APUNTES PARA EL OLVIDO Gianna María Bergia
@ de los textos y de las imágenes Gianna María Bergia @ de las fotografías José Moure Ochandorena edición taller contar la propia historia Gral. Villegas / Buenos Aires 2021
APUNTES PARA EL OLVIDO
Gianna María Bergia
A mamá y papá, a mis hermanos, a mis padrinos, a mis tíos, mis abuelos, mis primos, y a toda la gente maravillosa que pobló mi infancia. A todos ellos, que me hicieron sentir amada.
Yo, Tercio, que escribí la epístola, os saludo en el Señor. Romanos 16:22
No soy escritora. No en el sentido del que escribe en una libretita que lleva siempre consigo para anotar ideas sorprendentes. Ni tampoco del que se pierde en ensoñaciones
maquinando historias, ni mucho menos del artista atormentado que escribe con
desesperación, y borra, y corrige y, lejos de lo mundano, atrapa alguna esencia y la convierte en una obra de arte. No, nada de eso.
Mi relación con la escritura pasó más que nada, por las pequeñas cosas del mundo que me rodeaban.
Tendría unos cuatro años y estaba en el comedor de la casa antigua de mi abuela chiquita. Mi papá leía el diario. La mesa tenía un hule con flores o frutas. Y yo
escribía una carta con lápiz a mis hermanos, internos en un colegio secundario: —¿Cuál pongo, papá, para decir “Hola Gustavo”? —debo haber preguntado ansiosa, porque aún veo la hoja, las letras en lápiz, las letras mayúsculas en
imprenta, a mi papá de piernas cruzadas sostener con ambas manos el diario desplegado, y por los bordes de la hoja, el hule fondo celeste.
—La hache, la o, la ele y la a. —me dijo, como siempre sin levantar la vista de lo que lo tenía atrapado, con aplomo y con plena confianza en lo que yo, de cuatro años, hacía con las letras.
Ese fue mi comienzo, mi iniciación en el mundo de la escritura. Yo escribía cartas
con las letras aprendidas en imprenta, ellos me iban diciendo cuál poner, hasta que pude sola.
Cuando había alguna letra desconocida u olvidada, me la mostraban en el diario.
Después empecé a hacer collage con las letras recortadas, también. Pero necesitaba un propósito, por eso los hermanos y los primos lejanos fueron la excusa
permanente para mi incipiente escritura. Les contaba las cosas maravillosas que me rodeaban: el chanchito alimentado a mamadera, los pollitos que acababan de nacer, los patos salvajes que acababan de llegar a la laguna sur, el viento en el monte de
eucaliptos, el maizal lleno de mazorcas que los esperaba para ir juntos a buscarlas, la India que estaba por parir. Les decía que los extrañaba.
Sin embargo no me animaba, (o no se me ocurría) a contar cómo se agitaba mi
espíritu en la contemplación de aquella vida cotidiana, que estaba mucho más llena de pequeños entresijos por los cuales yo era muy feliz. Cómo el mensaje cifrado en el monte me llevaba allí horas, entre los eucaliptos, cómo esa recorrida por todos los lugares me llenaba de verdad.
Me gustaba el patio de atrás, con el aljibe viejo lleno de plantas, el bebedero que
juntaba agua de lluvia y al que corría cada mañana de helada a romper la escarcha. Estaban los olmos también, que en primavera se llenan de capsulitas chatas que parecen de papel y cubren el patio de tierra como una alfombra. En la tierra
húmeda del patio de atrás marcaba con un palo las habitaciones de mi casa y
jugaba a la mamá. Había justo ligustros bajos, al lado de una parrilla, que separaba el patio en sí de la huerta, o de la quinta, como se decía en mi casa.
Y de repente estoy ahí, marcando la cocina, entre unos rayos de sol que se cuelan por ese cerco bajo, es el sol del oeste y viene del lado donde mi papá está con el tractor.
A veces me voy a buscarlo, atravieso uno, dos lotes, paso entre los teros, que te corren si estás distraída, y matas de manzanilla. Me gusta juntar florcitas del
campo mientras voy al encuentro de mi papá, que se ve a lo lejos, dando la vuelta perimetral al lote que está arando. Me paro en la tranquera y espero a que vuelva a pasar por donde estoy, me ve de lejos y me hace seña con las luces, llega, para y
subo corriendo a la cabina con él. Va escuchando la radio, si puede agarrar alguna estación con música, que a él le gusta tanto, pero nunca presto atención a lo que
escucha, porque me gusta el ronroneo sordo del tractor y el balanceo suave que va haciendo por la tierra despareja del campo. Lo que más me gusta es mirar hacia atrás, cómo los surcos del arado van marcando la tierra y cómo se agolpan las
gaviotas detrás y van siguiendo el rastro. Doy una, dos, tres, vueltas, cuando me
aburro, me baja de nuevo en la tranquera y vuelvo paseando los dos kilómetros que me separan de mi casa.
Pensar en un tiempo que más que recordarlo se siente en la piel, el sol tibio, los
pastos que tocan las piernas, y los chillidos de las gaviotas, los gritos de los teros,
la vaca que muge a lo lejos, una vizcacha que se escondió cuando me vio, el ladrido de alguno de los perros, las florcitas rosas, las manzanillas, los gansos cuando voy llegando, y las gallinas, todos los ruidos del campo. Y un color amarillo tibio que escampa sobre todo.
Todo eso nunca pude contarlo, porque no sé cómo.
Entonces, si las cartas fueron lo primero, después siguieron las notitas.
Ya no vivíamos en el campo. Y la vida en el pueblo, con sus rutinas, era muy
distinta a aquella que me había mecido con sus ritmos siguiendo las estaciones,
y sin ninguna preocupación más que descubrir cómo es que llegaba el invierno o
cómo una mañana ya estábamos en primavera. El pueblo trajo otras obligaciones con horarios, y trajo amigos y compromisos impensados también.
Así la vida se organizó distinto. Y a veces llegaba a la casa silenciosa, entonces
buscaba el papelito pisado en una punta con el florero, o con una lapicera arriba: “Me fui a la biblioteca y a hacer mandados. Dale de comer a Blanca”, “Estoy en el dentista. Andá a lo de los abuelos grandes que cenamos allá”, “Vino Silvina a
buscarte porque tenían que hacer un trabajo, ¿dónde estabas? Después hablamos. Vino Eli y fuimos a visitar a mamá”. Y yo: “Después de educación física nos
juntamos con las chicas a organizar la presentación”, “Estoy en lo de Marina”,
“Vino el del seguro. Vuelve mañana”, “Si viene Silvina, decile que estamos todas en lo de Maru”.
Y así cosas por el estilo, que de tan cotidianas, las escribimos en cualquier esquelita que luego tiramos, y con cualquier cosa, que nunca hay lapiceras a mano.
Pero todas ellas reflejan una vida secreta que se teje en los momentos más
superfluos, esos que pasan desapercibidos ocultos por el mensaje banal de “me fui
al doctor”, y que de detenernos ahí podríamos recordar y saber qué dolía, quién era nuestro amigo, en quién pensábamos, cómo creíamos que era el mundo, a quién
amábamos, qué decían nuestros abuelos, cómo reía mi padre, cómo eran todas las
voces de la gente que ya no está, a qué le temíamos. Quién pudiera hoy destejer esa trama que permanece intacta pero inaccesible ya para nosotros. Eso, creo, sería el escritor. Yo, amanuense.
Pero tampoco ninguna ley obliga a que como tal, no pueda uno ir ensayando unas leves memorias.
Tuve otro momento, acaso fugaz, de extraordinaria correspondencia. Había
heredado de mi tío Carlos un álbum de sellos postales, auténticos, y muchos muy antiguos.
Todo aquello reunía en sí un aura lo suficientemente exótica y romántica para
abrazar la causa filatélica: la palabra en sí (de la cual yo era la primera conocedora entre mis coetáneos), un encanto indescriptible que me ligaba a remotas historias ajenas surcadas por las cartas, estampillas hermosas que mostraban el mundo entero, y terroríficas como las de la Alemania del führer, que me permitieron
entrever e imaginar otras cientos de vidas, pero más aún, abrieron el vastísimo campo de la correspondencia con coleccionistas de otros lugares del mundo.
Si bien la filatelia fue un amor que duró muchos años y se llevó cada peso ahorrado de mis muy magros ingresos, no así el intercambio epistolar, aunque atesoro con
celo las cartas escritas a máquina en papel de colores, de Vladimir Kraus, que me escribía desde Trebon ˇ ˇ aún tras la Cortina de Hierro, quien me contaba que cada carta le costaba ocho coronas con cuarenta, lo que equivalía a cuarenta y cinco
minutos de su trabajo. Vladimir tenía su propia familia y cerca de cuarenta años. Hoy, con otros ojos, miro todo aquello, y reparo sorprendida, en que su primera
carta fue despachada el 19 de mayo de 1983. Aquel día, cuando él cerró el sobre, caminó hacia la oficina de correos, entregó la carta, pagó sus ocho coronas con cuarenta y salió de nuevo a la calle, yo cumplía doce años. En mi respuesta, le
dije que aquí también el correo era muy caro, y que si a él se le hacía “muy difícil
enviarme de a cien sellos por vez (causas de dinero u otras), envíeme menos”. No
sé por qué esa aclaración entre paréntesis me conmueve tanto hoy. Porque entreveo algún pensamiento infantil ligado a la propia realidad. Porque a los doce tendría exacta conciencia de lo duro que era ganarse la vida.
Fui una niña feliz, o con vocación de ser feliz, podría decir ahora con mayor
exactitud. Viví en el campo del que aún sus innumerables recuerdos me alcanzan para saber que sí, que era feliz.
Cuando cumplí nueve años, mi hermano mayor nos presentó a su novia hermosa y moderna. Llegaron en un Taunus rojo fuego y me trajeron patines de regalo.
Agarré la caja que me dieron y me fui corriendo a mi pieza a descubrir yo sola qué
habría en una cajita cuadrada sin envoltorio y mucho diario abollado adentro, para proteger algún tesoro.
Entre todas las innumerables cosas que podía hacer en el campo, ahora se sumaba patinar (siendo exacta, aquello no era patinar tal como conocen los chicos de
ciudad). Se trataba de patinar en la tierra dura, pelada y poceada del boulevard de eucaliptos.
—Se te engranan los bolilleros, —dice mi papá, —no patines en la tierra.
—¿Y dónde patino, papá, si no hay cemento en ningún lado? —mientras ajusto la correa naranja de mis recientes patines.
—Cuando vayamos al pueblo, patinás. —dice él, sin mirarme, mientras prepara el mate.
Papá hacía eso: no prestaba mucha atención cuando hablaba de esas cosas, se
estaba haciendo el mate y buscaba en el dial algo para escuchar, era la tarde, ya había vuelto del tambo, estaba bañado y cansado.
Cuando vayamos al pueblo, me decía. Íbamos una vez por semana a veces con
mis padrinos en una F100 roja que tenían ellos. Nosotros ya no teníamos auto. Amontonados en la cabina de la chata, como decía antes la gente de campo, cuatro adultos y dos chicas. Yo siempre iba a upa de mi madrina y luego me
pasaban arriba de otro porque era tan flaca y huesuda que, decían, no sabían cómo acomodarse para que mis huesos no se incrustaran en las piernas del asiento
improvisado. E íbamos con poco tiempo, generalmente un domingo, a hacer a
alguna compra y a cenar a lo de Don Manuel y Doña Josefa o al club. No había oportunidad de patinar. Yo ya lo sabía a eso.
De la misma manera que había acogido aquella caja sin envoltorio, guardaba con celo otro regalo amado: La tejedora celestial, el primer libro auténticamente mío,
regalado quizá a los siete u ocho años. Mi casa estaba llena de libros, pero no para chicos, con excepción de dos tomos de los cuentos de Andersen, que eran de mi hermana. Había colecciones completas de clásicos en ediciones baratas (los dos que más recuerdo quizá porque ya a los seis quería ser grande para leerlos, eran
Los hermanos Karamazov y Los miserables, porque sabía que le gustaban a mi papá,
o porque sus nombres disparaban intensas, emocionantes y enigmáticas historias),
atlas, diccionarios, libros de curiosidades, de geografía, de historia y de política. En fin, todo el arco que abarcaban los intereses de mis papás, y si bien yo revisitaba
continuamente aquella biblioteca porque la infancia solitaria en el campo, en los setenta, me había convertido en exploradora senior de todos los rubros, no tenía aún mis libros.
Así que mi abuela grande fue mi salvación: apareció una mañana de verano en el
citroen amarillo, en medio de una nube de tierra salvaje de los años de sequía con La tejedora Celestial y La hormiguita viajera. Aquel salía de lo común, tanto que nunca volví a ver un libro igual: las figuras eran muñecos moldeados de alguna
pasta sobre un fondo de colores difuminados, y había muchas nubes, claro, porque la historia transcurría en el espacio celeste, en algún remoto lugar de Oriente. Contaba cómo una de las jóvenes hijas del Rey Celestial, hábil tejedora, se
enamora de un joven pastor en la Tierra y no sé qué más. Una típica leyenda en la que el amor intenso de dos jóvenes se ve contrariado por el destino.
Y esta historia, podría decir, “sentó las bases” de una vida atravesada por la lectura.
Pero a los cuatro, a los ocho, a los diez, ¿quién puede saber, acaso, que la vida habrá de ser atravesada por la tal lectura? Porque ¿no eran entonces las cosas mínimas, la vitalidad de las cosas mínimas, la vida misma? ¿Qué podía ser “más” que las voces
de mamá y de la madrina pasándose recetas, las noches de truco y retruco, las risas, el asado cuando venían el abuelo grande y el tío Luis, los saludos y abrazos y besos de la llegada de los otros abuelos y los tíos y los primos que venían a pasar uno o dos días al campo?
Todas las voces, los retazos que vienen y van y que apenas se distinguen unos y
otros, en mi vida, no han hecho más que formar la trama resistente de un tapiz,
invisible y permeable, que no se degrada con el tiempo. Porque si estiro la mano, si miro hacia atrás, si miro hacia adentro, es imposible tocarlo. Me doy cuenta de que solo está en la frágil memoria humana.
Toda la vida está condensada ahí y dura lo que dura la memoria.