Mi niña herida en abandono de Bertha Alarcón

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MI NIÑA HERIDA EN ABANDONO

Bertha Alarcón Rodríguez


© de los textos y de las ilustraciones Bertha Noemí Alarcón Rodríguez edición taller contar la propia historia Lima / Buenos Aires 2022


MI NIÑA HERIDA EN ABANDONO

Bertha Alarcón Rodríguez



A Dios por, sobre todo y a la vida. A mi esposo, hijos, nietecitos, padres, hermanos, sobrinos y ancestros. A mis maestros y guías y al mundo entero. Dedico este libro desde mi amor y gratitud, ¡Los veo! ¡Los honro y los valido!



Me llamo Lucero, tengo cinco años y vivo frente al mar en el puerto de Pacasmayo, Perú. Mi familia es grande: están papá, mamá, seis hermanos, mi tía, mi nana Sara y mi perro Cuto. Papá es el capitán comisario del puerto, mamá es la dueña del restaurante “La Estrellita”. Me gusta tirar bolas de arena al mar junto a Cuto y desplazarme por la explanada de la iglesia a la resbalada, ahí encontré el regalo que le doy a mamá. Mamá abre el regalo y da un grito horrorizada: ¡es un gato muerto! Mi nana me mete a la bañera con flores y me castigan sin dejarme salir de mi dormitorio. Me gusta ver los dibujos de mi libro Coquito, y dibujar en la arena a papá y a mamá mirando al sunset. Mientras miro escucho a papá contar historias de los viajeros en barco y me voy quedando dormida con la música del sonido del mar, abrazando a papá mientras me dice: “eres un lucero que alumbra” y mamá me dice “¡sé feliz!”.


Veo un muelle, una torre de control, un faro inmenso que alumbra el azul de las aguas del mar. Escucho el ruido a vapor de un barco, lanchas a su alrededor y pasajeros desembarcando presurosamente. Siento a mi nana Sara que sostiene mi mano, y a mi perro Cuto lamerme la pierna, jalándome el vestido. Tiene una pata metida en la entre reja de la madera del piso del muelle. Lo acaricio mientras mi nana extrae su pata, al tocarlo percibo la tibieza de su piel.




Hoy mi nana Sara me vistió de negro, no sé por qué. Mis zapatos son de charol y brillan, mis medias blancas tienen un encaje en frivolité con una letra L bordada, las hizo mi tía para mi cumpleaños. Mis hermanos parecen pingüinos, un listón prende de sus brazos. Mami baja por las escaleras, dos monjas le cubren la cabeza y el rostro con una larga mantilla, veo brotar lágrimas de sus ojos. Ella aprieta su misal con una mano y con la otra su rosario. Corro a abrazarla y me da un beso en la mejilla.



El internado Tengo diez años, y veo el restaurante que sigue cerrado con una cruz y un ramillete de flores amarradas con un largo lazo. Todo es negro. Gente del puerto moviéndose y no es domingo. Un vacío en mi estómago y un silencio en mi corazón. De súbito, oigo la voz del párroco de la iglesia, habla rápido y no le entiendo. Unas manos gordas caen como un duro fierro sobre mis hombros, me suben a una camioneta mientras mi nana Sara corre y de lejos me manda un beso y me da la bendición. Largas horas viajando en silencio, con las justas pestañeo, ojos inmensos me miran por el espejo, como los ojos de mi gata Mini cuando está en el techo. Es la mirada de la monja gorda que maneja la camioneta. ¡Por favor pare, tengo hambre!, grito mirando al espejo y solo escucho un silencio, ni un murmullo, ni un movimiento.


Me imagino el muelle y a mi perro Cuto, sus profundos ojos negros y su sentir que me dice ¡tengo hambre! Veo canastas llenas de pescados y mariscos aún vivos moviéndose y saltando al agua por los agujeros de las entre tablas del piso del muelle, y a los pescadores expresando su alegría. El olor de peces y moluscos de agua salada perfuman mi apetito a pescado fresco, vuela mi imaginación. Recuerdo la presencia de visitantes extranjeros a Pacasmayo. Se agudizan mis sentidos y empiezan a desfilar las modas de otros países puestas en lindas mamás, papás, jóvenes y niños caminando por el malecón del puerto con sus bellos trajes de baño, sus coloridos sombreros playeros y abanicos, con sus hermosas figuras delgadas y rostros sonrientes que las embellecen. De pronto bajan de las lanchas sostenidos por los marineros. Los llevan al “Hotel Ferrocarril” y al restaurante “La Estrellita”. Veo a mami que aparece; ¡es una reina! con su linda sonrisa y sus expresivos ojos claros que se confunden con el color del mar, y a mi padre vestido de Capitán y a mis hermanos y a mí, recibiéndolos.




En el internado no puedo correr ni treparme a los árboles, no puedo gritar ni contarle a las olas ni pedirle a la luna mis deseos. Escucho el sonido de la chasca, pisadas pequeñas se acercan y un coscorrón tras otro caen sobre mi cabeza ¡Cierra la boca! ¡No te muevas! Mientras me froto la cabeza veo la puerta del comedor abierta.



El comedor Tengo quince años, estoy en el comedor del internado. Me recuerdo a mí misma de cinco años. ¡Tú puedes! El mar es saludable ¡Se libre!, dice papá mientras me zambulle en las aguas. Me mira por entre la luz de las olas, lo que me permite llevar mis manitas libres a remover la arena para ver si pesco un “muy muy” para Cuto, mientras me sostienen sus fuertes brazos. Mis manos empuñan un poco de arena, al sacarlas fuera del mar se va escurriendo el agua y se desliza un “muy muy”. ¡Bravo Cuto, lo hicimos! grito. Veo como las olas rompen en el muelle y pescados plateados saltan. Escucho una voz: ¡tierra firme a la vista!, grita papá, ¡Lucero, el mar es tuyo!, y se deja caer en la arena con una carcajada, contagiándome su alegría y grito yo, a viva voz: ¡Te Amo Papito! ¡Eres mi héroe! Mi ¡Capitán Comisario!. Vuelvo a la realidad. El comedor es un largo salón con una enorme mesa de madera que ruge y muchas sillas. Hay una araña de luz que cuelga del techo desgastado por los años y está apagada.


En la puerta de entrada al comedor hay dos monjas paradas y en cada ángulo del salón hay otra monja. Nos hablan por señas para ubicarnos en nuestros lugares. Hay dos largas colas de alumnas que esperan inmóviles para ingresar. La madre cuidadora, se desplaza sigilosamente por el comedor, mueve su mano hacia arriba empuñando su chasca, lanza su latiguda varilla en las pantorrillas de algunas compañeras mal sentadas. Sus ojos de águila nos observan mostrándonos su poder. El silbato del tren anuncia que son las doce, es hora de almorzar. Un pájaro “cu cu” del reloj de pared, me avisa con su canto que pronto repartirán los platos. El olor de panes recién horneados y galletas de Chaplin me lleva a esperar con paciencia, se me hace agua la boca. Y mientras como el asado, recuerdo mis días felices ¡cómo te extraño papito! Esbozo un profundo suspiro en mis agujeros: negro violáceo y rojo.



Agujeros negro, violáceo y rojo Veo el rostro de mis seres amados, sentados en la sala, escucho a papá con sus reglas y mandatos de buen ser humano. Miro a mamá que me extiende sus brazos, y nos fundimos en un largo abrazo, mientras me dice ¡te amo! Veo elevarse hasta el cielo nubes blancas de cemento de la fábrica, juegan en diferentes círculos, elevándose cada vez más hasta que las pierdo de vista. Miro a mis padres, a mis hermanos, a mi nana Sara y a los empleados del restaurante “La Estrellita”. Les regalo mi corazón agradecido, en silencio. Mi corazón late, abrazo a mi perro y le doy un beso a Dios y le pregunto ¿por qué? y ¿para qué? Beso con el corazón a mis ancestros y a mi ángel de la guarda y me duermo. Tengo veinte años y me pregunto ¿Quién soy? Siento que estoy hecha de mis luces y mis sombras, fuentes de las que todo emana en mi ser conflictivo, en mis relaciones personales e interpersonales. Veo a “La Profesora”.



La profesora Tengo veinticinco años. Estoy en la biblioteca del colegio donde trabajo, hay gritos sindicales en las calles, los escucho muy cerca retumbando en mis oídos. Siento rabia, no hay clases, los alumnos salen de los salones corriendo como estampida de búfalo, otros se encierran en los baños y algunos evaden a los auxiliares de seguridad y saltan por los bordes del canchón a la calle. Lágrimas de dolor e impotencia en mi corazón, me lleva a increpar al director su incapacidad de despliegue. Mientras lo hago escucho voces al otro lado de la puerta de la dirección. Abro y miro: adolescentes tomando licor. Frente a estos hechos no puedo tomar las riendas. No consigo ser asertiva, siento un vacío en el estómago y la boca se me hace amarga. Cierro los ojos por un instante, enjuago mi rostro en las palmas de mis manos mientras el silencio me calma. Algunas lágrimas que brotan y mis pasos en automático me llevan a la capilla del colegio. Me invito a explorarme con una mirada introspectiva, y me encuentro con mi madre.




Mi madre Tengo treinta años. Me encuentro con mi madre, mujer guerrera, que me conecta con mi coraje y mi cuidado, encarcelados con barrotes y llaves. Me dice: ellos son los que te conducen a seguir avanzando en tus propósitos de llegar a ser una mujer serena, segura, que pueda validar al otro y a sí misma. Valido a “mi niña herida en abandono” en una aceptación de quien soy. Reconozco mis polaridades saludables y no saludables, siento que hacen vibrar y pulir mi esencia cual si fuera un Pigmalión que modela mi alma, mis emociones. Siento mi cuerpo, mi respiración, mis energías, mi intuición, mi espiritualidad con lo trascendente. Me zambullo en las aguas más profundas de mi alma en una conexión consciente con “mi niña herida en abandono” asustada, dolida, abandonada y manipuladora. La escucho decirme: ¡mírame, aquí estoy yo! ¡reconóceme, quiéreme! Este es mi permanente dialogo con “mi niña herida en abandono” Me quedo en silencio y en ese silencio visualizo mi Fundo Pucro.


Fundo Pucro Pastizales verdes, mujeres y peones trabajando en la cosecha de maíz y papas, el olor de vacas ordeñadas por Marías, y sus crías. Un cuadro de naturaleza viva y una quebrada con caída de agua regando y purificando. Me miro en sus aguas y veo reflejado mi rostro, una mujer gigante en un espejo. Es mi “ego”. Pailas de comida en peroles de cobre cocinada por mujeres mayores, esperando servir a la orden del sonido de las doce campanadas en el centro del patio y alrededor mujeres, hombres y niños departiendo, riendo sosteniendo sus platos. Al verlos en comunidad me siento en familia, cojo un plato y pido que me inviten, me siento en el suelo a compartir con ellos. Extiendo mis brazos cual alas de ave fénix y me dejo fluir.




A mis treinta y cinco años “Fundo Pucro” es mi esencia. Mi balance de ser y estar, mi presente en forma saludable y ecológica. Sigo explorando mi mundo interior y a veces aparece mi soberbia, mi arrogancia. En uno de mis procesos de crecimiento personal conocí al “mandala del sí mismo”. Me veo a la edad de seis años en un colegio de monjas. Soy frontal en mis conversaciones, soy imprudente y no reconozco el valor del otro. Desarrollo mis excentricidades y busco ridiculizar en forma desmesurada a la gente. Mis personajes disfuncionales aparecen cuando me siento ignorada: el pavo real de mi omnipotencia, mi arrogancia y mi soberbia. Hoy, desde mi mujer adulta, me siento muy agradecida con esta congregación de monjas que me acompañó y sostuvo en esta parte del camino de mi vida. Pude trabajar mi personalidad y las características que me definen. El sistema de mis ancestros, mi linaje, sus mandatos, sus creencias, sus peticiones, mis lealtades, su amor por la tierra, el respeto por sus costumbres y tradiciones, mis duelos y mis relaciones de pareja personales e interpersonales son mi refugio.


El refugio

No puedo gritar, ni contarle a las olas ni pedirle a la luna mis deseos. Escucho a “mi niña herida en abandono” asustada, el sonido de la chasca que se activa en señal de perfección, pisadas pequeñas se acercan y un coscorrón cae sobre mi cabeza, ¡cierra la boca!, ¡levanta tu mirada! ¡no te distraigas!. Una y otra vez aparece la perfeccionista en mí. Busco un refugio en mi corazón para los sentimientos y emociones de “mi niña herida en abandono”, que me dice ¡Mírame!, ¡Ámame estoy aquí! Le extiendo mi mano la abrazo y la sostengo, y me pregunto: ¿quién soy? ¿Soy esa niña insegura o soy la extrovertida?


La extrovertida ….y veo que juegan en diferentes círculos La Extrovertida polvareda de cemento levantándose, elevándose cada vez más hasta perderlos de vista. A mis cuarenta años, veo que una parte interna mía sabe qué es lo que necesita potenciar en mi vida y otra, como mi intuición, me lleva a ver cómo se manifiestan mis disfuncionalidades y mi desconexión conmigo y con los demás. Veo mi agresividad, no cuido al otro siento que atropello sentimientos y emociones, me veo como aquella mesa vacía del rincón de mi colegio, no querida, abandonada. Veo que aparecen mis personajes como mecanismos de defensa y desde aquí agradezco a mi ego, porque protegió mi supervivencia. Me siento como la extrovertida polvareda de cemento en el aire. Siento a mis configuraciones emotivas-cognitivas y las escucho como notas de música”



La música Escucho mi música interior en silencio. Siento mi presencia en un Ser y Estar en paz, en el aquí y en el ahora, consciente de mi acción y sus consecuencias. Siento los frutos de un trabajo personal de crecimiento, como un capitán en su puerto en quietud o en tormenta, fluyendo, como el capitán en su barco contemplando la inmensidad del mar, meditando.


Meditando Tengo cincuenta años. Aprendo a meditar acallando mis conversaciones interiores. Este pájaro interior que me hace sentir culpable en mis preguntas y respuestas. Sólo con mi silencio podré callarlo. En el silencio puedo encontrar a ese Dios, a esa fuerza energética vital que no tiene principio ni fin que me da paz, quietud, sin pedir explicaciones, ni razones. Sólo me dejo fluir en mi esencia de ser y estar. Tengo cincuenta y cinco años. Aprendí a meditar de manera diferente con el único propósito de estar en presencia en el aquí y en el ahora en quietud. Respiro muy lentamente, llevo mi mirada hacia mi interior, veo a “mi niña herida en abandono”. Mi corazón se mueve, escucho sus palpitaciones cada vez más calmadas, miro al resto de mis órganos funcionando y agradezco a Dios por este regalo que es “la vida”. Veo pasar un film con toda mi historia a colores, con jardines, flores y un manantial de agua fresca sanando mis heridas. Me quedo en el vacío, en la quietud del silencio.



Confío en ser mejor persona, en vocación consciente de servicio, sin sentimentalismo. El miedo a vivir desaparece cuando reconozco quien soy, sin confrontación ni violencia en mis relaciones. Siento que me conecto conmigo, con el universo y con los otros en forma consciente, asertiva. Y que soy también el universo y que proyecto quién soy en el otro. Cuando “mi niña herida en abandono” aparece, siento que es mi amiga, que somos una como la cara y sello de una moneda en dualidad. Soy mis luces y mis sombras. Mi poder personal está en fluir en las situaciones con las que me enfrenta la vida, con madurez y con Amor.


Tengo sesenta años y hasta la edad actual. Siento que el amor me envuelve, que la vida me sonríe aun en momentos difíciles o en decisiones no asertivas porque me tengo y se quien soy. Solo amándome podré encontrar mi centro, mi balance, mi quietud. Las herramientas que hoy tengo me sirven para activar mi compasión acompañándome y sosteniéndome con Amor. Reconozco y acepto a “mi niña herida en abandono”, la acompaño y la sostengo. Me acepto, reconozco mis carencias, repotencio mis talentos, integro mis cinco elementos. Soy consciente de ser quien soy, con mis propósitos de vida en vocación de servicio, con pasión en lo que hago, validando al otro.



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