Dos universos Guillermina PĂŠrez Osorio
© del texto y de las ilustraciones Guillermina Pérez Osorio Edición taller contar la propia historia Bahía Blanca / Buenos Aires 2020
Dos universos Guillermina PĂŠrez Osorio
Mi primer amiga de la infancia se llamaba Clara. Nos conocimos cuando teníamos entre cuatro y cinco años. Su tía Beatriz era la dueña de la despensa “La Esquinita”, que quedaba justo frente de mi casa. Yo iba casi todos los días de compras con mi mamá y mis abuelos. Los techos eran altos, había una puerta blanca con vidrio muy grande y dos ventanas enormes. Adentro, en primer plano se veía un mostrador de madera, con fiambres y quesos y más al fondo, varios estantes con paquetes de galletitas: Canalitas, Cerealitas y Express que tanto me gustaban para mi desayuno. También tenían las clásicas dulces de los años setenta: Manón, Tita, Rodhesia, yo siempre las compraba allí para mis meriendas del colegio.
Clara entraba y salía a cada rato del comercio de su tía, por eso yo la veía casi a diario. Ella era un año mayor que yo, aparentaba más porque era muy alta y delgada. Tenía cabello marrón oscuro, rizado, como el mío, usaba aritos de oro en forma de argollas. Tenía frente muy amplia, cutis mate y ojos oscuros, casi negros. A menudo, se ponía una jumper a cuadros color beige y negro; en otras ocasiones, se vestía con una pollerita de jean, remera rosa fuerte, casi como el color de un chicle, zapatitos y zoquetes claros. Yo estaba siempre vestida con mis pantalones a cuadritos verdes y azules, remeritas con estampas, y mis infaltables zapatillas rojas de marca Pampero.
Clara balbuceaba de una manera rara. Al principio me costaba entenderla pero me iba acostumbrando a su forma de hablar y a sus movimientos de manos. No hablaba como las otras nenas. ¿Me comprenderá?, pensaba yo. Cuando ella me sonreía, me olvidaba de ese bla… bla… bla… extraño, y de a poco, nos hicimos “amiguitas del barrio”.
Clara era hija única. Vivía con sus padres en una casa contigua a la despensa. Su mamá, Rosalía, hermana de Beatriz, era una mujer regordeta, de cabello rubio entremezclado con canas. Usaba rodete, por eso me parecía más grande que mi mamá. Su papá era alto, corpulento, tenía pelo castaño muy ondulado, cutis blanco. Siempre sonreía. Era muy conocido en Bahía Blanca por haber sido jugador de básquet en el club Estudiantes. La casa donde vivían tenía paredes amarillentas y una sola ventana que daba a la calle. Un portón beige era la entrada al patio descubierto donde Jorge, el padre de Clara, guardaba su motoneta Siambretta, casi inmaculada, con ribetes azules. Nosotras jugábamos allí gran parte del tiempo entre esos muros.
Ese lugar también funcionaba como salón para los festejos de cumpleaños de Clara. Recuerdo que en esas baldosas rojas, resaltaban helechos y otras plantas dentro de macetas de colores vivos. En un rincón posaba un enano de jardín al que yo amaba. En mi imaginación, él nos observaba y también… participaba, ¿por qué no? Otras veces Clara venía a jugar a mi casa. Nos encantaba permanecer horas y horas debajo de un limonero en medio de mi jardín. En los veranos bahienses, época de vacaciones y noches de calor, jugábamos a las escondidas, entre los sauces y fresnos de la cuadra. Aprovechando la vegetación, nos divertíamos con lo que más nos gustaba junto a otros chicos: “el patrón de la vereda”.
Con el tiempo, me convertí en su “intérprete”. Yo era la encargada de traducir a otros niños o a la gente grande del barrio lo que ella trataba de pronunciar. Me sentía orgullosa, porque Clara depositaba toda su confianza en mí. Todos los vecinos la apodaban cariñosamente “la mudita”. Una noche, escuché a mi padre murmurar en alguna conversación con mi mamá que no era conveniente que yo jugara con esa nena. Nunca me dijo por qué, pero yo intuía que era por temor. Después, me di cuenta que su preocupación surgía porque yo pronunciaba mal y confundía algunas consonantes, como por ejemplo la erre por la de y tenía un molesto “zezeo”. En vez de rosa, yo decía dosa y en vez de sapo, decía zapo. Era complicado para mí en ese entonces, pues había que aprender rápido para ingresar a primer grado. De lo contrario, tendría que concurrir urgente a una fonoaudióloga o al gabinete de la psicopedagoga. Por suerte, nada de eso ocurrió. Finalmente, y con mucho esfuerzo logré la pronunciación de algunas palabras como “rosa”, “ratón”, “sapo”, “celeste”. ¡Me salían bien!
Mi primer libro de lectura se titulaba “Mi amigo Gregorio”. Al principio, las páginas tenían espacios con marcos para pegar fotos de cada miembro familiar, en ese entonces en blanco y negro tipo carnet. Le mostraba a Clara mi libro, orgullosa de mi familia, y ella miraba primero la foto de mi mamá y, de a poco pronunciaba maaaaa….má. Luego la foto de mi papá, y repetía paaa…pá, luego me miraba con pícara sonrisa, porque estaba mi fotografía donde decía “yo”. En ese instante, solamente decía “Ahhhh” y, me señalaba con el dedo índice.
Después venía un fragmento del poema “El lagarto y la lagarta”, cuyo autor era nada más ni nada menos que Federico García Lorca, versos que yo siempre recitaba a pura emoción, parándome en una silla: “El lagarto y la lagarta con delantalillos blancos…”; “…¡ Ay su anillito de plomo… ¡ay su anillito plomado!...”. A Clara siempre le mostraba mis cuadernos, por eso sabía de mi rutina escolar y observaba con detenimiento mis dibujos, mis primeras palabras escritas. En esos momentos, me sentía como su hermana mayor.
A veces también teníamos nuestras peleas. Ella gesticulaba y yo también le gritaba. Los vecinos observaban esta situación como una “locura” o un “atrevimiento” ¡Cómo iba yo a discutir con “la mudita”! Mientras tanto, sus papás sólo se echaban a reír! Ella tenía carácter fuerte. En una oportunidad fruncía su ceño, porque se había enojado conmigo, al punto de que ni siquiera quería cruzar la calle y acercarse a mí. Al parecer, mientras yo disfrutaba de mis vacaciones con mi familia en el balneario Monte Hermoso, ella me extrañaba y se había sentido muy sola. En otra ocasión, también se enfureció porque no le había compartido mi chupetín en forma de paleta multicolor. A partir de entonces, empecé a convidarle todas mis golosinas o, al menos, cada dulce por la mitad.
Cuando terminé segundo grado, nos mudamos al Barrio Palihue, allá por el año 1975. La nueva casa quedaba lejos y no me acuerdo si me despedí de Clara. Nunca más nos cruzamos. Yo ya transitaba otro mundo, todo era novedoso: colegio, compañeros y amigos. Después de tres años, un día cuando estábamos a punto de cenar, mi mamá me contó que en el diario se había publicado el fallecimiento del papá de Clara. Sentí mucha angustia por la muerte de su padre, a pesar de que ya era un recuerdo lejano en mi mente. Una y otra vez pensé en el dolor de esa nena, tan chiquita junto a su madre, tan desprotegidas. Pensé en lo feliz que había sido junto a él. Aún rememoro cuando la llevaba en su moto. Creo que en esos momentos, Clara se olvidaba de todo, disfrutaba y se sentía libre, como cuando jugaba conmigo. Tiempo después supe que había muerto su mamá Rosalía. Clara era adolescente y se había quedado sola. Otra vez, me inundaba la pena y ese sentimiento de desamparo. Por suerte, la querida tía Beatriz, su “ángel de la guarda”, se hizo cargo de ella.
Epílogo Quise contar la historia de Clara, una niña que pudo con el tiempo, superar su hipoacusia y, afortunadamente desterrar su “estigma”. ¿Por qué cuando somos niños tenemos esa mentalidad tan espontánea, aceptable, transparente con el otro, y cuando somos adultos nos cuesta tanto asumirlo o ponerlo en palabras? Se escriben libros, tratados de psicología, pedagogía, se cambian planes de estudios y se publican miles de artículos, con respecto a las discapacidades. En definitiva, se trata de acercar dos universos: el grande, el de la mayoría, supuestamente “normal”, por ser ruidoso, de múltiples sonidos y vocablos; el otro, el del silencio, en teoría más “pequeño”, pero curiosamente muy enriquecedor. Actualmente, Clara se desempeña como empleada administrativa de una empresa de supermercados y se destaca por su idoneidad. Cada día estoy más convencida de que esos padres fueron felices porque su hija pudo ser tratada –al menos por mí- con igualdad. Por suerte, con los años se rompieron estructuras de viejos paradigmas discriminatorios. Afortunadamente, mucho se ha logrado y nuestra sociedad ha evolucionado en todos sus ámbitos. Hay un nuevo camino trazado para lograr este nuevo concepto que se expresa en una palabra maravillosa: “inclusión”.