NO HAY FLORA QUE POR BIEN NO VENGA
FLORA EZCURRA
@del texto y de las ilustraciones Flora Ezcurra Edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2021
NO HAY FLORA QUE POR BIEN NO VENGA
FLORA EZCURRA
Prólogo ¿Cómo contarles algo de su historia? ¿Cómo contarles que, a pesar de todo, aún sigue girando el espiral de su rueda? ¿Cómo se desnuda al silencio? ¿Cómo se le quita la piel y se lo embiste? Las palabras van soplando un humo pegajoso que desmorona los recuerdos. Hace mucho, hace mucho y hace olvido, repite la voz desde el oscuro rincón oceánico de la mente. Fue una noche de cualquier noche del alma cuando las cartas mostraron el mandala de su vida y así, sin más silencios, se fue dibujando la forma que dio forma.
Flora III, la segunda nieta de Flora Le mat (el Loco)
Hay que comenzar con el loco -si acaso hay comienzos- para contar algo de la Flora que llegó última en la historia de las Floras de la familia. Hay que estar loco para salir a buscarla, hay que estar loco para querer mirarla, porque hay que estar loco para abrir los arcones de la vida y revolver las entrañas, los deshechos. Hay dolores que son como murciélagos entre telas de araña, hay flores o hadas de suaves alitas de cristal y otros cajones que encierran perfumes, alhajas y sonidos de seda.
Le Mat, ese, el loco deseo de la vida, quería volverse criatura y respirar, insistía en llegar a este mundo y experienciar. El loco deseo flotaba en el espacio mientras una nube de tristeza lo envolvía en plenitud. El loco, al fin, juntó locura y tomó su pequeño petate repleto de sentimientos y se lo calzó al hombro, eligió el bastón rojo para animarse a dar ese, su primer paso, ese sublime y dorado instante de la concepción. Un gato travieso miraba de reojo esos segundos milimétricos donde la vida se abrió. La historia de Flora, la tercera Flora, comenzó con ese primer paso de zapatos rojos, un rojo muy rojo que se estiró cansado como la sangre cuando respira en silencio.
Flora II: La primera nieta de Flora
¿Será que no había lugar para las dos hijas? —Shhhhh! ¿qué pasa? —dijo el padre. —La beba duerme —dijo la madre apenas saliendo de sus diecinueve blanditos años. La beba duerme, duerme profundo, duerme y se la ve tan plácida, tan acomodada en su sábana rosada, nadie podía imaginar mirándola que, ella, la beba redondita y rubia, estaba dando sus últimos respiros en este mundo. Con sus tibiecitos seis meses de vida apagó su vela interior y se murió. Se fue, no importa si siguió su forma en otra forma, no importa si volvió a alguna estrella o se disolvió en la nada, ella se fue, y solo quedó un inagotable silencio entre los padres.
La muerte los hizo crecer de un tajo, la muerte de la primera hija hace un pozo tan grande y tan profundo, que todo el océano del mundo apenas si lo puede mojar.
Los padres de Flora II y Flora III (El enamorado VI)
El padre había conocido a la madre en una milonga de Villa Crespo. Él era codiciado y amado por más de una mujer, pero no se entregaba por completo a ninguna, sólo era fiel a su gusto por la noche y por las motos. Durante el día se resignaba a tomar el té con su novia, que había sido impuesta por su madre, una chica de bien, como decían entonces, que por supuesto nunca había pisado una milonga, ni menos aún subido a una moto. Esa noche, la noche en que se conocieron el padre y la madre, fue una noche de luna llena. Era verano, Buenos Aires olía a jazmín sin dueño. El padre se untó el pelo con gomina brillante como sus zapatos. Eligió sin dudar su traje negro con rayitas tímidas que lo hacían más negro todavía. Así, enfiló a la milonga.
Por un minuto pensó en su novia, Mercedes, que le había hecho un escándalo porque él no la había llevado al cine: Libertad Lamarque había estrenado una película y ella quería verla antes que su amiga. Aburrirme en la oscuridad ¡ni loco! pensó el padre, mientras rugía la moto por el empedrado y la delgada luz de mercurio. Llegó y como era habitual, se detuvo en la entrada. Encendió un cigarrillo despacio, muy despacio, con los ojos entornados, como solía hacerlo para “relojear” quiénes estaban en la milonga. La orquesta tocaba “a todo trapo”, ya estaba caldeado el ambiente. Así le gustaba llegar, cuando ya los tangos sonaban al rojo vivo y las rayas de las medias de las mujeres se habían torcido de tantos compases y roces al bailar. Eso era lo que amaba de verdad: el tango, la noche, los espejitos de colores que su mente fabricaba con cada milonga. Los amigos estaban en la barra, las risas y el alcohol se multiplicaban.
Se acercó a ellos atravesando la pista, para que lo vieran, para que todos supieran que había llegado. Todas las miradas femeninas lo seguían, algunas provocándolo, otras, con resentimiento de gata olvidada: todas, todas, menos una, y entonces fue que la vio. Ella estaba sentadita ocupando sus manos, mejor dicho, sus dedos, alisando una y otra vez el pliegue del vestido rojo. Él se fue acercando y como en esas películas que le gustaban a su novia, todos los demás desaparecieron, solo quedó ella en el primer plano de su mirada, con el pelo rojo enrulado hasta la cintura, piel blanca como seda. Cada paso que lo acercaba le hacía latir más fuerte el corazón. Nunca antes le había pasado esto, nunca se había acercado a una mujer que no lo hubiera mirado primero. Se inquietó, ¿será ciega? Buenas noches, le dijo, y le extendió la mano. Ella levantó la cabeza y lo miró apretando los labios. Sus ojos verdes, como dos aves serenas,
se posaron en la cara del hombre más buen mozo que nunca jamás había visto. ¿Bailamos?, le preguntó él mientras su mano ya se había encontrado con la de ella, percibiendo su tembloroso calor. —Nunca te había visto antes en la milonga, —le conversó mientras la ubicaba en el centro del salón. —Es que no soy de acá, soy de Santiago, —dijo ella —soy santiagueña, vine por… Pero la música ocultó su explicación. Los dos ya bailaban, pegados, en una sola pieza, como baila la llama sobre el sólido carbón. Los abrazaba un tango y se dejaban llevar, se deslizaban por la pista hasta que una a una las parejas se quedaron inmóviles, haciendo una ronda alrededor de ellos, los dejaron bailar solos. Muchas décadas después a una mujer traviesa le agradaría pensar al escribir su historia que, esa noche en la milonga, ese baile, ese tango, fue el verdadero origen de su vida.
Flora I. La abuela Flora (La Justicia VIII)
—Mamá te digo que no la quiero, no me importa si Mercedes tiene plata, ni que sea de la sociedad. No la amo y ¡basta!. Me voy a casar con Irma te guste o no. Esto fue lo que le dijo el padre a su madre la primera Flora. Se lo dijo en voz alta, gritando para tapar el miedo y el dolor de contrariar a su madre. Él, justo él, el preferido, el consentido, el menor de los nueve hermanos. Pero así era, así lo sentía, se iba a casar con Irma, la santiagueña que lo había hechizado en la milonga, no le importaba nada más. Esa misma tarde iría a la casa de Mercedes a destrozarle los sueños uno a uno, a cancelar la boda y la misa en la catedral. No había forma de detenerlo, la vida como una emperatriz de la justicia cortaba con el filo de su espada la agonía de ese noviazgo.
—Entonces,—dijo su madre Flora, —entonces olvidate de mí. No quiero verte con esa mujer y te maldigo. Que tu nueva mujer te traiga dolor y desdicha, y que el fruto de ese amor se pudra y lo lamentes. Esa es mi maldición —repetía la madre Flora desparramando su odio y su venganza hacia un futuro que también la abrazaría.
Y así fue.
La maldición atravesó la carne, Irma quedó embarazada meses antes de casarse. La Iglesia no aceptó bendecirla porque su vestido blanco no lograba achicar la diminuta Flora que se escondía en la oscuridad del vientre. Nadie fue a celebrar la unión de la nueva pareja, cada familia rechazaba a la familia del otro: ella no era aprobada por ser una provinciana pobre, él no era aceptado por ser un ricachón bohemio y aventurero. Siguieron adelante, alquilaron una casita en donde el dinero les alcanzó y armaron el nido para que llegara la gorrioncita a su debido tiempo. Así nació la primera hija, puro sol y alegría en la casita. La llamaron Flora, para agradar a la abuela Flora, esperando la gran reconciliación que nunca llegó, o mejor dicho, llegó tarde. Llegó a un helado ataúd blanco.
Nunca se conocieron esas dos Floras, no se sintieron el olor, ni se miraron. No se rozaron la piel ni contaron juntas las estrellas. Nunca, nunca, y cuando es NUNCA, nunca se puede olvidar. La primera nieta Flora se fue sin dar aviso, se fue sin ruidos y sin jugar. La vida en la casita se puso a llorar.
Epílogo
La madre compró tul negro, envolvió el moisés rosado con el tul negro, lo subió arriba del ropero y lo dejó quieto. El moisés vacío vestido de negro guardaba las lágrimas y la soledad. Apenas pasaron tres meses cuando la segunda hija se animó a llegar al mundo. No era fácil hacerse un lugar. La tercera Flora de la familia, acostada en el nuevo moisés junto a la cama matrimonial, veía la sombra negra sobre el ropero. Ese punto que la madre miraba fijo cada vez que le daba de mamar, era para su almita solo otra cosa indescifrable. Todo era gris, negro, funesto, hasta la tarde en que la abuela Flora llegó a la casita.
Entonces el rojo explotó. Fue rojo el dolor, rojo el silencio, rojo el momento en el que la abuela entró a la casita con ramo de flores y pidió perdón. Fue un momento rojo, rojo de rabia, rojo de rencor, rojo de pesadumbre, de angustia y de vergüenza y debajo de todos los rojos, estaba encendido el rojo del amor.
Luego hubo un instante fuera del tiempo. Como si toda su vida tuviera como destino sellar ese momento, la abuela Flora recibió en los brazos a su segunda nieta Flora por primera vez. Como esos amores que estallan a la luz de un tango, fue un encuentro sin límites y sin condición. Se miraron para siempre y Flora, la segunda nieta, segura en los brazos de la abuela Flora, se abrió a lo desconocido, suspiró profundo y simplemente, vivió.