Bigotes del fin del mundo de Belén Peltzer

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BIGOTES

del fin del mundo BelĂŠn Peltzer


A Lucila Schilling, fotógrafa y guía en el viaje por los bosques de Tierra del Fuego.

© del texto y de las ilustraciones Belén Peltzer Edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2020


BIGOTES

del fin del mundo BelĂŠn Peltzer



Hay un castor disgustado en la castorera vecina. Mamá me dice que son unos deshilachados llegados de la colina más helada del sur, tocados por la humillación de venir huyendo. Lástima que pertenecen a una manada violenta. Es de mi edad, lo miro por el agujero de la rama de mi cuarto y quisiera ser su amigo. Solo cuando llueve fuerte se tapan los griteríos.




Quizás nos hagamos amigos. Él tiembla cuando nuestras miradas se encuentran, se mete rápido para adentro y me espía. No se da cuenta de que conozco cada milímetro de su madriguera porque antes era de mis primos que ya se fueron. Mamá dice que ahora no es momento de andar por fuera de casa.






Los humanos tienen serios problemas con algo llamado pandemia. A algunas personas les da por comer carne de animales salvajes. No vaya a ser que nos maten para comernos y que carguemos con la culpa del virus corona. Se ha detenido la circulaciรณn en el planeta. La mujer guardabosques nos estรก vigilando.




Estamos siempre adentro, Y si damos una vueltita, es con el buche tapado de hojas. ¡Qué difícil es!. Nosotros que andamos siempre en el río, construyendo diques y montículos, tenemos las patas acalambradas de estar quietos y los dientes redondos por no poder morder ramas.




Ayer me encontré al vecino en el ondulado puente, me llamó con las manitos. Me contó muchas cosas, entre ellas que le da vergüenza vivir en la casa del tío difunto…

Mi tío murió de tristeza la semana pasada. Lloró y lloró hasta que se ahogó en sus propias lágrimas. La esposa lo abandonó, se escapó con un castor joven y robusto. Le dejó solo las hembras y los nervios rotos. Él se dejó morir en su camita. Lo sepultaron las hojas del árbol que él mismo había carcomido. Sabía que la venganza del árbol un día lo asfixiaría. Así resultaron las cosas: la pena lo aniquiló. Se dio por vencido, sin saber adónde ir ni qué hacer. El hocico se le dobló para abajo. El llanto le despeinó el orgulloso bigote.




Al entierro fueron solo papĂĄ, la abuela y mi pequeĂąa prima.


Desolaciรณn en el lago solitario.




Las almas de los castores trepan por el tronco del รกrbol muerto.




Papá es como un guerrero de los bosques. Una especie de guardián ecologista. Él piensa que una cosa es lo que manda el instinto y, otra muy diferente es dejar el valle repleto de troncos enanos, sin destino, como hacen los leñadores. A veces vamos con él para afilar los dientes con los mangos de las hachas olvidadas.


Mamรก nos muda cada vez que la cueva queda definitivamente ordenada. Cargamos juguetes y muebles. Por desgracia perdemos de todo en la corriente del rio.




Quedamos con olor a tronco mojado. El pelo pegado y sucio. Por suerte mi abuela teje los más cómodos cuencos para dormir. Sirven para flotar si fuera necesario. Mamá queda rendida, desanimada y sin ideas. Cuando apoya la cabeza sobre el borde del agujero, como hizo hoy a la mañana… Sabemos que es el principio de la búsqueda de un nuevo lugar para vivir y volver a comer. Nos toca caminar y nadar hasta la desembocadura de algún lago fueguino.






Toca partir a un lugar donde haya flores con sabor cálido. Abandonar la casa querida. Ir más al norte, donde el frío no sea fuerte y metido. Dejar atrás el bosque infinito.







El mundo se volviĂł miedoso pero nosotros vivimos sin temor. Y por mĂĄs que ya no nos cazan, no nos podemos ir.

La guardabosques parece un animal hambriento. Nos mira‌


No ve que estamos con mรกs hambre que nunca.





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