El Club del Lobo de María Flores

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EL CLUB DEL LOBO María Flores


© de los textos y de las imágenes Ximena Bustamante edición taller contar la propia historia Foix / Buenos Aires 2022


EL CLUB DEL LOBO María Flores



A los que saben contar buenos cuentos. A mi familia.


Vamos a la quinta de Daqui desde que yo era chiquita y vivíamos en el centro. Desde allá el viaje era largo, por la General Paz. Tito y yo íbamos contando las casitas de madera de los jardineros, iguales a la de los enanos de Blanca Nieves. Después seguíamos por una calle muy larga al lado de una vía de tren, hasta pasar la estación Ituzaingo, y ahí doblábamos por una calle de tierra.



Cuando nació Javo, el más chico, pasaron muchas cosas nuevas: compramos el Renault 4L, nos mudamos a esta casa en Acassusso, y yo empecé primer grado en un colegio nuevo. Mis hermanos comparten el cuarto más grande, yo tengo uno para mi sola al lado de la terraza del lavadero. Cuando todos duermen y hay luna llena salgo a la terraza a mirarla. Hay un manzano viejo que ocupa casi todo el jardín. Papá nos hizo un piso de tablas en sus ramas, cuando está lindo subo a leer ahí, es mi lugar preferido. Por el barrio pasan pocos autos. Jugamos en la calle con los chicos vecinos. En la esquina hay una placita con un árbol al que siempre nos trepamos. Jugamos a las escondidas en el Museo Pueyrredón, cuando nos dejan entrar. Los chicos necesitan espacio para crecer bien, dice papá, contento de vivir acá en vez de en el departamento. Pero las chicas de Daqui, mis primas, se quedaron en el centro. Por suerte van a la quinta todos los fines de semana, así que no les falta espacio.



Nosotros vamos a la quinta por lo menos una vez por mes. Desde acá el viaje es más largo todavía. Papá prueba varias maneras de llegar a la General Paz. A veces tiene que parar a mirar en la guía para no perderse, igual tardamos por lo menos dos horas, hasta que por fin llegamos a la calle de tierra. De la tranquera sigue un camino entre moreras hasta el frente de la casa. Sé que las chicas ya llegaron porque ahí está el Falcon de Pucho. La casa es muy linda, parece un castillito. Salen todos a recibirnos, hasta Tac, el perro salchicha de Farfar. Le decimos la quinta de Daqui, pero es de Farfar, el abuelo de mis primas.



Farfar es un señor sueco muy alto y grandote, con el pelo blanco y los ojos azules. Pucho es su hijo pero no se le parece nada. Si Maca y yo le discutimos algo Pucho nos toma el pelo. Cuando sean grandes van a ser abogadas, nos dice, aunque él es abogado pero no habla mucho. Mi tía Daqui es parecida a papá. Es buena, pero le tenemos un poco de miedo, cuando se enoja con las chicas les da unos tremendos pellizcones. Mis cinco primas tienen el pelo y los ojos marrones, menos Anita, la más chica, que los tiene verdes. Barbi no nos hace caso, es mucho más grande que nosotras y está de novia. Las tres de mi edad son Pimi, Maca y Jose. Maca es mi prima preferida y mi mejor amiga, más que las del cole. Nosotros somos cinco. Papá es muy inteligente y sabe muchas cosas. Como es marino, a veces se embarca y no lo vemos por unos días. Mamá es alta y muy linda. Habla suavecito y distinto, porque es boliviana, y es más cariñosa que otras mamás. Yo soy la mayor de mis hermanos. Tito y Javo se pelean todo el tiempo. En la quinta no estoy mucho con ellos, porque me la paso con mis primas, pero a veces jugamos todos juntos.



La casa tiene muchos cuartos y un altillo. Yo duermo en el cuarto grande de abajo con las chicas. No paramos en todo el día. Nos bañamos en la pileta. Jugamos en la casita de madera, o a las escondidas en los árboles del parque. Vamos a la huerta a comer fruta hasta que quedamos chorreando de jugo. Pimi se pone dos quinotos abajo de la remera, como si tuviera corpiño, y desfila con una cara que nos hace reír. Siempre hace teatro y nos cuenta cosas que no sabemos si creerle, como el beso en la boca de tres horas que le dio Ferro, el hermano de su mejor amiga, a escondidas. ¡Tres horas sin respirar!. A todas nos gusta contar cuentos y leer, sobre todo a Maca y a mí, que nos pasamos libros de detectives y queremos ser como Nancy Drew. Las noches de tormenta nos encanta sentarnos en los sofás del living a ver los relámpagos y la lluvia. A la hora de dormir pedimos permiso para dormir en el altillo. Cuando nos apagan la luz empezamos bajito a contarnos cuentos de terror. La casa hace ruidos, los rayos iluminan el altillo, los truenos nos hacen saltar de la cama y de vez en cuando vemos una cabeza sin cara que se asoma por la ventana.



Después del almuerzo Daqui nos manda a hacer la siesta con los postigos cerrados y todo. Pero nos la pasamos hablando hasta que Pimi, que es la única que tiene reloj, nos dice que ya pasaron las dos horas de digestión. Hace tanto calor que no aguantamos más las ganas de volver al agua. Buscamos los trajes de baño y vamos corriendo descalzas a la pileta, en puntas de pie, para no pisar las ortigas. La pileta es muy grande. El agua es celeste y clarita, tan fría que se te pone la piel de gallina. Algunos de los grandes ya están en sus reposeras, al lado de una mesita con vasos y una cubetera. Solo tenemos permiso para bañarnos si hay uno cerca. Las chicas paran a contarle a Daqui cuántos largos de crawl nadó cada una esta mañana. Nadan muy bien las chicas, sobre todo Jose. A mí no me sale el crawl, así que nado rana. Bajo sola por la escalera de piedra al vestuario que hay debajo de la pileta. Me da un escalofrío cuando paso del sol a la oscuridad. Adentro no se ve casi nada, hace rato que se quemó la bombita. Huele a musgo, voy pisando con cuidado el suelo resbaloso. Dejo mi vestido en un banco y me pongo el traje de baño lo más rápido que puedo. Cuando me doy vuelta para salir veo una araña gigante y peluda al lado de la puerta, más negra que la oscuridad del vestuario. Nunca vi una araña tan grande. Me quedo helada, no me sale ni un grito. La araña tampoco se mueve, creo que me está mirando.


Hasta que por fin mueve una por una sus patas enormes y se va despacio para adentro del vestuario, a lo largo de la pared. Yo agarro mi vestido y salgo disparada por la escalera, llego al borde de la pileta con la lengua afuera y le cuento todo a papá. Es una tarántula, me dice tomándome el pelo por haberme asustado. Papá no se asusta de nada. Mamá de casi todo. A papá no le gusta matar arañas. Pero dice: son venenosas las tarántulas, y pueden saltarte encima, así que mejor no acercarse.

En todo caso la tarántula quedó en el vestuario y nadie bajó para cazarla, ni tampoco para cambiarse el traje de baño, nunca más.


Vamos al bosque de pinos al fondo de la quinta. Los pinos sueltan tantas agujas que tapan el suelo. Las juntamos en filas como paredes que nos llegan a la cintura, formando calles, una plaza, la iglesia, la municipalidad. Cada una se hizo su casa. Nos visitamos por turno. Nuestro pueblo nos da mucho trabajo, hay que arreglarlo cada vez que venimos porque el viento lo desarma. En el bosque encontramos un bolso negro enganchado en el alambrado. Está vacío. Las cuatro nos miramos. Lo debe haber dejado un ladrón, dice Pimi, hablando bajito. O más de uno, dice Maca. Por ahí andan cerca, digo yo. Jose abre los ojos como platos y no dice nada. Nos imaginamos que son una banda secreta, se visten todos de negro, desde el sombrero hasta los zapatos. Son muy cuidadosos: como no andan todos juntos se van dejando pistas, el bolso negro es una. Tal vez haya otras. Nos organizamos para buscar cada una en una parte del bosque y si vemos algo sospechoso, llamarnos con una contraseña que sólo nosotras sepamos. Probamos varias cosas: silbar como un pájaro, pero le sale sólo a Pimi, croar como una rana no nos gusta, hasta que probamos un aullido. De lobo. Es perfecto. Encontramos un zapato negro. Uno solo. Seguro que hubo un asesinato. Las cuatro nos ponemos a aullar de la impresión.



Las chicas vinieron de visita a casa. Jugamos en en el museo, y volvemos por el camino más largo, dando la vuelta a la manzana. Venimos hablando de la banda, del zapato, por ahí cuando volvamos a la quinta encontremos otra pista. Damos la vuelta en la esquina de Roque Saenz Peña y casi nos chocamos con un tipo alto vestido de negro de arriba a abajo… Salimos corriendo hasta el portón de casa que abrimos y cerramos de un golpe, después de fijarnos si el hombre de negro no nos sigue, ni ve dónde entramos. No paramos hasta el jardín del fondo. Por fin nos vuelve la respiración y podemos hablar, muertas de miedo. Las cuatro vimos lo mismo: el mismo tipo alto, con sombrero, impermeable, las manos metidas en los bolsillos, vestido así, todo de negro, en pleno día, en Acasusso… la banda es más temible de lo que nos imaginamos… ¡está en todas partes!



Secretos de familia no faltaron, pero yo no me daba cuenta. Estaba inmersa en esa infancia feliz que sólo bordea el horror y el miedo con la imaginación: cuentos macabros, juegos de detectives. Y la realidad era luminosa: merienda con vascolet y galletitas lincoln con dulce de leche. La Argentina era tan linda para vivir, tan tranquila, el portón de la calle no tenía llave, el lechero dejaba sus botellas verdes en la vereda, el diarero enganchaba el diario en el buzón. Las conversaciones por teléfono eran larguísimas, había que comentar el último capítulo de Batman y Robin. Veíamos Mr. Ed y los Locos Adams en blanco y negro trepados a la cama de papá y mamá. En mi cuarto tenía una estantería llena de libros de cuentos de hadas y de aventuras. Mi colegio tenía un patio enorme, mi uniforme era una pollera gris con blusa a cuadritos cerrada con un moño rojo y yo era feliz y amaba a papá y mamá. Mamá me hizo una piñata para mi cumple de seis. Vino Pilar Mendieta y papá me traicionó por primera vez.

Pilar se está yendo con su mamá, y papá le dice: sos la chica más linda del mundo. Pilar tiene ojos grises enormes. Le tiro de la manga a papá y le digo: no vale papá, vos me dijiste a mí que yo soy la chica más linda. Papá me agarra del brazo y me sacude, pedazo de malcriada, no seas maleducada. Así, adelante de los invitados que se están despidiendo. Y se arruina mi cumple.



Pasamos todo enero de vacaciones con mis primas en una casa que alquilaron nuestros papás en Pinamar. La casa está al borde del bosque, en medio de un jardín sin cercos, así que Maca puede espiar a Martín, el hijo de los vecinos. Nosotras dormimos en un quincho del lado del bosque. En la casa hay tres cuartos, uno para papá y mamá, otro para Pucho y Daqui y otro para los más chiquitos. Babau y Petunia también duermen en la casa, para que no se escapen. Babau es una poodle mediana. Caniche, como me cargan las chicas. Me la regalaron mamá y papá cuando cumplí los siete. Era la cosita más linda que vi en mi vida. Yo la quería tanto que la dejaba dormir en mi cama. Después fue creciendo y ahora es sobre todo de mamá. Babau la sigue a todos lados. Petunia es la fox terrier de mis primas. Mariana, la tortuga de Daqui, anda por el fondo del jardín, escondida en un cantero. Daqui siempre tiene tortugas que lleva a todas partes y todas se llaman Mariana. Papá dice que en Pinamar hay pocas casas porque es un pueblo nuevo. Para que no se vuelen los médanos plantaron dientes de león, y después pinos que crecieron tanto que ahora son un bosque. Así que el médano también está tapado de agujas de pino. Vamos por el bosque buscando pistas de la banda, de vez en cuando aullamos nuestra contraseña, para saber dónde está cada una.



La playa queda a dos cuadras de la casa, después de los médanos. Es enorme, de arena gruesa que se vuela con el viento y se te mete en todas partes, sobre todo en el pelo de Babau. Hay muy poca gente. Los grandes clavan hondo las sombrillas para que no se vuelen, igual un par de veces tuvimos que salir todos corriendo atrás de alguna. Ellos charlan mientras nosotros jugamos y nos metemos al agua. Las olas son fuertes. Hay que meterse de cabeza, si no te revuelcan contra el fondo y terminás toda golpeada, con el traje de baño lleno de arena. Pero cuando conseguís meterte justo te sentís como un delfín y la próxima ola te lleva barrenando hasta la orilla y te gusta tanto que lo volvés a hacer.



Al mediodía nos ponemos a buscar almejas para el copetín. Las encontramos por las burbujas que dejan en la arena cuando se va la ola. Las ponemos en un balde de plástico, las lavamos con agua de mar y se las llevamos a los grandes, que las abren con un cuchillo, les echan jugo de limón y se las comen crudas. Pucho las va pasando, cuando le toca a mamá ella se ríe. A mí me dan asco de sólo verlas, no quiero ni probarlas. Papá se enoja por mi cara de asco. Me agarra del brazo, me mete una almeja cruda en la boca y grita, por maleducada, para que aprendas. Yo aguanto para no escupir ahí mismo la almeja que se está moviendo en mi boca. En cuanto papá me suelta salgo corriendo al médano y donde él ya no me puede ver la escupo. Se me van las ganas de jugar y además me da vergüenza, porque me retó adelante de todos . Papá a veces se enoja así de repente, como si uno hubiera hecho algo muy malo. Una noche estábamos cenando y Maca le echó mucho ketchup a su hamburguesa, no sé si porque le gusta con mucho ketchup, o porque se le abrió sin querer el tapón del frasco. Papá le encajó un coscorrón en la cabeza y le dijo, no se echa tanto ketchup en la comida. Maca se quedó mirándolo sin entender, encima no es su papá. Pero nadie dijo nada, ni siquiera su papá.

A veces pasaban esas cosas que yo no entendía. Mientras nosotras jugábamos se me escaparon miradas cruzadas, medias palabras. Mis primas eran más avispadas, me di cuenta años después.


Pucho tiene una Polaroid. Maca y yo le pedimos que nos saque una foto, las dos haciendo una pose canchera, con los brazos en la cintura, como hace Maca cuando lo ve a Martín. Pero cuando sale la foto Pucho nos carga, tiene razón, salimos sacando panza, nada cancheras. Pucho no nos hace mucho caso a los chicos, pero a veces hace cosas graciosas. Como cuando les dice a las chicas vamos a tomar algo, y en vez de llevarlas a La Martona a tomar chocolatada con churros como otros papás, las lleva a Dandy a tomar un copetín. A las chicas les encanta!


Ayer Jose le pegó a Anita y la dejó llorando. Yo se lo conté a Daqui, porque Anita es muy chiquita para pegarle. Daqui la agarró a Jose del brazo y le dio tal pellizcón que le quedó un moretón y la dejó todo el día de castigo. Las chicas se enojaron conmigo, hasta Anita. Me dijeron que soy una cuentereta, que no se les cuenta a los grandes lo que pasa entre los chicos, menos que menos a Daqui. Hicieron un pacto para no hablarme durante tres días. De verdad no me hablan. Las oí que me quieren echar del Club del Lobo. Creo que ya ni Maca me quiere, pero no le puedo contar a nadie, ni a mamá. Hoy las chicas me volvieron a hablar. Me dijeron que ya está, y volvimos a jugar como si nada. Igual estoy un poco triste. Por ahí me hicieron eso porque Daqui las tiene al trote. Aunque estén de vacaciones tienen que levantarse temprano, hacer la cama, pasarle la franela a los muebles. Yo también lo hago por acompañarlas aunque a mí no me obliga. A la noche, Daqui les cepilla el pelo cien veces a cada una, tan fuerte que parece que les está pegando con el cepillo. Mamá no es así, nos reta solo si nos portamos muy mal, y nunca nos pega. A mamá le gusta hacer fiaca, así que nos deja levantarnos a la hora que queremos y hasta nos dice que podemos faltar al cole, pero no lo hago porque no me gusta faltar.



Vamos en dos autos a visitar unos amigos de Pucho y Daqui. A cada lado de la ruta hay postes de luz, vacas y caballos. El cielo se ve enorme. Después nos metemos en un camino de tierra hasta que llegamos al campo. Los chicos nos peleamos por abrir la tranquera. La casa es blanca y grande, con una galería tapada de enredaderas. Los Martínez tienen tres hijos. El más chico se llama Pablo y tiene ocho años como yo. Después del almuerzo los chicos nos vamos a andar a caballo. Pablo va en su caballo siempre al lado mío. Por cada lugar que pasamos me cuenta cuentos del campo: acá un gaucho vio la mula sin cabeza, allá se ven luces malas, dice la gente que son almas en pena. Acá, a otro, en pleno día, lo agarró la mano negra y lo tiró del caballo… yo lo escucho acercando mi caballo lo más que puedo al suyo. Al final los ponemos al trote para alcanzar a los demás. Volvemos todos al galope cruzando un potrero muy grande con el pasto alto. Los caballos van con tantas ganas de llegar que hay que tenerles cortitas las riendas para que no se disparen. Ya nos vamos. Me estoy por subir al auto, se acerca Pablo y me da un cortaplumas, es mío, te lo regalo, me dice. A veces pienso muy fuerte en Pablo, abro su cortaplumas y me acuerdo de todo lo que me contó. El otro día Maca me estaba hablando de Martín y yo le dije que ahora ya sé lo que es el amor.



Tengo un sueño recurrente. Estoy en una casa, de repente escucho un ruido extraño, apagado. Veo pasar una fiera, puede ser una pantera, o un león, o un lobo. Cierro la puerta asustada, pero está adentro del cuarto. Salgo por otra puerta, bajo corriendo la escalera, salgo al jardín y creo que dejé a la fiera encerrada en la casa. Pero no, al rato la veo del otro lado de la pileta, al acecho, ahora sí que me va a atacar, salgo corriendo. Hay distintos finales: a veces consigo meterme adentro de un auto, cierro todo, hasta que me doy cuenta de que la fiera está adentro del auto. Siempre me despierto antes de que me agarre, porque la tensión es insoportable. Este sueño me dura años, lo comento con el analista, se lo cuento a amigas, lo escribo en mi diario. Hasta que una noche llego a la parte en que el lobo me ataca. Consigo llegar al auto, me encierro adentro, pero no puedo cerrar mi ventanilla. El lobo se abalanza y apoya las patas de adelante en la puerta, pero en vez de saltar se me queda mirando, y me dice, muy serio: lo que pasa es que vos no sabés tratarnos. Y me despierto, pero de la sorpresa, aliviada, como si hubiéramos empezado a hacer las paces. No lo soñé nunca más.



DESPUÉS DEL CLUB DEL LOBO

Al año siguiente a papá lo contrató la Marina peruana y pasamos dos años fabulosos en Lima. Allí nació mi hermanita menor, y desde entonces somos cuatro. Yo tenía once años cuando volvimos a la Argentina. Pienso en mi infancia y digo que fue feliz. Yo estaba entera, todo estaba junto, la luz y las sombras. Hasta los once. A partir de entonces, mi familia se desmoronó. Mamá empezó a gritar y a no salir de su cuarto, papá a no decir nada. Mamá se fue a Bolivia, volvió, se fue de nuevo, dejándonos solos con papá, cada día más flaco y hosco. Me enteré de que un año antes que yo naciera, hubo un hermanito mayor, que vivió sólo tres meses y que su muerte fue el principio del fin para mis padres. Como al patito feo, me llegó una pubertad descolocada, triste y tímida. Mi país se volvió violento. Resultó que mamá y Pucho hacía rato que se querían. Pucho dejó a Daqui y a las chicas, se fue a Bolivia y allá se casó con mamá. Pasaron años sin que yo volviera a ver a mis primas. El terremoto en mi familia fue muy duro para todos. A mí me dejó el corazón partido. Una mitad se quedó de once años, chiquita y asustada. La otra mitad creció, dejó todo atrás y se fue maravillada a conocer el mundo. Más de una vez, ni mi cuerpo ni mi cabeza aguantaron la separación.


Sin embargo, me recibí de arquitecta, hice amigos queridos, me enamoré un montón de veces, viajé, viví en otros lados, trabajé, me aventuré, conocí la desdicha y la felicidad. Maca y yo seguimos siendo amigas-primas-hermanas. Papá se volvió a casar y fue feliz. A través de las peripecias de la vida, me siento profundamente ligada a mis padres y hermanos, orgullosa de sus calidades y logros. Ellos, mi familia, son mi raíz y mi primer amor, el que no se olvida.

Creo que el lobo de mi sueño me dio una pista para juntar los pedazos.



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