VIENTO de Silvana Aisemberg

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VIENTO Silvana Aisemberg


©del texto y de las ilustraciones Silvana Aisemberg Edición taller contar la propia historia Buenos Aires 2021


VIENTO Silvana Aisemberg



Yo canto versos de mi sentir y los condeno a sobrevivir. J. Fandermole



Así como esa planta rodante que, arrastrada por el viento patagónico los sobrepasó en la ruta, así iban ellos, montados en el viejo Citroën. Irene, Yaco y esa vertiginosa bola de yuyos secos eran una misma maraña de sueños empujados por el viento.



Ese viento, que luego supieron, calaba los huesos de un frío intenso en invierno y secaba piel y mucosas en verano. Ese viento que tornaba ásperos los objetos y humores de la casa. Ese mismo viento, aquel día, también empujaba -obstinado- el Citroën.



Los manojos de yuyos que dejan suelo firme para entregarse al viento, buscan un lugar seguro donde dejar sus semillas. Irene y Yaco los ven pasar junto al Citroën y les divierte su marcha rauda y ligera. Ambos se ríen desconociendo el propio desarraigo.



La ciudad que los recibe, por aquel entonces, es una estepa árida con algunas casitas bajas y calles de ripio. Una ciudad mínima clavada en medio del desierto, que se expande hacia los márgenes de los durmientes. Irene y Yaco llegan con el viento, que sopla sin freno sobre ese pedazo de tierra entre dos ríos. Como si la ventolera intentara poner de pie esa ciudad aletargada.



La casita de la calle Elordi, la primer casa en la que viví, era en blanco y negro como las fotos que quedaron de aquellos rincones, de aquellos momentos. Estaba frente a la plaza, un cuadrado de cielo propio lleno de verdes y sepias que adopté como patio. La plaza y el tobogán al que me subí inagotables veces, los árboles, la canilla que soltaba agua a borbotones, las laderas de pasto y las volteretas llenaron mis primeros años.


La muerte de mi hermano, luego, llenó todo de un silencio ensordecedor. Un silencio que sólo pudo hacerse sonido en el viento y así arrastrarnos hacia el otro lado del río, donde nos instalamos los tres.


Un éxodo de gente cruzaba a diario el viejo puente carretero, una lengua de casi quinientos metros que unía Neuquén y Cipolletti. Una distancia que nunca bastó, sin embargo, para hacer palabra ese silencio.


La casa de Cipolletti era de colores, como las fotografías que mi papá sacó. Parte de un barrio humilde de casas con cercas de madera despintadas por el sol y parecitas bajas donde sentarse a esperar a que pasara la siesta. Dos cuadras mágicas que iban desde “la ruta” al canal de riego.



Mi casa tenía un gran ventanal setentoso que daba al garage de donde sacábamos el “Renó” para festejar los cumpleaños y un pasillo largo que llevaba al patio de atrás. En el patio había una soga para colgar la ropa y tres álamos jóvenes que soportaban estoicos los embates del viento. Sin embargo, nada me parecía más conmovedor que esa extraordinaria tenacidad con la que los bichos canasto se sostenían de sus ramas durante el vendaval. Tanta fragilidad, tanta indefensión y esa fuerza súbita, inesperada.



La cocina era diminuta y tenía una mesa también diminuta en donde -disfrazada de dama antigua- yo tomaba mates de leche con mi mamá. Mi mamá siempre estaba estudiando. Recuerdo como se enredaban en la mesa sus apuntes de letra redonda con el azúcar y las charlas.



Pero mi casa de Cipolletti no era solo la cocina, el patio y ese ventanal. Eran también esas dos cuadras, llenas de infancia, que iban desde “la ruta” al canal. No recuerdo días más felices ni casa más grande.



El viento patagónico inhala y exhala aguerrido desde sus fauces y en esa respiración nos recuerda, cuando estamos receptivos, el latido inquieto que somos. Es ese latido el que nos hizo cruzar nuevamente el puente.


Éramos cinco esta vez y no escapábamos de ningún muerto.



La “casa propia” lentamente se fue erigiendo en el nuevo pedazo de tierra inhóspita donde había echado raíces. Como los bichos canasto, se aferraba empecinada cuando la sacudía el viento y era un alboroto de tierra con cinco brasitas dentro. Una vez que plantamos árboles, se sumaron a ese alboroto hojas y flores.



El nogal se lo regalaron a mi mamá. Era un brotecito verde dentro de un tacho de pintura. Durante cinco años el brotecito se mantuvo brioso y despabilado en ese tachito que lo abrazaba. Nadie imaginó que una vez que la tierra lo recibiera, ese nogal nos daría cientos de nueces cada año. En el patio había también un aromo, en una esquina una retama rubia explotada de perfume y un ciruelo salido de un cuento de Haroldo Conti. Macetas con malvones en todas las ventanas.



La casa no creció de golpe, fue primero tierra, luego raíz y finalmente ladrillo que dio cobijo. La llenamos de libros, de discos, de cuadros y de amigos, hasta que la hicimos nuestra. Tenía un techo amarillo rabioso y cuando el aromo florecía junto a la retama sobre esos ocres de la tierra, era tan hermosa como los campos de trigo de Van Gogh.


Un verano, cuando a mis sueños ya no les bastó ese cachito de tierra, el viento sopló como hacía veinte años y empujó el auto. El “Renó” cruzó el puente dejando atrás la estepa árida y ventosa. El miedo silencioso de mis viejos y todo el fuego de mis dieciocho, iban apretujados y revueltos en ese mínimo espacio compartido.


Miramos el río transcurrir por debajo, indiferente a lo que nos sucedía.


Unos días después, el viento los devolvió al nogal y a la retama del patio. Yo en cambio resistí amarrada, con la misma fuerza súbita del bicho canasto, al lugar exacto desde el cual mi mamá y mi papá habían partido veinte años antes.




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