INDELEBLE de Cecilia González

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INDELEBLE CECILIA GONZÁLEZ


@de los textos y las imágenes Cecilia González edición taller contar la propia historia Montevideo / Buenos Aires 2021


INDELEBLE CECILIA GONZÁLEZ



Nunca se van del alma los que hicieron magia en nuestra vida.



—¡Joaco cumple 20! La excitación en mi tono de voz era inusual pero evidente. Había estado esperando por este día hacía… ¿cuánto? —¡Es hoy! —vociferaba como loca, dándole los últimos toques a la torta con forma de guitarra eléctrica tamaño real que le había preparado con amoroso esmero y una emoción que no experimentaba desde hacía mucho.



Una tarde de agosto me acordé de que se acercaba el cumpleaños de Joaquín. Me pregunté si aun viviría en aquellas casitas de ladrillos, en el Prado. En realidad, me pregunté si todavía estaría vivo, o si acaso se habría ido del país en la crisis de 2002. Vagamente se dibujaban en mi mente las imágenes de la última vez que lo había visto, cuando le llevé una torta (de confitería) para su cumpleaños de once años. Se la había dado en la puerta de las casitas, un sábado de feria.


Joaquín era vivaracho, de pelo castaño y un magnetismo sorprendente para alguien tan pequeño. Solíamos sentarnos en los recreos a intercambiar impresiones sobre las bandas que escuchábamos, como Metallica, AC/DC o Guns’n Roses. Muy a menudo me obsequiaba una hoja de cuaderno con un dibujo de su autoría donde retrataba a los integrantes de aquellas bandas en pleno show, casi siempre hecho a lápiz, rara vez adornado con algún toque de marcador fino. Le encantaba jugar a que era Angus Young, y recorría unos metros del patio compenetrándose con el personaje, con la túnica a medio prender y la moña desatada, haciéndome reír cada vez. Con los compañeros era medio flojo, de los que se largan a llorar cuando los tocan y se caen o apenas se lastiman. Me acuerdo de la cara de él, mezcla de incredulidad y fanfarroneo, cuando le llevé un papelucho autografiado y dedicado por los muchachos del “Cuarteto de Nos”. Parecía que tenía en sus manos algo de tal valor que ninguno de sus compañeros iba a poder conseguir jamás.



Después de mi fugaz visita para su cumpleaños de once no lo vi más, pero él me llamaba a menudo a casa para contarme detalles: que se había dejado el pelo largo, que se había puesto “aparatos”, que se burlaban de él en el liceo, que estaba sacando tal o cual canción en la guitarra… Hubo dos o tres años en los que hablaba con Joaco porque me parecían tiernos sus relatos, pero llegó un momento en que corté esas llamadas con desinterés. Ni siquiera lo atendía, porque estaba ocupada con mi vida cotidiana, y de alguna manera, él ya no formaba parte de la misma. Y otras cosas pasaron. Otras historias, otra gente, otras bandas, otras charlas. Pero llegó ese momento cercano a que Joaquín cumpliera veinte años. No nos habíamos visto ni hablado más, aunque yo nunca dejé de sentir ese cariño tan entrañable hacia él.




Por ese entonces, mi amiga Dana trabajaba en la Corte. Y a pesar de que era ilegal buscar datos de ciudadanos, al otro día de mi pedido me llamó diciéndome: “lo encontré”. Ahí mi emoción empezó a tomar forma. Joaquín vivía todavía en el mismo lugar donde yo lo había conocido, y pude saber -charla telefónica con su madre de por medio- que siempre me recordaba con cariño, y que incluso tenía en su cuarto la foto de los dos en la carreta de la estancia “El Terruño”, en el viaje de fin de cursos.


Faltando una semana saqué un molde de mi guitarra, y me embarqué en el proceso de la torta más grande y que con más amor iba a hacer en mi vida: una guitarra eléctrica a escala real, con cuerdas, clavijas, todos los trastes, los marcadores de posición, los controles de tono y volumen, y en el clavijero la leyenda “El Joaco lo más, 2004”.



Y como quien no quiere la cosa, llegó el día.



A eso de las 19.30, mi primo Nacho estacionó su camioneta en el portón de rejas que conducía al complejo de casitas de ladrillo. Me miró, cómplice, y sonrió. Se bajó con la torta y yo me quedé esperando. Muerta de nervios, repasando todos sus movimientos, que seguía atenta. Tocó el timbre. Pasó un ratito, medio eterno, y alguien apareció a abrirle. Pero no alcancé a ver bien. Tenía que ser Joaquín. Seguidamente, Nacho debía decirle que le traía un envío de una amiga. Solamente eso. Vi que intercambiaban unas palabras, y listo. Me bajé.



Caminé con seguridad hacia el portón y de repente lo vi. Él me vio. Y no fue una sensación mía. Los dos flasheamos. Él, porque nunca se imaginó verme ahí. Pero yo, que ya sentía las lágrimas rodar caprichosas por mis mejillas, porque ahí adelante, donde solía haber un niño de moña desatada, había un hombre. Delgado, pelo castaño, gesto vivaracho, sonrisa hermosa, con aquel magnetismo de antes multiplicado por mil. Camisa azul con rayitas blancas y un jean. Me miró emocionado y me abrió los brazos cuan largos eran para que nos fundiéramos en un abrazo de reencuentro que se me hizo conocido pero a la vez nuevo. —¿Qué hacés, guacha? —me preguntó. —¿Cómo estáááás? —le dije a mi vez, feliz.



El resto de la noche transcurrió en su cuarto, con su madre y algún otro familiar en el piso de abajo. Ahí nos reímos, nos acordamos de mil anécdotas, nos contamos nuestras vidas, o algo así, nos abrazamos, cantamos con la guitarra, y nos prometimos no dejar de vernos nunca más.



En esa época yo vivía en un apartamento en la calle Zubillaga. Dos o tres veces vino Joaquín a visitarme, y charlamos, miramos fotos de la escuela, fuimos al cine y siempre pasamos espectacular, como solíamos hacer en mis épocas de practicante, cuando los dos esperábamos la hora del patio para conversar.



Una tardecita, él se sentó en el suelo del living amplio, enfrente de mí. Ya no entraba luz por los ventanales y estaba prendida aquella lámpara tan cálida de tela a rayas amarillas y rosas. Yo estaba recostada en el sillón y lo miraba con ternura, mientras Joaco improvisaba en la guitarra. En un determinado momento, empezó a cantar dulcemente y en voz bajita “Mi caramelo”, de la Bersuit. A medida que yo escuchaba la letra y la anticipaba, más cerca de la garganta sentía las ganas de llorar de la emoción. “…Te veo en el recreo y me vuelvo loco…”—cantaba él compenetrado. Y ya no lo pude evitar. Me puse a llorar. Joaco terminó la canción, y sin levantarse, se acercó a mí. Quedamos cara a cara, milímetros de por medio. Joaquín apartó un mechón de pelo que caía sobre mi mejilla mojada y mis ojos se detuvieron fijamente en los suyos. Él también me miraba más allá de mis pupilas. Así transcurrió… no sé… Todo lo que había sido confluía en ese instante.




Sin apartar la mirada, le pregunté en un susurro: “¿Sabés lo que estamos haciendo?” Y me dijo: “No. Pero hace diez años que espero este momento”.




Cinco años más tarde, nos encontramos en un ómnibus que venía del interior. Yo volvía de ver a mi novio, que vivía allá, y él casualmente tenía una novia en la misma ciudad. Nos tocaron asientos separados, pero él a veces me hacía señas con el celular. Cuando nos bajamos en Tres Cruces, nos abrazamos. Más o menos como aquel día en que cumplió veinte -porque fue un abrazo fuerte y larguísimo-, pero los dos sabíamos que esta vez era un abrazo de despedida. No porque no fuéramos a vernos nunca más, sino porque el amor que sentíamos mutuamente ya no tenía forma de acomodarse en nuestras vidas.



Pero las experiencias que compartimos a partir de aquel reencuentro a los veinte de Joaquín habían sido maravillosas y me marcaron para siempre. Yo me casé, sabiendo que nunca amaría a un hombre como lo había amado a él. Me casé, amando sí, pero diferente. Él se casó poco después. Tuvimos nuestros hijos. Nos volvimos a ver, saludándonos amablemente como dos viejos conocidos. Eventualmente nos hacíamos algún guiño a través de las redes, con un mensaje privado cuando ciertas publicaciones nos tocaban una fibra común.




No sé lo que fue, ni si lo sabré alguna vez (como me dijo él una tarde de veinte años en Fernández Crespo y Colonia, corriendo un ómnibus para alcanzarlo: “Ceci, te amo. Todavía no sé de qué forma, pero te amo”); pero sí tengo la certeza de que aquello que nos llevó a conectar de forma tan intensa cuando él era sólo un niño, y a desafiar las convenciones tiempo después, echó raíces profundas y es por siempre verdadero.



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