UNA ABUELA DE CUENTO Mónica Yaconi
© de los textos y de las imágenes Mónica Yaconi edición taller contar la propia historia Santiago / Buenos Aires 2021
UNA ABUELA DE CUENTO Mónica Yaconi
A mis adorados nietos, que llenaron mi vida de magia y amor.
Se abren las cortinas, el teatro de la vida se presenta. El lugar es pequeño, inmaculado, la mesa de trabajo está invadida de ingredientes. Momo acomoda las cuatro sillas y alegre entona una melodía. Todo está listo para recibir a las alumnas. Una vez a la semana la tarde vuela entre risas, abrazos, polvos de hornear y condimentos. La última temporada de funciones llega a su fin, el verano y las vacaciones no esperan. Los reflectores se apagan y el sonido del reloj cucú enmudece con el tiempo. Los delantales quedan congelados en la penumbra de una cocina vacía.
Momo, como de costumbre, comienza a escribir en su diario: Hoy fue el último día de clases y ya las extraño. Mis abejitas polinizan la tristeza en amor. Me preguntaron cómo era mi abuela, no supe qué decirles. Nunca pude contar con ella, la recuerdo distante, fría, inalcanzable, seca. En el colegio todas mis compañeras hablaban de las anécdotas junto a sus abuelas, de lo bien que lo pasaban, de la cantidad de chocolates y golosinas que les regalaban. Yo me quedaba muda. A veces era tanta la alegría de oír los relatos de caricias vacías, entonces inventé cuentos. Se sentaban a mi alrededor y les hablaba de mi abuela luchadora, la abuela defensora, la abuela protectora.
Su nombre era Lea, la llamábamos Mamau, escasas veces fui a su casa. Almorzábamos rodeados de una docena de gatos recogidos de la calle, gatos atigrados, negros, blancos, que se paseaban bajo la mesa como amos del lugar. Rozaban mis raquíticas piernas con sus gruesas colas erizándome la piel. Aunque no los soportaba estaba prohibido hablar o quejarse, así que resistía a las caricias gatunas. Debo reconocer que me hubiese gustado ser uno de ellos, quizás así mi abuela me hubiese amado.
El piano de cola negro ocupaba casi todo el living, arriba de él un busto de mármol blanco. Una pieza al lado de la cocina se ocupaba como escritorio, era el santuario del tío Zarco que coleccionaba diarios. Las paredes estaban tapizadas de esos papeles amarillentos, las repisas repletas hasta el techo. Abrir la puerta de ese lugar era sentir humedad, encierro, bosques destruídos y vejez.
Creo que el sentido del olfato se me agudizó dentro de ese abrumador espacio. Intento revivir los detalles, llegan a mí como destellos de luz. Descubro a mi abuela abrir en forma ceremoniosa un paquete de galletas de jengibre, era el premio luego de haber comido un plato de lentejas desabridas. La citroneta bajo el cobertizo cubierta por una funda verde era su preferida, la llamaba “mi Chepita”. Hablaba de ella con ternura como si ese montón de chatarra pudiese sentir… Una tortuga descansaba al sol rodeada de cardenales rojos.
Oda a la Mamau Mi abuela la desconocida Mi abuela la inventada Mi abuela la huérfana Mi abuela la nacida en Hamburgo Mi abuela de padre alemán judío y madre austríaca católica Mi abuela la añorada Mi abuela la sufrida Mi abuela la carente… Mi abuela la que una tarde de otoño se desvaneció entre las hojas secas.. Mi abuela la que dejó de vestir un alma solitaria en busca de un damasco al cual trepar…
La colmena Era una tarde de verano caluroso, las hojas de los árboles permanecían quietas. Juanita jugaba con su prima en el jardín y observó a su madre leer bajo la higuera. Se acercó despacio y la cubrió de besos mientras sus hermanos se mojaban bajo el agua que caía a chorros por la manguera. Se tendió en el pasto y vió una colmena asomarse entre las ramas del damasco, alucinada corrió a avisarle a la abuela. La encontró afanada preparando una rica cazuela de pavo con chuchoca. Ese caldo caliente era su especialidad. Cortaba de manera prolija porotos verdes, papas, dientes de ajos y pimiento rojo. —¡Amores, confíen en mí! —¡Mamau, es peligroso! —gritaron todos a la vez. —¡Tranquilos, sé cómo hacerlo! Buscó en la pieza donde se guardaban las herramientas y volvió con una sierra. La siguieron hasta el árbol frutal.
La mamau, mujer de pechos voluptuosos, reptó ágil por el tronco, protegió sus carnes regordetas con una sábana blanca, los dos orificios dejaban ver sus ojos saltando de un lado al otro. —¡Cuidado! —imploraron los pequeños. El ruido de la sierra cercenando la rama era ensordecedor. —¡Cálmense, ya casi termino! —les gritó. Las abejas revoloteaban, golosa chupeteó la miel dorada que escurrió entre sus dedos pero fue difícil mantener él equilibrio, la sierra voló junto con ella por los aires y el panal aterrizó sobre su cabeza. —¡Por la cresta! La abuela se alejó gritando y Juanita detrás riendo.
Clases de piano Los sábados no tenían que despertarse temprano para ir a la escuela. Las niñas durmieron a pata suelta hasta el día en que el padre les regaló un piano. El auto verde agua se estacionó frente a la puerta. La mujer de estatura pequeña y rostro severo llegó puntual a las diez de la mañana, vestía un traje de dos piezas, negro, de lanilla. Sentada frente al libro de partituras movía los dedos haciendo sonar las teclas. Emilia y María repetían con voces chillonas las indicaciones: Do, Re, Mi, Fa, Sol, La, Si, Doooo. Una nota errada y el golpe de la varita se dejaba sentir como púas en los dedos. Emilia, la de ojos soñadores, apenas entendía los garabatos de las notas del libro. Detestó desde el primer día las clases de piano así como a la maestra. Estuvo meses pegada a su lado soportando en silencio cada reprimenda. El día en que sus padres partieron de viaje la abuela llegó a cuidarlos.
Emilia encontró la guarida perfecta para esconderse de la maestra torturadora. En el entretecho de la gran casa rodeada de vigas y tejas de arcilla pasaba horas escribiendo en su diario historias inventadas. Galletas de vainilla, leche chocolatada y una gran muñeca de trapo eran parte del tesoro que mantenía oculto. La gata negra y peluda de la abuela acurrucada a su lado le hacía compañía. La venganza no se hizo esperar: apenas terminaron la clase, con la ayuda de sus hermanos se encaramaron en la posadera del viejo Ford y ahí brincaron eufóricos moviendo la chatarra verdosa hasta la salida. La maestra, con ojos desorbitados, imploró misericordia. Emilia rió mostrándole un calugón pegado en sus dientes. La maestra furiosa los amenazó con acusarlos a su padre. Las semanas siguientes Emilia hizo caso omiso de los gritos de la maestra buscándola por toda la casa. Apenas sonaba el timbre, la abuela le avisaba, y veloz como una liebre partía a su guarida. El último sábado de vacaciones la abuela salió temprano a la feria, a comprar verduras y frutas para preparar el almuerzo de bienvenida para los viajeros. Sobre la colchoneta, con la vista pegada al libro de historietas y devorando un pan de queso con jamón, Emilia no escuchó los fatídicos pasos. Sentada a su lado, la maestra de corazón duro no tuvo piedad ante los ruegos de la niña. Cacareó durante meses al compás de las notas del piano…
Paseo a la playa Todos los viernes partían a la playa. Ese día no fue diferente salieron cargados de frutas carne y verduras. Un auto más pequeño los seguía a cierta distancia, iban en caravana. Cada cierto tiempo María Gracia giraba su cabeza para asegurarse de que la citroneta estuviera detrás. La abuela partió feliz acompañada de su neurótico poodle Matías y la gata negra. El viaje comenzó a mediodía y luego de un buen rato de rodar por la carretera hicieron la parada acostumbrada en el restaurante La Montina. Una salchicha envuelta en blanca y crujiente masa los esperaba. Alegres compartieron unidos con la abuela, quien luego de comer un lomito con palta y beber un chopp helado reanudó el rumbo hacia la casa de la playa. La citroneta blanca tenía un motor de poca fuerza y la mamau quería llegar antes de que se pusiera el sol, su visión ya no era muy buena.
Luego de de que pasaran veinte minutos de camino, María Gracia observó un auto blanco patas arriba que estaba tirado en una zanja y a la abuela sentada en la orilla de la carretera abrazando a su gata, mientras el perro marcaba territorio bajo el único árbol. El auto había pinchado un neumático y se descontroló. La abuela no alcanzó a leer la señal del cartel “curva peligrosa” . Los niños corrieron a abrazarla. María Gracia se sentó junto a ella, la acompañó hasta que la grúa llegó y las remolcó hasta la casa de la playa.
La cocina de Momo Escondida entre sacos de harinas y papas la pequeña Jacinta observó maravillada como su abuela se movía en la cocina. Estaba decidida. Cuando fuera grande sería una cocinera de ñoquis. Luego de cocer cinco kilos de papas y pasarlos por el prensa puré, su abuela la llamó para que ayudara.. Se vistió con delantal blanco, se hizo unas trenzas y con sus manos pulcras deslizó los dedos por el tenedor, así fue como luego de varios intentos aprendió a dar forma a los ñoquis. La abuela pasaba dos días confeccionando la salsa. Pelaba los tomates maduros, agregaba cebollas, apio, pimiento morrón, zanahoria, laurel, hongos secos y vino blanco.
Era una delicia observarla manejar con destreza los ingredientes que hervían por largas veinticuatro horas a fuego lento. Al día siguiente les agregaba el trozo de carne mechada, en el que introducía ajos, trozos de zanahoria y pimiento. El vapor de los aromas y colores impregnaba de sabor las paredes. Los ñoquis, sumergidos en agua hirviendo con sal, dejaban asomar sus cuerpos. Una vez colados los bañaba en la apetitosa y oscura salsa. Espolvoreados de queso parmesano atravesaron generaciones. Cada veintinueve del mes se volvieron un rito de amor. Jacinta aprendió a desarrollar un gran olfato. Entre peroles y utensilios de cocina vivió tardes de unión junto a su abuela.