Estado de floración de Ximena Lagos

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ESTADO DE FLORACIÓN Ximena Lagos


© de los textos y de las imágenes Ximena Lagos edición taller contar la propia historia Santiago / Buenos Aires 2021


ESTADO DE FLORACIÓN Ximena Lagos



“Una parte de cada vida, y aún de cada vida insignificante, transcurre en buscar las razones de ser, los puntos de partida, las fuentes”. Marguerite Yourcenar “Memorias de Adriano”

Esta cita la encontré hojeando un libro en una noche de mal dormir. Simplemente me topé con ella en un libro abierto en otro velador y me enamoré. Desde hace muchísimo tiempo siento esa gran necesidad de buscar mis raíces, mi punto de partida.


En los momentos de soledad o mas bien de aquella oportunidad que da el silencio para mirarse en el interior y buscar el reflejo del alma, he relatado mi historia emocional, he encontrado claves para explicar o comprender mi estado actual. El silencio y la soledad iluminan el alma (un poco de viento ayuda mucho). Solo ahí se puede ver y reconocer cuándo está tranquila y cuándo está perturbada. Este constante mirarme me motivó hace un tiempo a escribir mi historia. Cuando se lo confié a mi psiquiatra en un gesto de confianza hacia mí misma, de sellar mi compromiso de sanar, esos y otros dolores se abrieron. Igual a un canal de regadío: se abre una compuerta y el agua se dirige donde previamente delimitamos surcos, pero también a veces se calcula mal y se inunda. Esto abre otros terrenos, historias o episodios, semillas latentes que no queríamos que germinaran con ese riego. Sin embargo la naturaleza es así. Hay semillas que pueden estar cientos de años guardadas, a la espera del riego, clima y circunstancias para brotar. Así fue que comenzó a germinar primero irritabilidad, falta de energía y una autoestima que no me permitía mirarme al espejo. En fin, una depresión “de libro”, como si fuese motivo de orgullo el hacerlo tan bien.




Al releer hoy esa biografía resignificada, escrita hace más de diez años, descubrí que en mi vivir el mundo vegetal estaba muy presente Lo primero que visualicé como elementos significativos fueron los árboles. Luego me conecté con esa emoción que hace que los niños salten y aplaudan con el truco de magia cuando aparece el pañuelo o el conejo: aparecen de la nada. Ahí descubrí, me vi feliz, aplaudiendo cuando una semilla germinaba. Era magia. Cómo podía ser real que en eso que contiene aquello que es duro y cerrado (que a su vez está contenido en otro envase), apareciera este hilo verde con hojas (Ya sabemos que no son hojas verdaderas, son cotiledones y hay que esperar a las otras).



El Aromo Chileno (Acacia dealbata) en estado de floración, fue el primero en aparecer con su magia, conocimiento y sabiduría. Enorme, alto (puede llegar a los veinte metros), pintaba el suelo de amarillo y marcaba la silueta de hojas, palitos y piedritas. Era entretenido levantar estos objetos con mucho cuidado para ver su forma contorneada de polvo amarillo y descubrir el color de base (cemento, tierra, una hoja, etc.) Lo constante e invariable era el amarillo. De este árbol también caían pajaritos de sus nidos y muchas veces (no siempre) dejaban su silueta en amarillo como testigo de su destino. Recuerdo el miedo y a la vez la fascinación de encontrar algún pajarito (al principio no sabía qué era) sin plumas aún, con ojos gigantes cerrados, piel arrugada y tremendamente flaco. Me costó definir que eso era un pájaro recién nacido. No sabía qué hacer con esa masita flaca que sostenía en mis manos. Mil preguntas, no recuerdo mis respuestas. Guiada por el piar, desesperada, traté en muchas oportunidades de salvarle la vida, y devolverlos donde su mamá o darle pista para que la mamá pájaro lo encontrara. No resultó nunca. Ese recuerdo de un patio pintado de amarillo, que iba dejando la estampa de diferentes materiales y siluetas me fascinó. (Caerse del nido y que te coman las hormigas mas bien me traumó). Casi treinta años después, tuve la oportunidad de plantar mi propio aromo en la casa donde resido ahora en la costa. Como crecen muy rápido al poco tiempo se convirtió en un árbol imponente, muy ramificado, que daba una bella sombra en la mesa de almuerzo familiar y de amigos. Amaba ese rincón. Tanto amor se compartió bajo ese aromo.


Veinte años después, decidimos vivir la aventura de pareja sin hijos en otro país, en otro idioma. Él tendría la oportunidad de retomar un gran trabajo y nuevos desafíos. Por mi parte, sería el momento perfecto para reinventarme y moverme más hacia el arte, el cultivo y aprender carpintería. Duró poco. En un año, dejamos de ser la pareja que habíamos sido por más de treinta y cinco años. Juntos desde los dieciocho. Cuando él anunció que no daba más, y planteó la separación, justo un día antes de partir por una semana a El Salvador, me desplomé. ¿Cómo así nomas? ¿Sin intentar? ¿Sin darse un tiempo o lo que fuera?. Eso fue un sábado. El domingo partió al aeropuerto y el lunes me llamaron desde Tunquen: “Aló, Sra. Ximena, me da pena llamarla para decirle esto: el aromo se cayó, se desplomó. Lo bueno eso sí, es que no cayó en la casa, mas bien al jardín, pero no rompió ni una sola planta “ En un viaje a Chile vine a este lugar, me senté a caballito sobre ese grueso tronco gris y le dije que lo quería, le di las gracias por acompañarnos, lo abracé y lloramos. Hoy riego un rebrote de ese mismo aromo que ya alcanzó la altura del techo. Sí, también floreció al comienzo de la primavera de este año.




Así como el Aromo estaba frente, alrededor o dentro de mí, de repente vi la higuera en el fondo del patio. Ese es el descubrimiento que me dejó el aromo: nunca perder la capacidad de observar y de asombro. Si lo haces dejarás de respirar o de vivir. Era una de las tantas otras casas donde he vivido. Tenía nueve años y era mi tercera casa. Esta era especial, prometía orden y belleza. Todo arreglado, redecorado. Muebles de mimbre en mi dormitorio. Mi madre se veía bien, entusiasta, con energía. De repente, todo se oscureció. Nuevamente esa sensación de llanto que no debe salir. Todo me asustaba, pues no comprendía, como esa vez con el baúl… Era muy errático, muy duro para esa etapa de la vida en la cual se requieren normas, certezas que den seguridad. La rutina es para eso. Era una higuera vieja, en una esquina al fondo de un patio muy grande. Estaba abandonado, sin podar y el pasto asilvestrado de alguna manera la ocultaba. Este árbol mágico descrito a lo largo de la humanidad, fue para mí en ese momento como una señora grande y robusta. De redonda copa, con ramas que tocaban el suelo. Recuerdo perfectamente cuando la descubrí por primera vez. Habíamos ido a otra ciudad a celebrar fiestas de fin de año. Regresamos muy tarde y con muchos regalos. Me desperté con la sensación de que ya no era de mañana, tal vez después de almuerzo. Eso no me gustó. “No es correcto que todos duerman a esta hora”. Llevé mis regalos al patio. Buscaba sombra y de pronto vi ese enorme y redondito iglú verde. Visualicé la puerta y entré. Dispuse mis juguetes en el pasto y regresé a la casa, tomé una manta escocesa, la puse bajo la higuera, miré hacia arriba y pensé: “es hora de siesta, puedo dormir”. Esa sensación de paz y protección la seguí buscando en otras ocasiones en que requería contención o simplemente iba a esconderme si es que había hecho algo mal.


Ya de adulta, en uno de los regresos a Chile, me comenzó a envolver esa maldita depresión que destruye no solo el auto-amor sino también a lo más amado. Luego de medicamentos y terapias, me volví hacia las plantas. En realidad siempre fueron parte de mi vida. De jóvenes en nuestro presupuesto no había ítem para comprar plantas, pero las necesitaba. Entonces comencé a plantar los brotes de betarraga, zanahoria y todo lo que pude hacer brotar. Esas hojas verdes y moradas formaban parte de nuestro nidito de amor recién construído. También los frascos de camotes con hilos de hojas de corazón que caían por las repisas. Me encantaba hacer eso. Armar un lugar bello y acogedor Como forma de sanar y recobrarme de la depresión, comencé a estudiar, sembrar y cultivar plantas medicinales en la casa de campo-costa. Recuerdo con mucho placer ese tiempo. Aprendí mucho y coseché mucho también. Aprendí por ejemplo que la higuera no solo nos cobija con sus brazos-ramas, sino que además utiliza su látex para sanar sus propias heridas y cortes, como también para protegerse de los insectos. Sus frutos contienen altos niveles de azúcares naturales, por tanto pueden dar bienestar y energía. También aprendí que me encanta desmalezar, es la oportunidad de tener conciencia de esos pensamientos rumiantes que no nos hacen bien, y ¡zas!, los sacamos junto con la maleza (y sí, vuelven a salir). Un día tuve la oportunidad de plantar y hacer crecer la idea de sentarnos todos bajo la bella y protectora sombra de esa higuera en esa casa. Sin embargo nunca logré que creciera. Pensé que no lograba crecer y desarrollarse porque yo ya no necesitaba recurrir a ese manto de la higuera, pues de alguna manera me había convertido un poco en ese árbol al construir un hogar. Mi casa caracol, como algún día la denominé, pues nos tocó muchas veces mudarnos con la familia. Era caracol, pues la casa-hogar viajaba con nosotros, nuestros muebles, tesoros e identidades. Y era yo quién la sostenía



Esa explicación podría tener algo de veracidad, pero hoy creo que la higuera de niña no solo me contenía sino que me daba un espacio para ser yo. Un espacio donde podía jugar, pintar y aprender a leer en el silabario a mi ritmo. Mi gran higuera es esa casa donde planto, cultivo y muevo la tierra. De a poco me fui apoderando de ese espacio, lo fui transformando para mí. Tal vez ahí empecé a sentir la necesidad de querer ser yo. La que jugaba, rápida, espontánea. Hoy veo como lo que alguna vez se construyó como espacio de juegos para los niños chicos, en aquella época de sanación lo transformé en mi taller, con todo mi desorden, de palos, maderas, herramientas, colores, papeles, cachureos. Un taller con sillón cama, cocina a leña y baño. A mí me parece que en aquel entonces construí más una casa para mí que un taller, antes de partir a la aventura de pareja sin hijos. Con frecuencia dejaba el departamento de Santiago, al marido y a los hijos grandes y me iba a ese lugar que me hacía feliz, podía ser yo. Pensar, meditar, aprender, contemplar, regalar y amar. A veces miramos y no vemos. Buscamos, encontramos y no entendemos. A mí me pasó. Necesité un espacio propio, protegido donde pudiera sentirme yo. Una exploración y expresión de quién era en esos momentos, de quién soy y fui. Me lo dio la higuera y luego esa casa de mar que convertí en campo. (Antes de dejar ir a la higuera debo confesar, que tal vez no creció, porque el suelo no era adecuado, hasta el día de hoy. Probaré trasplantarla el próximo invierno).




A mis primos los quería, nos juntábamos con frecuencia. En su casa tenían un mandarino enorme. Perfecto en su forma, igual al de los libros para colorear. Fue un gran aprendizaje y asombro descubrir y amar ese fruto con su olor maravilloso. Un aroma que me transportaba, o que me hacía sentir que no estaba donde estaba y que todo era más fácil. Mis primos, que habían nacido con él, lo despreciaban pues no era dulce, las cáscaras difíciles de quitar y con demasiadas pepas. (Qué daríamos hoy por tener semillas orgánicas como las de esa casa quinta). Desde el primer momento amé su belleza. Su forma redondita, hojas casi hasta el suelo, el contrate de colores, naranja con verde. Muy brillante. El placer de pelar una mandarina, me veo sacando la cáscara y sintiendo como el jugo en forma de “spray” explotaba y se esparcía en libertad y amplitud. Olor dulce, envolvente, fresco, energético, pero a la vez calmo y relajante. Una sensación corporal y mental. Un regalo, una belleza por donde se la mire. Los cincos sentidos en una experiencia exploratoria. Esas sensaciones que hacen que nos conectemos con el aquí y el ahora. El presente de tomarse un tiempo al momento de pelar una mandarina. Hacer una pausa conciente antes de meter la uña y hundir el dedo suavemente para sacar la delgada cáscara, acercar la mandarina a la nariz, cerrar los ojos sin que se note e inspirar placer, que nos conecta quizás con qué, pero nos gusta. El sabor, lo dejo para que cada uno lo describa. En lo personal me gusta la sorpresa, a veces maravillosamente ácida y otras exquisitamente dulce.


Los lenguajes que crean las parejas son únicos. Decir “el mejor helado de mandarina lo probé en Mendoza, nunca más otro igual”. Eso es muy significativo. Son tantas las palabras, expresiones, gestos corporales que se construyen como lenguaje de a dos. A veces se extiende mínimamente a la descendencia. El maldito, cuncuna, cae cae, tengo fiebre, patatús, reunión de coordinación, lirón. Y tantas otras que no quiero recordar, pues estoy en la etapa de dejar esos años atrás, donde deben estar. Cuando la pareja se acaba o uno de los miembros se desvincula se pierde ese lenguaje. En treinta y ocho años construimos semántica y sintaxis, algunas más logradas que otras, pero era nuestro lenguaje. Ya no lo es. Se extinguió, pues no se traspasó ni oral ni pictóricamente. Ahí estaba yo, empinándome a sacar las mandarinas para llevármelas a Santiago. Las metía en la polera, como si fuera un saquito. Después fui a buscar mi chaleco y también hice un saquito. Era de las primas chicas, los grandes nos llamaron a jugar o más bien amenazaron que teníamos que ir inmediatamente o no jugaríamos. Dejé mi cosecha y fui a jugar. Al atardecer nos despedimos, nos subimos al auto y me olvidé de mis frutas. Cuando logré leer sola, el cuento del Silabario hispano americano “La codicia”, no solo me sentí orgullosa por la cantidad de páginas logradas, sino que me acordé de mi cosecha de mandarinas… y comprendí el concepto de tener, por tener más que tu. El egoísmo. ¿Será casualidad que entre los aromas de perfume personal o los tan de moda infusorios, los cítricos sean de lejos mis favoritos? Las naranjitas confitadas bañadas en chocolate ya son de otro nivel de placer y bienestar (antes le decíamos felicidad “nomás”).



Los mandarinos los planté en macetas, de modo que si nos cambiamos dentro de Chile, se irían con nosotros. (hoy, sí hoy, siguen en maceta en mi actual departamento, veremos si logra cuajar alguna flor en toda esta contaminación ambiental) Hace unos meses o hace unos pocos años, mis hijos me preguntaron porqué era tan importante para mí esa fiesta de la mandarina. Fiesta que preparé para ellos, cada uno con un canasto de mimbre en el patio de la casa. Inventamos una canción parecida a la de una caricatura de la TV mientras cosechábamos. Conservo una foto preciosa de mis hijos pequeños alrededor del mandarino plantado en medio barril de vino. Mi abuela paterna, la bisabuela Emma, me lo regaló para un cumpleaños (de soltera, como le gustaba recordar a ella). Tenía una cantidad enorme de frutos. ¿Cómo no hacer un evento para cosecharlos? Era la sensación y goce del presente, de ese momento precioso y preciso en que comprendemos que somos un segundo y luego historia o un plan, sueño o utopía Así viví esos años de maravillosa maternidad. Plena y gozosa. Bajé la cortina a todo aquello que me perturbara o no me hiciera sentido a lo que quería vivir y sentir en ese momento. Solo amé. Al padre y a los hijos. Lo demás no existía.




Al fruto granada lo conocí en un recreo en la escuela, tercero o cuarto básico. Colegio Vanguardia se llamaba (no podía ser de otra forma, mirando desde quién soy hoy y me enternece). La cara de asombro de mi compañera era tan grande como la mía, al escuchar mis preguntas “¿Qué comes? y por parte de ella, sin creerme que no la conocía. Fruto misterioso. Nada parecido a lo que alguna vez conocí. Fascinante las celdas brillantes, perfectas, separadas por líneas blancas. Ella la disfrutaba. A veces sacaba de a uno esos granos de choclo rojo transparente y en otras seguía una línea de corte, que venía hecho desde la casa. Tal era mi curiosidad que no tuvo opción, creo yo que me convidó “un gajo”. Me encantó. El jugo explotaba, como atrapado esperando salir. Lleno de agua y al centro algo que se podía morder. Color intenso. Chorreaba color como acuarela en el delantal y tenía rico olor. Creo que no volví a ver esa fruta hasta varios años después en un árbol. Precioso. Hojas pequeñas y con estos tremendos frutos duros. Algunos cerrados y otros rajados



Me compré un árbol y me frustré, no logré que se adaptara. Seguiré intentándolo, buscando sectores más secos, tierras livianas con piedritas y arena, más parecidos a la Antigua Persia. Esta intensa y jugosa fruta perfectamente dibujada casi como un panal de abejas, es muy fuerte y resistente. Tiene su propósito de vida y lo ejecuta. Germinar, crecer y reproducirse. En condiciones muy adversas de clima y tipos de suelos. Al mismo tiempo que no pierde su propia identidad: resistente, su gruesa cáscara le permite guardar la humedad y ser transportada grandes distancias sin perder su belleza y propiedades a la vez que agrada a quien la consume o elije. Dicen que es tan antigua como las guerras púnicas, de ahí su nombre científico Punica granatum Ya de adulta, con hijos adolescentes y universitarios debía tomar una decisión importante en relación a mi vida personal y laboral. Era difícil, ventajas, desventajas costos, esfuerzos etc. Por tanto, nada mejor que seguir el consejo de las buenas y reales amigas y consulté al Tarot. Como todo en la vida, siempre hay una primera vez y esta era la mía. Luego de hacer todos los rituales, determinar “mi número”, ver mis manos, barajar y cortar las cartas, el tarotista, las dispone sobre el paño junto a los cristales y no sé qué más. Mi expectación era enorme, pues finalmente sabría tomar el camino correcto a través de esos bellos dibujos. Eran diferentes a los que a veces se ven por ahí. Eran nítidas las figuras con colores sólidos y brillantes. Toma una carta y me dice: “esta eres tu”. Una carta bella, la comienza a describir a través de los elementos que la componen: la mujer, donde está sentada, las columnas, lo que tiene en la mano, el agua, etc. Todo eso contenido en una carta de naipe. Examino cada uno de los símbolos a medida que los describía. Veo las granadas que decoraban el fondo de la figura femenina, esperando que dijera algo, lo miro y no dice nada. (No se le podía interrumpir; solo cuando él lo permitía). Tuve casi la misma sensación de pregunta de cuando vi la esa fruta por primera vez. Qué hacen detrás de la Sacerdotisa. No hay referencia, ni mención. Es la Sacerdotisa, dice. Simboliza el poder y lo divino en lo femenino. Alude a la mujer sabia y práctica. “Tu vocación de madre esta representada aquí. El amor por los otros y acoger al que lo necesite”.


Mi autoestima creció, me inflé. (Creo que en realidad fue mi ego). Respecto a las granadas, simbolizan la conexión y conocimiento espiritual, fue su respuesta. No entendí qué podía eso significar en mi vida. Me sentí reflejada en la lectura global de la tirada de las cartas, y por supuesto muy sabia con la decisión que finalmente tomé. Todos sabemos que quién la toma es uno, pues son ejercicios introspectivos. Ahora, que la carta seleccionada sea la adecuada, eso ya es magia de las rojas y bellas granadas.



Asi como el tarot nos cuenta una historia acerca de nosotros a través de interpretaciones, posiciones, contextos y preguntas, lo mismo hacemos nosotros con nuestras vidas a través del pensamiento. El Tarot interpreta símbolos de las imágenes y les da una voz a través del lenguaje. Somos relatos de nuestros pensamientos e interpretación de nuestras experiencias. Tanto las presentes como las ya vividas. Depende de nosotros cómo queremos contarnos nuestro cuento, reconocernos en la descripción del personaje, qué rol tenemos, nuestra actitud frente a la vivencia, las expectativas que teníamos, etc. Esto nos da el gran poder de recontarnos una historia, sin cambiar los hechos, pero desde otra perspectiva. Tal vez más amable, comprensiva y compasiva de nosotros mismos. Las historias presentes se nutren y entrelazan con las historias ya contadas e interpretadas en el pasado. Ese es un riesgo, pues nos puede hacer germinar semillas o hechos que vivimos, reclamamos en su momento con fuerza, pero luego decidimos no nutrirlos. Experiencias que nos marcaron, hirieron por no ser vista esa necesidad. El problema con los sentimientos y emociones no expresados es que quedan por ahí, en alguna parte. Como los datos de internet “quedan en la nube”. Magia, siempre existirán Al igual que las semillas del desierto florido, que pueden pasar años sin brotar, cuando se dan las condiciones lo hacen con toda su fuerza.




En el último viaje con la casa caracol dividida, una parte la cargué al país del norte y la otra la dejé en Santiago con algunos de mis hijos (otros ya habían volado del nido). En esa aventura de pareja sin hijos empecé a sentir que no estábamos en una relación muy simétrica. Los dos estábamos ahí para desarrollar nuestros proyectos individuales. Fui yo quien postergó, por tanto no valoré mi reinvención profesional en un comienzo. Opté sin darme cuenta por compartir tiempo con él. Fue mi prioridad. Siempre el otro, nunca yo primero. Después ya era tarde. Recién lo hice ya separados, viviendo sola por primera vez en mi vida. En otro país, con otro idioma. Sí, me reinvente, en eso estoy. Antes de volver a Chile en forma definitiva, hice y logré lo que me había propuesto en esta aventura. Hasta permiso de trabajo obtuve. En eso llegó la pandemia y otro cuento se escribió.


En una cita al traumatólogo, le pedí que me acompañara. Sabía que antes de “ver” al médico serían necesarios varios pasos previos de exámen y evaluaciones en la misma cita. Accedió. Nos encontramos en la sala de espera del hospital. Finalmente entramos a la oficina del doctor, él ya con su diagnóstico: infiltraremos el hombro. Me dolió y se me escapó un improperio, pues fue muy repentino. Salimos de ahí y me dijo: “llegó mi Uber, regreso a la oficina. Hablas muy bien inglés, no tendrás problemas con lo que sigue”. Ante mi asombro y dolor de hombro y alma, le contesté: “no te pedí que vinieras como intérprete, sino como amigo, compañero y contención”. Se fue. Luego, caminando a la casa, comencé a interpretar esa falta de empatía y apoyo como un desamor. Cuando me recuerdo, me veo llorando. Creo que ahí esas semillas que contenían las sentimientos y expresiones ocultos de vivencias similares pasadas comenzaron a regarse. No lo mal interpreten. Fue un gran hombre. Buen padre, muy obediente, aunque algo desordenado. Obvio que me amó, no lo pongo en duda. Resistió mi terrible depresión, el más herido por mí de todos. Pero ante la recaída en ese país, luego que falleció mi perro Anouk, él ya estaba cansado. Prefirió contarse otra historia, distinta a la mía. Donde yo lo hería y desvalorizaba y no tenía depresión. Eran solo rabias acumuladas que le sacaba en cara. Bueno, cada uno tiene su historia. De eso ya pasaron dos años




Todos estos árboles, con sus semillas y frutos me han acompañado. Me han permitido navegar en mi interior, conocerme, interpretarme y resignificarme. Existen árboles solitarios, esos que a veces vemos en el paisaje y nos preguntamos cómo resisten. Bajo la tierra, donde están las raíces, ellas conviven con otro mundo, que no conocemos. Eso los hace crecer y seguir desarrollándose. También las visitas espontáneas de pájaros que se detienen para una pausa o algún animal que se beneficia de su sombra. No están solos. Son únicos.



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