La cuenta atrás de Arantza bi

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LA CUENTA ATRÁS Arantza bi



LA CUENTA ATRÁS Arantza bi


El año que viene ya no volveremos a San Sebastián de vacaciones. Y estoy tan bloqueada, que apenas puedo describir cómo me siento. Simplemente no existen palabras.


Estoy aquí, sentada en el banco rojo, tratando de asimilar la fatal noticia. La verdad es que la tragedia se venía gestando desde el año pasado, que yo sepa. Quizá la tía Mari y el tío Jose Lucio ya lo habían pensado hacía mucho tiempo, y sabiendo el alcance de tal decisión, decidieron posponerlo hasta el último momento. El caso es que esto ya es definitivo.


Los nueve estamos sentados juntos en los bancos del jardín, estando por estar, como siempre. Nos invade la risa contagiosa al recordar la excursión de la semana pasada al monte Adarra. Mi hermana Paloma, Jon, Mariano y Arantxa bat no paraban de dar volteretas en la tranquila campa junto al profundo hayedo mientras mi madre sacaba los bocadillos de tortilla y los filetes empanados. Tan sólo el sonido de nuestras risas y canciones perturbaban la paz del lugar. Los caballos salvajes de pelo rojizo nos tenían hechizados al bajar la ladera. Muy diferente fue la ascensión al Txindoki hace dos años, más pedregoso y empinado. Mi padre caminaba en la cabeza junto a Koldo e Iñigo, guiándonos como los pastores que cuidaban las ovejas de los pueblos vecinos. Aunque no llegamos a la cumbre, debido a su dificultad, disfrutamos con la visión panorámica de toda la provincia de Guipuzkoa. Entre tanto jolgorio, de repente los nueve escuchamos cerrarse la puerta de mi casa. Mis padres salen y se aproximan a nosotros.


Mi padre se acerca nervioso, el gesto torcido que indica algo importante. Mi madre le sigue y los dos de pie nos dan “oficialmente” la noticia. Un agudo pinchazo sin forma, se va extendiendo desde mi estómago hacia todo mi cuerpo. Todo cambia en un segundo, En cada uno de nosotros se produce una reacción que se sucede en cadena por eso de la empatía. No sabemos si enfadarnos o aceptar la realidad tal cual es. Algo en nuestro interior se rebela poderosamente, queremos pensar que el año que viene volveremos a vernos, aunque el gesto de solemnidad de mis padres indica que ya no hay vuelta atrás. Pili, en su línea rebelde y espontánea, protesta expresivamente. En seguida se une Jon, alegando una serie de razonamientos y reivindicaciones que, por supuesto, no van a ninguna parte. Iñigo y yo permanecemos callados, atrapados en el silencio que grita por dentro y habla de la ausencia. Con la cabeza gacha, puedo ver de reojo como Koldo se levanta refunfuñando y se dirige al patio donde tiene su bicicleta aparcada.


Al darme cuenta realmente que ya jamás volveré, decido guardar conscientemente en mi memoria ciertos lugares, colores y olores significativos para mí. El trabajo es fácil, aunque quiero ser cuidadosa y guardar lo esencial, esos detalles que con tan sólo visualizarlos, abran la puerta a miles de habitaciones y vericuetos por donde ha transitado mi infancia y adolescencia.



El 31 de agosto acababa nuestro paraíso, y empezábamos la cuenta atrás el mismo 1 de septiembre. Nos pasábamos bastante tiempo durante el año pensando en las próximas vacaciones, y mientras tanto, nos enviábamos cartas para mantener el contacto. El sprint final se daba en el mes de julio, donde las expectativas de lo que nos íbamos a encontrar en agosto cobraban forma y nos acompañaban a diario, invadiendo nuestros estómagos de nerviosismo e intriga a medida que se aproximaba el viaje. Para nosotras era trasladarnos a otro mundo, donde se comía muy temprano, se hablaba otro idioma y teníamos más libertad de movimientos.



La puerta verde rodó lentamente aquel día 1 de agosto. Entre la excitación y el miedo, más potente aún era la curiosidad. El coche lo había dejado aparcado mi padre en aquel patio de losas gris claro y mi madre salió la primera. Ya nos estaban esperando. Me impactó sentir el revuelo calmado que produjo nuestra llegada. Cinco niños y dos niñas se asomaban curiosos, algunos estaban en la escalera de piedra y otros ya se habían acercado al coche. Al bajar mi hermana Paloma y yo, rápidamente nos rodearon. Comencé a caminar lentamente, buscando a mi madre para que me hiciera de escudo. No sabía qué hacer. Tenía siete años.



Así que subimos las escaleras y nos acercamos a la puerta de la casa, donde la tía Mari nos estaba esperando. Entonces vinieron las presentaciones. En la planta del tercero, vivían Iñigo, Koldo y Mariano. Y los del segundo eran Jose Mª, Jon, Arantxa y Pili. Los nueve juntos formábamos una cuadrilla variada, entre los once y los cuatro años. Teníamos para todos los gustos. Aquella casa luminosa y agradable iba a ser nuestra segunda vivienda y la más anhelada durante los siguientes quince años de mi vida.



Hoy otra vez el aire está húmedo y el cielo nos regala esta fina lluvia, a veces imperceptible. Si pasas tiempo bajo el txirimiri acabas empapada literalmente. No me importa mojarme, de hecho, procuro pasear como si tal cosa. A salir de casa siempre escucho las palabras de mi madre: “llévate el paraguas, que te vas a mojar!”. Ella, en un enésimo intento, trata de convencerme, a ver si consigue que me lleve el dichoso objeto. Pero nada. Sabiendo que tengo que poner en funcionamiento el almacenamiento en mi memoria, salgo a dar una vuelta. Es una tarde especial y quiero aprovechar su encanto, estoy decidida a pasear por las calles y bajo por la cuesta de Aldapeta saboreando cada rincón. Ya en la calle Easo giro a la izquierda hacia los relojes de La Concha. Atravieso las calles tranquilas y el parque de Alderdi-Eder hasta llegar al Boulevard. El pavimento blanco de las aceras, de pequeñas losetas hexagonales, acompañan mi camino. Me dirijo a la heladería de la calle Garibai donde venden unos deliciosos helados. Me compro mi favorito, un helado de aromático chocolate con barquillo que saboreo despacio para que nunca se acabe.



Sigo callejeando hasta alcanzar los soportales de la Plaza Guipuzkoa, donde el tiempo se detiene entre la naturaleza y las máquinas del tiempo. El lugar exhibe su estilo elegante con los arbustos y pequeñas flores bien colocadas en los verdes parterres semicirculares. El reloj de flores con las grandes agujas indica la hora local. Al otro lado de la plaza la mesa horaria tiene grabados en el mármol diferentes relojes indicando qué hora es en diferentes lugares de España y el mundo. Parece que allí no pasa el tiempo. Desde el puente de los deseos unos niños les dan migas de pan a los cisnes mientras las palomas revolotean por el parque. Hace ya tiempo que un día mi hermana y yo estuvimos contemplando absortas el dibujo de las constelaciones en la cúpula interior del tejadillo del templete. Mi padre nos hizo una foto, las dos juntas con nuestros vestiditos blancos, agarradas a la barandilla de aquel curioso monumento de mármol. Fue el verano de 1970 y aquel día estaba nublado.



Esta noche tras el paseo se cubre el cielo y empieza a llover fuertemente. Recuerdo perfectamente el día que mi padre se sentó con nosotras para tranquilizarnos ante la estruendosa tormenta. Mi hermana y yo ocupábamos la habitación que da al patio y el cielo estaba totalmente cubierto. Tronaba el aire y los relámpagos iluminaban la habitación por completo. Mi padre, sentado a los pies de mi cama, nos contaba su historia mientras nos asomábamos por la ventana. Cuando era un joven adolescente estudiaba en un internado y solían salir de excursión muchas veces por los montes, a caminar y a descubrir cosas interesantes. Una tarde, subiendo el monte Anboto, tuvieron que meterse en unos recovecos de la roca, a modo de cueva, donde pudieron refugiarse de las majestuosas y poderosas águilas sobrevolando sus cabezas. Absortos por la fastuosa imagen de estas aves de presa, olvidaron lo demás y empezó a llover fuertemente. Tan cerca volaban de donde estaban ellos que llegaron a pasar miedo.


Grandiosidad salvaje de la naturaleza en estado puro. Escuchando a mi padre, que amorosamente se inclinaba y nos mostraba la oscuridad del cielo, descubrí esa parte de su personalidad que siempre he admirado. Hombre de carácter indómito y determinado, amante de lo noble y natural. Sus palabras y sus gestos no sólo nos transmitieron valentía, sino amor por la naturaleza. No dejaba de imaginarme a mi padre enfrentándose a la magnífica visión de un águila volando tan cerca de donde estaban, lo veía como a un héroe desafiando los elementos. De ese modo los truenos que retumbaban en todo el patio, los fogonazos de intensa luz inundando la habitación, eran tremendos y apasionantes a la vez. Estábamos embelesadas. Desde aquel mismo instante me entusiasmo con las tormentas, me hermano con la tierra, vibro en su sonido y me transporto en su fuerza.


Generalmente los días transcurrían con ciertas rutinas bastante parecidas, mayoritariamente dependía de si llovía o hacía sol. Los días de agua sabíamos que bajaba la temperatura considerablemente y los juegos eran de interior. Había que jugar dentro de casa, y desde el sofá de cuadros rojos y negros del salón, subíamos a la txapitola de la terraza. Esta gran habitación o apartamento nos permitía tener un espacio de juegos para nosotros. Durante algunos años jugábamos al monopoly como si no hubiera otro juego, hasta que un día, de tanto desgastar aquellas casitas y dinero de colores, nos acabamos hartando y ahí se quedó. Los juegos de cartas estaban a la orden del día y aprendimos a jugar a muchas cosas nuevas que yo antes ni había oído. Me encantaba jugar al pumba, a la pocha y al 7 y medio con la baraja española, donde había que apostar, lo que requería mucha intuición. El mus quedaba para los más mayores que jugaban con mis padres. Ese era un juego de pensar más. Yo solía dar vueltas por la mesa de juego a ver si me enteraba de algo, pero me parecía un tanto rebuscado, así que tras un rato de no comprender casi nada, me iba a jugar a algo más movidito con los más pequeños.



De todas formas pasábamos mucho tiempo fuera. Usábamos el patio para saltar a la comba, jugar al brilé, al bádminton, a las casitas, a los bares y a muchas cosas más. Con frecuencia nos íbamos a los solares vacíos que estaban cerca, llenos de plantas y vegetación. El más grande era el que teníamos justo por la trasera de la casa, y lo llamábamos “el terreno”. Íbamos a correr aventuras, construir cabañas, comer moras, pincharnos con zarzas y saltar obstáculos. Volvíamos felices a casa con alguna magulladura, aunque eso era lo menos importante.



En cuanto salía el sol había que aprovechar para ir a la playa. Mi padre por aquel entonces conducía un Seat 1500 y nos montaba a todos. Fácilmente llenábamos el coche, unos encima de otros, y como el asiento de delante era todo seguido, también estaba lleno de niños. Ya teníamos el patrón para sentarnos, todos apelotonados, unos hacia el respaldo, y otros en el borde del asiento. En ocasiones teníamos que escondernos agachados en el suelo, para evitar que nos parase la policía. Era toda una aventura.


A menudo mi padre detenĂ­a el coche en la calle Urbieta. Entonces bajaba mi madre y entraba en la pastelerĂ­a Rich y nos compraba a todos monedas de chocolate envueltas en papel dorado. TardĂĄbamos muy poco tiempo en hacerlas desaparecer. Entre risas e ilusiones nos Ă­bamos felices, siempre por la misma ruta, cantando, jugando al veo-veo o charlando sin parar.




En la playa todo era jugar con las olas, siempre preferíamos las más altas. Nadar hasta el gabarrón era cansado, sin embargo, de vez en cuando participábamos en nuestra propia competición donde llegar era lo importante. Aquellas plataformas de madera o metal dibujaban el primer horizonte en la preciosa bahía. Para disfrute de los bañistas y los más avezados, el gabarrón ofrecía la posibilidad de fanfarronear sobre haber llegado hasta ahí y además podías tirarte de la txirristra o trampolín. También nos enfrentábamos al miedo de cruzar el abismo tenebroso de las aguas profundas, donde ya las corrientes son frías y no sabes qué se esconde en sus hondas arenas. Luego, claro está, quedaba la vuelta, que se hacía mucho más pesada, pues ya no teníamos el aliciente de llegar al gabarrón. Al llegar a la playa jugábamos a embadurnarnos, rodando por la orilla, donde la fina arena llenaba el bañador y cualquier minúsculo resquicio de la piel. Más tarde, tocaba volver a casa, donde lo peor era ducharnos en la bañera con un chorrito de agua para quitarnos la arena y aclarar el bañador, mientras el estómago rugía poderosamente de hambre.



Me fascinaba escucharlos hablar en euskera, especialmente a la familia del segundo. De hecho llegó un momento en el que empecé a seguir la conversación, aunque no podía hablar fluidamente. ¡Baskaltxean! gritaba Ana Mari desde la ventana del segundo. Fue de las primeras palabras que impactaron sobre mí, porque la aprendí como quien no quiere la cosa. Eso quería decir que Jose Mª, Jon, Arantxa y Pili tenían que subir a comer. Ella siempre les hablaba en este idioma, incluso a nosotras, yo creo que lo hacía queriendo, a ver si nos quedábamos con algo. El euskera, en cierto modo, me resultaba familiar. Mi abuela y mi padre ya me cantaban una canción de cuna en euskera cuando era tan sólo un bebé. Aprendía palabras y frases de una manera natural. No había traductores. Me gustaba escuchar el acento cantarín de Ana Mari, aunque para música, estaba Mª Ángeles, la madre de los del segundo. Su voz subía y bajaba en un ritmo sonoro con una cadencia especial, enfatizando ciertas palabras como si las fuera a desgastar de tanto acentuarlas. También me sirvieron las canciones vascas revolucionarias. Pili y yo las aprendíamos rápidamente con la guitarra, nos sabíamos todas las letras y las cantábamos con entusiasmo. Seguro que en más de una ocasión mis padres se llevaron las manos a la cabeza por lo que estábamos cantando, más que nada por la cuestión política.


Pero lo que más transformó nuestra manera de hablar fue incorporar las palabras ama y aita. Fue lo primero que cambiamos. Me sentía ridícula paseando por La Concha y Alderdi-Eder, con mi acento castellano y llamando a mi padre “papá” y a mi madre “mamá”. Eso era muy de Madrid y me hacía sentir diferente. Así pasamos mi hermana Paloma y yo a nombrar a mi padre “aita” y a mi madre “ama”. Al principio no mostraron mayor entusiasmo, sin embargo nosotras sabíamos que en el fondo les gustaba que les llamásemos así. La sonrisa interior manifestaba en silencio el orgullo de retomar las raíces vascas por iniciativa de sus propias hijas. Y así, de esa manera, ya estábamos un poco igualadas con todos los demás. Había que aprender euskera como fuera. A base de escuchar a los del segundo especialmente, y con todas las ganas de aprender, poco a poco fui añadiendo palabras a mi vocabulario. Era imprescindible usar cualquier técnica, desde cantar canciones a leer carteles por las calles. También tuvimos que cambiar mi nombre. En muchas ocasiones, cuando alguien me nombraba también respondía la otra Arantza, la del segundo. No recuerdo bien a quién se le ocurrió la brillante idea de añadir un número a nuestro nombre. Ella, como era la mayor, pasó a llamarse Arantza bat (uno) y yo era Arantza bi (dos). Esto también marcó un cambio en mi identidad y me vinculó directamente a mis raíces.


La semana más importante era la Semana Grande. La ciudad estaba de fiesta y durante siete días esperábamos con ilusión que dieran las diez y media de la noche para subir todos a la terraza. Allí apiñados junto a la barandilla, permanecíamos inmóviles sin pestañear disfrutando de los fuegos artificiales. Aprendí lo que significaba la palabra pirotecnia y rápidamente me hice una entendida de cuáles eran las más famosas y mejores casas de España. Los valencianos de la Pirotecnia Caballer siempre nos sorprendían con algo diferente. Cada noche distintas figuras se abrían en el cielo oscuro, iluminando nuestras caritas embobadas. Nos manteníamos en vilo disfrutando de la combinación mágica de luces y silbidos. Se abría un círculo azul y uno rojo, dos verdes más pequeños, otro gigantesco blanco y de repente, tres palmeras doradas de diferentes tamaños. Una gran cantidad de formas y colores explotando a la vez, formando varias cascadas de colores. Luego el ritmo cambiaba con pequeños fuegos en una baja altura, hasta que comenzaba la traca final, donde todo era desorden y alboroto. Cuanto más ruido mejor. Los ojos se nos abrían aún más gritando “Ohhhhh” y “¡hala, mira ese!” y así constantemente, mientras el estruendo nos envolvía y nos hacía palpitar. Hasta que tres petardos sueltos, separados por unos segundos, nos anunciaban el fin del espectáculo. Y con todas esas emociones nos íbamos cada uno a nuestra casa hasta la mañana siguiente.



La bicicleta era un mundo para mí. Nos reuníamos en el patio a esperar nuestro turno para montar en una de las dos bicis que había para todos. Generalmente nos movíamos en un circuito sencillo girando derecha a izquierda, pero cuando cambiábamos de izquierda a derecha todo complicaba. Yo siempre me caía en la misma curva. Era un poco desesperante porque sólo me pasaba a mí. Por eso fue un verdadero reto dominar la técnica. Casi todos montaban bien y se desenvolvían cómodamente, algunos hasta hacían frenadas y pequeños derrapes. Tan sólo Mariano y Paloma, que eran los más pequeños, se quedaban sentados en el banco rojo del patio. Salir a la calle era todo un desafío. Sólo los mayores podían ir hasta el cruce, por el que pasaban pocos coches. Más allá de este punto, tan sólo podíamos ir andando hasta la vaquería, donde recogíamos leche para Juani, la madre de los del tercero. El penetrante olor a estiércol de vaca y a leche recién ordeñada me impregnaba todo el cuerpo. Todo era grande para mí: las vacas, el establo, incluso la distancia andando. Era todo tan distinto que me atraía poderosamente. Con los ojos bien abiertos y los sentidos despiertos, observaba todo lo que me rodeaba con detalle. Empezaba a disfrutar de una libertad que no tenía en Madrid.



A un día de nuestra marcha tengo dificultad para expresarme con claridad. A pesar de la tristeza y el ahogo por la pérdida experimento un profundo agradecimiento por haber vivido todos estos veranos en esta bella ciudad. Ha sido un regalo aprender a crecer, disfrutar, reír, convivir y compartir experiencias con tantas personas que se han convertido en importantes y significativas. Fue una oportunidad que mis padres encontraran esta casa. Tengo la absoluta certeza de que cuando me adentre en mi memoria y transite por sus estancias mis recuerdos seguirán vívidos con la fuerza del lugar. Con la huella de su carácter y su silencio. Con la alegría de los días soleados y la profundidad de la niebla. Con la fuerza del mar Cantábrico y los verdes montes que nos rodean. Con los caseríos solitarios y la alegría de sus fiestas.


Cuando algún día regrese, parecerá que no ha pasado el tiempo. Ojalá pueda transmitir a mis hijos todo este amor y gratitud que siento ahora. Dentro de mí, en un lugar cerca del corazón y del estómago con cada respiración se abrirá la entrada a un mundo de libertad, amistad y alegría. Y despertará el alma llena de mi sonrisa interior.


Š de los textos y las ilustraciones Arantza Ortiz de Urbina Sobrino Edición taller contar la propia historia Arcos de la Frontera / Buenos Aires, 2020




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