Casa de 72 Alejandra Paione
de los textos y de las imágenes ©Alejandra Paione
edición contar la propia historia
La Plata / Buenos Aires 2024
Casa de 72
Alejandra Paione
Esa será mi casa cuando me vaya yo.
Esa será mi casa cuando te diga adiós…
Canción de Nino Bravo / 1970
En memoria de Rubén y Esther, mis padres, cuyo amor invencible me ayuda a seguir habitando casas.
En la avenida 72, muy próximo a uno de los boulevares de la ciudad, se alza la casa de mis padres. Lleva el número 87 en el timbre de entrada, justo al lado del buzón de cartas. Desde el frente de rejas y columnas de ladrillos se ve el jardín delantero que supo conjugar distintos colores y vuelos de pájaros. Lo atraviesa un sendero de lajas que culmina en la puerta de entrada principal con vidrios biselados de color ámbar. En el otro extremo se adivina el portón del garage que alcanzó a proteger hasta tres vehículos.
Durante casi cuatro décadas, la casa siempre se mantuvo igual. Soportó lluvias, crudos inviernos y veranos insoportables. Hasta sobrevivió una pandemia. Albergó una familia y las rutinas de sus huéspedes. De a poco fue incorporando muebles, cuadros y libros. Aceptó diferentes gustos musicales y coleccionó papeles que dejaron huellas de distintas épocas. Tuvo varios perros guardianes y vio crecer el barrio y el parque de la avenida.
Con el paso del tiempo, la casa abrió algunas puertas y cerró otras, escuchó muchas voces y también enmudeció, oyó risas y presenció lamentos. Conoció el cuidado y también, el abandono.
Esta es su historia. Más bien, una parte de la historia contada desde otro boulevard de la ciudad donde hoy vivo.
Papi la edificó con sus propias manos en un terreno que heredó de su familia. Mami lo escoltó en todas las tareas de albañilería y carpintería, aunque las decisiones de gusto o estilo corrían por cuenta de ella. De vez en cuando él le decía: “Ya sé, Esthercita, que te gusta así, pero lo importante es que resulte funcional”; “No conviene de este modo porque estaría en falsa escuadra”; “Esto no queda tan estético, pero lo vamos a poner así para que tenga la caída de desagüe…”. Aunque su formación de ingeniero le exigía tomar decisiones conforme a los cálculos, terminaba cumpliendo los deseos de ella, como cuando decidió incluir el lavadero adentro y cerca de la cocina porque Mami no quería lavar a la intemperie los días de mucho frío. O cuando instaló el horno empotrado a la pared y separado de las hornallas tal como ella quería. Nunca la contradijo y al mismo tiempo, ella lo consentía y admiraba.
La racionalidad de él y la intuición de ella se fusionaban conformando un frente común sin grietas donde se llegaban a perder las individualidades de cada uno. Muchas veces aspiré alcanzar en mi propia vida ese modelo de convivencia, pero al mismo tiempo lo renuncié para no perder singularidad.
Juntos idearon la casa y juntos la construyeron con ayuda de un préstamo hipotecario. A pesar de las devaluaciones monetarias y avatares económicos nunca renunciaron al sueño de la casa propia, algo que nos inculcaron como plan de vida y que tanto mis hermanos como yo, buscamos realizar como meta personal. A diferencia de ellos, cumplir ese mandato fue para mí cargar con la cruz al hombro.
Papi trabajaba en distintas empresas y solía viajar por la provincia. Mami solía quedarse sola a la espera de su retorno. A veces, Papi se ausentaba diez o quince días. Se notaba que ella lo extrañaba porque hablaba poco, se sumergía en la limpieza y el cuidado del jardín. Aunque él no estaba presente físicamente, Mami lo invocaba como cuando se cortó la luz y estuvimos a oscuras un largo momento hasta que ella nos planteó en voz alta: “¿Qué hubiera hecho, Papi?”. Ella siempre miró por los ojos de Papi y al mismo tiempo, él dependía de ella porque era incapaz de cocinar o planchar una prenda que llevaría en sus viajes. Esa subordinación los fortaleció aún más como matrimonio.
Eran una dupla impenetrable.
Nos mudamos a la casa recién construida. Creo que fue a fines del 86. A diferencia de la casa natal, esta era muy grande, tenía un jardín adelante que Mami fue nutriendo con rosas chinas y hawaianas de distintos colores, una palmera y hasta una flor del pájaro y un gran filodendro que llegaron a tapar la entrada principal. También tenía un fondo extenso con mucho verde donde yo solía tomar sol. Con el tiempo se fue cubriendo de variadas flores en tierra y también de macetas, una planta de ciruelo y una glorieta cubierta con un parral de uvas negras que fue testigo de muchos almuerzos domingueros.
Cuando llegamos, aún faltaba instalar artefactos, algunas lajas en la entrada, las cortinas de las habitaciones… pero Mami insistió en mudarse con la familia. No quería vivir más en la casa de mis abuelos paternos. Titi ya se había casado y mudado antes. Nando empezaría la secundaria, pero Santi debía cambiar de escuela primaria en su último grado. Fue duro para él dejar sus compañeros e integrar un nuevo grupo.
Yo tenía veintitrés años. Ya era maestra y hacía suplencias fuera del radio de la ciudad. Aunque instalarme en la nueva casa significaba salir más temprano para tomar el 508 con destino a la escuelita de Etcheverry, estaba contenta con la mudanza. ¡Al fin tenía una habitación para mi sola! Al poco tiempo, Papi pintó las paredes y los muebles de color rosa. Mami compró el acolchado y almohadón de mi cama del mismo color.
“A tu edad yo ya te tenía a vos y a Titi”, decía Mami muy orgullosa. Sólo a mí me lo decía. A Nando y a Santi, no. El maternaje, las actividades hogareñas y ser una gran esposa fue su principal proyecto de vida. Yo me resistía a ese único destino. No concebía venir al mundo sólo para maternar y mucho menos, depender de otro para poder realizarme.
Con el tiempo y mis primeros sueldos, me compré una TV pequeña y un radio grabador. Poco a poco fui creando mi mundo y también, me fui aislando de los demás.
Excepto los domingos que almorzábamos todos juntos, los demás días entrábamos y salíamos de la casa para cumplir nuestras obligaciones. Mami acompasaba estos vaivenes, conociendo los horarios y caprichos de todos. Fue siempre la mejor anfitriona y una verdadera ama de casa. Mientras desplegaba sus quehaceres cotidianos, la casa cobraba movimiento y era difícil encontrarla en silencio. La voz de la radio se alternaba con temas folklóricos de Larralde, Cafrune o Zitarrosa, los tangos de Julio Sosa y otra música favorita de Papi y Mami como los temas románticos de Nicola Di Bari, Gian Franco Pagliaro y Nino Bravo. Cuando estaban juntos ella tarareaba las canciones y él solía detenerse en algunos versos para analizarlos y ensayar con ella una posible interpretación.
La casa nunca quedaba deshabitada. Hasta que un día todos nos ausentamos para ir a un cumple y al volver nos encontramos con vidrios rotos, objetos tirados y un silencio amenazante. Mami estaba asustada y nosotros, sorprendidos. Nunca supimos quién había forzado la entrada. Yo corrí a mi habitación. Me habían hurtado ropa, calzado y mi radiograbador que estaba pagando en cuotas. Mi mundo rosado se había violentado y perdió su intimidad. Fue horrible saber que un desconocido sabía el número de mis zapatillas, el tamaño de mis pantalones y mis gustos por los temas de Sergio Denis.
Mami se culpó de haberse ausentado. Papi fortificó las rejas de la entrada y construyó medianeras en todo el perímetro del lote. A medida que agregaba ladrillos, se perdían de vista las casas y terrenos linderos. El fondo de los Valescio por fin se tapó y junto con ello, sus costumbres y las debilidades del vecino con el alcohol. A mí me alivió saber que no vería más esa vergonzosa postal.
La casa se convirtió en un fortín. Mami se refugió aún más en ella y prefería no salir. Yo empecé a buscar la fortaleza fuera de la casa y la encontré en el magisterio, en la independencia económica y en relaciones amorosas que no me daban seguridad. Me fui distanciando de las rutinas de Nando y Santi y ellos, de las mías. Me fui ausentando de eventos familiares, me hice cada vez más reservada y fui levantando medianeras invisibles a mi alrededor.
Entre suplencias de maestra y traslados de escuela en escuela, seguí estudiando en la Universidad y contrariando el deseo de Papi, me gradué como profe en Ciencias de la Educación. Todavía recuerdo su sentencia: “Es en vano que estudies esa carrera porque te vas a morir sin comprender las relaciones humanas. En cambio, la fórmula Pe=P/V es igual para todo el mundo”. Aunque me fastidiaba escuchar sus dichos era difícil refutarlo desde su lógica de pensamiento. Sin embargo, terminó apoyando mis decisiones. Hasta me llevó a las escuelas en varias oportunidades y colaboró para pintar aulas o arreglar armarios rotos.
Nunca me bastó la formación que recibí en la Universidad. Las contradicciones entre la realidad y las lecturas me incomodaban mucho. En los libros se hablaba de infancias ideales y de metodologías que no daban respuestas a los problemas didácticos que debía enfrentar en el día a día del aula. No conseguía amalgamar las dos cosas. El delantal blanco, la tiza y el pizarrón me fueron atrapando cada vez más y pronto el diploma de la Universidad quedó olvidado en una biblioteca de la casa.
Mami lo custodió todo el tiempo.
1991
Mientras cubría un cargo de preceptora en un Jardín de infantes, me contagié de hepatitis. Era noviembre y no pude culminar las clases. Entre vómitos, dietas y análisis para controlar los índices de la bilirrubina, pasé varias semanas aburrida en cama y mirando por la ventana.
La única que entraba a mi habitación era Mami. Con toda su paciencia, me asistió en todo momento. No sé cómo no se contagió. Mi mundo rosa se convirtió en una aldea amarilla y fue la época de mi vida en la que más jaleas y mermeladas comí.
En mi recorrida por varias escuelas, conocí maestras que vinieron del interior o de otras provincias para trabajar en mi ciudad. Dejaban sus hogares natales, manteniendo buenos vínculos con sus padres. Yo las veía autosuficientes y capaces de combinar los compromisos escolares con sus cosas personales. Ese modo de vida me entusiasmó. Sentí que era posible irse de la casa de los padres sin necesidad de estar casada con un hombre.
Entre noviazgos que no prosperaron, nuevas búsquedas laborales y las ganas de arreglarme sola, alquilé un departamento en otro punto de la ciudad. Contraté un flete, cargué mis cosas y partí. Me sentía ansiosa por el devenir, pero estaba decidida.
Papi y Mami jamás comprendieron mi partida. “¿Por qué te vas si acá no te falta nada?”, decía Mami. “¿Qué necesitás? ¿Qué buscás?”. No concebía que una mujer se fuera a vivir sola y se mantuviera por sus medios. El silencio de Papi lo dijo todo. El no pudo independizarse de sus padres y por eso vivimos muchos años en la vivienda de mis abuelos hasta llegar a la nueva casa. Yo intentaba hacer algo que él no pudo hacer.
No quería irme enojada o peleada con ellos. Oscilaba entre la búsqueda de la aprobación de mis padres e ir detrás de mis deseos. Eso me confundía, pero no me paralizó.
El departamento era muy pequeño, pero para mí resultó cómodo. No tenía muebles, artefactos ni vajillas. Gasté sueldos de maestra para comprar lo indispensable y empezar a valerme por mí misma.
Las dos primeras noches volví a la casa de mis padres y dormí en una camita pegada a las bibliotecas. Lloré mucho. No entendía aún cuál era mi lugar.
Vivir sola fue un gran desafío. Sabía que, si yo no apagaba las luces o cerraba los grifos del departamento, nadie lo haría por mí. Aprendí a controlar gastos para pagar el alquiler, los servicios, los alimentos y cosas de la escuela. De a poco fui ganando confianza en mi misma y liderando mis decisiones.
Por un tiempo no volví a la casa de mis padres. Tampoco me deshice de las llaves.
Estaba atrapada entre la escuela, la independencia y la soledad.
El mundo rosa de mi habitación pronto se convirtió en un espacio vacío. Intuía que Mami y Papi pensaban que mis ansias de ser una mujer emancipada iban a caducar y esperaban mi retorno.
Pero no volví.
Luego de dos alquileres continuos, saqué un préstamo hipotecario para comprar un departamento. Con un embarazo de siete meses, un proyecto de familia y muchas ilusiones, me mudé con mi pareja a mi propio hogar.
Me embargué por diez años. Trabajaba en dos turnos y daba clases particulares. Me balanceaba entre las responsabilidades de ser madre, las tareas domésticas y los compromisos laborales. De a poco me fui enajenando a la deuda contraída. Sólo me aliviaba saber que Nacho sería el futuro y único heredero.
Iba a la casa de Papi y Mami sólo los domingos al mediodía. Compartía los almuerzos con mis hermanos y sus parejas, escuchaba anécdotas e intentaba seguir conversaciones que me resultaban ajenas. Nando, Santi y Titi tenían trabajos vinculados con la profesión de Papi. Él mismo había gestionado la entrada laboral de cada uno. Conmigo fue diferente. Yo me había buscado un destino laboral que nada tenía que ver con las cañerías, plantas hidráulicas y licitaciones de obras de construcción.
Durante esas visitas y encuentros familiares, mi mente estaba en otra cosa y hacía un gran esfuerzo por demostrar que estaba cómoda. Atrás quedó mi mundo rosado de la habitación de soltera.
Aunque tenía mi propio hogar, celebré el primer año de vida de Nacho en la casa de mis padres. Mami me ayudó con la torta y el cotillón. Fue algo sencillo y muy íntimo. Repasé la anécdota de la cesárea inesperada y compartí orgullosa el crecimiento de Nacho, pero oculté el dolor que significó para mí no poder amamantarlo y pensar en la futura guardería.
La casa de Papi y Mami seguía siendo un lugar donde me sentía acompañada y segura, pero yo no contaba todo.
La deuda del préstamo me asfixiaba cada vez más. Cobraba en diferido y con Patacones. Las noticias del país me abrumaban. En mi departamento empezó a reinar el enojo, los reclamos y la disconformidad. Me aturdían los problemas con mi pareja y fui asumiendo la falta de amor. Sólo Nacho representaba mi verdadero oasis y en él me cobijé.
Mientras yo trabajaba, Mami lo cuidaba en su casa. Eso significaba llevarlo temprano y buscarlo. Aunque ese ajetreo me agobiaba, me daba tranquilidad saber que Nacho estaba allí. Reencontrarme con él me colmaba de alegría y ternura.
Solo visitaba la casa de mis padres para hacer ese trámite. No contaba nada de mis cosas, pero sé que Mami intuía todo. Y por transferencia, Papi también.
Ellos nunca habían tenido buenos augurios sobre mi relación de pareja, como si hubieran conocido el desenlace final.
Vinieron épocas de niñeras en mi departamento y contraté el transporte escolar para Nacho. No sabía cómo generar dinero para solventar gastos. Sin embargo, la experiencia de Nacho en el Jardín, su frescura disfrutando en las plazas públicas y espectáculos infantiles me ponían contenta y al mismo tiempo, tapaban la incertidumbre del mañana.
Cada vez iba menos a la casa de mis padres. La sentía muy lejana.
2005
En una oportunidad, me convocaron para una nueva propuesta laboral. Debía presentar el título universitario, pero no me acordaba bien dónde lo había dejado. Estaba en la casa de 72.
Una noche fui en taxi a buscarlo. Papi y Mami no estaban, pero como yo tenía llaves, entré. Había mucho silencio en la casa. Fui directo a la planta alta. Vi cerrada la puerta de mi habitación de soltera. Antes hubiera entrado. Me acerqué a las bibliotecas y de golpe vi todo el recorrido por las instituciones que me formaron. Monté una silla, orienté el reflector para alumbrar a lo alto y allí, protegido entre los libros de francés, cuadernos y apuntes desactualizados, lo encontré en un tubo negro algo empolvado.
Me senté en la silla, saqué el diploma y lo desplegué. Con un dejo de desconfianza, me amigué por un rato con la Universidad, con la etapa estudiantil y en el resguardo de mis padres. Por un momento dudé y me interrogué “¿cuál es mi casa?”. No me gustó hacerme esa pregunta. Yo ya había partido y emprendido mi camino. Había creado mi familia en otro lugar. Pensé en Nacho, en su habitación, en sus juguetes y útiles escolares. Enrollé el diploma y me volví rápido a mi departamento.
2008
Terminé de pagar el préstamo de mi vivienda y empecé a respirar aire nuevo. Recibí nuevas ofertas laborales que no me dejaron quieta. Nacho estaba más grande y ya se interesaba por las bambalinas y la actuación. Sentí que había un nuevo horizonte por descubrir.
Dejé el aula, pero igual la llevaba encima. Imposible olvidar el bullicio de los chicos y sus demandas tironeando el delantal. Cerré la puerta del salón de clases, pero inmediatamente abrí otras. Confié y me dejé llevar por un torbellino de nuevas experiencias con otros equipos de trabajo, producciones escritas y viajes que me desafiaban como profesional. Iba muy poco a la casa de 72.
La empresa de Papi extendió obras en la provincia de San Luis. Entonces, él y Mami decidieron trasladarse allá. Para ella fue un gran desarraigo, pero miraba por los ojos de él y lo siguió. La experiencia de vivir fuera de la casa, lejos de lo doméstico y el jardín, duró pocos meses. Mami se enfermó de cálculos renales y con Papi debieron volver de urgencia.
Ella se veía muy demacrada pero feliz de volver a su casa.
Luego de una relación en agonía y un proyecto que no pudo ser, finalmente me separé.
Comprobé con mi cuerpo lo que es tener un nudo en el estómago, pasar días sin conciliar el sueño y llorar hasta secarme. Mi instinto materno hizo que respondiera como autómata para que Nacho hiciera sus comidas y fuera a la escuela.
Titi acudió reiteradas veces para que no me entregara al desgano. Sin hacer preguntas, Papi y Mami intervinieron y me ofrecieron ir a su casa con Nacho. “No llores en el trabajo”, me ordenó Papi. “Tampoco delante del nene. Para desahogarte, estamos nosotros. Ahora, concentrate en las cosas de la escuela, eso te va a ayudar”. Me instalé en una habitación contigua a mi habitación de soltera. Volví a vivenciar los horarios, rutinas y la dinámica de la casa, pero en otra perspectiva.
Nando ya se había ido a vivir con su pareja y trabajaba en una fábrica de un conocido de Papi. Nos veíamos muy poco. Santi había vuelto a formar pareja y venía de visita a la casa con su hija. Me compartió la noticia de que volvería a ser papá. Estaba contento y también cargado de nuevas responsabilidades. Apenas pude abrazarlo y felicitarlo. No tenía fuerzas para hacerlo, pero él comprendió todo.
Estuve pocos días en la casa y decidí volver con Nacho a mi departamento. Empecé a analizar mis palabras, a mirarme y a perdonarme. De a poco fui pegando mis partes para rearmarme. Le hice caso a Papi. Intensifiqué el trabajo y arranqué de nuevo.
Danubio llegó a mi vida a la par que la enfermedad de Mami. No hubo tiempo para que se conocieran. Sé que se hubieran entendido bien y él podría haber sido un gran yerno.
Entre viajes laborales y mi nuevo proyecto de vida, fui seguido a la casa para asistir a Mami luego de sus sesiones de rayos y quimio.
Para que no subiera escaleras, Papi le acondicionó una habitación en la planta baja cerca del baño chico, donde alguna vez fue su oficina de trabajo. Hacer ese cambio fue una forma de empezar a renunciar lo que para él siempre estaba en primer lugar: el trabajo.
Ella hacía mucho esfuerzo para mantener una conversación e intentaba estar lúcida para saber de nosotros. Su agonía consiguió que los cuatro hermanos dejemos en suspenso las diferencias para consensuar el modo de acompañarla en todo momento. Cada uno afrontó la enfermedad de Mami a su modo. Yo me escudé en el trabajo, no soportaba verla sufrir, la alentaba y fingía en vano que iba a mejorar.
Papi no encontraba consuelo. Estaba perdiendo a su compañera de vida. Ya no quería escuchar partes médicos ni falsas expectativas. Abandonó sus compromisos laborales y se entregó definitivamente a su cuidado.
Los dolores fueron en aumento y la salud de Mami empezó a debilitarse muy rápido. Al poco tiempo, la casa también comenzó a desmoronarse y su espíritu murió con ella.
Mi habitación de soltera se llenó de instrumentos musicales de Santi. Cundió el rock pesado, el encierro y el olor a cigarrillo. El color rosa de las paredes se opacó.
2023 Después de fallecer Mami, Papi perdió el rumbo. Atrás quedaron los planos y la ingeniería, su lógica matemática, las habilidades en el uso de las herramientas y el manejo de transportes. Se volvió arisco y tomó distancia de nosotros. Se resistió a los controles médicos y de a poco fue perdiendo peso, movilidad y salud. Conversar con él resultaba complejo y sus escrituras ya no tenían la legibilidad de antes. Se sacó los audífonos y se desconectó del mundo.
Convivió con Santi, pero la comunicación entre ambos era muy lábil. No había forma de reencontrarnos con aquel padre exigente, firme y leal con el trabajo. Se negó a ser ayudado y amado. Tampoco quiso encontrar un nuevo motivo para dar sentido a su vida y se entregó.
La casa se convirtió en un territorio oscuro, sórdido y muy descuidado. No la reconocía como el lugar que supo convocar a la familia cada domingo, que fue testigo de mis estudios, los gateos de Nacho, las diferentes melodías y la TV prendida.
Una mañana de abril, Papi cruzó a una dimensión confusa, de extrañas miradas y sin memoria. En mayo nos abandonó para siempre.
2024
—¿La aquilamos o la vendemos? —me dice Titi
—No sé —le contesto. Dejame pensarlo un poco más y lo hablamos con los chicos.
Es agosto. Hace frío y está nublado. Los cuatro hermanos estamos recorriendo como huérfanos los distintos espacios de la casa. Con Titi terminamos de ordenar y limpiar el comedor, los baños y habitaciones. Nando se ocupó del destino de algunos muebles y Santi empezó a mudar los instrumentos musicales.
No sabemos qué hacer con la ropa, los muebles y el piano en desuso, los libros de hidráulica y la caja de herramientas, la máquina de coser, los discos, las vajillas y muchas revistas de costura y tejido.
Adentro de la casa hace más frío y también está todo gris. El jardín está descuidado. El fondo de la casa aún más. El ciruelo está débil y enfermo. La glorieta ya no tiene el parral. No queda ni una flor. Arranco un gajo de suculenta y me lo llevo porque sé que crecerá con facilidad en mi departamento.
Cargo en el baúl de mi auto algunos cuadernos y carpetas de mi primaria y secundaria que vacié de las bibliotecas, los apuntes de la facu, los libros de francés. Titi no quiere llevarse nada de eso. Nando tampoco. No encuentran sentido en acumular viejos papeles. Yo me resisto a deshacerme de ellos. Ya perdí mucho en la inundación del 2013.
Empaqueto con cuidado bandejas, pequeños adornos y tazas que alguna vez estuvieron llenas de café con leche en la mesa de domingo. Escucho en mi memoria la voz de Mami en la cocina contando alguna cosa doméstica o preguntándome por Nacho, mientras Papi completa planillas de cálculo en la compu o conversa con alguien del laburo por teléfono fijo. Me vuelve el color de la casa, el ruido de los platos, el agua que corre de la canilla y la música folklórica de fondo que escuchaban ambos. Me parece verlos unidos y gozando de salud.
Las cajas de fotos familiares me atraen. Con Titi nos zambullimos en ellas. “¿Te acordás de esto?”, “¿Dónde estábamos?”, “¿Cuántos años teníamos?” No aguanto tanto dolor y abandono esos recorridos por el pasado. Ella sigue entretenida con las imágenes. Quién sabe cuáles elegirá conservar.
Hablamos sobre las boletas de servicios e impuestos a pagar de ahora en adelante. Nando estará a cargo de esas gestiones. No hay deudas y los trámites de la sucesión los hizo en vida Papi para no dejarnos gastos. Nunca quisieron dejarnos problemas.
—¿La aquilamos o la vendemos? —insiste Titi.
—No sé -vuelvo a decirle. Necesito pensarlo un poco más. Ella no vivió en esta casa y quizás por eso no le cuesta desprenderse de ella. Tengo en mis manos el juego de llaves y me resisto a entregarlas a otro.
Y aquí voy pendulando entre las fotos del ayer y lo incierto de hoy al cerrar la puerta de la reja.
Nos aguarda a los cuatro una lista de decisiones por enfrentar.
Pero yo prefiero esperar un poco más…
EPÍLOGO
Este es el frente de la casa de mis padres.
Tuvo distintas denominaciones para mí: “Quelque jour” porque cuando se empezó a construir, Papi decía que algún día se convertiría en un hogar; “Casa de 72” porque estaba frente a la avenida circundante de la ciudad; “Mi casa” porque alojó gran parte de mi juventud y fue testigo de mis silencios.
Con el tiempo, preferí decir “Voy de Papi y Mami”. Después de todo, la casa se nutrió de la tenacidad y el amor invencible de los dos y fue la morada de ambos hasta el último respiro de sus vidas.
Algún día será la casa de otra familia.
Algún día alojará otras rutinas, escuchará otras voces y guardará otros secretos.
Algún día enfrentará el olvido y sobrevivirá al abandono.
Algún día.
Pero eso es otra historia que hoy no quiero imaginar.