Del Caribe al Atlántico de María Gabriela Iturriza

Page 1

Del Caribe al AtlĂĄntico MarĂ­a Gabriela Iturriza


© del texto y de las fotografías María Gabriela Iturriza Edición taller contar la propia historia Calgary / Buenos Aires 2020


Del Caribe al AtlĂĄntico MarĂ­a Gabriela Iturriza



A Alan y Zoe “De la estrella de mar a la estrella polar�


DĂ­a 92 de cuarentena: La foto de un no lugar


¡Hasta mañana! fue la frase que usé para despedirme de todos mis seres queridos. Van quince años. Migrar da la esperanza de poder volver siempre o de reencontrar a la familia y amigos en el lugar de origen, de ayudarles desde la distancia o de aferrarte a la idea de que para tu vuelta no pasará mucho, como para no despedirte totalmente. La memoria es peligrosa, porque magnificas, disminuyes o reconstruyes y te hace llevar cuenta de los bautizos, matrimonios, parrilladas (y divorcios, ¿por qué no?) que te perdiste en tu familia, mientras ellos te saludan desde el otro lado del teléfono y en cada conmemoración familiar, en medio de la algarabía. El silencio del nuevo lugar se te hace ensordecedor. Pero de todas las conversaciones en Venezuela, una frase me pincha el hígado: Cuando se tiene un hijo uno quiere más a la mamá, me dice mi amiga, cuando le di la noticia sobre mi espera. Asentí en silencio, mientras atisbaba en ella la picardía de quien espera una reacción. El instante me hacer pensar en aquellos que no tienen madre, en la que abandonó al hijo o la que murió. En la que, sola, tuvo que trabajar para mantener al hijo y ayudar a la familia. En las que se disculparon en las dedicatorias de sus libros por los momentos ausentes. Las que enfermaron. Pienso en las abnegadas (con ellas mi compasión es aguda, entre admiración y rabia), en las que de un trozo de algo sacaron mucho para todos. Pienso en las que remendaron cosas hasta que pudieron, en las que siguieron el proyecto de vida que no escogieron, en las que perdieron el espacio, en las que desconfiaron de los cercanos y cambiaron el rumbo, en aquéllas a las que el pueblo les quedó pequeño, en las que fueron la alegría de la cuadra, las que empujaron a los que seguían, en las que se desplomaron cruzando la frontera. –¿Te pasó a ti alguna vez?


Montreal 26 de julio, 2004 Âż4 de la tarde?


Llego a mi casa de acogida en taxi, toco la puerta y le entrego mi hija de dos meses a una desconocida que me ayudará los próximos nueve años de estadía. Mi hija, que identificaba luego en el jardín de infancia por incluir a todos en el juego, con su vozarrón de vendedora de verduras, de grito de marcha estudiantil, de “O sole mío”. Ya ninguna cara me es familiar en este nuevo lugar. Desde entonces, descifro a la gente por las manos. Las que más extraño son las de mi abuela. Cada mañana, cuando de un tirón me jalaban por un pie para ponerme las medias muy finitas y en movimiento zigzag me ponían forzosamente los zapatos con correíta de patente negro. Las mismas manos, que sin nervio alguno, me pasaban por la espalda para calmar el exasperante picor cuando tuve varicela a los nueve y que los primos de la misma generación nos contagiamos gustosos por decisión de los adultos. Las mismas manos de las que consciente y secretamente me despedí, bajo pretexto de pintarle las uñas, hace más de diez años y que examiné detalladamente. Grandes, forzudas, con pecas, palmas ásperas de trabajo, pero de piel suave y rugosa en los nudillos, con uñas cuadradas y una uña que la abuelita Wilerma llamaba “fea”; marca de su humilde sabiduría en asuntos de cocina y el amor por las plantas. Escaneo y analizo las manos que nos reciben: Me toca mí. Que valga la pena todo esto, pienso mientras saludo a los nuevos amigos. Éste será mi mantra diario, de cada día cuando la circunstancia aprieta, cuando la familia se aleja, cuando ya no te alcanza, cuando los hijos crecen en modo canadiense, cuando años después descubres que, semana de por medio, pensaste en devolverte. Cuando la vecina del cuarto piso, a la que nadie visita ni conversa, te pregunta con falaz delicadeza en la lavandería de tu piso: ¿Y tú cuándo te devuelves a tu país?



Emigrar produce resaca. Es un movimiento pendular entre la agonía de la espera y la crítica a la acción, como cuando te toman una foto oficial, tipo pasaporte; no importa en dónde estés. Te preparas todo lo que puedes según las exigencias del formato, planificas, revisas imprevistos, llegas a la hora indicada para la fotografía y la agonía comienza. Porque el resultado depende también de la mano del otro y su mirada: No sonría, orejas descubiertas, sin colores brillantes y de los hombros hacia arriba. Lo que tu hayas hecho hasta entonces, en su mayoría con mucho esfuerzo, vale la mitad del recorrido. Pero esos porcentajes cambian para mi vecina guatemalteca, una mujer grande y gruesa, quien humilde, aunque del Opus Dei, me dijo, en nuestro minúsculo intercambio pero grande generosidad: Llegué a este país a pie. Aprendo rápidamente en mi nueva ciudad algo cliché: son más las historias que nos acercan que las que nos separan. Canadá te acoge de muchas formas, excepto cuando tratas, precisamente, con agentes de la oficina de inmigración. Es un “Pantone” experiencial. La primera coloratura conmueve, cuando te dicen Bienvenue o Bon retour. Eso tomó seis años después de haber llegado. La segunda, en las diligencias rutinarias cuando te acercas a cada recepción: ¿Residente o refugiado? Mirada de póquer que te escanea el fenotipo: tipo de pelo, piel, incluso olor y por último, los ojos, antes de hacerte la pregunta, inclusive antes de que atisbes un saludo. Tercera, cuando regresas luego del entierro de algún familiar en Venezuela (precisamente el de mi abuela, el único al que asistí porque no llegué para un último abrazo) y el oficial pregunta con sarcasmo si fuiste a recoger lo que tu pariente te dejó.


Tampoco olvidemos los “degradé” cromáticos: la exaltación multicultural recordándote cada año de dónde vienes (como si no lo supiéramos ya). Ser ese otro que le sirve al local de objeto de indagación y entretenimiento cultural. Los hijos que pasaron la primaria presentando tareas del colegio sobre “su” bandera, “su” comida, “sus” costumbres en un viaje imaginario del que el viajero no regresa con el aporte de una nueva experiencia. Cuando al hijo le queda marcada en la cara la suela de un zapato en el cole y lo tumbaron al piso porque al otro no le gusta que hable en español y la maestra enfatiza su indiferencia haciendo silencio. Cuando en el parque infantil al que llevas a los hijos te preguntan, como quien quiere hacer un amigo, cuánto cobras por cuidar niños. O cuando ya se agotó la trillada conversa sobre el invierno y durante quince años te siguen preguntando, semana de por medio: ¿Cuál es tu país?. La memoria me funciona como máquina aniquiladora que soporta el espíritu de resiliencia. Esa que sintetizo en el primer día de escuela del hijo, cuando, con resignación, harto de rechazos, de juegos en solitario, de autolegitimarse siendo el primero de la clase, me dice al borde de su camita, a medio vestir: Cuarto grado “B”, aquí voy. ¿Tuvo su introspección algún color?



St. John´s, Newfoundland 13 de abril, 2013, cerca de la 8 pm


Emigré a los 32, pero me digo que crecí en St. John´s, Terra Nova. Mi iniciación fue en “Come by Chance”, un pueblo en el que la pesca y la refinería hacen competencia a pulso por la supervivencia de sus casi quinientos habitantes en su no más de diez calles, con barcos de carga en el muelle y un pesado olor a salitre del agua oleaginosa y tornasol. Un diminuto contexto fugaz de una vida feliz. Allí vivimos dos meses con las posibilidades de las cosas simples. La gente era directa y te indagaban la vida en diez minutos, como en el mar donde crecí. Sin agendas, como quien te entrevista por el solo placer. Arañas, hormigas, y tablas con clavos oxidados fueron puentes, salvavidas y obstáculos de salto imaginados en las tardes marítimas de mis hijos en una casita a orillas del puerto, que le alquilamos a una ancha y simpática rumana. Era testigo de Jehová como mi abuela, hablaba de su verdad, como lo hacía la mía, en su prédica hecha tras largas caminatas en las mañanas de Maracay. Ella fue mi señal de hospitalidad, un ápice de sentido de pertenencia. En mi recorrido, la bondad viene muchas veces en las mujeres anchas de manos gruesas. Y ese afán mío por descifrar la calidad humana e indagar todos los detalles del otro siempre a través de las manos, nunca los ojos.


Crecí allí, digo, porque la vida académica que traes, de análisis del país, libros y lecturas te la desploman cuando intentas explicarte y te preguntan: ¿Pero sabes limpiar pescado?, ¿Tocas algún instrumento?, ¿Tejes? Eso sí, viéndote fijamente a los ojos. Entonces ejecutas destrezas que pensabas inservibles: la pesca de nylon y plomo en la playa de mi infancia, Choroní, cuando en la pescadería de Pata e´pluma, cerca del malecón, vi muchas tardes a mis amigos de infancia cubiertos de escamas, tocando tambores, pescando en la boca del mar, vendiendo empanaditas, conservas de coco y heladitos de cava en la playa. Esos mismos amigos a quienes reencontré, adultos, sirviendo a turistas gringos y musiúes que treinta años atrás venían por turismo sexual. Pienso en los hombres que perpetuaron, desde el colonialismo, su fascinación sobre los cuerpos batientes en las ahora lujosas posadas con nombres de terruño y trópico. Pero también pienso en el hombre grueso, alto, de bigote y barba profusa, como personaje de cuento ruso, haciendo crochet en la sala del museo de St. John´s y en mi amigo choronicense que se fue a ser floristero con su mujer en Paris. Viva la reinvención.


St. John´s me trajo el tiempo perdido. Recuperé el aliento. Ya no tendría que disculparme yo con mis hijos en la dedicatoria del libro que no he escrito. Cuatro años entre la universidad y los locales más las obligaciones de madre soltera con marido ausente. Vi las costuras entre profesar el feminismo de otras ciudades y ejecutarlo al estilo newfoundlandés. Allí fuimos las únicas cabecitas negras en un almuerzo de locales, piedritas de un lago dorado. Supe de las parejas “swingers” y de su alegre desparpajo en un mundo que me fue ajeno y divertido. Entendí más de las prostitutas que desde Rusia llegaban al puerto, cuya bienvenida, para mi sorpresa, la dio un periódico local. Y llegó la música a mi familia luego de esperar por tres generaciones. Alan tocó el bajo y la percusión. Se sintió caribeño por primera vez, con el toque de ritmos que le fluían de su extraordinaria memoria. Zoe descubrió la guitarra, el violín y el saxo, que la hicieron una jazzista incipiente a sus once añitos. La música y la lectura me levantaron del fondo. Ya decía Maya Angelou que en cada biblioteca de una nueva ciudad ella encontraba una nueva casa.




Aprecié a las mujeres robustas, irlandesas, que llenas de tatuajes emanan una seguridad suprema. A mi vecino botánico con su novio rebelde. Encontré paisanos que me mostraron precisamente de lo que huía en Venezuela y otros a emular por su generosidad transparente y sin testigos. Enseñé con colegas sin segundas agendas. También decidí ser una mujer convencional, según lo que se entiende en el lugar: dedicarse más a la comunidad y a las ocupaciones domésticas y el disfrute de cosas sencillas que, aunque me molestaba (y no te recomiendo te limites a ello), fue como un remanso a orilla del mar. Traduje en un “call centre” a tiempo completo para cubrir al marido que ya sin refinería se fue a estudiar a Irlanda. Mil manos tecleando llamadas al unísono, nunca en silencio. Supe del valor de quince minutos de receso que nos daban a quienes íbamos en estampida para ver un trocito de la ciudad desde una ventana pequeña. Y de cada minuto descontado del sueldo, siete de ida y siete de venida, que tardaba en ir al baño. Maquila del primer mundo. Fue un contraste entre gente con esperanzas acabadas, rencor y resentimiento y mis estudiantes de otras partes, llenos de futuros y posibilidades. Un trabajo que me ayudó a sobrevivir al otro. Aprendí a hacer lo mejor con mis circunstancias. Ayudé a todos los que pude: a los jubilados a punto de perder pensiones, a los herederos que reclamaron seguros con el familiar aún tibio, al del Alzheimer cuyo hijo supo que tenía derecho a recibir cuidados para el padre diez años después, a los quisieron aprender francés. Y a los que, con ligereza de palabra, al saberme sola con los hijos, decían que me habían abandonado. Readopté el feminismo de mi madre (entre muchas otras cosas) porque la ausencia cotidiana de los hombres y parejas en los campos de trabajo, la inclemencia de los tres metros diarios de nieve y las cuatro horas diarias paleando, hace que resuelvas. Agradecí tener las manos de mi abuela.



Calgary 31 de diciembre, 2016 – 01 de enero 2017


Llego con un dolor intenso de brazo que por primera vez me recuerda que no soy infalible. Luego nos recibe una rumana alegre, otra vez alta y fuerte. El trabajo del esposo nos mudó acá. Pasan dos meses y finalmente, tenemos casa, lo que quisimos siempre, un lugar. Ese lugar que creíamos haber encontrado en algún momento en Montreal, pero nos arrebataron con la suela del zapato en la cara del hijo. Si tus hijos no encuentran su lugar, es difícil que estés confortable en el tuyo. Calgary se traducía en la meta lograda, en el cielo inmenso, en sembradíos con vaquitas y pasto, en la concreción de todos los momentos felices que, pese a las circunstancias, siempre procuramos en familia. —Sufrí un trauma— dice el hijo, al poco tiempo de haber llegado a la nueva casa. Y no nos dijo nunca nada más. No puede ser. Es esta la ciudad a la que acabo de llegar, pero de la que ya me quiero ir.




Los adultos, que tanto cuidado pusimos, cargamos con la culpa de no saber qué o cuándo ocurrió. Buscamos ayuda, con la piel insolada de angustia que se nos seca de rabia. Abandoné todas las lecturas, pensé en Maya Angelou y la historia de tantas mujeres: Y me digo: ¿Para qué saber tanto y estar presente si no los puedo proteger? ¿Qué pasó? Asumo la desolación, imagino un cielo anaranjadón y enorme con la inmensidad del Atlántico y torneo los ojos para que el cielo se vea, al menos por un ratito, como el mar. Veo, en cambio, un arco irsis completo por primera vez en una ciudad impoluta, diáfana y planeada con regla y compás. Una ciudad extensa y profundamente aburrida. Hay amabilidad ciega entre la gente, es decir, gentileza sin mirada a los ojos. Escaneo a la gente nuevamente por las manos.


Veo el “viejo oeste” por todas partes. Unos visten botas y sombreros, escuchan música “country”. Muchos tienen caballos. Reconozco a los indígenas, las primeras generaciones, viviendo en calles, mendigando. Otros, en la vida cotidiana y unos pocos (pero cada vez más), en la universidad, siempre tratando de reivindicar sus historias. Ellos sí ven a los ojos, sí se detienen a conversar y preguntan quién eres. Siento con ellos algo profundamente en común. Que nadie los borre, que reconozcan su historia. Veo corrección política. No me ajusto a la censura autoimpuesta y tampoco me interesa encajar o sentir pertenencia. La generosidad con la que crecí puede ser vista como debilidad para que otros tomen ventaja. Nada es gratis. Pero tardé en darme cuenta. Y hago listas de lo que no se dice, como registro para una historia que deseo dejar atrás sobre esta nueva ciudad:


1) Las avenidas tienen cámaras por todas partes, ahí sí que no hay recorte presupuestario. Los policías, educados y de catálogo, son unas sanguijuelas. Cualquier multa son más de Can$ 350. Pasas en amarillo, caminas fuera de las rayitas, no renuevas la matrícula del carro y te “fregaste”. Les funciona sobre todo a final de mes ¿No estás de acuerdo? Vas a la corte. Retrato de la reina por todas partes. El juez habla en nombre del “Commowealth”. Similar a Venezuela, con los retratos de “El Supremo Galáctico”, que durante catorce años habló en nombre del pueblo. 2) Cada quien se paga lo suyo. No vaya a ser que alguien se crea con derechos después, como dicen mis alumnos ¡A quién se le ocurre! Nada de las cervezas con los profesores amigos. Nadie se abraza, ni se preguntan por la familia. Nada personal, excepto las acusaciones no vayas a ser sujeto de sospecha por acoso. Todo el mundo es vigilante. Algunos son amables y otros de tono hasta cariñoso, pero se ven las costuras. Se comen entre ellos. Pienso en el aquí y el allá y el “tercer espacio”. Donde no sé cómo ser. Bueno sí, alegre (porque feliz es más difícil). Esa alegría que a otros les resulta incómoda e insolente.

3) Saber idiomas no necesariamente aproxima a la gente. Bromeo diciendo que en Halloween es mejor repartir currículos que llevar a los hijos por caramelos. Aproximarse a los vecinos como transacción, puesto que en tres años escasamente saludan . Unas compañeras van por el segundo doctorado: rumanas, iraníes. Hablan 5 idiomas, entre ellos alemán y ruso y siguen sin trabajo “serio”. Solo para locales o de Ivy League. Dirían en Venezuela: “ ’Magínate!”.



Y, mientras tanto yo trato de escribir mi historia para un libro con olor a Caribe y a Atlántico: Ser “caribeña” les resulta incómodo a los contemporáneos, pues pregunto a otros por sus familias, les abrazo y sonrío. Genero simpatía a quienes visiblemente son los otros, los de diferente acento. Pero hay un punto de quiebre cuando todo me sale un desastre, sin embargo, ya respiro. Es mi mejor momento para decidir trabajar porque todo vaya mejor. De todas las posibilidades no puedo terminar mal, no así. No me dejo amilanar por mi dolor, aunque ralentizo. Esta batalla la gano yo, me digo, mientras me veo las manos, y las de mi mamá que me consuela con sus manos de trabajo duro, como dije… para mantener a la hija y ayudar a la familia entera, y las de mi abuela que me abrazan antes de decirle Hasta mañana. Por eso siempre vuelvo al comienzo de mi historia: para agradecer la sabiduría de quien recibió a mi hija, y a la que tomó el camino diferente al que le planearon, a la que el pueblo le quedó pequeño, a la que fue la alegría de la cuadra, -y agrego-: a la que los hijos siempre abrazan. Sí, ese hijo que ya está mejor, aunque nunca dijo nada y que acompañamos en su silencio ensordecedor que nos habla a gritos. Y la hija que me acompaña, también con sus largas manos y su fuerza de cariño; la hermana que escucha e imagina y que se sostiene en el aire cuando salta con su hermano. Cuando dan los grandes saltos de coraje. Y la camaradería de ambos que solos van creciendo con ayuda de pocas manos. Aquí detengo la propia historia.




Y vuelvo a la foto de mi patio en la casa, con mis abuelos, donde crecí en Maracay: mi foto de un no lugar. Hago una pausa y pregunto: —Y tú lector ¿Quién eres? Porque yo vengo de todas esas mujeres, de aquí, de allá y de ese tercer espacio. Me hubiera gustado responderte esto en una lengua que no es la mía, en estas nuevas ciudades, cuando me preguntaste: —¿De dónde eres? Pero nunca me preguntaste ni tampoco me viste. Por eso me esmero en que esta lengua nueva, también sea mía. Y en abrir paso a otros, con mis manos, mientras escribo.



Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.