A las cuatro de la tarde Viridiana Alterman Fueguel
© de los textos y de las imágenes Viri Alterman Fueguel edición taller contar la propia historia Tel Aviv / Buenos Aires 2022
A las cuatro de la tarde Viridiana Alterman Fueguel
A mi mamá y a mi papá, que aún siguen tejiendo mi vida.
Cuando llegaban las cuatro de la tarde, Andrea sabía que su mamá vendría libro en mano a pedirle que le leyera mientras ella tejía. Se sentaban en la galería del patio, debajo de la santa rita (¿o era una vid?). Su mamá se acercaba cargando la enorme canasta llena de ovillos de todos colores y agujas largas y cortas, un libro coronaba la torta. Un libro gordo donde las manitos de Andrea se perdían. ¡Las cuatro, Andrea!
Andrea se negaba rotundamente, al principio, pero terminaba dándole el gusto. Su mamá no llegaba ni a las cinco líneas del tejido. Las letras hacían de lo suyo en la boca de la niña, salían todas retorcidas y dadas vueltas. Palabras desconocidas todavía por la raza humana, le decía su mamá. Y se reían juntas. Mientras tanto se acercaba desde la cocina el aroma a vainilla, chocolate u otras delicias que Angélica sabía crear.
A veces la paciencia era corta y apretada. La abuela decía que eso pasaba cuando uno estaba nervioso, entonces el tejido salía todo apretadito, como tapete de entrada. En ese caso su mamá lo destejía y ella, sentada en su banquito, enrollaba el hilo en una bola que crecía y crecía.
Andrea tenía miedo de que sus manos se le quedaran dentro de la enorme bola y no pudiera liberarlas En ese caso, hay que desenrollar y vuelta a empezar, le decía su mamá. A ver, volvé a empezar Andreíta, desde la primera línea, entonces el tejido salía suave y esponjoso.
Otras veces su mamá se movía inquieta en la silla y le pedía leer esa línea otra vez más, más despacio Andrea, para que las palabras no salgan solas y sin control, ¿entendés? Que cada letra tenga su lugar en el tiempo.
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Cuando se liberaba del suplicio, corría por todo el jardín trenzando sus propios relatos, las palabras no tenían formas definidas y las letras poseían otros sonidos, diferentes, sonidos raros, de colores que quizás todavía no existían. Su ropa terminaba como trapo de piso, decía Angélica, llena de pedazos de jardín.
Te has traído todo el parque, ¿dejaste algo afuera Andreíta? no vaya a ser cosa que no sepa ser jardín ahora que no estás. Las carcajadas de ambas se sentían desde lejos. ¡A comer! Pero mamá… ¡A lavarse las manos! ¿Por qué? Porque están sucias. Después de la comida, tarde o temprano, llegaban las cuatro de la tarde. Entonces Andrea buscaba lugares secretos para escabullirse y urdía estrategias para que nadie la viera enconderse. Su mamá y Angélica la buscaban, o hacían que la buscaban, durante un rato. A veces no aguantaba la intriga y salía de pronto, para asustarlas. A veces, la perra, se llevaba el primer premio en espionaje y muchas otras Andrea encontraba algún viejo tesoro o partes de historias familiares y salía de su escondite llena de preguntas.
Que para qué sirve, que cómo se usa, finalmente terminaba escalando montañas más altas que el Aconcagua o armando carpas inarmables en medio del parque de sequoias, buceando en el mar Rojo o pescando un enorme surubí para la cena. Pasaban las cuatro y las cinco y ya nadie recordaba los viejos libros de la colección Robin Hood.
Podría haber ocurrido gradualmente,
pero no.
Un día no la llamó su mamá a las cuatro de la tarde, ni Andrea se escondió en ningún armario. Al otro día su abuela se quedó a dormir en la casa. Despejaron la mesada de la cocina, llenaron la mesa de asaderas enmantecadas y sacaron a exhibición todos los frasquitos de granas y confites para adornar las galletitas con forma de animalitos.
Después llegaron las lluvias de otoño y el viento frío del sur, que no perdona. Las tardes se opacaron cada vez más temprano. Andrea siguió intentando enhebrar palabras de sentidos ocultos, frente a la cama de su mamá, tratando de acompañarla, perdiéndose en el reloj de … ¿ya es hora de ir a jugar o seguimos intentando un poquito más? Andá andá Andreíta, pero no cruces la calle sin mirar ¡Sí mami! La ceremonia terminaba pronto y era eximida para ir a jugar a la vereda con sus amiguitas.
Una tarde su abuela, con paciencia de elefanta abuela, logró enseñarle a empuñar las dos agujas. Le cosió un delantal especial con volados y bolsillos de restos de otros vestidos, para que pudiera introducir allí los diferentes ovillos. Juntas lograron leer un par de hojas de un libro nuevo que le trajo de regalo y tejer algunas líneas de una futura bufanda, en aquel invierno interminable. Su mamá en la cama la rodeó con una sonrisa por el logro y Andrea la sanó un poquito con un abrazo.
Todo parecía casi normal. Hasta que un día, al volver del colegio no olió desde afuera ni los pucheros de la abuela ni las milanesas de Angélica. La casa estaba llena de caras conocidas y de las otras, pero nadie le explicó nada. La miraban entrar con esa desenvoltura que a muchos les resultaría tan familiar. Andrea pensó que por fin harían una fiesta después de tantas tardes tan aburridas.
Feliz de sentirse el centro del espectáculo, cruzó los salones haciendo medialunas perfectas de Nadia Comaneci y presentándose con una sonrisa abierta a Angélica, que la estaba esperando en la cocina, medio enojada con las manos cruzadas sobre el delantal. ¿Qué? ¿Cómo qué? ¿A usted le parece que es momento para hacer piruetas hoy? ¡Para mí cualquier momento es bueno para hacer piruetas!
Ese día recibió algunos regalos, chocolates y dos libros. ¡Qué fastidio, otra vez libros! Así como los recibió los abandonó en la repisa de su cuarto, con moño y todo. No recuerda exactamente cómo pasó, pero de estar repleta la casa, de gente y platitos por todas partes, se fue vaciando completamente. El silencio cortaba los pocos pasos que por allí se daban. Sin su mamá la casa era otra. Se transformó en una cena un poco fría, un hermano flaco y gruñón, un padre inapetente y de pocas palabras durante varios meses.
Hasta Angélica, siempre tan charlatana, parecía caminar sobre algodones. Cuando estaba cerca de Andrea, le pasaba una mano por la cabeza acariciándole el pelo rizado, pero Andrea no sabía si había sucedido realmente o era su imaginación, porque cuando levantaba la vista Angélica ya no estaba. Fue Angélica quien le propuso destejer unos pulóveres viejos juntas en el jardín, para pasar algunas tardes o por pura nostalgia, quizás. En todos esos meses solo se destejió, no se volvió a tejer un solo punto. Nadie era capaz de hacerlo.
Andrea deambulaba por el jardín que quería florecer pero no podía, sin hablar con las plantas, como solía hacerlo. No hacía otra cosa que pisar hojarasca porque ni los perros querían jugar con ella.
Y como si fuera inevitable, ocurrió. Una noche de tormenta Andrea se despertó en medio de la oscuridad. Sin poder volver a hilar los sueños, encendió la luz. Empezó contándose historias, hasta que sus ojos se posaron en los dos paquetes de la repisa blanca con sus moños aplastados. Al principio les esquivó la vista, más por orgullo que por otra cosa. Pero la nostalgia le ganó sin darse cuenta y con esa delicadeza que empezaba a perfilarse en ella, desenvolvió uno de los paquetes de papel madera duro y prensado. Era un libro gordo y sin dibujos, encima con palabras chiquitas. Pero esa noche tenía tiempo.
Cuando volvió a levantar la vista ya era de día. Se encontró con su papá que la estaba observando, quien sabe hacía cuánto tiempo. Los dos se miraron y sonrieron.