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Puto el último
Andrea Ojeda
Moisés Salazar se dice que ES, por orden de importancia, primero Artista, después, Hijo de inmigrantes, y finalmente, Queer. Entregado al arte desde muy pequeño, Moisés recorrió los pasillos del Art Institute de Chicago de la mano de sus padres, ambos inmigrantes de Puebla, que hacían de estas visitas un evento especial de todo el día, absteniendo a los hijos de la escuela para poder asistir los jueves que la entrada era gratuita, llevando tortas para después almorzar en el parque, y así, aprovechar todo el día de trabajo perdido (pero ganado en educación vital para sus hijos). Este es uno de los privilegios de los que tanto habla Moisés a lo largo de la conversación que tuvimos en su nuevo estudio en Bridgeport. Pareciera que el mero hecho de estar vivo es ya para él un privilegio; privilegio de vivir en una ciudad como Chicago, plagada de arte y llena de oportunidades para los jóvenes artistas, privilegio de poder ser él mismo sin miedo a que lo ataquen o condenen, privilegio de tener padres que lo apoyaron siempre y lo dejaron perseguir su pasión, privilegio de pertenecer, privilegio de haber nacido aquí y tener residencia legal.
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En el arte de Moisés se percibe siempre una búsqueda interna, una necesidad imperiosa de encontrar lo primigenio: qué fue primero, ¿el vientre o la cuna? ¿el hombre o la mujer? ¿el amar o el dejarse amar? ¿la memoria o el legado?. Con sus óleos se buscaba en el realismo total y en el retrato, pero cuando éste le quedó corto, se resolvió a no hacerlos más y en cambio, mudó a sus personajes a un mundo sin rostro en donde su persona existe en todos los cuerpos, sean como estos sean. Este es un mundo de juego (piñatas) y brillos (brillantina por doquier) y es además un espacio donde cabemos todos los demás, todos los que observamos y miramos nuestro reflejo en todas aquellas caras: la madre, una mujer sexy, un niño, un hombre gay, un transexual, una reina loca, un futbolista, un vaquero, una pareja amándose, unos niños abandonados en la frontera,
encerrados en jaulas, muertos de frío. No tienen rostro porque son y representan la humanidad misma.
Moisés trabaja muchísimo, casi compulsivamente. Pareciera que toda esta ansia de crear fuera en respuesta a algo que siente que le debe a sus padres; sus padres quienes dejaron todo muy jóvenes, para venir a Estados Unidos a trabajar para tener una vida mejor y más segura. Esta seguridad, escurridiza a veces o difícil de entender para los que no vivimos en los barrios marginales de la ciudad, es algo que sin embargo permea, no muy discretamente, en la obra de Salazar quien escoge colores alegres y brillantes, marcos de tejidos de estambre que de inmediato te remiten a la casa de la abuela, bolas de estambre que siempre nos remiten al seno materno y su calidez. Y uno se deja envolver por esta seguridad, y por su sentido del humor, todo kitsch y peluches, porque nos trae a un terreno sagrado, ese de la intimidad, el de nuestro cuarto a solas donde podemos ser lo que sea, a salvo del escrutinio externo y las críticas mordaces; lejos del patio de la escuela donde los chicos gritaban ¡puto el último! y uno no sabía si era posible ser gay y veloz al mismo tiempo. Trabajar así, rápido, casi de manera repetitiva, es su manera de gritar “¡así soy! así me veo, una y mil veces más, este es quien soy”. Y no solamente eso; Moisés está seguro que siempre llegará primero, de aquí hasta el Guggenheim, lleno de brillantina y lentejuelas.
Andrea Ojeda es miembro del consejo editorial de contratiempo así como miembro del elenco del Aguijón Theatre.