Mosaicos de la infancia de Silvia Miguel

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Mosaicos de la infancia


Š del texto y de las ilustraciones Silvia Miguel Edición taller contar la propia historia Missouri / Buenos Aires 2020


Mosaicos de la infancia Fragmentos cortos sin orden cronolรณgico

Silvia Miguel



“En cada encuentro, en cada contacto, voy quedando mayor… En cada retazo una vida, una lección, un cariño, una nostalgia… Que me hacen más persona, más humana, más completa. Y pienso que es así como la vida se hace: de pedazos de otras gentes que se van convirtiendo en parte de la gente también. Y la mejor parte es que nunca estaremos listos, finalizados… Siempre habrá un retazo para añadir al alma”

Estoy hecha de retazos / Cora Coralina-Poetisa brasilera



Este libro va a estar dividido en momentos que me despiertan un sentimiento diferente. Momentos de felicidad, de crecimiento y otros de dolor y disgusto. Todo lo que ocurre en una vida ordinaria llena de emociones. ยกAcรก vamos!


Mis abuelos y esa nena calladita

Mi historia empieza con mis abuelos maternos. Mi abuelo Miguel era un vasco francés tosco y querible a la vez. Era bajito, regordete, pelado y muy tranquilo. Mi abuela Leti era lo opuesto. Era más alta que él y muy movediza. Tenía una sonrisa hermosa y pelo crespo muy negro. Era alegre y alocada. Cuando digo alocada lo digo en sentido literal. Yo pasé un tiempo viviendo con ellos porque mis padres trabajaban. Para mí fue mucho tiempo, aunque no sé si fueron años, meses o días. No, días no, eso seguro. Me dejaban en su casa los domingos a la tarde y mi papá me iba a buscar los viernes en la noche. Esos viernes eran de fiesta para mí. Esperaba a mi papá con la emoción de una novia primeriza. Mis abuelos vivían en un pasaje y yo me prendía a la ventana a la espera de verlo pasar y correr a la puerta. No me gustaba vivir con mis abuelos, pero no decía nada. Aquí aparece la nena calladita.


No decía nada con palabras, pero dejé de comer. Comía muy poco. Hoy me diagnosticarían como anoréxica, pero en ese momento era una malcriada a los ojos de cualquier adulto. Me metían la comida “de prepo” y yo se las devolvía con la misma intensidad. Vomitaba a quien se disponía a alimentarme. Mi abuela se empeñaba en que comiera y entre otras cosas me daba un brebaje de huevo crudo con oporto a modo de “refuerzo vitamínico”. Algo más para mi lista de “expulsables”. Mis abuelos tenían una casa chica con dos habitaciones. En una dormían ellos y yo y la otra la alquilaban a “la Lula”, una mujer rubia, grandota, muy maquillada. En mi recuerdo parecía un travesti. Era muy buena. Ella era una de las que se ofrecía a darme de comer sin éxito y yo nunca decía lo que no me gustaba.


Mi abuela me cuidaba, pero no era de esas abuelas modernas que tratan de hacer lo mejor para sus nietos. Ella me acoplaba a todos sus planes. Me llevaba de visita a lo de su prima Luisa. Yo me aburría como un hongo. No había nada para jugar. No me hablaban. Y yo seguía calladita. Otras veces me llevaba al campo de una de sus primas. Eso sí que era feo. Yo sufría en ese campo. Ella jugaba a las cartas con sus primas y yo estaba ahí. Sin hablar, sin jugar y sin comer. Tenía un séquito de mujeres gordas tratando de engordarme como a un cerdito y yo vomitándolas. Un día me enfermé. Yo quería volver a mi casa, pero allí nos quedamos. Yo en una camita y mi abuela seguía con su juego. Mi abuela tenía una frase que repetía cada vez que hacíamos algo que estaba bien, decía: “Eso merece un premio”, pero el premio nunca llegaba. Yo la tomaba en sentido literal, pero para ella era simplemente una expresión. Todavía hoy la usamos con mis hermanas cuando alguna de nosotras tiene un logro. No todo era feo en casa de mis abuelos. La radio sonaba todo el tiempo y a veces cuando pasaban un pasodoble se ponían a bailar en la cocina y a mí me gustaba verlos.



La Tía Yo tenía muchas tías. La familia Miguel, mi familia paterna, era muy grande. Mi papá tuvo catorce hermanos. Todos se casaron, todos tuvieron hijos. Éramos muchos, pero solo nos tratábamos con muy pocos. Mis veranos en la infancia transcurrían entre la casa de mi tía Carmen y la casa de la tía Betty. Mi tía Carmen era una de las hermanas de mi papá. Era imparable. Trabajadora, una mujer de negocios, raro para la época. La tia Betty era la persona más cálida que yo conocí en mi vida. Tenía ojos claros y una sonrisa hermosa. Cocinaba muy rico y todas las tardes nos preparaba un Nesquick de chocolate o frutilla con dulces que traía de la panadería de sus padres. Para mí era como asistir a un cumpleaños. En su casa tomábamos Coca Cola todos los días y todo lo que ella preparaba me parecía delicioso. Algunas veces íbamos a visitar a los padres de mi tía Betty. Ellos tenían una panadería en la misma casa donde vivían. Cuando íbamos a su casa visitábamos la “cuadra” que era el lugar donde preparaban las facturas y los panes. La cuadra estaba llena de harina y de grandes fuentes de aluminio donde iban poniendo las facturas para que levaran. El lugar me parecía enorme. Todavía recuerdo el olor de la harina y las cosas horneadas.



Como les conté antes, yo tenía muchos tíos y tías, pero en mi familia cuando hablamos de “la tía” solo nos referimos a una. Es curioso porque teniendo tantas no es necesario aclarar de cual tía estamos hablando. En mi casa “la tía” siempre es y será la Tía Albina, la hermana de mi mamá. La Tía se fue de la Argentina cuando tenía diecinueve años. Yo no tuve vivencias de chica con ella, pero aprendí a quererla como a esos afectos cotidianos. Cuando la Tía se casó nadie de la Argentina fue a su casamiento, pero hicimos una celebración en la casa de mis abuelos. Torta de boda, muñequitos de novios, brindis, música y parientes. Hay una foto muy graciosa donde están todos brindando, yo a upa de mi abuela Leti y todos los brazos cruzados por delante de mí para chocar las copas. Mi carita escondida detrás de ese brindis. Cuando la Tía venía a visitarnos era una fiesta. Nos preparábamos para ir al aeropuerto y todo lo que ella traía en la valija era encantador. Su neceser con cosméticos, el esmalte Cutex, la ropa diferente. La Tía Albina es risueña. Tiene una risa contagiosa y una mezcla encantadora de acento dominicano y argentino. Un cantito caribeño mezclado con un “che”.



Pasión con olor a óleos No hay nada más lindo que descubrir pasiones. Algunos los llaman hobbies o pasatiempos, yo los llamo pasiones. Soy artista plástica. Empecé a pintar a los doce años. Cuando era chica e iba a la escuela primaria mi papá me hacía los dibujos. Siempre teníamos que ilustrar la tarea y él me las hacía. Me fascinaban sus dibujos. Yo me sentaba con él y lo miraba mientras dibujaba siguiendo cada trazo y viendo como las líneas se transformaban en personas, coches, árboles. Magia pura. Para mí era como un “Simulcop” en persona.


A los doce años por casualidad descubrí que existía un centro de libre expresión infantil. Quedaba en un subsuelo. Visité el lugar y me encantó la mezcla de olor a pintura, las telas y papeles. Me anoté y allí me fui metiendo en ese mundo de colores. A los quince años, mientras cursaba la escuela secundaria empecé la carrera de artes visuales. Era un mundo fascinante. Yo cursaba mis clases con gente más grande, de treinta, de cuarenta. Era una más del grupo. ¡Qué momentos tan lindos pasaba allí! Me encantaba lo que aprendía. Disfrutaba modelar la arcilla, mezclar los óleos, repujar la madera y, por sobre todo, me olvidaba del mundo por fuera de esas paredes. Mi adolescencia no fue fácil y atravesarla metida en un mundo de imaginación y colores la hacía mucho más llevadera. Entraba allí y todo el afuera desaparecía. Tuve maestros geniales. La Señora de Morón, mi maestra de pintura, era la muestra viva de lo que yo quería ser. Años más tarde pude darme cuenta de cómo era ganarse la vida haciendo lo que te gusta. Loli, así era el nombre de ella, tenía una sonrisa bellísima. Siempre estaba contenta. Creo que el hacer lo que le apasionaba era el motivo de esa sonrisa. Estar entre pinturas, paneles, cerámicas y trapos genera eso.


Aprendí a mirar las cosas a través de un velo de arte. Durante muchos años, y cuando digo muchos digo treinta años, dejé de pintar. No sé porque ni tampoco me lo pregunté nunca. Lo bueno es que un día retomé la pintura. No sé ni cómo. Las acuarelas me ayudaron a despertar ese placer dormido. Probé diferentes técnicas de arte, pero las acuarelas me atrapan. Me gustan por desobedientes. Cuando pintás con acrílicos o con óleos la pintura va para donde vos la dirigís. Las acuarelas, sin embargo, hacen lo que quieren. Se mezclan, se desparraman, se superponen. Ahora soy maestra de arte. Estoy en el lugar en donde siempre quise estar. Siento que puedo transmitir a mis estudiantes este placer por hacer arte, ese gusto por dibujar, pintar, cortar y pegar. Ellos me devuelven en arte lo que yo siento por él. Con el tiempo descubrí que las habilidades vueltas pasiones quedan para siempre en nosotros, aun cuando por años no las despleguemos, allí están, dormidas, a la espera de esa chispa que vuelve a encenderlas.



La felicidad es de color anaranjado Responder a que es la felicidad es muy difícil. No cuando tenés diez años. Para mí la felicidad fue recibir para navidad una bicicleta Aurorita anaranjada. Nunca antes había tenido bicicleta. Una vez mis hermanas tuvieron una, muy vieja, grande y despintada. Yo trataba de hacer algo con ella sin mucho éxito. El porrazo era mi destino. Ellas sí andaban en ella hasta que un vecino excedido en peso la destrozó. Literalmente. Después tuvieron una bicicleta verde, nueva y muy pesada. Mi cuerpo flaco no podía con ella. Deseaba subirme y andar sola por donde quisiera, pero no era posible. Hasta que un día apareció mi bicicleta. Ya no me acuerdo si la pedí o si mis papás sabían que yo la deseaba con todas mis fuerzas. Todavía recuerdo la sensación de salir al patio y verla. Era nueva, anaranjada con ruedas blancas. Vértigo fue lo que sentí al subirme, una mezcla de adrenalina y emoción al agarrar el manubrio y arrancar. Qué sensación de libertad tan hermosa. Y fue libertad de verdad ya que a partir de ese día podía ir en un ratito a la casa de mis amigas Sandra y Lily, que vivían en el barrio contiguo. Antes lo hacía caminando. Ahora en bicicleta pedaleando en calles de tierra y pedregullo. Toda una aventura. Ahora, cuando me preguntan que es para mí la felicidad pongo muchas palabras para describirla, pero solo yo sé que en un rincón de mi mente aparece automáticamente la imagen de mi bicicleta naranja y ahí no necesito más palabras.



La Chapital Mi papá era muy amigable. Trabajaba en las oficinas del correo y cada tanto hacía “comisiones” que consistían en ir a ocupar el puesto de jefe de correos en algún pueblucho de mala muerte y le pagaban muy bien por ese sacrificio. Sacrificio para cualquier ser humano normal. No para mi papá. A él le encantaba ir de comisión porque le gustaba mucho esa vida tranquila de los pueblos chicos. Con lo único que tenía que lidiar era con la distancia. Nos extrañaba mucho y nosotras a él. Pero las comisiones las pagaban muy bien y en casa era necesario.


En esos viajes mi papá conocía a mucha gente. Entre ellos a los Valdebenito. Eran una familia de campo, cuidadores de La Chapital, una estancia que quedaba entre Trelew y Comodoro. En los veranos siempre íbamos a visitarlos. Cargábamos el Peugeot 404 celeste y allá íbamos. La entrada a la Chapital tenía una bajada que a mí me parecía de montaña rusa. Esa bajada estaba bordeada de álamos flacos y muy altos. La casa de los cuidadores era muy precaria. Tenía una entrada al costadito para ingresar a la cocina. Allí era donde ellos se peinaban y se lavaban su cara ya que tenían el baño afuera, solo un pozo en la tierra. En esa entradita tenían una pileta, un espejo y los peines agarrados de una cola de caballo. Me llamaba mucho la atención ese detalle. Supongo que me preguntaba qué sería del resto del caballo.


La cocina siempre tenía olor a pan casero preparado en el horno a leña. En la tarde teníamos que dormir la siesta obligada. Yo me lo pasaba leyendo revistas viejas que había en los cuartos: Para ti, Radiolandia, Intervalo, Nocturno. Cerquita de la casa había un galponcito donde almacenaban las manzanas. Todavía recuerdo el olor a la fruta con solo pasar por la puerta. En el costado de la casa había un arroyito y nos pasábamos las tardes allí jugando con Mónica y Beto, dos de los Valdebenito. En ese arroyito estaba la “heladera”, un armario de madera con esterilla en lo que sería la puerta. Allí almacenaban la carne después de carnear un cordero. Todo era divertido y mágico porque todo era diferente. El tiempo se detenía en la Chapital. Nunca mirábamos el reloj. El día se dividía entre el desayuno, el almuerzo, la leche de la tarde y el asado al asador en la noche. Wenceslao y Petronila, los cuidadores de la Chapital y amigos de mis papás, eran personas simples, buenas, bien de campo. Esas personas que quedan en un mosaico de mi infancia.



Mis primos, mis amigos heredados. Yo crecí jugando con mis primos. Los veranos eran largos, ventosos y se hacían más llevaderos estando juntos. Con mis primas íbamos a la casa de cambio de revistas usadas. La casa de revistas quedaba en la calle Alvear y había que subir esa calle muy empinada. El viento nos tiraba para atrás y teníamos que sujetar muy fuerte las revistas para que no se nos volaran. A ese lugar llevabas revistas que ya habías leído y te traías otras. Recuerdo la pila de Intervalos, El Tony, Patoruzito, Asterix y Condorito. Los libritos de Mafalda y Piturro. Qué placer me daba volver a la casa y tirarnos en la cama a leer las revistas” nuevas” comiendo bocaditos Jacqueline. La casa de mi tía Carmen era diferente a otras. Había menos reglas, menos horarios. Entraba y salía gente todo el día. La casa de la tía Betty sin embargo era ordenada, salvo cuando mis primos ponían los discos en el combinado y había que gritar para entendernos. Mi prima Mabel tenía de todo en su casa. Muchos juegos de mesa, juguetes, revistas, todo lo necesario para pasar un verano divertido. Yo anhelaba tener un poco de todo eso.



Durante mi infancia yo vivía en el barrio Pueyrredón, en una casa muy chica con un patio muy grande. Como el barrio era nuevo había mucha tierra removida por la construcción y cuando había viento se volaba de tal manera que no se podía ver la casa de enfrente. Cruzando la calle de mi casa había un terreno baldío. Quedaba en una esquina y estaba lleno de montículos de arena que a mí me parecían pequeñas montañas llenas de bichos, lagartijas y escorpiones venenosos. Cuando mis primos venían a visitarnos nos íbamos al baldío a jugar. Allí enterrábamos “tesoros” que eran pilas usadas, las Eveready rojas grandes. A los días o meses, cuando volvían a visitarnos, el juego era ir a desenterrar los tesoros. Había que acordarse dónde estaban y lo divertido era ver quién encontraba más. Mis primos eran un poco más salvajes y también disfrutaban de jugar con los bichos que por allí caminaban. Eso también era la felicidad.



Mis papás y mis hermanas Mi papá era muy tranquilo. Silbaba y cantaba todo el tiempo. Visitaba a su madre y a sus hermanos con mucha frecuencia. Siempre tenía autos viejos y todo lo ataba con alambre. Fue un papá adorable. Cariñoso, cuidador, risueño. Él cocinaba en casa. Era un asador compulsivo. Me encantaba ir a hacer las compras con él. Íbamos a la “Estrellita” y mi premio por acompañarlo consistía en un bloquecito Dolca con maníes arriba. Una delicia. De ida y vuelta cantábamos siempre la misma canción: “Alma si tanto te han herido porque te niegas al olvido...” Mi papá no tenía una gran habilidad para hacer arreglos de la casa. En el fondo había un galponcito que era un desbarajuste, al igual que su maletín de herramientas. Pero eso no fue un gran problema porque en caso de emergencia siempre acudía a casa Santos, su amigo y hermano del alma. Venía en su moto con su caja de herramientas, lo más parecido a un maletín de doctor, con todo el instrumental aséptico listo para reparar cualquier contratiempo.


Mi mamá era maestra. Trabajaba mucho. En dos turnos. La recuerdo haciendo “carpeta” en el comedor mientras nosotros hacíamos las tareas. Entre mi mamá y nosotras tres se juntaba una pila de papeles y libros donde no se podía ver el color de la mesa. Mi mamá era muy callada. Vivió en el campo siendo hija única hasta los diez años, un campo inhóspito donde intuyo que no le hablarían mucho y no habría muchas cosas para hacer salvo tener una gran imaginación. Cuando tenía diez años nació su hermana, mi adorada tía Albina y entonces decidieron mandarla pupila al colegio de las monjas. Supongo que mis abuelos pensaron que sería una muy buena opción, o quizá sería la única que tenían a la mano, pero pobre de ella. Sin embargo, algo bueno salió de esa experiencia religiosa. La lectura, el tejido y el bordado fueron el saldo creativo que hasta el día de hoy disfruta.


Mis hermanas deberían ser un capítulo aparte en estos mosaicos. Transitamos la infancia y adolescencia con los condimentos típicos de cualquier relación de hermandad. Hablo de peleas, celos, discusiones, risas y complicidad. Peleábamos por el lugar en la cama, por el preciado placard de mi hermana Estela custodiado bajo tres llaves y por supuesto por el baño. Tres hijas mujeres y un solo baño no son compatibles. Yo soy la más pequeña en esta trilogía así que de todas esas peleas siempre llevaba las de perder. No tenía ni voz ni voto. Como era habitual en esa época, donde además no abundaba el dinero, yo ligaba todo lo que mis hermanas dejaban de usar. Para mí era tocar el cielo con las manos ya que todo lo compraban de a dos y yo esperaba con mucha ansiedad el momento en que la ropa les quedara chica y pasara a mi guardarropa. Eso marcó a fuego mi gusto por los negocios de segunda mano.



Mi hermana Estela, la mayor, es la apacible, espiritual, familiera y equilibrada. Mi hermana Alicia, la del medio, la emprendedora, activa, protectora y habladora. Yo, la más” chiquita”, soy un poco de todo esto que les conté. Soy un mosaico que vista de lejos soy un todo y si te acercas un poquito podés ver cada pedacito de los mosaicos de diferentes colores. Todo en nuestra vida fue cambiando mucho. Lo que nunca cambia es la complicidad, la ternura y el amor que nos tenemos, lo que yo llamo la “bienquerencia”.




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