GARĂšA Carolina Chighizola
Š del texto y las ilustraciones Carolina Chighizola Edición taller contar la propia historia Dieppe / Buenos Aires, mes de julio de 2020
Dedico mi primer libro a todos aquellos que, de alguna u otra manera, dejaron una huella en la vida de Garúa. En especial a Laura, mi amiga de siempre, que me trajo a Garúa envuelta en un pullover en una noche lluviosa de otoño. A mis padres que, desde un primer momento, comprendieron la relación especial entre ambas. A mis hermanas Paula, Mariana y Julia que amaron a Garúa tanto como yo. A mi hermana Julia que, con su perseverancia y alegría de siempre, estuvo a mi lado para animarme a escribir mi primer libro. A Marc por nuestro lazo inquebrantable de amistad y por su amor por los gatos. A Richard que, en breve tiempo, entabló un lazo de profunda amistad con Garúa y la condujo muy orgulloso de Paris a Dieppe. A Irene y Belén, quienes, con su confianza, paciencia y profesionalismo, me acompañaron y guiaron para poder contar mi propia historia. Finalmente, a mi Garuita que sigue brillando en mi vida como desde el primer día.
GARĂšA Carolina Chighizola
Prólogo Empecé este proyecto sin saber muy bien hacia dónde me llevaría, dispuesta sin embargo a dejarme llevar sin oponer resistencia, como se deja llevar una hoja por el viento en el otoño. Mi hermana Julia me envió la propuesta del taller Contar la propia historia junto con un mensaje fíjate, Carito, pienso que te puede interesar. El nombre del taller fue para mí una invitación a contar mi historia que se escribe entre dos orillas desde hace unos años. He escrito estos recuerdos de manera caprichosa, sin orden cronológico ni lujo de detalles, pero con soltura, como quien conoce muy bien la calle donde vive y que recorre todos los días. No he perseguido en modo alguno convertirlos en la copia fiel y objetiva de la realidad, si es que tal realidad existe. La escritura puede traernos a los seres queridos que por un motivo u otro ya no están, las voces, los cuentos de antes, las risas, los llantos, trazos de una vida que, sin querer, se vuelven a unir acomodándose casi como por arte de magia y dibujan así el paisaje de nuestra infancia y adolescencia. Y de nuestra adultez, claro.
La llegada Nací en Castelar, en la calle Pedro Goyena, debajo de unos arbustos bien tupidos que cubrían la pared del fondo de la casa. Mi madre era muy linda, tenía los bigotes más finos y elegantes del mundo. A mi padre no lo conocí, me lo imagino aventurero y con pelaje brillante. Con mis hermanos nos empujábamos para acercarnos a la panza de mamá. La primera noche dormimos ahí. Qué sensación tan placentera la de dormir todos unos arriba de los otros. Luego de unos días, una señora poco amable vino con una jaula y a pesar de los gritos desesperados de mi madre, empezó a encerrarnos en ese cofre frío de metal. Yo traté de aferrarme al calor de mi madre, pero me resbalé y me caí al pasto. Grité y grité en vano, tantos maullidos había que el mío era uno más y pasó desapercibido. La señora no me vio, pero mi mamá sí… Sacó sus patas por entre los barrotes y me miró entristecida. Me puse a llorar, un llanto que venía desde lo más profundo de mi pequeña existencia. Para quien aún lo dude, los animales tenemos sentimientos: lloramos, nos reímos, nos enojamos, amamos. Vi a la señora irse con la jaula, esa es la última imagen que guardo de mi familia. Me quedé en el jardín desamparada y maullando.
Llegó la noche y vi luz en una ventana. Maullé tanto que me quedé afónica. Ya me disponía a pasar la noche en la maceta, cuando Laura, una amiga de Carolina, pegó su nariz a la ventana para ver qué eran esos gritos y me descubrió. Estaba tan cansada que me dejé agarrar sin importarme mucho que una bola de pelos desordenada intentaba morderme la cola. —Bonzo, Bonzo, ¡pará un poco! —gritaba Laura que me sostenía con las manos en lo alto para que ese perro desquiciado no me comiera. Lejos estaba de encontrarme en el paraíso como noches atrás. Los ladridos de Bonzo despertaron mi instinto y resolví el asunto a lo gatuno: encorvé la espalda, crispé los pelos y santo remedio, Bonzo salió corriendo y se escondió debajo de la mesa de la cocina. Laura me miró sorprendida y me dijo: —Vos sí que tenés carácter. Me puso en una caja de cartón con un pullover y nos subimos al auto. Un auto lindo, bien calefaccionado, con asientos mullidos. Decidí confiar en ella, muchas opciones no tenía. Laura me hablaba mientras tanto, quedate en la cajita, no te muevas, te llevo a lo de Carolina. Le encantan los animales, seguro que te va a cuidar mucho. Carolina, me dije, qué lindo nombre. Yo quería el calor que había perdido y sentí que empezaba a recuperarlo.
—Llegamos, quietita ahí que le voy a tocar timbre —me dijo Laura. Yo pensé adónde querrá que me vaya en medio de esta noche, está todo mojado afuera. La vi que tocaba timbre y volvía. No está Carolina, pensé. Pero me equivoqué. Laura vino a buscarme y me sacó de la caja. Me envolvió en el pullover y fuimos a la puerta. Vi que el portón de la calle se abría y una voz decía hola Lau. —Hola, Caro. Perdón la hora, pero mirá lo que pasó. Escuché ruidos en la ventana de casa, y ¡sorpresa!Esta chiquita estaba llamando insistentemente, pero no la podemos tener. Bonzo se comporta como es de esperar con los gatos— le dijo Laura a Carolina, con un aire entre trágico y resignado. Carolina la escuchaba con cierto desconcierto, mientras miraba curiosa el pullover del cual asomaban mis bigotes y mi par de orejas. —Pero Lau, ¡yo no tuve nunca gatos! —Bueno, ¿y qué importa? Siempre hay una primera vez para todo en la vida —yo quería asentir con mi cabeza para apoyar su idea. —Además, ¡a vos te encantan los animales! —Sí ya lo sé, Lau… —Bueno, tomá. Sé que va a estar bárbara con vos —Laura extendió sus brazos para que, en apenas unos segundos, yo me encontrara en los brazos de Carolina, que se quedó inmóvil en el portón de la calle, conmigo envuelta en un pullover. —¿Y cómo se llama? —preguntó Carolina. —Ah, no sé. No le puse nombre, creo que lo mejor es que se lo elijas vos.
Antes de subirse al auto, Laura me miró sonriente y me dijo: —Te voy a venir a visitar, portate bien, no hagas lío. Yo la miré agradecida y maullé. Nos quedamos allí paradas en la vereda. Asomé mi cara y maullé y en ese momento se cruzaron por primera vez nuestras miradas. Carolina tenía ojos color tierra muy grandes y me miraba con incertidumbre. Yo saqué una pata y le acaricié la nariz. Se sonrió y creo que las dos comprendimos que algo mágico comenzaba en ese instante, una relación gatuna humana incondicional. Yo supe que nunca más me iba a faltar el calor de los primeros días y respiré tranquila. Cerró el portón con llave y atravesamos el jardín. La casa era muy grande, con pinos y palmeras alrededor. Había una casa más pequeña en el fondo donde vivía Carolina. De la casa grande, salió a nuestro encuentro su familia, sus tres hermanas y sus padres, que festejaron mi llegada. Luego de la presentación oficial, salimos de la casa familiar y subimos las escaleras. Entramos. Garuaba afuera y adentro sonaba un tango de Goyeneche… Garúa. —Bueno —dijo —te vas a llamar Garúa, la naturaleza y la música así lo quieren.
Los rituales de las noches Con mantas y almohadones superpuestos prolijamente, Carolina me hizo un espacio sobre su cama, de modo tal de formar una suerte de cuna bien mullida. Antes de acostarse, me acomodó a los pies de la cama sobre las mantas, me dijo que duermas bien y hasta mañana. ¡Qué calidez la de esa habitación! Recordé con nostalgia las noches con mi mamá y se me humedecieron los ojos. Sin embargo, sentí los pies de Carolina y sonreí con un maullido. Ella me miró desde la cabecera de la cama y sonrió también antes de dormirse. Me acomodé en el hueco perfecto formado por sus piernas y pies. Noche tras noche hemos aprendido de memoria a repetir este ritual.
En mis años mozos me negaba a acostarme cuando llegaba la noche. Carolina intentaba por todos los medios retenerme en el interior de la casa y yo, por mi lado, intentaba por todos los medios salir para asomarme a ese vértigo de aventuras que ofrecía la oscuridad nocturna. Siempre me las rebuscaba para ir a recorrer el barrio que estaba poblado por otros compatriotas de bigotes. Había jovenzuelos de mi edad. Sin embargo, yo despertaba la atención de los matungos viejos y un poco maltrechos. A Carolina la ponía nerviosa que anduviera con esos gatos, cada vez que los veía en el jardín de la casa los sacaba corriendo. Yo me hacía la indiferente para no despertar la perdiz, pero ella se daba cuenta de que yo esperaba que me vinieran a buscar. Esta era la parte que menos le gustaba: cuando yo llegaba de mis andanzas a esa hora del día en que la luz es especial, de un azul tenue coloreado por el rumor de los pájaros, y la despertaba con maullidos persistentes en la ventana para que viniera a abrirme. Medio dormida venía y me amenazaba siempre con la misma frase: que sea la última vez, ¿me escuchaste bien? Y se volvía a acostar y yo detrás de ella, saltaba y me acurrucaba.
La caída Me acuerdo de esa noche como si hubiera sido ayer. Había llovido y yo merodeaba por el vecindario. No había gatos por ningún lado y entonces decidí volver. Ya en la vereda de casa oí un ruido espantoso, como una frenada muy fuerte. Pegué un respingo y salí literalmente disparada a través de la ligustrina del jardín. Olvidé un detalle: la pileta. Era otoño, había llovido y las baldosas que la rodeaban resbalaban, en un segundo me di cuenta de lo inevitable y caí al agua. Entré en pánico, grité como nunca antes lo había hecho. Si no grito me ahogo, pensé. No sé si me espantaba más el miedo a ahogarme o el hecho de estar chapoteando en agua podrida. Por suerte me quedé enganchada en la red, pero no podía salir, así que chillé como si hubiera tenido los pulmones de un león. Y ahí vi a Carolina que desesperada llamaba a su papá para que viniera a ayudarla a sacarme con el bichero. Toda la familia alrededor de la pileta miraba el espectáculo. —¡Agarrala, pa, que se va a ahogar! —Raúl, tené cuidado que no se hunda —decía Dina, la mamá de Carolina. Las hermanas observaban atónitas mientras yo intentaba aferrarme a ese palo. —¡Ya la tenés, pa!
Finalmente logré agarrarme y salí corriendo para esconderme en el patio de atrás, avergonzada por la situación y en estado de crisis. Atrás mío venía Carolina al trote para ver si estaba bien. Me escondí debajo de la escalera, detrás de unos baldes. Garuita, salí de ahí, vení gordita, tengo que ver si estás bien, me decía Carolina y yo me iba cada vez más al fondo de la escalera. Gata porfiada, escuché que me dijo. ¿Yo porfiada? Qué descaro. La vi que agarraba una escoba mugrienta. ¡No lo podía creer, me iba a sacar con una escoba toda sucia! Yo estaba negada a aparecer en público luego de semejante episodio. Además, ya sabía la que me esperaba: una ducha completa para retirar toda la suciedad y el olor desagradable. —La agarré, pa, vamos a lavarla. Yo no me resigné así de fácil, los arañé a los dos, pero mi obstinación los potenciaba y lograron su cometido. Al final de la batalla de espuma y agua, olía a algodón y jazmines.
Jacinta Todavía puedo verla. Echada en las baldosas naranjas, bajo la parra, bien ubicada en la corriente de aire, con sus pelos color caramelo al viento. La lengua medio afuera, un ojo cerrado y otro medio abierto a ver si me veía. Las chicharras cantaban y eso la adormecía aún más. ¡Qué orejas largas y peludas! Yo tenía un panorama privilegiado desde la parra para observar cada uno de sus movimientos. Jacinta, te vas a llevar el susto de tu vida, pensaba yo mientras bajaba de la parra con cautela gatuna. La observaba con atención para saber exactamente dónde caer para despertarla. Pero una de las ramas se quebró y ¡caí precipitadamente sobre el lomo de Jacinta!
Jacinta empezó a correrme como una loca. Entonces me dije mejor huir a las alturas, es decir a los techos. Jacinta ladraba fuera de sí. Jacinta, Jacinta gritaban Carolina y sus hermanas. Pero nada la detenía, corría detrás mío, con menos agilidad, pero corría, como si fuera lo último que fuera a hacer en su vida. Subí las escaleras, salté el pilarcito del balcón que me llevaba al techo. Jacinta, Jacinta, escuchaba a lo lejos en el patio. Me doy vuelta y hecho inexplicable, Jacinta había logrado pasar el mismo pilar y llegar al techo donde yo estaba. Yo la miraba, ella me miraba con la lengua afuera, no me vas a seguir corriendo por los techos, dije yo, todo es posible, me dijo con sus ojos perrunos. Como quieras, pensé, y seguí mi carrera y ella detrás mío. Yo conocía los techos del barrio como la planta de mis patas, pero Jacinta no. Y en su carrera desenfrenada no vio que el techo de chapa se terminaba y cayó en el patio de un vecino que miraba la situación desconcertado, con cara de «me cayó un perro del cielo». Vi a Carolina trepar al balcón y al vecino con las manos en los bolsillos que le decía podés venir a buscar a tu perro, por favor. Vi a Jacinta también. Corría en círculos en el patio, creo que todavía me buscaba. Yo me quedé un rato más en las alturas durmiendo una siesta a la sombra de las ramas del árbol.
La vida en la campiña Carolina dedicó su vida a dar lugar a seres de sabiduría silenciosa, dotados de una sensibilidad especial. No entendía, ni entiende, de jerarquías, ni de especies superiores a otras. Nuestro vínculo resultó así de una naturaleza única y genuina, íntegra. Debo admitir que siempre quise tener dedicación exclusiva, no podía concebir que su amor se despilfarrara en otros de mi especie. Ella lo sabía muy bien, y creo que le gustaba saber que alguien reclamaba tanto su amor y presencia. Sin embargo, tuve que ceder en la llegada de unos nuevos seres que, gracias al cielo, poco tenían en común conmigo: las gallinas, ¡y no una sino ocho! En fin, en cuanto me di cuenta de que tenían plumas y dos patas y no maullaban, me tranquilicé. Además, estaban afuera y yo adentro, dados mis años. Así que, pensé: estos seres son inofensivos.
Una noche, Carolina vino llorando a los pies de la cama y me dijo entre lágrimas que por favor pensara en Pivoine. Pivoine es el gallo del gallinero, el rey, como dice ella. Esa noche Pivoine no estaba con sus gallinas a la hora de ir a dormir. Entró desesperada, gritaba Pivoine, Pivoine. Yo la miraba. Richard, su marido, intentaba ponerse los zapatos lo más rápido posible para ir a buscar al famoso Pivoine. Garúa, pensá en Pivoine para que no le pase nada, pobrecito solo en la noche, me decía Carolina mientras lloraba. Tenía una fe y una confianza en mí de otro planeta. Creo que no durmió esperando que el gallo viniera en medio de la noche a despertarla. Richard por su parte durmió sin mayores inconvenientes, no se llevaba muy bien con el gallo. A las cinco de la mañana, dio un salto en la cama porque lo escuchó cantar. Método infalible para encontrar a un gallo extraviado: cantan al alba. Menos mal pensé, vamos a recobrar la normalidad. Richard, Richard, Pivoine está cantando, está atrás de la casa. Qué paciencia este hombre, pensé, el gallo lo ataca y él va a rescatarlo. Ella me besuqueaba para agradecerme que el gallo hubiera vuelto, yo quería decirle, la verdad que no hice mucho, pero me limité a mirarla para que no se desilusionara.
Las que estaban contentas eran las gallinas, cacareaban de lo lindo y él ingresó al gallinero con aires de grandeza. Quién iba a decir que, a mis casi veinte años, iba a cruzar el Atlántico y a compartir mi vida con gallinas. Bueno, tampoco la exageración, comparto mi vida desde la ventana. Las observo, tienen unas plumas magníficas; si fuera más joven, las corretearí de lo lindo para arrancarles alguna pluma de la cola. Hay una que se llama Pâquerette, tiene un pompón muy divertido en la cabeza. La que mejor me cae es Paloma, duerme a veces en casa. Carolina repite todo el tiempo que nació con la patita chueca y entonces todo es más complicado para ella. Pero hay que verla a Paloma, ella no sabe lo que es estar en dos patas y creo que, aunque lo hubiera sabido, nada le hubiera impedido vivir con la pasión que vive. Eso sí, Carolina no la deja ni a sol ni a sombra. Una tarde me dijo: mañana nos vamos a lo de la prima de Richard, así que te voy a preparar el bolsito con las croquetas y tu manta, Paloma y sus hermanas vienen también. Yo me dije: esta me está cargando, ¿no vamos a hacer trescientos kilómetros con las gallinas? Pero sí. Fue la condición que impuso a Richard, caso contrario, no viajaba. Carolina está dispuesta a realizar cosas inimaginables por el bienestar de todos nosotros. Algo mágico sucede la primera vez que nos tiene en sus brazos, como si sellara un pacto de amor incondicional con cada vida que se acerca a su existencia.
Adiós Pasaron veintidos años de nuestro encuentro en la vereda del suburbio bonaerense. Veintidos años de admirarnos secreta e incondicionalmente. Tengo cuarenta y uno y Garúa está cercana a los veintidos. En años gatunos, ha sobrepasado la esperanza de vida ¡y no por poco! Ha conocido el mundo, ha atravesado el Atlántico a mi lado, ante la mirada desconcertada de los otros. Ha sido capaz de comprender dos lenguas y de comunicarse en tantas otras. Hace unos días lloro en silencio, para no asustarla tal vez, aunque sé que ella también está triste. Creo que nos duele a ambas tener que separarnos. No puedo imaginar no volver a abrazarla y a acariciarla mientras está en mi regazo, perder la cotidianeidad de verla y de oírla. Si hay algo que he aprendido en estos largos años de nuestra vida es a observarla, puedo quedarme sentada observándola sin cansarme. Supo acompañarme en los momentos más tristes y difíciles y con su sabiduría felina, pudo aliviar mi dolor. Estuvo presente en mis logros y alegrías, en mis desilusiones e ilusiones, no hubo vez que no le agradeciera por su fiel compañía. Yo creo que fuimos una sola, quien decía Garúa, decía Carolina y viceversa.
La noche de ayer fue como la primera noche en la casa de Castelar. Garúa durmió en mis pies sobre unas mantas. Nos despertamos las dos al mismo tiempo, yo levanté la cabeza y vi la cabecita de Garúa que con dificultad se despegaba de la cama, el tiempo suficiente para que nuestros ojos se encontraran y comprendieran. Vi que la volvía apoyar con tranquilidad, con la tranquilidad de alguien que sabe que ha cumplido con su tarea. La tomé delicadamente y le preparé un canasto confortable en la habitación donde trabajaba. La envolví en su viejo pullover verde. La música -siempre presentesonaba de fondo. Ahora estoy sentada a su lado. Mientras le hablo y la miro, deslizo mis manos entre su frente y su nariz. Tiene el hocico rosa clarito. Le digo que no tenga miedo, que yo voy a pensar en ella cada día de mi vida. Con entereza, coraje y la mirada nublada por las lágrimas, espero al lado de ella mientras sus ojos se van cerrando de a poco. Acaricio su pelo tricolor y me acerco a su carita para agradecerle por su existencia y los años compartidos, por el lazo inquebrantable que hemos sabido crear y sostener. Con el calor de mis manos, se adormece profundamente y vuelve transformada en luz y rosas humedecidas de garúa.