Mis cuatro primos están entreverados. Los más grandes van a un lugar que se llama escuela y ahí aprenden a hacer letras y a leer. Yo no sé qué es, pero algún día voy a ir con ellos.
José es muy charlatán, me lee cuentos y nos hace reír a todos. Emilio es más callado. Él pasa rato con un palito que va y viene sobre las cuerdas de una cosa que se llama violín y sale música. Me dijo que se llama melodía. Me gusta porque esa melodía vuela por el aire de la casa.
Antonio es un poco pillo con todos, pero siempre me cuida. Honorio es el más revoltoso y a veces me hace poner cara fea, pero cuando me ve triste, me dice algo lindo para que se me pase.
A veces, mis primos y hermanos se ríen tan grande que se agarran la panza. Se tiran al piso y ruedan, corren uno detrás del otro, vienen de una pieza, se esconden, aparecen y desaparecen. Yo me río porque sí y salto. Pero no me dejan estar siempre con ellos porque dicen que no entiendo lo que juegan o que no puedo porque soy nena o porque soy chiquita. Cuando ya todos gritan feo, la tía Kyo viene con su voz y arregla todo.
Ella no me mira a mí. Los mira a ellos. Algunos se esconden, otros ven el piso o la miran con un ojo torcido. Se quedan callados y casi duros… pero por un rato.
Cuando ya es mucho el lío, la tía me da la mano y me lleva a la cocina. Ella siempre está ahí. Creo que es su lugar favorito. A todos nos gusta cuando cocina “tempura” de batata. Como estoy más grande, me pide que la ayude a lavar los platos. Me hace upa y me sube a una silla frente a la pileta. Pone agua tibia con jabón y hago magia; sale mucha espuma blanca y entre burbujas juego y lavo, lavo y juego. Ella canta mientras prepara la comida o hace un bizcochuelo y aunque no sé lo que dice, yo también canto. Y entonces los platos que están en la pileta bailan y la espuma blanca crece.
Y a veces crece tanto, que queda en la nariz.
Y la tía se ríe.
Y nos reímos juntas.
José dice que somos japoneses, pero argentinos. Yo no entiendo eso, pero cuando salimos a la calle, la gente nos mira mucho. Y se ve que también hablamos raro, porque preguntan y preguntan. Mi tía siempre contesta sonriendo o hace “sí” o “no” con la cabeza, pero no sé si entiende. A veces nos llevan de visita a lo de unos señores parecidos a
nosotros. Ellos tienen una casa donde lavan y planchan la ropa. A mí no me gusta ir ahí. Hay máquinas grandes y sale humo con mucho calor que te puede lastimar.
A todos nos gusta ir a la plaza: corremos, jugamos a la mancha. Y también seguimos a las palomas que van por el piso, pero no las podemos alcanzar, porque ellas vuelan muy alto. Yo igual estiro los brazos, muevo las manos y salto mirando el cielo. Ellas se van.
Yo quiero volar como ellas, pero mejor me quedo jugando con todos.
No quiero perderme.
Sacan, tiran, juntan, guardan. José, tiene once y se ve que está grande porque también hace esas cosas. Él dice que nos vamos a Buenos Aires. Yo no sé qué es ese lugar. Mis hermanos están contentos porque dicen que es una ciudad muy, muy grande, con mucha, mucha gente, autos, luces
y casas de colores. Arriba de la mesa, los grandes dejan papeles con letras y números. Yo no sé qué son. Pero encontré un papel que brilla con las caras de todos y también estoy yo. Es la foto que nos sacó un señor frente al Café Tokio de mi papá y mi tío. Voy a decirle a José que la guarde.
En Buenos Aires, podemos ponerla en un cuadro para verla todos los días.
¡Sí! ¡Hay muchos! ¡Son vestidos de nena! La tía Kyo me compra mi primer vestido rosado con mangas cortas, zapatos negros y medias blancas. Yo no puedo caminar bien con los zapatos nuevos, pero ella dice que se acomodan. Después me muestra un saco con botones y un buzo de lana de cuello redondo. No quiero probármelos porque hace calor, pero ella quiere llevarlos. No sé porqué, si ahora no los voy a usar. Mientras me arregla, la miro. Me gusta tenerla solo para mí.
Volvimos y la tía separa la ropa usada que está más linda y deja sobre la silla el vestido, el saco, los zapatos y las medias. El buzo de lana lo guarda en una cosa que se llama valija. Se ve que con cinco años, mi tía piensa que me hace falta tener mucha ropa de nena y una valija.
“Pim…pum…pam”. Todos hacen barullo. Pero mi tía y yo no. Ella me ayuda a ponerme el vestido rosado. Lo veo y lo acaricio y la miro a ella mientras me peina. Después camina
con el espejo con patas, lo para y nos vemos juntas. Me dice cosas lindas y me da un abrazo con cosquillas, pero
enseguida sus ojos se van al barullo.
Y yo quedo mirándome al espejo y bailo.
Y mientras giro, le sonrío mucho a mi vestido y a los zapatos nuevos.
Bailo y me sonrío a mí.
Las valijas y nosotros afuera de la casa. Los muebles quedan adentro. Todos están bañados, peinados y con ropa limpia para viajar. Yo soy la única con todo nuevo! Debe ser porque me porto bien. Emilio me da la mano. La tía está ocupada con mis primos que no le hacen caso. Todos llevan cosas. Yo no. A mí me las llevan.
Llegamos muy apurados al lugar donde hay que subirse al tren y me quedo parada al lado de mi tía y Emilio. Oigo un “tilín” fuerte.
Una nube muy negra viene.
Y la nube se acerca y mis hermanos y primos saltan y gritan “¡Viene! ¡Viene!”. José no grita, no salta. Con once años se ve que ya no se puede saltar.
Emilio me agarra fuerte de la mano y me dice que es peligroso que me suelte. Me da miedo. Mi papá habla con unos señores, baja un poco la cabeza y el señor le da la mano. José está pegado a esos señores. No se pega a nosotros.
Mi papá y los tíos le dan un beso a José. Yo no entiendo porqué lo saludan. Emilio me apura para que suba al tren y me dice que mejor me siente contra la ventana. Todos nos sentamos, menos José. Ellos dicen que él se queda y viene después. Ya no me importa mi vestido nuevo. Me paro, pongo mis manos en el vidrio que no llegan a las de José. Él me habla, pero no oigo porque el “chus chus” es tan fuerte, que me mueve, me lleva y no lo veo más por la ventana.
No quiero ir a Buenos Aires.
Cierro los ojos y veo a José.
Quiero que él siga leyéndome cuentos. No puede quedarse solo. No es tan grande.
Mis hermanos me cuidan por este rato, porque la tía Kyo está sentada al lado de mis primos Me duermo hasta que gritan “¡Agua! ¡Barco! ¡Juana!” Me levanto despacio de la mano de Emilio y subimos al barco. Honorio avisa cantando cuando llegamos a Buenos Aires. Bajamos lento y pegados. Nadie tiene que salirse de este montón.
Busco a la tía Kyo, pero ella sigue con mis primos, en otro montón.
Mi papá carga mi valija y me da la mano. Mi tía Kyo viene al fin donde estoy yo, pero se agacha y me abraza. Yo siento los mimos como cuando tiene el “yukata” con flores. Me dice que me cuide. ¿Por qué me dice eso? Si es ella la que me cuida, si todos me cuidan. Le cae agua de los ojos y yo me pongo triste como cuando oí el “chu, chu, chu”.
No entiendo.
Mi papá saluda a todos. De pronto, veo que a Emilio lo lleva un tío de cara redonda para allá y una señora se lleva a Antonio para el otro lado.
¿Qué pasa?
Tiro del brazo de mi papá porque quiero ir con la tía Kyo, con Emilio, con Antonio. Mi papá llama a Honorio para que nos acompañe.
Y miro para atrás.
Mis primos están cada vez más lejos. Todos nos vemos cada vez más atrás. Después ya no podemos ver más.
Después mi papá nos sube a un taxi.
No me gusta Buenos Aires.
Mi papá solo me dice que voy a estar bien. El taxi para. Bajamos. Veo una casa fea con una puerta muy grande.
Quiero volver a mi otra casa.
Nos damos la mano. Entramos. Hay muchos olores y las paredes son viejas. Las personas salen, entran, suben, bajan.
Veo cabezas por las ventanas, caras que ríen, caras arrugadas, caras con preguntas. Honorio abre mucho los ojos y dan vueltas como los míos. Los nenes juegan y parece que tienen mucho calor, porque ni siquiera usan “zori”. Unas señoras cargan tachos con ropa mojada. Mi papá le habla a un señor que le muestra la escalera. Subimos. Yo tengo que levantar mucho las piernas para apoyarlas en cada tabla de fierro. Honorio también. Los zapatos suenan “tum… tum… tum”. Seguimos juntos de la mano y con la otra nos agarramos de la cosa que sube para no caernos por los huecos. A mí me da un poco de miedo subir.
Nos paramos frente a una a una puerta que ya está abierta. Mi papá golpea despacio y sale una señora vestida de negro, el pelo liso y apretado con un moño. Tiene cara seria. Honorio me dice bajito que es japonesa. Mi papá se saca el sombrero y la saluda bajando la cabeza. Después nos pone a nosotros adelante y él le habla en japonés y dice un nombre:
“Usa”.
Ella nos mira y repite bajito “Usa…” y la cara ya no está enojada pero apenas mueve la boca. Creo que va a sonreír. Creo que va a llorar. Creo que ese nombre me hace llorar.
Mi papá nos dice que la señora se llama Kaneko y es mi tía. No entiendo. Yo ya tengo a mi tía Kyo ¿Para qué quiero otra? Después, él deja mi valija en el piso y se agacha para abrazarme mucho. Le da la mano a Honorio y saluda a la señora. Yo miro a mi hermano pero él abre ojos de susto y me agarra fuerte con la otra mano. Me quedo pegada a Honorio. La señora me agarra del brazo y me dice que entre y otras cosas, que yo no quiero oir.
Yo estoy arriba, y los zapatos bajan “tum, tum, tum” y se pierden. De pronto Honorio grita “¡Juana! ¡Papá dice que vamos a venir de nuevo!” .
Ya no oigo. Lloro y espero, espero.
Ella me habla y yo no quiero.
Después se da vuelta y se sienta con una máquina que hace “chas, chas, chas”, cada vez va más rápido. Hay muchos trapos arriba de una cama. Nadie vuelve. Me quedo en el piso y mi vestido también llora. Me arrugo contra la puerta y la señora sigue con su “chas, chas, chas”.
Extraño a mi tía Kyo. Extraño a todos.
Quiero tener a mi mamá.
Y aquí me quedé. Ahora tengo un primo nuevo muy grande, que tiene bigotes. Él es bueno y me explica lo que dice su mamá, para que yo aprenda.
A veces, la señora tía Kaneko me lleva de paseo a un lugar donde hay mucha gente. Ella carga mucha ropa y vuelve con menos y en una bolsa trae verduras con un poco de carne.
Ahí hay un japonés que vende empanadas y huelen rico. Yo no le pido a la señora tía Kaneko, pero la miro y miro al japonés. Él le pregunta si quiere comprarme y ella dice que no le gustan. No me pregunta a mí si me gustan. Después volvemos y cocina sopa o arroz con unas cositas adentro. Ella no hace “tempura” como la tía Kyo. Estoy aburrida de comer eso, pero se enoja si pongo cara fea y como igual porque sino me hace ruido la barriga y no puedo dormir.
Tengo seis años, y aunque ya empiezo la escuela, no soy una niña grande y tengo que hacerle caso a la señora tía.
¡Al fin empiezo! ¡Voy a aprender a leer y a escribir! Algunos niños van con el papá o la mamá. Pero otros, no sé porqué se quedan y miran con un ojo cómo se van los guardapolvos a la escuela. Yo voy con la señora tía Kaneko hasta la puerta del conventillo. Allí está la vecina que me lleva con una nena rubia que se llama Helena. Yo salgo feliz con mi guardapolvo bien blanco y planchado, pero no hay mamá, no hay papá, no hay tía Kyo, ni primos ni hermanos, para que vean que ya estoy más grande.
1933
Como soy un poco japonesa, también aprendo japonés. Antes de entrar al aula, todos hacemos gimnasia; movemos mucho el cuerpo para que la cabeza entienda mejor lo que enseña la señorita maestra. Cuando vuelvo, paso por el kiosco del señor Tano y me quedo mirando las tapas de colores de las revistas Billiken que tienen dibujos y cuentos. La señora tía Kaneko camina más rápido y me dice que no pierda tiempo. No tengo juguetes, no tengo muñecas, ¿tampoco puedo tener una revista con cuentos? Ella siempre me apura porque quiere sentarse con la máquina que hace “chas, chas”.
1934
Subo uno, dos, tres, cuatro, cinco. Subo escalones para entrar a la casa nueva. Ya aprendí a decirle a la maestra que ahora vivo en Avenida Patricios. Acá tengo un cuarto solo para mí. La señora tía Kaneko me hace lavar la montaña de platos, pero no me deja jugar con la espuma. Los jueves me lleva temprano a vender ropa como siempre al Mercado San Patricio de la calle Hernandarias. Después espero a mi amiga Helena que todavía vive en la casa de Daniel Cerri y vamos caminando juntas hasta la escuela. En el recreo jugamos con las manos, cantando el “Uno do li tuá, de la alimentá, osofete colorete, una do li tuá, de la alimentá”. Sus papás son de Croacia. Ella me dijo que trabajan mucho
para juntar plata y volver a ese país. Un día vimos pasar por el cielo una cosa que parecía un pez gigante de metal que se llama dirigible y adentro viaja gente para conocer el mundo. Las dos pensamos qué lindo debe ser ver todo desde ahí arriba. Capaz que Helena puede viajar en ese pez gigante al país de sus papás y yo también podría subir para ver desde muy arriba. A lo mejor encuentro a mi familia y a mi mamá, porque Honorio un día me dijo que ella se fue al cielo y se perdió.
El guardapolvo blanco está olvidado. No voy a volver al aula con la señorita maestra, ni con los otros alumnos para cantar el Himno y escuchar La Marcha de San Lorenzo. Ya no jugaré con Helena. La señora tía Kaneko no me deja aprender nada más. Dice que pierdo tiempo estudiando. Tengo nueve años y solo quiero llorar. Tomo leche y como pan con un poco de dulce y después ayudo a limpiar. Luego, la señora tía Kaneko empieza a coser y cuando termina, junto los retazos y las pelusas que no volaron y otra vez hay que pasar el trapo con jabón. Los domingos, la señora tía Kaneko se levanta más tarde y entonces puedo dormir más. Siempre miro por la ventana para ver si alguien vuelve por mí.
1938 Yo coso, ella cose. Las dos cosemos. Tengo doce años y ahora ayudo a la señora tía Kaneko en la confección de camisones y batones para vender. Tenemos una tienda en el frente de la casa. Se llama La Japonesita y como ella sigue hablando un español atravesado, “sono io” (como dice el señor Tano del kiosco) la que se ocupa de atender también a los clientes.
Mi primo de bigotes, Carlos, tiene una novia japonesa. Ayer me contó que pronto regresa de Japón su hermano menor, Fernando, porque debe presentarse para hacer el servicio militar. Yo no sé cómo será ese tal Fernando, espero que no tenga la cara parecida a la madre.
Ahora somos más para comer y entonces hay que coser más, vender más y limpiar más. La señora tía Kaneko vive pensando en trabajar. Yo creo que a ella le gusta sólo el olor de la plata, porque todavía no huele lo rico de las empanadas del japonés del mercado. Aun cuando trabajo como ella quiere, apenas me suelta algún peso. Pero para que eso pase, primero tengo que rezar a todos los santos y dejar todo brillante.
Por suerte y por obra de Dios, Fernando no se parece a su madre. Él es como un hermano mayor para mí. Los sábados
de noche, invita a amigos a cantar y toca el “shamisen”, un instrumento musical que trajo de Okinawa. Él disfruta de esas veladas, aunque yo no tanto. Yo prefiero escuchar tangos, folklore, boleros, música clásica. Me gusta cantar sin vergüenza en el baño y leo poesías antes de dormir.
Y así me olvido de mí y de cuánto extraño las melodías de Emilio.
1940
Oigo un: “¡Hola Juana!”
Dejo las telas aburridas y levanto la mirada. Él me sonríe con la cara, con los ojos, con el cuerpo. No sé qué decir primero. Lo veo y es lo que recuerdo de mí. Y después digo: ¿Sos vos?
Él se ríe y dice: “¡Claro! ¡Soy yo! ¡Soy Honorio!”. Se me caen las lágrimas del tiempo. Él, como todo varón, no quiere llorar. Tiene quince años, pero siento a mi hermano loco, el que me hacía poner la cara fea y después me decía algo lindo para que sonriera. Es el que me dijo que iba a volver cuando me dejaron en el conventillo y volvió. La señora tía Kaneko lo saluda nomás y Honorio queda con ganas de sentarse a tomar el té. Salimos a la vereda. Después de que me dejaron él se fue a vivir con mi papá y mis tíos. A Emilio lo crió un tío abuelo y a Antonio unos parientes lejanos. Todos trabajaron en una tintorería, menos mi papá que le tiene miedo a los solventes porque su hermano se murió de tuberculosis. José, el mayor de mis hermanos, quedó solo en Gualeguaychú por un par de semanas, en tanto se vendían los muebles y la vajilla de plata del Café Tokio. Vino a Buenos Aires, pero retornó este año a Gualeguaychú porque una familia
amiga lo está ayudando para que siga estudiando y va a empezar la carrera de Medicina en Rosario.
Emilio sigue tocando el violín y también sueña con ser médico. Antonio repara radios y estudia para ser perito mercantil. Honorio me cuenta que va a la Secundaria, en los deportes le va muy bien y quizás siga el servicio militar.
Mi papá se casó con una argentina, de nombre Deolinda y tengo tres hermanos, más uno que viene en camino. Viven en Chacarita. Honorio al principio no quería vivir con su madrastra y una noche se escapó con uno de mis primos, para esconderse en un convento donde ordenan sacerdotes. A los pocos días, los encontraron y fue el fin de su huida. Esto me recuerda sus travesuras de niño y me hace reír.
Cuando le pregunto por la tía Kyo, me dice que sigue siendo tan alegre como la conocí.
Ella lo recibe con el “tempura” de batata o le hace un rico bizcochuelo para tomar el té. Yo desearía ir a visitarla, pero en medio de la conversación, la señora tía Kaneko nos interrumpe y ya no puedo hablar mucho más. Antes de que él se vaya, le pregunto porqué mi papá o la tía Kyo no vinieron a buscarme.
Honorio me cuenta que la tía Kyo estuvo acongojada por tener que separarse de mí, pero venir a Buenos Aires, significó volver a emprender una nueva vida con pocos recursos y cuatro hijos pequeños para criar. Él recordó que poco tiempo después de que me dejaron en el conventillo, él vio un sobre blanco con mi nombre arriba de la mesa y que mi papá lo guardó en su chaleco y salió. Yo nunca supe de ese sobre. Meses atrás, mi papá le confesó que pensó que lo mejor era que me criara la señora tía Kaneko porque era la hermana de mi mamá, que se llamaba Usa. Ahora entiendo la decisión de mi padre, aunque creo que él nunca supo cómo ha sido mi vida con ella.
Tengo que regresar a atender unos clientes. Honorio se va. No alcancé a preguntarle si sabe algo de lo que le pasó a mi mamá. A veces pienso que ella falleció por mi culpa, cuando yo nací. Algo de lo que necesito saber sigue estando lejos.
1944
Luego de la visita de Honorio, mis hermanos Emilio y Antonio se animan a venir por la tienda. Volver a verlos ha sido un reencuentro con la parte más feliz de mi vida, cuando éramos los japonesitos del Café Tokio corriendo por la plaza y fuimos una foto que nunca volví a ver. Mi papá también llegó a visitarme a Barracas. Un domingo, me invitó a su casa y conocí a mi madrastra. asi supe algo más de él: había emigrado a los diecisiete años de Okinawa a Perú. Desde allí se unió a un grupo de japoneses para llegar a Chile, donde tomarían el tren. Un imprevisto, hizo que con poco dinero y comida, tuvieran que tomar la decisión de cruzar los Andes a lomo de burro hasta llegar a Argentina.
Esta hazaña, casi le costó la vida. Después como no quiso trabajar en tintorerías, intentó negocios variados, hasta que obtuvo un empleo en “La Plata Hochi”, un periódico de la colectividad japonesa.
Soy una joven mujer, pero la tía Kaneko nunca ha compartido recuerdos de mi mamá conmigo, quizás su español básico y mi poco japonés, no contribuyen a que tengamos diálogos profundos. Sin embargo, Fernando le ha preguntado acerca de mi mamá, pero solo le relata lo que ya sé.
Hoy es domingo, hay sol, busco luz y verdad entre las imágenes de mi memoria, pero no alcanzo a ver nada más que aquel día en el que llegué al conventillo.
Para mi padre, hubo de parte de la tía Kaneko, una mirada de discreto desprecio y para Honorio y para mí, discreto asombro, dulzura y tristeza. Cuando mi padre dijo el nombre “Usa” y nos presentó, sentí que algo me unía a ella, algo que no podía ver con su vestido negro, su pelo rígido, sus pocas palabras. Desde entonces, nuestra relación no ha mejorado mucho y lo único que parece dejarla contenta es que esté todo limpio. Quizás limpiar es borrar su pasado, hacer brillar su presente o crear algo que la acerque a la belleza de la vida. Quizás limpiar la aleja de la necesidad, de la frustración, de las pérdidas, del dolor de ser viuda en
un país extraño. Limpiar también la hace mantener el control sobre mí.
Estoy segura de que dentro de la tía Kaneko hay palabras guardadas de resentimiento contra mi padre y la familia.
Quizás ese fue el motivo por el que mi padre o mi tía, nunca vinieran a visitarme. Y el motivo por el que nunca recibí ese sobre.
Con los años y en contacto con otros inmigrantes como la tía Kaneko, comprendí que su sueño era tener mucho dinero para regresar a Okinawa. La guerra frustró esa posibilidad y las pocas noticias que recibíamos referían a duras batallas. Jóvenes que se fueron, nunca volvieron.
Lo lavo. Lo plancho. Lo uso una y otra vez. Es mi único vestido para salir. Soy muy coqueta, pero igual me las arreglo para sentirme bien conmigo. Mie y Haru, las esposas de Carlos y Fernando, son un poco mayores que yo, pero somos amigas. Fernando conoció a Haru en Brasil y como era de esperar, la tía Kaneko, no la aprecia, porque no es una japonesa tradicional. Nos divertimos mucho juntas y aunque debemos trabajar a la orden, siempre nos tomamos un rato, para hablar bajito de la tía Kaneko.
Yo le cuento a Haru, que me hubiera gustado seguir estudiando, por eso leo mucho. Los diarios arrugados con los que envuelven los huevos en el mercado, se despliegan en mi mesa y son fuente de mi curiosidad por saber siempre algo más.
1948
Conocí al James Dean japonés. Se llama Kazuo. Es de Okinawa, pero vive en Uruguay. Él andaba buscando novia y me encontró. Yo lo conquisté con mis ojos grandes y él con su sonrisa amplia y su personalidad. Él cultiva flores, ama la pesca, juega al fútbol y al softbol. No es cerrado como la mayoría de los japoneses que conozco, sino que al contrario, es muy sociable.
Nuestras citas son en el zaguán y con la tía Kaneko detrás de la puerta. Un par de veces, él viajó con una sobrina pequeña y así pudimos salir los tres al Parque Lezama y al microcentro a tomar el té.
Él habla bastante bien el español, pero le cuesta leer y escribir. Yo le enseño y le leo una de mis novelas favoritas: “El conde de Montecristo”.
Como era de imaginar, la tía Kaneko casi no habla con Kazuo y cada vez habla menos conmigo.
1950
No hay ruido.
Me desperté temprano. Estoy en mi cuarto respirando paz y emoción porque mañana me caso.
Hace frío. Acá tengo una bata abrigada y mis pantuflas. Voy la levantarme. Pero veo algo sobre la cómoda antes de salir de la habitación. Me acerco. Alguien dejó un sobre pequeño de color blanco antiguo. No tiene remitente. Las letras escritas intentaron no temblar, pero dice “Juana”. Lo abro.
No es una carta. Del sobre sale una delicada grulla blanca hecha en “origami”. Me quedo contemplándola. La acaricio. Siento que vuelo con ella a otro tiempo, quizás mucho tiempo antes de ser la que soy.
Ya no pregunto; es un regalo que me dio la vida.
Es sábado 17 de junio. La tía Kaneko, se acerca a la puerta de mi pieza. Yo estoy pronta para la boda. No entra. Me llama para que me acerque. Tiene en sus manos, un paquete algo ovalado y me lo entrega con delicadeza. Sin más palabras se aleja orgullosa. Entonces abro el paquete y la veo. Es ella.
La abrazo.
Me mezclo con sus colores pintados en el cartón. Quisiera su mirada parpadeando, su voz diciendo mi nombre y el calor de su abrazo arrullándome.
Al fin está conmigo.
Por primera vez digo “mamá”.
Todos volvieron para mi boda: mi papá, la tía Kyo, mis primos y hermanos.
Todos ven cuánto crecí.
Ahora tengo para mostrarles mi vestido blanco de novia.
Y giro.
Y bailo.
Soy feliz porque le sonrío a Kazuo y él me sonríe a mí.
Y LO QUE JUANA NO SUPO
La mamá de Juana, Usa, enfermó de tuberculosis y estuvo internada hasta que falleció el 14 de agosto de 1929 en el Hospital Muñiz de Buenos Aires. Tenía 29 años.
Seirin quedó viudo a los 31 con cinco hijos pequeños. Juana tenía sólo dos años y medio.