Marta Baby
DESDE LA VENTANA
© de los textos y de las imágenes Marta Baby edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2021
DESDE LA VENTANA
Marta Baby
A mi hermana Susy.
Desde la ventana mirábamos el mundo del barrio de Belgrano. La cortina metálica dejaba entrever los rayos del sol de la tarde y se levantaba, bajaba o giraba sus bandas según la hora. La ventana era como un gran cine, que competía con el cine General Paz que teníamos enfrente. Cada mes el cine nos iba anunciando lo próximo que sucedería en la sala: el gran estreno de una película cuya publicidad se desplegaba ante nuestros ojos de a poco, íbamos adivinando qué imagen y qué titulo mostraría. Era una pared grande, muy grande sobre la avenida Cabildo, que seducía al barrio con el próximo estreno. Varios hombres se encargaban de ir desplegando los carteles y pintando aquella imagen colorida de un gran espectáculo, se desplazaban como bailarines subiendo y bajando por la pared, ayudados por sogas. Tardaban días en hacer el inmenso cartel y nosotros seguíamos ese avance. Y durante uno o dos meses veíamos desde el living de nuestro departamento, el 2º A, una imagen que nos deslumbraba como un gran cuadro.
La hora de la cena. La mesa de comedor preparada al lado de la ventana, mirábamos el reloj atentamente. Faltaban quince minutos para el gran momento: papá bajaría del Chevalier que llegaba 21:15 a la parada. Regresaba de Escobar cada día, después de una jornada de atender la farmacia que tenía allí, a 60 y pico de km de casa. Papá tenía esa profesión que amaba y nosotros lo amábamos a él. Descendía del micro y nos saludaba desde la vereda de enfrente… la misma del cine… Saltábamos de alegría porque comenzaba el momento de cenar y estar juntos. En invierno llegaba con gorra, guantes, sobretodo y un echarpe que lo transformaba en una silueta marrón de 1.80 m de altura. Lo veíamos cruzar la avenida y ya faltaba menos para el encuentro familiar. La ventana nos anunciaba que papá ya había llegado. A veces mirábamos por la ventana, esperábamos el Chevallier de las 21:15 y si seguía de largo decíamos: ¡a comer! Papá se había quedado dormido en el micro y llegaba media hora después muerto de risa porque se había despertado en Plaza Italia.
Mamá estaba atenta a nuestro crecimiento y acompañó momentos importantes de nuestra vida. Uno de ellos fue cuando aprendimos a viajar solas. Era un paso hacia nuestra independencia y una posibilidad de liberarse de acompañarnos a todos lados. El primer viaje fue en el 133… el colectivo marrón del cual guardo el 1er boleto. Había que hacer un trámite, llevar unos remedios a la primera farmacia que tuvo papá. Toda una aventura llegar a la Paternal, el barrio en el que nacimos. El día indicado para subir al colectivo, mamá nos acompañó a la parada cruzando la avenida. Cuando llegamos a esos palitos blancos que a la manera de obeliscos con su punta indicaban el número de colectivo, nos saludó y volvió a la ventana desde donde nos saludaba y como un faro guiaba nuestro andar. Desde allí miraba hacia Congreso, la calle de la parada anterior, y cuando el 133 llegaba nos avisaba con las manos que nos preparásemos para subir al colectivo. Y así fue.
La ventana funcionaba también como faro y centinela. Un emprendimiento importante fue cruzar la avenida sola. La avenida Cabildo, con su fluir aún pausado de autos, dividía una orilla par de la otra impar (donde estaba nuestro departamento). Había que estar atentos a las indicaciones de los policías de tránsito que estaban a dos cuadras hacia el norte en el cruce con Avenida Congreso y hacia el sur en el cruce con Avenida Monroe. Cuando el tránsito se detenía después del silbato solo circulaban por Cabildo los autos que doblaban en las calles cercanas. ¡Qué momento! Atención y movimiento tenían que combinarse. El refugio del medio funcionaba como base de respiro para dividir el cruce en dos partes. Desde la ventana mamá seguía nuestros movimientos, que habíamos practicado con ella varias veces. Mi hermana, cinco años mayor que yo, ya había pasado por esa experiencia iniciadora. Sabíamos que mamá desde el segundo piso miraba y dominaba la vista de varias cuadras hacia un lado o hacia el otro. El miedito y la emoción de estar creciendo se mezclaban. Y pudimos hacerlo Nosotras mirábamos a la ventana y sabíamos que mamá estaba allí acompañándonos. Avance, refugio y avance y ya llegábamos a la otra vereda. ¡Y lo logramos!Y por más que no lo recuerdo, seguro que otro refugio fue el abrazo de mamá cuando llegamos a nuestro 2ª A.
Viento del Oeste… ¿y ese olorcito? Enfrente, casi en la esquina de Pedro Ignacio Rivera, había un depósito de quesos y embutidos. A la distancia desde la ventana se olía rico, el viento suavizaba el olor que se sentía cuando mamá nos llevaba a comprar. Ella era feliz con ese aroma pero nosotras entrábamos un ratito y salíamos porque no aguantábamos ese olor intenso y persistente. La horma de queso llegaba a casa y se disfrutaba. El cremoso era nuestro preferido. Papá, hijo de un francés, nos atormentaba con el camembert. Mi hermana heredó más que yo el gusto por los ricos quesos.
Lluvia… lluvia… lluvia… cerrábamos las dos hojas de la ventana y esa cortina metálica ya estaba con las bandas medio dobladas de espiar por allí. Esta vez era la intensidad de esa lluvia de Buenos Aires que puede transformarse en tormenta. Y a veces nuestro edificio se convertía en palafito porque cuatro cuadras al sur, en la calle Blanco Encalada, se había producido el desborde del entubado arroyo Vega. De línea municipal a línea municipal veinte o treinta centímetros de agua nos indicaban que no podríamos bajar. La inundación cubría un sector del barrio de Belgrano .Se producían algunas olitas y los autos detenían su marcha porque si avanzaban producían más olas. El departamento se transformaba en refugio y sentíamos la seguridad de estar dentro. Los paraguas esperaban a que bajara el agua para poder salir a hacer una compra sin mojarnos los pies.
La avenida Cabildo se llenaba de luces al anochecer, después de la cena comenzaba el espectáculo y la distracción de espaldas al televisor… a veces elegíamos la ventana para ver qué pasaba. Desde allí vimos muchas noches cómo se iban levantando los adoquines y sin el adoquinado se iba perdiendo la textura de la calle. Eso que permitía que los autos no circularan tan rápido y que facilitaba el escurrimiento del agua de la lluvia fue desapareciendo después de varias jornadas nocturnas de obreros municipales. Se escuchaba el silencio… mirábamos atentamente como se organizaban. Dividían la calle en sectores para no interrumpir el tránsito, trabajaban por tramos. Olor a asfalto caliente. El progreso llegaba.
Nuestra habitación daba a un patio de aire y luz interno. El verano era intenso. El departamento recibía sol todo el día y a la noche parecía que el calor nos abrasaba. Imposible dormir en nuestro cuarto y, como si realizáramos un viaje, mi hermana y yo arrastrábamos los colchones hasta el living, Con la luz apagada, iluminándonos con los faroles de la calle, disponíamos los colchones en el piso de flexiplast. Papá y mamá nos dejaban realizar esta mudanza temporaria, y entonces esos días, igual que ellos, recibíamos el aire de la avenida ya que la cortina americana se levantaba, las hojas de la ventana se abrían y el aire fresco nos inundaba.
Llegaba febrero. Mamá abría la máquina de coser, esta vez no para trabajar, sino para disfrutar del armado de mis trajes de carnaval. La Singer estaba modernizada a los años 60 porque tenía un mueblecito que la cubría y cuando estaba cerrada no parecía el lugar de trabajo de mamá. Pasaba desapercibida. Desde el cuarto del fondo, así de entrecasa, pero siempre con los labios pintados, mamá iba armando y desarmando lo que habían sido otros trajes. Llegaba hasta el comedor y me probaba el nuevo modelo, conmigo parada en una silla y otras veces sobre la mesa. Era el momento en que yo podía mirar por la ventana y ver todo desde más arriba. Me distraía de lo que iba haciendo mamá. No me gustaba probarme, Ella me decía mirá para allá… ponete así… no te des vuelta… Y yo espiando por la ventana.
El desfile de carnaval arrancaba desde Juramento y llegaba hasta Congreso. Nosotros lo mirábamos desde el segundo piso, a la manera de palco preferencial. No recuerdo tanto las murgas nostálgicas sino el colorido y el movimiento que copaba la calle con los vecinos y sus hijos que, como yo, estábamos disfrazados.
Se cortaba el tránsito, la música ya no salía del “combinado” sino desde la avenida. Bajábamos la calle de la mano de papá que impedía que nos golpearan con el martillito. En la calle tirábamos papel picado y saludábamos, pero la vista completa del espectáculo carnavalesco la teníamos desde la ventana.
Mamá se disponía a cerrar su máquina Knittax de tejer donde trabajaba haciendo tapaditos para niños. Trabajó siempre tejiendo o cosiendo desde casa para ayudar en la economía familiar cuando no iban bien las cosas en la farmacia. Terminaba su jornada de trabajo en aquella mesa del comedor que compartía con nosotras haciendo la tarea.
Estaba por comenzar su etapa en la cocina. Se escuchaban bocinas y motos, corríamos a la ventana y mirábamos esa larga y apurada comitiva que escoltaba en uno de sus autos al presidente. Autos grandes, todos negros, nos informaban que también había terminado la jornada en Casa de Gobierno y nos imaginábamos la cena en Olivos del presidente de turno. Cabildo, la calle que muchas veces conducía al mandatario… Cuando nos asomábamos y no pasaban mamá decía: “Hoy van por Libertador” y nosotras seguíamos con nuestra tarea.
Lo asombroso fue mamá una nochecita también histórica. Ella y papá eran radicales, mamá contaba con alegría cuando había sido la primera votación femenina y que había sido presidente de mesa y papá le había indicado qué tenía que hacer. Eran radicales de Balbín… escuchaban muchos noticiosos y en casa no faltaba el diario. Volviendo a esa nochecita… nos tomó de sorpresa el paso de una caravana que vimos desde la ventana con muchos autos de diferentes colores y marcas y bocinas, muchas bocinas…, eran como la diversidad siguiendo a un gran auto donde iba Juan Domingo Perón que se dirigía después del exilio a la casa de la calle Gaspar Campos en Vicente López. Y a mamá no le alcanzó la ventana sino que abrió la puerta que iba al balcón y desde allí comenzó a saludar saltando y cantando Perón… Perón.
Con mi hermana organizábamos pequeños concursos. Nos dividíamos, ella miraba a veces la vereda de enfrente y yo la de nuestro lado y empezábamos ¡a la una… a las…dos… a las tres! ¡Fiat! gritaba la que le tocaba elegir y contábamos para ver de qué lado pasaban más autos de esa marca. Y por un largo rato se iban sucediendo las marcas hasta que empezábamos de nuevo. Las marcas difíciles no las decíamos. A veces ganaba ella y a veces yo. No había premio, lo importante era jugar juntas.
Muchas veces la ventana nos producía miedo… y decíamos no mires esta vez… un ruido… ruido a golpe… ruido a chapa… frenadas y gritos indicaban un accidente frente a casa. Otras veces sentíamos los bomberos acercarse y seguir su camino. Una vez estacionaron a una cuadra y bajamos con papá a ver qué había pasado. Se había incendiado el negocio de colchones, por suerte sin víctimas, y estuvimos un rato escuchando conjeturas del siniestro. Lo peor fue el miedo y la impresión de una noche que hubo un incendio en Nueva Pompeya. Había una fábrica de heladeras en llamas, desde casa se veía el resplandor, no había tantos edificios altos. Éramos chicas y el susto era que el fuego avanzara. Estábamos muy lejos pero el resplandor rojo impresionaba. Papá nos decía “está muy lejos…”
Nuestro colegio quedaba doce cuadras hacia el norte. A veces hacíamos el recorrido caminando con mamá y sino tomábamos con ella el colectivo de casi cualquiera de las líneas que pasaban por la avenida. Hubo un intento de viajar en el micro escolar pero daba demasiadas vueltas y llegaba muy tarde. No entendíamos cómo desde el micro observábamos la ventana de casa pero seguíamos de largo por la vereda de enfrente… nosotras ya queríamos estar en casa. Extrañábamos. El colegio era entusiasmo y diversión… nos encantaba estudiar pero desde el micro y con el atardecer sentíamos angustia.
En el colegio nos hicimos muy sociables, dos de nuestras primas, Silvia y María, concurrían con nosotras y formábamos junto a otras un grupo hermoso. Fuimos todas al mismo colegio. Desde siempre fui amiga de Alicia, mi compañera de banco. Desde casa mirábamos la calle donde ella vivía. Pedro Ignacio Rivera arrancaba allí en la esquina del cine y de la quesería. Si nuestra ventana hubiera estado dos metros más hacia la izquierda la hubiéramos visto venir caminando. Pero en la posición en la que estaba veíamos a Alicia recién cuando llegaba a la esquina. ¡Qué alegría prolongar en casa la amistad que había comenzado en el colegio! Verla llegar a Alicia era saber que teníamos por delante largas horas de juegos, charlas y también de estudio. En algunas fechas patrias se realizaba el desfile en la Avenida. La familia entera se paraba frente a la ventana, uno al lado de otro en el preferencial palco observando el paso marcial de los granaderos con sus hermosos caballos.
Una tarde de agosto con nuestra maestra y mis compañeras formamos fila para ver El Santo de la Espada en el cine. Junto a otros colegios, otros uniformes, otros delantales blancos, celebramos el día de San Martín. Contentas estábamos de que vieran dónde vivíamos. Allí está mi casa ¡Allí Allí! ¡esa ventana en el 2º A!
Años esperando tener teléfono. La comunicación con los otros era esporádica y dependía del buen funcionamiento de los teléfonos públicos. Juntar y asegurarnos de tener las monedas necesarias para realizar una llamada. El hall del cine nos esperaba con dos aparatos telefónicos a cada lado de las puertas de entrada a la sala. Desde la ventana acompañábamos a quien le tocaba cruzar para hacer la cola. El teléfono nos acercaba a otros mundos: amigos, parientes que esperaban noticias nuestras. Mundos públicos, privados, íntimos… la ventana funcionó como gran comunicadora de nuestras vivencias… no necesitábamos tener monedas, era solo acercarnos, levantarla, abrirla o como hacíamos a veces, bajar suavemente las bandas metálicas y mirar lo que estaba sucediendo en el afuera.