Cartilla Voz y letras 2013

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Sobre la selección de cuentos Voz y Letras 2013

Año a año cada una de las personas que integran el equipo de moderadores y acompañantes del proyecto Voz y Letras, tertulias sobre nuestra cotidianidad, ha asumido cuidadosamente la pregunta: ¿Cuál cuento he de recomendar? Dicho cuidado se debe ni más, ni menos, a que cada elección se comprende como la oportunidad de hacer una puesta en escena de altísimos logros de la literatura que conciten a otros a la conversación; sí, una escena que además consideramos que no estaría nunca completa, si los lectores, actores principales de esta propuesta, no encontrasen elementos para reconocerse, sorprenderse y si los textos que ofrecemos no les diera que pensar. ¿Cómo acercarnos, entonces, a esta cartilla y al conjunto de cuentos que en ella se encontrarán? Tal y como se tratase de una provocación, una invitación a la aventura de interpretar con otros aquello que se lee, y asumiendo que ese lector en voz alta que ante nosotros se encuentra, tiene la voluntad de acercarnos un texto que el mismo conoce y valora, y el deseo de dar a conocer a otros lo que para el mismo ha sido y continuará siendo, en cada interpretación, un maravilloso descubrimiento de lo humano.

Coordinadora del proyecto Isabel Salazar Piedrahita

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INDICE

CUENTO

AUTOR

TEMA

PÁGINA

Aceite de perro

Ambrose Bierce

La insensatez

4

Fragmento de Autobiografía

Arthur Koestler

El temor/ El miedo

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Cien años de perdón

Clarice Lispector

La posesión

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Felicidad clandestina

Clarice Lispector

El goce

12

La piedra arde

Eduardo Galeano

La identidad

14

El día no restituido

Giovanni Papini

La soledad

Guy de Maupassant

Soledad

23

Una vendetta

Guy de Maupassant

La venganza

27

Lo que hace el padre bien hecho está

Hans Christian Andersen

La incondicionalidad

30

El cerdito

Juan Carlos Onett

La confianza

34

Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos

Juan José Arreola

El oficio

36

Accidente sin trascendencia

Robert Musil

Rashomon

Ryunosuke Akutagawa

La miseria humana/ La moral ante la diversidad

40

El Cuentista

Saki

La bondad

45

El tren

Santiago Davobe

La imaginación/ Los recuerdos

50

3

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Cuento: Aceite de perro Autor: Ambrose Bierce Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/bierce/aceite.htm

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre —hacer aceite de perro— era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata. A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro. Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho —la obra de mi querida madre— no hubiese sido mortal. Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de 4


todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero. Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventajas de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin! Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba. Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo. A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de 5


hoja alargada. Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente. El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública. Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

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Texto: Fragmento de Autobiografía. Autor: Arthur Koestler

Tomado de http://www.uv.mx/gaceta/gaceta73/73/pie/Pie01.htm

«Todos mis primeros recuerdos parecen agruparse en torno de tres temas dominantes: el remordimiento, el temor y la soledad. De los tres, el temor se destaca con más claridad y persistencia. Las experiencias de mi formación parecen haber consistido en una serie de conmociones. La primera que recuerdo ocurrió cuando yo tendría unos cuatro o cinco años. Mi madre me había vestido con especial cuidado y salimos a pasear con mi padre. Esto, en sí, era insólito; pero más extraña todavía era la actitud desacostumbrada de mis padres, como si trataran de disculparse de algo, mientras me llevaban por la calle Andrássy, sosteniéndome firmemente ambas manos. Íbamos a visitar al doctor Neubauer, dijeron; éste me miraría la garganta y me daría un remedio para la tos. Después, como recompensa, me comprarían helados. Ya me habían llevado a ver al doctor Neubauer la semana anterior. Este me había examinado y luego había murmurado algo con mis padres, con un aire que no dejó de suscitarme cierta aprensión. Esta vez no nos hicieron esperar; el médico y su enfermera nos aguardaban. Sus modales eran untuosos, una amabilidad bastante siniestra. Me hicieron sentar en una especie de sillón de dentista; luego, sin aviso ni explicación, me ataron los brazos y las piernas al sillón con tiras de cuero. De esto se encargaron el médico y la enfermera, con movimientos rápidos y diestros; se oía su respiración en el silencio. Casi inconsciente de miedo, estiré el cuello para mirar las caras de mis padres; cuando vi que también ellos estaban asustados, el mundo se abrió ante mis pies. El médico los echó de la habitación, sujetó una bandejita de metal debajo de mi barbilla, me separó los dientes temblorosos y me metió una mordaza de goma entre las mandíbulas. Siguieron algunos minutos imborrables, mientras me metían unos instrumentos de acero hasta el fondo de la boca y yo me ahogaba, tragaba sangre y la vomitaba sobre la bandeja colocada bajo mi barbilla; luego, dos ataques más con los instrumentos de acero y más sangre y ahogos y vómitos. Así se cortaban las amígdalas, sin anestesia, A. D. 1910, en Budapest. No sé cómo reaccionaban los demás niños. Muy probablemente, alguna otra experiencia traumática anterior, ahora olvidada, me había aguzado la sensibilidad, porque mi reacción fue un shock de efecto indeleble. Esos momentos de absoluta soledad, abandonado por mis padres, en las garras de un poder hostil y maligno, me infundieron una especie de terror cósmico. Era como caerse por un agujero en un mundo oscuro y subterráneo de arcaica brutalidad. Desde ese instante, tuve siempre conciencia de la existencia de ese segundo universo al que podían transportarnos, sin aviso previo, en cualquier momento. El mundo se había vuelto ambiguo, de doble significado; los 7


acontecimientos ocurrían en dos planos a la vez —un plano visible y otro invisible—, como un barco que transporta pasajeros en sus puentes asoleados, mientras su quilla surca el oscuro mundo fantasmal de las profundidades. No es improbable que el interés que demostré más tarde por el estudio de la violencia física, del terror y de la tortura deriven en parte de esta experiencia y que el doctor Neubauer representó el primer paso de mi carrera como cronista de los aspectos más repulsivos de nuestra época. Era mi primer encuentro con «Horrar», el Horror Arcaico, irracional; más tarde desempeñó un papel tan importante en el mundo que me rodeaba que decidí designarlo mediante una cómoda abreviatura. Cuando algunos años después caí en poder del régimen que más temía y detestaba, y me llevaron maniatado a través de una muchedumbre hostil, tuve la sensación de que esto sólo era una repetición de una situación que ya había vivido; la de saberse atado, amordazado y entregado a un poder maligno. Y por eso mismo, cuando mis amigos perecían entre las garras de los diversos dictadores europeos, siempre me fue posible imaginarme sus padecimientos y describirlos. Quizá parezca que exagero los efectos de una experiencia que después de todo es una de las operaciones quirúrgicas más triviales; aunque practicada de una manera en cierto modo torpe y brutal. Hasta podría pensarse que el estudio de la psiquiatría ha dotado al autor de una especie de vista retrospectiva melodramática. Nadie puede garantizar la corrección de su memoria; pero la verdad es que durante más de un año después de esta experiencia viví en un extraño mundo propio de fantasías, jugando a las escondidas con un poder maligno que me perseguía. Este poder se había personificado en nuestro amable médico, el doctor Szilagyi. Poco después de la operación de las amígdalas, una descompostura de estómago me obligó a guardar cama. Me revisó el doctor Szilagyi, y después de su habitual consulta con mi madre, detrás de la puerta cerrada, me dijo, palmeándome jovialmente la mejilla: —¡Bueno, bueno! Me parece que lo mejor será abrirte la barriguita con un cuchillo. Después de estas palabras se alejó satisfecho, con su levita y sus pantalones a rayas, y su valijita negra de cuero, donde sin duda guardaba el cuchillo. Yo era bastante grande como para saber que la observación del doctor Szilagyi debía ser considerada como una broma. Pero con mi extraordinario oído de niño precoz para los matices percibí un tono oculto que no era simplemente jocoso. En efecto, el doctor Szilagyi había discutido con mi madre la conveniencia de eliminar mi apéndice. Desde ese instante, y durante mucho tiempo, mis días quedaron divididos en dos mitades, una peligrosa y otra segura. La peligrosa era la mañana, cuando el médico visitaba a sus pacientes. La segura era la tarde, cuando los recibía en su consultorio. La situación se complicaba más aún a causa de la costumbre de mi padre de llevarme a veces, por la mañana, a pasear en un coche de alquiler; mientras visitaba a sus amistades comerciales, me dejaba esperando en el coche. Antes de que la amenaza del doctor Szilagyi se hubiera apoderado de mí, yo solía gozar como correspondía de esos paseos matutinos. Ahora los temía, porque en el coche, a solas, me sentía especialmente vulnerable e indefenso; si el doctor llegaba a pasar por allí podía recordar su amenaza, arrastrarme fuera del coche y llevarme consigo. En 8


consecuencia, fastidiaba constantemente a mi padre rogándole que tomáramos un coche cerrado en vez de uno abierto. Los coches cerrados tenían cortinitas, que podían correrse frente a las ventanillas. En cuanto mi padre bajaba del coche, yo cerraba herméticamente las cortinas. Mi obsesión llegó a adquirir formas más extravagantes aún. Una vez cada dos semanas tenía que acompañar a mi padre a la peluquería para que me cortaran el pelo. El local poseía una trastienda mal iluminada, que se reflejaba en el espejo ubicado frente al sillón del peluquero. Cuando abrían la puerta, yo podía vislumbrar el interior de la trastienda y distinguir vagamente algunos extraños instrumentos que colgaban de unos ganchos. Estos instrumentos se asociaron para mí de algún modo con el cuchillo que debía abrirme la barriga, y la peluquería se convirtió desde ese momento en otro lugar aterrador. Nunca se me ocurrió confesar mis temores a mis padres, ni requerir su protección; y no tenía compañeros de juegos en quienes pudiera confiar. Si habían sido capaces de ponerse de parte del doctor Neubauer y traicionarme, ya no podía confiar en ellos; la mera mención del asunto podía recordarles el proyecto momentáneamente postergado y olvidado y precipitar su ejecución. En esa época debo de haber poseído una gran capacidad de disimulación, porque mis padres no adivinaron nunca lo que ocurría en mi submundo privado. Pero por otra parte, la mayoría de las criaturas son así: aunque son incapaces de guardar un secreto que se refiera al mundo de los hechos, son unos perfectos conspiradores cuando se trata de defender el mundo de sus fantasías.»

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Cuento: Cien años de perdón. Autor: Clarice Lispector. Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/lispec/cien_años_de_perdón.htm

Quien nunca haya robado no me va a entender. Y si alguien no ha robado nunca rosas, ése jamás va a poder entenderme. Yo, de pequeña, robaba rosas. En Recife había innumerables calles, las calles de los ricos, flanqueadas de palacetes que se alzaban en medio de grandes jardines. Una amiguita y yo jugábamos mucho a decidir a quién pertenecían los palacetes. “Aquel blanco es mío.” “No, ya te dije que los blancos son míos.” “Pero ése no es totalmente blanco, tiene ventanas verdes.” A veces pasábamos largo rato, la cara apretada contra las rejas, mirando. Empezó así. En uno de los juegos de “aquella casa es mía” nos paramos delante de una que parecía un pequeño castillo. Al fondo se veía el inmenso huerto de árboles. Y al frente, en macizos bien ajardinados, estaban plantadas las flores. Bien, pero aislada en su macizo había una rosa apenas entreabierta de color rosa vivo. Me quedé embobada, contemplando con admiración aquella rosa altanera que ni mujer hecha era todavía. Y entonces sucedió: desde lo más hondo del corazón yo quise esa rosa para mí. Yo la quería, ah, cómo la quería. Y no había modo de obtenerla. Si el jardinero hubiese estado por ahí, le habría pedido la rosa, incluso sabiendo que iba a expulsarnos como se expulsa a los niños traviesos. No había jardinero a la vista, nadie. Y las ventanas, a causa del sol, estaban con los postigos cerrados. Era una calle por donde no pasaban tranvías y raramente aparecía un coche. Entre mi silencio y el silencio de la rosa se hallaba mi deseo de poseerla como cosa solamente mía. Quería poder agarrarla. Quería olerla hasta sentir la vista oscura de tanto aturdimiento de perfume. Entonces no pude más. El plan se formó en mí en un instante, lleno de pasión. Pero, como buena realizadora que era, razoné fríamente con mi amiguita, explicándole qué papel le correspondería: vigilar las ventanas de la casa o la aproximación siempre posible del jardinero, vigilar a los escasos transeúntes de la calle. Mientras tanto, entreabrí lentamente el portón de rejas un poco oxidadas, calculando de antemano el leve rechinido. Sólo lo entreabrí lo bastante para que pudiese pasar mi cuerpo esbelto de niña. Y, de puntillas pero veloz, avancé por los guijarros que rodeaban los macizos. Cuando llegué a la rosa había pasado un siglo de corazón palpitante. Heme por fin delante de ella. Me detengo un instante, con peligro, porque de cerca es todavía más bella. Finalmente empiezo a partir el tallo, arañándome los dedos con las espinas y chupándome la sangre de los dedos. Y de repente…Hela aquí toda en mi mano. La carrera de vuelta también tenía que ser 10


silenciosa. Por el portón que había dejado entreabierto pasé sosteniendo la rosa. Y entonces, pálidas las dos, yo y la rosa, corrimos literalmente lejos de la casa. ¿Y qué hacía yo con la rosa? Hacía esto: la rosa era mía. La llevé a casa, la puse en un vaso de agua donde reinó soberana, con sus pétalos gruesos y aterciopelados de varios matices de rosa-té. En el centro, el color se concentraba más y el corazón parecía casi rojo. Fue tan bueno. Fue tan bueno que simplemente me puse a robar rosas. El proceso era siempre el mismo: la niña vigilando, yo entrando, yo rompiendo el tallo y huyendo con la rosa en la mano. Siempre con el corazón palpitante y siempre con aquella gloria que nadie me quitaba. También robaba pitangas. Había una iglesia presbiteriana cerca de casa, rodeaba por un seto alto denso que impedía ver la iglesia. Fuera de una punta del tejado, nunca llegué a verla. El seto era de pitanguera. Pero las pitangas son frutas que se escoden: yo no veía ninguna. Entonces, mirando antes a los lados para asegurarme de que no venía nadie, metía la mano por entre las rejas, la hundía en el seto y empezaba a tentar hasta que mis dedos sentían la humedad de la frutita. Muchas veces, con la prisa, aplastaba una pitanga demasiado madura con los dedos, que quedaban como ensangrentados. Arrancaba varias y me las iba comiendo allí mismo, y algunas muy verdes las tiraba. Nunca lo supo nadie. No me arrepiento: ladrón de rosas y de pitangas tiene cien años de perdón. Las pitangas, por ejemplo, piden ellas mismas que las arranquen, en vez de madurar y morir; vírgenes, en la rama.

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Cuento: Felicidad Clandestina. Autor: Clarice Lispector. Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/por/lispec/felicida.htm

Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos. Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos". Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban. Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía Las travesuras de Naricita, de Monteiro Lobato. Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría. Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro. Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez. Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diabólico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla. 12


Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos. Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió al fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo! Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena, le ordenó a su hija: -Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: -Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras. ¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer. ¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo. Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada. A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo. No era más una niña con un libro: era una mujer con su amante.

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Cuento: La piedra arde. Autor: Eduardo Galeano Tomado de: http://argentina.indymedia.org/uploads/2010/03/eduardo_galeano_— _la_piedra_arde.pdf

En la comarca de Pueblo Niebla vivía un viejo solito y solo. El viejo hacia cestas de mimbre y zapatillas de cáñamo. Las regalaba a los vecinos y se ofendía si querían pagarle. Él se ganaba la vida como guardián de los huertos. El viejo había venido de un lugar muy lejano y nunca hablaba de su vida. Nadie se animaba a preguntarle: «¿Siempre fuiste tan viejo?», ni a preguntarle: «¿Siempre fuiste tan feo?». El viejo andaba encorvado y cojeaba de una pierna. Era muy blanco el poco pelo que le quedaba. Una cicatriz le atravesaba la mejilla. Tenía la nariz torcida y cuando se reía abría una ventana, porque le faltaban los dientes de arriba. Una noche de otoño, un niño llamado Carasucia saltó la tapia de un huerto. Iba a robar manzanas. Carasucia no tuvo suerte. Cuando estaba por escapar, resbaló y quedó colgado de un clavo de la tapia. Las manzanas rodaron por el suelo. Carasucia cayó sobre un matorral lleno de espinas. Gritó. El viejo guardián no le azotó el culo con ortigas. Tampoco lo denunció ante la madre. Un jirón de tela colgaba, como un rabo de oveja, del pantalón roto de Carasucia. El viejo guardián ni siquiera lo regañó. Meneó la cabeza, gruñó, le lavó los arañazos de los brazos y las piernas y acompañó a Carasucia hasta la puerta de su casa sin decir una palabra. Pocos días después, Carasucia se perdió en el bosque. Caminaba y caminaba y por más que caminaba no podía encontrar la salida. El techo de árboles apenas dejaba ver el cielo. Carasucia marchaba enredándose en lo ramajes y chapoteando en el barro, cuando vio una piedra brillante. La piedra brillaba aunque estaba cubierta de musgo y de barro. Muerto de cansancio, Carasucia se sentó en la piedra. O quiso sentarse, mejor dicho, porque no bien apoyó el trasero, pegó un salto y lanzó un grito de dolor. ¡Pobre Carasucia! Pocos días antes, había caído sobre las espinas del matorral. Ahora, se había sentado en el aguijón de una avispa. Pero no. No había ninguna avispa. La culpa era de la piedra, que quemaba como carbón encendido. Hecho una furia, Carasucia la pateó. Cuando el zapato raspó la piedra, unas pequeñas letras aparecieron. La boca de Carasucia quedó como una O. 14


Entonces Carasucia, que era un niño curioso, restregó la piedra con una rama. La piedra ardiente daba cada vez más luz mientras Carasucia le iba quitando el barro y el musgo. Por fin, Carasucia pudo leer estas palabras en la piedra desnuda.

Joven serás, si eres viejito, Partiéndome en pedacitos.

Carasucia, que no era viejito, pensó: «Si parto la piedra, ¿qué? Seré un bebé de pecho y no sabré caminar. ¿Y después? ¡Ah, no! ¡Eso sí que no! ¡Tendré que empezar la escuela de nuevo! ¡Al primer curso otra vez!». Y también pensó: «¡Qué mala suerte! ¡Encuentro una piedra mágica y no me sirve para nada!». Entonces recordó al viejo guardián del huerto, que había sido bueno con él y era bueno con todos los demás. ¡El viejo bailará como un trompo y saltará como una pulga y volará como un pájaro! ¡No volverá a toser! ¡Tendrá las piernas sanas y una cara sin tajos y una boca con todos los dientes! Con tan asombroso descubrimiento, Carasucia había olvidado su situación. «Es muy tarde», descubrió de pronto, y sintió miedo. Para darse coraje, habló en voz alta. Al escuchar su propia voz, sintió menos miedo. Hablar en voz alta ayuda mucho cuando uno está perdido y solo y siente miedo. Carasucia dijo: — Ahora, tengo que volver. Y se preguntó: — Y después, ¿cómo haré para encontrar la piedra? Y se respondió: — Voy a dejar señales en el camino. Carasucia se sacó la camisa y la desgarró en tiritas. Exploró un camino de salida. Cada pocos pasos, iba dejando una tirita de tela colgada de los árboles. Caminaba a los tropezones y muy lentamente, porque el bosque estaba bastante oscuro y enemigo. Pero ese camino no servía y Carasucia lo desanduvo y volvió a la piedra ardiente. Intentó otro camino, que tampoco servía. A Carasucia le temblaban las rodillas y él decía, en voz alta: — Fuera, miedo. Y como las piernas seguían temblando, gritaba: 15


— ¡Fuera, miedo! ¡Fuera de aquí! Y entonces las piernas seguían temblando, pero solamente por el frío. Cuando Carasucia consiguió salir del bosque, ya había caído la noche. La luna le iluminó los pasos hasta su casa. A la mañana siguiente, Carasucia bajó a los huertos. El viejo llevaba en una mano una olla llena de cal líquida y al hombro una escobilla de ramas. El viejo se detuvo y Carasucia le escuchó la respiración dificultosa. Carasucia contó lo de la piedra. El viejo le acarició la cabeza, bebió un chorro de vino de la bota de cuero y aceptó acompañar a Carasucia hasta los pantanos del bosque. Siguiendo la ruta de las tiras de trapo, llegaron a la piedra. — ¿Y? —preguntó Carasucia. El viejo miraba la piedra mágica, con el ceño fruncido y los ojos entrecerrados. La piedra brillaba como un desafío. — ¡Vamos, rómpela! —dijo Carasucia, tironeándole la ropa. Pero el viejo no se movía. El viejo se apoyó contra el tronco de un árbol. Sacó tabaco de una bolsita. — ¡Ah! —Dijo Carasucia—. ¡Nos hemos olvidado el martillo! ¿Cómo vas a romper la piedra sin martillo? Muy de a poquito el viejo iba cargando la pipa, como si ése fuera un trabajo de siglos. — ¿Quieres que vaya a buscar el martillo? —Se ofreció Carasucia—. Ya conozco el camino y no me perderé. — No —dijo el viejo—. No quiero. — Pero... ¿No vas a romper la piedra? El viejo clavó una ramita seca contra la piedra candente. Esperó a que se encendiera y entonces la sopló y arrimó la brasa a la pipa. — Pero, pero... —Carasucia sintió que las lágrimas le saltaban a los ojos. Estaba furioso y gritó: — ¿Para eso me quemé? ¿Para eso pasé tanto frío y tanto miedo? El viejo echó una larga bocanada de humo. — Ven —dijo.

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Y apoyó una mano sobre el hombro de Carasucia. — Yo sé lo que piensas —dijo— y quiero explicarte. Soy viejo, aunque bastante menos viejo de lo que crees, y soy cojo y estoy desfigurado. Yo sé. Pero no me creas tonto, Carasucia. Tonto no soy. Y por primera vez en tantos años, el viejo dijo su historia. — Estos dientes no se cayeron solos. Me los arrancaron a golpes. Esta cicatriz que me corta la cara, no viene de un accidente. Los pulmones... La pierna... Rompí esta pierna cuando me escapé de la cárcel, porque era muy alto el muro y había vidrios abajo. Hay otras marcas, también, que no puedes ver. Marcas que tengo en el cuerpo y no solamente en el cuerpo y que nadie puede ver. Los resplandores de la piedra candente iluminaban los altos pómulos de la cara del viejo y le ponían chispas en los ojos. — Si parto la piedra, estas marcas se borrarán. Pero estas marcas son mis documentos, ¿comprendes? Mis documentos de identidad. Me miro al espejo y digo: «Ese soy yo», y no siento lástima de mí. Yo luché mucho tiempo. La lucha por la libertad es una lucha de nunca acabar. Ahora hay otros que luchan, allá lejos, como yo he luchado. Mi tierra y mi gente no son libres todavía. ¿Comprendes? Yo no quiero olvidar. No parto la piedra porque sería una traición.

A través del bosque, caminaron de regreso a Pueblo Niebla. Iban tomados de la mano. El niño sentía que la mano del viejo era muy calentita.

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Cuento: El día no restituido. Autor: Giovanni Papini Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ita/papini/dia.htm

Conozco muchas viejas y hermosas princesas, pero solamente a aquellas que son tan pobres que apenas tienen una pequeña sirvienta vestida de negro y que están reducidas a vivir en alguna degradada villa toscana, una de esas escondidas villas donde dos cipreses polvorientos montan guardia junto a un portal de rejas murado. Si encuentran alguna en el salón de una condesa viuda y fuera de moda llámenla Alteza y háblenle en francés, ese francés internacional, clásico, incoloro que pueden aprender en los Contes Moraux1 del abate Marmontel; el francés, en fin, de las gens de qualité2. Mis princesas responderán casi siempre y luego que hayan penetrado en sus pobres almas -pequeñas y llenas de polvo y de quincallería, como oratorios de fines del siglo XVII-, se darán cuenta de que la vida puede ser aceptada y que nuestra madre no ha sido tan necia como parecía poniéndonos en el mundo. ¡Qué secretos extraordinarios me han susurrado mis hermosas y viejas princesas! Ellas adoran los polvos faciales pero quizás todavía más la conversación y, aunque todas sean alemanas -una sola es rusa, pero por azar-, su delicioso francés ancien régime algunas veces me regala emociones de ningún modo ordinarias, y en ciertos momentos mi corazón se conmueve y siento casi ganas -lo confieso- de llorar como un estúpido enamorado. Una noche, no demasiado tarde, en el salón de una villa toscana, sentado sobre un sillón de estilo Imperio ante la mesa donde me habían ofrecido un té excesivamente aguado, yo callaba junto a la más vieja y la más bella de mis princesas. Vestida de negro, su rostro estaba rodeado de un velo negro y sus cabellos, que yo sabía blancos y siempre algo rizados, se hallaban cubiertos por un sombrero negro. Parecía que a su alrededor flotase como una aureola de oscuridad. Esto me agradaba y me esforzaba en creer que aquella mujer fuera solamente una aparición provocada por mi voluntad. El hecho no era difícil porque la habitación se hallaba casi en tinieblas y la única vela encendida iluminaba única y débilmente su rostro empolvado. Todo el resto se confundía con la oscuridad de modo que yo podía creer que tenía ante mi solamente a una cabeza pensil, una cabeza separada del cuerpo y suspendida cerca de mí a un metro del pavimento. Pero la Princesa comenzó a hablar y toda otra fantasía era imposible en ese momento. -Ecoutez donc, monsieur -me decía- ce qui m’arriva il y a quarante ans, quand j’étais encore 1 2

En francés en el original: “Cuentos Morales”. “Gente de calidad”

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assez jeune pour avoir le droit de paraître folle3. Y continuó con su grácil voz narrándome una de sus innumerables historias de amor: un general francés se había dedicado a ser actor por amor a ella y había sido asesinado de noche por un payaso borracho. Pero ya conocía yo ese estilo suyo de imaginación y quería otra cosa mucho más extraña, más lejana, más inverosímil. La Princesa quiso ser gentil hasta el final: -Me obliga usted -dijo- a narrarle el último secreto que me queda y que ha permanecido siempre secreto, justamente porque es más inverosímil que todos los otros. Pero sé que debo morir dentro de algunos meses, antes de que termine el invierno, y no estoy segura de hallar otro hombre que se interese como usted por las cosas absurdas... “Este secreto mío empezó cuando tenía veintidós años. En esa época yo era la más graciosa princesa de Viena y todavía no había matado a mi primer marido. Esto ocurrió dos años más tarde, cuando me enamoré de... Pero usted ya conoce la historia. Passons! Sucedió, pues, que cuando llegaba al término de mis veintiún años recibí la visita de un viejo señor, condecorado y afeitado, quien me solicitó una breve entrevista secreta. No bien estuvimos solos, me dijo: ‘Tengo una hija que amo inmensamente y que está muy enferma. Tengo necesidad de volverla a la vida y a la salud y para ello estoy buscando años juveniles para comprar o tomar en préstamo. Si usted quisiera darme uno de sus años se lo devolveré poco a poco, día a día, antes de que termine su vida. Cuando haya cumplido los veintidós años, en vez de pasar al vigésimo tercero usted envejecerá un año y entrará en el vigésimo cuarto. Es usted todavía muy joven y casi ni se dará cuenta del salto, pero yo le devolveré hasta el último de los trescientos sesenta y cinco días, de a dos o tres por vez, y cuando sea vieja podrá recuperar a su voluntad las horas de auténtica juventud, con imprevistos retornos de salud y de belleza. No crea usted que habla con un bromista o con un demonio. Soy simplemente un pobre padre que ha rogado tanto al Señor que le ha sido concedido hacer lo que para los demás es imposible. Con gran trabajo he cosechado ya tres años pero tengo necesidad de tener todavía muchos más. ¡Deme uno de los suyos y no se arrepentirá nunca!’ “En esa época estaba habituada ya a las aventuras curiosas y en el mundo en que vivía nada era considerado imposible. Por lo tanto, consentí en realizar el singular préstamo y pocos días después envejecí un año más. Casi nadie se dio cuenta y hasta los cuarenta años viví alegremente mi vida sin acudir al año que había dado en depósito y que debía serme restituido. “El viejo señor me había dejado su dirección junto con el contrato y me solicitó que le avisara por lo menos un mes antes acerca del día o la semana en que yo deseara disfrutar de la juventud, prometiéndome que recibiría lo que pidiese en el momento fijado. “Después de cumplir mis cuarenta años, cuando mi belleza estaba por ajarse, me retiré a uno de los pocos castillos que le habían quedado a mi familia y no fui a Viena más que dos o tres veces por año. Escribía con la debida anticipación a mi deudor y luego participaba de los bailes 3

“Escuche, pues, señor, lo que me ocurrió hace cuarenta años, cuando yo era todavía demasiado joven para tener el derecho de parecer loca”.

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de la Corte, en los salones de la capital, joven y hermosa como debía ser a los veintitrés años, maravillando a todos los que habían conocido mi belleza en decadencia. ¡Qué curiosas eran las vigilias de mis reapariciones! La noche anterior me adormecía cansada y fanée como siempre y por la mañana me levantaba alegre y ligera como un pájaro que hubiese aprendido a volar hacía poco, y corría a mirarme en el espejo. Las arrugas habían desaparecido, mi cuerpo estaba fresco y suave, los cabellos habían vuelto a ser totalmente rubios y los labios eran rojos, tan rojos que yo misma los habría besado con furor. En Viena los galanteadores se apiñaban a mi alrededor, gritaban maravillas, me acusaban de hechicería y, en el fondo, no entendían nada. Poco antes de vencer el período de juventud que había solicitado, subía a mi carroza y volvía furiosa al castillo, en donde rehusaba recibir a nadie. Una vez un joven conde bohemio que se había enamorado terriblemente de mí durante una de mis visitas a Viena logró entrar, no sé cómo, a mi departamento y estuvo a punto de morir del estupor al ver cuánto me parecía a su adorada pero también cuánto más fea y más vieja era que aquella que lo había embriagado en las calles de Viena. “Nadie, desde entonces, logró forzar mi voluntaria clausura, interrumpida sólo por la extraña alegría y la profunda melancolía de las raras pausas de juventud en el curso lamentable de mi continua decadencia. ¿Puede imaginarse aquella fantástica vida de largos meses de vejez solitaria separados cada tanto por los fuegos fugitivos de unos pocos días de belleza y de pasión? “Al principio esos trescientos sesenta y cinco días me parecían inagotables y no imaginaba que pudieran terminar alguna vez. Por eso fui demasiado pródiga con mi reserva y escribí muy a menudo al misterioso Deudor de Vida. Pero éste es un hombre terriblemente exacto. Una vez fui a su casa y vi sus libros de cuentas. Yo no soy la única con la que hizo contratos de ese género y sé que contabiliza muy cuidadosamente la disminución de sus entregas. Vi también a su hija: una palidísima mujer sentada sobre una terraza llena de flores. “Nunca he podido saber de dónde saca la vida que restituye tan puntualmente, en cuotas de días, pero tengo motivos para creerme que recurre a nuevas deudas. ¿Cuáles serán las mujeres que le han dado los días que me restituye a mí? Quisiera conocer a algunas de ellas pero por más que le haya hecho hábiles preguntas muy a menudo, nunca he tenido la suerte de descubrirlas. Mais, peut être, elles ne seraient pas si étranges que je crois... 4 “De todos modos ese hombre es extraordinariamente interesante, lo que no le impide hacer bien sus cuentas. Usted no puede imaginar qué espantosa se volvió mi vida cuando me anunció, con la calma de un banquero, que no quedaban a mi disposición sino once días solamente. Durante todo ese año no le escribí y por un momento tuve la tentación de regalárselos y de no atormentarme más. ¿Comprende usted la razón, no es cierto? Cada vez que yo me volvía joven, el momento del despertar era siempre más doloroso porque la diferencia entre mi estado normal y mis veintitrés años se hacía, con la edad, mucho más grande. “Por otra parte, era imposible resistir. ¿Cómo puede usted pensar que una pobre vieja solitaria rechace cada tanto una jornada o dos o tres de belleza y de amor, de gracia y de 4

“Pero, tal vez, no sería tan extraño como yo creo ...”

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alegría? ¡Ser amada por un día, deseada por una hora, feliz por un momento! Vous êtes trop jeune pour comprendre tout mon ravissement!5 “Pero los días están por acabarse; mi crédito va a concluir por la eternidad. Piense: ¡me queda solamente un día para disfrutar! Después, seré definitivamente vieja y estaré consagrada a la muerte. ¡Un día de luz y luego la oscuridad para siempre! Medite bien, se lo ruego, en la imprevista tragedia de mi vida. Antes de solicitar este día... “¿Pero cuándo lo pediré? ¿Qué haré con él? Hace tres años que no vuelvo a ser joven y en Viena casi nadie me recuerda ya y toda mi belleza parecería espectral. Y sin embargo, siento necesidad de un amante, un amante sin escrúpulos y lleno de fuego. Tengo necesidad de que todo mi cuerpo sea acariciado una vez más. Esta cara rugosa se volverá de nuevo fresca y rosada y mis labios darán, por la vez última, la voluptuosidad. ¡Pobres labios, blancos y agrietados! ¡Todavía quieren ser por un día más rojos y cálidos, por un solo día, para un último amante, para una última boca! “Pero no llego a decidirme. No tengo el valor para gastar la última monedita de verdadera vida que me queda y no sé cómo hacerlo y tengo un loco deseo de gastarla...” ¡Pobre y querida Princesa! Unos momentos antes había levantado su velo y las lágrimas abrieron surcos sutiles en el polvo del rostro. En ese momento, los sollozos, aunque aristocráticamente contenidos, le impidieron continuar. Experimenté entonces un gran deseo de consolar a todo costo a la deliciosa vieja y caí a sus pies -al pie de una princesa arrugada y vestida de negro-, y le dije que la hubiera amado más que cualquier caballero loco y le rogué, con las más dulces palabras, que me concediera a mí, a mí solo, el último día de su bella juventud. No recuerdo precisamente todo lo que le dije, pero mi actitud y mis palabras la conmovieron profundamente y me prometió, con algunas frases algo teatrales, que sería su último amante, durante un solo día, dentro de un mes. Me dio una cita para cierta fecha en la misma villa y me despedí muy perturbado, luego de haberle besado las magras y blancas manos. Mientras regresaba a la ciudad, ya de noche, la luna no totalmente llena me miraba insistentemente con aire piadoso, pero pensaba demasiado en la bella Princesa para tomarla en serio. Ese mes fue muy largo, el mes más largo de mi vida. Había prometido a mi futura amante que no la volvería a ver hasta el día fijado y mantuve mi galante compromiso. A pesar de todo, el día llegó y fue el más largo de aquel larguísimo mes. Pero llegó también la noche y luego de haberme elegantemente vestido fui hacia la villa con el corazón estremecido y el paso inseguro. Vi desde lejos las ventanas iluminadas como no las había visto nunca y al acercarme hallé la puerta de hierro abierta y el balcón lleno de flores. Entré en la residencia y fui introducido en un salón donde ardían todas las antorchas de dos fantásticas arañas. Me dijeron que esperara y esperé. Nadie venía. Toda la casa estaba silenciosa. Las luces ardían y las flores perfumaban para la soledad. Después de una hora de agitada expectativa, no pude contenerme y pasé al comedor. Sobre la mesa estaban preparados dos cubiertos y flores y 5

“Eres demasiado joven para entender mi arrebato!”

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frutas en gran cantidad. Pasé a un pequeño salón, suavemente iluminado y desierto. Finalmente llegué a una puerta que yo sabía era la del dormitorio de la Princesa. Di dos o tres golpes, pero no tuve respuesta. Entonces me hice de coraje pensando que un amante puede olvidar la etiqueta y abrí la puerta, deteniéndome en el umbral. La habitación estaba llena de suntuosos vestidos tirados por todas partes como en el furor de un saqueo. Cuatro candelabros esparcían alrededor una luz alegre. La Princesa estaba echada en un sillón frente al espejo, ataviada con uno de los más espléndidos vestidos que yo jamás viera. La llamé y no contestó. Me acerqué, la toqué y no hizo el menor movimiento. Me di cuenta entonces de que su rostro estaba como siempre lo había visto, pequeño y blanco y algo más triste que de costumbre y un poco asustado. Posé una mano sobre su boca y no sentí respiración alguna; la coloqué sobre su pecho y no sentí ningún latido. La pobre Princesa estaba muerta; había muerto dulcemente de improviso mientras acechaba ante el espejo el retorno de su belleza. Una carta que hallé en el piso, junto a ella, me explicó el misterio de su inesperado fin. Contenía unas pocas líneas de escritura vertical y marcial, y decía: “Gentil Princesa: Me duele sinceramente no poder restituirle el último día de juventud que le debo. No logro ya encontrar mujeres lo suficientemente inteligentes para creer en mi increíble promesa y mi hija se halla en peligro. Realizaré todavía nuevas tentativas y le comunicaré los resultados, porque es mi más vivo deseo satisfacerla hasta lo último. Considéreme, ilustre Princesa, su devotísimo...” FIN

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Cuento: Soledad. Autor: Guy de Maupassant Tomado de http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/solo.htm

Habíamos comido juntos varios amigos de buen humor, alegres y contentos. Uno de ellos, el más viejo de todos nosotros, me dijo: -¿Quieres que subamos a pie la avenida de los Campos Elíseos? Y salimos juntos siguiendo a paso lento el largo y ancho paseo bajo los árboles casi desprovistos de hojas. No se oía otro ruido sino ese rumor confuso y continuo que se escucha en París a todas horas. Un vientecillo fresco nos azotaba el rostro, y allá arriba el cielo oscuro, negro, cubierto de estrellas, parecía sembrado de un polvo de oro. Mi compañero me dijo: -No sé por qué respiro aquí de noche mejor que en ninguna otra parte. Me parece que mi pensamiento se ensancha. Hay momentos en que siento esa especie de luz en el entendimiento que hace creer, durante un segundo, que se va a descubrir el divino secreto de las cosas. Pero pasado ese instante la luz se extingue... la ventana se cierra y ¡se acabó! De cuando en cuando veíamos deslizarse dos sombras a lo largo de los árboles, o pasábamos por delante de un banco donde estaban dos seres sentados uno junto a otro, y cuyas negras siluetas se confundían en una sola. Mi amigo murmuró: «¡Pobre gente! No es repugnancia el sentimiento que me inspiran, sino el de una inmensa piedad. Entre todos los misterios de la vida humana hay uno que yo he penetrado: el grande, el cruel tormento de nuestra existencia, proviene de que estamos eternamente solos, y todos nuestros esfuerzos, todos nuestros actos no tienden sino a huir esa soledad en que vivimos. Esos enamorados al aire libre que acabamos de ver sentados en esos bancos tratan, como nosotros, como todas las criaturas, de hacer cesar ese aislamiento, aunque sólo sea durante un minuto: pero permanecen y permanecerán siempre solos, y nosotros también. Unos se aperciben más que otros de esa verdad; pero todos la comprenden. ¡Desde hace algún tiempo sufro yo el abominable suplicio de "haber comprendido", de haber descubierto la espantosa soledad en que vivo, y sé que nada, ¿entiendes?, nada puede hacerla cesar! ¡Sea lo que sea que intentemos o hagamos, cualesquiera que sean los impulsos de nuestro corazón, el grito de nuestros labios, el abrazo de nuestros cuerpos, estamos siempre, siempre solos! Yo te he arrastrado esta noche a este paseo para no volver tan temprano a mi casa, porque sufro horriblemente de la soledad que allí me rodea. Sí, te he arrastrado conmigo por eso; ¿y de qué me sirve? Yo te estoy hablando, tú me escuchas y estamos uno al lado del otro, pero solos. ¿Me entiendes? "Bienaventurados los pobre de espíritu", dice la Escritura. ¡Ellos tienen la ilusión de la felicidad; no sienten nuestra solitaria miseria, no. Vagan como yo, por la vida, sin otro contacto que el de 23


los codos, sin otra alegría que la egoísta satisfacción de comprender, de ver, de adivinar y de experimentar sin tregua ni reposo esa eterna sensación de aislamiento! »Me encuentras algo loco, ¿verdad? Escúchame. Desde que he sentido la soledad de mi ser, me parece que voy hundiéndome cada día más en un sombrío subterráneo cuya salida no veo, cuyo fin no conozco y que no tiene fondo quizá. Y allá voy, sin nadie a mi alrededor, sin ningún ser viviente que me acompañe en ese tenebroso viaje. Ese subterráneo es la vida. A veces oigo ruidos, voces, gritos... marcho a tientas hasta esos rumores confusos, pero jamás logro saber de dónde parten; no encuentro jamás a nadie, ni tropieza la mía con otra mano en esa oscuridad que me rodea. ¿Me comprendes? Hombres hay que han adivinado este atroz sufrimiento. Musset ha dicho: ¿Quién viene? ¿Quién me llama? Nadie... Estoy solo; es el reloj que suena... ¡Oh, soledad! ¡Oh, miseria! »Pero en él no era sino una duda pasajera lo que en mí es una definitiva certidumbre. Musset era poeta; poblaba la vida de fantasmas, de sueños, de ilusiones. No estaba, pues, verdaderamente solo. ¡Yo... sí lo estoy! Gustave Flaubert, uno de los hombres más desgraciados de este mundo, por lo mismo que era uno de los más lúcidos, escribía a una amiga suya esta frase desesperante: “Todos vivimos en un desierto. Nadie comprende a nadie”. »No, nadie comprende a nadie, piensen lo que piensen, digan lo que digan, intenten lo que intenten. La tierra ¿sabe lo que pasa en esas estrellas que miramos, arrojadas como granos de fuego a través del espacio, tan lejanas de nosotros que apenas percibimos la claridad de algunas, mientras las demás, las que no vemos, innumerables y perdidas allá en lo infinito están tan próximas unas de otras que forman tal vez un todo, como las moléculas de un cuerpo? Pues bien, el hombre no sabe lo que pasa en otro cualquiera de sus semejantes. Estamos más lejos unos de otros que esos astros, sobre todo más aislados, porque el pensamiento es insondable. »¿Tienes tú idea de algo más horroroso que ese constante rozamiento con los seres en cuyo pensamiento no podemos penetrar, a quienes no comprendemos? Nos amamos los unos a los otros como si estuviéramos encadenados, cerca muy cerca, con los brazos tendidos unos hacia otros, sin conseguir alcanzarnos con la punta de los dedos. ¡Nos sentimos dominados por una torturante necesidad de unión; pero todos nuestros esfuerzos permanecen estériles, nuestros abandonos inútiles, nuestras confidencias infructuosas, nuestros abrazos impotentes, nuestras caricias vanas. Cuando querernos entremezclarnos, nuestros impulsos no logran sino apartarnos más y más a los unos y a los otros! »Yo no me siento nunca más solo que cuando abro mi corazón a un amigo, porque entonces comprendo y aprecio mejor el infranqueable obstáculo. Ese hombre, ese amigo está ahí, enfrente de mí; ¡veo sus ojos claros fijos en los míos! pero su alma... ¡ah! su alma que se oculta tras de sus ojos... ¡no la conozco, no la veo! Mi amigo me escucha. ¿Qué piensa? Sí; ¿en qué está pensando? ¿tú no comprendes este tormento?... ¿Me odia quizá, o me desprecia, o se burla de mí? Mientras yo hablo él reflexiona en lo que le estoy diciendo y me juzga y me condena, estimándome tonto o vulgar. ¿Cómo saber lo que piensa? ¿Cómo saber si me aprecia, si me

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quiere como yo lo quiero... y lo que se agita en esa cabeza redonda? ¡Oh! ¡Qué misterio tan profundo es el pensamiento desconocido de un ser, el pensamiento oculto y libre, que no podemos conocer, que no podemos conducir, ni dominar, ni vender! »Yo mismo he deseado ardientemente entregarme todo entero, abrir por completo las puertas de mi alma, y no lo he conseguido porque guardo allá en el fondo, muy en el fondo, ese lugar secreto del yo donde nadie penetra, que nadie puede descubrir porque nadie se me parece, porque nadie comprende a nadie. Tú mismo, di, ¿me comprendes en este momento? No; tú me crees loco, ¡me examinas con desconfianza y te pones en guardia contra mí! Y te preguntas: "¿Qué tendrá ese hombre esta noche?" Pero si tú llegaras un día a palpar, si adivinaras este horrible y sutil sufrimiento, ven y dime tan solo estas palabras: ¡Te he comprendido!, y me harás feliz, durante un segundo, quizá. »Son las mujeres quienes me hacen percibir aún más mi soledad. ¡Ah! ¡Miseria, miseria! ¡Cuánto he sufrido por ellas, puesto que ellas me han dado más frecuentemente que los hombres la ilusión de no estar solo! Cuando se entra en el amor parece que se ensancha el alma. Se siente uno invadido por una idea sobrenatural! ¿Y sabes por qué? ¿Sabes de dónde procede esa sensación de inmensa felicidad? Únicamente porque uno se imagina que no está solo. El aislamiento, el abandono del ser humano parece que cesa... ¡Qué horror! Más atormentada aún que nosotros por esa eterna necesidad del amor que roe nuestro solitario corazón, la mujer es la gran mentira de la ilusión. Tú conoces muy bien esas deliciosas horas pasadas frente a ese ser de largos cabellos, de rasgos encantadores, y cuya mirada nos enloquece. ¡Qué delirio extravía nuestro espíritu! ¡Qué ilusión nos embarga los sentidos! ¡Parece que vamos a confundirnos con ellos, a no formar sino un todo, dentro de un instante! Pero ese instante no llega nunca, y después de semanas y meses de espera, de ilusiones y de alegrías engañosas, un día se encuentra uno bruscamente solo, más solo de lo que se había estado hasta entonces. Después de cada beso, después de cada abrazo, el aislamiento aumenta. ¡Y qué aflictivo es y qué espantoso! »Otro poeta, Sully Prudhomme, ha escrito: Y pasadas esas caricias, esos transportes... ¡adiós! se acabó. » ¡Apenas si se reconoce a esa mujer que ha sido todo para nosotros durante un momento de la vida y de la que, sin duda, jamás hemos conocido el pensamiento interno y banal! En esas mismas horas en que parece que, por virtud de un misterioso acuerdo de dos seres, un absoluto compenetramiento de deseos y de aspiraciones ha logrado descender hasta lo más profundo de su alma... una palabra, un gesto a veces nos revela nuestro error, mostrándonos como un relámpago en la noche el negro abismo que a ambos nos separa. »Y sin embargo, no hay en el mundo nada mejor que pasar una noche al lado de una mujer querida, sin hablar, casi completamente dichoso por la sola sensación de su presencia. No pidamos más, porque jamás se mezclan enteramente dos seres. En cuanto a mí, ya tengo el alma cerrada. No digo a nadie lo que pienso, lo que creo, lo que amo. Sabiendo que estoy condenado a la horrible soledad, miro las cosas sin jamás emitir mi parecer sobre ellas. ¡Qué me importan las opiniones, las querellas, los placeres, las creencias! No pudiendo compartir nada con nadie,

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he llegado a desinteresarme de todo. Mi pensamiento invisible permanece inexplorado. Tengo frases frívolas para responder a los interrogatorios de cada día y una sonrisa que dice "sí" cuando no quiero tomarme la molestia de hablar. ¿Me comprendes?» Habíamos subido la larga avenida hasta el arco del triunfo de la Estrella, y descendido luego hasta la plaza de Concordia, porque mi amigo había enunciado todo aquello lentamente, añadiendo aún otras muchas cosas de las que ya no me acuerdo. Se detuvo y, bruscamente, levantando su brazo hacia el obelisco de granito que se alzaba en medio de la plaza, perdiéndose en la oscuridad de la noche su largo perfil egipcio, monumento desterrado que lleva en su flanco escrita con extraños y misteriosos signos la historia de su país, mi amigo exclamó: -Ahí tienes; todos nosotros somos como esa piedra... Y se alejó de mí sin pronunciar una palabra. ¿Estaba borracho? ¿Estaba loco? ¿O estaba tal vez demasiado cuerdo?... No lo sé... A veces me parece que tiene razón. Otras pienso que había perdido el juicio.

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Cuento: Una vendetta. Autor: Guy de Maupassant Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/fran/maupassa/vendetta.htm

La viuda de Pablo Savarini habitaba sola con su hijo en una pobre casita de los alrededores de Bonifacio. La población, construida en un saliente de la montaña, suspendida sobre el mar, mira por encima el estrecho erizado de escollos de la costa más baja de la Cerdeña. A sus pies, del otro lado, la rodea casi enteramente una cortadura de la costa que parece un gigantesco corredor, el cual sirve de puerto a las lanchas pescadoras italianas o sardas, y cada quince días al viejo vapor que hace el servicio de Ajaccio. Sobre la blanca montaña, el montón de casas forma una mancha más blanca aun, como nidos de pájaros salvajes acurrucados sobre su roca, dominando aquel paso terrible en que no se aventuran los barcos grandes. El viento sin reposo fustiga el mar, que golpea sobre la costa desnuda y se mete por el estrecho, cuyos dos bordes destruye. La casa de la viuda Savarini, abierta al borde mismo de la costa, abre sus tres ventanas sobre aquel horizonte salvaje y desolado. Allí vivía sola con su hijo Antonio y su perra "Vigilante", una perraza flaca con pelos largos y bastos, de la raza de los perros de ganado, y que servía al joven para cazar. Una tarde, después de una reyerta, Antonio Savarini fue muerto a traición de una puñalada por Nicolás Rovalati, que aquella misma noche huyó a Cerdeña. Cuando la anciana madre recibió el cuerpo de su hijo, que dos amigos le llevaron, no lloró, pero se quedó inmóvil mirándolo; después tendió su arrugada mano sobre el cadáver y juró vengarlo. No quiso que nadie se quedara allí; se quedó sola con el cuerpo y se encerró acompañada de la perra, que aullaba de un modo lastimero y no se separaba del lado de su amo. La madre, inclinándose sobre el cuerpo de su hijo, con la mirada fija, lloraba lágrimas silenciosas contemplándolo. El joven estaba tendido de espaldas, vestido con su chaqueta de paño grueso, que se veía desgarrada en el pecho: parecía dormir, pero se veía sangre por todas partes: sobre la camisa rota para la primera cura, en el chaleco, en el pantalón, en la cara, en las manos; cuajarones de sangre se le habían quedado entre la barba y los cabellos. 27


La madre se puso a hablarle; al oír su voz la perra se calló. -Yo te vengaré, hijo mío; duerme, duerme, descansa, que serás vengado, ¿entiendes? ¡Tu madre te lo promete! Y ya sabes que cumple siempre sus promesas. Después se inclinó sobre él, poniendo sus labios fríos sobre los labios del muerto. Entonces "Vigilante" se puso a dar unos aullidos largos, desgarradores, horribles. Así siguieron los dos, la mujer y el animal, hasta por la mañana que enterraron a Antonio Savarini, y ya nadie se acordó de aquello en Bonifacio. * No había dejado ni hermanos, ni primos, ni ningún pariente que pudiera vengarlo; sólo su madre. Así pensaba la anciana, mirando sin cesar un punto blanco de la costa, que era un pueblecillo sardo, llamado Longosardo, donde se refugiaban los bandidos corsos. Éstos poblaban aquella aldea delante de las costas de su patria, y allí esperaban el momento de volver. En aquella aldea se había refugiado Nicolás Rovalati. Siempre sola y sentada delante de la ventana, la anciana pensaba en su venganza. ¿Cómo la llevaría a cabo, enferma y casi al pie del sepulcro? Pero lo había prometido, lo había jurado al cadáver; no podía olvidarlo y no podía esperar. ¿Qué haría? No dormía ninguna noche, ni tenía sosiego ni reposo. La perra, echada a sus pies, la miraba, y a veces levantaba la cabeza y ladraba. Desde que su amo no estaba allí, no hacía otra cosa. Una noche que "Vigilante" parecía llamar a su amo, la anciana tuvo una idea salvaje, vengativa, feroz; lo meditó hasta la mañana, y cuando fue de día se fue a la iglesia. Allí, de rodillas, pidió a Dios que la ayudara y sostuviera, dándole fuerzas para vengar a su hijo. Volvió a su casa y ató a la perra con una cadena; el animal aulló todo el día y toda la noche, y la anciana sólo le dio agua, nada más que agua. Pasó el día, y la perra, extenuada, dormía; por la mañana tenía los ojos relucientes, el pelo erizado, y tiraba sin cesar de la cadena. La anciana no le dio de comer, y la perra, furiosa, ladraba sin cesar, y así pasó otro día y otra noche; a la mañana siguiente, la Savarini fue a casa de un vecino a rogar que le dieran un costal de paja. Cogió un traje viejo que había sido de su marido, lo rellenó hasta que pareció ser un cuerpo humano, y luego lo clavó en un palo delante del sitio donde la perra estaba encadenada. Después le puso una cabeza de trapos. La perra, sorprendida, miraba aquel hombre de paja y callaba, aunque la devoraba el hambre. Entonces la vieja se fue a buscar en casa del carnicero un gran pedazo de morcilla negra, volvió a su casa y la puso a asar. "Vigilante", enloquecida, estaba echando espuma con los ojos fijos sobre el embutido. La vieja hizo con el asado una corbata al hombre de paja, y se la ató bien fuerte; después 28


soltó a la perra. De un salto formidable, el animal alcanzó la garganta del maniquí, y con las patas sobre los hombros se puso a desgarrarlo. Cuando arrancaba un pedazo se bajaba y se lanzaba luego por otro, metiendo su hocico entre las cuerdas y arrancando los pedazos de morcilla. La vieja, inmóvil, miraba con los ojos brillantes; después volvió a atar a la perra, la hizo ayunar otros dos días y volvió a repetir aquel extraño ejercicio. Durante tres meses la acostumbró a aquella especie de lucha, a aquella comida conquistada a mordiscos. Ya no la ataba; pero con un gesto la hacía lanzarse sobre el maniquí. Le había enseñado a desgarrarlo, a devorarlo, hasta cuando no tenía la comida en el cuello. Luego le daba como recompensa la morcilla asada. Desde que veía al maniquí, "Vigilante" se estremecía y miraba a su ama, que le decía: -¡Anda! -con una voz aguda y levantando el dedo. Cuando lo juzgó oportuno, la Savarini confesó y comulgó un domingo con mucha devoción, y luego se puso un traje de hombre y se embarcó en la barca de un pescador, que la condujo al otro lado de la costa, acompañada de su perra. Llevaba en un saco un gran pedazo de asado que le hacía oler a la perra, la cual hacía dos días que ayunaba. Entraron en Longosardo, y acercándose a una panadería, preguntó por la casa de Nicolás Rovalati. Éste, que era de oficio zapatero, trabajaba en un rincón de su tienda. La vieja empujó la puerta y dijo: -¡Eh, Nicolás! Él se volvió, y entonces, soltando la perra, dijo: -¡Anda! ¡Anda! ¡Come! ¡Come! El animal, enloquecido, se lanzó y lo mordió en la garganta. El hombre tendió los brazos y rodó por tierra; durante algunos segundos se retorció, golpeando el suelo con los pies; después quedó inmóvil, mientras "Vigilante" le apretaba el cuello, que luego arrancaba en pedazos. Dos vecinos recordaron después haber visto salir de la casa del muerto a un pobre viejo con un perro que comía unos pedazos negros que le daba su amo. Por la tarde la vieja volvió a su casa, y aquella noche durmió muy bien.

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Cuento: Lo que hace el padre bien hecho está. Autor: Hans Christian Andersen. Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/euro/andersen/loque.htm

Voy a contaros ahora una historia que oí cuando era muy niño, y cada vez que me acuerdo de ella me parece más bonita. Con las historias ocurre lo que con ciertas personas: embellecen a medida que pasan los años, y esto es muy alentador. Algunas veces habrás salido a la campiña y habrás visto una casa de campo, con un tejado de paja en el que crecen hierbas y musgo; en el remate del tejado no puede faltar un nido de cigüeñas. Las paredes son torcidas; las ventanas, bajas, y de ellas sólo puede abrirse una. El horno sobresale como una pequeña barriga abultada, y el saúco se inclina sobre el seto, cerca del cual hay una charca con un pato o unos cuantos patitos bajo el achaparrado sauce. Tampoco, falta el mastín, que ladra a toda alma viviente. Pues en una casa como la que te he descrito vivía un viejo matrimonio, un pobre campesino con su mujer. No poseían casi nada, y, sin embargo, tenían una cosa superflua: un caballo, que solía pacer en los ribazos de los caminos. El padre lo montaba para trasladarse a la ciudad, y los vecinos se lo pedían prestado y le pagaban con otros servicios; desde luego, habría sido más ventajoso para ellos vender el animal o trocarlo por algo que les reportase mayor beneficio. Pero, ¿por qué lo podían cambiar? —Tú verás mejor lo que nos conviene —dijo la mujer—. Precisamente hoy es día de mercado en el pueblo. Vete allí con el caballo y que te den dinero por él, o haz un buen intercambio. Lo que haces, siempre está bien hecho. Vete al mercado. Le arregló la bufanda alrededor del cuello, pues esto ella lo hacía mejor, y le puso también una corbata de doble lazo, que le sentaba muy bien; le cepilló el sombrero con la palma de la mano, le dio un beso, y el hombre se puso alegremente en camino montado en el caballo que debía vender o trocar. «El viejo entiende de esas cosas —pensaba la mujer—. Nadie lo hará mejor que él». El sol quemaba y ni una nubecilla empañaba el azul del cielo. El camino estaba polvoriento, animado por numerosos individuos que se dirigían al mercado, en carro, a caballo o a pie. El calor era intenso y en toda la extensión del camino no se descubría ni un puntito de sombra. Nuestro amigo se encontró con un paisano que conducía una vaca, todo lo bien parecida que una vaca puede ser. «De seguro que da buena leche —pensó—. Tal vez sería un buen cambio». — ¡Oye tú, el de la vaca! —dijo—. ¿Y si hiciéramos un trato? Ya sé que un caballo es más 30


caro que una vaca; pero me da igual. De una vaca sacaría yo más beneficio. ¿Quieres que cambiemos? —Muy bien —dijo el hombre de la vaca; y trocaron los animales. Cerrado el trato; nada impedía a nuestro campesino volverse a casa, puesto que el objeto del viaje quedaba cumplido. Pero su intención primera había sido ir a la feria, y decidió llegarse a ella, aunque sólo fuera para echar un vistazo. Así continuó el hombre conduciendo la vaca. Caminaba ligero, y el animal también, por lo que no tardaron en alcanzar a un individuo con una oveja. Era un buen ejemplar, gordo y con un buen «toisón». «¡Esa oveja sí que me gustaría! —pensó el campesino—. En nuestros ribazos nunca le faltaría hierba, y en invierno podríamos tenerla en casa. Yo creo que nos conviene más mantener una oveja que una vaca». —¡Amigo! —dijo al otro—, ¿quieres que cambiemos?. El propietario de la oveja no se lo hizo repetir; efectuaron el cambio, y el labrador prosiguió su camino, muy contento con su oveja. Mas he aquí que, viniendo por un sendero que cruzaba la carretera, vio a un hombre que llevaba una gorda oca bajo el brazo. —¡Caramba! ¡Vaya oca cebada que traes! —le dijo—. ¡Qué cantidad de grasa y de pluma! No estaría mal en nuestra charca, atada de un cabo. La vieja podría echarle los restos de comida. Cuántas veces le he oído decir: ¡Ay, si tuviésemos una oca! Pues ésta es la ocasión. ¿Quieres cambiar? Te daré la oveja por la oca, y muchas gracias encima. El otro aceptó, no faltaba más; hicieron el cambio, y el campesino se quedó con la oca. Estaba ya cerca de la ciudad, y el bullicio de la carretera iba en aumento; era un hormiguero de personas y animales, que llenaban el camino y hasta la cuneta. Llegaron al fin al campo de patatas del portazguero. Éste tenía una gallina atada para que no se escapara, asustada por el ruido. Era una gallina derrabada, bizca y de bonito aspecto. «Cluc, cluc», gritaba. No sé lo que ella quería significar con su cacareo, el hecho es que el campesino pensó al verla: «Es la gallina más hermosa que he visto en mi vida; es mejor que la clueca del señor rector; me gustaría tenerla. Una gallina es el animal más fácil de criar; siempre encuentra un granito de trigo; puede decirse que se mantiene ella sola. Creo sería un buen negocio cambiarla por la oca». —¿Y si cambiáramos? —preguntó. —¿Cambiar? —dijo el otro—. Por mí no hay inconveniente y aceptó la proposición. El portazguero se quedó con la oca, y el campesino, con la gallina. La verdad es que había aprovechado bien el tiempo en el viaje a la ciudad. Por otra parte, arreciaba el calor, y el hombre estaba cansado; un trago de aguardiente y un bocadillo le vendrían de perlas. Como se encontrara delante de la posada, entró en ella en el preciso momento en que salía el mozo, cargado con un saco lleno a rebosar. —¿Qué llevas ahí? —preguntó el campesino. —Manzanas podridas —respondió el mozo—; un saco lleno para los cerdos. 31


—¡Qué hermosura de manzanas! ¡Cómo gozaría la vieja si las viera! El año pasado el manzano del corral sólo dio una manzana; hubo que guardarla, y estuvo sobre la cómoda hasta que se pudrió. “Esto es signo de prosperidad”, decía la abuela. ¡Menuda prosperidad tendría con todo esto! Quisiera darle este gusto. —¿Cuánto me das por ellas? —preguntó el hombre. —¿Cuánto le doy? Las cambio por la gallina y dicho y hecho, entregó la gallina y recibió las manzanas. Entró en la posada y se fue directo al mostrador. El saco lo dejó arrimado a la estufa, sin reparar en que estaba encendida. En la sala había mucha gente forastera, tratante de caballos y de bueyes, y entre ellos dos ingleses, los cuales, como todo el mundo sabe, son tan ricos, que los bolsillos les revientan de monedas de oro. Y lo que más les gusta es hacer apuestas. Escucha si no. «¡Chuf, chuf!» ¿Qué ruido era aquél que llegaba de la estufa? Las manzanas empezaban a asarse. —¿Qué pasa ahí? No tardó en propagarse la historia del caballo que había sido trocado por una vaca y, descendiendo progresivamente, se había convertido en un saco de manzanas podridas. —Espera a llegar a casa, verás cómo la vieja te recibe a puñadas —dijeron los ingleses. —Besos me dará, que no puñadas —replicó el campesino—. La abuela va a decir: «Lo que hace el padre, bien hecho está». —¿Hacemos una apuesta? —propusieron los ingleses—. Te apostamos todo el oro que quieras: onzas de oro a toneladas, cien libras, un quintal. —Con una fanega me contento —contestó el campesino—. Pero sólo puedo jugar una fanega de manzanas, y yo y la abuela por añadidura. Creo que es medida colmada. ¿Qué piensan de ello? —Conforme —exclamaron los ingleses—. Trato hecho. Engancharon el carro del ventero, subieron a él los ingleses y el campesino, sin olvidar el saco de manzanas, y se pusieron en camino. No tardaron en llegar a la casita. —¡Buenas noches, madrecita! —¡Buenas noches, padrecito! —He hecho un buen negocio con el caballo. —¡Ya lo decía yo; tú entiendes de eso! —dijo la mujer, abrazándolo, sin reparar en el saco ni en los forasteros. —He cambiado el caballo por una vaca. —¡Dios sea loado! ¡La de leche que vamos a tener! Por fin volveremos a ver en la mesa 32


mantequilla y queso. ¡Buen negocio! —Sí, pero luego cambié la vaca por una oveja. —¡Ah! ¡Esto está aún mejor! —exclamó la mujer—. Tú siempre piensas en todo. Hierba para una oveja tenemos de sobra. No nos faltará ahora leche y queso de oveja, ni medias de lana, y aun batas de dormir. Todo eso la vaca no lo da; pierde el pelo. Eres una perla de marido. —Pero es que después cambié la oveja por una oca. —Así tendremos una oca por San Martín, padrecito. ¡Sólo piensas en darme gustos! ¡Qué idea has tenido! Ataremos la oca fuera, en la hierba, y ¡lo que engordará hasta San Martín! —Es que he cambiado la oca por una gallina —prosiguió el hombre. —¿Una gallina? ¡Éste sí que es un buen negocio! —exclamó la mujer—. La gallina pondrá huevos, los incubará, tendremos polluelos y todo un gallinero. ¡Es lo que yo más deseaba! —Sí, pero es que luego cambié la gallina por un saco de manzanas podridas. —¡Ven que te dé un beso! —exclamó la mujer, fuera de sí de contenta—. ¡Gracias, marido mío! ¿Quieres que te cuente lo que me ha ocurrido? En cuanto te hubiste marchado, me puse a pensar qué comida podría prepararte para la vuelta; se me ocurrió que lo mejor sería tortilla de puerros. Los huevos los tenía, pero me faltaban los puerros. Me fui, pues, a casa del maestro. Sé de cierto que tienen puerros, pero ya sabes lo avara que es la mujer. Le pedí que me prestase unos pocos. «¿Prestar? —me respondió—. No tenemos nada en el huerto, ni una mala manzana podrida. Ni una manzana podemos prestar». “Pues ahora yo puedo prestarle diez, ¡qué digo! todo un saco. ¡qué gusto, padrecito!”. Y le dio otro beso. —Magnífico —dijeron los ingleses—. ¡Siempre para abajo y siempre contenta! Esto no se paga con dinero. Y pagaron el quintal de monedas de oro al campesino, que recibía besos en vez de puñadas. Sí, señor, siempre se sale ganando cuando la mujer no se cansa de declarar que el padre entiende en todo, y que lo que hace, bien hecho está. Ésta es la historia que oí de niño. Ahora tú la sabes también, y no lo olvides: lo que el padre hace, bien hecho está.

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Cuento: El Cerdito. Autor: Juan Carlos Onetti Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/onetti/cerdito.htm

La señora estaba siempre vestida de negro y arrastraba sonriente el reumatismo del dormitorio a la sala. Otras habitaciones no había; pero sí una ventana que daba a un pequeño jardín parduzco. Miró el reloj que le colgaba del pecho y pensó que faltaba más de una hora para que llegaran los niños. No eran suyos. A veces dos, a veces tres que llegaban desde las casas en ruinas, más allá de la placita, atravesando el puente de madera sobre la zanja seca ahora, enfurecida de agua en los temporales de invierno. Aunque los niños empezaran a ir a la escuela, siempre lograban escapar de sus casas o de sus aulas a la hora de pereza y calma de la siesta. Todos, los dos o tres; eran sucios, hambrientos y físicamente muy distintos. Pero la anciana siempre lograba reconocer en ellos algún rasgo del nieto perdido; a veces a Juan le correspondían los ojos o la franqueza de ojos y sonrisa; otras; ella los descubría en Emilio o Guido. Pero no trascurría ninguna tarde sin haber reproducido algún gesto, algún ademán de nieto. Pasó sin prisa a la cocina para preparar los tres tazones de café con leche y los panques que envolvían dulce de membrillo. Aquella tarde los chicos no hicieron sonar la campanilla de la verja sino que golpearon con los nudillos el cristal de la puerta de entrada, la anciana demoró en oírlos pero los golpes continuaron insistentes y sin aumentar su fuerza. Por fin, porque había pasado a la sala para acomodar la mesa, la anciana percibió el ruido y divisó las tres siluetas que habían trepado los escalones. Sentados alrededor de la mesa, con los carrillos hinchados por la dulzura de la golosina, los niños repitieron las habituales tonterías, se acusaron entre ellos de fracasos y traiciones. La anciana no los comprendía pero los miraba comer con una sonrisa inmóvil; para aquella tarde, después de observar mucho para no equivocarse, decidió que Emilio le estaba recordando el nieto mucho más que los otros dos. Sobre todo con el movimientos de las manos. Mientras lavaba la loza en la cocina oyó el coro de risas, las apagadas voces del secreteo y luego el silencio. Alguno caminó furtivo y ella no pudo oír el ruido sordo del hierro en la cabeza. Ya no oyó nada más, bamboleó el cuerpo y luego quedó quieta en el suelo de su cocina. Revolvieron en todos los muebles del dormitorio, buscaron debajo del colchón. Se repartieron billetes y monedas y Juan le propuso a Emilio:

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—Dale otro golpe. Por si las dudas.

Caminaron despacio bajo el sol y al llegar al tablón de la zanja cada uno regresó separado, al barrio miserable. Cada uno a su choza y Guido, cuando estuvo en la suya, vacía como siempre en la tarde, levantó ropas, chatarra y desperdicios del cajón que tenía junto al catre y extrajo la alcancía blanca y manchada para guardar su dinero; una alcancía de yeso en forma de cerdito con una ranura en el lomo.

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Cuento: Carta a un zapatero que compuso mal unos zapatos. Autor: Juan José Arreola Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/arreola/carta.htm

Estimable señor: Como he pagado a usted tranquilamente el dinero que me cobró por reparar mis zapatos, le va a extrañar sin duda la carta que me veo precisado a dirigirle. En un principio no me di cuenta del desastre ocurrido. Recibí mis zapatos muy contento, augurándoles una larga vida, satisfecho por la economía que acababa de realizar: por unos cuantos pesos, un nuevo par de calzado. (Éstas fueron precisamente sus palabras y puedo repetirlas.) Pero mi entusiasmo se acabó muy pronto. Llegado a casa examiné detenidamente mis zapatos. Los encontré un poco deformes, un tanto duros y resecos. No quise conceder mayor importancia a esta metamorfosis. Soy razonable. Unos zapatos remontados tienen algo de extraño, ofrecen una nueva fisonomía, casi siempre deprimente. Aquí es preciso recordar que mis zapatos no se hallaban completamente arruinados. Usted mismo les dedicó frases elogiosas por la calidad de sus materiales y por su perfecta hechura. Hasta puso muy alto su marca de fábrica. Me prometió, en suma, un calzado flamante. Pues bien: no pude esperar hasta el día siguiente y me descalcé para comprobar sus promesas. Y aquí estoy, con los pies doloridos, dirigiendo a usted una carta, en lugar de transferirle las palabras violentas que suscitaron mis esfuerzos infructuosos. Mis pies no pudieron entrar en los zapatos. Como los de todas las personas, mis pies están hechos de una materia blanda y sensible. Me encontré ante unos zapatos de hierro. No sé cómo ni con qué artes se las arregló usted para dejar mis zapatos inservibles. Allí están, en un rincón, guiñándome burlonamente con sus puntas torcidas. Cuando todos mis esfuerzos fallaron, me puse a considerar cuidadosamente el trabajo que usted había realizado. Debo advertir a usted que carezco de toda instrucción en materia de calzado. Lo único que sé es que hay zapatos que me han hecho sufrir, y otros, en cambio, que recuerdo con ternura: así de suaves y flexibles eran. Los que le di a componer eran unos zapatos admirables que me habían servido fielmente durante muchos meses. Mis pies se hallaban en ellos como pez en el agua. Más que zapatos, parecían ser parte de mi propio cuerpo, una especie de envoltura protectora que daba a mi paso firmeza y seguridad. Su piel era en realidad una piel mía, saludable y resistente. Sólo que daban

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ya muestras de fatiga. Las suelas sobre todo: unos amplios y profundos adelgazamientos me hicieron ver que los zapatos se iban haciendo extraños a mi persona, que se acababan. Cuando se los llevé a usted, iban ya a dejar ver los calcetines. También habría que decir algo acerca de los tacones: piso defectuosamente, y los tacones mostraban huellas demasiado claras de este antiguo vicio que no he podido corregir. Quise, con espíritu ambicioso, prolongar la vida de mis zapatos. Esta ambición no me parece censurable: al contrario, es señal de modestia y entraña una cierta humildad. En vez de tirar mis zapatos, estuve dispuesto a usarlos durante una segunda época, menos brillante y lujosa que la primera. Además, esta costumbre que tenemos las personas modestas de renovar el calzado es, si no me equivoco, el modus vivendi de las personas como usted. Debo decir que del examen que practiqué a su trabajo de reparación he sacado muy feas conclusiones. Por ejemplo, la de que usted no ama su oficio. Si usted, dejando aparte todo resentimiento, viene a mi casa y se pone a contemplar mis zapatos, ha de darme toda la razón. Mire usted qué costuras: ni un ciego podía haberlas hecho tan mal. La piel está cortada con inexplicable descuido: los bordes de las suelas son irregulares y ofrecen peligrosas aristas. Con toda seguridad, usted carece de hormas en su taller, pues mis zapatos ofrecen un aspecto indefinible. Recuerde usted, gastados y todo, conservaban ciertas líneas estéticas. Y ahora... Pero introduzca usted su mano dentro de ellos. Palpará usted una caverna siniestra. El pie tendrá que transformarse en reptil para entrar. Y de pronto un tope; algo así como un quicio de cemento poco antes de llegar a la punta. ¿Es posible? Mis pies, señor zapatero, tienen forma de pies, son como los suyos, si es que acaso usted tiene extremidades humanas. Pero basta ya. Le decía que usted no le tiene amor a su oficio y es cierto. Es también muy triste para usted y peligroso para sus clientes, que por cierto no tienen dinero para derrochar. A propósito: no hablo movido por el interés. Soy pobre pero no soy mezquino. Esta carta no intenta abonarse la cantidad que yo le pagué por su obra de destrucción. Nada de eso. Le escribo sencillamente para exhortarle a amar su propio trabajo. Le cuento la tragedia de mis zapatos para infundirle respeto por ese oficio que la vida ha puesto en sus manos; por ese oficio que usted aprendió con alegría en un día de juventud... Perdón; usted es todavía joven. Cuando menos, tiene tiempo para volver a comenzar, si es que ya olvidó cómo se repara un par de calzado. Nos hacen falta buenos artesanos, que vuelvan a ser los de antes, que no trabajen solamente para obtener el dinero de los clientes, sino para poner en práctica las sagradas leyes del trabajo. Esas leyes que han quedado irremisiblemente burladas en mis zapatos. Quisiera hablarle del artesano de mi pueblo, que remendó con dedicación y esmero mis zapatos infantiles. Pero esta carta no debe catequizar a usted con ejemplos. Sólo quiero decirle una cosa: si usted, en vez de irritarse, siente que algo nace en su corazón y llega como un reproche hasta sus manos, venga a mi casa y recoja mis zapatos, intente en ellos una segunda operación, y todas las cosas quedarán en su sitio.

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Yo le prometo que si mis pies logran entrar en los zapatos, le escribiré una hermosa carta de gratitud, presentándolo en ella como hombre cumplido y modelo de artesanos. Soy sinceramente su servidor.

Cuento: Accidente sin trascendencia. Autor: Robert Musil Tomado de: http://www.planetadelibros.com/pdf/1rcap_El_hombre_sin_atributos_I.pdf

Sobre el Atlántico avanzaba un mínimo barométrico en dirección este, frente a un máximo estacionado sobre Rusia; de momento no mostraba tendencia a esquivarlo desplazándose hacia el norte. Las isotermas y las isóteras cumplían su deber. La temperatura del aire estaba en relación con la temperatura media anual, tanto con la del mes más caluroso como con la del mes más frío y con la oscilación mensual aperiódica. La salida y puesta del sol y de la luna, las fases lunares, de Venus, del anillo de Saturno y muchos otros fenómenos importantes se sucedían conforme a los pronósticos de los anuarios astronómicos. El vapor de agua alcanzaba su mayor tensión y la humedad atmosférica era escasa. En pocas palabras, que describen fielmente la realidad, aunque estén algo pasadas de moda: era un hermoso día de agosto del año 1913. Automóviles salían disparados de calles largas y estrechas al espacio libre de luminosas plazas. Hileras de peatones, surcando zigzagueantes la multitud confusa, formaban esteras movedizas de nubes entretejidas. A veces se separaban algunas hebras, cuando caminantes más presurosos se abrían paso por entre otros, a quienes no corría tanta prisa, se alejaban ensanchando curvas y volvían, tras breves serpenteos, a su curso normal. Centenares de sonidos se sucedían uno a otro, confundiéndose en un prolongado ruido metálico del que destacaban diversos sones, unos agudos claros, otros roncos, que discordaban la armonía pero que la restablecían al desaparecer. De este ruido hubiera deducido cualquiera, después de largos años de ausencia, sin previa descripción y con los ojos cerrados, que se encontraba en la capital del Imperio, en la ciudad residencial de Viena. A las ciudades se las conoce, como a las personas, en el andar. Mirando de lejos y sin fijarse en pormenores, lo podían haber revelado igualmente el movimiento de las calles. Pero tampoco es de trascendencia siquiera el que, para averiguarlo, se lo hubiera tenido uno que imaginar. La excesiva estimación de la pregunta de «dónde nos encontramos» procede del tiempo de las hordas, nómadas que debían tener conocimiento cabal y plena posesión de sus pastos. Sería interesante saber por qué al ver una nariz amoratada se da uno por satisfecho con reparar simplemente y de manera imprecisa en el color, y nunca se pregunta qué clase de tonalidad tiene, aunque, sin más, se lo podría expresar la medida de las vibraciones moleculares. Por el contrario, en asunto tan complejo como es una ciudad en la que se vive, se quisiera conocer todas sus peculiaridades. Esto nos desvía de lo más importante. No se debe rendir tributo especial al simple nombre de la ciudad. Como toda metrópoli, estaba sometida a riesgos y contingencias, a progresos, avances y retrocesos, a inmensos 38


letargos, a colisión de cosas y asuntos, a grandes movimientos rítmicos y al eterno desequilibrio y dislocación de todo ritmo, y semejaba una burbuja que bulle en un recipiente con edificios, leyes, decretos y tradiciones históricas. Las dos personas que subían por una calle ancha y animada no caían en la cuenta. Pertenecían, como saltaba a la vista, a una elevada clase social, en el estilo y en el hablar lo reflejaban; iban noblemente vestidos y traían las iniciales de sus nombres bordadas en las ropas (en las exteriores y también, aunque de modo invisible, en las ultrafinas interiores de la subconsciencia), sabiendo muy bien quiénes eran y conscientes de que la capital en que se encontraban era su propia ciudad residencial. Aceptando la hipótesis de que se llamasen Arnheim y Ermelinda Tuzzi, lo cual no puede ser cierto porque la señora Tuzzi se hallaba por agosto en compañía de su esposo en Bad Aussee y el doctor Arnheim estaba todavía en Constantinopla, se presenta el enigma de su identidad. Problemas como éste se crean algunas personas de viva imaginación muy a menudo en las calles. Pero los solucionan en seguida, tan pronto como los olvidan en los cincuenta pasos siguientes. De repente, se detuvieron los dos ante una aglomeración imprevista. Algo insólito había ocurrido, algo se había resbalado y desviado bruscamente a un lado; un camión enorme, frenado de golpe, había rebasado la acera con una rueda. Igual que las abejas concentradas a la entrada de su colmena, se agolpaba la gente alrededor de un círculo que nadie se atrevía a franquear. En él es taba el conductor del camión, descolorido como un papel de envolver, explicando con burdos ademanes el accidente. Los circundantes tenían sus miradas fijas en él y las bajaban temerosamente al suelo donde un hombre, recostado en el bordillo de la calzada, yacía como muerto. Él mismo había sido causante del daño por su negligencia, según la opinión general. Turnándose se arrodillaban frente a él por hacer algo; alguien le abrió la chaqueta y se la cerró; unos le incorporaban, otros volvían a acostarlo; en definitiva, nadie pretendía otra cosa que cubrir el expediente hasta que el servicio de ambulancia se hiciera cargo de él y le prestara ayuda eficaz. También la señora y su acompañante se habían acercado y observaban al desafortunado por encima de las cabezas y de las espaldas encorvadas. Luego retrocedieron y vacilaron. La señora se sintió indispuesta con algo desagradable en la región cardioepigástrica que bien pudiera haber sido considerado efecto de su conmiseración; era una sensación vaga y paralizante. El caballero, tras unos momentos de silencio, le dijo: —«Estos camiones tan pesados disponen de un sistema de frenos con una distancia de aplicación demasiado diferida.» Al oír esto, la señora se sintió aliviada, y se lo agradeció al señor con una mirada atenta. Ya le sonaba aquella expresión de los frenos, pero no llegaba a comprender lo que significaba, ni le interesaba; se conformaba con saber que había posibilidad de reparar de alguna manera aquel siniestro tan deplorable, y que se trataba de un problema técnico que no era de su incumbencia. Empezó entonces a oírse la sirena de la ambulancia; todos respiraron hondo, experimentando la satisfacción de sentirse tan diligentemente auxiliados. Estas instituciones sociales son admirables. Hombres en uniforme corrieron hacia el herido, lo tendieron en una camilla y lo acomodaron cuidadosamente en el interior del vehículo, tan bien provisto y arreglado como una sala de hospital. Todos se llevaron de allí la casi justificada impresión de haber presenciado un acontecimiento legal y reglamentado. «Según las estadísticas americanas —sugirió el caballero— se registran cada año en Estados Unidos 190.000 muertos y 450.000 heridos en accidentes de circulación.»

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—«¿Piensa usted que ha muerto?» —preguntó su compañera todavía bajo la influencia del sobresalto. —«Yo creo que no —contestó él—. Cuando fue conducido al coche parecía dar señales de vida.»

Cuento: Rashomon Autor: Ryunosuke Akutagawa Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/jap/akuta/rashomon.htm

Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el ichimegasa6 o nobles con el momiebosh7, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado. En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres abandonados. Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha. Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había despedido, no obstante los 6 7

Sombrero antiguo para dama, de paja o tela laqueada, según la clase social. Antiguo gorro empleado por los nobles y samurais. Designa a los nobles o samurais que llevan dicho gorro.

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largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto. Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de la época Heian. Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida Sujaku. La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada. "Para escapar a esta maldita suerte —pensó el sirviente— no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..." Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón". Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido. Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara. El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño. Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche de lluvia como aquélla? 41


Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre. Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más densa la sombra en los restantes miembros. Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez. El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres. Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer. Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía desprenderse fácilmente. A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio — pronto lo comprobó— no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón —el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes— no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso. Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón. Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose. —¡Adónde vas, vieja infeliz! —gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

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La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia: —¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí. Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos desorbitados. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo: —Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento. La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente: —Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas... Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró con su voz sorda y ronca: —Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría. Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar 43


(entre elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento. —¿Estás segura de lo que dices? —preguntó en tono malicioso y burlón. De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza: —Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre. Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche. Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le cayeron sobre la cara. Abajo, sólo la noche negra y muda. A dónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

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Cuento: El cuentista. Autor: Saki Tomado de: http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/ing/saki/cuentis.htm

Era una tarde calurosa y el vagón del tren también estaba caliente; la siguiente parada, Templecombe, estaba casi a una hora de distancia. Los ocupantes del vagón eran una niña pequeña, otra niña aún más pequeña y un niño también pequeño. Una tía, que pertenecía a los niños, ocupaba un asiento de la esquina; el otro asiento de la esquina, del lado opuesto, estaba ocupado por un hombre soltero que era un extraño ante aquella fiesta, pero las niñas pequeñas y el niño pequeño ocupaban, enfáticamente, el compartimiento. Tanto la tía como los niños conversaban de manera limitada pero persistente, recordando las atenciones de una mosca que se niega a ser rechazada. La mayoría de los comentarios de la tía empezaban por «No», y casi todos los de los niños por «¿Por qué?». El hombre soltero no decía nada en voz alta. —No, Cyril, no —exclamó la tía cuando el niño empezó a golpear los cojines del asiento, provocando una nube de polvo con cada golpe—. Ven a mirar por la ventanilla —añadió. El niño se desplazó hacia la ventilla con desgano. — ¿Por qué sacan a esas ovejas fuera de ese campo? —preguntó. —Supongo que las llevan a otro campo en el que hay más hierba —respondió la tía débilmente. —Pero en ese campo hay montones de hierba —protestó el niño—; no hay otra cosa que no sea hierba. Tía, en ese campo hay montones de hierba. —Quizá la hierba de otro campo es mejor —sugirió la tía neciamente. — ¿Por qué es mejor? — fue la inevitable y rápida pregunta. — ¡Oh, mira esas vacas! —exclamó la tía. Casi todos los campos por los que pasaba la línea de tren tenían vacas o toros, pero ella lo dijo como si estuviera llamando la atención ante una novedad. — ¿Por qué es mejor la hierba del otro campo? —persistió Cyril. El ceño fruncido del soltero se iba acentuando hasta estar ceñudo. La tía decidió, mentalmente, que era un hombre duro y hostil. Ella era incapaz por completo de tomar una decisión satisfactoria sobre la hierba del otro campo. 45


La niña más pequeña creó una forma de distracción al empezar a recitar «De camino hacia Mandalay». Sólo sabía la primera línea, pero utilizó al máximo su limitado conocimiento. Repetía la línea una y otra vez con una voz soñadora, pero decidida y muy audible; al soltero le pareció como si alguien hubiera hecho una apuesta con ella a que no era capaz de repetir la línea en voz alta dos mil veces seguidas y sin detenerse. Quienquiera que fuera que hubiera hecho la apuesta, probablemente la perdería. —Acérquense aquí y escuchen mi historia —dijo la tía cuando el soltero la había mirado dos veces a ella y una al timbre de alarma. Los niños se desplazaron apáticamente hacia el final del compartimiento donde estaba la tía. Evidentemente, su reputación como contadora de historias no ocupaba una alta posición, según la estimación de los niños. Con voz baja y confidencial, interrumpida a intervalos frecuentes por preguntas malhumoradas y en voz alta de los oyentes, comenzó una historia poco animada y con una deplorable carencia de interés sobre una niña que era buena, que se hacía amiga de todos a causa de su bondad y que, al final, fue salvada de un toro enloquecido por numerosos rescatadores que admiraban su carácter moral. — ¿No la habrían salvado si no hubiera sido buena? —preguntó la mayor de las niñas. Esa era exactamente la pregunta que había querido hacer el soltero. —Bueno, sí —admitió la tía sin convicción—. Pero no creo que la hubieran socorrido muy deprisa si ella no les hubiera gustado mucho. —Es la historia más tonta que he oído nunca —dijo la mayor de las niñas con una inmensa convicción. —Después de la segunda parte no he escuchado, era demasiado tonta —dijo Cyril. La niña más pequeña no hizo ningún comentario, pero hacía rato que había vuelto a comenzar a murmurar la repetición de su verso favorito. —No parece que tenga éxito como contadora de historias —dijo de repente el soltero desde su esquina. La tía se ofendió como defensa instantánea ante aquel ataque inesperado. —Es muy difícil contar historias que los niños puedan entender y apreciar —dijo fríamente. —No estoy de acuerdo con usted —dijo el soltero. —Quizá le gustaría a usted explicarles una historia —contestó la tía. —Cuéntenos un cuento —pidió la mayor de las niñas. —Érase una vez —comenzó el soltero— una niña pequeña llamada Berta que era extremadamente buena.

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El interés suscitado en los niños momentáneamente comenzó a vacilar en seguida; todas las historias se parecían terriblemente, no importaba quién las explicara. —Hacía todo lo que le mandaban, siempre decía la verdad, mantenía la ropa limpia, comía budín de leche como si fuera tarta de mermelada, aprendía sus lecciones perfectamente y tenía buenos modales. — ¿Era bonita? —preguntó la mayor de las niñas. —No tanto como cualquiera de ustedes —respondió el soltero—, pero era terriblemente buena. Se produjo una ola de reacción en favor de la historia; la palabra terrible unida a bondad fue una novedad que la favorecía. Parecía introducir un círculo de verdad que faltaba en los cuentos sobre la vida infantil que narraba la tía. —Era tan buena —continuó el soltero— que ganó varias medallas por su bondad, que siempre llevaba puestas en su vestido. Tenía una medalla por obediencia, otra por puntualidad y una tercera por buen comportamiento. Eran medallas grandes de metal y chocaban las unas con las otras cuando caminaba. Ningún otro niño de la ciudad en la que vivía tenía esas tres medallas, así que todos sabían que debía de ser una niña extraordinariamente buena. —Terriblemente buena —citó Cyril. —Todos hablaban de su bondad y el príncipe de aquel país se enteró de aquello y dijo que, ya que era tan buena, debería tener permiso para pasear, una vez a la semana, por su parque, que estaba justo afuera de la ciudad. Era un parque muy bonito y nunca se había permitido la entrada a niños, por eso fue un gran honor para Berta tener permiso para poder entrar. — ¿Había alguna oveja en el parque? —preguntó Cyril. —No —dijo el soltero—, no había ovejas. — ¿Por qué no había ovejas? —llegó la inevitable pregunta que surgió de la respuesta anterior. La tía se permitió una sonrisa que casi podría haber sido descrita como una mueca. —En el parque no había ovejas —dijo el soltero— porque, una vez, la madre del príncipe tuvo un sueño en el que su hijo era asesinado tanto por una oveja como por un reloj de pared que le caía encima. Por esa razón, el príncipe no tenía ovejas en el parque ni relojes de pared en su palacio. La tía contuvo un grito de admiración. — ¿El príncipe fue asesinado por una oveja o por un reloj? —preguntó Cyril. —Todavía está vivo, así que no podemos decir si el sueño se hará realidad —dijo el soltero despreocupadamente—. De todos modos, aunque no había ovejas en el parque, sí había muchos cerditos corriendo por todas partes. 47


— ¿De qué color eran? —Negros con la cara blanca, blancos con manchas negras, totalmente negros, grises con manchas blancas y algunos eran totalmente blancos. El contador de historias se detuvo para que los niños crearan en su imaginación una idea completa de los tesoros del parque; después prosiguió: —Berta sintió mucho que no hubiera flores en el parque. Había prometido a sus tías, con lágrimas en los ojos, que no arrancaría ninguna de las flores del príncipe y tenía intención de mantener su promesa por lo que, naturalmente, se sintió tonta al ver que no había flores para coger. — ¿Por qué no había flores? —Porque los cerdos se las habían comido todas —contestó el soltero rápidamente—. Los jardineros le habían dicho al príncipe que no podía tener cerdos y flores, así que decidió tener cerdos y no tener flores. Hubo un murmullo de aprobación por la excelente decisión del príncipe; mucha gente habría decidido lo contrario. —En el parque había muchas otras cosas deliciosas. Había estanques con peces dorados, azules y verdes, y árboles con hermosos loros que decían cosas inteligentes sin previo aviso, y colibríes que cantaban todas las melodías populares del día. Berta caminó arriba y abajo, disfrutando inmensamente, y pensó: «Si no fuera tan extraordinariamente buena no me habrían permitido venir a este maravilloso parque y disfrutar de todo lo que hay en él para ver», y sus tres medallas chocaban unas contra las otras al caminar y la ayudaban a recordar lo buenísima que era realmente. Justo en aquel momento, iba merodeando por allí un enorme lobo para ver si podía atrapar algún cerdito gordo para su cena. — ¿De qué color era? —preguntaron los niños, con un inmediato aumento de interés. —Era completamente del color del barro, con una lengua negra y unos ojos de un gris pálido que brillaban con inexplicable ferocidad. Lo primero que vio en el parque fue a Berta; su delantal estaba tan inmaculadamente blanco y limpio que podía ser visto desde una gran distancia. Berta vio al lobo, vio que se dirigía hacia ella y empezó a desear que nunca le hubieran permitido entrar en el parque. Corrió todo lo que pudo y el lobo la siguió dando enormes saltos y brincos. Ella consiguió llegar a unos matorrales de mirto y se escondió en uno de los arbustos más espesos. El lobo se acercó olfateando entre las ramas, su negra lengua le colgaba de la boca y sus ojos gris pálido brillaban de rabia. Berta estaba terriblemente asustada y pensó: «Si no hubiera sido tan extraordinariamente buena ahora estaría segura en la ciudad». Sin embargo, el olor del mirto era tan fuerte que el lobo no pudo olfatear dónde estaba escondida Berta, y los arbustos eran tan espesos que podría haber estado buscándola entre ellos durante mucho rato, sin verla, así que pensó que era mejor salir de allí y cazar un cerdito. Berta temblaba tanto al tener al lobo merodeando y olfateando tan cerca de ella que la medalla de obediencia chocaba contra las de buena conducta y puntualidad. El lobo acababa de irse cuando oyó el sonido que producían las medallas y se detuvo para escuchar; volvieron a sonar en un arbusto que estaba 48


cerca de él. Se lanzó dentro de él, con los ojos gris pálido brillando de ferocidad y triunfo, sacó a Berta de allí y la devoró hasta el último bocado. Todo lo que quedó de ella fueron sus zapatos, algunos pedazos de ropa y las tres medallas de la bondad. — ¿Mató a alguno de los cerditos? — preguntó el pequeño. —No, todos escaparon. —La historia empezó mal —dijo la más pequeña de las niñas—, pero ha tenido un final bonito. —Es la historia más bonita que he escuchado nunca —dijo la mayor de las niñas, muy decidida. —Es la única historia bonita que he oído nunca —dijo Cyril. La tía expresó su desacuerdo. — ¡Una historia de lo menos apropiada para explicar a niños pequeños! Ha socavado el efecto de años de cuidadosa enseñanza. —De todos modos —dijo el soltero cogiendo sus pertenencias y dispuesto a abandonar el tren—, los he mantenido tranquilos durante diez minutos, mucho más de lo que usted pudo. «¡Infeliz! —se dijo mientras bajaba al andén de la estación de Templecombe—. ¡Durante los próximos seis meses esos niños la asaltarán en público pidiéndole una historia impropia!»

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Cuento: El Tren Autor: Santiago Davobe Tomado de: http://www.lamaquinadeltiempo.com/prosas/dabove01.htm

El tren era el de todos los días a la tardecita, pero venía moroso, como sensible al paisaje. Yo iba a comprar algo por encargo de mi madre. Era suave el momento, como si el rodar fuera cariño en los lúbricos rieles. Subí, y me puse a atrapar el recuerdo más antiguo, el primero de mi vida. El tren se retardaba tanto que encontré en mi memoria un olor maternal: leche calentada, alcohol encendido. Esto hasta la primera parada: Haedo. Después recordé mis juegos pueriles y ya iba hacia la adolescencia, cuando Ramos Mejía me ofreció una calle sombrosa y romántica, con su niña dispuesta al noviazgo. Allí mismo me casé, después de conocer y visitar a sus padres y al patio de su casa, casi andaluz. Ya salíamos de la iglesia del pueblo, cuando oí tocar la campana; el tren proseguía el viaje. Me despedí y, como soy muy ágil, lo alcancé. Fui a dar a Ciudadela, donde mis esfuerzos querían horadar un pasado quizá imposible de resucitar en el recuerdo. El jefe de estación, que era amigo, acudió para decirme que aguardara buenas nuevas, pues mi esposa me enviaba un telegrama anunciándolas. Yo pugnaba por encontrar un terror infantil (pues los tuve), que fuera anterior al recuerdo de la leche calentada y del alcohol. En eso llegamos a Liniers. Allí, en esa parada tan abundante en tiempo presente, que ofrece el ferrocarril Oeste, pude ser alcanzado por mi esposa que traía los mellizos vestidos con ropas caseras. Bajamos y, en una de las resplandecientes tiendas que tiene Liniers, los proveímos de ropas standard pero elegantes, y también de buenas carteras de escolares y libros. En seguida alcanzamos el mismo tren en que íbamos y que se había demorado mucho, porque antes había otro tren descargando leche. Mi mujer se quedó en Liniers, pero, ya en el tren, gustaba de ver a mis hijos tan floridos y robustos hablando de foot-ball y haciendo los chistes que la juventud cree inaugurar. Pero en Flores me aguardaba lo inconcebible; una demora por un choque con vagones y un accidente en un paso a nivel. El jefe de la estación de Liniers, que me conocía, se puso en comunicación telegráfica con el de Flores. Me anunciaban malas noticias. Mi mujer había muerto, y el cortejo fúnebre trataría de alcanzar el tren que estaba detenido en esta última estación. Me bajé atribulado, sin poder enterar de nada a mis hijos, a quienes había mandado adelante para que bajaran en Caballito, donde estaba la escuela. En compañía de unos parientes y allegados, enterramos a mi mujer en el cementerio de Flores, y una sencilla cruz de hierro nombra e indica el lugar de su detención invisible. Cuando volvimos a Flores, todavía encontramos el tren que nos acompañara en tan felices y aciagas andanzas. Me despedí en el Once de mis parientes políticos y, pensando en mis pobres chicos huérfanos y en mi esposa difunta, fui como un sonámbulo a la "Compañía de Seguros", donde 50


trabajaba. No encontré el lugar. Preguntando a los más ancianos de las inmediaciones, me enteré que habían demolido hacía tiempo la casa de la "Compañía de Seguros". En su lugar se erigía un edificio de veinticinco pisos. Me dijeron que era un ministerio donde todo era inseguridad, desde los empleos hasta los decretos. Me metí en un ascensor y, ya en el piso veinticinco, busqué furioso una ventana y me arrojé a la calle. Fui a dar al follaje de un árbol coposo, de hojas y ramas como de higuera algodonada. Mi carne, que ya se iba a estrellar, se dispersó en recuerdos. La bandada de recuerdos, junto con mi cuerpo, llegó hasta mi madre."¿A que no recordaste lo que te encargué?", dijo mi madre, al tiempo que hacía un ademán de amenaza cómica: "Tienes cabeza de pájaro".

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