DESEMBARCO Victoria Cantarelli
© de los textos y de las imágenes Victoria Cantarelli edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2021
DESEMBARCO Victoria Cantarelli
La noche anterior a la finalización del crucero, el Capitán del barco tocó a la puerta de nuestra habitación. —Traigo esta carta para usted, —dijo mirándome fijo a los ojos. Cerré la puerta con una sensación rara. Dejé la carta apoyada sobre mi mochila. Tenía una urgencia mayor que era ponerme a hacer las valijas. Mykonos, Santorini, Creta, Éfeso y sus paisajes me aparecían en los recuerdos mientras guardaba la ropa. Cuando terminé me bañé y me metí en la cama. Con la cabeza puesta en lo que había pasado y lo que venía. La semana en París había sido un sueño hecho realidad. Coronado con la recorrida por las Islas Griegas. Y nos quedaban unos días de tapas y Gaudí para disfrutar. Tenía que descansar porque la llegada a Barcelona no sería fácil. Recordé el sobre que había dejado arriba de la mochila, y pensando que sería alguna notificación para el desembarco del día siguiente, me levanté y fui a buscarlo.
Solo pensé: “este Capitán enloqueció”, y me fui a dormir.
—Síndrome del Mal de Desembarco —dijo la neuróloga. Me fui de ahí caminando en un zig-zag bamboleante. La cabeza aturdida, los pies que intentaban frenar el movimiento del piso, mis ojos movedizos e inquietos. “Como los de los yacarés” me había aclarado la doctora después de tirarme la bomba atómica. Esa imagen me acompañó hasta el auto. Junto con el mástil torcido de mi cuerpo. Y la sensación de seguir embarcada. Desde hacía largos meses. Desde que habíamos vuelto del viaje. —Te voy a dar una medicación que puede que te ponga los patitos desalineados —dijo la doctora. “Nistagmus”. “Migraña”. “Rehabilitación”. “Resonancia”. “Niebla mental”. “Tal vez dure un mes, un año, varios o no tenga cura”, “afecta principalmente a las mujeres de tu edad”, fueron otras de las palabras que usó para explicarme sobre el síndrome. La doctora sonreía. Atendió solo unos pocos casos con este síndrome, apenas dos o tres. —Nunca para —le dije, —tengo una sensación de movimiento interno constante, día y noche. “Tal vez dure un mes, un año o para siempre”. La frase iba y volvía en mi mente.
Me subí al auto y arranqué, con eso llegó mi alivio. Tanto consultorio recorrido, para que finalmente, por ese detalle, la doctora concluyera diciendo “Mal de Desembarco”. “Es un síndrome”, me había dicho, “con una persistente sensación de balanceo y oscilación. La sensación para cuando el medio de transporte arranca, y vuelve cuando frena”, agregó. ¿Será que tengo que vivir arriba de un auto, de un avión o de un barco? me pregunté. Sin embargo, subirse a un medio de locomoción por mucho tiempo agrava el cuadro. —¿Te sentís como si vivieras en una silla hamaca? —Sí, una hamaca en el medio del mar —le contesté. Disfruté el viaje. La sensación de mejoría se percibía hasta que frenaba en algún semáforo. En la autopista recuperé por un rato largo el estado de normalidad que tenía hasta que me bajé de aquel barco que tanto maldije. Necesitaba procesar todo lo que había escuchado. Pensar. Mi cerebro, batido y abatido. Como mi cuerpo. Una vida sin movimientos, con equilibrio, sin sentir olas que me empujaran de un lado al otro, como si fuera el tronco de un arbolito en el medio de un huracán. Eso pedía.
Al llegar a casa y tocar tierra firme, volvieron los síntomas. Caminé por el pasillo que va a los ascensores como pude, buscando con las manos contra las paredes el equilibrio perdido. Me costó embocar la llave en la cerradura. Dí apenas tres zancadas y me zambullí boca abajo en el sillón gris del living. Ese sería por mucho tiempo mi lugar y ésa, mi posición. Boca abajo, los síntomas se hacen más leves. No sé cuánto tiempo estuve ahí hasta que sentí ocho ojos que se apoyaban suavemente sobre mi nuca, acompañándome, sin hacer ruido, por si dormía. Me senté. Allí, en el living de mi casa, en mi sillón gris, moviéndome al compás del oleaje interno, miré a mis hijos a la cara y les conté todo lo que hablamos con la neuróloga. No sé si entendieron, pero había un diagnóstico y no era terminal. Sentí sus suspiros de alivio. No era terminal. O tal vez sí. Yo nunca más volvería a ser quien había sido hasta ese viaje,
Cuando llegó Ale, en su abrazo, lloré y lloré. —Quiero mi vida de antes —le repetía a cada rato. —No quiero vivir en el mar— Él me miraba con esos ojos de color verde mezcla de amor, compañía, lealtad, admiración, generosidad, comprensión, seguridad. Las olas que vivían dentro de mi cerebro me transformaban en un barco a punto de naufragar en medio del océano. Nos reímos de mi “estado de ebriedad”. Y después lloré. Mucho. Había sido un día cargado de emociones y el cuerpo daba señales. Solo podía estar boca abajo.
Esa mañana me levanté pensativa y nostálgica. Torcida y cabrona. Extrañándome.
Busqué en Internet Mal de Desembarco. Decía: “El mal de desembarco (MddS) ocurre cuando el sistema del equilibrio se ha adaptado a un movimiento no familiar, por ejemplo de un barco, y al descender a tierra no se readapta a la ausencia de dicho movimiento. Puede durar días, meses o inclusive años. Los síntomas incluyen inestabilidad, desequilibrio, ansiedad, dificultad para la concentración e inseguridad para la marcha y las actividades de la vida cotidiana. Éstos comienzan inmediatamente después del desembarque. Su causa sigue siendo desconocida.” Y me derivaba a una página de la Fundación que agrupa casi toda la información del Síndrome. La leí entera.
Sentí que entraba en un túnel negro del cual ya no podría salir. La noche oscura del alma, le dicen algunos.
Tiempo después, al volver caminando de la rehabilitación neurotológica encontré en mi escritorio un sobre a mi nombre, sin remitente. Me pareció conocido. Me acordé de la carta que me había entregado el Capitán la noche anterior a bajar del crucero. ¿Dónde había quedado? ¿Qué decía? El vacío que se me hizo en la panza me llevó a buscarla al cuarto de las valijas. La encontré ahí. Me encerré en el escritorio con los dos sobres. Y mis anteojos. Leí primero la que estaba en la valija. Recordé haber pensado, en aquel momento, que el Capitán estaba loco. Aunque creo que la loca he sido yo, tratando de llevar una vida normal cuando resulta imposible. Tenía muy claro que a partir del día en que me había bajado de ese barco, mi vida había cambiado. Me erizó la piel volver a leer esa carta. Con el poco aire que tenía, abrí el segundo sobre. Mismo papel, misma letra.
—Vino un señor vestido como de militar, o de comandante de un barco o avión, y me la entregó. Hablaba otro idioma así que no puedo decirle qué me dijo.— respondió el encargado del edificio cuando le pregunté cómo había llegado el sobre. Se me enfriaron las arterias. Me apoyé sobre la pared. Y no recuerdo más. Desperté en mi cama. Volví a abrir la página www. mddsfoundation.org. MddS son las siglas del Mal de Desembarco. La firma de las dos cartas.
Oscuridad. Vacío. Fondo. Vientre de la ballena. Noche. Tristeza absoluta. Como sea que se llame, ahí terminé. Sola en el fondo del túnel. Sin saber si podría salir nuevamente a la luz o si prefería aceptar la propuesta y entregarme al amor del MddS y así viajar por los mares para siempre. Vivir embarcada y ya no, con mis ondulantes pies sobre tierra. Seis largos años sin decidir qué hacer. Mareada. Tratando de llevar una vida normal desde la oscuridad que sentía. Mi ser anterior ya no encontraba espacio para salir del túnel. Allí abajo empecé a conectar con mis propias profundidades. Cambié mis preguntas. Dejé el porqué atrás, para darle prioridad al para qué. ¿Qué tenía que aprender? Esto que me había pasado era un aviso. El movimiento en el que vivía de forma permanente, me había obligado a hacer algunos cambios, forzada. Ahora iba a hacerlos por propia decisión.
Hacerme cargo. De lo que había vivido hasta ahí y sobre todo, hacerme cargo de la solución. Si quería curarme, tenía que poner todo de mí, y dejar de esperar que la cura viniera de afuera. Ya había esperado muchos años, y quería dejar de ser una víctima del MddS. Una mañana, desayunando en familia, me prometí a mí misma empezar a ser protagonista de la salida de esa oscuridad en la que vivía. Buscar adentro y dejar de mirar para afuera.
Date a luz, me dijo una de mis amigas mientras reposábamos en el mar. Cuando se juntan varias mujeres para hablar de sus vidas, algo bueno sale de ahí. Nacer dos veces, pensé. ¿Si una vez pudiste, por qué no dos? Ese consejo encendió mi corazón agrisado y empecé el camino de regreso a casa. Lento. Como en el canal de parto. Transformándome, para poder salir. Entendí el mensaje del Universo que me llegó junto con este síndrome. Decidí cambiar: dejar ir a la persona que había sido para darle lugar a una nueva mujer, que integraba lo que había vivido, con lo que estaba por venir. Ya no quería vivir en el mar. Y soñaba con llegar a Tierra. Caminar entre los bosques y enraizar. Caminar y dejar de navegar.
Esa tarde, al llegar a casa, el encargado me entregó otro sobre igual a los que había recibido, años atrás, del MddS. —Vino un señor vestido como de militar, o de comandante de barco, y me la entregó. No le entendí nada, hablaba en otro idioma —dijo, usando casi las mismas palabras que ya le había escuchado. Subí a casa y la tiré a la basura. Basta con esta mierda. Al rato me arrepentí y la busqué. Decía así:
Me anoté en un taller de escritura. Y en uno de pintura. Escribir y pintar. Primero mujeres en el agua y luego aparecieron los abedules junto con mis ganas de llegar a tierra y abandonar la vida en el mar. Solté mi profesión, ya no me motivaba. Un nuevo viaje. Por ahí venía el cambio. Comenzar mi salida y emprender mi regreso. Y me abrí a la espiritualidad, de la mano del Universo. Cuando lo hice, una luz interna se encendió y latió solo para recordarme quién soy y quién vine a ser en este mundo. Guiándome. Despertándome.
Brillo. Música. Colores. Vibración. Energía. Sintiendo todo eso en mi cuerpo, me puse de pie. Erguida. Derecha. “Ya te gestaste, ahora renace”, escuché a mi propia voz. Me sentí capaz de curarme. Ayudada por un médico homeópata y ayurvédico que me abrió el camino de las preguntas y del poder interno de las decisiones, entendí que mi enfermedad había sido una llamada, y yo ahora me animaba a atenderla. Él me habló de los cruces de umbrales, del heraldo que anuncia la llegada de un cambio, de los aliados del camino, y de los guardianes del umbral que ponen a prueba a quien atiende la llamada. Siguió con el ingreso a la cueva más profunda, la salida de ella con una recompensa y el camino de vuelta a casa, donde se comparte el aprendizaje. Que no es un destino sino un proceso. Se descansa para luego iniciar otro viaje. —Vida espiralada —terminó diciendo el doctor. Y cuando me iba, escuché —léete el Viaje del Héroe de Joseph Campbell que te va a encantar, intenta relacionarlo con tus últimos años. Eso hice. Supe que estaba en el camino de vuelta a casa. Así lo había decidido. Levanté anclas. Y me dirigí hacia tierra firme. —Ya no importa lo que me pasó, sino lo que voy a hacer a partir de esto, —me dije a mí misma.
Todos tenemos un punto de inflexión en el que la vida parece detenerse. Yo lo sentí ese día hablando con el médico. Todo se detuvo para empezar a entender. Escuché. Eso que quería decirme desde hacía mucho tiempo pero estaba sorda de mí misma. Reflexioné mientras juntaba hojas en el bosque de abedules. Cuando una mujer deja de hacer, empieza a recordar ser, decía una persona querida.
Decidí que haría el Camino de Santiago. Ese sería mi viaje de regreso a casa, a mí misma, a quien yo quería encontrar. Lo hice entre pueblitos, naturaleza, albergues y peregrinos. El Camino fue un cierre del proceso de transformación que ya había comenzado. Y también fue un inicio. De nuevos viajes. Nuevos caminos. Significó llegar a tierra. Y mucho más. Fue un símbolo. Entre los bosques de abetos, fresnos, sauces, cipreses y mis amados abedules, tuve conversaciones poderosas. Sagradas, podría decir. Conmigo, con el Universo, con Dios, con mi Papá que se hizo presente volando entre los eucaliptos para darme confianza, y con Ale que me acompañó, de cerca, respetando mis espacios y mis tiempos. Como siempre. Aceptación. Decisión. Templanza. Amor. Coraje. Palabras que aparecieron en mis pasos. E identifiqué como propias. Sobre todo Amor. A eso vine. Ese es mi Camino. En este viaje.
Recorriendo los bosques que siento míos, me comprometí a recordar. Etimológicamente recordar significa volver a pasar por el corazón. Recordar mis viajes. Iniciar nuevos. Barcos. Mar. Tierra. Bosques. Cielos. Intuición. Seguir mi Camino, desde el corazón. Hasta que la muerte me encuentre mas viva que nunca.