A. Savio
Sigue, sigue Silvana
QUE SIEMPRE VUELVE PRIMAVERA
© de los textos y de las imágenes Silvana A. Savio edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2021
Sigue, sigue, que siempre vuelve primavera Silvana A. Savio
Me llamo Silvana. Ocho de cada diez veces la gente me llama
de cualquier manera: Sandra, Sabrina, Susana, Silvina, Silvia, Savahna y otras variantes. Menos Silvana Aprovechando unos de mis tantos cambios de países, alguna vez probé dejar de llamarme Silvana. Fui
Alexia
de Alex de Alexandra de Alejandra
mi segundo nombre. Funciona mucho mejor. Pero sigo intentando ser Silvana. Aunque no descarto ponerme algún día el sombrero de Alexia y ya no quitármelo más.
La mía fue una infancia feliz. Bien feliz. Vivíamos en Buenos Aires, en la Capital Federal. Mi papá, el más inquieto del mundo. Mi mamá, la más linda y elegante del mundo. Cada fin de semana partíamos con amigos hacia la NATURALEZA: Avionetas en el aeródromo de Don Torcuato, lanchas en el Tigre, autos de rally por la Pampa de Achala, sánguches de El Monarca en el Golf Club Mar del Plata, el mar de Los Acantilados, asados en las quintas, ….. Siempre en grupo. Papás y mamás con sus proles. Una hermosa bandita de niños y niñas felices.
Soy alondra. Siempre lo fui. A la noche mi mamá cerraba la persiana de mi dormitorio, pero yo me despertaba antes del amanecer, con el canto de los primeros pajaritos, y la abría para ver clarear el nuevo día.
Aún durante la semana me despertaba antes de que a mamá le sonara el despertador. Abría la persiana, manoteaba el libro de la colección Robin Hood que siempre me esperaba al lado de la almohada y leía hasta que escuchaba los ruidos de mamá en la cocina preparando el desayuno. Recién ahí saltaba de la cama. Me encantaba ir al colegio.
Una tarde, cuando tenía ocho años, un grupo de compañeras me abordó a la salida del cole. –No vamos a ser más tus amigas. Hablo en nombre de todas. –¡¡No!! ¿Por qué? –¿Todavía no te diste cuenta? Somos todas fosforitos con cabecita de un color. Vos sos el único fosforito con cabecita de otro color. No encajás. ¿Entendés? NO ENCAJÁS. Lloré para adentro tres días y tres noches sin parar. Nunca se lo conté a nadie.
Me lo creí. Todavía hoy no sé cuál es mi color.
Cuando tenía once años, remontamos el río Paraná hasta las Cataratas del Iguazú en un barco de la Flota Fluvial del Estado. Me enamoré a primera vista y para siempre de la naturaleza tropical. Supe por instinto que era mi hábitat. Ese día nació un sueño que me acompañó hasta los cincuenta y dos años, cuando se hizo realidad.
A los veintiún años me casé. Un día estaba en mi país, con mi familia, mis amigas, en mi entorno y tres días después aterrizaba en el país donde me instalaba a vivir “para siempre”. En ese momento, tomaba muchas decisiones que eran para siempre: la carrera, el matrimonio, el lugar para vivir, los muebles… Fui una plantita tropical trasplantada a un pueblo congelado de Alemania. Primero me marchité. Cuando me recuperé, seguí creciendo sin vigor, sin colores. Perdí mi espontaneidad y mi frescura. Ambas se congelaron. Me fui tornando seria, inhibida, callada y temerosa.
Ahí fue cuando empecé a escribir. Esa primera vez que emigré de mi país, de mi ciudad, de mi barrio, de mi familia. Escribía cartas manuscritas, de seis o siete carillas, en papel casi transparente, porque así eran los papeles “para avión”. Quería transmitirle a mis padres el asombro de todo lo que llenaba mi nuevo mundo, un mundo del que ellos habían emigrado de la mano de sus padres cuando apenas podían caminar solitos y al cual yo estaba regresando. Todavía no sabíamos que las historias de migraciones iban a ser constantes en nuestra familia. Cada tarde, la boca roja del buzón de hierro de la esquina se tragaba mi carta. Así, mi mamá recibía una carta mía a diario. A veces el correo se retrasaba y le llegaban dos o tres juntas. Entonces tenía lectura para rato.
Durante esos años viví un duro silencio y soledad,
pero también tengo recuerdos mágicos.
Si mi madre hubiera conservado las cartas, cada día estaría documentado. Pero después de juntarlas durante varios años, las tiró en bloque. Probablemente porque ocupaban lugar y juntaban polvo. Las cartas guardaban los relatos de los paseos por los bosques encantados de Alemania, los pinos cubiertos de nieve. Guardaban el carruaje de cuatro caballos, llevándome al castillo de la reina María Teresa de Austria, cuyas puertas se abrieron sólo para mí y pude recorrer los jardines y los salones, vacíos de turistas y llenos de fantasmas que bailaban el waltz.
Guardaban también el convento silencioso en un pueblito espectral y las campanadas en la noche de neblina que nos despertaron cada nueva hora. Guardaban las caminatas por las calles de adoquines que pisaron los caballeros medievales. Guardaban los paseos por los viñedos de Francia y por las praderas de Heidi. La magia de esos paisajes alimentó mi alma y mi imaginación. Pero el silencio y la soledad se me pegaron en los huesos. Ya no me los pude sacar más.
Escribo para clarificarme. Escribo para aflojar la presión. Escribo para ver si logro descorrer los velos Hoy ya no escribo cartas, pero escribo.
de la complejidad de la vida.
El primer café con leche del día, en la cama, con mi cuadernito y mi lapicera azul, es mi
momento favorito. Trato de no perdérmelo nunca, esté donde esté. Nunca vuelvo a leer lo que escribo en mis cuadernitos. De tanto en tanto, cuando siento que ya se cumplió una etapa, los quemo. Una especie de ritual. Energía que transmuta, que se lleva lo que se
Escribo mi mundo interior y me gusta ayudar
tiene que ir. Hace lugar.
a otros a escribir sus mundos también.
Puedo escribir la historia de mi vida. Pero cuando llego al Quiebre, ya no puedo seguir. Lo intenté muchas veces.
Cuando llego a ese punto, no va más. Es como el muro de los maratonistas. El cuerpo no responde, me duele todo, la mente se me nubla y no puedo avanzar. Si escribo la historia como yo la viví, puedo lastimar a muchos. Y no puedo hacer eso.
No puedo porque los amo. Por eso doy muchas vueltas antes de llegar al punto y no soy del todo clara.
Necesito que mi historia entreteja la trama de la vida y que al llegar al Quiebre no se rompa. Que lo abrace hasta estrangularlo. Que lo integre como a una parte del tejido. Y que así me permita co nti n ua r más allá. Necesito cerrar. Para dejar de sangrar. Para cicatrizar.
Pocos saben, que no puedo evitar remitirme siempre a la letra de alguna canción. Todas las canciones que escuché alguna vez bailan en mi cabeza y siempre se me aparecen las palabras de alguna estrofa que expresan exactamente lo que siento. Tengo que hacer un esfuerzo para contenerme y no meter dentro de las conversaciones una cita musical. Hay gente que se exaspera con ese casi inevitable impulso mío.
Hoy me revoloteaba esta canción de María Elena Walsh: “Tantas veces me mataron, tantas veces me morí, sin embargo estoy aquí, resucitando. Gracias doy a la desgr…” No, no sigo. A la desgracia no le quiero dar las gracias. Eso de sentir gratitud hacia todo lo que trae la vida, hoy está muy en boga. Pero a mi no me sienta. Trabajo ayudando a la gente con sus mayores desgracias. Y aunque a veces uno logra sacar enseñanzas, hay veces en que no encontramos nada de nada para agradecer. Sólo queda aceptar. Pero de ahí a agradecer… quizás sea para iluminados. Yo ahí no estoy, al menos no todavía.
Ahora mismo, hay dos canciones que me están danzando adentro: “On and on, and she keeps on trying. And she smiles when she feels like crying. On and on….” de Stephen Bishop. “Black…black… I go back to, I go back to black …” de Amy Winehouse. Eso es lo que hago siempre. Sigo intentando y sonrío cuando tengo ganas de llorar pero sigo intentando. Y cuando pienso en cómo, de un momento a otro, la mitad de mi vida quedó en la oscuridad a causa del Quiebre, entonces me pasa esto: black, negro, negro, I go back to black, me vuelve a invadir la tristeza negra.
Ayudar. Ayudando a otros, me ayudo yo a vivir. Porque me resulta fácil perder el porqué de la vida. No, digo mal. El por qué de la vida nunca lo
encontré. Lo que me resulta fácil es perder el para qué. El para qué más grande, intenso, potente y transcendente fue criar a mis hijos. Fui una mamá gallina, con mis dos pollitos a todos lados. De la importancia de mis otros para qué, tengo que convencerme casi a diario. Lo canta Andrea Bocelli : “Ma la vita, ma la vita cos’è?” ¿Qué es la vida?
Si con mi ayuda toco otras vidas, si ayudo a que vivir sea un poco menos difícil, entonces siento que estoy teniendo un para qué valioso. A los quince años quise ayudar a proteger la fauna silvestre. Donaba a la Fundación Vida Silvestre el dinero semanal que me daban mis padres. Al año siguiente, empecé a hacer de voluntaria en la maternidad de un hospital. Desde ese momento, siempre estuve haciendo trabajo voluntario de ayuda a la comunidad. La vida no me trajo dinero con mis voluntariados, pero me trajo mucho afecto de la gente y también me trajo el amor.
El divorcio no fue el Quiebre. El fin de mi matrimonio no representaba un fracaso. Era el cierre de una etapa exitosa de veintitrés años y el comienzo de otro ciclo, en el cual yo desplegaría alas que había querido desplegar desde chiquita y no había podido: calidez, compañerismo, romanticismo, sensibilidad artística, creatividad. Fui ingenua. O estúpida.
Tuve una especie de daltonismo
psicológico. Fui daltónica hacia mi propia familia. En mis ojos estaba la comprensión y el amor incondicional. No consideré nada más allá de eso. Yo quería SUMAR. Como en el Black Jack cuando uno tiene dos Ases y hace un Split. Mi ex-marido y yo éramos dos ases. Él encontraría a su Reina y yo a mi Rey, y todos íbamos a estar mejor.
Recibí el email de respuesta a mi ofrecimiento como voluntaria para las comunidades aisladas del noroeste de Argentina: “Estimada… no necesitamos psicóloga… Usted insiste… saturado de charlas y de cafés… ok… la espero mañana 13 hs. en la sede de la fundación”. Llegué unos minutos temprano. —El Doctor aún no llegó —me dijo el encargado. Espere aquí en el lobby. Me senté en un sillón de espaldas a un gran ventanal que daba a la calle. —Ahí llega el Doctor —me dijo mientras miraba por encima de mí, hacia la vereda. Sin levantarme del sillón, empecé a darme vuelta para ver quién llegaba. El tiempo se ralentizó.
Entró en otra frecuencia y sentí que mi cuerpo en el sillón giraba en cámara lenta.
Del otro lado del ventanal, vi a un hombre
que, también en cámara lenta, se bajaba de una Kawasaki Police, la moto de Chips, la
moto de mis sueños, se sacaba el casco con un movimiento de adelante hacia atrás, hacía contacto visual conmigo y de repente sonreía. Una sonrisa que decía… una sonrisa que decía… Él asegura que se escuchó decir a sí mismo: Llegó la mujer que estuve esperando desde siempre. Y ella no lo sabe. Le tienen que preguntar a él todas las otras cosas que decía su sonrisa. Él lo cuenta mucho mejor que yo. Ese Rey hoy es mi marido.
No. El divorcio no fue el Quiebre. El Quiebre fue lo que vino después. La nueva Reina sumó, tal como yo había imaginado. Pero no hubo lugar para mi Rey.
Desde entonces viví una vida partida en dos. Tal vez por eso la gente empezó a confundir mi nombre. Una mitad tremendamente triste. La otra mitad expandiéndose con felicidad.
Entre todo lo valioso que mi Rey trajo para mí, me trajo la posibilidad de cumplir el
sueño
de toda mi vida. Juntos emprendimos la aventura al corazón de la selva amazónica peruana, a brindar atención médica desde un barquito hospital. Fueron viajes de felicidad plena, recorriendo el río Amazonas y sus tantos brazos, llegando hasta los asentamientos más remotos de la civilización, donde sólo ven a un médico una vez al año. Días y noches sin luz eléctrica, sin teléfono ni internet, tomando agua del río, filtrada, con mucho calor y humedad. Una felicidad pegajosa. Así como mi experiencia en Alemania me pegó la soledad en los huesos, mi experiencia en el Amazonas me pegó la felicidad en el alma.
Hasta hace un tiempo creía que uno cosecha lo que siembra. Ahora me cuesta creerlo. Yo sembré amor, y aunque seguramente senoicacoviuqe por miedo, sembré también equivocaciones, por cobarde o por no lastimar, siempre trabajé mi jardín desde el amor. Pero no coseché todo lo que esperaba. También creía que el tiempo lo cura todo. Ya no lo creo más. Hay heridas del cuerpo que si no se atienden a tiempo, al final hay que amputar. Hay fisuras en las relaciones que, sin la atención que requieren, solo se van abriendo más y más, y se transforman en abismos.
No puedo cambiar a los demás, lo que piensan, lo que hacen, lo que sienten. Pero necesito integrarME por dentro. Para poder seguir. Aunque quede cicatriz. Y aunque sea queloides, como todas mis cicatrices. Asumo las pérdidas. Dejo de llorar por lo que perdí. Por mucho que llore, ya lo perdí. Me llevo enormes ganancias. Rescato de mi pasado lo que me sirve, lo que me hizo feliz. Aprendo.
Ya no puedo deshacer el dolor que sin querer causé a otros. Pero quiero cerrar. Ya no vuelven los años que no compartí con mis hijos como mi alma anhelaba. Pero quiero cerrar. Ya no puedo volver a pegarme las alas de la ilusión.
Pero quiero cerrar. Ya no me animo a soñar. Pero quiero
cerrar.
No puedo olvidar. Pero quiero
cerrar.
Ya no voy a hablar más. Ya voy a
cerrar.