DESPERTAR DORMIDA Belén Carballo / Irene Singer
Mi abuela Luisa era una sonámbula de fuste.
A mí me encantaban las historias de sus caminatas nocturnas que contaba mi padre. Me la imaginaba con un camisón largo hasta los tobillos, pálida como un fantasma, el pelo desordenado y los ojos absortos.
Una noche Luisa abrió todas las puertas y ventanas y la familia entera despertó bajo un viento helado.
Otra vez vació minuciosamente cajones y roperos, buscando quién sabe qué en sus sueños, y encontraron el piso del living regado de medias, papeles y zapatos.
Y hubo otra, en que sacó uno por uno los libros de la biblioteca y los apoyó en el piso, todos abiertos en el mismo número de página.
Había épocas en las que Luisa caminaba todas las noches, coincidían especialmente con las largas ausencias de mi abuelo, que era marino mercante.
Ya todos se habían acostumbrado a su presencia alucinada y a despertar a todo tipo de situaciones improbables. Mi padre, el hijo mayor, era el encargado de algunas precauciones básicas: •La puerta de entrada con tres vueltas de llave. •El gas de la cocina cerrado. •El dinero a resguardo. Con eso se iban a dormir tranquilos, Luisa era una sonámbula inquieta pero inofensiva.
Pero aún así no pudieron evitar algunos accidentes. Una vez Luisa llenó la pared del living de garabatos indescifrables que ella misma limpió luego durante días,
y otra noche abrió todas las canillas acumulando ropa en las piletas y en la bañadera hasta que el agua rebalsó provocando una inundación.
Mi padre solía decir que esta madre dormida no se parecía en nada a la mujer cuidadosa y eficaz que ordenaba la vida de él y de sus hermanos.
Ella y el abuelo lo habían intentado todo, consultando médicos hasta el cansancio. Habían probado con remedios caseros, tisanas, refriegas, dietas especiales, rutinas de sueño, cábalas y hasta con algún curandero.
Pero no hubo caso. Luisa no era una sonámbula común.
A mí, que alguien pudiera andar por ahí caminando dormido me parecía un misterio rarísimo y me entró una verdadera obsesión con el tema. ¿Cómo podía yo estar segura de que no me levantaba durante la noche? Durante años me fui a dormir con la duda, sospechando de mí misma como de otra.
Tenía estrategias: •Un hilo atado a mi dedo gordo y a la pata de la cama. •Las pantuflas ubicadas con precisión geométrica que no sería capaz de reproducir. •Algún objeto en el camino que tendría que mover para pasar. •Un papelito pegado contra el marco de la puerta que forzosamente se rompería al abrirla.
La palabra sonámbula me desvelaba.
Busqué en diccionarios, enciclopedias, recopilé historias y leyendas. Me transformé en una verdadera experta.
Y por más que, gracias a mis artilugios, cada mañana verificaba que no había caminado dormida, la duda de que podría hacerlo no se acallaba nunca. Las historias de mi abuela sembraron para siempre una especie de desconfianza hacia el dormir, la sospecha de que podría despertar sin despertar, como si hubiese otra persona dentro mío de la que yo no tenía noticia. Todavía hoy esa idea me persigue.