ELEGÍA DEL DESARRAIGO de Gianna María Bergia

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Elegía del desarraigo

Gianna María Bergia

@de los textos y de la imágenes, Gianna María Bergia y otros edición contar la propia historia Gral. Villegas / Buenos Aires 2023

Elegía del desarraigo Gianna María Bergia

A Leo, mi compañero en la vida. Y a nuestros amados hijos, Álvaro y Serafín.

“el sol del exilio no calienta lo que la llama del propio hogar”

El viatge de les ampolles buides, de Kader Abdolah.

Me prestó una máquina fotográfica Adel y saqué fotos del dpto. y di una vuelta por San Pedro para sacar fotos del bosque y del mar, pero el mar no se veía porque había neblina a pesar de que eran las 5 de la tarde. Los árboles que están florecidos son almendros.

Este mes de febrero se me hace muy largo y con mucha ansiedad. Espero que salga todo bien.

Voy a ahorrar lo típico de vender la casa, los muebles, la vajilla, saldar crédito, alquilar el restaurant y comenzar un plan, la decisión, las fantasías, los trámites para emigrar y todo lo demás, por ser casi un lugar común (creería) de la mayoría de quienes nos vimos empujados a emprender tal cambio en nuestras vidas, a pesar de que podamos decir que cada vida es única, (que lo es).

Pero estaríamos rondando los lugares comunes.

Pero sí quiero arrancar

#en la espera

La visa de Leo tardó más de un año en salir. Al final el dueño del restaurant que lo esperaba en España no podía aguantar más, así que viajó sin el permiso, el 25 de septiembre del 2001, quince días después del atentado a las Torres Gemelas.

En el jardín, Álvaro hizo su dibujo del día de la primavera: un arco iris, mariposas, flores, y detrás, una torre incendiada y un avión en llamas.

1 Los preparativos

La espera, la nuestra y la de Leo, fue interminable y desesperada, al ritmo que acá se sucedían todos los desastres conocidos de finales de dos mil uno. El viaje se alejaba cada vez más.

Cuando pensamos en preparativos, imaginamos algo dinámico, frenético y emocionante. Sin embargo, los nuestros estaban en pausa. Nos seguíamos moviendo: había que comer, ocuparse de las mil cosas de los niños, terminar el jardín, despedirse de los amiguitos, abrazarnos con la familia, pero estábamos paralizados.

Un fragmento de una carta dice “me pregunto hasta dónde llegará mi valentía. Ojalá nunca tenga que ponerme a prueba. Ahora, cada tanto, cada vez que le pido algo a alguien (a quien me esté escuchando), en vez de pedir urgentemente por los pasajes, porque indefectiblemente el tiempo se mueve y ya llegará el día, le pido que nos cuide y nos dé fuerzas hasta tanto podamos abrazarnos”.

Para Navidad, Papá Noel les trajo un cofre pequeñito, de lata, con llave y todo. Les dijo que era el regalo que les mandaba Leo: un cofre lleno de besos. Cada noche, abrían la caja, sacaban uno y se iban a dormir tranquilos. Cuando todos dormían, Álvaro se levantó en puntitas de pie y en la semioscuridad, abrió la latita con cuidado, metió sus tres deditos, tomó con suavidad un beso, se lo pegó en la cara, y se fue rapidito a dormir de nuevo. No le había alcanzado con uno.

Mientras tanto, teníamos tres presidentes en una semana y la incertidumbre era gigante. Alargamos todo lo que pudimos los almuerzos, las cenas y las partidas de cartas. Leo caminaba cinco kilómetros de regreso del trabajo cada día y nos esperaba. Si nosotros extrañábamos, para él fue verdaderamente terrible estar solo.

La palabra

#inmigrante

cobró un nuevo sentido en nuestras vidas, en la suya más que nada. En febrero tuvimos las primeras buenas noticias.

En marzo, cincuenta niñitos de jardín se despidieron una tarde de fiesta y los regalos fueron Osito polar, ¡vuelve pronto! y ¿Adónde vas, Osito polar?

Los desgarramientos

Es como otra vida, un volver a empezar con muchos recuerdos. Estoy convencido de que nuestro sacrificio no va a ser en vano.

4 de enero, llueve, es madrugada y atrás están mis cumpleaños con calor, hace frío, estoy en Europa, y con la impresión y la gran duda de empezar de nuevo a los 35.

Hoy miércoles fui a buscar la carta, casi me largo a llorar con lo que me mandás. Lo de Álvaro en el jardín y lo que contás de Serafín y lo que me decís que te pasa a vos.

Durante días miré el Mediterráneo y no me metí en él esperando hacerlo juntos, hasta que un día lo hice y me faltaba la otra mitad, fue mirar el cielo, una ruina, una flor, y sentir tu ausencia.

Por vos se jugó, se bancó ocho meses de soledad y de exilio, de clandestinidad e incomprensión, lo mismo que te pasa a vos, pero solo, sin tener con quien hablar (encima no sabe usar el e-mail).

Había un cassette con las voces de los chicos con canciones y villancicos, ese de los peces en el río, me quería morir, pero hay poco, lo demás es de cuando Álvaro tenía un año y ocho meses y Serafín tres meses y vos leyendo un libro y Leo, cuando no, lavando los platos. Me quedé parada como hipnotizada, ni siquiera me senté.

Y que sin vos no soy nada más que una mitad, sólo una mitad.

Y al momento de contar nuestra historia digamos ‘estuvimos separados cinco meses’.

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Una tarde pasamos caminando por nuestra casa que ya no lo era, grande y linda, frente a la plaza. Íbamos los tres, llevaba de la mano a Serafín, y así como al pasar (literalmente fue “al pasar”, pero quiero decir “como sin importancia”), Serafín miró hacia la puerta y dijo “ahí adentro está papá”. Un golpe en el pecho fue eso. La psicóloga me explicó pacientemente que “los niños tienen la necesidad de ubicar en un lugar conocido pero inaccesible aquello que no pueden tener”.

“Le quiero tocar los rulitos a papá”

“¿Tenemos papá?”

“¿Le voy a ver la cara a papá cuando vayamos a España?”

“¿Él me va a ver la cara a mí?”

“¿De qué color es España?”

Pero Álvaro jamás decía nada, solo se volvía loco de alegría cada vez que Leo llamaba.

Un día Serafín siguió haciendo lo que estaba haciendo y sin levantar la vista me dijo que no quería hablar con él porque “no me acuerdo de la cara de papá”.

El corazón cruje cuando se parte. Aunque estés a doce mil kilómetros.

Los descubrimientos

Espero que de a poco te vayas acostumbrando a vivir en otro mundo, un mundo lejano, pero en orden. No te imaginas los despelotes que se suceden día a día, renunció el ministro de economía y después llamaron a Lavagna para que se hiciera cargo… Se habla de vender la Antártida para pagar la deuda... campos inundados en Santa Fe y Buenos Aires. No aflojes.

Estoy seguro de que tengo escaso derecho a hablarte de cómo sentir el estar en España, a miles de kilómetros de tantos seres y cosas queridas. Pero acá, entre tantos seres y cosas queridas puedo decirte que caminar por la calle es cada día más duro.

Aquí hay un quilombo de novela. Decretaron el lunes feriado cambiario así de repente, dieron la noticia a las 5 de la tarde así que como te imaginarás todo el mundo corrió a los cajeros y para las 21 ya no quedaba ni un mango en ningún banco. Para colmo al otro día suspendieron las tarjetas de crédito y de débito por lo que realmente fue un caos.

La verdad es que ya me da risa.

Dejó lo de los quesos porque no se vende nada.

Te dejo porque me estoy congelando. Hace un frío terrible y el kerosene se fue de 0,65 a 0,90 por lo cual hemos debido idear medidas anti congelamiento alternativas: dormimos los cuatro en la misma cama, tomamos sopa hirviendo todos los días, usamos seis capas de ropa y cantamos “la batalla del calentamiento” todas las mañanas.

#la ciudad huele diferente

Tarragona tenía un pulso propio, un olor diferente.

Una ciudad que huele a algo que no pude definir, aunque quizás no fuera el olor sino el color. Serafín dijo que era gris. ¿Lo era? Puede serlo, y en sentido literal.

Está de costado al mar, hay que buscar la manera de llegar a él: bajando por el balcón, o yéndose a las playas alejadas. Y eso le cambia la luz, que da oblicua entre los edificios equilibrados, simétricos, rectangulares de una ciudad clásica y sobria.

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#los horarios de los buses se respetan

Están en la parada y son exactos.

Dejaba los chicos en la escuela, Leo se iba a trabajar, y yo me tomaba el autobús a la vuelta de casa y me iba a Tarragona a un ciber, a bajar o enviar correo. En San Pere i San Pau, donde vivíamos, aún no había.

Me subía en la parada Venezuela, después venían Ecuador, Europa y San Jordi, y ya salía del barrio. Muntanyeta de l’Oliva, Santes Creus, Catalunya, Rovira i Virgili, y Colom. Cuando iba con ellos, desde la parada anterior empezaban a mirarse pícaramente y a reírse, porque la voz mecánica anunciaba “prupera parada, culom”. Y venga a reírse sin parar de aquella tontería. Adonde fuéramos, era la parada que nos dejaba en un punto ideal para salir. Inclusive para tomar un segundo autobús para ir a la playa. Pero eso ya fue más adelante. Me bajaba allí siempre que fuéramos al ciber, al merca dillo, a la biblioteca, a pasear (no quedó una plaza sin explorar, las murallas, los museos, las playas, la Semana Tárraco Viva, la ciudad vieja), de vuelta pasába mos a ver a Leo, y de ahí a casa.

Yo invariablemente me iba triste.

Era abril y yo añoraba los fresnos que con trastan con los cielos azules de Villegas. Abril es el mes dorado y cuánto me gusta ba en Argentina.

Allí, en cambio, tenía un frío en el alma que no se me iba ni cuando había sol. Lloraba a moco tendido en el ciber y me volvía a tiempo para preparar la comida y buscar a los chicos del colegio.

En la verdulería, pedí chauchas y supe que se llamaban “judías peronas”. Por Perón. “¡Pues claro! ¿Cómo no lo sabes tú, si son de tu país?”. Alrededor de la plaza del barrio (que es la típica europea, un playón entre edificios) tenía el Área de Guissona, donde comprar carnes y quesos, la verdulería, la librería donde le compraba el diario a una señora catalana muy antipática que no quería a los inmigrantes que no hablábamos su lengua, el videoclub, la mercería, el polirrubro, a la vuelta el “eslequer” de limpieza, y abajo del departamento, la fleca donde comprar pan. En esa pequeña vueltita transcurrían las mañanas para preparar el mediodía, cuando volvíamos a estar todos juntos. Leo llegaba con muy poco tiempo para almorzar y siempre quería descansar, pero se iba con los chicos a dar una vueltita por el bosque. A mí me sobraba tiempo, pero a él le faltaba, y era tan grande el deseo de estar en familia que no dormía por hacer un plan con ellos. Luego volvía a trabajar. Y a nosotros, a partir de las 16:30, nos quedaba la tarde por delante.

Yo a veces dormía para huir. Y me enojaba con ellos porque hacían ruido. Muchos días les grité porque no me dejaban escapar. Ellos jugaban y dibujaban sin parar. Un día jugaron con las valijas a que eran unos señores que salían de viaje y no podían volver a su país porque el avión se había roto.

#los nombres de las cosas

Sentadas en la plaza, mientras los chicos jugaban, mis nuevas amigas españolas querían sa ber cómo se nombraban cosas cotidianas en “argentino”. Desde que supieron que pollera era fal da y que a la camiseta le llamamos remera, no podían dejar de asom brarse. Belén cantaba “La pollera colorá” sin saber de qué hablaba.

“Pero cómo decís vosotros tal cosa”, o tal otra. Y así pasábamos las tardes, entre comprar lentejas de bote o hacer punto. Porque es que ellas hacían el caldo de pescado (inconcebible comprarlo hecho) pero luego otras cosas que yo sí hacía eran del tiempo de sus abuelas, como hornear pastelitos o tejer a dos agujas.

#las fiestas

No podía creer que todas fueran iguales, uno y otro desfile de gegants; una y otra vez la colla castellera, Santa Tecla o el santo que tocara, la semana medieval. Después me di cuenta de que conservar las tradiciones era precisamente lo que hacía única a España.

#extranjero

Dice la etimología que e>xtranjero se forma con la palabra extraño más el sufijo ero que significa profesión u ocupación. Según esto, ser “ex tranjero” en sí mismo designa una ocupación a tiempo completo. No podés ser otra cosa mientras lo estás siendo: demasiado ocupado descubriendo el nuevo mundo donde vivís. Tu nueva “ocupación” es esa: caminar por las calles de un país extraño tratando de encontrar algo que resuene en vos y te haga sentir cómodo y aflojarte un poco y abandonarte a la dulce sensación de lo conocido. Mientras mirás otro paisa je, oís otras voces que le llaman diferente a las cosas cotidianas, olés otros olores, escuchás otra historia y entonces no sabés si es real o si estás soñando, si hacés cuatro pasos y volvés a ver la línea del horizonte, allá atrás, donde se esconde el sol tras los sembrados, porque ese es tu paisaje, esa es la memoria de tu cuerpo. Sin embargo y pese a sentir todo esto, mirado desde afuera, no es el paisaje el extranjero: sos vos y así te ven. Esos ojos que te miran, que te escuchan, que te huelen, entienden de tu “trabajo”, de ser el “extranjero”. Y si no hay recelo, hay condescendencia, y a veces, simpatía. Pero nadie en tus zapatos.

#el tiempo todo lo cura

Es verdad.

No podés querer volver a Argentina. Acabo de ver a Galtieri por la tele en una fiesta del ejército.

Todo está caro y peligroso. Están de moda los secuestros exprés.

Aquí las cosas están cada vez peor. Acabo de ver en el noticiero que en Madrid hay un quilombo bárbaro. Nunca puede ser peor que el que hay acá, así que no te hagas ilusiones falsas.

La distancia pesa. Pasan dos días sin hablar y a la noche aparecen fantasmas de todas clases.

#el puente sobre el mar

“Como no tiendan un puente sobre el Alántico, pues no podré iros a visitar”, decía Belén que temía a los aviones y por eso hace diecisiete años que nos vimos por última vez. Era en broma, pero muchas veces pensé, imaginé, configuré la distancia, como un ejercicio mental para conjurarla. La distancia se siente, se palpa físicamente. Se te mete en el cuerpo. Cerrás los ojos (es inevitable) y ponés al final de esa distancia toda tu vida hasta ese momento: tu paisaje, tu familia, tus amigos, tus lugares, tu historia. Y todo eso sigue marchando, no se vino con vos. Permanece allá donde lo hayas dejado mientras vos te extranjeraste de vos mismo. Te fuiste. Te saliste. Estás acá ahora y pensar en aquello da vértigo. No es para “dar una idea”, es literal, así. Quien sufra de vértigo sabrá lo que le digo, esa náusea, eso que empieza en el estómago y te ablanda el cuerpo hasta subirse a la cabeza, ese mareo, esa atracción fatal hacia el vacío. Así se siente la distancia.

Cuando mi hermano Gustavo tuvo un accidente que lo quebró todo, estiré la mano a ver hasta dónde llegaba. Cuando estábamos en Argentina nos veíamos poco, a pesar de estar a cincuenta y seis kilómetros, sin embargo, yo “sentía” que, si estiraba la mano, lo tocaba. Hice la prueba: desde allá no llegaba. Tuve tanto, tanto miedo de que algo cambiara –irreversible y definitivamente–en el tiempo que estábamos afuera (en la intemperie), de que la larga fila de muñequitos en la estantería se alterara para siempre.

4 Los miedos

#envejecer afuera

Como José Arcadio Buendía, que le llovía y le daba el sol del mismo modo, debajo del árbol en el patio donde terminó sus días.

Este es otro afuera, pero da igual porque el concepto refiere a lo mismo. Pocas cosas se me figuran tan tristes como la intemperie.

La dueña del video club del barrio tenía la edad que tengo ahora, andaba por los cincuenta y tantos. Se había exiliado a fines de los setenta por cau sas harto conocidas. Su hija era catalana y médica. Ella añoraba a su única hermana y a su madre anciana, que habían quedado aquí. Tenía el alma partida sin solución.

La dueña de la fábrica de pastas y proveeduría de todos los productos ar gentinos emblemáticos que se extrañan, se había exiliado con su familia en la misma época y por la misma causa. Cuatro hijos. Cuando volvió la democracia, intentaron probar de nuevo aquí, les fue mal, se volvieron a España. Hablaba de Argentina con rencor y lo disfrazaba con sarcasmo o no lo disfrazaba tanto, decía que odiaba la idea de regresar.

Adel, nuestro querido Adel, el abuelo de mis hijos en el exilio, el amigo de mi suegro, se había exiliado en los ochenta y por otros motivos. Dentista él y sus hijos, se fueron a probar suerte a la meca prometida. Envejeció y con poco dinero, nunca más volvió a Argentina. Se murió hace pocos años, añorando con desesperación su vida aquí.

En aquellos días en que leíamos afanosamente historias de exiliados, alguien que había huido de Argentina por causas políticas, dijo “si sospechara que tengo una mínima posibilidad de salvar mi vida, no me iría”. Esto lo decía muchos años después, con una vida hecha en el extranjero.

Estos ejemplos, que teníamos a diario, más todo lo que caía en nuestras manos sobre vida de exiliados, nos marcaron un rumbo: no queríamos ser como ellos.

Y ese fue el germen del nuevo proyecto.

ba, el domingo desde temprano empezaba a preguntar quién lo iría a buscar a la escuela y a sufrir y a llorar porque temía que lo olvidáramos. El lunes lloraba por lo mismo e iba con toda la angustia del mundo. A la salida, estaba pegado contra las rejas del patio aferrado a los barrotes, mirando desesperado quién llegaba a buscarlo. A veces se metía un dedito detrás de los anteojos porque le ardían los ojos. Me veía y no sonreía porque ya estaba preocupado por quién iría a buscarlo al día siguiente. Y así estuvimos, sosteniendo esa angustia durante meses, no había manera de consolarlo ni de darle tranquilidad.

Álvaro decía que era por lo que había pasado aquel día de Reyes, cuando se perdió entre una avalancha de gente que lo arrolló. Fueron unos minutos, pero nosotros casi morimos y gritábamos “¡Serafín! ¡Serafín”! Y cuando pasó todo ese río de gente, estaba del otro lado, llorando a mares, con las manos llenas de caramelos que había conseguido de la caravana de los Reyes, y una señora a su lado, esperando a que alguien lo recogiera. Durante mucho tiempo me duró la impresión de que lo perdía. Así que capaz Álvaro, con su sabiduría de ocho años, tuviera razón.

#Álvaro

Empecé a ocultarle la edad de las abuelas y de los tíos, porque temía que se murieran. En su lógica, mayor edad equivalía a mayor cercanía a la muerte. Y por lo mismo, cruzaba sus manitos y las apretaba rogando que a la abuela no se le pusiera el pelo blanco. “Por favor, por favor” decía, “que no se le ponga el pelo blanco”. Cuando mi mamá fue a visitarnos en noviembre del dos mil dos, ocho meses (más una vida) después de nuestra partida, fuimos a esperarla los cuatro a Barcelona. Ella venía sonriente empujando el carro con la valija, con el pelo más largo de lo habitual con sus rulos artificiales y un teñido perfecto.

No me gusta el término despedida porque es muy frío, indica como una especie de fin de algo, ya el solo hecho de pronunciarla, produce como un temblor, más bien, en esta ocasión es como una palabra de mierda.

Yo no me hago la idea de que España es muy lejos, porque en realidad no es lejos (apenas 14 horas de viaje, fíjate que es más lejos de Buenos Aires a Bariloche en colectivo, que tardan 24 horas y ni hablar si vas a caballo). Lo cierto es que no es tan lejos, porque fíjate que cuando nos recordemos vamos a estar desde la mente al corazón, ahí nomás de cerca, al toque.

Hubiéramos pagado lo que no tenemos (generalmente plata) para ver la cara de todos ustedes a la vez, en el momento del reencuentro.

Me dijo Leo que por ahí no vienen para Navidad… ¡ay, como me gustaría sacarme el loto al que no juego!

Por ejemplo, ahora no tengo ni 100 pesos para ir a Villegas.

Finalmente, y después de mucho padecer, sufrir, temer y desear, en febrero de 2002, tuvimos el dinero para comprar los pasajes de nosotros tres, y todo fue un sucederse de despedidas, abrazos, alegría. El 25 de marzo salimos de Aeroparque, arropados por nuestra familia que se quedó viendo cómo el avión levantaba vuelo, hasta perderse (eso nos dijeron).

Nosotros, en cambio, estábamos muy emocionados. Serafín llevaba colgados unos prismáticos de plástico rojo porque quería ver piratas o tiburones. Álvaro se mordía las uñas sin parar y si podía, a quien le preguntara algo, le contaba que íbamos a encontrarnos con su papá.

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Los viajes

Provocaríamos ternura, quizás. Por doquier veíamos caras cómplices y miradas llenas de dulzura para esos dos niñitos que no paraban de hablar, moverse y decir a quien pudieran a qué íbamos a España. Tres escalas y muchas horas de viaje después, llegamos a Barcelona, donde nos esperaba Leo, Reni (la hermana de mi amiga Carla) quien había ido especialmente para poder sacar fotos del reencuentro, un señor cliente del bar donde trabajaba Leo que fue a ayudar a traer todos los bártulos, y Adel, para traernos en su auto. Unos pocos días antes habíamos salido de Villegas con valijas muy grandes, y otro bulto donde iban los álbumes de fotos, juguetes y libros muy amados imposibles de dejar atrás, hasta Ameghino, donde hicimos la primera escala, dormimos en la casa de mi hermano y a la madrugada salimos para Buenos Aires con mi primo Mario, que nos llevó en la camioneta y entendió perfectamente por qué llevaba las fotos conmigo.

Tengo una imagen de aquella madrugada, oscura, en la puerta principal de la casa de mi hermano, una despedida apurada, fuertes abrazos entre murmullos a causa del sueño, alguna lágrima, el ruido de los besos, las voces soñolientas de los chicos a upa de alguien. Es una de las imágenes más vívidas de aquellos momentos, porque fue el último bastión que dejábamos atrás. Fue triste. Y me servía evocarla para llorar a gusto cuando lo deseaba, como si esa hubiera sido la última y auténtica despedida. A Serafín se le cayó un zorrito de peluche que llevaba consigo. Y mi cuñada hizo mil malabares para que el zorrito viajara meses más tarde a España. El exilio da mucho trabajo y toda la familia colabora.

#la segunda

Porque nunca hay una sola, después de un año y medio en Tarragona, nos mudamos a Cambrils, un antiguo pueblo de pescadores, veinte kilómetros más al sur, muy turístico. En marzo de 2003 Leo recibió la noticia de que estaba la visa y tuvo que viajar a Buenos Aires a retirarla. Las dos cosas más significativas (aparte de la visa, claro) y más lindas de su regreso fueron el pedazo de torta del bautismo de mi sobrina que mandó mi hermana con él (logró parar el tuper con lechón que también quería enviarnos) y la videocasetera, vital en nuestras vidas. Álvaro después de abrazar a Leo, besaba la video.

Leo, con papeles, enseguida consiguió trabajo en el Araxi, el restaurant argentino de Cambrils. Nos compramos un auto de segunda mano porque aún vivíamos en Tarragona (no nos mudaríamos hasta que los chicos no terminaran las clases), así que todos aquellos meses Leo iba y venía en el Orion rojo fuego, y a veces iba directamente hasta la playa.

En Tarragona, para ir a la playa que nos gustaba, L’arrabassada, teníamos que tomar dos colectivos.

Era agotador cargar el bolso con los juguetes, algo para merendar y una mochilita con una muda de ropa y las toallas. Y yo en período de querer huir más de una vez (la huida pesa el doble).

A veces cuando llegábamos había cambiado el clima y estaba nublado. No obstante, aquella playa era hermosa, ancha y se formaba como una pequeña bahía donde se podían meter los chicos solos porque era un bajo de agua transparente.

Cuando Leo salía temprano de su trabajo iba directamente allí, por eso siempre estábamos alertas de ver el “gorrion” como decía Álvaro.

Era hermoso aquello, aunque a veces la amargura no se me iba pese a ver a los chicos contentos en el mar. Cuando llegaba Leo, de pronto se convertía en una dulzura aquella tarde, un tiempo de los cuatro ahí, en ese instante. Jugaban juntos un rato en el mar, no mucho porque Leo volvía a trabajar, me ayudaba con la ducha playera de los chicos, y nos íbamos con la sensación de una tarde completa.

Nos establecimos en el nuevo destino unos días antes de comenzar las clases, en septiembre. Belén e Isidro, nuestros amigos de San Pere i San Pau nos hicieron la mudanza en su camioncito.

Decir que nos había cambiado la vida es tan real que se percibía hasta en el aire.

Ahí fue cuando Serafín dijo aquello de que Tarragona era gris, pero Cambrils era de colores. Puede ser que este niñito de cinco años viera de verdad en colores y que no fuera una metáfora.

El pueblo era lindo, el departamento era lindo, el barrio también, la escuela, hermosa, el trabajo de Leo, el mejor hasta ahora, teníamos auto. Era en colores. Álvaro decía “lo mejor del trabajo nuevo de papi es que Jaime es argentino y podemos comer asado todos los días”. Era una tontería, pero fueron muchas tonterías por el estilo las que se dieron aquel año que nos cambiaron significativamente la vida.

Corona de Aragó 2 era un segundo piso con un ventanal frente al parque de los bomberos y al Pinaret, exactamente afuera de la muralla de la ciudad vieja y del “pueblo” como llaman ellos a la parte antigua que es medieval. Saliendo del departamento, hacia la izquierda, tomábamos la avenida del Milenario, con una peatonal en medio y sombreada con tilos jóvenes, unas pocas cuadras hasta el Joan Ardévol, la nueva escuela de los chicos. Hacia adelante, atravesando el parque de los bomberos y rodeando la Torre de defensa de la ciudad, estaba la Escuela de Música, sobre la avenida grande que nos llevaba a la playa y a la parte nueva, donde trabajaba Leo y luego yo.

Viajamos a Argentina para principios de noviembre. Vinimos a la boda de mi hermana (en realidad fue al revés: “Ana, estamos pensando ir en noviembre”. “¿En serio? ¡Entonces me caso!”).

Para los chicos, ver con sus propios ojos que casi nada había cambiado, que las cosas seguían en su lugar, sus tíos, primos, abuelas, amigos, que nada había desaparecido, fue un alivio. Operó en ellos un cambio de actitud, una alegría y una serenidad hasta ahora no vividas. Todo lo que estaba en Argentina era posible pensarlo, ubicarlo en un lugar, alojar ese recuerdo en nuestra mente.

Luego hubo otra mudanza y ya fue la última, dentro de Cambrils, antesala de

#la partida

En Baleares 32, 2do. Piso.

A principios del 2006, Serafín no estaba bien de ánimo, no marchaba el tema de quedarse todo el día en la escuela, así que decidimos que yo dejara de trabajar. Y ya por entonces habíamos comprado una casa en Villegas con la intención de regresar y poner un restaurant.

El 2006 fue el año de la larga despedida de todos los amigos que nos habíamos hecho allí, del Mediterráneo y de los lugares que se nos habían hecho comunes, y que sabíamos que, como me dijo María Jesús, “se nos habían metido en el corazón”.

Vivíamos en el último y definitivo piso que fue nuestra casa. Quizás fue aquel donde más risas acumulamos y todos los recuerdos de allí son lindos. El piso era feo, pero eso no importaba. Fue el año del Mundial, de Messi, y del fútbol en el pasillo. Los chicos eran del Barça y de Argentina, en partes iguales.

Los llantos

Estuve leyendo la carta que le enviaste a mamá y veo que no te estás amoldando un carajo, pero como hoy no tengo ganas de cagarte a pedos, solo te digo que no rompas las pelotas, distraéte más, hacé amistades, que seguramente te ayudarán a no tener tanto la cabeza acá.

Te extraña mucho. Con decirte que se agarró un resfrío de novela cuando te fuiste. Es tan hija de puta que no llora con lágrimas, llora con mocos para que los demás no se enteren, pero a mí no me va a cagar.

Bueno Gia, a secar esas lágrimas, sonar los mocos, y a otra cosa.

Por favor, no pierdas la fe, mirá que acá la cosa va para largo, la Argentina está quebrada, la gente llora en la puerta de los bancos.

Vos no sabés cómo ha cambiado todo, qué triste está todo el mundo.

Seis meses después de nuestra llegada, vivíamos en el barrio Sant Pere i Sant Pau, en el Bloque Venezuela, en una casa que habíamos intentado convertir en nuestro hogar, y creo que lo habíamos logrado. Pintamos las puertas del placar en el cuarto de los chicos, amarillas hacia arriba y la mitad de abajo, con pintura de pizarrón.

—¿Qué ponemos de guarda divisoria?, les pregunté.

—Frutillas —fue la respuesta. Así quedó tan lindo como ellos querían. Ubicamos algunos juguetes muy preciados que se habían traído y sus libros, y estuvo listo para ellos.

Todas las noches contábamos historias con la luz apagada. Una cada uno. Tres o cuatro, dependiendo de si estaba Leo, o, cuando estuvo, mi mamá. Aquella vez fue cuando Álvaro me dijo que cuando fuera grande se quería apuntar para ser presidente de Estados Unidos. Había empezado la guerra de Irak. Y Álvaro ya a los cinco era pacifista.

Pero una tarde, mientras jugaban y yo no sé qué estaría haciendo ahí con ellos, Álvaro me preguntó por qué era que nos habíamos ido allí…

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Bueno, las conversaciones no tenían fin, y los llantos tampoco, porque él no podía dejar de llorar por todo lo que habíamos dejado aquí: las abuelas, los primos, los tíos, la casa, cada uno de los juguetes que no habían llevado, los libros, el jardín, el perro, y cuando no le quedó por quién seguir llorando, añadió a su desconsuelo a Chicha y don Pedro, los almaceneros de la esquina de la casa de la abuela, y cuando ya no supo por qué más llorar, lo hizo por las máquinas de la fábrica de pastas que habíamos vendido. A esa altura, llorábamos los tres. No hay nada más contagioso que el llanto y la tristeza.

Después de aquella catarsis, las cosas anduvieron mejor para ellos, y además empezamos a esperar la llegada de mi mamá.

Yo lloraba a escondidas. No es que estuviéramos mal. Ni que pasáramos frío. Ni hambre. Ni que fuéramos desgraciados.

Las risas

empieza así: “Todas las familias felices se parecen unas a otras, cada familia

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Las escuelas

Me dio mucha ternura leer que los chicos empiezan el jardín el lunes. Contame tooodo, cómo es, qué dijeron, qué sienten. ¿Tenés adaptación igual que acá? ¿es jornada completa? ¿cómo resolviste el tema del preescolar de Álvaro? ¿usan guardapolvo?

Hoy habrán empezado el jardín los chicos, ya me los imagino, las conversaciones que harán.

Me encantaron las noticias respecto del jardín. ¡Qué suerte lo de la adaptación! En cuanto a la excursión a Barcelona, yo creo que también me daría un poquito de cosa siendo tan chiquitos, ¿pero no te parece genial que a los cinco años los lleven a ver una obra de Gaudí?

Decile a Alvarito que lo felicito que ya sabe escribir y que espero prontito una carta con sus palabras. Contame del viaje a Barcelona.

Además, cuando me contás todas las cosas copadas que están haciendo y aprendiendo los chicos, me siento muy feliz, porque acá no tendrían acceso ni a la mitad. Tienen que aprender a vivir en un mundo que se puede disfrutar, donde se puede crecer y proyectar, soñar, viajar, descubrir cosas. Esto es una caja con tapa.

En el Marcel.lí Domingo.

Una semana más tarde de nuestra llegada, empezaron la escuela, a la que se llegaba por unas calles en pendiente que a veces agarrába mos corriendo. Eso era a principios de abril, es decir que harían solo el último trimestre del año escolar.

Yo estaba muy apura da porque empezaran, así estarían ocupados y harían amigos. Luego vendrían las vacaciones de verano y a comien zos del nuevo año escolar

Álvaro comenzaría primer grado. Yo tenía fe en que ellos lo lograrían, aunque me asustaba el salto que tenían que dar, en otro país y en otro idioma.

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Mientras tanto, aquel comienzo fue bueno, se integraron rápidamente, tanto que aquel primer día, al volver a casa, Serafín dijo:

—Los chicos cridan y cridan, no sé si me gusta tanto —se pasó la mano por la cabeza mientras me contaba su primer día, entre cansado y superado—, ¿sabés lo que quiere decir cridar?

—Mmm…no, ¿qué quiere decir? —le pregunté.

—Gritar, mami. Los chicos gritan todo el tiempo. Me sonreí para mis adentros. Marchaba la cosa.

Las maestras estaban encantadas con ellos. Y “la Carmen”, de Serafín, me dijo que no me preocupara, que lo que no sabía de catalán, lo inventaba, que ya le había pescado la lógica a la lengua.

Mientras, en casa, “pues que miren los dibus”, nos dijo la maestra “para que aprendan catalán”. “El” Shin Chan (les divertía porque era una especie de “Jaimito” de nuestra infancia, gamberro y desorejado, que se bajaba los pantalones, un escándalo así que no se miró más), Las tres bessonas y Doraemon, al principio. En cuanto cayó Álvaro con “mamá, ¿puedo invitar al Ugo a jugar?”, casi me da un síncope. Empezamos con los dictados todas las tardes, a escribir español, un ratito, con Harry Potter y la piedra filosofal.

Al poco tiempo se fueron a pasar el día a Barcelona a visitar La Sagrada Familia, porque aquel era el año Gaudí. Los llevaron en un viaje de todo el día, a cien kilómetros, a sesenta pibitos de jardín.

Pasadas las vacaciones, el día que empezaban las clases, llovía tanto que parecía el amago de un nuevo Diluvio, y Álvaro desde las siete de la mañana saltaba en la cama cantando “¡voy a primero! ¡voy a primero!”. Así que no tuvimos coraje para contrariar tanta ilusión y, pese a la lluvia, desayunamos, nos envolvimos en todos los pilotos que teníamos, botas de goma para ellos, y nos fuimos con las mochilas en bolsas los cuatro rumbo a la escuela. Nada detuvo la emoción de aquel nuevo comienzo.

Cuando llegamos, vi la escalera enorme que tenía que subir Álvaro, solo, para entrar a la primaria. Nos despedimos con un beso y un “mucha suerte hoy”, él se fue nervioso pero expectante, y yo me quedé con el corazón en la mano. Me agaché hasta su altura para ver desde ahí abajo adónde llegaba la escalera: apenas se veía la puerta al otro lado.

En el Joan Ardévol.

Un año más tarde, empezaron las clases en Cambrils. Mudarnos nos cambió la perspectiva. Esta escuela también era nueva, grande y luminosa, pero mucho más “multiétnica”. Por aquellos días leía sobre el debate en la escuela pública de Cataluña, porque los expertos decían que “se aprendía en catalán, pero se jugaba en español”, y ya no sabían cómo remediar aquello.

Álvaro comenzó allí segundo grado y a los quince días era su cumpleaños, así que invitó a todo el curso. Una pelota y una mesa con la comida en el parque frente a casa fueron la solución. Sus nuevos amigos decían, asombrados “el Álvaro es extraterrestre, no le gustan el fútbol, ni los tazos ni las motos”.

Los amigos

Cuando llegué a tu casa y vi las valijas me quise morir. Aprovecho este medio, ideal para cobardes y llorones, para decirte que te agradezco infinitamente por tu amistad de todos estos años, por haber estado al lado mío siempre, incondicionalmente, vos y tu familia.

Pensá en encontrar actividades que te conecten con la gente. Así tenés más posibilidades de conocer a alguien lógico con quien compartir algo.

Qué triste es tener que contarte todo esto tecleando esta mierda…

Lloré a moco tendido con tu carta. Es tan linda que es para publicarla en alguna revista.

—Mamá, ¿por qué no invitás a tus amigas a que vengan a sentarse a los sillones y a charlar?

—me dijo Serafín mientras repasaba con sus manos los sillones de la casa de Sant Pere i Sant Pau. Las primeras amigas fueron las madres de los compañeros de los chicos, y si bien no nos visitábamos, se ocuparon de mí. Pusieron manos a la obra para estar para nosotros. No me conocían, era extranjera, sin embargo, me dejaron entrar en sus vidas, me consiguieron trabajo, y cuando nos mudamos a Cambrils, nos regalaron dos frazadas.

9

A ellos les gustábamos: éramos unos locos argentinos, juntábamos muebles en la calle, yo “hacía punto” en la plaza, y cocinaba. “Los cumpleaños del Álvaro y el Serafín son lindos porque hay cosas hechas”, fue la explicación de Adrián a su madre.

Mientras tanto, en esos años, Leo había conocido cantidad de gente en el restaurante, clientes y amigos de Jaime y Andrea; muchos argentinos. Hicimos nuevos amigos y conocidos de nuestros trabajos, y de nuestros amigos. Ese verano volvió a ir mi madre, con una prima suya y una prima de Italia, a quien habíamos conocido en nuestro viaje, y eso fue un motivo de inmensa alegría para los chicos, que siempre estaban deseosos de que fuera gente a visitarnos, de “que vengan visitas, mami”.

Los trabajos

Mora Nova, lunes 15 de octubre de 2001.

Llegó el lunes y empieza la ardua tarea de buscar trabajo.

He llamado a varios lados, Tarragona, Reus, etc.

Sinceramente, hay días que estoy bajoneado, pero se me pasa enseguida. Pienso en ustedes todo el día, y saco fuerzas de donde sea para no claudicar.

Tengo dos entrevistas mañana.

Sin novedad en el frente. Soy ilegal.

La propuesta de Antonia son 75.000 pesetas.

En el diario salen trabajos todos los días, en el de Barcelona, más.

Te mando unos recortes para que veas cómo se ven las cosas acá.

En cuanto al nuevo trabajo, el bar es más lindo que el Denver, pero a pesar de que Rafa me pidió mi punto de vista para arreglarlo, ha seguido su criterio y por ejemplo puso corlock tapando una pared de piedra milenaria.

De todo lo que nos pasa cuando estamos lejos y solos, el trabajo, que es la esencia y posibilidad de estar, es lo que menos cuenta. Aquí lo pongo a lo último, cuando en realidad era lo vital.

Seis trabajos tuvo Leo en cinco años, algunos de pocas semanas, dos, los mejores, duraron más tiempo, uno, el definitivo, con perspectiva de futuro.

Cuatro tuve yo, todos temporarios, de algunos me llevé amigos para siempre. El primero, y más shockeante, me lo consiguieron mis amigas de Tarragona: de mucama en el Hotel Urbis, donde ellas trabajaban. Lloré sin parar un buen rato cuando volví a casa en el sempiterno hombro de Leo, que me dijo “no tenés por qué hacerlo, si no querés”. Me limpié la cara, me soné los mocos, y le dije que no valía si yo no trabajaba también.

Para el verano de 2004, fue a visitarnos mi suegra. Yo había conseguido trabajo en “el Mozart”, la heladería más linda de Cambrils. Ella iba con los chicos a la playa y después me iban a visitar.

Mientras y siempre, vendía rogel y alfajores de maicena los fines de semana. Los publicaba en La Crida, la revistita de clasificados de Cambrils. Tuve muchos clientes lindos, todos exiliados, que hacían cola los fines de semana en mi casa. El mejor cliente era un chico cordobés, jovencito, que casi lloraba de emoción al ver que podía comprar alfajorcitos de maicena. Se llevaba de a dos docenas por fin de semana. Hasta que desapareció. Y reapareció como tres semanas más tarde.

—¿Qué te pasó? Creía que te habías mudado, o algo así —le pregunté, asombrada.

—¡No! Es que me agarré un empacho…

Tan lindo sonó en cordobés…

10

Otra vez había ido a visitar a Carla que estaba en Irlanda, me fui sola por cuatro días, y estaba afuera de la estación de trenes de Dublín, buscando la parada del colectivo que me llevaba al hostel, estaba oscuro y yo no sé mucho inglés. Adelante mío había un chico de unos veintipico hablando por celular, que dijo “yo ahora me tomo el bondi y voy”, también en cordobés. Los quiero a los cordobeses porque son identificables entre miles y tienen el poder de transportarte en segundos al fondo del sur.

Yo qué sé… No sé si todos vivirán cosas parecidas. Pero hasta lo más mínimo, como eso, te toca fuerte en el corazón y sentís tal cantidad de emociones juntas, se te agolpa todo tu mundo en un segundo. Como en la película “Ratatouille”, cuando el chef prueba ese plato en el restaurant, de golpe le aparece toda su infancia, la madre, la abuela, el campo, todo, todo, condensado en un bocado de comida. Bueno, así es cuando escuchás hablar en argentino, afuera.

O cuando buscás mayonesa o cacao en la atiborrada góndola del primer mundo y encontrás Hellman’s y Nesquick, tienen imán. Las comprás porque te acercan un pedazo de patria. (Qué te importan ahí las multinacionales).

En septiembre del 2004 comencé a trabajar en un taller de estuches para joyería. Comenzó como un trabajo temporal y al final me ofrecieron mi primer trabajo en España con contrato, con continuidad y en blanco. Algunas cosas cambiaron con esa nueva ocupación porque los chicos tenían que quedarse a comer en el colegio. Fue duro para todos. Habían inventado mil artimañas para no comer la “asquerosa comida” que según ellos les servían: Serafín apretaba bien el puré para que pareciera menos y pudiera demostrar que algo había comido, escondían los mejillones debajo de no sé qué; Álvaro que ama a Mafalda por muchos motivos pero sobre todo porque ella odia la sopa, en un acto de solidaridad ficcional, se declaraba en paro los días que tocaba; proclamaron abierta y públicamente ser alérgicos a la berenjena, al repollo, y a infinidad de cosas más así que hacíamos malabares para que algunos días no se quedaran en el comedor. El día que Leo tenía franco los iba buscar, y los días que había poco trabajo en el Araxi, también, y comían allí. Y Jaime los mimaba por demás. Comían una fuente enorme de papas fritas, milanesas y todas las cosas que son deliciosas para los niños. Aún hoy se acuerdan de aquello:

—¿Te gustan las arvejas? —le preguntó Jaime a Serafín, que estaba morado de comer.

—Sí —le dijo.

En diez minutos apareció con una tortilla de arvejas del tamaño de una pizza.

Feli empezó a tomar clases de guitarra y me flagela día y noche con sus ensayos. Se pasa todo el día “¡Toing! Toing!”. Una tortura.

Ahora le compré “El señor de los anillos” para que se entretenga con algo más silencioso.

Bueno, todas las noticias son para dilatar el decirte que, por un lado, me alegro mucho de que ya estés con Leo y por otro, te extraño un montón a nivel que te veo por la calle, te confundo con otra gente y todos los días siento el impulso de pasar por tu casa. De todos modos, espero que les vaya muy bien y sean muy felices. Además, espero que este país puto se acomode, aunque sea así me puedo sacar un pasaje para ir a visitarlos.

Entre jueves y viernes llovieron 90 mm acá y 117 en el campo por lo que se suspendió la cosecha de girasol.

Ayer fuimos a pescar con los chicos a Banderaló.

Delfina dice que los extraña mucho, que está guardando el zorrito de Serafín para mandarlo y quiere conocer España, la casa donde viven y pregunta si también comieron huevos de Pascua como nosotros.

Hola tía sabías que fuimos a pescar el domingo con un amigo. Cuando llegamos había un viento que te enpujaba. Y nos pusimos a armar las cañas y cuando terminamos yo me puse a pescar, después de 15 min pesqué un bagre y Martín pescó una carpa y a papi le regalaron una carpa. Delfina también pescó una carpa, pero justo la estábamos por agarrar y se cortó la tanza y mirá que la estaba tirando papá. Y después pasó un camión rápido y había un señor que también estaba pescando y tenía una reposera, las mojarritas, el mate, la yerba, el azúcar y pasó y le boló la reposera el mate fue a parar al río el azúcar se cayó toda y la yerba también. Los quiero mucho. (SIC)

Abrí una comunidad en Hotmail, no sé en qué nos beneficiará. Se llama Familia Bergia, probá.

Los dientitos de abajo ya asomaron y parece que está cortando uno de arriba. Realmente está hermosa.

¿Te conté que ya se queda parada en el corralito?

Descargate el Messenger, fijate que está al costado a la derecha de Hotmail, así podemos chatear. Agustín ya lo probó con una amiguita.

El viernes a la tarde le festejamos el cumple a Bauti en Villeguitas, yo le hice la torta el jueves a toda velocidad, la puse en el horno cuando llegó A. a tomar su clase y la saqué cuando se fue. Obviamente me salió una cagada. Salí de Westland el viernes a las 17.15, la mandé a Felu a comprar las velitas, mientras rellenaba y cubría la torta, le eché un poco de grana y a las 17.45 estábamos listos y emperifollados en Villeguitas.

Los chicos se divirtieron un montón y yo quedé sorda hasta la mañana siguiente.

Apéndice

Como no sabía cómo explicarle mi bajón a Marcelo le dije que estaba como la de “Agua para chocolate”, hasta la torta me salió chata, y él, que es un santo, se ocupó de comérsela ayer a la tarde para hacerme sentir bien.

En cuanto al matambre, tenés que quitarle la grasa, pero lo ponés con la misma hacia afuera, o sea, lo condimentás del lado liso con sal, pimienta, orégano, zanahoria en juliana hervidas primero, morrones, huevos duros y todo lo que se te ocurra, lo espolvoreás con gelatina sin sabor si conseguís, y si no, un huevo batido, lo arrollás, lo cosés con hilo grueso, lo ponés a hervir con bastante agua salada. Para saber si está cocido se pincha con una aguja, si sale jugo rosado, le falta. Por lo general tarda como una hora de hervor, depende del tamaño y ojo que, si es de toro de las corridas, ay mi mare, eso no te lo puedo decí, se lo pregunta ar prime chaval que vea por ahí, mi niña, que nojotro comemo carne dura aquí en Viiegas, pero no tanto, hombre.

Me conmueve leer la minuciosidad de mi hermana para contarme paso a paso el crecimiento de mi sobrina, sus horarios detallados de siestas, las primeras comidas, los primeros balbuceos, la ropa que le ponía.

Cada pequeña cosa insignificante en la historia de nuestras vidas y, sin embargo, era el hilo que mantenía una cotidianeidad desesperada.

Lo mismo mi hermano, que me contaba paso a paso el clima, los cambios de estación, la cosecha, las plagas, amasar la pizza del sábado, las plantas en el nuevo terreno.

Los mails de mis sobrinos que estaban aprendiendo a escribir, las pequeñas cosas importantes en la vida de los niños, el ratón Pérez, faltar a computación, las notas del boletín; las menudencias diarias en cada una de las casas de mi familia.

O mi amiga sobre el chaleco que le tejió a su hija, dónde cenaron el fin de semana y con quién, la cantidad que tiene para corregir, cómo va la telenovela de amor de nuestra amiga en común. La constante falta de dinero de todos y el chiste para sobreponerse.

Reírnos de la tragedia de ser argentinos.

Mi mamá, en el trueque.

Mi mamá, dándome recetas.

Y todos los demás, todos los amigos y el resto de la familia, sosteniendo con sus pequeñas historias el hilo, para que no se cortara.

Mi alma no se romperá en dos

Un dragón vela por ella Nadie puede con su fuego Menos aún con su alarido

Duerme quieto en mis entrañas

Y aunque invisible

Cada vez que muero

Lanza un bostezo

Y vuelvo a la vida

Como una ola regresa

A su arena madre

Espero que la escribas en la pared de la cocina y la leas cada vez que extrañes.

Pensaba que, si algún día escribía todo esto que escribí, se llamaría Elegía del desarraigo

Ahora, busqué en internet no cometer plagio, y me topé con Eleni Karaindrou, una compositora y pianista griega, que ya había usado este nombre en un álbum maravilloso, sólo para decir “dondequiera que viaje, Grecia sigue hiriéndome”.

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