VESTIDITOS de Alejandra Paione

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ALEJANDRA PAIONE


@de los textos y las imágenes Alejandra Paione edición taller contar la propia historia La Plata / Buenos Aires 2021


VESTIDITOS Alejandra Paione



Tira con tirita y ojal con botón. Canción para vestirse María Elena Walsh, 1963

Para Titi, con toda la inocencia y la felicidad de nuestra niñez.



Conozco muchas clases de hilos de distintos colores y grosores. Pero hay un hilo que es único y especial para mí, que no se puede ver pero que siempre está ahí. Es el que nos une a mi hermana y a mí.


—¿Qué te vas poner? —me pregunta Titi. —El vestido rayado con el moñito marrón que nos hizo mami —le respondo. —¡Entonces yo me pongo otra cosa! —me dice quejándose. —Si vos te ponés el vestido, yo me pongo el pantalón o el short azul. Si vos te ponés el pantalón o el short, yo me pongo el vestido. ¡Y listo! —Pero mami dijo que las dos nos pusiéramos el vestido… —le insisto. —No me gusta que nos vistamos iguales. Vos ya lo sabés. Siempre nos confunden y después nos preguntan: “¿son mellizas?”, “¿cuál es la más grande?”, “¿cuál es la más chica?”. Así es mi hermana. Se llama Claudia, pero le dicen Titi. Según mis padres, el apodo se lo puse yo cuando apenas empecé a hablar y a nombrar cosas y personas. Como no me salía pronunciar bien el nombre Claudita, decía “Titita” y terminó siendo Titi. Yo me llamo Alejandra, pero mis padres me dicen Canita. Este apodo me lo puso mi hermana porque cada vez que intentaba pronunciar mi nombre, decía “Alecana” y finalmente quedó “Cana”, “Canita” y a veces “Canotio”, que no me gusta para nada porque suena a “kinoto”.




El hilo invisible que hay entre Titi y yo se compone de hebras comunes, casi iguales. Nos llevamos apenas un año de edad, siendo Titi la mayor. Físicamente somos bastante parecidas, aunque yo soy un poco más rellenita. Compartimos gestos, miradas y hasta nos reímos igual. A mis primos y primas les divierte mucho escuchar nuestra risa. Como tenemos el mismo timbre de voz, Titi y yo hacemos un lindo dúo cantando juntas las canciones del “Show de Las Ardillitas” y las de María Elena Walsh.


Titi y yo siempre estamos juntas: dormimos en la misma pieza, tomamos la leche juntas y vamos juntas a la escuela, hacemos los deberes juntas con la ayuda de mami, miramos la tele, dibujamos y pintamos juntas, jugamos y compartimos los mismos juguetes. Salimos de paseo con mami y visitamos juntas la casa de la abuela Zulema. No me imagino un instante separada de ella. Sin embargo, creo que ella sí. En esos momentos siento que el hilo fuerte y seguro que nos une, se estira sin llegar a cortarse: —¿Por qué viniste a mi aula? —me pregunta enojada en el recreo de la escuela. —Porque faltó mi maestra y nos iban a repartir por otros grados —le respondo. —¿Y por qué no pediste ir al otro primero? —me reclama. —Porque yo quería estar con vos… —le digo en voz baja. —Pero si igual nos podemos ver en el recreo —me aclara con paciencia y sale corriendo a jugar.




Para mis padres nosotras somos “las nenas” y nos crían sin hacer diferencias. Si una quiere una muñeca nos compran una para cada una. Si una se porta mal, la ligamos las dos. Pero somos diferentes. Yo soy más obediente y acepto sin quejas lo que me piden mi mamá y mi papá. Ella se encapricha bastante y cuestiona algunas decisiones de la familia. Yo suelo tener dolores de panza y me empacho seguido. Ella es alérgica a los cambios de estación y tose de noche. A mí me gusta dibujar personajes de cuentos, a ella le encanta dibujar caballos. A mí me gusta lo dulce y a ella, lo salado. A ella le gusta el rojo, a mí el azul. Sí, somos diferentes.


No sé por qué, pero Mami tiene la manía de vestirnos siempre igual. Como no le gusta comprar la ropa hecha, ella misma la prepara y la cose en la máquina a pedal de mi abuela Juana. Cada vez que nos hace alguna prenda, compra todo doble: las telas, los botones, las cintas, los cierres. Todo con el mismo diseño y color. Algunos modelos de vestidos los saca de la revista Burda que le trae mi tía Nené y otros los crea ella a su gusto. Durante el ritual de la costura, mami se concentra mucho. Nos toma las medidas con el centímetro de modista y prepara los moldes con el papel manteca. Después corta la tela con mucho cuidado e hilvana las piezas sin dejar nada al azar. Y entre pespuntes y remates nos hace algunas pruebas antes de la puntada final. —¡Ay, esta tela me hace cosquillas! —digo riéndome. —¡A mí me da mucho calor! —exclama Titi. —¡Quédense quietas cuando les pruebo! —nos reta mami. —si se mueven mucho, se van a pinchar con los alfileres, déjenme ver cómo les va quedando, a ver… —dice tomando distancia mientras observa y nos hace dar algunas vueltitas con cuidado, —ahora les voy a tomar un poquito de la sisa y luego les hago unas pincitas adelante, mmm… creo que con esto ya estaría —dice como pensando en voz alta.




Una vez que termina de hacer los vestidos, mami los plancha y los cuelga en sus perchas para verlos con más detalle. Es bastante exigente con la costura y si nota algún defecto, descose alguna parte y la vuelve a coser hasta sentirse conforme. Como otras prendas que ella cose para nosotras, los vestidos se ven tan parecidos que para identificarlos borda o pinta con algún color nuestros nombres en la parte interior del cuello. De esta manera, no hay confusión que valga.


A pesar de los rezongos de Titi, esa tarde de verano, estrenamos los vestidos iguales para ir de compras con mami por la calle 12 de la ciudad. Eran de color beige, rayados y con un moñito marrón en el cuello que quedaba muy bien. Mami estaba chocha al vernos con los vestidos puestos. Nos peinó con colitas y nos calzó los zapatos “Guillermina” que hacían juego. Ella también se vistió y se peinó para la ocasión. Las tres estábamos muy coquetas y salimos juntas tomadas de la mano hasta la parada de colectivos de la línea 503. Viajamos y nos bajamos cerca del Parque Saavedra. Desde allí caminamos hacia el centro comercial. Como toda calle del centro, la 12 tiene muchos negocios, carteles luminosos que se tapan unos a otros, ruidos de autos y colectivos, gente que va y viene. ¡Qué lío! pensé. Habíamos saltado desde la paz de mi casa hacia a una gran jungla y tuve miedo de perderme. Me di cuenta de que a Titi le sucedía lo mismo porque vi que no se apartaba de mami y sujetaba fuerte una de sus manos. Entonces yo hice otro tanto, pero desde el otro costado. Y así, tomadas fuertemente de las manos, fuimos caminando las tres en el medio de un torbellino de personas, movimientos y ruidos. Si por algún motivo me soltaba de la mano de mami, me sujetaba a la manija de su cartera o bien, me apoyaba en su brazo para seguir el ritmo de sus pasos. No necesitaba mirarla a la cara, me daba cuenta de que estaba muy cerca de ella y eso me tranquilizaba. De vez en cuando, mami se detenía para ver las vidrieras, entrar en algún comercio y consultar precios. Titi y yo siempre la seguíamos.




En algún instante de la recorrida, algo pasó. Seguramente me distraje escuchando a alguien o mirando algo. Vaya a saber qué. De repente, me di cuenta de que la mano que me sujetaba no era la misma. La manija de la cartera era distinta. Era otra cartera. El brazo donde me apoyaba tenía otro calor, hasta otro perfume. Había un chico del otro costado que me miraba asombrado como diciendo “¿Y esta quién es?”. Entonces, se hizo un gran silencio en torno de mí. Mami y Titi no estaban allí. El hilo invisible se cortó. Estaba perdida.


Inmediatamente se armó un corralito de personas extrañas a mi alrededor que me hacían preguntas: “¿cómo te llamás? ¿dónde vivís? ¿con quién viniste? ¿estás sola? ¿dónde están tus padres?”. A pesar del esfuerzo de la gente por querer ayudarme, tantas preguntas me apabullaban y me confundían. Respondí algunas, aunque solo quería estar de nuevo con mami y Titi. Sabía que ellas serían incapaces de abandonarme. De la angustia que tenía no podía dar explicaciones, sólo tenía más preguntas: “¿dónde está mami? ¿dónde está Titi? ¿dónde se metieron? Seguro que me están buscando”. Me largué a llorar.




De repente se acercó un señor alto. —¿Está perdida? —preguntó. —Así parece —dijo una señora. —¿Usted la encontró? —preguntó un muchacho dirigiéndose a la señora que estaba a mi lado con el chico. —Si, si… —respondió ella con preocupación, —yo venía caminando con mi hijo y al rato noté que me seguía una nena. Cuando me tomó de la mano me di cuenta de que estaba confundida —aclaró con compasión. —Entonces seguramente venía caminando con alguien —dijo otra señora. —Pobrecita... está perdida —se lamentó una muchacha. —Quedate tranquila, gordita, —me dijo cariñosamente mientras me secaba las lágrimas, —ya encontraremos a tu familia. El señor alto se arrimó un poco más al corralito, se agachó y empezó a mirar detenidamente mi ropa, mis colitas… —Mmmmm…. este vestidito con el moñito marrón me resulta algo conocido. Miró hacia ambos lados de la cuadra y agregó: —Acabo de ver a otra niña vestida igual caminando con una señora, seguramente es su mamá. Las dos ya deben estar en la otra cuadra. Quédense todos aquí, las voy a ir a buscar. Y salió corriendo por la 12, perdiéndose entre el tumulto.


Pasó un momento, que para mí fue una eternidad, y el señor volvió con mami y con Titi. Venían caminando muy ligero. El rostro de desesperación de mami se convirtió en una cara de alivio cuando me vio en medio de la gente. Titi también cambió la cara al descubrirme en el medio de tantas personas. —¿Dónde te metiste, nena? ¡Acordate que tenemos que estar juntas! —me dijo mandoneándome. Enseguida se acercó y tomó mi mano para que no me volviera a perder. Yo sabía que ella también me estaba buscando…




Se me pasó la angustia. El ruido de la calle volvió a aparecer. Me fui consolando al encontrarme otra vez con la mano de mami, su cartera, su brazo, sus olores. Veía otra vez a Titi del otro costado de mami. El hilo invisible se reestableció.


La gente se alegró por el reencuentro. Al mismo tiempo, las personas nos miraron con asombro: —¡Qué parecidas! ¿Son mellizas? —preguntó una señora. —No, no. —aclaró mi mamá. —Se llevan un año. —¡Ah! ¿Cuál es la más grande? ¿y la más chica? —preguntó otra señora. —¡Menos mal que están vestiditas iguales! ¡Así fue más fácil encontrarlas! —exclamó un muchacho. —¿Ahora estás más tranquila, gordita? —me preguntó la muchacha que secó mis lágrimas. ¿Viste que las íbamos a encontrar? —agregó con dulzura. Mami dio las gracias a todos por cuidarme mientras estuve perdida, especialmente al señor que propició nuestro encuentro. Rápidamente el corralito de gente se desarmó y cada una de las personas retomó su rumbo loco por la 12. Después del mal rato, no faltaron los sermones de mami diciendo que prestásemos atención, que tuviésemos cuidado, que mirásemos bien por donde caminábamos, que no nos fuéramos con cualquiera y todo eso. Titi estaba molesta y rezongaba: —¡Ufa! ¡No me retes a mí! ¡La que se perdió fue ella! —me miraba como diciendo “Y todo por tu culpa”.




Una vez tranquilas, retomamos la caminata viendo vidrieras y visitando negocios. Esta vez, lo hicimos con más cuidado para no volver a pasar un mal momento. —Miren qué lindo estampado para otro vestidito. ¿Les gusta? —nos preguntó mami señalando la vidriera de una tienda de telas. —Sí, me gusta —dije entusiasmada. —Puede ser… —dijo Titi no muy convencida. —Esta vez, se los voy a hacer con un cuellito redondo de color blanco que combine con la tela para que se luzca mejor ¿les parece? —Bueno. —dije yo. —Está bien, pero a mí hacémelo de otro color, ¿sí? —pidió Titi. —Y vos, —dirigiéndose a mí, —tratá de no perderte más en la calle para que después no busquen a otra parecida a mí. Las tres nos miramos y nos reímos mucho con ese comentario. Luego entramos a la tienda para comprar la tela de los futuros vestidos.


Unos nuevos vestidos se avecinaban. Esta vez no serían tan iguales, pero tampoco muy distintos. Serían lo suficientemente parecidos para que alguien me encontrara si me volviera a perder. El hilo invisible se había hecho más fuerte y se había coloreado de complicidades mutuas.



Epílogo Esta foto cargada con la felicidad que desparramaba mi niñez, fue sacada un 17 de marzo de 1968 en el patio de mi añorada casa natal.


La nena de la derecha es Claudia, mi hermana. En ese entonces tenía 7 años. La de la izquierda soy yo, Alejandra, con 5 años, pronto a cumplir 6. Mis otros hermanos, Fernando y Santiago, no están en la foto porque aun no habían nacido. ¡Cuántas cosas me faltaban vivir entonces! Esa nena que se está riendo, vaya saber de qué gesto que hacía mami desde un costado, hoy es una mujer casada de 59 años, con dos hijos y tres nietos. La otra de piernas cruzadas y zapatos blancos que mira y atiende las recomendaciones del fotógrafo, mi papá, hoy tiene 58 años, un hijo maravilloso y ha vuelto formar pareja con un gran compañero de vida. Las dos pasaron muchas cosas juntas. Crecieron, abrieron nuevos caminos, tuvieron encuentros y desencuentros. Hoy la mayor no deja un instante de mantener el diálogo con la otra, visitarla, cuidarla para no separarse y sostener el hilo invisible que las une desde la infancia.



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