Tierra roja de Gise Kohnen

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TIERRA ROJA Gise Kohnen


Š del texto y de las ilustraciones Gise Kohnen Edición taller contar la propia historia Misiones / Buenos Aires 2020


TIERRA ROJA Gise Kohnen



Cuando sobrevolé África lo sentí. Algo dentro mío reaccionó desde las tripas. Lo vi desde arriba y lo reconocí.

Su extensa vegetación, sus caminitos de tierra roja.

“¡Tan parecido a casa!”, pensé.


Ya desde el avión me sentía entusiasmada, una adrenalina potente que corría como un gran río por dentro, en estado de ebullición, desordenada, expansiva, feliz.

Había carteles con letras que intentaban decirme cosas que no entendía.

Bajé. Toqué el asfalto con los pies. Vibré.

Aunque era la primera vez que pisaba ese lugar había ahí algo muy familiar para mí, como si tuviera la certeza de que ya lo conocía.

Me encanta viajar porque colecciono diversas emociones: entusiasmo, obnubilación, melancolía o reencuentro... pero esa vez cuando el guardia de migraciones me puso el sellito en el pasaporte sentí una nueva: orgullo.





Era como si algo o alguien me estuviera guiando, iba atraída por la energía invisible de un imán inmenso. Fuimos cinco. Éramos cuatro mujeres y un hombre, David, el novio de Ale. Ellos dos venían de Porto Alegre, “gaúshos”, y Mayra de Belo Horizonte, un poquito más al norte. Valeria, la cuarta, de algún lugar de Italia.

Decían que teníamos que ir con un hombre porque era peligroso, la cultura es muy diferente. “Ofrecen camellos por las mujeres”, “es una cultura muy machista”, “si entrás a ver a un lugar, tenés que comprar”, “regateá, regateá, regateá, para ellos es una forma de respeto pelear el precio, algo así como demostrar tu interés”, me remarcaban.

Tomamos un taxi. Pegué la nariz al vidrio del asiento de atrás, observando. El taxista hablaba con los chicos, preguntando dirección, relatando la historia de los barrios de Marrakesh.

Mientras miraba la marca de la nariz hacía foco, lo demás. Lo de atrás, se veía borroso, pasaba en movimiento. Me tomé un ratito en ese momento. Me vi de más chica, más enana, más energética, acumulando información sobre ese lugar.


En esa época registraba todo lo que encontraba en revistas: especies de animales mal recortadas y pegadas en collage en mis diarios, los biomas ilustrados del manual de Santillana, figuritas con su flora y su fauna. Escenas con mi papá mirando Discovery, esperando un programa sobre sabanas para obnubilarme con el Sahara. Me impresionaba que pasara de ser desértico a llenarse de colores después de “La Gran Inundación”. Las tomas eran un desfile de colores y texturas increíbles, mientras la voz en off contaba que los elefantes emprenden una peregrinación de meses en manada para llegar a ese lugar y reencontrarse con el agua. Los guía el elefante más viejo, que por lo general es una hembra porque ya conoce el camino.

Como siempre, acelerada, intentaba dimensionar cuánto tiempo lleva todo ese proceso. Cómo un desierto, a través del tiempo, se convierte en un oasis. Hay un río que lo recorre por dentro que guía, hay manadas de animales que saben dónde hay que ir, y hay un suelo que se transforma; recibe el agua y la deja evaporar para que el círculo de la vida vuelva a comenzar.




Recordé que mi mamá había mencionado la historia de alguien de mi familia, algún ancestro que había vivido ahí. Me preguntaba qué fue a hacer, cuál fue su historia, si habría recorrido ese camino, como el elefante que guía a los demás o si finalmente habría encontrado el agua. Llegamos. El taxi nos dejó en una plaza porque las calles eran muy angostas, no entraban los autos y en algunas ni bicicletas.

Era de noche, las luces eran cálidas, las paredes de arcilla. Artesanales. De camino al hostel, me dejé llevar por uno de los chicos que ya se había ubicado en el mapa. Yo soy muy mala para eso, incluso con el mapa en la mano, así que no me molestó, me gustaba dejarme llevar. A medida que nos íbamos metiendo más profundo en las calles, veía pasillos más angostos con paredes bien, bien altas. Me daban un poco de miedo. Seguimos caminando hasta las luces. Llegamos a una plaza gigante, repleta de gente en movimiento. Europeos con zapatillas, quemados por el sol, con medias altas y cámaras bien caras colgadas del cuello, le sacaban fotos a los encantadores de serpientes. Otros más flaquitos con rasgos asiáticos, pelo lacio y sonrisas desplegadas disfrutaban de los platos de comida que vendían en carritos callejeros.



“Nossa Senora!”, oí a Mayra mientras un comerciante y un mono disfrazado con pantalones y chaleco fucsia se acercaron tanto a David que el animal le saltó al hombro. El comerciante sacó una foto y se la ofreció a David a cambio de unos cinco dirhams, serán unos cien pesos argentinos. “De ninguna manera”, dijo David mientras aceleramos el paso hacia un puestito con muchísimas frutas para salir de la situación. Mayra le señaló al vendedor un vaso con jugo de naranja que estaba sobre el mostrador. Yo opté por un agua mineral “pero que esté cerrada porque mirá que el agua que tienen allá te descompone, tiene mucho fósforo para el que no está acostumbrado”, me resonaron las recomendaciones en la mente.

Mientras esperábamos, un hombre se nos acercó con paso ligero. Tenía tez oscura, ojos verdes claros de revista; en una mano traía una botella de coca y en la otra, un block de hojas. Nos tanteó en distintos idiomas para ver de dónde éramos, con frases pre fabricadas: “Me iamo Antonio Bandewras” acompañado de una cara de galán, levantando una ceja y sacando pico; atendió a nuestra reacción y probó con otro número:“Brasiu, larairairairai…”y agregó algunos pasitos que simulaban ser samba. Un samba con mucha actitud, pero muy mal logrado. Su carisma nos convenció y nos quedamos charlando un rato más. Cuando llegó el momento oportuno, sacó su block de hojas y nos ofreció destinos turísticos para conocer.


Todos sonaban muy bien, hasta que nos habló de un viaje de varios días hacia lo profundo de las dunas con estrellas gigantes. Enseguida dijo las palabras mágicas: una excursión al Desierto de Sahara. Nos miramos entre todos, sabíamos que era ese el lugar al que íbamos a ir. Otra vez me sentí vibrar como si tuviera un detector de metales en una playa, tiit, tiit, tiit, que me guiaba. El viaje nos llevó varios días. Los primeros fuimos en combi por las rutas, con caminos que serpenteaban entre distintas alturas y expresiones de asombro. Los paisajes eran una maravilla, pasamos de una vegetación frondosa y bien verde que se solapaba con la tierra roja. Conocía ese contraste: mi casa de Argentina tiene la misma paleta de colores. Nací en Misiones, en triple frontera con Paraguay y Brasil. Si bien son tres países inmensos, con climas variados, justo ese punto donde se unen por los ríos Iguazú y Paraná comparten una fotografía espectacular: un manto verde mate caótico que une un cielo azul con la vertiente roja del agua, en perfecta armonía. Y todavía se vuelve más imponente con los sonidos. Mientras más nos acercábamos al desierto, un silencio absoluto nos comenzó a abrazar. Allá, en casa, la selva habla un montón.


Finalmente llegamos al desierto. Se me achicharraba la panza y se me expandía el pecho, como si me estuviera encontrando con un famoso… Me sentí chica de nuevo y pensé: “Estoy en el mismo lugar donde vivió el Rey León, el mismo lugar donde aterrizó El Principito, donde sucede La Gran Inundación. Estoy en una página de mi cuadernito, en una tierra mágica.” Donde muchos encontraron respuestas. Cuando volví a Misiones, mi papá me contó que su abuelo vivió en África mucho tiempo. Juan Enrique Pedro Carlos Kohnen, nació en 1880 en Jonesburg, Alemania. A los 22 años, luego de recibirse de Ingeniero civil decidió irse a África. Él tenía la misma edad que yo cuando fui de viaje a ese continente. Me acordé del imán inmenso. ¿Será eso lo que reconocí? A partir de ahí comenzó un diálogo infinito. ¿Quién era? ¿Qué hizo todos esos años? ¿Le habrán gustado los animales? ¿Qué le habrá parecido el desierto? ¿el té de menta? ¿se habrá hecho amigo de los nómadas? Capaz era como ellos, silenciosos. En el desierto no te quedan muchas chances. Todo te hipnotiza: el horizonte, las llamas de las fogatas en contraste con el cielo.



¿Se habrá obnubilado con el tamaño de esas estrellas del desierto? A mí me hicieron acordar a los cuadros de Van Gogh, estaban inmensas ¡y tan cerquita!

Sin embargo, aún habitando esa tierra mágica, llena de eventos, no se quedó en Africa… ¡Se fue para América! ¿Qué habrá ido a buscar? Quizás sólo fue siguiendo la pista de la tierra roja. O tal vez, ésta lo enamoró. De una u otra forma estoy segura que este libro que comenzó con una resonancia, siguió con una pregunta y avanzó acompañando la intriga sobre mis ancestros, mi familia, y sobre el desenlace de mi historia familiar, es una forma de comunicarme con mi bisabuelo y decirle gracias.

¿Ya chequeaste esa resonancia o pista en tu historia familiar?

¡Te invito! ¡Te prometo que vale la pena!





Epílogo

Una vez que Juan terminó su trabajo en África, su hermano se volvió a Alemania. Sin embargo, Juan decidió apostar por América, y se embarcó hacia Brasil. Según lo que me contaron, estuvo un tiempo en el Amazonas hasta que bajó a Río Grande do Sur cerca de San Borjas, frente a Paso de los Libres.

Ahí vivió varios años, hasta que se estableció en la colonia de Ijuí donde se casó con Ely y tuvo X hijos. Algunos de ellos peregrinaron a pie hasta Paraguay, pasando por Posadas donde tiempo después se establecería uno de sus hijos: Otto Kohnen, mi abuelo.

Gracias a que Juan revalidó su visa en Porto Alegre, podemos tener la nacionalidad alemana que, por supuesto, significa mucho más que eso. Nos dio pie a una infinidad de detalles que hoy veo en muchas historias familiares, en nuestras costumbres, en muchos rasgos físicos como la nariz (tan peculiar) de mi papá, en el carácter y supongo que también en nuestro amor por los viajes y el coraje de emprender el descubrimiento de lo desconocido.


Como lo hago en este preciso instante con este libro que es mi primer libro ilustrado, mi primer texto y mi primer acercamiento al proceso de escritura. Yo pensaba que escribir era algo mĂĄs estructurado, menos dialogado, menos Ă­ntimo y no tan revolucionario.

Gracias Juan, me gusta pensar que esta es, entonces, mi mejor forma de honrarte y darte las gracias por dejarte llevar por la tierra colorada.

Gisela



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