FrankGIRLstein Jessica Saavedra
Š del texto y de las ilustraciones Jessica Saavedra Edición taller contar la propia historia Tel Aviv, Israel / Buenos Aires, Argentina 2021
FrankGIRLstein Jessica Saavedra
Todavía siento el picor doloroso de la aguja ínfima y puntiaguda entrando en el seno. Apreté un poco los ojos y las manos como si los párpados fueran dientes abrazándose unos con otros para taparle la salida a la voz. Fuiste valiente, col ha kavod, dice la enfermera que nos asiste. Al parecer, un pinchazo en la teta no es algo tan sencillo de asimilar.
El quirófano es limpio y simpático, como lo anticiparon. Una vez más en uno de estos, ahora es el más pequeño que me ha tocado. Se pasan por mi mente la cesárea, la endometriosis y ahora los pechos. Es que para ser Frankenstein hay que ser costurada.
El doctor Levi pone la sábana sobre mi torso, se asegura de que el hoyo quede justo montado sobre el seno, la esquina verde se encarga de cubrir mi cara, mis ojos más precisamente. Me indica que debo girar la cabeza a la derecha. Y la cabeza gira, pero el pensamiento no. Así que tengo unos ojos omniscientes que se suben a la altura de las lámparas para ver todo más claro. Veo entonces las manos del médico, morenas, finas, dedos que controlan con sigilo el bisturí. Se incrusta por primera vez sobre la areola y empieza a verter la sangre. Tu no mires, me dicen los ojos prófugos y rebeldes que saben que no podre cargar con esa escena sin entrar en shock.
Entonces, sigo obediente mirando hacia mi hombro derecho y algo del abdomen de la enfermera que está sentada a mi lado. Ella me trata con aprecio, plancha las arrugas de mi sábana con sus manos, como si quisiera quitármelas de encima, como si quisiera poder acariciar mi cuerpo sin que la sábana se interponga. Confundo en su postura una postura un tanto maternal por ser ella de unos sesenta años. Pero luego recuerdo, que hasta las abuelitas tiran o alguna vez tiraron y besaron tetas. Me siento rara y púdica.
Mi pensamiento vuelve a focalizarse en el seno, en que quisiera explorar cada membrana de esa montaña pequeña y nutrida. Esa que me ha dado tanto, desde las sensaciones novatas hasta el alimento para mi hija. Picazones, caricias, deseos, dolores, bultos, vellos alargados, cada forma en una situación distinta. Esta vez un lunar que creció a un tamaño doble.
—No parece nada anormal —dice Levi —pero para no quedarnos con la duda, vamos a sacarlo —hace una mueca y guiña el ojo.
Yo lo miro todo desde arriba, porque ahora sí estoy aquí, y es que cómo no. Aumentan las incisiones del cuchillo y sigue el fluido rojo, sangriento, ahora a chorros, como una película de Tarantino en su clímax. El doctor se acelera lo suficiente para no perder la precisión del tacto, caen microgotículas de sudor entre sus cabellos de la frente. Siento el frio rondar, como cuando la cucharilla se ancla en el helado para preparar un bocado congelado. Se siente el final de las incisiones en círculo, el pedazo ya no es mío.
Es mío el diminuto hueco y en él un agujero de preguntas que se remontan a varias generaciones. Mi madre que alguna vez llamó llorando porque le habían diagnosticado un falso positivo de cáncer. Mi abuela que nunca tuvo en su vida ninguna enfermedad parecida. La madre de mi abuela, de la cual supe muy poco, solo que tenia un cabello infinito, largo y blanco cuando la trajeron un día del asilo para verla. La abuela de mi abuela que ya solo podía dibujarse en mi imaginación.
—Cinco minutos más y terminamos —habla el doctor. La enfermera toma mi tobillo y me coloca el aparato coagulador. Los ojos arriba ensalzados, agudos, firmes. Las compresas van y vienen, la sangre va y vuelve, va y vuela, hasta que se detiene y las puntadas del hombre van ganando terreno, precisión, delicadeza, como una pieza que tiene que montarse en el último hueco de un rompecabezas. Se sienten las tijeras, los hilos, los dedos que una que otra vez rozan unos con otros y de vez en cuando también con la piel. Hilvanó la capa interna y luego la externa. Levantó la sábana de mi torso, y después de limpiar el seno me pidió que vuelque.
Ahí estaba, idéntico, como un volcán que tuvo una erupción inesperada. Sacó una foto para mostrarme porque él no sabe que mis ojos todavía están arriba. —No se nota nada —me dice. Como si eso me importara, me río hacia adentro. Pero era cierto, el corte fue una obra de arte. Fino, preciso. Edward manos de tijera.
Volvamos, les digo a mis ojos, vamos que aquí no ha pasado nada. Me miran irónicos, altaneros, un poco refunfuñones, pero se resignan finalmente. Vuelven a incorporarse a mi cráneo, y sonrío.
Me cubre el manto invisible de las siete vidas. Siento todo, aunque me pongan anestesia. Veo todo, aunque no pueda volcar la cara. Tengo un poco menos de seno, pero, es como quitarle una raya al tigre. Como aumentarle una costura a Frankenstein.