Relieves de Carina Verna

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Carina Verna




Š del texto y de las ilustraciones Carina Verna Edición taller contar la propia historia Rafaela, Santa Fe / Buenos Aires 2020


RELIEVES Carina Verna



En cuarto grado descubrí formalmente que vivía en una llanura. Pero puedo cuestionar, con fundamentos experienciales, que en mi pueblo hubo varios relieves. Creo que fue necesario clasificarlo así porque es el único que se mantuvo en el tiempo.


Los demรกs relieves de mi pueblo fueron temporales.



EXCURSIÓN Si hubiera sabido que íbamos a tardar tanto... Mediados de junio y ya estábamos preparadas. Mi amiga me compartía casi en secreto lo que yo ya esperaba en la juntada diaria de las 9:30: hoy salimos a juntar hongos. Sábado, el cuarto día de una sucesión de días de humedad. Yo ya salía de mi casa ilusionada, montada en la bici repitiéndome ojalá nos lleve hoy, ojalá nos lleve hoy. Entre su casa y la de su abuela solo había un patio con olor a gallinero y plantas cargadas de bergamotas.



No nos animábamos a insistir porque su abuela era una persona seria. Tenía que partir de ella. A mí me quería mucho y yo también la quería, la sentía un poquito mía, pero yo le tenía un cierto recelo. Había sido alta y elegante de joven, quedaba demostrado en la foto de casamiento que estaba en el trinchante. Solo que ahora tenía un porte balanceado al caminar, resultado de duras mañanas heladas de ordeñe cuando era joven y de su trabajo en la sodería del pueblo.


No era como las demás abuelas. Tenía una cabellera muy negra con un mechón blanco justo en la frente y la ceja izquierda en ángulo recto. Cuando el ángulo se hacía más agudo, no podíamos molestarla. Hablaba entre dientes y arrastraba la respiración entre palabra y palabra. Siempre llevaba un delantal gris que olía al gas de la sodería. Cuando nos invitaba a dormir a su casa me quedaba tiempo mirando un cuadro formado por planitos verticales que a medida que avanzabas cambiaba la imagen. Comenzaba con la Virgen y seguía con Jesús. Me sentía protegida.



Esa mañana, como de costumbre, apoyé mi bici en el paraíso lastimado a la altura del freno y mi amiga salió a mi encuentro: me dijo que hoy salimos a las dos. Respiré hondo y no pude contener la alegría. ¿Tenemos que ayudarla con la yegua?, pregunté. Jugamos apenas un ratito, preparamos la chata que guardaba en el campito de al lado y nos aseguramos que estuvieran listas las riendas, el freno, el correaje para la yegua y los canastos para los hongos en el galponcito...


Me volví a las once a casa para estar lista a la hora de almorzar. Tenía obligaciones que cumplir. Cuando llegué, fui directo al baño a lavarme las manos y le comenté a mi mamá que saldríamos a juntar hongos. ¿Con esta humedad? Mirá que tenés que volver temprano, me dijo, a las 5 salimos para Rafaela. Me entró una mezcla de ansiedad y compromiso de cumplir con el horario, sabiendo que no dependía mucho de mí. Comimos, recogí las cosas de la mesa sin que me lo pidieran y sequé los platos. Me calcé las botas de lluvia y monté nuevamente la bici. Iba haciendo memoria de cuáles eran los hongos buenos y cuáles los malos.




Cuando doblé en la esquina vi que la yegua ya tenía las riendas puestas, aceleré aún más y volví a apoyar la bici en el paraíso. Subimos a la chata y partimos. Íbamos conversando entre nosotras, sentadas en la planchada del carromato desvencijado con las piernas colgando, que olía a pasto seco y a bosta. Me sentía importante reconociendo hongos. Competíamos por quien juntaba el de mayor sombrero. Desde arriba eran todos iguales pero escondían el color que los hacía comestibles o no. Me encantaba el olor amargo dulzón y acariciar con la punta de mis dedos las laminillas. La sensación de correr en el campo era indescriptible. No pensaba en otra cosa más que en cuántos hongos juntaba cada una. Tomamos el camino de salida del pueblo lateral a la cancha del Club Deportivo Independencia. Me sentía rara cuando cruzamos a Marcos, Ale y su hermanito antes salir del pueblo. Había una dualidad entre la vergüenza y el privilegio. Entre mi querer y lo que quedaba bien, que se iba disipando a medida que nos alejábamos en el camino.


La felicidad se apoderó de mí cuando recorrimos los dos primeros kilómetros, porque solo restaba uno más a la izquierda. Allí se detuvo la yegua a la orden de shhhh. Nos meneamos un poco y saltamos de la chata. Desde una perspectiva superior de conductora, la abuela, sentada sobre un cajón de alambre cubierto con una manta de piel de oveja, nos dijo: ¡vamos a tener una buena cosecha!. Ella los juntaba para hacerlos en escabeche. A mí, la verdad, no me gustaba para nada el escabeche de hongos, lo mío pasaba por otro lado. Esa tarde realmente fue una buena cosecha. Dejamos devastado de hongos cada campo al que accedimos, seleccionando minuciosamente los buenos de los malos y llenando nuestras canastas. Y así pasó el tiempo. Entre la emoción, el recelo y el placer, olvidé decirle que tenía que volver a las cinco.



Nos pasamos por una hora y cuando llegué a casa recibí un castigo de mi mamá. En realidad fueron dos, el primero no lo recuerdo. El segundo, dolió: nunca más vas a ir a juntar hongos, me dijo. Nada podía interferir con su plan de hacer la escapada semanal a la ciudad. Este era el motivo que le permitía permanecer aún ahí. Ella nunca echó raíces. Se sentía un árbol trasplantado al que se le estaba acabando la savia. Hace tiempo que vivo en la ciudad. Soy feliz. Pero a mediados de junio, luego de cuatro días seguidos de humedad, se me viene a la mente el olor amargo dulzón y mis dedos juegan en el aire como tocando laminillas.




SANTO PATRONO Pueblo chico, infierno grande. ¿Será por eso que el mío fue protegido con dos patronos? San Carlos Borromeo y San Miguel Arcángel, el que peleó y le ganó al demonio (por eso lo digo). Uno se debía al nombre del fundador y el otro a un presidente de una comisión de fomento un tanto narcisista. Lo bueno es que teníamos el privilegio de tener dos fiestas para envidia de las localidades vecinas. Ese día, como el de cumpleaños y el de la Navidad, pasaba muy rápido. Por esa razón a mí me encantaban los días previos a las fiestas patronales, cuando aparecía el afiche con el detalle del cronograma de horarios. FIESTAS PATRONALES EN HONOR A SAN MIGUEL 29 de septiembre de 1984 10:00 hs SANTA MISA En la entrada de la parroquia, los tablones ya estaban dispuestos, cubiertos con manteles de colores para la feria de platos. Un rato antes del final de la celebración religiosa, y como era costumbre en esa fecha, el templo se inundó con aroma a mayonesa casera, huevo duro y caramelo de isla flotante.


10:45 PROCESIÓN Yo iba por los trece, por lo tanto había quedado afuera de la selección de las nenas para personificar a los ángeles. Como todos los años, Doña Elba, la sacristana, determinó quién iría de rosa, quién de celeste y quién de blanco. Delante iba la cruz, portada por el esposo de doña Elba, luego la comitiva que llevaba al santo patrono y sus ángeles custodios; último el cura y detrás todo el pueblo (todas las mujeres del pueblo). Había que recorrer tres manzanas caminando despacio y con cantos alusivos.




11:45 FERIA DE PLATOS Las preparaciones de comidas caseras comenzaban en cada familia dos días antes del evento: entrada, plato principal y postres. La costumbre era elegir uno para llevar a la feria y así poder estar entre los clásicos del pueblo: la isla flotante de Olga, los ravioles con salsa de bagna cauda de la señora Marta... Doña Elba era la encargada de poner los precios a cada plato. A mí me encantaba la mayonesa de ave de Blanca, mi vecina, la modista. Cuando mi mamá fue a encargarla, le dijeron que ya estaba reservada por los Ambrogio. En ese momento estábamos con Loli y cruzamos una mirada cómplice: vendrían los primos de los Vincenti, que sólo los visitaban para las fiestas. Llegamos a casa, nos esperaban los hombres que se habían adelantado al suculento banquete con un vermut. 12:30 ALMUERZO Almorcé casi sin participar. No veía las horas que llegase la tarde.


14:30 KERMESSE Comenzaron los juegos: el rompe piñatas, era mi preferido pero las bolsitas colgadas rellenas de harina ya quedaban bajitas para mí. Seguía la búsqueda del tesoro y enseguida la sortija a caballo para los más atrevidos. En el campito comunal había torneo de bochas “por trío” y “a la bolsa” (nunca entendí muy bien esa forma de diferenciar los equipos). Era una condición casi inevitable “estrenar atuendo”. Yo estaba feliz con mi vestido a lunares confeccionado por Blanca. Tenía que evitar ensuciarlo para llegar impecable al danzante de las 20:15. Le acomodé los voladitos de la manga, me abroché las sandalias rojas y me colgué la bandolera haciendo juego. Me detuve frente al espejo del pasillo y erguí la espalda. Ya estaba grande. De la rodilla para abajo aparecía el motivo de burla para los chicos: todavía no nos daban permiso para depilarnos las piernas, pero ya faltaba poco. Saludé y salí.




En la esquina del bar ya estaban las chicas esperando. Nos abrazamos como si hiciera mucho tiempo que no nos veíamos y le susurré a Loli: ¿los viste mientras venías? Ella frunció el seño y negó con la cabeza. La gente comenzó a convocarse alrededor de los festejos. Y entonces, a lo lejos vi al papá. La codeé y le dije: ahí deben estar. Nos dirigimos a la pista de sortija. Era un terreno de varones, sabíamos que nos metíamos en la boca del lobo, pero no nos importó. Respiré hondo, tomé a Loli de la mano fuertemente y nos metimos en el gentío.


Nos paramos al lado del señor Ambrogio “disimuladamente” para ver si podíamos extraer algo de información. Estaba conversando con Don Telmo, el juez de paz. Cuando comenzó a preguntarle sobre la familia “paramos la oreja” y nos apretamos las manos: los chicos bien, dijo, pero ya no puedo traerlos, se aburren en este pueblo. En este momento la fiesta perdió el color. El día comenzó a nublarse y, aunque era primavera, refrescó. Vamos a tomar mate a mi casa, me dijo Loli. El patrono de mi ciudad es San Rafael, pero mis fiestas patronales siguen siendo el 29 de septiembre y el 4 de noviembre.




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