Viaje por raudales del Vaupés Olga B. Maldonado Archila
@ de los textos Olga B. Maldonado Archila @ de las ilustraciones Camilo Bautista Maldonado @ de las fotografías Irene Rincón y Olga B. Maldonado Archila. edición taller contar la propia historia Bogotá / Buenos Aires 2021
Viaje por raudales del Vaupés Olga B. Maldonado Archila
Mi agradecimiento a Meliza y a Milena, mis hijas, por su permanente apoyo en cada paso de este proyecto. A mi sobrino Camilo, un ser de luz. A mi compañera de viaje, Esperanza Hurtado. Y a Irene y a Belén por su profesionalismo, calidez y empatía para llevar a cabo este trabajo.
A mi nieto Jerónimo y a mi nieta Martina, que son mi pe=que=pe=que, motor de mi vida.
Cuando yo tenía veintidós años y mi amiga Esperanza veintitrés, hicimos nuestro primer viaje al Amazonas. Esperanza era una de mis amigas de la universidad, y juntas tuvimos la oportunidad de viajar con una familia de indígenas de la etnia Tukanos a su comunidad, ubicada en el río Paca, afluente del río Vaupés.
Navegamos por río Vaupés hasta la desembocadura del río Paca. Estos dos ríos, de una coloración oscura, rojiza amarillenta, con aguas cristalinas, eran impresionantemente hermosos. Para nosotras, que nunca habíamos tenido la experiencia de los territorios mágicos de la selva, la sensación de viajar por estos ríos fue una cosa sobrenatural.
Partimos a nuestro gran viaje en un bote grande de madera, sin techo, con un motor pequeño, lo que hacía que su desplazamiento fuera lento. El bote iba muy cargado de víveres, tanques de gasolina, bultos de remesa, costales con hamacas, ollas, platones metálicos y plásticos… parecía una casa rodante.
El único medio de comunicación entre los territorios de la selva son los ríos. Los indígenas también se transportan en botes con remo, o con un motor hechizo, ensamblado muchas veces por ellos mismos. Es un motor de entre 5 y 10 caballos de fuerza, muy muy lento, que se llama pequepeque, porque al ponerlo en marcha suena pe=que=pe=que=pe=que… Viajar en lancha con estos motores puede triplicar y hasta cuadruplicar el tiempo de viaje. Se puede tardar días y hasta semanas enteras en desplazarse entre las comunidades o poblados para conseguir elementos de primera necesidad como sal, aceite, fósforos, velas y otros productos de la sociedad de consumo.
Nosotras éramos las únicas ajenas en el grupo, el resto era una gran familia de indígenas de la etnia Tukanos, hombres y mujeres, compadres, abuelos, abuelas, niños y niñas. Estábamos radiantes de felicidad. Al iniciar nuestra acomodación en el bote hacía un calor infernal, una sensación concentrada de calor húmedo, acompañado de un vaho característico. Allá en la selva este olor se va volviendo normal y se incorpora a la cotidianeidad, ni se siente, ni es incómodo. En la selva ese olor es natural porque está en el ambiente, se impregna tanto a la ropa que se vuelve parte de uno mismo y de los demás, se vuelve común a todos. Más tarde, cuando yo volvía a Bogotá de mis viajes, mis hijas me decían ¡mami, hueles a selva! Para ellas ya era normal, creo que hasta nostálgico. Ellas también han amado la selva.
Emprendimos el viaje con un equipaje bastante sobrio, ya nos habían comunicado que no debíamos llevar mucho peso, solo lo esencial. Para esos viajes de muchas horas o días hay que tener dos mudas: una seca para dormir en la noche y otra húmeda para estar en el día. El concepto de limpio y sucio no existe, los conceptos cambian a seco y mojado. Unas camisetas, ojalá una, con manga larga, para el sol y los zancudos, toalla, unas chanclas o alpargatas y las botas de caucho. Algo fundamental más que la misma ropa es un morral con la hamaca, los guindos (cuerdas para amarrar la hamaca) el toldillo y un cobertor de algodón.
En los viajes por los ríos o caños uno se ve obligado a mojarse por muchas circunstancias: llueve, en verano encalla el bote y hay que bajarse en mitad del río a empujar, o al llegar a algún poblado hay que bajarse en el agua si no hay tablones para ello, en los caños o quebradas hay que saltar al agua para quitarle peso al bote y entonces se moja uno y no queda más que seguir, mojado, como si nada.
En nuestro viaje nos encontramos con raudales, llamados allí cachiveras, que son el paso del río por infinidad de piedras. Su caudal normal se reduce al pasar por grandes formaciones rocosas en las cuales el río cambia su ritmo y velocidad. De venir tranquilo, aunque con fuerza, empieza a reducirse para pasar por estas formaciones rocosas, su sonido se acrecienta cada instante más, hasta ensordecerse. Es tremendo, parece gruñir temerosamente con una hermosa ferocidad y el bote de madera parece perder estabilidad y rumbo.
Hay dos formas de pasar esos agrestes y peligrosos raudales. El primero es parar en la orilla antes de que el río se torne brioso, descargar el bote y pasar la carga al hombro por una trocha hasta atravesar la cachivera por el monte, luego volver a pasar el bote empujado por los hombres más fuertes. La trocha algunas veces ya está marcada con rieles de troncos de madera para hacer deslizar el bote por ellos, hasta llegar al otro lado. Allí se vuelve a cargar el bote y ya en aguas más tranquilas se inicia nuevamente el viaje. Esta tarea puede durar todo el día y muchas veces hay que pernoctar en chozas improvisadas y continuar el viaje al día siguiente. La otra forma es descargar el bote para llevar la carga al hombro y pasar el bote por el río a través del raudal, si este no es tan bravo y peligroso, como para tener que cargar el bote por el monte, que fue el caso de nuestro viaje.
En cuanto bajamos a tierra, Esperanza y yo nos sentimos un poco inútiles con el movimiento y dinamismo de todos los que veníamos en el bote. La velocidad de nuestro paso no se comparaba a la habilidad de los y las indígenas para caminar, parecían desplazarse como liebres, ¡como si no tuvieran peso! Mientras nosotros atravesamos de un lado del raudal al otro por el monte, ellos ya habían pasado hasta tres veces por nuestro lado yendo y viniendo.
Yo tenía puestos botines de caña alta con cordones de amarrar, se me había reventado un cordón y para no interrumpir el ritmo, seguí caminando así, pero de tanto caminar se me laceró el talón. Me senté a ver cómo me las arreglaba, el pie me sangraba del esfuerzo y el zapato ya no tenía ni restos de cordón. En ese momento subía un indígena llamado Juan y me vio. Se quedó un momento quieto mirando a su alrededor, miraba todos los árboles y arbustos, sacó su machete, caminó hacia el monte y le dio unas cuantas cortadas finas a un árbol hasta sacarle una rebanada de corteza delgada que puso encima de su pierna. Luego empezó a enredar las fibras con una habilidad y ligereza que nos dejó admiradas. Me hizo unos cordones de corteza de árbol con los que arreglé mi zapato, pero no sólo eso, también tomó de ese mismo árbol una resina que me untó en la herida y me puso una hoja de otro arbusto y con todo eso quedé nuevamente caminando sin ninguna molestia. Para nosotras fue un hecho maravilloso, porque sino en ese monte, sin posibilidad de otros zapatos, ¡qué iba ser de mí!
Finalmente, luego de dos intensas jornadas pasando por los raudales, llegamos a la comunidad. Nos recibió el gobernador indígena y nos condujo a la maloca o casa grande, donde viven varias familias. Son casas muy amplias y cada familia está ubicada en un rincón. El espacio está organizado con muchas hamacas guindadas en varios niveles, unas más arriba, en medio, debajo y en la mitad un fogón que permanece casi siempre prendido, para dar claridad y también calor, ya que la temperatura es muy baja por las noches. Hay otra Maloca más grande donde se celebran los eventos importantes, culturales y de transmisión de conocimiento. Entrar en la Maloca, fue una sorpresa fascinante, una sensación de armonía, placidez y equilibrio increíbles. Esperanza y yo estábamos encantadas con la Maloca, éramos muy jóvenes y todo era novedoso, pintoresco y de permanente aprendizaje.
Esa noche, después de comer casabe hecha de yuca brava, nos organizamos para guindar las hamacas y poder dormir junto con todos en la Maloca. Para nosotras dormir en hamaca durante toda la noche era una novedad, había que aprender a estirarse, a cambiar de posición, se sentía muy raro. Nos dispusimos a dormir una en la hamaca de abajo y la otra arriba. Como a la medianoche mi amiga, que estaba arriba de mí, quiso darse la vuelta y ¡saz! ¡Se cayó! ¡Qué susto me pegué! Fueron a revisarla, pero no le había pasado nada. Después vino la risa no solo la nuestra, sino la de los indígenas que se despertaron con el estruendo. Al otro día fuimos la novedad y burla de todas las otras personas de la Maloca. Uno trata de no ser torpe e inútil en el proceso de adaptación de nuevas costumbres y lo logramos en algunas ocasiones pero la primiparada era evidente…
Estuvimos en aquella comunidad ocho días, conociendo el medio y disfrutando el río. Caminamos por la selva con el temor normal de los animales y fuimos a pie hasta Acaricuara, un corregimiento, siempre acompañadas de los indígenas. Cuando llegó el momento de devolvernos a Mitú, volvimos a pasar las cachiveras. Esta vez se pasó el bote por el río y toda la tripulación por la trocha o varador. Para nosotras esta fue una experiencia fue paradisíaca, llena de cosas nuevas, de naturaleza espectacular. Tuvimos que aprender otras costumbres y desaprender las nuestras para poder adaptarnos.
La selva tiene una magia y un encanto únicos y me dejó una huella imborrable. Pude retornar muchas veces a esa región y sus maravillas, trabajar allí, vivir y construir una cabaña tipo Maloca, para poder contemplar el paisaje, el silencio y los sonidos de nuestra hermosa selva amazónica.