El balcón es una selva
Elisa del Carmen Borrero González es una artista multifacética nacida en Puerto Rico y mexicana de adopción que actualmente reside en San Francisco, California. Inspirada en la naturaleza, la memoria, los ancestros, la feminidad y la vida cotidiana, experimenta con todo tipo de materiales. Su idea principal como creadora es expresar con amor y sin miedo un nuevo universo de imágenes que despierten emociones profundas transformadoras.
A la dueña del jardín, que con amor hizo de mí la planta que soy hoy.
de los textos y de las imágenes © Elisa del Carmen Borrero González
edición contar la propia historia
San Francisco, California / Buenos Aires 2024
El balcón es una selva
Carmen era una niña de ojos muy grandes.
Todas las tardes elegía jugar en el balcón.
Era el espacio de la casa que más le gustaba, porque estaba afuera pero dentro.
Un lugar intermedio en donde podía observar qué pasaba fuera de su casa sin ser vista, gracias a la abundante vegetación que lo componía.
Bien equipada con una bolsa de tela llena de una gran variedad de animalitos de plástico, siempre disponía convertir el barandal de madera en una granja, con establos, corrales y gallineros.
Una perfecta granja selvática.
—Uno, dos y tres. ¡Oh! ¡me faltó uno! ¡Listo!
Cuatro cerditos. Ahora siguen las gallinas —decía con rigor, como quien ordena papeles.
La distancia y la separación eran elementos esenciales en su forma de organizar los animalitos. Así, como lo eran en su día a día, había aprendido que estos dos elementos tenían cierta belleza y sabiduría, que resultarían en algo impensable si no eran empleados como se debía.
En otras niñas resistirse a la distancia y a la separación podría parecer natural, pero no era así para Carmen, porque ella había aprendido desde muy pequeña a entenderlas. Eran algo que ya se había convertido en parte de ella.
Los helechos cubrían casi todo, las orquídeas y miramelindas luchaban por dejarse ver entre lo frondoso del resto.
Siempre había charquitos de agua en el piso, vestigio de la constante devoción de la cuidadora del balcón, la madre de Carmen.
Ella se encargaba de mantener el frescor del verde y el orden no ordenado del espacio. Era una mujer hermosa, pero solitaria, que practicaba la distancia como forma de amor.
Cumplía con todo lo que era necesario en las tareas de una madre y ama de casa.
Al igual que su hija Carmen, el balcón era el espacio que más consentía. Tanto así que a veces se le pasaba el tiempo y de paso perdía entre los helechos a su hija, confundiéndola con una planta más.
—¡Mami! ¡Me estás regando los pies de nuevo! —reclamaba Carmen casi todas las tardes—. A este paso me saldrán raíces.
—¡Perdona mi amor! ¡No te vi! —decía distraída la mamá.
La madre de Carmen tenía los ojos verdes y cabello marrón oscuro. Le gustaba ponerse pequeñas flores en la cabeza. Tenía muchas hermanas y un hermano, con los que no compartía mucho. Hablaba en refranes, porque le parecía que era más divertido hacer combinar y rimar las palabras para que llevaran un significado escondido.
—Agua que no has de beber, déjala correr, —decía cada vez que regaba las orquídeas.
Se levantaba temprano y lo primero que hacía era poner café a hacer. El aroma inundaba la casa, y despertaba como una alarma a su hija Carmen para que comenzara el día.
Le gustaba el silencio y la soledad de su exuberante balcón, se sentaba horas cuidando de ese espacio que tanta felicidad le daba y que le evocaba a su casa de niña. Al mismo tiempo, su hija jugaba entremezclándose con la vegetación.
Carmen pasaba tanto tiempo en el balcón que a veces perdía la noción. En ocasiones no podía comprender si era real que su madre no la distinguiera del resto de las plantas o si tan solo era despistada. Todas las veces que le regaba los pies ya la hacían pensar que era una planta.
—¿Yo puedo ser un helecho? Quizás sí lo soy —se decía mientras transcurría el tiempo.
Tarde con tarde penetraba más en la espesa ramificación.
A un ritmo suave, pero constante, Carmen se mimetizaba más y más con el verde.
Una tarde descubrió sobre su piel una capa de terciopelo verde, que ignoró pensando que con un baño se quitaría. Pero la realidad fue que no se quitó con el primer baño, ni con el segundo, ni con el tercero. El hermoso terciopelo con cada baño se ponía más reluciente. Carmen aceptó su nuevo recubrimiento que combinaba muy bien con el balcón. Con el paso del tiempo acompañó su nueva capa con un par de hojas que salían de sus lóbulos como pendientes. Poco a poco, toda ella combinaba cada vez más con el verde a su alrededor.
Sus pies, que llevaban unos hermosos zapatos rojos, pasaron a ser de un material poroso parecido a la terracota. Su cuerpo se iba poniendo rígido, arraigado a sus pies ya convertidos en tiesto.
El pelo se extendió y ramificó de forma copiosa, dando a Carmen un semblante salvaje que más tarde fue decorado con flores blancas.
—¡Soy una con el verde! —dijo con alivio.
Carmen había decidido ser parte del hermoso balcón que tanto atendía su madre.
Permaneció inmóvil para unirse con aquello que tanto amaba ella. Decidió quedarse quieta y esperar a ser regada.
Carmen sabía perfectamente qué tenía que hacer para no pasar desapercibida: pondría toda su energía en sobresalir de entre todas las plantas.
Entendía muy bien que el balcón era parte de ella, que era un corazón expuesto y lleno de vida, en donde su madre y ella se encontrarían.
Logró desaparecer, para así, ser notada.