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El Jardín de Claude-Henri Watelet
Marco Escalante
Retrato de Claude Watelet pintado por Jean-Baptiste Greuze (1765). Al camino, en general, lo define con justicia matemática cualquier diccionario: “Franja de terreno utilizada para ir de un lugar a otro”. La austeridad de la cláusula imita la austeridad de su objeto: ni una palabra de más, desplazamiento directo. Si el mundo, la naturaleza física, fuera un ente regular, sin accidentes geográficos, los caminos no se perderían en sinuosidades: serían simples líneas geométricas rectas, dispuestas de esa manera para vencer el obstáculo mixto del espacio y el tiempo. Es en el jardín, punto en que se funden lo útil y lo placentero, donde el camino adopta, aparte de una función pragmática, una función estilística; de allí que Watelet describa los caminos de Moulin Joli como “boceto” y el jardínpaisaje en su totalidad como “novela”. El camino, por lo tanto, pone en evidencia en el jardín una función narrativa: conduce a quien lo toma hacia diferentes episodios, enfatiza personajes y escenarios, intercala los momentos de sosiego con drama y en sus límites ofrece la sensación del epílogo. Se camina, en fin, como se lee, y no es insólito pensar en un jardín como libro. Y viceversa. Cuántos no han hallado un paralelo de la corrección en la poda, de la miniatura literaria en el bonsai, de las estructuras narrativas en las inflorescencias botánicas, de lo implícito en la raíz o la savia. Cultivando con simplicidad el arte del título, Anatole France juntó libro y jardín en uno de los suyos: El jardín de Epicuro –marginalia dividida estratégicamente en parterres.
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La frase que más me gusta del ensayo de Watelet sobre los jardines: “De hecho, nada imita mejor el progreso de nuestros pensamientos que los senderos abiertos por el hombre en el campo, puesto que los mismos rara vez siguen la línea recta. La indecisión es para nosotros un estado más cómodo y natural que la exactitud”. Es justo ese momento indeciso el que capta Jean Baptiste Greuze en su retrato de Watelet, que irónicamente lleva un compás en una mano. La línea recta por la que pretende avanzar el juicio de pronto queda abolida y comienza a dominar lo tortuoso, el camino serpenteante de las distracciones, los desvíos, los cambios repentinos de dirección y sentido. Greuze ha pintado la geometría imperfecta de la actividad
mental, que prefiere, al parecer, a la hipotenusa ahorrativa, la línea impredecible de los sentimientos. Por eso el compás apunta al corazón victorioso, que en el lienzo insensible del electrocardiograma dibuja líneas abruptas, irregulares, nerviosas, configurando un paisaje de montañas y cavidades disímiles, ajenas a la simetría, el orden, la claridad pitagórica a que aspira vanamente la ciencia que lo interpreta.
En medio de la granja imaginaria que describe en su ensayo sobre los jardines, Watelet divisa un parterre donde crecen plantas medicinales. Forzado por el detalle, suma a su paisaje un elemento utópico: el jardín sanatorio, destinado a procurar salud a los enfermos del feudo. El terrateniente empeñado en construir una granja ideal, dice Watelet, deberá también levantar un edificio práctico, provisto de un arsenal modesto de fármacos y un laboratorio básico, y al mando de un hombre que conozca los principios de la medicina y las propiedades curativas de las plantas. Este sanatorio, ejemplo preciso de lo útil fundido en lo bello, tiene que ser concebido como parte de un todo, de un jardín comunitario donde cada ser vivo —sea un animal, un árbol o un hombre— tenga todo lo que necesita para el alma y el cuerpo. Un universo cerrado que anticipa las aldeas que otros millonarios crearon en función de un capitalismo utópico: la ciudad ferroviaria de Pullman, la selva imaginaria de Ford, el falansterio de Disney. Hay un punto, dice Poe, en que la riqueza, debido a su enorme magnitud, se torna absurda, y no le queda otra cosa al millonario que empezar a regalarla o a desviar su morbosa multiplicación hacia causas filantrópicas. Su Elison, por ejemplo, luego de donar millones, usa el resto para construir el jardín portentoso de Arnheim, un dominio en que se juntan los poderes seductivos del edén y el infierno. Porque bajo el manto ornamental de estos proyectos demiúrgicos, circula insidiosamente el interés del dinero; y así, en la ciudad de Pullman, por ejemplo, convive el bienestar social con la violencia de clase. El jardín de Watelet es precisamente eso: un jardín, una utopía, la imposible encarnación de un ideal moderado en que incluso la riqueza se libera de ambiciones. Por eso, pocos años después de la publicación de su ensayo sobre los jardines, llegó el grito de la selva, y bajaron desde los escaños de la Montaña los bárbaros de un nuevo siglo. Y no solo aquellos que hoy la historia hipócritamente condena por su exceso de violencia —Robespierre, Saint Just, Danton, Demoulin—, sino también Hebert y Ronsin, Cloots y Chaumette, que en medio del Terror propusieron ese paso que supera los horrores de la guillotina: la supresión de la propiedad privada y sus hermosos jardines.
Escritor peruano nacido en 1968. Radica en Chicago desde 1990. Detalle de The Philosopher’s Garden, Athens, por Antal Strohmayer 1834