LA DESHUESADA Mónica Yaconi
© de los textos y de las imágenes Mónica Yaconi edición taller contar la propia historia Santiago / Buenos Aires 2022
LA DESHUESADA Mónica Yaconi
Las ideas martillaban en mi cabeza, tendría que ordenarlas una a una, luego vendría el tiempo de recoger… Muchas veces no quise dar crédito a lo que ocurría a mi alrededor, era como si con esas ropas viejas que vestía pudiese borrar años de ingratitud. Un día frío de otoño comencé a bordar, los dedos apenas me respondieron, en otros tiempos fui maestra de muchas pequeñas que admiraban mi destreza para mezclar colores y unir hilos. Todo lo hacía parecer sencillo, recogía las sedas y lanas que mi madre arrojaba al canasto de la basura, mezclaba texturas y colores. No había límites, todo se volvía magia entre los dedos que pasarían a ser extensiones de mis sueños. El dolor de las articulaciones deformadas me pasó la cuenta y dejé a un lado el bordado.
Di vueltas por la casa, a esa hora antes del amanecer todo estaba en silencio. Luego de preparar un café me propuse ordenar las cajas acumuladas en aquella alacena antigua (regalo de mi madre). Esas cajas escondían toda una vida de secretos y dolor. No supe a ciencia cierta el motivo de querer volver a mirar ese montón de cartones y latas carcomidas por el tiempo. Mis ojos cegados se iluminaron al descubrir dentro de una pequeña caja azul un bordado, parecía el vestido de un ángel. Se mantenía intacto, el paso de los años no logró cambiarlo en nada. Lo agarré con fuerza y ansiando sentir ese entrañable aroma a leche recién ordeñada, caí desvanecida.
Recuerdo el día en que la abandoné entre seres maléficos, podredumbre y olores nauseabundos. La dejé dormida entre un montón de fierros y flores secas acompañada por esqueletos de vidas anteriores.
Durante años, sin faltar ni un solo día, acudí a la cita de la pena y de la desesperanza. El patio con las piedras enumeradas permanecía vacío, a lo lejos divisaba las cruces oxidadas. El pasto seco y algunas aves carroñeras hacían que aquel lugar pareciera aún más lúgubre y atemorizante. Era como si todo allí estuviera suspendido en el tiempo, esperando por mi…
La señora Juanita cada jueves tenía preparado un ramo de alelíes y rosas blancas. Yo me sentaba sobre el pasto, permanecía inmóvil con los pensamientos idos, lloraba, rezaba. La culpa no me daba respiro, al flagelarme pagaba en parte el no haber sabido cuidarla. Errantes como muñecas sin voluntad, los años transcurrieron desdibujando el polvo de aquel cementerio. Una misericordia divina pasó a formar parte de la colección de cintas guardadas de mi vida. Fue así como en ese pequeña caja metálica mi niña se disgregó vestida de olvido.
La deshuesada llegó hasta ese lugar, donde todo estaba frío.
La daga del forense desmembró su cadaver sin piedad. Con habilidad retiró visceras, órganos, el corazón fue lo último que el hombre jaló con ahínco, lo desconectó apagando hasta el último flujo de vida, privándola del ritmo perfecto “ta,ta,ta”. Durante los meses en que habitó el vientre de su madre, aquella melodía la había colmado de seguridad.
Rellenaron de virutas y espuma hasta el orificio más diminuto de aquel frágil cuerpo, semejaba una muñeca de trapo con ojos vidriados, privada de emoción exhibida en el escaparate de la tienda de algún coleccionista.
La deshuesada escuchó voces de lamentos y gemidos, plegarias de una madre dolida que aferraba en su pecho la imagen de la Virgen María tallada en madera. El llanto incontrolable de la madre caía sin parar, mojando los restos desnudos tendidos en el mesón de acero inoxidable. Hubiese querido acariciar ese rostro amado, consolar la tristeza, seguir conectadas en el vínculo sagrado, pero la descomposición comenzó rápida como uva fermentada. La separación se hizo inminente.
Sus despojos llegaron dentro de una caja metálica blanca en la parte
trasera de un avión.
Regresaron al país de una familia que nunca conoció.
Los días fueron tomando su curso, la vida se impuso a la no vida. Cada semana la dolida acudió al cementerio, la mayoría de las visitas las hizo en soledad. La deshuesada observó a la madre llenar las
vasijas de arcilla con el agua estancada de un barril y vestir las jarras de rosas blancas y alelíes. Sus restos estuvieron junto a otros. La dolida vistió de verde y flores aquel terreno gredoso, tres ciruelos regalaron cada primavera el aroma intenso de sus flores. Ella, la bella dormida, fue apagándose con la llegada del invierno, sus huesos comenzaron a desintegrarse en un remolino de pena y abandono. Los ciruelos dejaron de florecer y el verde se volvió gris. Hecha polvo se evaporó por la rendija de una caja de metal.
Tras años de descuido y culpa la dolida regresó hasta aquel cementerio para pintar la caja de blanco. Pagó su deuda al encargado de mantener la tumba y le ofreció unos pesos extra para mover la lápida.
El hombre, luego de un buen rato de intentar ejercer palanca, logró mover la pesada piedra. Extrajo de su chaqueta una linterna para alumbrar la bóveda. Habituado a la oscuridad la encontró al fondo entre dos nichos húmedos, posó sus manos en la caja de metal, telas de araña la vestían de abrigo . La dolida se acercó temblando. El anciano movió la caja de un lado al otro para cerciorarse de que no hubiese nada dentro. Con suavidad la depositó en la tierra. La madre escuchó un sonido de huesos golpeando las paredes. Cayó desmayada al suelo, enterrada entre hilos de colores. Su rostro se fundió en el líquido blanco…
Abrí la última caja con la esperanza de encontrar algo que me conectara a ese momento de mi vida. Era redonda y roja y su interior estaba repleto de fotografías desteñidas. Busqué entre aquel montón de siluetas inanimadas una en especial, el único testimonio físico de aquella vida inconclusa. La observé sin pestañar. Permaneci quieta con la vista fija en esa imagen, intenté descubrir las facciones de aquel rostro amado. Agarré un porta retrato y con la mayor dulzura la puse dentro, ordené las cajas en la alacena y corrí hacia el dormitorio. Instalé en mi velador el porta retrato , lo decoré con hilos de colores y un rosario. Como un rito besaría esa imagen hasta el resto de mis días.
Nunca más acudí a aquel lugar abandonado. La hora del perdón y del reencuentro había llegado. Mi niña estuvo siempre dentro de mi, desde el día en que hecha polvo salió por la rendija de aquella caja metálica y se alojó en mi corazón.
Agranda la puerta, padre, Porque no puedo pasar; La hiciste para los niños, yo he crecido a mi pesar. Si no me agrandas la puerta, achícame, por piedad; vuélveme a la edad bendita en que vivir es soñar. Miguel de Unamuno.