Alma de caballo de María Fernanda Giraudo

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Alma de caballo MarĂ­a Fernanda Giraudo


© del texto y de las ilustraciones María Fernanda Giraudo Edición taller contar la propia historia Arroyito, Córdoba / Buenos Aires 2020


Alma de caballo MarĂ­a Fernanda Giraudo



Este es un viaje de vuelta al pasado para encontrarme conmigo misma. Esta es mi historia, la de mi familia, y especialmente la mía con mi papá Ángel. Cuando era niña yo sentía que yo era él, y que él era casi yo. Como si tuviéramos un alma compartida. No necesitaba decir nada, él me adivinaba. Y los caballos… van uniéndolo todo, como trenzando con crines, cascos y cueros.



La relación de mi familia con los caballos viene desde hace muchos años, quizás desde la antigüedad… quizás desde siempre. Yo debo haber sido caballo antes de nacer cuando flotaba en el universo allá cerca de una estrella. A mi papá le gustaban, pero era mucho más que eso, eran parte de él y de su historia.


Mi abuelo José vino desde Italia, se subió a un barco y junto a algunos familiares llegaron hasta la provincia de Santa Fe, donde había unos parientes. Allí las tierras eran muy costosas y les contaron de otro lugar, más al centro, cerca del corazón de la Argentina, en la provincia de Córdoba… ese lugar más tarde se llamaría La Francia. Y para allá partieron con todo lo necesario para acampar por varios días, hasta poder establecerse.


A mi abuelo José lo dejaron con los parientes. Eso a él no le gustó. Y aunque era pequeño tomó un caballo y escapó. Solo y sin mapa, en un país desconocido, con sol y con luna, viajó con su caballo y su osadía por varios días… Puede ser que lo guiara esa misma estrella que me acompaña en las noches en que me siento sola.





Y finalmente llegó. Y ese reencuentro fue feliz. Y esa fue (quizás) la primera vez que un caballo ayudó a reunir a la familia. Porque a través de los años, a través de las generaciones, siempre, siempre, los caballos y mi familia estuvieron y estarán juntos.


¿Serán los caballos los que juntaron a José y a Carmen? De su amor nació Ángel, mi papá, Sergio mi “otro” papá, y diez hijos más… Yo tuve suerte, tuve dos papás. Así los sentía.




Carmen, mi abuela materna, amaba los caballos. Y es por ella que el haras donde mi papĂĄ y mis tĂ­os criaban caballos sangre pura de carrera, lleva su nombre.


Ese lugar era mi paraĂ­so. Ir allĂ­ era una aventura espiritual.




Me llenaba de abrazos y mimos, como probar quesos únicos, la manteca casera, la leche recién ordeñada y comidas nunca antes saboreadas. Una biblioteca para explorar, binoculares para descubrir el mundo. Y las historias del tío Sergio, que contaba con una habilidad increíble y que producían risas que llegaban a todo mi cuerpo. Eran hechos reales a los que les agregaba un poco mucho de color, una pizca de magia y un montón de sabor. Yo lo escuchaba absorta. Esas tardes siempre van a acompañarme, son el refugio en los días nublados.


En esos días mi papá iba a trabajar, mis hermanas y yo a jugar. Siempre descubríamos qué hacer: saltar sobre charcos de barro, encontrar huesos de animales, tirarle piedras a un panal de abejas, caminar sobre el borde del tanque australiano… Pero lo que más disfrutaba era que me permitieran montar a caballo. Me llenaban de recomendaciones y cuidados, y yo salía a buscar mi experiencia.


Una mañana fresca de verano, aunque mi papá no quería, insistí en montar, a pesar de los mosquitos. Tenía pantaloncitos cortos. Al regresar conté 58 picaduras en mis piernas. No me importaba, aunque picara, me sentía feliz. Me daban tantos consejos antes de que montara… Porque pocos lo saben, pero a los caballos les gusta volar y a veces olvidan que ya no tienen alas. Ellos te reconocen, te huelen, te escuchan, te observan y solo después te permiten, o no, ser su guía. Se crea una relación de confianza entre caballo y jinete. Si no es así, créeme, no terminará bien. Yo no lo sabía, pero cargada sobre su espalda fluía con el cosmos, me conectaba conmigo misma y con la naturaleza, y creaba lazos de sangre y de sueños con las personas que amaba.




Después acompañaba a mi tío Sergio a realizar el ritual de cuidado de los caballos: cepillarlos, darles su comida, hacer sus camas de paja. Escuchaba y aprendía. Disfrutaba cada tarea, cada palabra, cada sugerencia. Llenas de dulzura, cariño y paciencia, construían con líneas de puntos una conexión profunda entre nosotros.




Yo creía que el dolor de perder a mi papá y a mi tío había templado mi alma, pero ahora sé que fueron esos momentos compartidos, tanto amor a raudales, los que me hicieron fuerte, y me hicieron LIBRE. Tomo el lápiz o el pincel y uno en un instante el ahora con el infinito. Y aunque no entienda la realidad, puedo jugar, a que cada cosa, está en su perfecto lugar.



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