Retratos de ausencia de Rosa de la Rosa Sánchez

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RETRATOS DE AUSENCIA ROSA DE LA ROSA SÁNCHEZ


© de los textos y de las imágenes Rosa de la Rosa Sánchez edición taller contar la propia historia Talavera de la Reina / Buenos Aires 2022


RETRATOS DE AUSENCIA ROSA DE LA ROSA SÁNCHEZ



Dedico este libro a las mujeres de mi familia, a Rosa mi madre, por gestarme y traerme al mundo, a mi hermana Elena, porque me ha hecho enfrentarme a todas las contradicciones, a mi hermana Isabel porque seguramente sea la persona que más tiempo me ha dedicado, a mi sobrina Estela, por ser tan preciosa y hacerme sentir esperanza, y sobre todo a mi hija Martina, que aunque estuvo poco tiempo con nosotros, me recuerda a cada momento toda la profundidad de mi ser. Se lo dedico a mis hombres preciosos y nutritivos: a Pedro, que crece y crece convirtiéndose en un hombre al que me gustaría conocer más. A mi padre por su ternura de “roble” y a Mauri, por el amor que me hace sentir cada día. También le dedico este texto a Ananda y Alicia, por que me recuerdan de una manera muy fresca que la vida sigue.



Reescribo este poema de Clara Janés, para poder sentirla. Dile al pájaro que sólo hay árboles en mi corazón Conservar la lámpara encendida En la total ceguera, Porque la exigencia es; Abrir el perfume de las rosas Y que se ensanche… Venga una oleada, Un agitarse de la tierra, Un derrumbamiento, Una sacudida que desplace la visión! No se reconstruya el mundo antiguo, No se levanten más cúpulas vidriadas, Recójanse los cadáveres y entiérrense Y plántense árboles Donde hubo fortalezas, Árboles en las ruinas, Árboles en las tierras estériles, Árboles en el desierto del pecho, Para atraer a la lluvia, Árboles en la memoria Que se llenen de pájaros y vuelo. CLARA JANÉS (Barcelona 1940)



I

DE REPENTE LOS OTROS

Tengo cálidos recuerdos de infancia, que aún hoy me calientan el corazón y me salvan de muchos naufragios. Me recuerdo en el portal de la casa vieja, donde nos obligaban a coser manteles absurdos durante las vacaciones de verano. Los cosíamos en la hora de la siesta de los mayores y no había que hacer ruido para no despertarlos. El portal era una estancia grande y oscura que comunicaba varias habitaciones de la casa a la vez. Había una gran mesa donde cenábamos en verano y muchas sillas de mimbre. El reloj de cuco que había en la pared empapelada estuvo siempre roto, aunque recuerdo haber visto un pajarito de madera salir de él. Mi hermana mayor que nos acompañaba allí, bordando un mantel rojo con hilos blancos, actuaba como una “tirana”, y no nos dejaba ni movernos. La teníamos más miedo a ella que a los mayores. Aquellas tardes eran eternas de calor y aburrimiento. Dejábamos la puerta del portal que daba al patio entreabierta, para que entrase un poco de luz, pero lo que entraba era un calor infernal. Para poder soñar un poco, poníamos la radio donde se escuchaban los éxitos del verano.



Como era la más pequeña de las hermanas, en ocasiones me perdonaban coser el mantel, y podía leer los libros que cogía algunas tardes en la biblioteca del pueblo. Llegaba a imaginar que pasaba algo que lo cambiaba todo. Pero allí, nunca pasaba nada y todo estaba prohibido. En el patio de nuestra casa, siempre había habido un ailanto que se había cortado porque a los mayores les molestaban los pájaros y no querían barrer las hojas. Los adultos eran demasiado grises para disfrutar de lo vivo. El único que amaba los pájaros era mi padre. En mitad de esas pesarosas tardes de verano un día comenzaron a levantarse las baldosas del portal en grupos de seis en seis, o de cuatro en cuatro, como si nuestros muertos se revolvieran por estar desperdiciando los vivos la vida de esa manera. Pensar que podía ser mi abuelo o mi tío muerto joven, el que estaba haciendo eso debajo de nuestros pies, me hacía sentirme acompañada por los seres de otro mundo, mucho más de lo que me sentía por los de este. Mi hermana, proclive a la histeria y sacando de su imaginación lo peor, se levantó asustada y dio unos gritos que hicieron a mi padre venir corriendo a ver qué cosa terrible nos estaba pasando. Fue él quien nos dijo que no eran más que las raíces del ailanto que aún seguían vivas y fuertes. Pero yo sabía que era mi abuela, que nos estaba hablando y venía a cuidar de mi madre que se había quedado huérfana a los ocho años.


II LA MUJER INCOMPLETA Los hijos no nos pertenecen, porque son de la vida, es una lección que vamos aprendiendo poco a poco según crecen. Tuve un embarazo a los cuarenta y cuatro años Me sentí llena de alegría y me tomé un tiempo para cuidar de mi embarazo y de mí misma. Hacía mucho que no me concedía ese espacio. Después de parir a mi hija, Martina y de sentir una felicidad inenarrable, la perdí mientras estaba agarrada a mi pecho mamando. Me di cuenta de que no se movía y si bien guardé la calma en todo momento, se instaló en mi cuerpo un dolor monstruoso, que aún conservo. Dijeron que fue una muerte súbita, aunque los médicos trataron de recuperarla en una máquina que respiraba por ella y hacia latir su corazón. Durante esos días Mauri y yo sentimos un amor como nunca hemos sentido el uno por el otro y por esa niña hermosa y vulnerable que estaba delante de nosotros. La hablamos, la olimos, la respiramos y nos fuimos haciendo a la idea de todo lo que estaba sucediendo y de que pronto nos tendríamos que despedir de ella. Estela, mi sobrina que sólo tenía diez años y había sentido mucha unión durante el embarazo con esa niña, sintió una tristeza muy grande durante mucho tiempo, tanto que temimos por ella. Un día Estela y yo nos abrazamos, rompió a llorar y pudo expresar su dolor. Después de la muerte de mi hija me he sentido una mujer incompleta, que no se merece nada Muchas veces he sentido ganas de no estar viva.




Mauri y yo hemos pasado muchas rachas malas. Sus hijas también sufrieron aunque no lo he hablado con ellas. No sé cómo abordarlo. Seguí intentando quedarme embarazada, siempre con el yugo de la edad, pero no lo conseguí. Hay un vacío que convive con Mauri y conmigo de forma permanente, aunque también conviven un amor y un respeto muy grandes el uno por el otro, que son muy sinceros. El único momento en que vi los ojos abiertos de Martina, la sentí un ser delicado que no era de este mundo. En ese momento entendí el misterio. Aún siento muchas veces que necesitaba a mi hija para poder amarme y explicarme a mí misma.


III DESPUÉS DEL NAUFRAGIO

Todo este tiempo viviendo sin elegirme. Dejar siempre lo que deseo para hacerlo mañana, siempre para mañana. Me castigo porque pienso que no me merezco nada. Cuando miro la foto con mi “teta” y el perfil de mi hija amada con su naricilla apretada a ella, veo su ojito abierto. Yo no he sido tan feliz nunca, ni sé si volveré a serlo. Cuando una mujer pierde una hija, siente que no se merece nada y eso acaba siendo cierto, porque acaba manifestándose lo que sentimos dentro de nosotras. Todo este tiempo gestándome a oscuras y en silencio, dentro de un vientre que no era más que una casa pero no un hogar. Ahora después de tanto tiempo, siento que de nuevo debo salir de ese vientre y ser capaz de admirar cada detalle de la vida. No soy capaz de jugar realmente con los tiempos verbales de la ausencia. Ausencia de lo imaginado, ausencia de presencia en mi propia vida. Mi perrita vieja, siempre sentada a mi lado, tan fiel, me recuerda que aún soy capaz de enternecerme, de sentir dentro de mi vientre “confianza”. Y yo me pregunto, ¿Quiénes somos después del naufragio?




IV

GESTARME DE NUEVO

Cuando era niña todo me parecía posible, después en la edad adulta me sucedieron cosas que me han hecho dudar de las posibilidades que encierra la vida. Durante la época mala me gustaba nadar o imaginarme nadando. Nadar debajo del agua, seguir nadando y con los ojos abiertos ir viendo todos los peces de colores pasar próximos rozando mis piernas. Sentir la seda del agua acariciarme los pechos. Todos los ruidos amortiguados y todas las prisas de fuera a cámara lenta. Siento que el agua me protege. Quisiera estar mucho más tiempo aquí adentro nadando dentro de este vientre protector. El agua siempre me ha fascinado, porque somos un noventa y cinco por ciento de agua, porque puede ser sólida, líquida o gaseosa, pero sobre todo me gusta porque paso de sentir la gravedad a sentir la ligereza. En este útero me voy gestando, voy creciendo, me observo. Muevo las manos y las piernas. Me siento un ser de otro mundo. Toda sensibilidad. Sé que tengo que salir de este útero, de este agua y afrontar lo que he perdido.



V

LA CITROEN C15

De niña me encantaban los días en que nos subíamos toda la familia a la furgoneta Citröen C15 de mi padre, para ir a la casa de mis abuelos. Mi padre y mi madre iban sentados siempre delante, y nosotras, las tres hermanas, con mis primas, nos subíamos en la parte trasera donde no había asientos porque mi padre los había quitado para transportar las ovejas al matadero. Entonces subíamos unas sillas de madera muy bajitas con asientos de enea, que poníamos en el suelo de la furgoneta sin ninguna sujeción. Cada vez que mi padre daba un frenazo las sillas se iban para adelante o para atrás según cuál fuese la dirección de la furgoneta. A veces nos caíamos de espaldas con silla y todo. Los que no se caían se reían del que estaba en el suelo en ese momento. En ocasiones podíamos hacernos hasta un buen chichón. Pero a nosotras subir en la furgoneta de mi padre para ir en “ca” mi abuela era una de esas aventuras que no te podías perder, sobre todo cuando estaba lloviendo.


VI

HACER EL AMOR

Recuerdo mis comienzos con Mauri, ¡Qué locura tanta pasión! Sentir tanta adoración el uno por el otro. Pasábamos horas haciendo el amor y después dormíamos durante horas, para despertar y seguir haciendo el amor. Acariciarnos. Cogernos de las manos, para mí unas manos tan bonitas, tan distintas y tan perfectas deseando amarse y abrirse camino juntas, pero cuántas cosas que nos impedían hacerlo. Sobre todo el miedo propio. Después de muchas dudas y desencuentros, sentir que el camino también puede ser llano. Que la pérdida puede compartirse. Mirar a sitios distintos, y aceptarlo, aceptar al otro y a uno mismo. Perdonarse. Amarse. Elegirse. Seguir adelante confiando en la vida, con la sensación de que “todo es posible”.



VII

MIRAR LA FOTOGRAFÍA

Todavía me duelen los recuerdos aunque no tanto como antes. Un día de agosto en casa de mis padres. Yo friego los platos mientras mi madre y mi sobrina Estela se sientan a hablar en la cocina. Mi sobrina, tierna y preciosa, con el pelo negro que la hace parecer un poco indígena. Lleva un vestido de cuadros, como de niña, que no le va con su cuerpo demasiado desarrollado para su edad. Mi madre, con la mirada perdida hacia no se sabe dónde, pero feliz por la presencia de la niña que tanto la estimula y la reconcilia con todo y riendo con una risa que ya no es risa. Con sus vestidos frescos de “andar por casa”, las dos sonríen felices sin necesitar estar ni en otro tiempo ni en otro lugar. Recuerdo que mi padre, ese día estaba afuera sentado en la terraza, con los pies metidos en el agua en una palangana de porcelana. No llevaba camisa porque hacía mucho calor, y su tripa demasiado blanca comparada con sus brazos, me daba un poco de grima. Su perro Chispas siempre a su lado mirándole con las orejas hacia arriba, como a la expectativa. Miro la foto y creo que yo estaba triste ese día, a pesar de lo preciosas que estaban, porque echaba de menos a mí hija.




VIII

LOS VIERNES CON MI MADRE Las cosas que nos salvan de los naufragios son más sencillas de lo que creemos. Todos los viernes desde hace dos años pido un permiso en el trabajo para llevar a mi madre al hospital. Salimos de casa casi de noche y mientras conduzco intento hablar con ella. —¿Cuentame algo mami? —Hija, y que te voy a contar sino hablo con nadie, dice mi madre ausente. —Pero bueno, si todos los días va a verte la Isa y tu nieta Estela, no te quejarás todos los días hablas con alguien mujer. Oye y con padre también hablas. —Sí, hija, “la Estela” va todos los días a verme cuando viene del instituto. ¡Qué guapa es! La verdad es que es muy buena muchacha. Otra vez calla y mira hacia adentro de nuevo. —Mira madre, ha llovido estos días y está la siembra ya verde. ¿Te gusta verlo? —Sí, si me gusta. Con su mascarilla puesta en el coche y yo con la mía en el asiento de al lado conduzco a mi madre como un “pajarillo” frágil, hasta el hospital. Como cada viernes desde hace dos años… —Y dime hija, no me acuerdo a dónde vamos…


IX

LOS OJOS DE UCRANIA

Los ojos de Ucrania, así título yo a la reproducción que estoy pintando en pastel estos días, y que pertenece a una imagen que cogí de internet del pintor Derek Jones. Me fascina la mirada de la mujer que intento reproducir. En el original calculo que puede tener una edad de no más de veinte años, pero en el dibujo que estoy haciendo, parece tener al menos treinta y dos. Me gusta pintar rostros de mujeres tristes, porque todas tienen un aire que reconozco en mí.



No sé qué intentaba transmitir el pintor en su obra, porque siempre pinta hermosas y trágicas mujeres inacabadas, siempre con rictus serio, con miradas muy tristes, pero a mí la que estoy pintando me parece una mujer que huye de la guerra de Ucrania. No puedo llegar a imaginar si va con sus hijos, si los tiene. Quizá alguna hija adolescente, que cuelgue la guerra por instagram, o quizás niños pequeños con peluches y maletas con ruedas. Tampoco sé si su marido se quedó luchando en la guerra en contra de su voluntad, o si sus padres son ancianos como los míos y se han tenido que quedar en casa porque no tienen fuerzas para huir de la guerra.



En casa de mis padres he visto hace unos días a un corresponsal ucraniano, que conectaba con la televisión española, desde Kiev, Mariúpol o Leópolis. Estaba en la estación vacía de metro de una de esas ciudades que no recuerdo, esperando para ir a casa. El chico sonreía mientras contaba lo que estaba sucediendo allí. Su cara, demasiado hermosa para lo terrible de la situación, tenía unos dientes demasiado grandes y que le hacía forzar aún más la sonrisa. Los ojos azules y el pelo rubio, le daban un aire como de un ser de otro mundo. Mi padre dijo que no sabía si era un hombre o una mujer. Es verdad que tenía una de esas caras que no parecen tener sexo de tan bellas que son. Yo le miraba los ojos azules, como los de la mujer del cuadro que estoy reproduciendo, y pensé que esos también son los ojos de Ucrania, los ojos de la tragedia de Europa o de la tragedia personal.




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