De plantas medicinales y otras yerbas
Adriana Gรณmer
Este libro se escribió, ilustró y editó en la primavera de 2020, al acecho de brotes, frutos y recuerdos. © del texto y de las ilustraciones Adriana Gómer Edición taller contar la propia historia Paraná, Entre Ríos / Buenos Aires 2020
De plantas medicinales y otras yerbas Adriana Gรณmer
En mi andar por el campo explorando plantas, reconozco los gestos de mi padre. Y en ese interĂŠs por aprender sobre hierbas y en la comuniĂłn del tĂŠ, reconozco los gestos de mi madre. A ellos dedico este libro.
El libro rojo de las yerbas*
En casa de mis padres se encuentra el libro gordo y viejo de las plantas medicinales. Está hecho de tapas duras con un forro de tela roja muy desteñida. Apenas si se alcanza a leer el título y se han perdido los datos de quién lo escribió. Tiene más de setecientas páginas. Sus hojas ya están amarillentas. Unas cuantas están sueltas e incluso algunas se han extraviado en los laberintos de su viaje. Mi abuelo David, el papá de mi mamá, se lo compró a un hombre que recorría los campos en sulky, pregonando el cuidado de la salud y la curación por “yerbas”, con YE. Un día llegó a la casa donde vivía mi mamá con sus papás y hermanos. El apellido del vendedor era Mittag, que en alemán significa “mediodía”. Mi abuelo accedió a comprarle el libro, no sin antes hacerle una broma: Wir haben schon zu Mittag gegessen, que significa “Nosotros ya almorzamos”. Don Mittag se sonrió por la alusión a su apellido. Mi abuela Amalia, chiste mediante, invitó a almorzar al Señor Mittag quien, gustosamente, aceptó el convite antes de seguir su gira. La abuela había preparado sémola con leche fresca y huevos fritos para ellos y sus once hijos, entre los que se contaba mi madre. Luego de muchos años ese libro fue parte de la herencia familiar. Cuando le pregunto a mamá qué hierba es buena para tal o cual malestar, me contesta: “Tendría que fijarme en el libro”. En él las hierbas medicinales sirven para curar casi todo, como acostumbra decir ella.
* Gracias a Internet logré reponer algunos datos perdidos de este libro Salud y curación por yerbas. Su autor es Carlos Kozel y se editó por primera vez en 1946, cuando mi mamá tenía apenas 3 años y mi papá nacía.
Ritual
—Me gusta el té de poleo. No tiene gusto a nada –comenta mamá. —Pero si no tiene gusto a nada, no tiene gracia —objeto. —Así lo puedo poner en el mate y tu hermano no se da cuenta –me explica por lo bajo, porque ambas sabemos que a mi hermano no le gustan los yuyos. Y menos en el mate. A la planta que tenemos en el huerto la trajo mamá de la casa de los vecinos. Antes había otras dos plantas pero se secaron. Después de haberla podado, de haber puesto las ramas a secar y haber tomado en infusión las hojas durante todo el invierno, asoman nuevamente los brotes tiernos con fuerza de primavera. Las noches de los días que compartimos, preparo una infusión de poleo después de la cena. Es bueno contra el insomnio. Caliento el agua y pongo hojitas en el infusor de metal que compartimos para ambas tazas. Juntas esperamos unos minutos mientras vemos cómo se tiñe el agua de verde en medio del vapor y del reposo. El agua se vuelve más nutritiva cuanto más oscura. Algunos pedacitos de hojas se filtran por los agujeritos. El resto bucea en su cuna metálica. O duerme, hasta que el agua baja.
30 gr en 1 L de agua, en infusión. Se pueden tomar cada día de 2 a 3 pocillos, o de 3 a 5 cucharadas cada hora.
Aroma de hogar
En cada hogar hay un aroma distintivo. No usábamos el laurel para curar, pero era el condimento por excelencia de las sopas de mamá. Yo no amaba la sopa. Quizás por eso nunca logré prepararla como mi madre. “Andá a buscar tres hojas de laurel”, era su pedido mientras cocinaba. Una de las primeras tareas del día. Y yo, a regañadientes casi siempre, como si hubiera sido tan difícil, caminaba apenas unos cincuenta metros hasta el árbol y elegía, sin embargo, las tres mejores. Mamá nos proponía un juego… que no nos gustaba. Ponía en la sopa las tres hojas de laurel. Y cuando la servía con un cucharón profundo, sentenciaba a lavar los platos a quien le tocara en suerte una de ellas. Al final casi siempre era mi madre quien los lavaba, hasta que fuimos más grandes. A veces me llevo laurel a mi propia casa para ponerle a la sopa. No tengo con quien jugar el juego de las hojas. Pero, cuando hierve el caldo, el aroma de aquellas mañanas distingue mi hogar.
Tres gotas de jugo de laurel en agua fortifican el estómago; remedian la tristeza, el miedo; conceden fuerza de voluntad y firmeza.
Pepas de oro
Tenía incluido su nombre en la lista de palabras cuya pronunciación me generaba dudas cuando era pequeña. ¿Almóndiga o albóndiga?, ¿alverja o arveja?, ¿míspero o níspero? Y aunque con el tiempo aprendí, supe también que no todo, por ser distinto o desconocido, está equivocado. En la iglesia, en donde tomaba clases de catequesis sábado de por medio, con los demás niños esperábamos con ansias infantiles a que maduraran los frutos del viejo níspero que crecía junto al aljibe. Teníamos prohibido subir al árbol, sin embargo, alguna que otra vez uno de los varones más audaces y rebeldes, subía, arrancaba los nísperos y los tiraba para que pudiéramos comer todos. Los de abajo invocábamos al espíritu santo, o a algún ángel de la guarda que anduviera revoleteando por el patio, para que protegiera al valiente trepador de caerse. Y, de paso, distrajera a la catequista. Años más tarde, papá trajo por fin un arbolito a casa. Se lo tenían prometido desde hacía mucho y le aseguraban que daba nísperos de los grandes. Así fue con el tiempo. Cada tanto arranco algunas hojas y, una vez secas, pongo trocitos de ellas en el mate. Para curar el dolor de garganta y recordar a mi padre.
El té de las hojas en cocimiento ayuda contra las afecciones de la boca y la garganta. La fruta madura mejora la sangre.
Me quiere, no me quiere
Papá tomaba largos paseos por el campo. Por trabajo y por placer. Un alambrado que arreglar, algún cardo que sacar, combatir hormigas, descubrir un nuevo nido de pájaro, cosechar frutas y verduras. Amaba recorrer el campo, reconocerlo palmo a palmo. En sus largos paseos, recolectaba manzanilla. Mamá ponía a secar sus flores amarillas y blancas y las guardaba para preparar infusiones. La abuela María —la mother— también tenía una mata en el jardín. En las banquinas es común ver crecer la manzanilla silvestre, menos perfumada y menos curativa. Igual de hermosa y delicada. Mi mirada la veía como margarita de pobre, aunque abundara. Una margarita en miniatura con la que jugaba de niña junto a mis amigas al “me quiere mucho, poquito, nada”. Nunca les confesé a ellas que lo hacía solo para saber si ese amor secreto de la infancia albergaba algún sentimiento hacia mí. Me consolaba con su aroma, aun cuando el último pétalo que arrancaba indicara “nada”.
El aceite de manzanilla ayuda a quienes están a punto de perder el oído o ya lo han perdido. Con el polvo de manzanilla pueden curarse muchas enfermedades. Triturar finamente manzanillas secas y tomar media cucharadita de polvo cada tres horas. Masticarlo cien veces antes de tragarlo.
Bisutería natural De pequeña juntaba conitos de semillas de eucaliptus. Los recolectaba con cuidado, para que no se rompieran. Y luego, cuando tenía suficientes, los engarzaba por el vértice, pasándoles aguja e hilo. Hacía pulseras. La paciencia no me daba para collares. Podía imaginarme vendiéndolos como artesanías en alguna plaza si no fuera porque vivíamos en el campo y casi no íbamos a la ciudad. Todavía los junto a veces. Camino bajo los árboles. Mis pasos hacen crujir el suelo cubierto de materia orgánica seca. Sobre mi cabeza se mecen las copas al compás del viento y del zumbido de un enjambre de abejas camuflado entre las flores. Mamá aprovechaba las hojas para ofrecer inhalaciones en el invierno. Las ponía a hervir en una palangana y luego, el enfermo -engripado o resfriado- se tapaba toda la cabeza con una toalla grande. Inclinado sobre la palangana, inhalaba durante un largo rato. Era un fenómeno interesante de ver. Una especie de retiro en medio de la cocina. Todavía hace, de vez en cuando, con el eucaliptus medicinal, evaporaciones para purificar los ambientes de la casa. Coloca sobre un calentador un recipiente con hojas y agua. Y lo deja hervir a fuego lento durante horas. También lo emplea para aplicaciones internas, en infusión. Le comento a mamá que el ramillete de hojas de eucaliptus medicinal forma como escamas de pescado. Ella me mira observarlas con curiosidad. Y con curiosidad me mira dando forma a pulseras hechas con conos de semillas. Me observa con una sonrisa que denota, a partes iguales, cariño y el interés justo que demanda lo fútil. Con ese cariño maternal que sabe conceder el lugar necesario a las labores inútiles.
15 a 20 gr en 1L de agua. Tomar en infusión para combatir la tuberculosis, la neumonía y la debilidad en el estómago.
Imaginación y deseo
Mamá me explica que la raíz de amargón sirve para depurar la sangre. Sus hojas pueden emplearse en ensaladas y sus raíces se pueden cocer en infusiones. Como su nombre lo indica, es muy amargo el amargón. A mí siempre me gustó llamarlo diente de león. Ignoro el origen de ese nombre y no me resulta intimidante. Al contrario, me parece dulce, lo cual es curioso si se mira bien. Con las semillas de diente de león, que llamábamos panadero — tampoco entiendo por qué—, mi hermana, mi hermano y yo jugábamos a tomar helado de palito. Arrancábamos el gajito con cuidado y lo hacíamos girar lentamente con los dedos, a medida que soplábamos. Las semillas se desprendían fácilmente y volaban quién sabe dónde. Éramos polinizadores sin saberlo –¿algún polinizador sabe, acaso, que lo es? —. Así el amargón se volvía amardulce.
Geometría de las plantas Siempre me atrajo su forma, tan singular y distinta a otras. Y sin más hojas que esas ramas trialadas, como de otra galaxia. Florece con flores amarillas y ramifica de esa manera especial y divertida. A mí siempre me maravillaron esas formas tan raras de algunas plantas como la carqueja. Descubrí por el libro que es buena para depurar el hígado. Mucho de anti- (antianémica, antiasmática, antibiótica, antidiarreica, antidiabética, antigripal, antiinflamatoria, antirreumática), poco de hipo- (hipocolesterolémica, hipoglucémica), algo de –fuga (tenífuga, vermífuga, febrífuga). Y una pizca de afro(afrodisíaca). Era una de las plantas con las que mi papá aparecía luego de sus recorridas por el campo. Sabía distinguir la mala de la buena, es decir, la carqueja grande. Emprendo mi propia búsqueda con las aclaraciones debidas de mi madre. Mamá ya no me acompaña en esas pequeñas salidas. Sus pasos son cortos, cuidados. Camina dando tres pasos cada vez: con dos piernas y un bastón. Recorrí el campo, cerca del arroyito, incluso miré en las banquinas del camino. No tuve éxito. ¿Papá, dónde está? ¿Dónde está papá? Finalmente mi hermano me da una esperanza. —Entre el arroyito y la entrada, al lado de los troncos secos, hay una planta re grande. Y está floreciendo. Entusiasmada voy a ver, pero es la chica. Mi hermano insiste: —Pero la plantó papi. Era de la buena. —Claro —lo cargo yo—. Era buena y se hizo mala. —Y sí… —se ríe mi hermano. Mi mamá reclama: —¡Pero si él la conoce! —Se ve que no se acuerda —concluyo irónica, con gracia de carqueja. Por suerte mi prima Griselda, que tiene vivero y a quien le pregunto de casualidad, conserva una única planta, de una única rama. La buscamos por todo el vivero. Ella finalmente la encuentra. Y me la regala. Una buena costumbre de mi familia, regalar plantas que sanan.
Soles negros Purifican el aire. El oleaje amarillo alegra la vista y el corazón. Mis padres cultivaban girasol. Lo hacían en una parcela de no más de una hectárea. Papá lo sembraba junto con maíz. Cuando estaban para cosechar, mamá y la abuela María iban al campo y cortaban las cabezas, debatiéndose contra los loros que robaban las semillas. Luego las ponían en bolsas y papá, más tarde, las buscaba con el carro. Una vez secas, mujeres y niños nos sentábamos en ronda en el galpón, tomábamos cada uno una cabeza y la golpeábamos por la nuca con un palo, hasta que escupiera todos los granos. Estos caían directamente a un fuentón dispuesto en el centro. Se ponían a secar y después se tostaban al horno en una fuente de lata. Así quedaban ideales para acompañar un aperitivo un sábado a la noche. O una siesta de verano. Todo se aprovechaba. Cuando la planta estaba totalmente seca, nos enviaban a mis hermanos y a mí a buscar a los descabezados, los Sonnenblumenstängel, es decir, los tallos de girasol. Eran buen combustible para la cocina a leña. Íbamos al campo, cuidando los pasos que dábamos al pisar el suelo minado de huellas de vaca, a veces profundas, formadas en un día de barro. Nos esperaban dignos, inmóviles, sin poder mirar el sol. Negros de tan secos. Los tomábamos por el cuello y con un pie pisábamos la base de los tallos, mientras hacíamos palanca con las manos, hasta quebrarlos. Era una batalla perdida para ellos. Para nosotros, uno de los pocos juegos en los que siempre ganábamos.
En 1 L de agua se pueden preparar 10 gr de semillas en cocimiento. Esta bebida es saludable contra el resfrío, la gripe y la fiebre. Diariamente pueden tomarse 3 a 4 pocillos.
Sangre blanca La leche de higo sirve para curar verrugas. Papá contaba que, según las creencias, existe un método bastante egoísta, por cierto, para curarlas. Consiste en colocar en un pedacito de tela tantos granos de sal gruesa como verrugas le hayan salido a uno en el cuerpo. Después, hacer un atadito con las mismas y tirarlo por encima del hombro, en el camino, por ejemplo. Finalmente aguardar a que alguien lo recoja y lo abra. Las verrugas se le pegan al incauto que lo levante a la par que el autor del hecho se libera de las mismas. Yo nunca levanté ningún atado extraño del suelo. Y me parece demasiado ingenuo pensar que alguien pueda hacerlo. Aunque papá aseguraba que le había pasado. Sin embargo, un buen día, no sé cómo ni por qué, mi mano izquierda se convirtió en terreno fértil para que florecieran las verrugas. Mi palma era todo un jardín. No tuve suerte con otros métodos como el nitrato de plata. Por lo que decidí probar con la leche de higo. Cada vez que volvía al campo, me arrimaba a la higuera, repleta de hojas y frutos. Arrancaba una hoja, esperaba que emergiera el líquido pegajoso como gota de sangre blanca y colocaba un poco sobre cada verruga. Al cabo de un año de paciencia y disciplina, ya no quedaban, en mi mano, más que algunas cicatrices de las invasoras. En el verano, cuando rondo el árbol en busca de frutos maduros y frescos, recuerdo el poema de Juana de Ibarbourou recitado en la infancia: Cada vez que yo paso a su lado, digo, procurando hacer dulce y alegre mi acento: “Es la higuera el más bello de los árboles todos del huerto”.
Inocentemente dulce
Siempre me despertaron curiosidad las plantas con nombres de partes de animales. Cresta de gallo, lengua de vaca, oreja de gato, cola de caballo. En el libro aparecen esas y muchas otras. Nombres inspirados en la forma y en lo conocido. El nombre que más me gusta es el de pezuña de vaca. La tía Clara era insulinodependiente. No conocía esta planta. No digo que con sus hojas o sus flores se hubiera salvado. Aunque tal vez, sorbo a sorbo, hubiera podido beber una dosis extra de esperanza. Yo tampoco la conocía. Pero en el libro hay un pequeño apartado para ella. En la casa de mis padres hay dos árboles de pezuña de vaca que dan flores blancas. “Es buena para la diabetes”, siempre me recordaba papá. Por fortuna, nadie de mi familia padece esa enfermedad a excepción de Clara. La belleza de sus flores, al comienzo de la primavera, apenas se aprecia desde la calle. Los ligustros la ocultan a la vista. Hace una primavera que papá nos dejó para siempre. La pezuña de vaca aún no florece en nuestro huerto. Dicen que solo se debe a las heladas…
Patio de juegos Mora, morita madura, se nos hace agua la boca. Al más lindo de los árboles subamos a comer moras… Reynaldo Ros
Teníamos en casa una morera blanca y una negra. La negra era símbolo de aventura. Enorme y generosa, con un gran ramaje que comenzaba a poca altura del suelo, lo que invitaba a treparla. Con mi hermano y mi hermana subíamos a comer moras y a jugar. Nos pertrechábamos en las horquetas; nos escondíamos en el follaje. No se destacaba por la abundancia de frutos pero sí por la abundancia de ramas gruesas por las que andábamos a nuestras anchas. Jugábamos a policías y ladrones o a imaginarnos una casa. La morera blanca no era demasiado grande, no lográbamos treparnos a sus ramas. En cambio, daba muchos frutos. Ambas plantas se secaron. Le pregunto a mamá: “¿No quedan moras?”. “Creo que no quedan. No veo”. Pero recorro el campo y, para mi sorpresa, encuentro muchos arbolitos. Incluso bajo los eucaliptus atrás de la casa, a cuya sombra no crece casi nada. Junto al arroyo, por el callejón y en los lindes cercanos. Moreras jóvenes, negras y blancas. En un paseo con los perros, encuentro dos en el límite del campo. Algunas de sus hojas parecen manos. Andando los caminos rurales es común encontrarlas en las orillas. Cuando están madurando, sus pequeños frutos son como una golosina al paso.
El jugo de moras combate las inflamaciones de la garganta y de la boca. Y el té que se obtiene de las hojas de la morera negra es bueno para tratar la diabetes. 30 gr en 1 L de agua, preparado en infusión.
Pesadillas
Los beneficios de la alfalfa son directamente proporcionales a sus peligros. Baja el colesterol, contrarresta las enfermedades de los riñones, la vejiga y la próstata. Aumenta el flujo de orina. Aporta vitaminas y minerales. Si algún forraje aumenta la producción de leche y engorda el ganado, es la alfalfa. Mi hermano hace, en el alfalfar, cuadros pequeños con hilos para que las vacas no se pasen. Las “vacas”, denominación que alude tanto a vacas como a terneros, a novillos, a vaquillas, incluso al toro. “Largá las vacas”, “Andá a sacar las vacas…” vale para todos los animales rumiantes, con cuero y pezuñas, de la granja. Las pesadillas de mi infancia eran que me corriera un toro en campo abierto, que me corriera un chancho en campo abierto, que una vaca se empastara con alfalfa. Ha pasado. Demasiadas veces. Algunas, hemos llegado tarde. Como cuando la Morocha se murió sin que papá se diera cuenta. Otras, logramos salvarlas. “Pinchándolas” en el estómago del lado izquierdo para que se les escapara el aire que las asfixiaba; haciéndolas caminar cuesta arriba o no llevándolas al agua para que no se hincharan más aún. La tristeza son los ojos de una vaca empastada, con la lengua colgándole, en una tarde gris con llovizna en el medio del campo. En el medio del invierno y del desamparo. La peor pesadilla es llegar tarde.
Ardiente sanadora De niña le temía a la ortiga. Todos le temíamos. Es más, creo que la odiábamos como a una mala hierba que, encima, crecía por todos lados. El ardor de sus hojas, si se rozaban, era persistente. Guardo la sensación en la piel de la picazón de ortigas tras haberme caído sobre ellas por andar distraída o jugando. A veces terminaba lagrimeando por eso. En el libro rojo, sin embargo, se habla de ella como reina de las plantas, como madre cuidadosa, como una buena hermana. Y se asegura que quien cae desde el amargón sobre la ortiga no sufrirá daño, sino que expulsará toda clase de impurezas del cuerpo y ganará en salud. Metáfora para alabarla o forma irónica de consuelo, como sea, hay un dibujo para mostrarlo: un hombre colgando de una cuerda sostenida a una planta de amargón sobre un campo de ortigas. Me llevó años entender que una planta tan urticante pudiera, a la vez, servir para algo. O incluso comerse. Pero mis padres me enseñaron a amar las plantas como la ortiga. Entendí que calificar de maleza a una hierba muchas veces es solo una perspectiva. Hoy me maravillo al verla tan elegante y erguida, junto al horno a leña y en el campo abierto. Ya no me caigo jugando y, para no pincharme al tocarla, me pongo guantes de jardinera. Guardo las hojas secas en un frasco rotulado. Sigo el consejo de hacer una provista para el invierno de esta medicina casera. La ortiga se puede preparar y usar de distintas formas: en ensalada, como jugo fresco, en infusión, como té crudo o cocido, pulverizada para condimentar las comidas.
Fragancias del mundo En la escuela aprendí una adivinanza que, escrita, quedaría así: Toro anda gil camina. Tonto será quien no lo adivina. Lograba resolver el acertijo porque entendía que se trataba de un juego de palabras pero, a decir verdad, no tenía idea de qué cosa era el toronjil. Pasaron muchos años hasta que lo conocí, así como a su nombre de mujer: melisa. Con ayuda de mi padre, conseguimos una planta de la tía Lita. Creció rápidamente en el fondo de la casa, a la par de la hierbabuena, que nos obsequió mi prima Inés, amante y conocedora de plantas. Un día la encontré muy lejos de casa. Me atrajo su perfume inconfundible, tan mentolado y cítrico, al costado del camino, atravesando los campos de Galicia. No pude evitar en mi romería detenerme y cortar una ramita. Aspiré y aspiré el aroma de sus hojas, como el toro Ferdinando aspiraba las flores bajo la sombra del alcornoque de su España natal. Conté la anécdota a mi familia cuando volví al campo. De vez en cuando, paso junto a la mata de toronjil, arranco una hoja y la huelo con la misma intensidad. Los recuerdos estallan y se multiplican.
20 gr en 1 L de agua. Preparar en infusión. Se pueden tomar entre 3 y 4 pocillos por día, o entre 3 y 5 cucharadas por hora. Pueden hacerse con ella cataplasmas calientes para aplicar sobre las partes que duelen: estómago, vejiga, hígado, riñones. Con un cocimiento de toronjil en el agua del baño de asiento, entero o pediluvio, se puede curar la melancolía.
Panza verde, corazón contento
En el libro de mi madre se destina una hoja completa a desalentar el consumo de la yerba mate. Un argumento es que contiene, al igual que el té y el café, el veneno de la cafeína. Se enumera una larga lista de afecciones derivadas de su uso. Además, es un estimulante peligroso. Provoca pereza y falta de interés en todo. Es uno de los principales “ladrones ocultos que les roban tiempo, dinero y salud”. “¡Afuera con el mate!”, exclama. Mi abuela Amalia reflexionaba que, si uno viviera conforme al libro rojo de las hierbas medicinales, no sufriría de enfermedades. Lo cierto es que mi familia hacía algunas excepciones a los preceptos del libro. Una de ellas era el mate. Nos congregábamos en torno a él dos veces al día. Y lo acompañábamos con terrón de azúcar hecho en casa. Mi hermana, mi hermano y yo nos sumábamos a la ronda, aunque de pequeños no nos dejaban tomarlo con la excusa de que era cosa de grandes. Para mitigar sus posibles efectos adversos, coloco en el fondo de la calabaza alternadamente otras hierbas: poleo, eucaliptus, níspero, manzanilla, ortiga, toronjil. Y endulzo todo con buena compañía.
Andares
Papá recorría el campo hasta sus lindes, nada lejanos por cierto. Los perros siempre lo acompañaban, tal como hoy me acompañan a mí. Caminaba erguido, como una hierba rebrotada. A veces le recriminaba a mamá que caminara mirando el suelo, con una inclinación parecida a la de algunas plantas. En uno y otra hay un andar de familia, que se ve reiterado en algunos de sus hermanos, como el tío Hugo, el tío Roberto o el tío Luis. ¿Lo ven en mí? Una cosa no quita la otra. Caminar mirando hacia abajo me ha permitido ver… El caminito de las vacas y de las hormigas. El hueco del nido de la perdiz en el alfalfar. La huella de la iguana y del tero. La cáscara del huevo de un pirincho recién nacido. La cueva de la mulita. El escondite del cuis. La huida de la liebre. La pluma del carancho. El botón de oro del amargón. El abrojo, los cardos y las espinas que prefiero evitar. Los rastrojos de otras siembras. La resaca de la última crecida. Los vestigios del monte nativo, en las banquinas. Los senderos que, aunque intrincados, siempre me conducen a casa. Caminar mirando hacia abajo me ha permitido ver hacia arriba, lejos. Y andar erguida.