COSTANZA Revista Literaria Número 4
Hugo Francisco Rivella / Mariana Vacs Carolina Massola / Pedro Andreu Carlos Pereiro / Diego Alfaro Palma Manuel González López / Fernando Beltrán
Costanza Revista Literaria Publicación digital trimestral Marzo de 2019 Esta revista se edita en Barcelona (España) ISSN: 2604-3254 Dirección: Manuel González López Edición: Manuel González López Chiara Presutti Textos de: Hugo Francisco Rivella Mariana Vacs Carolina Massola Pedro Andreu Diego Alfaro Palma Carlos Pereiro Manuel González López Fernando Beltrán
Contacto: costanzarevistaliteraria@gmail.com
Declaración legal: Todas las obras pertenecen a sus autores, que responden por la originalidad y autoría de las mismas. Los editores no se hacen responsables por las opiniones de sus colaboradores
I
Declaración de intenciones
Costanza Revista Literaria se postula como un espacio de difusión de la literatura despojado por completo de límites, ya sea en cuanto a la generación de los autores, la extensión de trabajos o los temas. El parámetro que guía el criterio de selección es, simplemente, la calidad. Poesía, narrativa y ensayo o artículos son, en principio, las categorías dentro de las que se enmarcan las obras que se publican en Costanza, aunque dichas categorías no son para nosotros más que un simple modo de ordenar los textos, una taxonomía necesaria, pero no un límite o un corset que impida apreciar, valorar y publicar trabajos que apuesten por la hibridación o la experimentación con los géneros literarios. Todo texto es bienvenido, en la medida en que ese texto constituya una apuesta sincera por la estética.
II
Sumario 1
Poesía
3
HUGO FRANCISCO RIVELLA
37
MARIANA VACS
53
CAROLINA MASSOLA
67
PEDRO ANDREU
75
Narrativa
77
La noche del coipo – DIEGO ALFARO PALMA
91
Ronaldinhio en el viaducto – CARLOS PEREIRO
101
El cobrador – CARLOS PEREIRO
113
Capablanca – MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ
133
Artículos/Ensayos
135
Un detective que escribe: Rodolfo Walsh – FERNANDO
BELTRÁN
167
Biografías
177
Colaboraciones
III
POESÍA
1
2
HUGO FRANCISCO RIVELLA (Selección de los poemarios Centro de tormentas, Endentro de mí y el poema posible, El caleidoscopio del sufriente, La canción del cosmonauta ebrio y Piedra del Ángel)
3
4
Centro de tormentas
5
I
Estaré entre esos ciegos. Entre los mimbres turbios y sus vidrios de humo recalcitrando el ojo para que no me mire. Estaré ahí, pasarán los abismos de mi suerte enterrada, los espejos del odio de la muerte en el hambre y los ríos que se duermen cuando orillan el pozo en el que cruje el tiempo de un dios contaminado Estaré en esos versos que derriten mis brazos, las orejas, las huellas del siglo en las campanas, las heridas del náufrago con su lámpara errante, la muchacha y su cuerpo que huele a mojadura y el sexo de los ángeles ardiendo en mi costado. Estaré entre los muertos que caminan los siglos para que la poesía nos trasmine los ojos y le muerda el cerebro a la flor de la muerte. Estaré entre los ciegos de una rosa de alambre y en el caballo ausente que taladra al poema…
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III Estaré entre los niños de relámpago y barro que Arroz con su ojo roba, Salta adentro, al sol del tinti taku y sus lagunas ciegas, madera del desierto, sonoridad del verbo con su final golpeado, mancha de brea goteando una flor amarilla. Estaré en los niños topos que bajan al centro de la tierra en búsqueda del oro, y la codicia en sus manos pequeñas ensucie hasta el canto que le nace al minero y su sombra, en retazos se levante. Beberé con los niños que ruedan cielo abajo y cuelgan del ojo como una madrugada, marchito el rostro de la ciudad cuando la droga agujerea el destino con sus caballos de trampa alucinada. Caminaré despacio, al descuido de la espada y su rumbo porque el hambre mordisquea con sus dientes de fierro, su acero memorioso, centella que cruza desde la mano en alto hasta el cuello que explota en un lento alarido.
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XI Afganistán suda ángeles de plomo, la madre ha esparcido sus pechos en la luna y es una mancha más entre el llanto y las flores de los cuerpos yacientes, el ojo de la muerte le ensucia la mirada y la bomba que sigue estallando parpadea hasta el cansancio su tragedia. ¿En dónde se ha refugiado la metáfora? ¿En las villas miserias que endemonian los ojos de la muerte? ¿Qué de los árboles que entristecen el trópico cuando en ellos se queman las aldeas con los hombres adentro? ¿Qué del Río de la Plata que oscila sobre el fuego secreto de la trampa? El hombre se sostiene como una espada quieta lastimando caballos alunados. Boca abajo en la arena hay un tul con el nombre de este siglo harapiento. El niño laberinto que gime pare ángeles torpes de ternura con ojos. El hombre es la metáfora que le hace falta al tiempo.
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XIII También, Patria del ángel, está turbia la luz en Buenos Aires, en Villa 31 la inocencia come los fueguitos de la noche; la niña toqueteada llora, su garganta se duerme sin canciones de cuna y en los labios pintados de su madre desangra una Electra sin padre, muñecas, vino tinto, latas de energizantes… y el barrio que amanece cubierto de deshechos, la basura en el patio, el hermano fumando picadura en la línea de polvo que decreta su muerte. Desde el Norte hasta el Sur sus ángeles me asustan. Juan Gelman está tieso. Su esqueleto lo piensa con uñas de otro cuerpo, la mordedura de otros corazones, el café Los Dos Ciervos y el humo que arrincona su pena y desvarío, el peso de la lengua del hombre solitario. La puta del mercado arrulla una muñeca con los pelos teñidos, la ranura del ojo la mira desdentada, las piernas como barcos en puertos que no duermen y esta sombra del alma que le quema el cerebro. Juan Gelman tiene flores en los huecos del alma
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XIX Jacobo Fijman hiede. Tiene desmenuzado hasta el ombligo. El tren de Plaza Once lo pasó por encima con la luna y sus pájaros, en el bar de la vuelta ha leído los poemas: El Otro, el que lo bebe entero, su sombra desdoblada, los tigres en la cama le comen el silencio. El manicomio escarba sus puños apretados, la locura y el diablo que sacuden sus ramas en los ojos del miedo lo vuelven invisible. Jacobo Fijman, de a retazos, escribe, Lo desgarra su violín de tormentas y su demencia intacta lo destripa. Pero aquí está, Oliverio Girondo lo cautiva... y olvida; se incendia su camisa y de súbito, la noche, agujerea sus medias, destempla la memoria en donde se extravía goteando su ternura. Ya no está solo, ahora, lo acompaña un poema que repite su nombre.
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XLI Moriré de caballos, de pedradas azules, con la patria en mis ojos y la flor enmohecida de todos los fracasos; en Vallejo trilceando aguaceros temibles… Cisneros con sus osos mordiendo catedrales, Boccanera en las bestias de todos los hoteles. Moriré de luciérnagas y el ruido de la lluvia sobre el techo de chapas de la casa en mi pueblo, Salgari, Sandokán, Kanmamuri y los tughs en la jungla más negra de la tierra: Joseph Brodsky durmiendo con Donne y los halcones, Ungaretti volviendo del mar de las serpientes, la muchacha y sus pechos bordados en mi almohada y Nippur de Lagash galopando. Moriré de Oesterheld, Eternauta del cielo, los gurbos deletreando la voz del universo, Francis Ponge y el verso desangrado en la piel memoriosa del cadáver del ángel. Moriré de Almafuerte, muerto y vociferando, aunque el siglo lo encierre con hordas homicidas, con los valses de Strauss y las zambas del Cuchi ardidas en las siestas del quebracho y las catas, los murales de Orozco, las manos de mi madre, el tapiz memorioso de mi imaginería, Guayasamín, sus lunas de colores en la piel de sus brazos. Moriré en los ausentes, los que no irán a verme, porque escarbo sus bofes a puñalada limpia, o irán a mi velorio a saber si estoy muerto, si huelo, si es cierto que en mi cabeza rugen tigres de arena, que emana una vertiente de vinos, y en los ojos titilan sin cesar espejos relucientes; mi cadáver irá como la vida retozando.
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Endentro de mĂ y el poema posible
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Caído
Estoy caído entre los transeúntes que dirán mil veces que no me vieron y como Pedro edificarán la iglesia sobre mis tendones. Hay poca luz en las calles del villorrio donde me atraganté con la rosa púrpura del cairo, cómplice de la noche perseguiré la luna y sus caminos... En el bolsillo guardo las alas del pájaro que amé, digo, la ilusión del cerdo y la paloma que se posó en la mano de la estatua (un ademán de piedra la deja sin recuerdos) de súbito me encuentro en la cornisa dispuesto a dar el salto.
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Tristalgias
No puedo hacer nada heroico, este esqueleto es un rascacielos con bombas subterráneas, piezas de artillería que nadie usa, un museo de gorilas, la piel de un alacrán, la boca de sammy davis juniors amenazando un blues, el cadáver de dios, la espada del invierno que sueña golondrinas. Me he de morir acaso como un náufrago que mira lo infinito en una estrella o busca el ala de su propia muerte en el delirio de saberse solo.
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Exilio a Mario Bojórquez
Exilio es no poder regresar al hombre. La canción que arrulla al niño aquél, los cafés con charlas amanecidas y la pollera de Laura subida hasta el pecado. Exilio es no poder encontrar los poemas de Ferreira Güllar, el sabor de las uvas cabernet y los duraznos almíbar de Mendoza, la fábrica tomada por mujeres y el militante social preso en la noche. Exiliado está Dios del corazón del hijo, crucificado y solo en la herida del cielo, el ateo que navega con el rostro en la mano, el cuerpo con el nombre del ángel que solloza. Exilio es el mundo derrumbándose.
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El grillo y la moneda
Le puse a una moneda el corazón de un grillo para verla brincar entre los árboles, suceder en la noche, sonámbula, vidriada y ser un pez de nieve en los mares del sur, pero fue el vuelo del águila y su muerte, los abismos de los ojos del ciego La moneda siguió rodando, se ensució con orín y diostesalves, con sangre de la cruz y el choque del hombre conquistando la Vía Láctea el corazón del grillo fue muriendo la moneda ya no sirve en la tierra.
17
Aquellos relinchos
Nunca tuve tanta libertad como en tus pechos; recuerdo te buscaba jugando al Gallo ciego bajo la sombra larga del guayacĂĄn morado. Era la siesta un tĂşnel cavado en el silencio cuando el sol calcinaba el patio de la casa, y vos, dulce y hermosa, olĂas a primavera desbocando caballos. Desde entonces relincho cuando llega el verano.
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El caleidoscopio del sufriente
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Lágrima al Negro Claudio Suárez
Una lágrima es, quizá, el caleidoscopio del sufriente, porque tiene mil caras como sueña Alicia en el País de las Maravillas, o porque en ellas el hombre se vuelve transparente y se lo puede ver sin máscaras ni tornillos, acaso como un pequeño venado, un barquito de papel enamorado del pirata. Una lágrima, una sola lágrima es mucho más que todas las tormentas que caen sobre la tierra. La lágrima de Cristo cuando pregunta ¿Padre, por qué me has abandonado? -Eli, Eli lama sabachtani La lágrima que busca eternidad en los ojos del Ché. El corazón del hombre tiene forma de lágrima. Su misma sed. Su misma hondura.
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Feminicidio a Kuky Leonardi
El cementerio San Antonio de Padua está cubierto de margaritas blancas, narcisos, golondrinas y un ramo de claveles rojos. Rojo fue el último suspiro de Edith Andrea Vera cuando el puñal del asesino buscaba su garganta, buscaba su niñez entre las latas, la casa de madera de la noche, su corazón de alondra entumecido. ¿El asesino es ese hombre tatuado con barcos y serpientes? ¿El que asesta los golpes con furia sobre Edith? O es la violencia machista silenciada, como dice Evelina Giberti, lo que a cuesta llevamos y consume los huesos, el ojo, la mirada? El puñal interroga con su lengua demente.
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Mujeres, territorio libre a las luchadoras sociales
Machi Francisca Lincolao Huircapan está presa, los menokos arrullan pájaros, manantiales, el agua que zozobra entre los humedales quitan la sed del hombre, del niño y del venado, de la mujer que cubre con su cuerpo la tierra. Milagro Sala espera que el macriavélico sangre en su costado. Emmeline
Pankhurts
suelta
sus
cabellos
frente
al
Palacio
de
Buckinghan, su sombra es seda envuelta en remolinos, es blanco el pañuelo que lucen las Madres de la Plaza de Mayo, las calles de Nueva Delhi tajeada en sus mujeres, Liberia, Afganistán. Malala ha puesto a temblar Pakistán o en Kiev los espejos se llevan el ritual del verdugo. Las Mujeres de Negro son el eco de cada cosa que le pasa el mundo, la guerra, los desmanes, la flor que se desguaza, la luz pulverizada por el odio y el hambre, la oración silabeada del mendigo. Respiran en Jerusalén, Palestina, Belgrado, Roma, Bogotá. El cuerpo de las mujeres es un territorio donde se libran las últimas batallas. La derrota invisible de la muerte.
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Parte de muerte Buenos Aires 1978 a Micaela Polack
Cuatro NN masculinos entre 18 y 22 años y dos femeninos también entre 18 y 24 años” fueron abatidos en el paredón sur de la cancha de Racing Club, dice el parte militar que difunde la Brigada de Investigaciones de “El infierno”, un centro de detención clandestino de personas del año 1978, Buenos Aires, Argentina. Hay una rosa escuálida en la noche. Los asesinados no eran NN, no vinieron del aire, del misterio, de las algas que el mar arrastra al infinito. No. Seguramente amaron y lloraron, cantaron en las rondas de la luna y la espada, soñaron con las calles abiertas y el poema que Santoro escribió en las paredes. El corazón de los asesinados NN late en Paris, en Kiev, Ayotzinapa, ensueña Nicaragua, se adormece en el Congo… La tierra le va quedando pequeñita.
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La canciรณn del cosmonauta ebrio
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La sombra del puñal
La sombra del puñal aterrando la muerte la sed que la consume como un adiós lloroso la sombra de tu voz cuando atardece esta manía de verte en el espejo con la ausencia de todos mis fracasos la sombra del manzano y la avutarda que desanuda al cielo con su vuelo el caracol del aire que la atrapa con el giro del viento y su secreto La sombra del puñal buscando inútilmente mi corazón
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Oración del hijo
Soy un bulto colgando de la cruz. Confinado al desdén, retuerces tu lengua y balanceas lo mismito que yo que estoy a punto de morirme, Padre. Eres un náufrago estrujando la mañana, un viajero de rutas infinitas y en esas rutas soy este navegante de sueños y utopías Se derrumba la noche en mi corazón que se apelmaza. Me inyecté cuatro lágrimas para poder llorar. Le grito a Dios su eterna podredumbre.
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Secretos del festín
La Televisión muestra el machete en las manos del zafrero, el cuchitril con migajas de pan y los andrajos que cubren sus heridas. Todo lo muestra. ¿En qué lugar la muerte los traga con su estopa? Llevo en los huesos al niño desollado en Ayotzinapa; la niña-bomba que en Tikrit volvió al polvo, los coyas desterrando sus ángeles de barro, los mineros cavando su propia sepultura.
Constanza Moreira dice que la televisión no muestra la mesa en la que los poderosos se comen a los pobres.
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Piedra del Ă ngel
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¿Qué quedará de mí?
¿Qué quedará de mí? Soy el estampido de la bala. Nada. Lo que asusta al demente y lo trajina. El miedo como un músculo adherido al hueso de una estatua. ¿Quién mirará este rostro cuando muera? Solo sombra el recuadro en la penumbra. Un rostro de otro rostro que no ha sido porque ha sido un pasar su voz y su estatura, sus lecciones de álgebra y moral, la danza del hollín en el incendio. En la fotografía queda mi soledad de espejo.
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De los poetas conservo a Leonor Flemming
De los poetas conservo la voz dulce de Castilla y sus barcos de papel, la arrastrada de Gelman y de Borges un pequeño golpeteo de flor reseca. ¿Cómo sueña el poema ser el viento, un tornado que arrase los imperios? ¿Una boca de lobo? ¿Dos esclavos moliendo las cadenas con sus ojos? Llevo de cada rosa la serpiente que traiciona el espejo de su sombra. La imagen del relámpago en el árbol y al hombre que maldice en la penumbra su condición dios y de verdugo. Sueña en mí, palabra, madriguera, refugio de los mares, ventisquero, que una mujer desnuda como el siglo me ha besado en la boca esta mañana.
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Paisaje herido a Jorge Boccanera
El tigre es agua de la selva. La respiración húmeda del árbol Las hojas en la sombra y el hilo de vapor pálido y triste. La sequía pesa sobre la tierra. Su lengua áspera se ha puesto de rodillas y ausculta el Trago del sediento, ensimisma la flor y la sacude. La fiebre de la tarde no la deja sentir cuando se quema como un triste el paisaje Las catas huyen Y el pajonal primero es una chispa y luego Polvo Desazón Ceniza. Solo un pájaro puede ser a la vez Muerte y distancia.
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La ceniza a Tina
Ahora es polvo pero antes de la hoguera fue un ojo, La boca y la saliva de la lengua que chirria sobre el cuello de la mujer que lame. Fue antílope y Alcestis muriendo cima abajo de un abismo de árboles y flores de papel, El espejo bifronte del miedo en mis costillas. La ceniza es ahora el parpadeo del viento pero antes fue el crimen, Los huesos calcinados del cadáver del ángel, la parra de uvas negras, el alacrán, el Ruido, el asno y la serpiente, Orfeo descuartizado por la mujer que amaba, El río que baja lento como un león herido, el aromo, el sauce que le niega su sombra al Remolino. La ceniza es la nieve de los campos ardidos y el látigo que ahoga al hombre con su Espada.
33
Poesía
La Poesía es eso que te desborda. Dardo o espina de una noche en la niebla. Aquello que se huele, ya cuando está Pasando, y sabe del insomnio de tu mano en la sombra. Pido entrar y golpeo sin esperar respuesta. ¿Pero quién sabe dónde? ¿Han sitiado tu nombre? Una muchacha hace el amor con los cabellos sueltos, se contornea su cuerpo como una llama al viento, Y las dos, Mujer y Poesía, Van hacia la eternidad. La cresta de la ola sobrevive a la furia del mar, al ciclo de las ranas, al árbol, al niño Asesinado a los pies de la muerte. ¿Cómo harás para no atravesarme?
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Esquiva
Porque no puede herirme por eso es que me deja. Escándalo su piernas sobré el diván antiguo. La nostalgia me acecha si niego tu secreto, me persiguen tus labios, La siesta endemoniada de una calle polvosa en donde ríen fantasmas, girasoles, La pared del graffiti que escribí enamorado, tu cuerpo que imagino desnudo, El dedo sobre el labio para que no me nombres. ¿Quiénes van al olvido? ¿Dónde estás regresándome? En la cama respira el hombre derrotado, Ha cerrado los ojos como si no supiera que una garra se cierra en su garganta No busca una forma de morir El hombre es la propia muerte que no puede deshacerse del poema.
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Naipes marcados
Si esta vida es igual a otras, solamente nos ha tocado vivir en paralelo. Por ello es que aún nos asombra la rosa, La pantera en la playa y la mujer desnuda, la furia del amante cuando el reloj quiebra la Espera de sus ojos clavados en la puerta. He copiado esta vida. Me arrojaron a un cubo con fantasmas de barro, y yo, con lápiz y Sin una goma de borrar. Hasta la mancha que tenía el papel la tuve que vivir, Allá va el ángel con la cruz a cuestas, el cura vate palmas, El carnaval se agita en los pechos de la bailarina, devora sus caderas hasta gozarla toda. He vivido esta vida en otra vida pero me importa poco, Barajo y doy de nuevo, Elijo cada carta hasta tener en la mano escalera real. Después entro a la noche.
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MARIANA VACS (Selección de Ínfimo infinito, La misma noche y Nadie muere en su sueño)
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Ă?nfimo infinito
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No es que no entienda, elijo no hacerlo. El saber se multiplica como espinas en el cuerpo del pez. Te escuchĂŠ, y ahora disimulo.
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La misma noche
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PoĂŠtica
Un poema puede ser una piedra, Nunca una plancha que te deja liso y prolijo, pero sĂ una piedra que guardamos en el bolsillo para tirar justo en ese momento en que ya no podemos mĂĄs.
42
Muñecas
Nunca entendí esa pasión de las nenas por jugar con cosas muertas. Obligar a los juguetes a tener vida y después olvidarlos. Ciega mutilación el abandono.
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El exilio de las cosas
No querías exiliar a las muñecas pero las enterraste para que llegaran a la China por el centro de la Tierra. Igual, los libros que enterramos en la oscuridad de la patria. No queríamos perderlos y se convirtieron en abono. El suelo argentino sabe más de lo que dice.
44
Cárceles
¿Tienen pared los océanos? La orca se pregunta encerrada en un acuario. El vidrio es una cárcel transparente donde no hay más allá. Dentro o fuera. No hay diferencias. La pregunta sólo intensifica el precio del saber.
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46
Nadie muere en su sueĂąo
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Palabras gitanas
Los despojos del nido que me habita se escriben como si las palabras fueran gitanas que no saben leer entre lĂneas. Una casa no es un poema.
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Días así
En días así, cuando la lluvia se desprende, veo mi casa sola, los libros abiertos en su baile de palabras, los árboles arrullan las ventanas, en días así no quiero hacer nada sólo que no concluya el tiempo.
49
Espera
El vacĂo se repite es un espejo sin reflejo el campo desde el tren. Va pasando y nunca llega.
50
Patria
Tus ojos son mi patria El lugar donde regreso despuĂŠs del destierro. No hay muerte posible si me mirĂĄs.
51
Ibirá-pitá
Parece nieve el amarillo del ibirá-pitá desprendiéndose del verano. Llegan las flores, copos liberados de los árboles: soplo cálido, la respiración de tu abrazo en el principio de mi vida.
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CAROLINA MASSOLA (Poemas inéditos y selección de poemas de Planetaria)
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Planetaria
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la luz se me discierne esbelta es a su mirada de roble el pasaje que nos une multiplicándosenos todo en mareas estrellas viene cada partícula a nosotros para arrullarnos la boca como se nos conmueven hasta los temblores y el Universo nos mira en nuestro girar de cuerpos celestes nos envuelven espirales nos acunan todas las madres ya florecemos entusiasmados aquí y allá donde no hay sitios más que resplandores
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ningĂşn sol tiene la soberbia de brillar
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Existe esta memoria estelar donde arden los rostros del Universo donde caer es girar en torno a incontables soles e incontables mundos surgen de mí estallan de mí se expanden en un remolino solar soy eso que se aleja este caer del centro de la estrella en un temblor de nacer que vibra en cada partícula del Universo en cada célula que respira en mí todo es polvo gas y confusión en mí donde bordear las fronteras del caer es llegar a las entrañas de la luz que abastece al día arañar los confines del Universo dormir en un latido del mundo. Yo tengo los restos de esa noche y todos esos soles aullando en mí.
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Poemas inĂŠditos
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A Paulina Vinderman
Cien veces descendí hasta la sonrisa la palabra o el gesto impoluto bajando hasta aguas heladas escalando nómades hombros Guié las hebras al madero cepillé al caballo hambriento al invierno cedí todo espacio: la primera flor
el primer beso
Hacia ningún sitio resplandor y las hebras y el caballo y el agua helada trayéndome otra vez cada instancia cada resquemor. Ahora soy este subir a tus aguas este descender desde tus hombros y soy la misma sed y quemo las mismas hebras y extingo la vida del caballo aquél. Pero te alzo un fanal, y soy su centinela.
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Y qué si eres el mismo centauro que se entrega al pequeño tributo del aroma perenne, si sólo por ser lo que eres floreces junto a la boca austral, como si lloraran las estrellas como si el tránsito supiera de las evasivas: que sólo somos peregrinos.
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En la continuidad imperial de tu mirada sรณlo gobiernan las alondras.
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Se me aloja como animal blanco sudoroso allí
donde la memoria de la sal permanece ingrávida —perenne. En el columpio de la vida me crece un pájaro mutilado se alimenta de lo que le brindo sabe que me brindo entera.
* La memoria de la sal -Dulce María Loynaz
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No hay modo de evitarlo Todo puede trastabillar. ¿Ves esa rama allá en lo alto de la copa? También caerá. Eso sucederá una tarde, una mañana o una noche helada incluso después de nosotros después de todos los veranos y las lluvias el Sol la habrá retorcido y resquebrajado tanto que alguna noche de invierno se escuchará un crujido lento pequeño como un gemido indecible y la caída será apenas perceptible apenas nada para el bosque apenas nada. Tampoco ese disparo soltado a mitad del día pudo detener el curso de las cosas ni las risas de los cazadores ebrios ni evitar que vacile el viento o el torbellino que empuja nuestras vidas todo puede vacilar así la respiración del ciervo ante el peligro como la mía entrecortada aquella noche aquella vez en la que fui el viento 64
y el ciervo y el disparo y los cazadores ebrios y sus risas. En la confusión de la caída algo alcancé a oír: “Las astas están intactas todavía” Algo alcancé a oír pero no el crujido lento de la rama no la respiración agitada del animal apenas este jadeo esta dificultad hasta para caer. Apenas nada para el bosque apenas nada.
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PEDRO ANDREU (Poemas inéditos)
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Pris, Pris, Priscila
Enciendes cerillas contra el frío. Te dices [No, Priscila, no la llames]. Pero marcas el teléfono de casa de tu madre: [Todo bien] le mientes [voy tirando]. No le dices que perdiste el trabajo. No le dices que Madrid es un paquete de tabaco donde no quedan cigarros. Los edificios de enfrente donde derramas tu odio. La tragedia de impagos y arroz blanco. [No has de preocuparte] mientes. [Sí, Diego bien, como siempre]. Cuelgas y un remolino de grajos se desnuca en el patio de luces. Un condón usado en la mesilla, su hedor a semen, tristeza y látex. Anoche discutisteis. Se largó con sus cosas. [Que le jodan] murmuras. Tu gato maúlla de hambre ante el plato vacío. La impotencia es un vaso que estrellas contra tu frigorífico antes de bajar a la calle en busca del calor de un vagón de metro. La línea circular es la mejor manera de calentarse un poco y perder la tarde sin tener que hablar con nadie de tu vida, esa grosera mancha que golpea debajo de tu abrigo pidiendo siempre más y dando poco.
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Escapada
Viernes // 16 PM // interior de un ford escort de final de los 90 // atasco para salir de la ciudad // nubes de estorninos que bailan casi en braille // estaciones de servicio // autopistas // carreteras // campos de girasoles // campos de naranjos // campos de mierda // invernaderos brillando bajo el atardecer como dragones artificiales // cañaverales tomando la albufera // al fin el mar // la mar // ciego pulmón de espuma donde rompe la tristeza // aparcar // cruzar el bulevar // sentarse en una roca // fumar contra la noche // olvidar un planeta que no nos tiene en cuenta // recordar que esta vida // que madrid // no entraba en nuestros planes // apagar la colilla // escuchar a una chica riendo en valenciano // calzarse los zapatos // respirar hondo la humedad // su caracol obsceno de salitre // lanzar a los perros de los bares los jirones del tedio de los días iguales hasta que duela todo el cuerpo de bailar // llorar en el lavabo entre restos de vómito y papelinas vacías // pronunciar el nombre de tu madre // abandonada al alzhéimer en una residencia de extrarradio
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INT. Apartamento-amanecer
Mayte prepara café, de espaldas, mientras el amanecer despierta con sus manos heladas a los pájaros y apaga las farolas con las yemas de sus dedos mojados por el frío. Jon fuma en la mesa, inquieto. No han dormido. La ciudad, afuera, es un parque de atracciones a punto de abrir sus puertas. [Y ahora qué] pregunta Mayte. Suena el teléfono. Jon la mira, apaga el cigarrillo, impide que descuelgue, le asegura que todo saldrá bien.
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Portazgo-Bilbao-Portazgo
Hay que tener cuidado con Próxima estación en curva, para no meter el pie del corazón entre coche y andén. MZ es una ciudad que nunca duerme, según los últimos estudios. Y con uno de los alquileres más caros de España. No escribirás Madriz en las paredes subterráneas. No mirarás a nadie a los ojos durante los 23 minutos de trayecto. Después del silbato, no entrarás ni saldrás de los vagones, ni de la oficina. Al otro lado del andén la vida ríe en manos de unos adolescentes. No hay un reglamento de viajeros que sirva para sobrevivir en el ramal a oscuras de nuestras existencias. En la M-30 y la M-40 hay automóviles que circulan perdidos desde hace dos décadas, con conductores ebrios de tristeza. Rómpase en caso de emergencia, como la realidad de los telediarios. Bajas del tren, asciendes por escaleras mecánicas, sales por fin al barrio. Tienes ganas de quitarte el vestido y las preocupaciones de la ofi. Humo, tacones, tráfico. Cigüeñas de metal, el chino abierto de la esquina donde compras tabaco, ciudad en desbandada hacia la noche, 713 antenas, un perro que ladra, la Madriguana de unos chavales en un portal. El amor te espera en el sofá. Eso da fuerzas. Habrá preparado ya la cena. Ese es tu mantra mientras pulsas el botón del ascensor. Ese es tu mantra desde que suena el despertador a las 6:30 y corres a la ducha a arrancarte con la esponja tantos sueños. A los 17 no pensabas que los 30 eran esto. Te sientes estafada. Y aquí no hay hoja de reclamaciones. Esto es Madrid, España, Europa, tercer planeta más cercano al sol. Y el sistema os quema sin prisa, hasta que ya es demasiado tarde para reaccionar y decir me planto. 72
Bosquejo de una biografía cualquiera
A los cuatro, me escapé de la guardería para perseguir gatos abandonados en el parque. A los diez le abrí la cabeza a mi mejor amigo con un ladrillo: cien puntos. Y gracias que está vivo. A los doce nos desahuciaron del piso y mi padre ocupó un motel abandonado a las afueras. Nos daba de comer latas que calentaba en un hornillo en el aparcamiento. A los trece descubrí que la literatura era un pájaro negro que devoraba por dentro mis gusanos. A los quince me largué a Barcelona. Y la guardia civil llevándome de vuelta a los seis días. Y mi madre llorando. Y la única vez que me pegó mi padre. Nunca me olvidaré del cinturón de cuero entre sus manos. Hecho en España a mitad de los ochenta. A los diecisiete conocí las drogas y el amor, que corría sin cabeza por el patio, como el pavo de navidad al que mi abuelo cortó el cuello de un tajo con un hacha. A los veinte abandoné una carrera y me largué catorce meses a las playas de Bali a fumar marihuana y a pensar que la vida era una catarata interminable, llamándome. A los veintiséis plantamos a mi padre debajo de una higuera que el mismo había plantado. A los treinta he vivido con la mujer más rubia que nunca había imaginado. A los cuarenta visito cada sábado a mi madre, 73
que vive en una residencia para ancianos. Me la llevo a comer a restaurantes baratos y dejo que me hable de la vida como si desde las afueras todo fuera más nítido y lejano, y a momentos parece un perro que persigue su cola hacia el alzhéimer. A los cincuenta, el futuro me espera. No sé si llegaré jamás a los sesenta. Nadie quiere tener setenta y siete años, cuando los días han de ser una escopeta descargando cada vez más cerca de tus pies. Mi abuela vivió ciento catorce años. Parece que a la muerte le temblaban las manos con ella. Y que tardó bastante en acertar de lleno su viejo corazón de porcelana roja.
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NARRATIVA
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La noche del coipo Por
Diego Alfaro Palma
La noche era un árbol frondoso que le cubría la cara, como si paso a paso sus frutos fueran dejando honduras en el camino. Ni un pájaro, ni un ladrido lejano, tal vez un grillo que no se molestaba en escuchar. El hombre zigzagueaba tratando de encontrar apoyo en esa vereda de tierra, gredosa, con huellas de caballos y camionetas. Cerro arriba los litres y los boldos lo miraban, sobre una palma una lechuza medio despierta siguió sus tambaleos, tal vez, el escupo, las manchas de las sesenta y ocho cañas de vino que se fue tragando hasta llegar ahí, 77
sorbeteándose los mocos bien adentro, incapaz de entender cualquier palabra. Quizás también esa ala blanca de lechuza percibió el momento en que yéndose a un lado se fue directo al piso, levantando polvo y chucheando al aire la conchadesumadre el culiao hueón las palmas raspadas como un cabro chico que pierde una pelea, el cuerpo a tierra, a la mirada de todos, pero aquí nadie miraba y tampoco perdía contra nadie, quizás solo y en su mente contra la Lucía Miranda que lo dejó hace ya un montón de tiempo. Y entonces por el porrazo se terminó de dar cuenta que estaba cerca del puente donde antes pasaba el río, antes de cambiar de color a amarillo, verde, plomizo y también sintió que tenía algo adentro que le venía subiendo, que le rasguñaba la guata con rabia, un terrible vómito que le empezaba a sacar lágrimas. Se agarró entero para que eso que iba a salir no saliera, se abrazó fuerte en el suelo, ayayayai se escuchó en la inmensa noche y una pata de animal le rasguñó la puerta del pecho, siempre subiendo. Al final lloró, lloró de ahogo, porque ese vómito era corpóreo, incluso peludo, de garras afiladas y ya estaba en su garganta respirando, moviéndose inquieto. Un bicho le salía de lo más adentro y Pedro Antonio Figueroa Figueroa parecía perder la poca razón que le quedaba, blanqueando los ojos sin respiro, hasta que un coipo, un excelente ejemplar de coipo adulto, asomó su nariz bigoteada desde la boca del hombre, luego el torso, una pata y otra, pataleando, sacudiéndose como si lo estuvieran pariendo y de un tirón final afuera, brillando, lo único que brillaba en esa noche, mojado de saliva humana y dejando su antigua madriguera abandonada sobre el ripio, con arcadas, estupefacto, qué chucha me está pasando, pensó. El coipo se sacudió con una de sus patas traseras y miró sin violencia el camino, el río seco, el campo abierto de Chile, se vio en absoluto solo, empezó a correr hacia los matorrales, donde se escondió y terminó de desaparecer de la vista de Pedro sangrado de boca, escupiendo, a respiro corto, derrotado y durmiendo. * Pero yo no sabría decir si eso que salió de la boca de Figueroa Figueroa fue tal cual un coipo; las pruebas aluden a que sí, que lo hubo, 78
que salió, corrió y se escondió en los matorrales. Cierto es que también la luz era poca, apenas luna y por más que uno quiera tener una certeza, el hecho ocurrió en el corazón del campo chileno, no tan lejos de la cordillera, ni tan lejos del mar. Entre medio, en ese intersticio casi todo puede ser y a la vez dejar de serlo con suma velocidad. Esto lo digo miro porque todo desde lejos, explícitamente desde otro lado y al hombre, ese mismo hombre que aún yace tirado sobre la tierra no lo conozco, ni alcanzo a sentir una especie de conocimiento de él. Ahora bien, él también dudó, eso sí es real, porque en cuanto sus neuronas se reactivaron y comenzaron a enviar la información necesaria para interpretar el mundo desde esa horizontalidad, esa caña rastrera, seca, tozuda, en cuanto, como digo, empezó a funcionar fue la incertidumbre la que le congeló el cuerpo. Y esa duda, por tanto, lo movilizó y lo hizo ponerse de pie con el sol de la mañana dándole en la cara, los cantos de los pájaros en los oídos y la pregunta en la lengua que decía qué chucha, pero qué chucha me pasó anoche. No hizo como otros borrachos que conozco que llaman a la musa del arrepentimiento y esbozan el tan conocido no tomo más no tomo más no tomo más; muy por el contrario Figueroa Figueroa llegó a creer que lo que había pasado era un sueño y que su dolor de cuerpo se originaba en una estrepitosa caída sobre el territorio nacional. La cabeza le daba vueltas y sentía que dentro de ella se corría una carrera de camiones, cargados con acelgas, tomates, zapallos y sacos de papas: era un rugido venido desde adentro de la mente, como si se la hubieran descorchado con suma gravedad. Muy pronto se movió y emprendió camino a su casa y ya tomando la senda que iba hasta ahí, vio pasar por la ruta esos camiones cargados, las camionetas y a su vez bicicletas sobre las que pedaleaban otros hombres como él. Levantaba desganado el brazo cuando alguien por ahí lo saludaba haciendo una alusión a la fórmula de copete que se había tirado para adentro, hasta que vio la fila, esa línea larga de mujeres y hombres que todas las mañanas llegaban al hospital y se ponían ordenadamente uno detrás de otros, dejando a los más viejos en los bancos, esa fila infame que daba vuelta a la manzana y que jamás disminuía. Todos nos 79
vamos a morir, murmuró, pero de qué se mueren todos estos. Y eso también era cierto: todo el pueblo se estaba muriendo y nadie hacía nada, hasta las guaguas venían muertas, hasta los abuelos se morían antes de ser más abuelos o bisabuelos. Figueroa Figueroa intentaba producir una imagen mental, traer a sí una referencia cultural para realizar una comparación, pero no la encontraba. Al final todos nos vamos a morir. * Igual se lavó la boca como treinta veces, con todo lo que encontró, le faltó solamente un chorro de aguarrás, pero ese sabor extraño que lo venía persiguiendo no se lo sacaba con nada. Quién chucha me va a creer… el sueño pa’ raro, fue un sueño, repetía constantemente para intentar creérselo. En la escuela le habían enseñado que no hay nada que aprender de memoria, sino que sólo hay que entender y punto, en este caso había más asco que memoria y muy poco o casi nada que entender. Entonces pensó que estaba loco, que el vino lo había vuelto loco, como a esos cantores populares que van de pueblo en pueblo y que terminan poseídos por la estupidez de un canto que ya nadie comprende o como los viejos que se la pasan sentados bajo el sol rememorando cosas que nunca existieron en lenguas que ya nadie habla. Seguramente eso era, Figueroa Figueroa nunca fue bueno en eso de sacar conclusiones, en realidad, por lo que le habían dicho en el liceo no era bueno para nada y que era mejor que se acostumbrara a arar la tierra porque se iba a quedar en ese pueblo para siempre, no como el Mercado o el Richard o el Sepúlveda Velázquez que se habían ido a la capital que es donde pasa todo y a la vez un lugar que todos odian porque las cosas no dejan de pasar. Igual de repente lo venían a ver, cuando era el día de la madre o el 18 o algún fin de semana largo y venían con celulares nuevos, una tablet, ropa comprada en un centro comercial y no en el mercado de las pulgas o donde doña Tita en la ciudad, y si lo vieran ahí, en ese preciso instante, tirado en su casa a las diez de la mañana de un martes, todo manchado de vino y él mirándolos de refilón les dijera anoche güitrié un coipo, un coipo grande hueón, como de este calado, no le creerían nada y se matarían riéndose por tamaña imbecilidad que él tenía que dejar de 80
creer porque era un sueño. Igual se levantó y miró por la ventana y miró por un rato cómo pasaban por la carretera los camiones de las mineras y bien lejos, detrás de la loma el tren como con miles de carros desde la mina, a él le hubiera gustado estar ahí, ser tan bacán como un minero y chupárselo todo sin desprecio sólo por ser minero. Ganan bien esos hueones, dijo en voz alta, yo en cambio en la tierra… Y la tierra estaba tan seca como el viejo Anastacio Morales Cepeda, uno de los últimos ejemplares de un Chile antiguo como una guitarra, hombre de una cara tan arrugada que parecía el mapa de esos campos, sin río, sin lluvia hace ocho años, ya sin animales, ni vacas, por ahí no más un caballo, un par de pájaros y es que ya nadie quería seguir plantando nada. El mismo Lincoyán –más conocido como el loco de la flauta- le había gritado la otra vez desde su terrenito, ¡están todas secas las napas! ¡Las napas las secaron los de la avícola! Ese Lincoyán no era ningún científico, pero cuando lo escuchaban en el bar o en alguna fogata se notaba que el loco sabía, que conocía los ciclos y los lenguajes de las plantas, sabía por qué cerro ir y en qué cerro esconder un poquito de marihuana, por dónde llevar a sus yeguas, la Maia y la Circe, lindas las dos. El Linco, para los amigos, iba y venía de otros valles vendiendo semillas y lo que fuera encontrando en el camino y más valía tenerle respeto aunque se pegara esas voladas soplando una quena o hablando casi solo, como si rezara o recitara un poema. * Había otro amigo, eso sí, el Máximo Paredes que se había vuelto evangélico por justa razón. Para Figueroa Figueroa el Máximo era el único de toda esa camada interminable de guitarrones, panderos y trompetas que había entrado a la fe por algo evidente, real, no por taradez, sino porque bien temprano se había dado cuenta de que lo que pasaba en el valle eran signos del fin de los tiempos. Por eso mismo un día le dijo oye Figueroa Figueroa yo me voy de acá porque Cristo me tiene una misión, una misión que me la dio en un sueño y decía que me fuera para la costa. En serio, casi que lo puedo ver, fue súper real y Cristo me decía anda a la costa porque ya no puedo multiplicar los peces, anda y lleva mi 81
palabra. Yo me levanté de la cama como afiebrao, estaba todo sopeado, así como con cortinas y entendí que yo formaba parte del plan divino, lo que pasa es que todos formamos parte, pero no queremos escuchar la voz que lo dicta. Me estoy yendo en la filosófica, pero es así hermano, yo ya me voy. Y el Máximo se fue, bien a la costa, cerca de la refinadora de carbón, en la población que está ahí al ladito, pegada a esa tremenda chimenea, signo de todo mal, lanzando su nube negra sobre el mar, dispersándose hacia los campos y las montañas. Ahí sí que no cantan los pájaros y uno se levanta con la cara sucia, como si lo quisieran enterrar vivo, uno se levanta si tiene suerte, porque ahí sí que muere gente, mucho más que en el pueblo del Figueroa Figueroa, es que el humo es tanto y el calor en el agua es tanto y los residuos del proceso son tantos y el consultorio uno solo que la gente se tiene que ir a morir a otro lado y, al final, nadie sabe cuántos murieron en un mes en una semana en un año incluso. Esa ciudad costera, que está a dos horas en micro, no tiene ya ni pescadores y hay toda una caleta de barcos abandonados, Figueroa Figueroa los vio cuando el Máximo lo invitó un domingo y comieron asado y fueron al templo, un templo que hace no mucho fue pintado de amarillo gracias a las donaciones de los fieles y que se había vuelto en tan poco gris. El mismo Máximo le contaba que se había negado a recibir plata de la gente de la refinería, el mismo Cristo le había anunciado en otro sueño de que esos eran el mal encarnado. Máximo Paredes, ahora conocido como el Pastor Paredes, se había convertido en poco tiempo en el enemigo número uno de los industriales, peor que un comunista en su día libre, sacaba a su gente del templo y la hacía cantarle a la gran chimenea para que algún día, como la torre de Babel, Dios mismo enviara una lengua de fuego y terminara con esa tierra erosionada y sin pájaros, después, siempre después como le fue asegurado en otro sueño, los obreros y cada habitante de la ciudad tendría pan, peces y la paz prometida por nuestro señor Jesucristo, Amén. * El Lincoyan era el único que le podía creer a Figueroa Figueroa, a la primera, e incluso le diría medio tartamudeando que la palabra coipo 82
viene del mapudungun koypa, además de una serie de conocimientos que él mismo había agrupado en un cuaderno, escrito con lápiz Bic, un cuaderno que en otro tiempo hubiera sido acusado de brujería. Para Lincoyán todos los brujos se habían ido bien adentro en la cordillera, por eso ya no quedaban más en los valles, ni nadie ya hablaba de ellos, ahora el mal daba vuelta solo, secaba los tranques, intoxicaba a los queltehues, hacía crecer al choclo distinto. Según Lincoyán incluso los brujos del mar se habían ido, desprotegiendo a los pueblos ante cualquier indignación del océano. Él creía a pie juntillas en todas esas cosas, como también que la melisa calma y duerme y en las propiedades del hinojo para el corazón. Todas las miles de plantas que él enumeraba ya no se podían encontrar en los alrededores, sólo crecía maleza si es que crecía, un par de arbustos más arriba en el cerro, y fue así que esa misma noche, Figueroa Figueroa se despertó babeando la almohada, sintiendo que un perro hacía un hoyo en la tierra, pero por la fuerza que ponía en ello parecía no ser un perro, sino algo más pequeño y salvaje, así que salió con un palo a la oscuridad, sin miedo, con la cabeza casi en blanco, sabiendo que todo se arregla con una patada, seguro es un guaren o un hueá insignificante, entonces salió y estando rodeado de la noche, vio la luna esta vez brillante como si lo mirara y sintió el paso lejano de los camiones, un avión más arriba y en el suelo el coipo que lo miraba con su pelaje brillante, todo iluminado por los astros. El animal se le fue arrimando despacito, como probando que ese pedazo de humanidad no le pegara con el palo, esa arma arcaica y tan conocida, y Figueroa Figueroa lo quedó mirando pasmado, pero sin miedo, sabiendo por intuición que el encuentro con el coipo esa noche era un hecho todo lleno de sentido, que venía a coronar una existencia no mediocre, pero bastante normal. Pensó en Máximo Paredes, en el Richard, en el Mercado, pero no en Velázquez y el coipo movió su nariz larga, todo su cuello, toda su cabeza, girándola hacia la carretera, repetidas veces, diciéndole de alguna manera mira ahora, mira lo que va a pasar y fue entonces que se cruzaron cientos de camiones, enormes camiones bajando material desde las minas, un material que olía peor que cualquier pesticida, peor que un millón de neumáticos quemados, y 83
también vio que eran secundados en el aire por dos helicópteros, la policía, todo un despliegue digno de película, pero que era lo que había traído la muerte del valle. Figueroa Figueroa se percató que el coipo conocía todo eso, que conocía la luz de la hidroeléctrica que parpadeaba más allá de los cerros, esa industria enorme que había desviado lo poco que quedaba de río, los canales, el hogar de los coipos que él vio bien de cabro chico cuando le gritó a su viejo, papá mira el ratón, y él, no es ná un ratón, es un coipo hijo, ese mismo papá muerto de cáncer, fulminante, tan fulminante como el que vino después, cuando en la noche del coipo el coipo lo miró directo a los ojos y se oyó como reptando desde el mar el rugido inmenso de la tierra y el temblor, un primer temblor fuerte en mucho. El coipo corrió hacia una mata de rabanitos y lo siguió mirando mientras la tierra se movía, cada vez más fuerte, cada vez socavando más profundo y vio brotar el agua desde una grieta, esa agua que ya parecía un visitante extraño. * La noche del coipo entonces se volvió interminable, la tierra se movió y no dejó de moverse, de abrirse, de inundar los campos desde lo profundo del núcleo del planeta. Figueroa Figueroa miraba el espectáculo estupefacto
viendo
cómo
los
árboles
danzaban
bamboleándose,
esquivando sus copas a las estrellas; mientras el coipo limpiaba sus bigotes, en el mar las olas se agitaban y parecía que todos los muertos golpeaban desde abajo queriendo salir. En los pueblos de la costa la gente se incorporó rápidamente de sus camas o del lugar donde estuvieran que podía no ser su cama, lentamente, haciendo caso omiso del largo, pero aparentemente inofensivo movimiento, muchos con una paja infinita, otros simplemente diciendo al aire la palabra tiembla, tiembla, tiembla. Eso sí lo que nadie vio fue la cena entre Domingo Alzuruaga y Felipe Lacoonte en uno de los restaurantes más caros de la costa; horas antes del zamarreo terrestre el gran empresario y el presidente de la Cámara de Senadores cerraban un pacto sin hojas, sin firmas, como son los pactos entre dos muchachos matones en el colegio, más si es un colegio de curas, donde todos van con sus camisas perfectamente planchadas, la 84
corbata en el sitio que le corresponde y las uñas bien cortas. El empresario se hacía poseedor de cientos de millas náuticas para ser explotadas a diestra y siniestra en pesca de arrastre, el mismo dueño de las avícolas come napas, de las mineras chupa ríos, el mismo que cada noche se limpiaba el culo con papel de la india, sedoso, ese mismísimo amo y señor de Chile y sus antiguos valles muertos, amo y señor de los pulmones de los trabajadores de la refinería, amo y señor de la vida de millones de animales sacrificados cada año, inyectados con hormonas y agua salada, el excavador insalvable de la tierra en búsqueda de sus últimos tesoros, ahí con el tenedor en la boca, con el mejor vino y más caro servido y el senador, su servidor, ahora dueño de largas extensiones de territorio, material para forestales, y dueño obviamente de una subvención vitalicia para toda la cámara auspiciada por panza grande y sus anillos de oro. Por ahí me extralimito, con justa razón, y podría situar en ese preciso instante la entrada descontrolada de un muchacho anarco punk decidido a volar todo ese edificio en mil pedazos poniendo una bomba en el baño o incluso lo haría garante de una paliza ex machina irrumpiendo con el clásico palo en el cráneo para ambos destinatarios y administradores del poder popular, pero no fue ni será eso lo que pasó ni la forma, porque lo que pasó incluso escapa a cualquier poética ensayada antes de escribir estas páginas, lo que pasó es la expresión misma de lo que tenía que pasar en esa mesa, cuando las manos se apretaron para cerrar el trato. Alzuruaga muy acomodado en su silla, regio y estupendo en su vestir, sintió un tirón fuertísimo, algo así como una soltura de los intestinos o peor aún, porque el in crescendo fue tan rápido y la molestia tan patente que Lacoonte inmediatamente le preguntó qué ocurría, pero Lacoonte también sintió esa puntada satánica bajarle por el intestino y demolerle el cuerpo sin delicadeza alguna. Quedaron entonces ambos mirándose a los ojos cuando las telas de sus pantalones se rajaron con extrema violencia y los mozos vieron salir de ambos traseros cabezas de pescados, un congrio y una corvina respectivamente, abriéndose camino a través del ano de tan distinguidos ciudadanos. Sus gritos recorrieron todo el salón donde se encontraban, imposibilitados de moverse, ante el 85
espanto de la elegante concurrencia, entre alaridos, sangre, mierda, la incredulidad del personal, un congrio joven se encontró con el piso del restaurant, ese piso de madera antigua y el empresario con los ojos salidos y fuera de control lanzó un enorme vomito consistente en krill y pequeños pececillos contra el senador que a su vez dejaba salir por su orificio rectal tamaña corvina con sus aletas afiladas y su cuerpo escuálido, manchando a su vez todo a su alrededor, salpicando incluso con tanto mal gusto las mesas circundantes, completamente anonadadas y, al mismo tiempo, ignorantes en el hecho de que el empresario y el senador volverían a parir rectalmente otros ejemplares de esos peces tan típicos de la fauna marina nacional, ahora más grandes, más difíciles de encontrar salida, dilatándose a tal nivel sus orificios que los comensales empezaron a correr despavoridos botando a su paso copas y la fina cuchillería italiana, vinos de más de 500 dólares, esquivando los peces que ya chapoteaban y que inflaban con dificultad sus branquias. La conchadesumadre gritaban los mozos pensando que ambos hombres iban a estallar en peces y no faltó el mal pensado que se reía en un rincón reconociéndoles las caras. Qué difícil fue parir esa segunda vez, qué manchado de krill, de pez, de sangre, de agua salada estaba ese lugar, manchando hasta al chungungo disecado sobre la chimenea, ese trofeo de las redes que miraba el mar, las luces de la bahía cada tarde, cuando las lanchas volvían con los locos y las jaibas, ese mismo mar que se recogería para llevárselo. * El corcolén, los espinos, el coliguay, los peumos, los maitenes, los pimientos, los cipreses, naranjillos, incluso el helecho conocido como palito negro, suave al tacto, con sus hojitas con forma de abanico, también las pocas palmas que iban quedando firmes en las quebradas y por último los quiscos con sus espinas largas para sorber el agua dulce de las neblinas, sintieron primero el movimiento, prolongado, casi infinito de la noche del coipo, hasta el sauce llorón que habitaba junto a los esteros secos y que ahora drenaba sus raíces por los primeros arroyos subterráneos que emergían y, en sus hojas, una brisa cada vez cercana 86
al viento, un ventarrón final que en la costa quebró ventanales y sacudió con inmensas olas las orillas, devorando el restaurant La gatita donde Lacoonte y Alzuruaga yacían inconscientes sobre la mesa, con la boca abierta, los ojos abiertos, pero idos, los brazos colgando y un congrio a medio camino rajándole el cuerpo en dos a nuestro empresario. Así nada más esa oscuridad se hizo sentir en la casa de Maximiliano Paredes que, tomando a toda su familia, sus cuatro hijos y su mujer, corrió hasta su templo, el templo que levantó en su antiguo garaje y subió, subió a cada uno de ellos hasta el techo para ver desde ahí en primer plano la caída de la gran chimenea, ver la explosión descomunal de la refinería incendiada por una lengua de fuego que el mismo Yavhé enviaría esa noche, así como una vez castigó a Sodoma y a Gomorra arrasando las creaciones humanas, porque Maximiliano tenía el pecho inflamado como Abraham, era Abraham y sus hijos, la camada que repoblaría el mundo de los justos, de los fieles, de los piadosos, las ramas de un laurel y el pacto de una nueva alianza entre Dios y los hombres, por lo que esperó y esperó mientras el mar se iba tragando cada vez más arena y luego de la arena el concreto y a Chile bien de a poquito y en un momento ya no se pudo ver ni esperar a ningún Yavhé, con un temblor que tiraba las poblaciones enteras abajo, nunca estrepitoso, pero continuo bajo los pies de Lincoyán montado sobre un roble tocando su flauta, bajo los pies del Richard, del Mercado y del Sepúlveda Velázquez que puteaban al aire buscando una voz que les respondiera, menos Figueroa Figueroa solo en el mundo salvo por el coipo que nadaba a su lado mientras su terreno antes seco se empozaba y los camiones de la minería chocaban y se volcaban produciendo un espectáculo hermoso, dantesco como adjetivan los periodistas que nunca leyeron la Divina Comedia y que en ese momento se veían impedidos de hacer cualquier reporte de la noche fatal en que Chile desapareció como una culebra que se esconde bajo el mar. * Doña Herminia Weichipirén había vivido hasta ese día 87 años. Al lado suyo estaba su perra, la Loica, quiltra peluda que ya llegaba a los quince inviernos, perra bien de campo. Como dos estatuas de sal, con la 87
cordillera a sus espaldas miraban desde el umbral de su casa de adobe, aún resistente ante el cataclismo, veían lo que podían cada una con sus cataratas, pero se notaba fuego allá abajo y eso tampoco le turbaba el ánimo. Vibraban los maseteros a su lado, sus plantaciones de matico, toronjil, orégano, los ajíes y otras tantas vibraban como bailando en esa noche con luna. El mundo desde esa altura parecía el pelaje de un largo y escurridizo animal. Su Loica no era así, era luminosa por vocación propia, buena compañera. Y tampoco se perdió su tranquilidad cuando los ventanales terminaron por romperse uniéndose a la quebradera de cosas adentro de la casa, que no eran muchas y que salvo contadas excepciones habían pasado largas temporadas en las manos de la vieja. Tampoco perdió la tranquilidad cuando de Los Andes se escuchó un rugido de agua o puma de agua, trotando como un huemul camino abajo, denso como el plumaje de un cóndor lleno de rocas, barro, árboles y arbustos bajando a su paso, vendrá con de todo pensó, con estrellas y con nieve, con moscas que se quedaron dormidas. Al cabo de unos minutos el estruendo se fue haciendo mayor, pero ninguna de las dos se dio la vuelta, seguían enteras e inamovibles a la vez que las quebradas se iban encontrando, hasta que no faltó mucho para que la muralla de barro y paja dejara paso al aluvión, dispersando la cama, la alfombra de la Loica, la corona de ajos, los ajíes cacho de cabra, las fotos del viejo y de la vieja, del marido que nunca volvió, de los cabros ya grandes en la capital, del Figueroa Figueroa cabro ingrato que crió cuando era bien pendejo, fue su casi mamá porque a ese no lo quería nadie, sólo los perros, aunque no era tan así porque en la foto salían los dos bien contentos en un cumpleaños de ella, cuando Figueroa Figueroa le regaló unos cassettes con rancheras y cuecas bien zapateadas. Doña Erminia los escuchaba siempre que no escuchaba la radio y se ponía a cantar con la Loica al lado y se ponía a tejer, qué más va hacer una vieja, sin jubilación, en la casa de su hermano muerto, esa casa de tejas que volaban para todos lados y se quebraban en el aire al paso del barro o más bien de la cordillera que se le venía encima para encontrarse de una vez con el mar y doña Erminia intacta, quieta, tranquilita, como rezando 88
o cantando una décima, esas cosas que sabían sólo los viejos, una lengua muerta, entonces el aluvión se le vino encima sin más produciendo una explosión de pájaros negros que rápidamente se dispersaron por el cielo.
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Ronaldinho en el viaducto Por
CARLOS PEREIRO
Prendió un cigarrillo con el pucho del anterior. Volvió a servirse whisky. Echaba tanto en el vaso que a menos de un par de horas de haberla comprado ya solo quedaba la mitad en la botella. Abrió la puerta-ventana y llevó una silla hasta la entrada del balcón sin importarle que algunas gotas le salpicaran las piernas, mojaran el parqué. Con movimientos mecánicos alzaba las manos a intervalos breves para chupar el cigarrillo y tomar el whisky. La lluvia acompasada intentaba darle un poco de vida a las plantas mustias que nunca regaba. No sabía cuál había sido el destino de esas cenizas obtenidas tan trabajosamente. La madre de su muchacho lo llamó unos días después del episodio en el cementerio para consultarle qué hacer con ellas, 91
aunque él estuvo seguro de que ya había tomado una decisión y apenas quería comunicársela. No le permitió ni comenzar a hablar, no quería saber. Ella agradeció que le dijera que podía hacer lo que creyera mejor. Volvieron los relámpagos seguidos de unos truenos sordos, un viento sesgado que empujaba la cortina de agua hacia adentro de la casa. Cerró, se sentó a la mesa, iba a correr el diario para hacerle lugar al cenicero y el vaso, pero terminó abriéndolo, buscó la sección de deportes, lo único que tenía algún sentido leer. Se le cruzó por la cabeza prender la computadora y ponerse a trabajar, poner un poco al día lo atrasado. Dijo que no, se dijo que no. En un recuadro pequeño, perdido, acorde con la importancia del club, se informaba sobre un partido por la copa, por alguna copa, entre el equipo local y otro brasileño. Conocía bien esa cancha, separada apenas por siete cuadras de la casa donde había nacido, diez de la escuela donde la maestra —alta, gorda, bonachona— les contó que en Europa algunos países no tenían más que unas pocas manzanas. Descubrió que en el equipo visitante jugaba Ronaldinho. Hacía mucho que estaba desencantado del fútbol, de que el juego tuviera cada vez menos importancia, pero le gustaba verlo jugar a él, su desparpajo, su alegría cuando tenía la pelota. Le extrañó que todavía jugara, calculó que tendría más de treinta y cinco años, como su hijo que no reía casi nunca. Hacía muchos años que no volvía al barrio, tantos que no podía recordar cuándo había sido la última vez, ni por qué había ido. No lo pensó demasiado. Si se quedaba en su casa en otro par de horas acabaría la botella, caería desmayado, o si no saldría a comprar otra para empeorarlo todo. Tomó el subte al centro, pasó por un negocio enorme en la calle Lavalle que vendía camisetas truchas de todos los clubes del mundo. De ahí se fue a Constitución. Las paradas del 98 y el 148 estaban una junto a la otra. Cualquiera de los dos le servía, cualquiera de los varios ramales que tenía cada línea que más allá de Avellaneda se abrían para llegar a
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Quilmes, Florencio Varela, Berazategui, San Francisco Solano, algunos de los destinos que recordaba. Subió al 98, consiguió un asiento individual. El colectivo corría por una calle paralela a la autopista que cobijaba ranchas, cementerios de automóviles, canchitas de fútbol. Cuando encaró la subida del puente prestó más atención. El riachuelo seguía ahí con sus aguas turbias, podridas. Bajó frente a la escuela. Subió cuatro escalones y se paró frente a la entrada. Vio el hall, alcanzó a divisar el patio detrás de la puerta vidriada, imaginó la canchita de fútbol en el fondo. Apenas puso un pie adentro un tipo de seguridad le cortó el paso. No, no era familiar de ningún alumno, ni tenía una entrevista con alguna de las autoridades. Había hecho la primaria ahí, explicó, casi cincuenta años atrás, y le dieron ganas de volver a ver la escuela. Fue inútil que metiera la mano en el bolsillo de la campera y sacara el documento. El vigilador le dijo educadamente, pero con firmeza, que si no tenía nada específico que hacer ahí debía retirarse. Cruzó la avenida y se paró frente a la casa donde estaba la sede del club donde había jugado toda su infancia con la camiseta a rayas rojas y negras. Ahora estaban ahí los consultorios de una empresa de medicina prepaga. Dobló hacia la izquierda. Rápidamente comprobó que del barrio donde naciera no quedaba nada. Chalecitos coquetos donde antes había caserones feos, de paredes descascaradas; edificios de departamentos que reemplazaban a los talleres mecánicos, los almacenes y verdulerías. Si no fuera porque las calles conservaban sus nombres hubiera creído que había tomado el colectivo equivocado. Después de dar varias vueltas sin reconocer nada caminó hacia el lugar que realmente quería ver a pesar de haberlo rehuido por un largo rato, la casa donde había nacido, el caserón construido por su abuelo más de un siglo atrás. Llegó caminando con una lentitud que parecía deliberada. Una mujer que arrastraba el changuito de las compras lo miró fijamente. Le 93
devolvió la mirada porque como era muy vieja creyó que tal vez pudiera reconocerla, pero no. Se paró frente a la casa. Habían derrumbado la pared del frente y dejado un muro de no más de un metro de altura que dejaba ver el jardín, lo que antes fuera el jardín y ahora un yuyal alto y tupido. A un costado de la parecita una doble puerta de madera, con la pintura blanca descascarada y las bisagras oxidadas, casi desprendidas, daba a entender que ahí, en alguna época, se guardaba un auto. La casa estaba abandonada o en todo caso eran abandonados, demasiado, quienes vivían allí. Sintió la tentación de saltar la pared, atravesar los yuyos y golpear la puerta cancel, pero no se decidió, no lo hizo. Se quería convencer de que ahí no vivía nadie, y si no era así, qué iba a decir como no fuera repetir lo dicho al portero de la escuela: “Yo vivía acá cuando era chico. Nací acá”. Retrocedió hasta la vereda de enfrente para tener un mejor panorama de la casa. Se sentó en el cordón. Su mirada, como si tuviera rayos X, atravesó las paredes para ver las habitaciones, la cocina, el patio, las higueras y el cedrón que crecían en el fondo. En la punta de la lengua sintió el sabor de los higos maduros, una fruta que nunca volvió a comer. Vio todo —el color de las paredes de su cuarto, la cocina a querosén, las varillas grises de las cortinas de enrollar que cubrían las puertas de las piezas— con una claridad que no tendría para describir el departamento de dos ambientes que dejó un rato antes. Volvió a pensar en que podría cruzar y golpear la puerta. Se dijo que no perdía nada con intentarlo, que no sería ninguna locura decirle al abandonado que vivía ahí, si existía, que había nacido en esa casa, pedirle permiso para darle una mirada rápida. Antes de que decidiera qué hacer el patrullero apareció doblando la esquina y clavó los frenos frente a él. Un policía algo mayor bajó del lado del acompañante. Cuando él se paró se tocó la cartuchera y le dijo, con tono áspero, que apoyara las manos contra la pared, separara las piernas. Era la primera vez que le sucedía y le causó un poco de gracia. Cuando el cacheo llegó bajo la cintura una mano le rozó accidentalmente 94
los testículos. Giró la cabeza y el policía balbuceó una disculpa. Después de comprobar que no estaba armado le pidió el documento. Quería que le entregara lo que el guardia de la escuela no se había dignado ver. La mirada del cana fue de la foto a su cara. “Tiene unos años”, dijo mientras se pasaba la mano por la barba encanecida. El tipo fue hacia el patrullero con el documento. Entonces, como si no quisieran dejarlo solo, bajó el otro: joven, alto, delgado; bigote de cana y una postura de mocoso engreído que se desvivía por mostrar autoridad. Se llevó la mano a la cintura y acarició las esposas. Él era cobarde, no tenía dudas de eso, pero las copas tomadas y el que cada vez todo le importara menos hicieron que le dirigiera una sonrisa burlona, un gesto de provocación o de lástima. Juntó las muñecas y se las ofreció. —No se haga el gracioso —dijo con tono marcial—, baje los brazos— . El gordo salió del auto. —No tiene nada —dijo y le devolvió el documento. El oficial asintió y lo miró. Él los miró a ellos y sacó el atado de cigarrillos. Dio una pitada profunda. No imaginaba el por qué de todo eso, no preguntó. Creyó que eran ellos los que tenían que hablar de la frenada, el manoseo. El mocoso se aclaró la garganta antes de preguntar: —¿Qué hace por acá? —volvió a carraspear antes de concluir—. ¿Por qué anda merodeando? —¿Merodeando? —Hace una hora que está dando vueltas, va y viene sin ir a ninguna parte. ¿Cómo le llama a eso? —¿Pasear? —Le dije que no se haga el gracioso. Pensó en cómo habían cambiado los tiempos. Antes, frente a una situación como esa, los vecinos chismoseaban, ahora llamaban al 911. Quería terminar con el asunto de una vez, sacarse a esos tipos de encima. —Me crie en este barrio —dijo—, nací en esa casa —señaló con el índice hacia enfrente—. Hoy no trabajo y me dieron ganas de visitar el barrio después de muchos años.
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La explicación, además de verdadera, era razonable. Creyó que debiera alcanzarle, pero tal vez les sobrara el tiempo porque el más joven preguntó: —¿A qué se dedica? —Soy corrector. —¿Y qué trabajo es ese? Pensó que la explicación sería larga e inútil para esos palurdos. Se arrepintió de no haber dicho mecánico o plomero. —Un oficio. Trabajo en una imprenta —imaginó que esa palabra les resultaría más familiar. —Bueno, señor —dijo con tonó burlón—, ya recorrió su antiguo barrio así que puede volver a su casa. —Sí, claro, enseguida —respondió remedando el tono del otro. Más como un reflejo que como un saludo ambos se llevaron dos dedos a la sien, subieron al auto y se fueron
Cruzó la calle, se abrió
paso entre el yuyal y golpeó la puerta una, dos, tres veces. Estaba abandonada. Si tuviera plata la compraría. Mientras desandaba el camino hacia la calle se dijo que sería maravilloso poder comprarla, dormir en su vieja habitación, vivir en el único sitio donde hallaría algo que podría definir como su historia. Era algo imposible para un tipo como él, un ganapán que alquilaba un departamento pequeño, que jamás había logrado ahorrar un peso, que trabajara poco o mucho apenas lograba llegar a fin de mes. Caminó buscando la avenida. Se iba no porque lo intimidara la orden disfrazada de sugerencia de la yunta de policías sino porque ya no tenía nada que hacer allí, en realidad nunca lo había tenido. Aunque todavía faltaba para el partido creyó que ya era hora de acercarse a la cancha. El aguacero se desató de golpe. Se guareció bajo el refugio de la parada del colectivo. Si continuaba lloviendo así no habría partido y su viaje sería aún más absurdo. Los colectivos se detenían y escupían gente que abría sus paraguas, algo que él había olvidado. Se sentó en el banco de madera. El techo de acrílico parecía a punto de estallar bajo el embate 96
de la lluvia. Intentó imaginar cómo hubiera sido su vida de haberse quedado en el barrio, del que huyera como de la peste. Tal vez trabajaría en alguna oficina cerca de la plaza, estaría casado con la chica que lo hizo calentar de verdad por primera vez, y hasta era posible que vivieran que alguno de esos chalecitos lindos. Pero se había ido y ya no podía haber vuelta atrás, en nada. Y de repente la lluvia cesó como si dios hubiera cerrado la canilla. Abandonó el refugio y encaró la travesía de las siete cuadras. Llegó frente a la mole gris, excesivamente gris, del viaducto. Todavía faltaba para el comienzo del partido, si era que finalmente se jugaba. Cruzó la calle, subió con lentitud la escalera ancha que llevaba a la estación, gris y desangelada como el puente, y desembocó en el andén central. A la derecha no había más que una calle de tierra, algunas casas precarias de madera y chapa. A la izquierda, casi al alcance de la mano, las luces de la cancha y un poco más allá la laguna que reflejaba en sus aguas quietas la luna que se abría paso entre las nubes espesas. El andén, gracias al gris y la iluminación mortecina, ofrecía una imagen triste, desolada. Nadie esperaba el tren que iba a Constitución, unos pocos el que se internaba en el sur: cuatro o cinco muchachos que se acercaban permanentemente a las vías esperando ver la luz de la locomotora, la llegada del tren que los depositase por fin en sus casas después de la jornada interminable; una pareja que apoyada en una columna discutía a la vez que se manoseaba, un par de hombres solos. Alguien dormía en el piso envuelto en una frazada oscura. No había nada más para ver. El andén era largo, pero más allá de donde esperaba esta gente no había más que una oscuridad que provocaba miedo. El traqueteo del convoy se escuchó desde lejos, llegó con la luz aún indecisa de la máquina. Era el que iba a Constitución. Como nadie subió y apenas bajaron tres personas se puso en marcha enseguida. Siempre llegaba antes lo innecesario, lo inútil. Decidió esperar que apareciera el otro, ver vaciarse el andén por completo.
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Apenas prendió el cigarrillo uno de los muchachos se desprendió del grupo y le pidió uno, con todo respeto, dijo. Sacó el atado y lo golpeó para conseguir que asomara uno. El tipo protegió la llama con las manos ahuecadas. Era joven, casi un chico. —¿Los demás no fuman? —le preguntó al pibe que intentaba que la llama que temblaba a pesar de su resguardo acertara con la punta del cigarrillo. —Sí, claro, todos fuman. Volvió a sacar el atado y se lo entregó junto con el encendedor. —Tomá, llevales; quédenselos. —¿Y usted? —Cuando baje, compro. —¿No toma el tren? —No. El muchacho no le preguntó qué hacía ahí, entonces. Se oyó el tronar de la formación, los faros iluminaron los rieles. —Me voy, maestro, gracias. —Chau, suerte —dijo y le dio una palmada en el hombro. Se quedó en el andén definitivamente solo. Bajó las escaleras, cruzó la calle y buscó un quiosco. Imaginó a los pibes fumando en el furgón. Las nubes desaparecieron y el cielo se estrelló por completo. Con paso decidido caminó hacia la cancha, compró una platea; un acomodador lo llevó hasta su asiento, secó con un trapo rejilla la butaca mojada. Compró un café, le pareció que la cancha estaba igual a como la recordaba. Lo reconoció apenas asomó del vestuario, el diez en la camiseta, una vincha ancha y el pelo largo recogido en una cola de caballo. Jugó como si supiera que él había abandonado la tranquilidad de la botella y la auto compasión para cruzar la ciudad e ir a verlo, como si estuviera en el Maracaná o en el Camp Nou y no en la canchita de un equipo de barrio en un lugar minúsculo del conurbano. Reía, a pesar de la distancia estaba seguro de que reía con esa boca de dientes enormes.
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A dos minutos del final, consumada ya la goleada, estrelló un penal en el travesaño y él creyó que quería decirle que por más que se hicieran las cosas bien siempre podía colarse el fracaso. El estadio se vació rápidamente. La hinchada era modesta, como el equipo. Compró otro café y caminó con lentitud hacia la puerta del vestuario visitante. Estaba cercado por unas vallas que apenas contenían a un grupo de chicos. Unos metros más allá esperaba el micro. Salieron en fila india, él uno de los últimos para profundizar su ansiedad. Apenas lo vio metió la mano en la bolsa celeste y sacó la camiseta blanquinegra. “Dinho”, gritó, y el negro levantó la vista y lo miró. Porque lo vio viejo y vencido, o porque agitaba la camiseta que acababa de sacarse, o por nada, se acercó mostrando las encías. Él lo recibió vociferando como un demente, “muchacho, criança, filho, mi hijo”, decía y repetía. Dinho le sacó la camiseta de las manos, acostumbrado a la fama se la firmó con un marcador que hizo surgir de algún bolsillo, se la devolvió junto con un abrazo leve, el roce de sus labios carnosos en la mejilla. Se detuvo en “Los Tres Ases” y comió de parado dos porciones de muzzarella y un vaso de moscato. Salió a la calle en esa noche de febrero del dos mil trece y paró un taxi que iba hacia Capital a comenzar la jornada. Miró la firma, casi un dibujo. En su casa lo esperaba la media botella de whisky y alguna película pasable en televisión. Tal vez pudiera dormir un poco mejor esa noche y mañana arrancar con el trabajo atrasado, intentar emprolijar un poco su vida, aunque tal vez no.
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El cobrador Por
CARLOS PEREIRO
El trabajo, la posibilidad de esa changa, se la consiguió el cuñado. No era su cuñado todavía, aunque lo sería inevitablemente en unos pocos meses, cuando con su hermana terminaran de amoblar el departamento comprado con un crédito obtenido por ella en el banco donde trabajaba. El tipo lo llamó un jueves a la tarde desde el diario y le comentó que en la sección de deportes necesitaban una persona para cubrir algunas noticias, no sabía más que eso. Como dijo que le interesaba le pasó el
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nombre del secretario del suplemento y le dijo que fuera a verlo al día siguiente a las diez de la mañana. —¿Entendés algo de boxeo? —le preguntó apenas después de saludarlo y ofrecerle un café. —Bueno, no tiene demasiada importancia —agregó luego de que él dijera que no más que cualquier persona que cada tanto miraba una pelea por televisión. El asunto era sencillo y podía llegar a ser entretenido. Tenía que cubrir una velada boxística en un club de un municipio del conurbano, específicamente el combate central por el título argentino entre el campeón, experimentado, de dilatada trayectoria, y un retador joven y noqueador. —Esa es sobre la que tenés que escribir algo, lo que puedas o se te ocurra porque es seguro que el diario va a publicar solamente el resultado. Si no fuera porque el intendente se lleva bien con los de arriba ni siquiera mandarían a alguien. Le indicó la oficina donde tenía que dejar su dirección para que le mandaran el remís, le dijo que podía ir acompañado si quería, que fuera a cenar y después le llevara la factura. Invitó a una amiga a quien excitaba la posibilidad de vivir experiencias nuevas y distintas. El auto llegó puntual y unos minutos antes de las nueve de la noche ocuparon los asientos que el diario tenía reservados en el ring side. Terminó la preliminar y llegó el semifondo al que no prestaron atención fascinados por lo que sucedía en ese galpón enorme con techo a dos aguas. En los asientos cercanos se destacaban unas mujeres jóvenes, tan ordinarias como llamativas, perdidas en las pantallas de sus celulares, acompañantes de tipos que les doblaban la edad, vestidas de manera ridícula, tipos que le gritaban a los boxeadores cosas que no se alcanzaban a entender, que se acercaban al ring cada vez que la campana anunciaba el final de un round a hablarle a los segundos. Detrás, separadas por una valla metálica, se levantaban las tribunas de madera, con hinchadas tan ruidosas como las de fútbol. Un
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cartel enorme, sobre un costado del ring, decía que en ese municipio mandaba el tipo que se llevaba bien con los arriba. Llegaron
los
protagonistas
acompañados
por
una
música
estruendosa y un juego de luces enloquecido, recibidos por la tribuna con gritos y papelitos de colores. Antes de que el maestro de ceremonias hiciera la presentación de los
boxeadores,
sus
récords,
peso,
dijera
los
sobrenombres
atemorizantes, los cuatro o cinco tipos se pararon, se reunieron en un semicírculo. Los vio sacar dinero de unos bolsillos que desapareció en otros, en lo que parecían ser apuestas informales. La pelea, a la que tenía que prestar atención, los doce rounds, le resultaron tediosos. Afortunadamente el diario no iba a publicar más que el resultado porque le sería imposible escribir algo como no fuera apelando a la imaginación. Aun sin entender de boxeo era evidente que el campeón sabía, se notaba en la manera de pararse, de armar la guardia, pero era un hombre cansado, sus puños no podían obedecer las órdenes que mandaba el cerebro. En cuanto al challenger, costaba trabajo imaginar qué caprichos del azar lo habían convertido en retador. El que más trabajaba era el árbitro, que sudaba por tener que separarlos media docena de veces en cada round. El final llegó sin pena ni gloria, como suele decirse, con los dos tipos levantando los brazos y saltando, atribuyéndose la victoria por anticipado. El jurado demoraba en entregarle las tarjetas al árbitro y parecía razonable dado que no se habían pegado un solo golpe en los treinta y seis minutos de pelea. Al parecer las tribunas no opinaban lo mismo porque de repente desde ambas comenzaron los silbidos y abucheos. Al final fue empate con lo que el campeón conservaba la corona. Una tribuna cambió los silbidos por aplausos, en la otra los abucheos arrecieron y una lluvia de monedas cayó sobre el ring. El campeón festejó subiendo a caballito a un niño que le alcanzaron desde el ring side que lloraba asustado. Los tipos se reunieron otra vez y hubo un nuevo cambio de manos del dinero.
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—¡Qué quilombo, eh! —le dijo la amiga, a quien habían asustado los primeros gritos, pero que ahora disfrutaba con la caída de las monedas. El tumulto se desvaneció bastante rápido. Las tribunas quedaron vacías y también buena parte del ring side. Pero unos pocos se quedaron y él se preguntó que esperaban. El interrogante duró apenas un par de minutos porque el locutor volvió a subir y anunció una pelea más, a cuatro rounds, a la que llamó “complementaria”. También ellos tuvieron, aunque bastante atenuadas, música y luces, no el aliento ni los papelitos que ya no estaban. De la presentación del primero de los boxeadores solo llegó a escuchar que se llamaba Agüero o Aguayo porque en ese momento le decía a su amiga que ya que estaban ahí se quedaran a verla. El segundo se llamaba Abel Gauna y su récord era de cuatro peleas ganadas, cero empatada, once perdidas. Creyó haber oído mal, pero había oído bien. Él tenía la idea de que los boxeadores siempre tenían más ganadas que perdidas, recién en ese momento descubrió lo absurdo de su creencia porque algunas debían tener más perdidas para que otros tuvieran más ganadas. Agüero o Aguayo conocía esos números porque apenas sonó la campana salió con la determinación de terminar rápido. Se plantó en el centro del ring y esperó a Gauna que adelantó el puño izquierdo intentando un jab tímido. Paró ese remedo de golpe y sacó un zurdazo al hígado, y enseguida la mano derecha que se estrelló en la punta de la pera. Gauna pareció despegarse del piso, rebotó contra las cuerdas y a la vuelta, Agüero o Aguayo lo recibió con un uppercut en el pómulo. Gauna se le tiró encima y lo abrazó, lo sujetó tan fuerte que al árbitro le costó trabajo separarlos. Enseguida sonó la campana y terminó el round. En el rincón, el segundo, un hombre delgado, canoso, con el pelo atado en una cola de caballo, le echó aire a Gauna sacudiendo una toalla, y después le dio sorbos de agua, le pasó vaselina por la cara. Mientras tanto le hablaba, todo en el minuto de descanso. —Ya termina —le dijo él a la amiga con un tono de seguridad, como si de repente conociera algo del tema. 104
Pero no terminó y lo que siguió fue algo feo de ver, sobre todo para ellos que estaban a dos pasos del ring y estaban obligados a ver cómo la cara de Gauna enrojecía, se deformaba; casi podían tocar la sangre que brotaba de la nariz y la ceja. Con la campana del último round, Agüero o Aguayo lo abrazó, le dio un beso en la cara tumefacta, tal vez como un reconocimiento a su bravura, quizá agradecido porque le había permitido lucirse. Esta vez los jurados no tardaron nada, los tres dieron ocho puntos de ventaja, ¡ocho puntos de ventaja en cuatro rounds! —¡No lo mató de pedo! —reflexionó la amiga que se había pasado tragando saliva durante toda la pelea. Apenas los boxeadores bajaron la escalerilla el ring quedó a oscuras. El escaso público se dirigió lentamente hacia la salida. —Gracias por haberme invitado —le dijo la amiga apretándole el brazo—, voy a ver si escribo una nota para la revista. Eran un poco snobs, ella y el grupo que editaba esas revistitas con pretensiones literarias y pocos lectores. Tal vez por eso había disfrutado tanto con los gritos tribuneros, el olor a sudor y linimento, el sándwich de chorizo y el vaso de vino comido en el extenso intervalo entre el semifondo y el combate principal. Sonrió al imaginar la cara que hubiera puesto el tipo si le pedía el ticket para presentar en el diario. —Esperame un minuto acá —le dijo cuando iban hacia la salida. —¿A dónde vas? —Lo quiero ver a Gauna, hablar unas palabras con él. —¿Gauna? ¿Quién es Gauna? —El tipo que peleó recién, el que perdió. —¿Lo conocés? —No, por eso lo quiero ir a ver, para conocerlo. —No quiero quedarme sola acá. —Acompañame, entonces. Le preguntó a un tipo de seguridad que a falta de algo mejor que hacer los acompañó y los dejó frente a una puerta de hierro de dos hojas. Golpeó sin saber qué excusa iba a dar para justificar su presencia ahí, 105
sin saber para qué quería conocer a ese perdedor. Antes de que volviera a golpear, un tipo con ropa de trabajo y un escobillón abrió la puerta. —Buenas noches, quería ver a Abel Gauna, el boxeador —aclaró por si fuera necesario. —Voy a ver —caminó tres pasos y volvió la cabeza—. ¿Qué nombre me dijo? —Abel Gauna. —Déjeme ver. Un minuto después vio llegar desde el fondo al segundo, el hombre canoso de pelo largo atado en una cola de caballo. Había cambiado la camisa y el pantalón blancos por un jean y una remera que llevaba una leyenda en inglés. Lo miró con desconfianza, tal vez temiendo algún peligro que no podía imaginar, y les preguntó qué querían. Él atinó a meter la mano en el bolsillo interior del saco y le mostró la credencial que le habían hecho en el diario a las apuradas. Le dijo, como al empleado de limpieza, que quería hablar con Abel Gauna. —¿Por qué asunto? —preguntó el veterano ya más preocupado que desconfiado. —Bueno, el diario me envió a cubrir la velada —utilizó la misma palabra con que el maestro de ceremonias abriera la presentación de cada combate—, y me gustaría hablar con su pupilo, hacerle algunas preguntas. Su justificación era estúpida e insostenible, porque si alguien merecía una nota era en todo caso el campeón que había retenido la corona, pero no podía decirle la verdad, que quería ver de cerca a ese perdedor empedernido, intentar comprender, como si importara algo, qué lo llevaba a seguir subiendo al ring para recibir palizas como la que acababan de darle. Como fuera, al tipo sus palabras y sobre todo la exhibición de la credencial parecieron alcanzarle porque se corrió para dejarlo pasar. —Sería mejor que la señorita lo esperara acá afuera. Este es un lugar de hombres, usted me entiende — dijo con algo de pudor.
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Atravesaron el corredor y entraron en una sala grande donde todo era verde, verde oscuro: verdes las paredes, verdes los armarios alineados, el escritorio de metal enfrente, la camilla en el centro. Gauna estaba sentado en una silla con la cabeza echada hacia atrás, sostenía una bolsa con hielo sobre el pómulo izquierdo tan inflamado que le cerraba el ojo. —Beli, acá el señor periodista quiere hablar con vos —arrimó una silla y volvió al escritorio a enrollar vendas. Se quitó la bolsa de la cara y se paró. Tenía puesto un conjunto de jogging celeste, el buzo oscurecido en algunas partes por los goterones de agua que caían de la bolsa. —Gauna, mucho gusto —dijo ceremonioso, inclinando apenas la cabeza. Se estrecharon la mano y le pidió que se sentara. No había en la mirada ningún recelo, tampoco al parecer curiosidad por saber qué quería ese muchacho que abría una libreta, destapaba la lapicera de acero que brilló fugazmente al recibir la luz mortecina de una lámpara. Además del pómulo inflamado tenía la ceja del otro lado cubierta con un apósito, un corte profundo en el labio inferior, la nariz amoratada. Miró sobre su hombro al segundo que seguía enrollando metros de vendas. Odió al tipo, se preguntó, como lo había hecho en el ring side cuando las piñas caían sobre la cara de Gauna sin descanso, por qué no había tirado la toalla, por qué no había utilizado la potestad que tenía para detener ese sinsentido. También podría haberlo hecho el árbitro que apenas se limitaba a separar las pocas veces que Gauna lograba abrazarse al otro, un morocho que tenía una cicatriz enorme a la altura del pecho y una mirada de asesino serial. Comenzó preguntándole por los inicios, por qué razones, en qué lugar decidió dedicarse al boxeo. Le contó que de chico era de pelearse mucho en la calle, sobre todo cuando juagaba a la pelota. Se lo contó con un tono avergonzado que pasó a la modestia cuando le dijo que siempre ganaba él. Hasta que cuando tenía quince años tumbó a un muchacho más grande, como de veinte, en un campeonato de potrero donde siempre 107
había piñas porque se jugaba por plata. Un tipo se acercó y le preguntó si no quería entrenar en el pequeño gimnasio que tenía armado en un club de barrio. Le dijo que sí, en realidad le dijo que por ahí iba. Y fue. Comenzó a dejarse caer cuando salía del taller mecánico donde estaba como aprendiz. No estudiaba. Tenía el primario completo, nada más. Intentó con primer año del secundario, pero abandonó enseguida porque “la cabeza no le daba”, así lo dijo. De a poco comenzó a disfrutar de la rutina de saltar la soga, aporrear el punching-ball, la bolsa, hacer sombra. El hombre, que era bueno, que lo esperaba con el mate listo y bizcochitos, lo invitó al gimnasio por verlo pelear y después de tres meses todavía no había cruzado guantes con nadie, solo la rutina: soga, bolsa, sombra. Se lo dijo, le preguntó cuándo y el hombre dijo pronto. Contaba esas cosas con una voz mansa, cadenciosa, un murmullo que casi acunaba, producía somnolencia. Se salteó una parte o él, cautivado por ese tono no la escuchó, porque ya estaban en el debut, en el cobertizo armado en un terreno baldío en un barrio más alejado todavía que el suyo que quedaba lejos de todas partes. Noqueó en el primero a un pibe debutante como él. Entonces lo detuvo, creyó que ya lo había dejado hablar lo suficiente como para poder preguntarle si no pensaba abandonar después de las doce derrotas, si siempre le pegaban tanto. Estuvo a punto de girar la cabeza y preguntarle al hombre canoso, que parecía tener el trabajo de enrollar las vendas de todos los boxeadores de la tierra, por qué no había tirado la toalla, si siempre dejaba que lo castigaran tanto, pero no quería enturbiar ese clima de intimidad y confesión. Todo le pareció aún más absurdo cuando se enteró de que las cuatro ganadas eran las primeras para luego enhebrar doce derrotas de manera consecutiva. —¿Qué pasó? ¿Qué pasó después? —preguntó. Gauna sonrió con los ojos entrecerrados, como si recordara algo, o lo buscara en esa cabeza que los golpes martirizaban.
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Don Juan quería llevarlo despacio y terminó engañándolo, sin intención, claro, si era un buen hombre. Tan lento quería llevar su carrera que los cuatro rivales eran poco más que bolsas de papas. —Imagínese, señor —dijo para ilustrarlo con un ejemplo— que el primero y el cuarto solamente hicieron esa pelea conmigo, los noqueé y nunca más. Entendieron rápido que no servían. Al segundo y el tercero les había ido un poco mejor, apenas un poco, y hacía ya mucho tiempo que no boxeaban. Tal vez Don Juan olvidó que los muñecos que mandaba a la lona eran apenas eso, muñecos que él le conseguía, o quiso creer que era bueno, más allá de la endeblez de los rivales. Como fuera, si los primeros cuatro eran poco para Gauna, el quinto resultó demasiado. —Sabe, yo nunca había peleado con un zurdo, y por suerte después de ese no me volvió a tocar ninguno. En su relato volvía a revivir la impotencia de aquella noche, de esos rounds eternos, porque el tipo salía siempre por el lado contrario al que Gauna esperaba, lo distraía, lo atormentaba con los jabs que repetía como si fueran un pistón, y enseguida el puño izquierdo explotaba en su cara, castigaba el hígado y lo hacía doblarse en dos. En los descansos, Don Juan le daba indicaciones para neutralizar esa guardia invertida, pero era inútil. —Nunca me pegaron tanto. En el camarín taparon el espejo con un trapo para que no viera cómo me había quedado la cara. La única que le pegué fue debajo del cinturón, nomás por la rabia que me daba estar pasando vergüenza. A ese le había ido bien, fue campeón argentino y sudamericano y, aunque no ganó, tuvo su chance de pelear por el título del mundo. Volvió al gimnasio con más ganas, entrenó más fuerte. Seguía creyendo en él y tal vez también el entrenador creía aún. Peleó de nuevo unos tres meses después y aunque el rival no era zurdo, ni bueno, el resultado fue de nuevo una paliza. Ahí Don Juan, porque lo quería y no le gustaba perder el tiempo, le habló, lo aconsejó.
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—Llegué a entrenar y me dijo que no me cambiara. Esa tarde ni siquiera hubo mate. Lo hizo sentar y le habló con la mano apoyada en su hombro, le dijo que no servía para eso de la manera más suave que encontró. No quería que lo lastimaran, le dijo; era un pibe, tenía una vida por vivir, una familia que formar. Que se buscara un trabajo, le dijo, que tratara de ser feliz. Él protestó, le dijo que quería seguir siendo boxeador. Entonces Don Juan le respondió con tono severo que no con él, no en su gimnasio. —Acá no podés venir más —me dijo—, no me gusta que la gente se deje golpear al pedo. Se fue triste, dijo, más triste que nunca. Pasó de largo por la parada del colectivo y caminó hasta su casa, más de cuarenta cuadras. El padre lo consoló, el padre que se llegaba cada vez más seguido por el gimnasio hasta terminar siendo una especie de ayudante de Don Juan, el que doblaba las toallas, le sostenía la bolsa de arena a los pibes que entrenaban. Ahí comprendió que el tipo canoso que enrollaba vendas era el padre y lo odió más, odió que por un porcentaje de una bolsa seguramente miserable, apostando a que el muchacho pudiera dar vuelta lo irreversible, dejara que le mataran miles de neuronas con cada golpe, que lo llevara velozmente hacia la imbecilidad. —Me dijo que me buscara un trabajo, pero de qué podía trabajar yo, sin estudios, sin saber hacer nada que no fuera pelear. Por suerte estaba mi papá, que me dijo que él me iba a entrenar, que descubrió que yo tenía el don. —¿El don? —preguntó creyendo que había oído mal. —Sí, el don. ¿Sabe cuántas veces me noquearon? Usted no me preguntó eso. —No, ¿cuántas? —Ninguna —respondió con un orgullo que le costaba disimular—. Ni siquiera una caída tengo.
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Era increíble y milagroso. Recordó esos muñecos de los parques de diversiones a los que se bombardeaba a pelotazos y se bamboleaban pero difícilmente caían al piso. Así que ese era el “don” que había descubierto el cafishio enrollador de vendas, la imposibilidad de irse al piso. Esa “virtud” hizo que nunca le faltara trabajo, porque todos los que empezaban, los que aspiraban a subir, querían pelear con él, que les aseguraba el triunfo y les otorgaba el desafío de intentar noquearlo. —De verdad que es un don —dijo creyendo que el otro no estaba demasiado convencido—, hasta los más grandes campeones, los que se le ocurran, se fueron a la lona alguna vez; yo nunca. Como otros son “el bombardero”, “la pantera”, “el martillo”, o lo que sea, yo soy “el cobrador”, yo también tengo mi pequeña fama. —Beli, el tren —dijo el padre percutiendo con la uña el vidrio del reloj pulsera. —Disculpe, nos tenemos que ir, el último tren pasa en un ratito. Me gustó hablar con usted, contarle estas cosas que no le interesan a nadie. —A mí también me gustó, Gauna, Abel —había extendido la mano, pero él lo detuvo—. Espere, ¿para dónde van? —dijo el nombre de una estación, un barrio, nombres que no significaban nada para él. —Yo lo llevo, tengo un remís en la puerta. —Mire que es lejos, bastante lejos. —No hay problema, lo paga el diario. —Bueno, si es así acepto, aceptamos. La amiga lo miró con odio por la demora, pero no dijo nada. Salieron a la calle, el chofer dormitaba inclinado sobre el volante. —Dígale a su padre que suba adelante y le indique el camino al chofer. Se negaba a dirigirle la palabra al tipo, lo creía un monstruo, aunque enseguida pensó que no era quién para juzgar a gente que no conocía, que vivía en un mundo tan distinto del suyo. Se sentó en el medio, entre Gauna y su amiga que seguía silenciosa, enfurruñada. El 111
chofer recibió los datos y lo miró por el espejo retrovisor como preguntando o reprochándole que lo obligara a meterse más aún en esos lugares que dios había abandonado. Hicieron el largo viaje en silencio. Solo al final, cuando estaban llegando, le hizo la última pregunta: —Y…, ¿formó una familia? ¿Tiene hijos? —lo oyó suspirar. —No, tal vez algún día, pero por ahora no, por ahora solo el boxeo. Tengo que entrenar mucho, estar fuerte para que no puedan tirarme, para que me sigan contratando. Cinco minutos más tarde el auto aminoró la velocidad y se tiró a la banquina. —Desde acá seguimos a pie, adentro hay mucho barro —dijo Gauna y le dio la mano—. Gracias por todo —bajaron y el chofer hizo girar el auto en U con violencia. —No te enojes —le dijo a la amiga. La tomó del mentón y la besó en la boca por primera vez después de años de conocerla—. Te voy a contar la historia para que la escribas en la revista —miró el reloj con gesto teatral—. Enseguida te saco de acá, todavía hay tiempo para ir a ese bar de Palermo a tomar una copa con los zurditos de tus amigos.
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Capablanca Por
MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ
A Raúl Alfonsín, mi amigo de Compostela, que nunca fue presidente
El Vasco nunca le había prestado mucha atención al ajedrez. De niño había aprendido las reglas del juego y antes de la adolescencia las había olvidado. Tampoco le habían interesado los bares ni había especulado nunca con la posibilidad de tener uno. Para ser justos, habría que decir que nunca le importó otra cosa que no fuese el dinero y el trabajo con el que lo ganaba. Tenía esposa, no tenía hijos y padecía un intenso temor a los cambios y al riesgo. Comenzó a intuir una tarde, luego de haber oído en el trabajo que la empresa cambiaría de propietarios, que debería enfrentarse, en poco tiempo, a la incertidumbre de no poseer un sueldo a fin de mes. La
indemnización
que
colmó
su
cuenta
bancaria
como
consecuencia del despido no mitigó la contundente sensación de vacío que le provocaba el desempleo al cabo de veinte años en un mismo
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trabajo. “Qué hacer con esa plata” era pregunta que el Vasco se repetía día tras día. Hasta que apareció el Entrerriano. —Un bar, Vasco. Un bar para ajedrecistas. Ése es el negocio —dijo el Entrerriano el día en que por casualidad se cruzaron por la calle y se contaron sus peripecias recientes. Hacía diez años que no se veían. El Entrerriano, que también estaba desocupado, había dedicado esa década a trabajar en bares y restaurantes. El último había sido en un club de ajedrez, atendiendo el buffet. —¿Y por qué te fuiste? —Me echaron —¿Por? —Por nada. No quiero hablar, dejá. El Entrerriano dijo que él sabía llevar ese negocio y que podía enseñarle a trabajar en un bar. No era difícil, y, además, él tenía la clientela cautiva. Se llevaría a toda la gente que iba al club de ajedrez. Cuando les avisase que tenía un bar se irían todos corriendo al negocio que pondrían juntos. —¡No sabés la plata que vamos a hacer, Vasco! El Entrerriano nunca le había parecido muy honesto. Y hacía diez años que no lo veía, prácticamente era un desconocido. Y, además, no tenía dinero. El Vasco lo miraba mientras el Entrerriano hablaba de sus bondades para seducir a los clientes, para seducir, en realidad, a los aficionados al ajedrez, afición que él compartía y que, por lo tanto, le permitía comprender la psicología de esos hombres, convertirlos en adictos a su conversación, a su presencia. El Vasco lo miraba y trataba de ver en esos diminutos ojos negros algún indicio, alguna semilla que escondiera el germen de un engaño, de un timo para quedarse con su plata, y para ver, también, cuánto había de real, cuánto había de negocio en montar un bar para ajedrecistas. —Dale, Vasco, es nuestra oportunidad para dar el salto adelante. Ya estamos viejos. ¡Qué vas a esperar! 114
El Vasco le contestó que tenía que pensarlo, precisamente porque ya no era joven y no podía quedarse en la ruina. —Te llamo —le dijo al Entrerriano y se despidieron. *
*
*
—Hola —le dijo a su mujer cuando llegó a su casa. La mujer no contestó. A los quince minutos le puso un plato con comida sobre la mesa. El Vasco se sentó. Se llevó un bocado a la boca y antes de empezar a masticar advirtió que la comida no estaba caliente. —¡Está frío! — dijo. —Calentalo. Esto no es una fonda. Preparé la cena a las nueve. Son las diez y media. El Vasco apartó el plato. Unos segundos después, aunque no había decidido nada, le dijo a su mujer: —Voy a poner un bar con el Entrerriano. —¿Con ese ladrón? ¿Y dónde estuvo todos estos años? ¿En la cárcel? Vos sabrás... Pero fijate bien, que yo no quiero terminar en la calle mendigando, y menos a mi edad. “Te hubieses preocupado por trabajar alguna vez, si no querías mendigar”, pensó el Vasco, callado. —Me voy a la cama —dijo la mujer al cabo de quince minutos de silencio. El Vasco se quedó mirando el plato, pensando. A las dos de la madrugada se levantó de la silla y se fue a acostar. Sobre la mesa quedó el plato rebosante de comida fría. *
*
*
Dos semanas después de ese encuentro casual, el Vasco llamó al Entrerriano para decirle que sí, que pondrían juntos el bar para ajedrecistas.
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Los veinticinco años de indemnización del Vasco les permitieron moverse rápido. Un local de ciento veinte metros cuadrados, una barra de seis metros, mobiliario, lámparas, pintura, tableros de ajedrez, relojes, retratos de los grandes campeones del juego, bebidas y la empresa encargada de las reformas se llevaron una buena parte de ese dinero y dos meses de tiempo. —¿Y qué nombre le vamos a poner? —En un primer momento había pensado “Las dos K”, pero no. El nombre es “Capablanca”, Vasco. “Capablanca”. El nombre de un grande, y además tiene pegada ¿no? —Suena bien —dijo el Vasco. El Vasco estaba satisfecho, aunque preocupado; porque quedaba poco dinero y porque tenía la impresión de que al Entrerriano, por algunos comentarios que le había oído, lo movía más un afán de revancha con su antiguo empleo que el de crear un negocio próspero, una empresa que los rescatase de la situación de incertidumbre en la que estaban metidos. —Vasco, le vamos a sacar toda la clientela al club. Ya vas a ver. Fijaron como fecha de la inauguración un viernes de junio a las ocho de la noche. Durante una semana el Entrerriano se encargó de invitar a todos sus conocidos del club a la inauguración de su bar. Hicieron promoción por radio y empapelaron la zona con carteles que anunciaban la apertura del café-bar Capablanca, también enviaron tarjetas invitación a los grandes ajedrecistas del país. Tres horas antes de las ocho del viernes inaugural los operarios terminaron de instalar el cartel de neón: “Capablanca café-bar”. A las doce de la noche, el Vasco y el Entrerriano cerraron las puertas luego de haberse pasado cuatro horas mirándose las caras; nadie entró al local salvo un par de viejos que pasaban por la vereda y vieron la oportunidad de tomar un café gratis y guarecerse del frío descomunal que una inoportuna ola polar había depositado esa semana sobre todo el país. —Tranquilo, Vasquito; hizo mucho frío, por eso no vino nadie. No te preocupes. Ya vas a ver cómo va a andar esto. 116
*
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—¡Pero qué infeliz de mierda! ¡Sólo a vos se te puede ocurrir poner un bar para ajedrecistas! Claro, aquí la gente no hace más que jugar al ajedrez. ¿Y quién suponés que va ir a tomar un café, Garri Kasparov? Mucho café va a tener que tomar el ruso para que de ese bar podamos vivir nosotros y el ladrón de tu socio. Su esposa lo tenía guardado, pero esperó a que el fracaso se insinuase para soltarle al Vasco lo que pensaba. Él iba a decirle que al menos podría haber ido ella, que era su mujer. Pero prefirió callar, encendió el televisor y se quedó mirando una película en blanco y negro. —¿Y qué mierda vamos a hacer cuando el bar se funda y tengas que cerrarlo? Porque plata ya no queda más. Qué vamos a hacer, me querés decir. La mujer continuó haciéndole reproches a los gritos desde su habitación, una vez que se acostó. En la cocina, el Vasco subió el volumen del televisor. *
*
*
En los días siguientes a la inauguración mejoró el clima, subió un poco la temperatura, dentro de lo que podía esperarse en invierno, pero no mejoró la afluencia de clientes. Algún que otro café, alguna que otra media luna por la mañana; alguna cerveza, alguna ginebra por las noches. El Vasco se preguntaba, en las prolongadas horas de soledad que pasaba detrás de la barra, ya fuese de día o de noche, si no se había equivocado, si no había sido un error hacerle caso al Entrerriano y dejarse arrastrar por sus deseos de venganza (porque era evidente para el Vasco que ése era el origen de la idea de su socio, al Entrerriano no le importaba ganar dinero, sólo quería arruinar a sus antiguos jefes), si no hubiese sido más sensato haberse comprado un taxi o poner una
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ferretería, en lugar de montar algo tan descabellado como un bar de ajedrez y perder todo lo que había ganado en la indemnización. A finales de junio, el primer mes, hasta el Entrerriano parecía abatido, ya no se mostraba tan seguro del éxito de la empresa como antes de abrir el bar. Con el alquiler de julio, los gastos de luz y agua del local, sumado a una pequeña cantidad de dinero que el Vasco le había prestado al Entrerriano, el dinero de la indemnización se había terminado. Durante la primera semana de julio las cosas fueron todavía peores. Lunes, martes y miércoles en blanco. Algunas pocas personas de jueves a domingo. El Vasco ya no podía dormir pensando en que, a ese paso, no tendría plata para pagar el alquiler de agosto. Le tocaba el turno de la tarde durante la segunda semana de julio. Al menos no tendría que madrugar, algo que le resultaba una bendición dado que no podía dormir por las preocupaciones. Ese lunes estuvo a punto de decirle al Entrerriano que largaba todo, estuvo a punto de llamarlo y decírselo, pero advirtió que si lo hacía, si lo llamaba, se quedaría en su casa e iba a tener que soportar los ajustes de cuenta de su esposa, así que prefirió ir. Y continuar con la agonía del bar hasta que ya no fuese posible seguir. Se vistió despacio, tranquilo, haciendo gala de una calma que no sentía; y despacio salió de su casa y caminó hasta la parada de colectivos. Tenía que llegar a las seis de la tarde y llegó seis y media. Durante el viaje imaginaba al Entrerriano de mal humor por su demora, mascullando, él también, algún reproche. Ya entraba cuando el Entrerriano, que desde la barra lo había visto bajar del colectivo, se anticipó y le abrió la puerta. El Vasco miró a su socio mientras éste lo hacía pasar y vio, sorprendido, que al Entrerriano casi lo degollaba una sonrisa. El bar estaba lleno. —Viste, Vasco, que iba a caminar. Durante una hora, interrumpido por los pedidos de la gente que colmaba el bar, el Entrerriano le contó cómo se había desarrollado el día, cómo, de un modo casi mágico, el local se había llenado de gente. Varios 118
desayunos por la mañana y a eso de la dos de la tarde, un par de tipos le preguntaron si podían jugar al ajedrez. “Para eso estamos”, dijo el Entrerriano que les respondió. Les pasó los relojes, el tablero y una cajita con trebejos, los hizo sentar en una mesa al lado de la ventana del frente del local, para que los viesen desde la calle, y les llevó el par de cafés que habían pedido. —Y comenzó a entrar gente, y más gente, Vasco. Pero lo bueno es que son personas que no vienen por el ajedrez. Son personas comunes. Miran los cuadros, preguntan quiénes son esos tipos, y consumen. Y todavía no vinieron los míos, Vasco. *
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—Ahora va a tener trabajo tu socio; claro, con plata en la caja va a empezar a robar. Cuidado. El Vasco no contestó. Insultaba por dentro porque la comida recién servida, otra vez, estaba fría. *
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No quiso dejarse ganar por la euforia, en un primer momento. Podía haber sido la casualidad o que por un extraño azar toda la gente que tenía ganas de pasar un rato en un bar tomando un café hubiese elegido el “Capablanca” para hacerlo. Sin embargo, no fue así. No fue el azar, o sí; pero esa afluencia de gente se repitió cotidianamente desde ese día en adelante. Era cierto. El negocio comenzaba a funcionar y el Vasco se vio inmerso en una rutina de cafés y copas, con agrado al principio, con algo de fastidio al cabo de un año. Pero eso vendría después. El caso es que, a las pocas semanas de aquella primera jornada de trabajo y ganancia real, comenzaron a llegar los ajedrecistas, los verdaderos; esos que conformaban la clientela que el Entrerriano decía tener cautiva y que harían que ambos se llenasen los bolsillos, que diesen el salto, que saliesen de pobres. 119
Algunos ajedrecistas bebían café, otros, alcohol; bebían lo que fuera, pero en exceso. El Vasco se sorprendió con esos hombres que se obsesionan con el ajedrez al extremo de saberse de memoria partidas históricas y estadísticas de grandes campeones, y que podían pasarse horas y horas frente al tablero sin moverse apenas. Le costaba comprender esa afición por un juego que, a su juicio, consumía la vida de los participantes sin que se diesen cuenta, le daba la sensación de que esos hombres, voluntariamente, se exiliaban del mundo, encarcelados a los extremos de una mesa pequeña e incómoda. Comenzaban a llegar a eso de las seis o siete de la tarde, cuando salían de trabajar. Entraban al café y se sentaban en las mesas que, a esa hora, el Entrerriano o el Vasco ya habían preparado para ellos, con los tableros y las fichas dispuestas para que no perdiesen tiempo y pudiesen empezar a jugar ni bien llegaban. Sentados, antes de mover un peón o un caballo, pedían un café o una cerveza, o una ginebra o un Mariposa o lo que fuera. Hasta las dos y media de la mañana (hora de cierre) el mundo, para esos hombres, se reducía a esas sesenta y cuatro casillas y a discutir, entre partida y partida, quién había sido el mejor de la historia, si la defensa Keres o la Siciliana, si Fischer le hubiese ganado a Karpov, o por qué razón Capablanca perdió con Alhekine; discusiones que eran un modo, también, de limitar el mundo a esas sesenta y cuatro casillas. Entendió entonces el Vasco por qué bebían tanto: las bocas siempre estaban secas y sedientas, por la tensión de la partida y por las discusiones interminables. No tardó en darse cuenta de que había apuestas de por medio. Los hombres no sólo se jugaban el honor en las mesas, se jugaban, además, las consumiciones de toda la noche y, cuando lo había o sobraba, el dinero. “A papá, esta noche le paga su hijo” comentaba algún jugador al pedir la cuenta, con un mensaje que a la vez informaba al cobrador y humillaba al vencido. Pero a pesar del hecho de humillar, la victoria otorgaba ese don, los jugadores tenían sus códigos. Si uno de ellos llevaba toda la noche ganándole a un rival, quitándole el dinero que llevase encima, ese hombre 120
no rechazaba una última partida por todo el monto que el rival había perdido y que el vencido proponía hundido en la doble desesperación de la derrota. Cada jugador accedía siempre a la petición del desquite. Doble o nada, y la posibilidad de perder en una sola partida lo ganado en toda una noche. Con los meses, se hicieron clientes del bar los ajedrecistas famosos del país. Huguito Goldberg, campeón mundial juvenil, Raúl Serafín, campeón nacional, Sergio Giaffone, excampeón mundial juvenil (era evidente que el mundial juvenil era que lo máximo a lo que podía aspirar la patria en el juego ciencia) y otros grandes jugadores. Estos ajedrecistas profesionales asistían al bar a cazar incautos, a hacerse un ingreso extra a costa de esos aficionados al juego que tenían la falsa creencia de que eran buenos en el ajedrez, que no era campeones simplemente porque no se dedicaban a practicar el juego las veinticuatro horas del día. Los profesionales jugaban y se dejaban ganar, aunque no de modo avasallante, sino dándole una apariencia de luchada derrota. Cuando llegaba el desafío por dinero, a la mejor a cinco partidas, sacaban a relucir parte de su talento, pero procurando que sus victorias fuesen ajustadas, para que el vencido se quedase con la impresión de que podría haber ganado, corroído por la tentación de intentarlo de nuevo, para reclamar una revancha y, de ese modo, volver a ser esquilmado. *
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Con la afluencia de dinero, la esposa mitigó sus comentarios agresivos. El Vasco podía comer en silencio al llegar a su casa, aunque perduraba el frío de la comida cuando trabajaba de noche; en los días en que hacía el turno de la mañana y tarde, al salir del bar, se iba solo a una pizzería o a una parrilla. Así, podía comer comida caliente. —Cuidado con el que ya sabés. No te olvides. *
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El bar prosperaba y prosperaban con él sus dueños. Organizaban campeonatos de ajedrez que casi siempre ganaban los jugadores profesionales, que, además, digitaban entre ellos el ganador, según sus necesidades económicas. En esos días de torneo, el Vasco veía asombrado cómo el Entrerriano disfrutaba con el ambiente. Se mezclaba en discusiones y análisis de partidas, hasta jugaba alguna que otra con algún cliente poco dotado para el juego. Durante uno de esos torneos el Entrerriano le dijo al Vasco: —Vasco, tenés que aprender a jugar al ajedrez. —Aprendí cuando era chico, pero me aburre un poco. —Te aburre porque no sabés jugar, sino no te aburrirías. No es sólo mover las piezas y comer unas con otras, no Vasco. Es previsión, es estrategia, es ciencia, es lucha. Es lucha, Vasco; pero también es engaño, como en el barrio. Entonces el Entrerriano agarró un tablero y una caja con piezas y las dispuso como para jugar una partida. —El mate de Legal, Vasco. Mirá. Esto es una muestra, un botón de la grandeza del juego. El arte del engaño, pero también del sacrificio. Mirá, esta partida se jugó en 1750, en un café de París llamado, para más datos, La regence, entre Sire Kermur de Legal, con blancas, y el barón Saint Brie, con negras. Siete movidas, Vasco. Sólo siete movidas. En la primera los dos mueven los peones del rey: e4;e5, en la segunda, Vasco, las blancas meten el caballo del rey presionando al centro con Cf3 y las negras con d3 defienden el peón que está adelante. En la tercera, las blancas y las negras mueven los alfiles: Ac4; Ac3, pero fijate que el alfil negro presiona al caballo blanco en diagonal a la dama. En la cuarta las blancas mueven el otro caballo con Cc3 y las negras comienzan a abrir el juego por el costado con g6. El Vasco miraba asombrado al Entrerriano que, rojo de excitación, a los gritos narraba la partida y desde el lado de las negras movía las piezas. Entonces descubrió que no era venganza, no era venganza ni dinero lo que llevó al Entrerriano a proponerle un bar de ajedrecistas.
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—¡Ahora, Vasco!¡Ahora, mirá! Ahora es cuando las blancas tienden la trampa. Es la jugada quinta y con Cxe el caballo blanco que protegía la dama come al peón negro, dejando la dama desprotegida para que el alfil negro, moviendo Axd1, la coma. Saint Brie, al ver la dama expuesta no piensa, se enceguece, se tira de cabeza para comerla, Vasco. ¡Te das cuenta! ¡Legal sacrifica la dama, la pieza más importante! ¡Ya no hay salvación, Vasco! ¡Las negras están condenadas! En la sexta jugada Legal mueve Axf7, come el peón negro y jaque; las negras responden moviendo el rey, Re7, pero se acabó todo, sólo dilata la agonía. La séptima jugada es Cd5 y jaque mate, un caballito al lado de otro. ¡Te das cuenta, Vasco, qué grandeza! ¡Dios, qué grandeza! ¡Es sacrificio, es sacrificio! ¡Es engaño, es la debilidad suprema que se vuelve fuerza suprema! ¡Es la humanidad, Vasco! —dijo el Entrerriano en el cenit de su crecimiento dramático, mientras una lágrima caía de su ojo derecho y mojaba la corona del vencido rey negro. *
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Durante un año el Vasco y el Entrerriano sobrellevaron la rutina del bar, con placer y pasión el uno, y con resignación sosegada el otro. Para el Vasco era un medio para ganarse la vida, tan tedioso como cualquier otro trabajo, pero con un agravante: la obligación de simular, exigida por la necesidad de construir una empatía con los clientes o un vínculo que garantizase mensualmente un ingreso pequeño, pero que multiplicado por cientos de personas se convertía en su sustento y él de su socio. Y al Vasco no le gustaba el ajedrez ni las relaciones humanas ni la charla ni el alcohol. El Vasco, para sí, afirmaba que tomaba el trabajo en el bar como las putas su oficio: vender el cuerpo ocho horas sin placer propio ni compromiso. Pero a veces se veía obligado a quedarse un rato más, como cuando el Entrerriano se iba de juerga después de cerrar por la noche y no llegaba al día siguiente al horario convenido para reemplazarlo. Pasó muchas veces durante ese año. La tardanza solía ser de cuatro o cinco horas; 123
cuando eso ocurría y el Entrerriano, aún con resaca, por fin arribaba al bar, era recibido como una diva o una estrella de rock que demora su entrada a un escenario: con alborozo y aplausos, aunque esos aplausos provenían de las manos de esos hombres que él llamaba “su” clientela cautiva, no de los hombres y mujeres ocasionales que se tomaban un café o una cerveza, y mucho menos del Vasco, que no soportaba lidiar con la “clientela” del Entrerriano. Ese martes, el Vasco creyó que sería un día de esos en los que el Entrerriano haría su entrada en medio de aplausos cuando vio que, siendo ya las ocho de la noche, su socio no había arribado a reemplazarlo. Habían pasado tres horas, el bar estaba lleno de ajedrecistas que preguntaban por el Entrerriano y el Vasco no tenía más respuesta que un “andará borracho o de putas, o las dos cosas.” El Entrerriano no tenía teléfono, así que, luego de cerrar, el Vasco decidió pasar por la casa de su socio, para ver en qué estado se encontraba y para informarle que al día siguiente debería abrir él, porque después de haber pasado dieciséis horas en el bar no tenía planeado abrir por la mañana. A esa hora de la noche la ciudad estaba vacía de coches y de gente. El taxi, sólo en media hora, lo dejó frente a la casa de su socio. El Vasco tocó el timbre y como no obtuvo respuesta escribió en un papel un mensaje avisándole que le tocaba abrir por la mañana. Antes de irse se le dio por mover el picaporte. La puerta no tenía llave. Abrió e ingresó en la casa del Entrerriano. El pasillo estaba a oscuras y en el fondo se veía la claridad de una luz encendida. Provenía del pequeño comedor. En silencio el Vasco caminó hacia esa luz. Al ingresar en el comedor vio el televisor prendido, que emitía un programa de trasnoche. Pero el Entrerriano no estaba en el comedor. Pensó en dirigirse a la habitación del Entrerriano, pero de camino vio la luz encendida del baño. La puerta estaba entreabierta y el vasco, sin golpear ni llamar, asomó la cabeza al interior. Ahí encontró al Entrerriano, sentado en el inodoro. “Qué cagada”, dijo el Vasco. Y no necesitó ingresar al baño para saber que el Entrerriano estaba duro y frío como una lápida. 124
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Un infarto. Rápido, mudo, aunque quizás doloroso. Nadie podría confirmarlo, nadie podría saber si hubo o no dolor, es lo que tiene morir sólo, pensaba el Vasco: nadie se entera de nada. Ni del dolor ni del miedo posible ante la muerte que se insinúa y finalmente llega. *
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—¿Vas a venir? —¿Al entierro de ese delincuente? Pero qué tengo que hacer yo ahí, por favor. Ni siquiera vos tendrías que ir. *
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No tenía familia el Entrerriano. El Vasco y cuatro cautivos fueron su cortejo fúnebre. Cuando el cajón toco el fondo de la fosa y los empleados de la funeraria solicitaron que quienes quisieran despedirse del difunto arrojasen un puñado de tierra sobre su féretro, el Vasco vio cómo los cautivos abrieron una caja que contenía piezas de ajedrez y repartieron los trebejos entre todos; luego, cada uno, sucesivamente, los fue arrojando sobre el cajón, en lugar del tradicional puñado de tierra. —A tu memoria, Entrerriano —dijo el Vasco cuando llegó su turno, y lanzó un puñado de piezas blancas y negras sobre la tapa del cajón de madera ordinaria que contenía el cuerpo del Entrerriano. Un caballo negro pegó en el crucifijo de bronce y rebotó para trazar una pequeña parábola y quedar incrustado en la tierra. *
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El primer problema al que se enfrentó el Vasco al quedarse solo fue el horario; no podría estar dieciséis horas frente al bar, tampoco quería 125
un empleado y, desde luego, le era imposible contar con su esposa. Tenía que sacrificar una parte del día. Decidió que cerraría de catorce a diecisiete; tres horas que aprovecharía para dormir una siesta detrás de la barra. Pero el mayor problema que debía enfrentar era él mismo, su carácter. Al Vasco no le gustaba la gente, le resultaba una labor insoportable mostrar simpatía por alguien que le cayese mal, no sabía o no quería ocultar su desagrado cuando alguien no le gustaba. No sabía fingir. Le estaba vedada la hipocresía, y esa sinceridad, que en la vida cotidiana de una persona normal puede ser una virtud, cuando se pretende usufructuar un negocio de trato al público, deja de ser una virtud y se transforma en una falencia, y en una desgracia. No tenía mayor inconveniente con los clientes habituales que venían por un café, una copa o una cerveza, tampoco lo tenía con aquellos que se les ocurría jugar una partida de ajedrez; no tenía problema con la gente que sólo deseaba consumir o jugar su partida sin exigir nada más; el problema verdadero lo tenía con los cautivos, esa clientela leal y tediosa que había heredado del Entrerriano. Porque ellos no se conformaban con beber sin parar, ellos querían, necesitaban, exigían, además, atención; no un trato servil, ni excesivamente celoso de sus deseos etílicos; no, ellos buscaban una complicidad, una comprensión que el Vasco no sabía darles. Ellos necesitaban que quién les sirviese un whisky o un café compartiese su pasión por el ajedrez, necesitaban un confidente, un analista, alguien a quien preguntarle si sacrificar una dama o no, alguien con quien discutir —aunque de antemano conociesen las posturas que cada uno iba a sostener porque ya las habían discutido hasta el hartazgo una y mil veces— si Fischer era mejor que Kasparov o si Karpov hubiese ganado ese primer match contra Kasparov, de no haberlo suspendido Campomanes; ellos, los cautivos, necesitaban un igual, un hermano, pero entendiendo la palabra no en el sentido en que se utiliza para designar al que comparte la misma sangre, sino como emplean el término los miembros de una secta. Es decir, una unión entre iguales que trasciende a la sangre. La bebida, el café, el espacio donde jugar, toda la
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suma de cosas que podía ofrecerle un bar era lo de menos si no existía ese vínculo con quien las proveía. Y el Vasco, además de no gustarle el ajedrez, los despreciaba. No podía entender el Vasco, que nunca había pisado un bar, cómo podían pasarse noche tras noche sentados en una silla frente al tablero de ajedrez. El Vasco los miraba y estudiaba sus tics y manías, pero no con la intención de descubrir un camino para una empatía posible, sino con la intención de refutarlos, de encontrar razones que justificasen la desaparición de esa clase de gente. Perdía de vista, o directamente no le importaba, el hecho de que vivía del vicio y la obsesión de esos hombres. Una noche, casi a la hora de cierre y a punto de quedarse dormido apoyado en la barra, uno de los cautivos le pidió un café doble. El Vasco juntó fuerzas y voluntad para despabilarse y caminó hacia la máquina de café. Cuando llegó a la mesa, antes de ponerle la taza al costado del tablero, les advirtió: —Miren que en quince minutos cierro. —Pero Vasco, dejanos un ratito más. ¿Qué tenés que hacer que estás tan apurado por irte? —Es la hora de cierre, nada más. Y abro yo. —Yo también me levanto temprano. —No me importa. Pero, decime una cosa, ¿vos no tenés casa, no tenés familia, esposa, hijos, no sé? ¿No tenés a nadie que te espere? —Sí, Vasco, tengo casa, familia, esposa, hijos, perro, gato, hasta un canario tengo. —¿Y entonces por qué no vas a tu casa a esta hora? — ¿Pa’ qué? El Vasco se volvió a la barra meneando la cabeza, vencido, cansado y sin respuesta. *
*
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Al Vasco, con el paso de los meses, lo fue ganando la desidia. Dejó de preocuparse por el bar. Estaba cansado. Empezó incumpliendo el horario que el mismo se había impuesto. Un día abría a las nueve, otro a las diez, de vuelta a las nueve; a veces, directamente abría al medio día. Luego, dejó de preocuparse por reponer la mercadería. —No me queda ginebra. Mejor tomate un whisky. Algunos
clientes
dejaron
de
frecuentar
el
bar.
Ante
la
incertidumbre de quedarse sin desayuno por la informalidad del horario dejaban de lado su lealtad al bar “Capablanca” y buscaban otros bares. El monto de los cierres de caja cotidianos se volvió cada día más reducido. Y, por lo tanto, los ingresos del Vasco también disminuyeron. *
*
*
¿Y por qué no vamos de vacaciones? ¿Qué, no hay plata? ¿Estás fundiendo el bar? Porque vos sos tan idiota que teniendo la suerte de que se te muera el ladrón de tu socio en vez de traer más plata a casa traés cada vez menos. ¿Qué pasa? ¿Ya no va nadie? Y claro, con la cara de culo que tenés echás a toda la gente ¿No te das cuenta, imbécil? *
*
*
Al quedarse sin clientela por las mañanas, el Vasco comenzó a abrir al medio día. No variaba la recaudación diaria, pero al menos podía dormir. Una noche, a la hora de cierre, seis cautivos perseveraban con el ajedrez dentro del bar. —¡Bueno!¡Es hora de cerrar! ¡Diez minutitos más para el jaque mate y a casita! —Vasco, por qué no nos dejás acá dentro y mañana cuando abrís nos vamos. —Vos estás loco.
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—Venimos todos los días, Vasco; no nos vamos robar nada. Aparte, cerrás con llave. ¿Adónde nos vamos a ir? Te pagamos el doble. Dale. Al Vasco no le gustaba la idea. Era desconfiado. Hasta el medio día no volvería para abrir. Pensó que serían nueve horas con los tipos solos en su bar. ¿Y si alguno muere? ¿Y si se pelean y se matan entre ellos? Pero ese día no había hecho buena caja. Lo pensó un poco más y dijo que sí. Contó las botellas, apagó todas las luces salvo las de las tres mesas y una de la barra. —Cuidado con romper algo, porque lo pagan. —Tranquilo. —Hasta mañana. El Vasco salió, cerró con llave y caminó hacia su casa. En una noche normal hubiese tomado un taxi. Pero esa noche no tenía apuro por llegar. Pensaba en los cautivos que quedaban en el Capablanca. Se le había disipado la desconfianza, no tenía temor por lo que pudiesen llegar a hacer dentro del local, pero se preguntaba qué les impedía a esos hombres alejarse de esas mesas, de esos tableros de ajedrez y retomar el hilo de sus vidas. Llegó a su casa. Entró y caminó hasta la cocina. Desde allí, mientras buscaba qué comer, vio una claridad que llegaba desde su habitación. Sobre la mesa una olla contenía las sobras escasas del medio día o la cena. Levantó la tapa, miró y volvió a taparla. Entonces fue hacia su pieza. Abrió la puerta y sobre la mesa de luz de su mujer vio la fuente de esa claridad: el velador encendido. Sobre la cama, desnuda y destapada, su mujer dormía. El Vasco miró las estrías sobre el abdomen de su mujer, sobre sus muslos. Miró su cara, las arrugas que nacían de sus ojos y el rictus de sus labios, que aún dormida apretaba una mueca de inexplicable rencor y de enojo. Entonces miró hacia el costado y en el espejo que cubría esa pared se vio a sí mismo, vio su panza enorme pese a que no tomaba alcohol y vio las arrugas de la cara de su mujer replicadas en su propia cara… Cerró los ojos. El Vasco salió de la habitación. Llegó hasta la puerta de entrada y salió a la calle. 129
*
*
*
Al medio día, mientras se acercaba al “Capablanca”, el Vasco empezó a sentir un poco de temor. Al fin y al cabo, podía haber pasado algo. Tenía sueño —no había vuelto a su casa luego de haberse ido— y, como consecuencia de ese sueño, una combinación de fastidio y malhumor se apoderaban de su carácter con el paso de las horas. Al abrir la puerta tuvo la impresión de que no había transcurrido el tiempo desde que había cerrado por la noche. Los jugadores permanecían en la misma posición, aunque sin duda habrían intercambiado rivales a lo largo de la noche. Enseguida sintió el olor a orina. Miró por el piso del local para encontrar el origen de ese olor hasta que vio que uno de los jugadores tenía el pantalón mojado a lo largo de toda su pierna derecha. Sorprendido y abrazado por un enojo rápido y creciente comprendió que el hombre prefirió orinarse en los pantalones a levantarse y abandonar la partida por un par de minutos para ir al baño. —El bar tiene un lugar donde ir a mear, y no es el piso del salón. Vamos. Se van ya, que tengo que limpiar antes de abrir. Mientras limpiaba el piso, el Vasco sintió que había llegado a su límite. Ya no podía seguir soportando a esa gente. Abrió el bar apenas terminó de limpiar, pero si bien se había deshecho de los cautivos, no pudo sacarse de encima el malhumor. Fue hosco y maleducado con los clientes. Y lo sería cotidianamente desde ese día en adelante. Por la noche, luego de cerrar fue a su casa a cambiarse, no a dormir. Como siempre su esposa dormía. Se desvistió en el comedor y fue a bañarse. Cuando salió del baño para ir a buscar ropa limpia se encontró con su esposa. —¿Qué, te vas otra vez? ¿Por qué no venís nunca a dormir? Quiero plata, entendés. Qué pasa, se está fundiendo el bar o te lo está fundiendo la joda, la reputísima madre que te parió. ¿Qué va a pasar? ¿Qué va a pasar la reconcha de tu madre, me querés decir? 130
El Vasco se vistió en silencio mientras los insultos de su esposa retumbaban en el vecindario. —¡Quiero saber que va a ser de mi vida, me oís! *
*
*
Qué iba a ser de la vida, de la suya, de la de su mujer, de la vida de los cautivos. De la vida en general. Qué iba a ser. Se lo preguntó el Vasco durante los días siguientes. Se planteó vender el bar. Era una solución, un modo de alejarse del trato con una gente que detestaba. Un modo de evitar el desastre, de perder todo. Tendría que haber comprado un taxi, pensó. O poner una ferretería. Eso es lo que tendría que haber hecho cuando cobró la indemnización. Un taxi. Eso era lo mejor. Se está siempre solo en el interior del coche y no hace falta hablar con el pasajero. Necesitaba escapar a costa de cualquier sacrificio. Quería irse de su casa. Quería alquilar un lugar para vivir, dejar a su esposa. Quería irse lejos. Pero más allá del examen de necesidades y problemas no llevó a cabo acciones para mitigarlos. Con la resignación de un condenado a muerte ante el patíbulo continuó yendo al bar, abriendo cuando podía, cuando lograba acumular la suficiente fuerza de voluntad para enfrentarse y sobrellevar la rutina de hastío. Y todo ese conjunto de angustias golpeaban dentro de su cabeza mientras, parado detrás de la barra, servía un café o una copa. Estaban en su cabeza ese miércoles a las dos de la mañana mientras tomaba la decisión de cerrar media hora antes, porque durante todo el día no había entrado gente —como al principio, como en la lejana noche de la inauguración—, cuando inesperadamente cuatro de los cautivos entraron en el bar para matar el tiempo, para postergar el momento de volver a sus casas. Un par de partiditas y nada más, le dijeron al Vasco que los insultó y maldijo, sin disimular, porque quería irse del bar, de la ciudad, y si fuera posible, del mundo, pero debía quedarse y soportarlos. Enseguida llevó a las mesas los cafés y las cervezas que pidieron. Los tableros de ajedrez ya los habían llevado los clientes. Volvió a la barra y mientras los miraba jugar pensó si habría un 131
modo de evitar ver estas caras en lo que le quedaba de vida. Si no conseguía venderlo, fundir el bar era un modo de eludirlos. ¿Pero después qué?, ¿de qué iba vivir? A su edad, ¿de qué iba a trabajar? Llegó la hora de cierre y el Vasco no les dijo nada; ya no iría a su casa, ¿para qué? Se quedó en el local y los dejó jugar, los miró jugar mientras los odiaba, porque el odio era una forma de desquite que se reservaba para seguir soportando. Cerró las puertas con los cautivos adentro sin que se diesen cuenta. Por un momento se dejó tentar por la idea de quemar el bar con todos adentro, él y los cautivos. Abriría el gas y dejaría algún fuego encendido para que todo explotase. A las tres y media de la madrugada los cautivos pidieron otra vuelta. El Vasco, con los dientes apretados, llevó la nueva ronda de café y cervezas, y mientras servía, uno de los cautivos se levantó de la mesa y le comunicó, sonriendo, que iba al baño, para que no se enojase. El Vasco se llevó las tazas vacías y luego volvió para buscar la botellas. Recogió las botellas y volvió a la barra. Apretó muy fuerte una botella de cerveza y se apoyó sobre el estaño de la barra, como si fuese un cliente más, mirando las dos mesas, los tres hombres, dos que jugaban y uno que esperaba a su rival y que con blancas movía e4 y que luego de un par de minutos, ante la demora de su adversario, le dijo al Vasco, acercate, vení, y el Vasco, cuando llegó a su lado, aún con esa botella que su mano apretaba, le contestó: qué mierda querés, a lo que el cautivo riendo le dijo, dale, mové, jugá, y el Vasco entonces se dijo que era el final, todo se había acabado, que era el final, y apretando muy fuerte los dientes y los dedos de su mano derecha, con los que aferraba la botella, parado al lado de la mesa, tomó el peón negro con la izquierda y movió e5.
Barcelona, abril de 2010
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ENSAYOS ARTÍCULOS
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Un detective que escribe: Rodolfo Walsh Por
FERNANDO BELTRÁN Resumen. Se ha difundido con éxito que Rodolfo Walsh fue una de las figuras perfectas del “escritor comprometido” en Argentina. A partir de una investigación de archivo, este ensayo reconstruye una imagen de Walsh en función del mundo sociopolítico que le tocó vivir. Otro atributo a Walsh es la creación de un género que combinó periodismo de investigación y literatura. Este ensayo inspecciona las características de su innovación. Si una de las conclusiones de Walsh fue la inseparable unión del oficio de escritor con la política, este ensayo matiza todas las consecuencias posibles. Palabras clave: Rodolfo Walsh, peronismo, sociología de los intelectuales, ensayo.
135
I. La Argentina de Walsh A un año de la caída de Juan Domingo Perón a causa de un golpe militar auto llamado “Revolución Libertadora” el 16 de septiembre de 1955, el peronismo había iniciado su período de “resistencia”. Entre otros aspectos, Perón marchó al exilio en España, lo que le valió severas críticas de propios y extraños. Los dirigentes obreros peronistas huían o estaban encarcelados. Y el decreto 4161 de 1956, ratificado en 1963, penaba con cárcel a todo aquel que elogiara en público a Perón y a Evita Perón. “Revolución Libertadora” que en el tiempo inmediato Ernesto Sabato la nombró “valiente” acción de los militares al aplastar la tiranía (Sabato, 1956: 61). Además de un lúcido ensayo sobre el ascenso y el descenso del peronismo, Sabato anunciaba también las bases de reconciliación nacional y alertaba los riesgos de esa coyuntura: la no celebración inmediata de elecciones presidenciales. No ocurrieron sino hasta 1973, cuando la proscripción del peronismo se levantó en función del ejercicio efectivo del voto. Sabato, además, no tardará en escribirle una carta abierta al entonces presidente de facto Pedro Eugenio Aramburu [19551958], donde denunció la censura que su gobierno había ejercido sobre la prensa en general y contra Mundo Argentino en particular, revista que dirigía. Con base en un periodismo de investigación, en efecto, Sabato dio salida a denuncias hechas por uno de sus colaboradores sobre el uso político de la tortura en el recién inaugurado nuevo gobierno (Sabato, 1992). Las denuncias le costarían a Sabato el puesto. Una supuesta revolución, el derrocamiento de Perón, que será conocido un año más tarde como revolución fusiladora a propósito de las matanzas en el basurero de José León Suárez, en el Gran Buenos Aires, la noche del 9 de julio de 1956. Fueron estos fusilamientos ilegales y clandestinos, desencadenados por el levantamiento armado a cargo de los militares Juan José Valle y Raúl Tanco, que buscaban la reinserción de Perón en el poder, el hecho que dinamitó el impulso de Walsh como escritor que investiga. 136
Hombre muy gordo, poderoso pensador y su ideólogo más importante, John William Cooke se refería al peronismo como el “hecho maldito del país burgués”. Sabato hizo en mi concepto un poderoso retrato de Perón: adiestrado en Italia, de tendencia natural al fascismo, de infalible olfato para la demagogia, Perón explotó como nadie las peores pasiones de la multitud. Resentido social, Perón lucró con el resentimiento de las masas. Un político sin escrúpulos, Perón, que buscó su ascenso y promoción a cualquier precio (Sabato, 1956: 20, 24). El apunte que Walsh hizo de Perón en la carta a su amigo Donald Yates, fechada en 1957, coincide plenamente: […] [Perón] es el espíritu itálico: fanfarronea, grita, amenaza, da a veces la impresión de un feroz dictador, pero no le gusta la sangre. No le gusta derramar la ajena, porque teme por la propia. No le gusta jugarse el pellejo. Como militar, es un gigantesco "bluff". Si ha seguido la carrera militar, es porque en estas latitudes el uniforme, desgraciadamente, sigue siendo un símbolo de poder. Y él ama el poder sobre todas las cosas. Perón es un político. Mejor: un demagogo. Habilísimo. No ha habido en toda la historia sudamericana, que tiene grandes caudillos, quien como él supiera hipnotizar a las multitudes. Conquista el poder porque interpreta las tres o cuatro aspiraciones básicas de las masas —mejor nivel de vida, un estatus social más respetable, cierta intervención en la cosa pública—, porque interpreta también los resentimientos de las masas —xenofobia, odio a los ricos—, y sobre todo porque astutamente les habla de igual a igual... Inmensos sectores hasta entonces despreciados acuden hacia él porque en este país todavía las buenas palabras suelen pesar más que las buenas obras. Y él tiene una reserva inagotable de buenas palabras: no le cuestan nada […] (Walsh, 2007: 33-34). Aunque con marcados rasgos autoritarios y represivos, bajo el liderazgo del primer Perón y Eva [1946-1952], sin ningún esprit de finesse, lo que se desencadenó en Argentina, para algunos, que no son 137
pocos, fue una verdadera revolución social (Feinmann, 2011c: 53-64, 129-139; Sabato, 1956). Por ejemplo, la apropiación de la riqueza por parte de los trabajadores aumentó en un 33 por ciento del PIB y la legislación obrera sancionó favorablemente derechos. Si hubo una clara orientación industrial en el peronismo, fue también, simultáneamente, una ofensiva contra el campo, monopolizado por la oligarquía agraria. Como nunca antes se había hecho, fue el peronismo quien confrontó, o coaccionó, de manera tajante y frontal, los intereses económicos de la oligarquía. El voto femenino era una realidad y se amplió la matrícula tanto
escolar
como
universitaria.
Además,
la
marcha
de
la
nacionalización de servicios, los ferrocarriles en particular, irradiaba salud. Música para los oídos del ensayista político Raúl Scalabrini Ortiz quien había escrito, como pocos, la necesidad de la expropiación. No corrieron con la misma suerte, en cambio, la libertad de expresión y los derechos
de
prensa,
que
fueron
amordazados.
Atentados
que
favorecieron la crítica intelectual al régimen y su descreimiento. Negoció Perón al principio de su primer mandato con miembros de la oligarquía agrícola, la iglesia católica y con militares menos duros; pero devino pronto Perón un enemigo furibundo de estos tres sectores sociales. Por la misma razón, Perón se convirtió de golpe en el líder de las masas, mayorías provenientes del proletariado naciente, alimentado por las olas de migrantes del interior del país. Un interior que fue abrevado por las olas de migrantes europeos con la vuelta del siglo. José Pablo Feinmann como Sabato, en diferentes momentos en el tiempo, coinciden en señalar que esta población proveniente del interior, antes de Perón, había sido olvidada y despreciada. La llamada “Década Infame”, los anteriores años treinta, fueron duros en serio para esta población sin trabajo, marginal y sin dignidad. El lumpenproletariat de Marx. Con Perón, por el contrario, se la incorporó en la redistribución de la riqueza nacional y, más aún, se le habló como personas. Antes de Perón, nadie nunca lo había hecho. No les provocó a la oligarquía agrícola y sus herederos, muchachos de bien, junto a los militares duros ninguna simpatía la constatación de cómo esas llamadas “cabecitas negras” o 138
“grasitas” se desperdigaban por todo Buenos Aires y alrededores. Estos sectores acomodados y privilegiados, antiperonistas, esperaron el momento y se movilizaron en septiembre de 1955. Los marxistas lúcidos como Melcíades Peña, por su parte, criticaban al peronismo por no llevar más lejos, radicalizar si se quiere, las transformaciones sociales y sindicales. Con claridad, Melcíades Peña subrayaba la necesidad de la construcción de un proletariado “crítico e independiente” del líder y exigía el despliegue de una industria pesada para robustecer la industrialización a la que se había visto obligada instaurar el país. Malas o buenas, en época de guerra en Europa, no se podían importar bienes y fue necesario producirlos. Por supuesto, la crítica marxista del tipo de Melcíades Peña era ortodoxa, más propia de una lectura muy apegada de la eurocentrista teoría marxista. En el amplio espectro de la izquierda de la época, empero, desde Melcíades Peña a la cabeza del Partido Comunista Argentino hasta los intelectuales
aglutinados
en
la
revista
Contorno
[1953-1959],
encabezados por los hermanos Viñas Piquer, se formularon críticas importantes tras la caída del peronismo obrerista1. Pueden enlistar aquí por lo menos seis críticas. (1). La clase obrero peronista no tenía experiencia política. El peronista, recapitula Feinmann, aprovechándose de ese estado virginal, le había dado una; la suya, la peronista. Se trataba, en realidad, de darle otra, la socialista. (2). La clase obrera no había aprendido a luchar por sus conquistas sino a recibirlas del Estado. No tenía un partido propio ni una organización sindical propia. Era heterónoma. ¿Cómo entregarle o cómo luchar por conseguir que la clase obrera tuviera una identidad y una organización autónomas? (3). La clase obrera era conducida por dos líderes carismáticos y no tenía a sus propios representantes, por causa también de la burocracia peronista. Debería establecerse una democracia sindical. (4). La clase obrera —a causa de recibir todos sus beneficios de manos del estado peronista—
1
Un apunte más largo de este grupo y de esta revista puede verse en [Blanco y Jackson, 2015: 175-236; Zeigler, 2008]. La larga de lista de críticas del amplio espectro de la izquierda al peronismo obrerista puede verse en [Feinmann, 2011c: 230-232]. 139
había perdido toda su combatividad. Era pasiva. Había que devolverle esa combatividad. Los obreros debían empezar a pelear por sus propios objetivos, desligándose de la burguesía a la cual el peronismo la había atado. (5). Había que llevar a la clase obrera a la certidumbre de que sus metas no podían alcanzarse bajo la hegemonía ni del estado capitalista ni del capitalismo. Que su verdadera liberación dependía de su lucha contra el sistema que la explotaba. Que el peronismo había obliterado esa explotación de clase por medio de su capacidad conciliadora. El estado peronista, al ser un estado distributivo, condujo engañosamente al proletariado argentino a la certidumbre de que sus metas podían conseguirse bajo el sistema capitalista. Ése había sido el mayor perjuicio que había causado a la clase que decía representar. No la representaba. Representaba, el estado peronista, al capitalismo. (6). Era una tarea de educación. Pero esa tarea no era similar a la que la oligarquía con sus libros impulsaba. Esto implicaba —con gran valentía, lucidez y capacidad de hacerse entender— llegar a la demostración extrema, la que más le habría costado aceptar a un obrero peronista: que su líder había huido porque no quería —con un enfrentamiento duro y frontal— deteriorar al sistema que representaba. Era lo más difícil y doloroso para un obrero peronista: aceptar que Perón, al ser, en última instancia, un representante del capitalismo, de la burguesía, no quiso dar la lucha final porque sabía que el que corría con el riesgo de ser vencido, al armar a los obreros, no era él o solamente él, sino el sistema en el que creía y dentro del cual se había acostumbrado a conducir a los capitalistas y a satisfacer a los obreros: el capitalismo distributivo. Las posibilidades de la autonomía del proletariado frente al líder, así como la industria pesada, sin embargo, no sólo eran exigencias débiles sino contrasentidos de coyuntura. Las masas peronistas no cuestionaron el liderazgo de Perón —lo harán algunos sectores radicalizados pero hasta los años de 1972-1973— y nunca hubo alguien que rivalizara el puesto con él. ¿Quién sino él? Fue frecuente leer la tesis que sostuvo que la debilidad del obrerismo peronista residió en que sus derechos y ventajas fueron otorgados mas no conquistados. ¿De dónde saldría el proletariado 140
combativo capaz de frenar el golpe del 55? La industria pesada, por otra parte, operaba con pocos trabajadores. Con la industria liviana, por el contrario, el proletariado argentino estaba más cerca de la felicidad de la que nunca antes se había atrevido a imaginar. Fueron para las amplias mayorías, familias de obreros, bien cierto, los años felices que les ofreció el peronismo. El régimen peronista gozaba de su buena base social pero lejos de su consolidación, pues no todo el pueblo argentino estaba representado en él. ¿Quién es el pueblo? Es una vieja discusión política dentro de la modernidad. Como cosa natural, no estaban involucrados en el pueblo que vitoreaba a Perón la clase media ni la oligarquía ni la iglesia católica, tampoco la intelectualidad. Las masas peronistas, por su parte, distaban de ser homogéneas. En un estudio sobre el peronismo, inspirado por una historiografía del tipo Eric Hobsbawn, Daniel James lo escribe así: “gran parte de los esfuerzos del estado peronista desde 1946 hasta su deposición
en
1955
pueden
ser
vistos
como
un
intento
por
institucionalizar y controlar el desafío herético que había desencadenado [el proletariado] en el período inicial y por absorber esa actitud desafiante en el seno de una nueva ortodoxia patrocinada por el estado” (James, 2005: 51). Eva Perón murió en 1952. La desaparición del cadáver y, sobre todo, el desproporcionado período de tiempo del secuestro [1952-1968/1971], fueron un símbolo de un odio supremo que expresó y carcomió al entero espectro peronista. Será el detective que escribe, también periodista político de coyuntura, Rodolfo Walsh, quien ejecutará un cuento sobre esta ausencia. “Esa mujer”, el título del relato, es quizá el mejor cuento contemporáneo fabricado en Argentina (Walsh, 2014: 289-297). El segundo Perón [1952-1955], empero, no hizo disminuir la dirección de dicha institucionalización. Acaso, la acrecentó. No debe olvidarse una frase típica de Perón hacia las masas: “De casa al trabajo y del trabajo a casa”. En efecto, entre ir más allá de los propios límites y los auto impuestos o deseados por el líder, además de su extravío tras la muerte de Eva, será la encrucijada política en la que acaecerá el golpe del 141
antiperonismo, que antes disperso, logró cohesionar la iglesia católica en 1955 (Feinmann, 2011c: 75-84). Feinmann sostiene que el principal móvil de la llamada “Revolución Libertadora” consistió en asestar la primera envestida violenta en aras de “desperonizar” el país [2011a; 2011b]. Cuando cayó Perón, el pueblo raso se abandonó al desconsuelo y al llanto, “ya que si en el peronismo había mucho motivo de menosprecio y burla, había mucho también de histórico y de justiciero” (Sabato, 1956: 40). Fue una generalización de Sabato cuando en la Provincia de Salta, región noroeste y oligárquica, miró al fondo de la cocina y constató los lagrimones de dos sirvientas. Una generalización que mucho tiempo después Feinmann le reprochará a Sabato. Que en lugar de una cruda, radical y cristalina lucha de clases que tuvo lugar en septiembre de 1955, Sabato, en cambio, vio el carácter dual, trágico, de un pueblo (Feinmann, 2011c: 275). Derrocamiento del líder que alegró a intelectuales críticos de su gobierno, pues en los años del peronismo hubo torturas a estudiantes y el sitio por hambre a la mayor
parte
de
los
funcionarios
y
profesores
opositores.
El
desproporcionado uso público de las imágenes de Eva y Perón y el insulto cotidiano. Los robos y los crímenes. Los exilios y las exacciones. Así como sucedió en 1955, la caída del líder ocurrió con un golpe, pero el intento de exorcizar el peronismo no podía llevarse a cabo sino mediante una cruzada delirante que desencadenará el terror. II. Un detective que escribe Se ha difundido con gran éxito que Walsh fue una de las figuras más perfectas del “escritor comprometido” en Argentina. Fue Jean-Paul Sartre el fundador de dicha expresión. Quiere decir que “la función del escritor consiste en obrar de modo que nadie pueda ignorar el mundo y que nadie pueda ante el mundo decirse inocente” (Sartre, 1964: 54; 1998). La historia no comenzó de ese modo. En diciembre de 1956, en un café en La Plata, Walsh se encuentra 142
jugando ajedrez. Había sido sobre todo un escritor del género fantástico y de cuentos policiales de enigma. Su ascendencia irlandesa y su paso por orfanatos marcarán sus relatos más célebres. Nació en el sur del país y rondaba la treintena en 1956. Traductor del inglés y del francés, oficio con el que se ganaba la vida, conocía como pocos el género policial, británico y norteamericano. Sin duda, sus preocupaciones hasta esa noche, con verosimilitud, las concentraban la literatura con fines de diversión y dinero. La política argentina no ocupa ningún lugar en su cabeza. Así, el razonamiento puede llegar a un extremo. En 1956 Walsh no es un “escritor comprometido” sino uno “burgués y festivo”. En sus propias palabras escritas en su diario: “uno que bebe, fuma, tiene malos hábitos, le
falta
la
disciplina,
es
perezoso,
desordenado,
escritor
de
postergaciones, falta de confianza” (Walsh, 2007: 118-119). No hay ningún indicio de un proyecto de serlo. Walsh no es ni peronista ni antiperonista pero al igual que otros se entusiasmará con la “Revolución Libertadora”. Ya había sido publicada la antología Diez cuentos policiales argentinos y, en 1953, su inaugural Variaciones en rojo. Libro que reunió tres cuentos largos policiales de enigma que escribió durante un mes. Le mereció el Premio Municipal que le otorgó la Ciudad Autónoma de Buenos Aires ese mismo año. Otra colección de cuentos argentinos, La antología del cuento extraño de 1956, le competía a la que Borges, Adolfo Bioy Casares y Victoria Ocampo difundieron por su cuenta en 1940: Antología de la literatura fantástica. Esta alusión a Borges no es gratuita. Walsh es un heredero aunque heterodoxo. Ambos atrapados por los enigmas, ambos escritores del género policial, ambos interesados por la brevedad del relato. Ergo, ambos no fueron novelistas (Pesce, 2000: 5257). Sin embargo, esta última semejanza vale agregarle una precisión. Bien sabido es que Borges rechazó la escritura de la novela porque pensaba que era muy artificial. Walsh, por el contrario, quien sostuvo que la novela era su verdadera inclinación (Brun, 1994: 147), intentó escribirla pero no había podido con ella (Walsh, 2007: 123-124). Su asesinato, desde luego, le arrebató la revancha. 143
Pensativo, en diciembre de 1956, Walsh miraba el tablero de ajedrez. Antes de escuchar el testimonio o rumor, hubiera dicho que Perón o Aramburu estaban lejos de sus intereses. Seis meses después de los acontecimientos del 9 de junio, escuchará aquella noche: “un fusilado que vive”. Sostiene Feinmann (2011a) que Walsh intuyó que este rumor contenía algo oscuro que debía investigarse con cuidado. ¿Quién es ese fusilado? ¿Dónde se encuentra? ¿Cómo encontrarlo? Este rumor y estas preguntas obtendrán respuesta en lo que se conocerá como Operación masacre. Investigación cuyas primeras nueve notas periodísticas se dieron a conocer en la revista de orientación nacionalista Mayoría, del 27 de mayo al 29 de julio de 1957, aunque habían salido algunas notas en otras revistas. Como libro saldrá publicado el 12 de diciembre de ese mismo año. Tal como fue construida y escrita, Walsh inaugura en español un género cuya autoría muy a menudo se le otorga con error a Truman Capote con su novela-investigación A sangre fría, publicada por primera vez en 1966. Ambos textos borran con técnica las fronteras entre la investigación periodística y la ficción policial, no es ni una ni otra, y aparecen frente al lector como si se tratara de una novela de detectives. Marcado de huellas, Operación masacre no sólo es un texto detectivesco, en el que es difícil separar el narrador del detective-periodista, sino que este libro, como apunta Alberto Adellach (1994: 307-312), es el prólogo de la Argentina contemporánea. ¿Qué clase de género inventó Walsh? Walsh no se explicaría ni por su cultivo del cuento clásico policial ni por los grados de su paulatino compromiso político con el bando peronista. Walsh, más bien, es un exponente del género híbrido — investigación y literatura— como soldado que no va en un pelotón sino que dispara desde algún ángulo de francotirador. Son necesarias, sin embargo, la disposición y la técnica de escritura. Proviene de años dedicados a la ficción o al periodismo. “Sudor y nalgas” lo teorizó con elegancia Hemingway. Existe en el fondo, o corre en paralelo si se quiere, un fin de carácter que no se contiene en las formas escriturales o en las estrategias de investigación, sino que expresa con particular fuerza uno político en respuesta a agravios sentidos y consumados. El olvido o la 144
tergiversación, la censura o el revisionismo, la indignación y la descarada mentira sobre hechos o personajes que se juzgan fundamentales. De tal suerte que se desencadena el interés por la manufactura de un testimonio, en el amplio sentido del término, que no se resuelve sólo en la revelación de una verdad, o en el contraste empírico, sino que busca actuar. En aras de explotar sus alcances o difusión, la pesquisa se escribe mediante el “estilo literario”, anzuelo perfecto al lector, aunque la fórmula no está ausente de equívocos. Una fórmula como la anterior quiere decir al menos que no contribuye al círculo cerrado de escritores para escritores o de lectores especialistas. Son los literarios y los recursos de investigación los medios del juego. En cambio, la polémica y el derecho a réplica, el combate y la denuncia o la exigencia de un tipo de justicia, son los fines que se persiguen. Marx lo había escrito muy bien: “Hay que hacer la opresión real aún más opresiva, agregándole la conciencia de la opresión;
hay
que
hacer
la
ignominia
aún
más
ignominiosa,
publicándola” (Feinmann, 1999: 14). Un periodista no está obligado a cuidar o pulir o interesarse por su “estilo literario”. En su célebre ensayo “La larga duración”, Fernand Braudel ya había alertado sobre el carácter explosivo y caprichoso de los acontecimientos (2002: 64-65). Particularidad que obliga a ponderar la rapidez de la nota frente al estilo. Un escritor, por su parte, puede licenciarse frente a la investigación de cualquier índole para crear o sustentar sus historias. Se trata aquí, en cambio, de un género impuro en el que se combina la literatura y la investigación, aunque ambos géneros son celosos de sus propias afecciones. Nada de inventar diálogos o situaciones si se trata de una investigación. Si se trata de literatura, por el contrario, nada de escribir en clave formalista o críptica, tan caro a los espacios de la ultra-especialización. Las investigaciones que aquí interesan parten a menudo de intuiciones o de filias hacia personajes. Parten también de datos inconexos o responden a graves lagunas sobre lo que ha sucedido. A propósito de Operación masacre, Walsh lo definió en estos términos: “Hay 145
un sentimiento básico de indignación, de solidaridad ante tamaña injusticia. Pero supongo que todo no fue tan noble y tan claro” (Ferro, 2000: 144). No parten de un plan metódico, alucinado de advertencias o alecciones positivistas. Ahora bien, si este género impuro no está al alcance de todos los que escriben periodismo o investigación, salvadas las apologías y los rechazos, es porque la técnica de escritura no resuelve todos los obstáculos. Por otra parte, la escasez de condiciones o la carencia de habilidades para el desempolvo de archivos o como hurgador de testimonios pueden ser irresolubles. Piense en lo que representa el peso de la geografía o la visibilidad: juzgados primordiales, no se tiene acceso tanto a archivos como a testimonios. No es una manía del ingenuo positivismo sino el válido ejercicio entre lo que sostienen las versiones y lo que está escrito en los documentos. Entre lo que ha difundido el discurso oficialista y las versiones de las víctimas y de los “sin voz”. Esto no es un asunto menor porque toda clase de fuentes, directas o indirectas, merecen toda clase de críticas y matices o pueden servir para diversos propósitos. Lejos de la obviedad, la crítica de fuentes es un asunto fundamental y es uno más a resolver. Transcurrido más de medio siglo desde la aparición de Operación masacre, ha corrido tinta suficiente sobre algunas circunstancias importantes que rodean tanto a la obra como al autor y no deben perderse de vista (Lafforgue, 2000; Jozami, 2006; Baschetti, 1994; Amar Sánchez, 2008). La frecuente relación entre Capote y Walsh esconde una diferencia decisiva. Al primero le apoyaron la policía, los tribunales y los jueces para realizar la investigación. Al segundo, a saber, fue todo lo contrario. Por otra parte, sostener que Walsh inauguró un género nuevo debe ser matizado a la brevedad. La investigación de Walsh duró cinco meses de trabajo arduo y fue apoyado por una mujer asistente, Enriqueta Muñiz, a quien Walsh dedica el libro. Dado que Walsh creía que estaba haciendo periodismo porque traía en la cabeza que el “fusilado que vive” semejaba la atractiva noticia del “humano que mordió a un perro” y, en consecuencia, acaso le mereciera el Premio Pulitzer, sus mejores virtudes en el oficio, la rapidez y la exactitud, las puso en juego. Así, en la cabeza 146
de Walsh no hay ningún proyecto, ni claro ni conciso, de crear algo nuevo. No obstante, lo hizo. No se sostiene que Walsh entre los años 1956 y 1957 asume un compromiso a priori mediante el cual afronta la investigación. El transcurso de la investigación le revela que algo muy grave y profundo, siniestro y oscuro, desencadenó el móvil de los fusilamientos. Así, cuando la policía y los tribunales, los jueces y las instancias responsables de castigar a los culpables evidenciados y denunciados en la investigación no resultan sino cómplices y encubridores, abonará en el descreimiento de aquellas instancias, así como en su particular “evolución” de conciencia política. Debe notarse que no se trata de un descreimiento abstracto. Es uno sobre las instancias de justicia propias de los gobiernos provenientes de la “Libertadora”. Como muchos otros intelectuales, la “Revolución Libertadora” los había entusiasmado enormemente, pues la prensa y la libertad de expresión fueron castigadas con severidad por los gobiernos peronistas. Entre prohibir a cualquiera o tolerar a una prensa libre que, excusándose de libertad, ataca con malicia al gobierno de Perón, éste decidió lo primero. De tal suerte que la investigación de Walsh está señalando un asunto fundamental y decisivo en la temporalidad inmediata pero de alcances todavía mayores en los sucesos políticos posteriores, violentísimos y desbordados de horror. Al
escribir
Operación masacre,
Walsh
está
descubriendo
y
denunciando que la policía y los jueces, en una palabra el sistema de justicia argentino emanado de la “Libertadora”, está actuando de manera violenta e ilegal contra los peronistas. ¿Pero el gobierno peronista no había sido también violento con la oposición? Para responder esta interrogante, Feinmann no duda en señalar que sólo hubo un muerto en los nueve años de peronismo en el poder [1946-1955]. Raro en un “régimen autoritario y nazifascista”. Eduardo Jozami precisa que se trató de un suicidio (2006: 281). Dicho lo cual, Walsh ha fijado un resquicio oscuro
cuyas
investigaciones
demostrarán
cuán
profundo
como
fundamental será para la inmediatez y para los años venideros. 147
No debe perderse de vista que no se trata sino de la forma en que los vencedores del golpe del 55 han deliberado sobre qué hacer frente a los vencidos: no habrá negociación, habrá masacre. Así, entre más oscuro, tenso y violento transcurra el escenario político, más tensa será en Walsh la literatura y la política. Tanto lo será que hacia 1970 ya cuenta con una frase absoluta, lo que pone en cuestión la relativa autonomía de la producción cultural: en la Argentina no hay forma en que la literatura esté desvinculada de la política. “Te das cuenta que tenés un arma: la máquina de escribir. Según como la manejás, es un abanico o es una pistola, y podés utilizarla para producir resultados tangibles, y no me refiero a los resultados espectaculares, ...pero con la máquina de escribir y un papel podés mover a la gente en grado incalculable. No tengo la menor duda” (Piglia, 2013a: 516). Las tres investigaciones que Walsh realizará entre los años de 1957 a 1968: Operación masacre, Caso Satanowsky y ¿Quién mató a Rosendo? lo harán virar hacia el peronismo. Será sin duda la investigación que no concretó pero que transmutó en cuento, publicado en 1969, a propósito del símbolo más claro de aquella resistencia, Eva Perón, la que lo precipitará hacia él (Kraniauskas, 2000: 105-119; Jozami, 2006: 223, 228). Después, como lo resolvió su hija mayor, María Victoria, formará parte del movimiento armado Montoneros bajo el alias de Esteban. Será segundo oficial pero romperá con la conducción poco antes de su asesinato el 25 de marzo de 1977. En definitiva, esta descomposición de los cuerpos de justicia de los regímenes provenientes de la “Libertadora” la constata Walsh, como otros, al saber que los culpables de los fusilamientos clandestinos e ilegales que la investigación descubre: Desiderio Fernández Suárez, jefe de la policía de la provincia de Buenos Aires, y el coronel Rodríguez Moreno, hombre de aquél, siguen libres. De tal suerte que las dos posteriores ediciones del libro, la de 1964 y la de 1969, aunque existirá una tercera edición de 1972, hará que su autor la modifique tanto más precisa como menos literaria: supresión de epígrafes o de adjetivos y corrección de frases. E incorpore, además, agregados y notas sobre la 148
pérdida de tiempo que representa la cita con la justicia o con la reparación de daños. Ana María Amar Sánchez lo registra cuando observa que Walsh escribe ya en el prólogo de la edición de 1964 de Operación masacre: […] investigué y escribí en seguida otra historia oculta, la del Caso Satanowsky. Fue más ruidosa, pero el resultado fue el mismo: los muertos bien muertos, y los asesinatos probados, pero sueltos [...] Se comprenderá que haya perdido algunas ilusiones, la ilusión en la justicia, en la reparación. Hasta ...la conclusión a ¿Quién mató a Rosendo?: Hace años, al tratar casos similares, confié en que algún género de sanción caería sobre los culpables [...] Era una ingenuidad en la que hoy no incurriré [...] El sistema no castiga sus hombres: los premia[…] (2008: 172). ¿De qué trata Operación masacre? En una carta a su amigo Donald Yates, ya referida, el autor sintetiza lo que contiene su investigación: “Los hombres del grupo Livraga [el fusilado que vive] fueron detenidos a las 23 horas del 9 de junio, cuando aún no regía la Ley Marcial
[ley
que
pretendió
legitimar
la
neutralización
del
levantamiento encabezado por los militares Valle y Tanco]. La Ley Marcial se decretó a las 0.32 del 10 de junio. Es evidente que no podía aplicarse a hombres que estaban detenidos el día anterior. Ninguna ley es retroactiva (.) Si a esto se añade que esos hombres no fueron juzgados, que no actuaron en motín, y que la mayoría era inocente hasta en la intención, se comprende toda la magnitud del caso. Ignoro lo que decidirá el Tribunal Militar, pero me parece evidente que sólo tiene autoridad para castigar al jefe de policía de la provincia, y no para reparar los daños causados: es decir, indemnizar a los sobrevivientes y a los familiares de los muertos... Entretanto, el jefe de policía sigue en su puesto, impávidamente protegido por Aramburu” (Walsh, 2007: 40‒41). 149
¿Qué clase de texto es éste? El autor logró presentar la investigación periodística sirviéndose de componentes del clásico relato policial. Existe un enigma, se presentan evidencias y se esclarece la culpabilidad de los responsables. Es verdad que años después Walsh no sólo renegará de su inmersión en el relato clásico policial (Walsh, 2007: 15), género compuesto de un enigma, evidencias y la resolución, sino que no volverá a escribirlo pues respondía a un mero acto de imaginación, alejado de la realidad concreta (Feinmann, 2011b). Habría que apuntar que esta toma de distancia de Walsh responde también a las propias posibilidades e imposibilidades del género. Los personajes principales son los policías y los detectives; está implícito en los relatos que el orden o la ley o la justicia darán cuenta de los culpables. De tal suerte, el género no problematiza estas instituciones. Dicho de otra manera, ocurre que el relato clásico las omite o su fe reside en ellas. Si existe el interés por el tratamiento cuentístico del crimen es gracias al enigma que lo encierra o el desafío a la razón del detective encargado de resolverlo. Así, Daniel Hernández, el detective que creó Walsh en Variaciones en Rojo y que aparecerá en otros cuentos (Walsh, 1996; 2013), es un personaje marcadamente conservador. Al resolver los asesinatos, se deja implícito que la justicia recaerá sobre los culpables. Como corolario, inexistentes son los vínculos del crimen con la sociedad en la que ocurre. Dada la temática de Operación masacre, es claro que el género de enigma no podía responder a todas las exigencias con las que chocaba el curso de la pesquisa periodística. Sin embargo, si el género de enigma se expresa en el desmonte de las hipótesis regularmente validadas tanto por la policía como por los testigos principales frente a un crimen, su “deconstrucción” por parte del detective se lleva a cabo mediante el hallazgo de otros indicios, o indicios no vistos, que fundamenta una nueva hipótesis. Nuevo ordenamiento de hechos que resuelve el asesinato y da con el efectivo culpable. No debe dudarse que esta lógica o esta narratividad que configura, da sentido y resuelve los sucesos no le fueron indiferentes a Walsh para 150
escribir sobre los fusilados. En efecto, los sobrevivientes de los fusilamientos contienen nuevos indicios a recuperar y a ordenar. Y la hipótesis de su existencia nunca había sido enunciada porque todo el sistema de justicia argentino no estaba interesado en poseer ninguna: el caso había pasado prácticamente invisible y había sido silenciado. De tal suerte, la investigación ofrece otra hipótesis que no sólo esclarece los hechos sino que da con los culpables: la policía misma, los jueces mismos, el orden mismo. Al escribir Operación masacre, Walsh está operando con una disposición que semeja la escritura de sus primeros cuentos policiales. Cree que es posible encontrar con un tipo de justicia. Él mismo lo escribió así. “Yo libraba una batalla periodística como si existiera la justicia, el castigo, la inviolabilidad de la persona humana” (Ferro, 2000: 145). En resumen, más que rechazarlos o despreciarlos, más bien potenció rasgos del policiaco y, junto con otros recursos, construyó otro saber (Jozami, 2006: 75). Una investigación particular se dedicó a mostrarlo: Rodolfo Walsh: del policial al testimonio (Bocchino et al, 2005). La principal fuerza literaria de Operación masacre es que no existe en la voz narrativa intención alguna de explicar lo que va ocurriendo. De esta manera los hechos relatados y los testimonios ofrecidos, las pruebas y los fragmentos que van enterando al lector (acaso al autor que los escribe), hacen del relato uno de impacto, de sorpresa y de indignación (Jozami, 2006: 82). Sin embargo, Operación masacre posibilita más de una lectura. Tanto más porque su autor lo escribió tres veces y, sin duda, los contextos de lectura del texto van configurándole significados diversos o diferentes a los originales. Como muchos otros intelectuales, Walsh no era peronista en 1957, pero el texto será uno fundamental para los propósitos de la llamada “resistencia peronista” [1955-1973]. Esta es una muestra fehaciente de que los propósitos de un autor difieren con los que tendrá la posterioridad y una más de las tensiones entre los contextos de lectura y los propios del autor (Hodden, 2003). Roberto Ferro (2000: 139-166) apunta las vicisitudes y los trajines del escritor en los momentos de la búsqueda de los otros fusilados vivos. 151
El primer contacto y el aseguramiento de la confianza y las entrevistas. El contacto con otros testigos y familiares, el hallazgo de los rastros policiales y el cambio de identidad de Walsh, la muda de casa y la posesión
de
las
escasas
denuncias
que
se
habían
hecho.
La
reconstrucción in situ de los fusilamientos y la ordenación de las versiones contradictorias y la dotación de un sentido general. La decisión sobre la escritura de los hechos y el contacto con los (escasos) medios impresos que darían divulgación de la masacre. En octubre de 1967, Walsh concedió una entrevista a la revista Siete días. Su interlocutor le cuestiona sobre los riesgos que asumió Walsh en la investigación. […] tomé muchas precauciones para no correr riesgos. Fueron a buscarme a mi casa, en La Plata, y yo no estaba. Publiqué entonces una carta, aprovechando que en ese momento se había levantado el estado de sitio, yo a mi vez amenazaba al jefe de policía y le decía que sabía que me estaba buscando clandestinamente, sin orden de juez, y que si él o sus hombres me llegaba a encontrar me iba a resistir con los medios que dispusiera. Y no se animó a buscarme[…] (Walsh, 2007: 145-146). Operación masacre desglosa una forma particular de hacer partícipe al lector pues éste sabe lo que está ocurriendo mediante las voces
de
los
testimonios
o
las
versiones
(contradictorias)
que
proporcionaron sobrevivientes y allegados al fusilamiento. A través, además, de los registros policiales, así como declaraciones escritas obtenidas mediante interrogatorio que efectuaron algunas instancias de policía. De tal suerte, no es un relato lineal ni cronológico, sino que hace de la narración una comunicación fragmentaria y el suspenso con el que se van sucediendo los hechos. La trama de enigma y de expectación hace tensión en el lector a lo largo de la historia. Piglia lo describió así: “El relato gira alrededor de un vacío, de algo enigmático que es preciso descifrar, y el texto yuxtapone rastros, datos, signos, hasta armar un 152
gran caleidoscopio que permite captar un fragmento de la realidad” (Piglia, 2000: 14). En otro lugar, Piglia subraya la brevedad con la que se manufacturan las historias investigadas: “la rapidez, la temporalidad quebrada, es decir, la capacidad de construir la historia a partir de mínimas situaciones, escenas fugaces, líneas de diálogo, cartas, elipsis. No hay un desarrollo lineal..., el relato avanza en ráfagas, con grandes cortes y escansiones, en destellos de acción, instantáneos” (Piglia, 2013b: 11). Walsh desarrolló una postura que borró fronteras entre dos “artes menores”: el periodismo y el relato policial. Dos géneros para apropiarse en términos narrativos y cognoscitivos de una realidad que en época de crisis no respetaba ya la verosimilitud. Los hechos que documenta Walsh exceden por mucho lo creíble. Piense en el binomio “un fusilado que vive”. ¿Qué clase de realidad contiene esta expresión? Esta inverosimilitud de los hechos reales exige una nueva forma, si se quiere nueva técnica de escritura, para resolver del mejor modo este desafío a Walsh. ¿Cómo contentarse con las posibilidades de lo verosímil si los hechos narrados fueron reales? Aquí reside la importancia del periodismo que, lejos de toda ficción, va en busca de testimonios y pistas comprobables. Pero es un periodismo que busca el tratamiento de la complejidad de los hechos no mediante el frío distanciamiento y la objetividad sino a través de un compromiso y de un “artificio literario”. Porque ni el reportaje ni el periodismo de investigación se plantean la reflexión de la forma escritural para atender otras funciones de un texto: la expectación y el suspenso, la indignación y las propiedades textuales que sólo el género policial no sólo ofrece sino que explota al máximo (Amar Sánchez, 1994; 2008). En las orillas de los años de 1960 Walsh se volcará obsesivo en la investigación periodística mezclada de literatura cuyo compromiso es mostrar cómo ocurrieron hechos que la prensa de su tiempo olvidó o intentó censurarlos. Compromiso que debate la frontera entre lo esperado y lo no esperado en términos de las consecuencias políticas de sus textos. Obsesión que se confirma con las treinta y dos notas en la revista Mayoría, entre junio de 1958 y enero de 1959, acerca del asesinato del 153
abogado judío Marcos Satanowsky que defendía la propiedad del diario La Razón. Como lo recuerda Roberto Ferro, prologuista de la tercera y última edición, Caso Satanowsky no fue publicado en principio como un libro sino hasta 1973. El prólogo de la primera edición explica en breve de qué trata el libro: “A diferencia de otros libros de Walsh, Caso permaneció inédito durante 15 años. A fines de 1958, dice el autor, ya era claro que el gobierno de Frondizi se hacía cómplice de todo lo actuado por la Revolución Libertadora. En esas condiciones no valía la pena reeditar la serie publicada en Mayoría. El Caso... reveló la profunda corrupción de un régimen que intentaba resolver mediante el grupo parapolicial, armado por la SIDE [Servicio de Inteligencia del Estado], la propiedad del diario La Razón. Semana tras semana, generales, almirantes y jueces soportaron impávidos la campaña de un periodista que los acusaba de asesinato, extorsión y encubrimiento. Triunfó el silencio, la impunidad. Pero la historia es hoy más ejemplar que en 1958: los que mataron a Satanowsky son, de alguna manera, los que gobernaron el país hasta el 25 de mayo de 1973 [el día que Héctor Cámpora asume la presidencia tras elecciones presidenciales completamente libres]. Aprender a conocerlos, es impedir que vuelvan.” (Walsh, 1997, prólogo). Marcada
por
la
crónica
y
la
investigación
periodística
a
profundidad: búsqueda de testimonios, confesiones y pruebas policiales, Caso Satanowsky está hecho con base en fragmentos, aunque el transcurso del relato no se entorpece. Utiliza distintos recursos escriturales para contar la historia: diálogos reales y uno ficticio (Walsh, 1997: 66), descripciones y ambientaciones, crónica de eventos y comentarios explicativos, testimonios o archivos policiales. Hace de esos fragmentos una trama que mantiene en tensión al lector: lo es en la medida en que se va enterando del móvil y del cómo del asesinato, de cómo se planeó el mismo y el rastreo para hallar con los hacedores 154
materiales del crimen. En la misma tesitura que Operación masacre, las propiedades ya advertidas del policiaco sirven para configurar la investigación periodística. Pero a diferencia de aquella, las voces no son las voces de “los sin voz”, sobrevivientes y allegados, sino las del abogado y los policías, los jueces y los culpables. Notable es la cantidad de datos encontrados, a veces dispersos y otras puntuales, que van dando verdadero contenido a la historia, que la van llenando tanto de verdad como de indignación y sorpresa. La narración sostiene que el asesinato respondió, en primer lugar, a la ineficacia de sobornarlo, aminorarlo o comprarlo en el caso jurídico que el abogado defendía. El gobierno emanado de la “Libertadora” pretendía primero apropiarse del diario mediante presiones sucias y luego extorsión directa a Satanowsky. Estas maniobras formaban parte de otras para controlar la opinión pública a través de la prensa. Satanowsky no había cedido y su derrota jurídica, la juzgaba, estaba lejos de efectuarse porque un contrato sostenía la propiedad legítima de los dueños del diario. Caso Satanowsky no se agota sólo en la reconstrucción del asesinato ni en los móviles del mismo, sino también lo hace con las secuelas y el descubrimiento de los asesinos. Caso denuncia la red de corrupción y criminalidad que caracterizaba los “aparatos” de justicia del gobierno de la “Libertadora”. La investigación muestra fragmentos de cómo fueron aclarándose más o menos partes del rompecabezas. De cómo la administración de justicia entorpecía de muchas maneras la identidad de los culpables. Cómo negaba pruebas y cómo enturbiaba todo el proceso de escrutinio. Walsh enumera así las conclusiones de su investigación: “fue un crimen oficial, hubo pasividad judicial, hubo encubrimiento policial, el Huaso fue uno de los ejecutores materiales, el móvil del crimen giró en torno a la propiedad de La Razón, debe aclararse la intervención del dúo Gandhi-Molinari, debe aclararse la intervención del general Cuaranta” (Walsh, 1997: 121). La mayor parte de la investigación de Walsh se vio confirmada cuando apareció un testigo clave: la mujer de uno de los asesinos. La confesión resolvió detalles y confirmó las principales hipótesis y condujo 155
al paradero de uno de los implicados: Pérez Griz. Walsh logró entrevistarlo y obtener confesión en una cárcel de Paraguay, país donde se lo apresó no en razón del caso aludido sino por su implicación en los planes de asesinar al entonces presidente Arturo Frondizi. Walsh lo caracteriza así: […]reparemos en este tipo de hombre que sin emoción provoca sufrimiento pero se emociona cuando lo padece, que vive la vida como un juego y no aguanta la derrota, que se arriesga en un momento de bravura y se desmorona en la primera bofetada: prototipo del lumpen fascista sin ideales ni lealtades que durante veinte años llenará los cuadros de la represión[…] (Walsh, 1997: 137). Aunque las pruebas contaban con su peso y no habían sido menores las anomalías de la policía, juzgados y militares implicados y denunciados, el caso quedó impune. De especial interés resultan las cavilaciones a propósito de su irresolución. Con lucidez, Walsh reflexiona sobre cómo los servicios de espionaje y contraespionaje, represión y policiales han debido convertirse en más profesionales o más eficaces, dificultando y minando así los quehaceres de un “periodismo libre y autónomo”. Sobre todo aquel que se propone desenmascarar abusos y delitos oficiales, no así, desde luego, el periodismo que opera a favor del establishment o que sucumbe frente a él. En conclusión, el fallido intento de compra ilegal de La Razón por parte de los servicios afines al estado, tropelía que le costó la vida al abogado Satanowsky, logró evidenciar la aplanadora con la que la prensa sucumbía ante los gobiernos emanados de la “Libertadora”. Transcurridos poco más de diez años desde que se difundieron las notas originales de Operación masacre, así como de Caso Satanowsky, en 1968 aparecerá su tercera investigación periodística. Entre el hallazgo testimonial y las pruebas policiales se compaginarán nuevamente con la literatura. Hay, sin embargo, cambios importantes en la vida de Rodolfo Walsh. Triunfante la revolución cubana en 1959, Walsh viajó a la isla y 156
estuvo fuertemente vinculado en la creación de una agencia internacional de noticias cuyo principal propósito fue combatir desde el periodismo el bloqueo a Cuba. Frente a los acontecimientos que enmarcaron los primeros pasos de la revolución cubana, Walsh recurre, una y otra vez, a sus mejores habilidades como periodista: la rapidez y la exactitud. Gabriel García Márquez lo recuerda como aquel hombre que se adelantó a la Central Intelligence Agency, pues con algunos libros que compró de criptografía en Cuba y sin ninguna experiencia en el particular, Walsh desenmarañó un mensaje cifrado que anunciaba el ataque de Playa Girón desde Guatemala (García Márquez, 1994; Lafforgue, 2000: 228). No ha dejado de escribir cuentos y en la revista Vea y Lea han sido publicados más de diez, algunos con el seudónimo de su detective Daniel Hernández. La escritura del relato breve se confirma asimismo con Cuentos para tahúres de 1962, aunque los relatos que lo componen no serán publicados reunidos sino después de su muerte. Los oficios terrestres verán luz en 1965 y Un kilo de oro en 1967. Además, ha sido más de una vez condecorado con menciones importantes en concursos de cuento policial en Argentina. Publicado en el semanario militante CGT de los Argentinos en 1968, cuya dirección la ejercía el propio Walsh a demanda expresa de Perón, con quien el escritor se había entrevistado en Madrid, ¿Quién mató a Rosendo? es claro testimonio del vínculo que establece el autor con el sindicalismo militante peronista. El semanario publicó en total cincuenta números y desapareció en junio de 1969. Quizá por la lentitud con la que marchaba su “comprensión teórico política” —Walsh había escrito en su retrato autobiográfico: “Soy lento, he tardado quince años en pasar del mero nacionalismo a la izquierda” (2013: 496)—, Walsh demoró en adherir al peronismo. Pero si lo llevó a cabo fue vía el mundo de los obreros militantes. En este mundo Walsh descubrió gente consciente de su militancia, claro de su identidad o personajes reacios del pactismo y de la negociación. Walsh testimoniaría: “Antes, en el 56, viví desde afuera la encarnizada persecución del peronismo. Ahora la vivía desde adentro, compartiendo las luchas y las persecuciones, las torturas de cientos de 157
compañeros, la clausura del periódico. A mí me convencieron los hechos” (Fossati, 1994: 157). Marcado sin lugar a dudas por los dos gobiernos peronistas, ese mundo, tras el 55, había sido condenado a la conciliación que propugnaban sus nuevos líderes, peronistas, cierto, pero sólo en el discurso y más bien aliancistas de facto con los gobiernos emanados de la “Libertadora”. No debe perderse de vista que desde la caída de Perón la contracción de la participación de los trabajadores en la riqueza nacional se había dado en un cuarenta por ciento del PIB. El líder más representativo de esta tendencia pactista, pero respaldada por buena parte de sindicatos, fue Augusto Timoteo Vandor. Sin embargo, lejos de un idilio entre los líderes gremiales vandoristas por una parte y las patronales y los gobiernos por otra, lo cierto fue que el peronismo combativo de los sindicatos, que era numeroso, se debatía en oscuras circunstancias. Dirigida al militante obrero, ¿Quien mató a Rosendo? sirvió en la batalla entablada entre la CGT de los Argentinos, organización independiente de sindicatos peronistas bajo el líder Reimundo Ongaro, contra el llamado vandorismo. Sindicalismo éste que hacía del fraude, el guiño a la patronal y el despido de trabajadores militantes sus métodos de control. Se apunta en el prólogo del libro: “Su tema superficial es la muerte del simpático matón y capitalista de juego que se llamó Rosendo García, su tema profundo es el drama del sindicalismo peronista a partir de 1955 (.) No hay, pues, una línea de esta investigación que no esté fundada en testimonios directos o en constancias del expediente judicial” (Walsh, 1985, prólogo). Fueron los asesinatos de militantes obreros en un bar en la calle La Real de Avellaneda el corazón de la investigación que, de no haber sido escrita, hubiesen sido acontecimientos marginales para los discursos dominantes que procesaban la información pública. Caso que hubieran quedado relegados a la oscuridad, condenados al olvido. “Si alguien quiere leer este libro como una simple novela policial, es cosa suya. Yo no creo que un episodio tan complejo como la masacre de Avellaneda 158
ocurra por casualidad” (Walsh, 1985: 9). Eduardo Jozami apunta: “Obsesionados por no perder el lugar cada vez más cómodo que ocupan, los burócratas sindicales recurren a un macartismo elemental y en ese camino se descubren aliados de las patronales. Ya no es sólo cuestión de aprietes y patotas; los métodos de los nuevos dirigentes mimados por los grupos de poder pueden ser más sofisticados. Así reforzado, en la medida que el vandorismo desarrolla su hegemonía, “el aparato —escribe Walsh— es todo: se confunde con el régimen, es la CGT y la federación patronal, los jefes de policía y el secretario del Trabajo, los jueces cómplices y el periodismo elogioso” (Jozami, 2006: 234). En entrevista a Walsh, se le pregunta cómo consiguió que los implicados de la investigación de Rosendo hablaran: “En eso tiene que ver la gente con la que yo hablo para reconstruir la historia. Esa gente es excepcional (.) Son excepcionales porque son militantes con un alto grado de conciencia política” (Walsh, 2007: 145-146). En 1972 Walsh lanzó la cuarta edición de Operación masacre con el agregado del guión de la película del libro, que se estrenará un año después, y el texto sobre “Aramburu y el juicio histórico”. El general Pedro Aramburu, retirado y ex presidente de facto, también responsable de los fusilamientos del 9 de junio de 1956, habrá sido asesinado por la organización militar Montoneros. Casi cuarenta años después, Feinmann novelará el secuestro y el asesinato, el instante antes del disparo justiciero (2009: 240). Porque escribe ¿Quién mató a Rosendo? Walsh formará parte de las bases obreristas del peronismo. Es el ejercicio periodístico lo que le permite afianzar lazos. No sólo es el semanario de la CGTA sino su participación en la creación de periódicos locales, hechos para las villas miserias y redactados por habitantes a los que Walsh instruía o capacitaba. En 1973 Walsh editó el libro Caso Satanowsky, como se ha dicho, y publicó “Un oscuro día de justicia”. Cuento que había escrito en 159
los días que siguieron a la muerte de Ernesto che Guevara. Relato de gran lucidez, que David Viñas considera “el cuento más sagaz de la literatura argentina” (1994: 337), en el que critica la figura del líder y sostiene que es el pueblo el que debe responder y decidir por sí mismo (Feinmann, 2011a). Es fácil concluir que no está pensando sólo en Guevara sino en el retorno de Perón a la presidencia, que se producirá en la inmediatez. Walsh apunta sobre su cuento: “el pueblo aprendió que estaba solo y que debía pelear por sí mismo y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza (.) Creo que ...lo que ellos [los internos] aprenden es que ...en una segunda instancia, si es que ellos se la quieren cobrar con respecto al celador, se tienen que combinar entre ellos, y ellos cagarlo a patadas entre todos. Ésa es la lección” (Piglia, 1994: 62-64; 2013a: 508-509). En 1973 Walsh comienza su participación en la organización Montoneros. Junto con su amigo, el poeta Francisco Urondo, sus principales actividades giran en torno a la fundación y redacción de Noticias, un diario que expresa los puntos de vista de Montoneros. Será clausurado hacia agosto del siguiente año y tuvo una tirada diaria de 130 mil ejemplares. Acaecido el golpe militar, en junio de 1976 formará parte de la Agencia Clandestina de Noticias desde donde se denunciaron atrocidades y negociados de la dictadura militar. En septiembre de 1976 sabrá la caída en combate de su hija María Victoria. En la inmediatez al hecho, Walsh escribirá dos cartas dirigidas a sus amigos (1994a; 1994c). Al proveerse de un testimonio de un soldado que la vio morir, el escritor narra: “De pronto... La muchacha dejó la metralleta, se asomó de pie sobre el parapeto y abrió los brazos. Dejamos de tirar sin que nadie lo ordenara y pudimos verla bien (.) recuerdo la última frase, en realidad no me deja dormir. ‘Ustedes no nos matan, dijo, nosotros elegimos morir’ ” (Walsh, 1994c: 191). Las diferencias que sostiene Walsh con la dirigencia de Montoneros sobre la política a seguir dada la ofensiva de terror y la derrota de la organización en términos de fuerza militar lo llevarán a la ruptura. Como escritor, no dará otro texto hasta su “Carta de un escritor a la Junta 160
Militar”, difundida el 24 de marzo de 1977, a un año exacto del golpe. Carta ejemplo de periodismo denunciante y riguroso dadas las circunstancias. En el texto Walsh ofrece cifras muy atinadas sobre el horror que ha hecho la dictadura y afirma contundente que el régimen ha llevado a cabo una racionalidad nunca antes vista de la miseria y del terror sobre el pueblo argentino. Como escritor, será lo último que escribe: “Éstas son las reflexiones que en el primer aniversario de su infausto gobierno he querido hacer llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguido, pero fiel al compromiso que asumí hace tiempo de dar testimonio en tiempos difíciles. Rodolfo Walsh. CI. 2.845.022” (Walsh, 1994b: 253). Walsh ha depositado los papeles en algún buzón y se dirige a la estación Constitución. Camina rápido. En el bolsillo guarda copias de la carta y una identidad falsa como profesor retirado. En la entrepierna lleva consigo una pistola Walter PPK, calibre 22. Un grupo de militares de la Escuela de Mecánica de la Armada lo ha detectado. El cerco a los miembros de la guerrilla ya no es cuestión de azar. Le hacen el alto. Walsh no duda. Un militar falla en el intento de derrumbarlo con su cuerpo. Walsh se protege en un árbol, dispara. Numerosos y mejor armados, los militares lo acribillan.
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BIOGRAFÍAS
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HUGO FRANCISCO RIVELLA
Hugo Francisco Rivella nació en Rosario de la Frontera, Provincia de Salta, Argentina. Tiene una extensa obra poética literaria y musical. Ha obtenido premios a nivel nacional e internacional, entre ellos Primer Premio Poesía, Tercer Certamen Literario Universidad Nacional de Córdoba, año 1977; Primer Premio Poesía, Segundo Certamen Nacional Club de Jóvenes de la UNESCO Capital Federal, Buenos Aires,1984; el Primer Premio de Poesía Juegos Florales Hispanoamericanos y de Panamá, Quetzaltenango, Guatemala, 1985; el Segundo Premio de Poesía, Fondo Nacional de las Artes, Buenos Aires 2001; el Primer Premio de Poesía Ilustrada Jorge Barón Biza, Córdoba 2001. Primer Premio Fondo Nacional de las Artes, Concurso de Canciones de Raíz Folklóricas, Cap Fed, Buenos Aires, año 2004; Primer Premio en el V Concurso Nacional de la Zamba, Salta, Secretaría de Cultura de la Provincia, Año 2005; Primer Premio Poesía para Autores Éditos, Secretaría de Cultura de la Provincia de Salta, 2006; Primer Premio Poesía Concurso Bianual para Poetas Éditos, Secretaría de Cultura de la provincia de Salta, 2008; Primer Premio Concurso Provincial de La Copla, Secretaría de Cultura de la provincia de Salta, 2008; Primer Premio Poesía, IV Certamen 168
Internacional de Poesía, Verso Digital, Jaen, Andalucía, España, 2009. Recientemente ha ganado el XXXVII Premio Leonor de Poesía de la Diputación de Soria, España. Ha publicado, entre otros poemarios, Algo de mi Muerte, Rosario de la Frontera, Salta, 1981; La Memoria del Fuego, Córdoba, 1982; Agua de mis manos, con el apoyo del FNA, 1995; Cristales en el Río (cancionero), VacaNarvaja ed., 1999; Caballos en la Lluvia, FNA, Alción Editora, Córdoba, 2003; Zona de Otros Días, Secretaría de Cultura, Salta, 2007 Yo, el Toro, Alción, Córdoba, 2008.
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MARIANA VACS
Mariana Vacs nació en Rosario, Argentina. Gestora Cultural. Participó en Encuentros de Poetas en México, Costa Rica, Panamá, Colombia, Ecuador, EEUU, Puerto Rico y Argentina. Colaboró en diversas antologías, revistas y publicaciones literarias de Argentina, Latinoamérica, EEUU y España. Publicó “Infimo Infinito”, Ed. Tantalia, Buenos Aires, 2006 y “Espina de Maguey”, Editorial El Mono Armado, Buenos Aires, 2012. “Nadie muere en su sueño” fue editado en México (Ed. Diablura, 2016) y en Puerto Rico (Ed. Trabalis, 2017). La antología personal “Palabras Gitanas” fue publicada en 2017 por Editorial La Chifurnia de El Salvador. En 2018 fue traducida al francés por Remy Durand y Ada Mondès y se publicó la plaquette Nadie muere en su sueño, edición bilingüe en Editorial Encres Vives, Francia. La Editorial Corazón de Mango de Colombia publicó en 2018 una antología personal junto a la poeta Marta Cwielong, con el título “Dos poetas de Argentina”. Contacto: maruvacs@hotmail.com
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PEDRO ANDREU
Pedro Andreu (Palma de Mallorca, España, 1976) es autor de una extensa obra poética, compuesta, entre otros títulos, por Anatomía de un ángel hembra, El frío, Alquiler a las afueras, Laura y el Sistema o Alas calibre 38. Ha publicado dos novelas: El secadero de iguanas, de la que acaba de rodarse un largometraje independiente, y Dátrebil. Ha obtenido diversos premios literarios, como el Cafè Món, el Blas de Otero o el I Premio Internacional de Novela Fantástica. Web y redes: www.pedroandreu.com Instagram: https://www.instagram.com/pedroandreu_juglarenparo/?hl=es Facebook: Perfil personal: https://www.facebook.com/juglarenparo Fan page: https://www.facebook.com/juglarenparo2/ Twitter: https://twitter.com/pedroandreupoet
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CAROLINA MASSOLA
Carolina Massola es poeta y traductora de francés por el IES en Lenguas Vivas. Nació en Buenos Aires, ciudad donde reside. Perfeccionó sus estudios de francés en Francia – Sorbona (París IV). A su regreso cursó estudios de Letras en la Universidad Nacional de Buenos Aires. Algunos de sus poemas han sido publicados en la Revista de poesía de Madrid El Alambique, en la revista Prisma N°12 de la Fundación Internacional Jorge Luis Borges y en la Revista de poesía francesa ARPA Nº115-116. En 2009 publicó Estado de gracia, libro de poesía incluido en la colección Fénix de Ediciones del Copista (Córdoba). En 2013 publicó el libro de poesía La mansedumbre del pez en Zindo & Gafuri (Buenos Aires). Ambos libros traducidos al francés por Yves Roullière. En 2016, algunos de sus poemas fueron incluidos en el libro Arpegio de la colección “Rapsodia, ensamble de voces”, publicado por Ediciones El Mono Armado. En el mismo año publicó su último libro de poesía Planetaria por el sello Modesto Rimba. Actualmente trabaja en dos proyectos de traducción y en la corrección de su próximo libro de poesía. Dirige los siguientes blogs: http://lacitedesmiroirs.blogspot.com.ar/ http://esquirlassobreelpuente.blogspot.com.ar/ 172
DIEGO ALFARO PALMA
Diego Alfaro Palma (Limache, Chile, 1984) publicó los libros de poemas Litoral Central (Audisea | Pez Espiral, 2017), Tordo (Ediciones del Dock, 2016 | Editorial Cuneta, 2014) y Paseantes (Ed. Temple, 2009), la plaquett Los sueños de los sueños de Kurosawa (Cuadro de Tiza, 2017) y el libro-objeto Bolsas (Hojas Rudas, 2017). También realizó la antología de la Poesía reunida de Cecilia Casanova (Ed. Universidad de Valparaíso, 2014) y reeditó la Antología de Ezra Pound en Chile (Universitaria, 2011). Tradujo El pensamiento zorro, prosa de Ted Hughes (Limache250, 2013) y El copyright es para policías (Alquimia, 2018), manifiestos del artista callejero Banksy. Sus ensayos han aparecido en El horroroso Chile. Ensayos
sobre
las
tensiones
políticas
en
la
obra
de
Enrique
Lihn (Alquimia, 2014) y en revistas de Chile y el extranjero. Su libro Tordo recibió el Premio Municipal de Santiago en 2015 su traducción al inglés por el poeta Lucian Mattison fue seleccionada por la Academia Norteamericana de Poesía (poets.org) en 2018.
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CARLOS PEREIRO
Carlos Pereiro nació en Sarandí en 1953. Publicó: Matar los perros (cuentos, 1983/86), Tres cuatros (nouvelle, 1990), El día para siempre (cuentos, 1995, 2º Premio Fondo Nacional de las Artes), El incidente (novela, 2003), El destino (novela 2006/2012/2018, 3º Premio fondo Nacional de las Artes, Finalista Certamen “Clarín” de novela). Fundó y dirige, desde 1989, Ediciones del Dock.
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MANUEL GONZÁLEZ LÓPEZ
Manuel González López nació en Buenos Aires, en 1964. Publicó dos libros de cuentos: Las ramas quebradas (2003) y Caballo negro (2007). Su cuento “La hermana” se publicó en la revista literaria El interpretador, en 2005; en el año 2011, el número 54 de PROSPEKTIVA RIVISTA LETTERARIA incluyó, traducido al italiano, su cuento “Besos en el aire”. Radicado en España desde el año 2003, vivió en las ciudades de Santiago de Compostela y Vitoria Gasteiz. Al margen de las cuestiones literarias, ha realizado extensos viajes en moto en los que ha recorrido España, Italia, Francia y Grecia. En la actualidad reside en Barcelona, ciudad desde la que dirige Costanza Revista Literaria.
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FERNANDO BELTRÁN
Fernando Beltrán (Ciudad de México, 1981) es candidato a doctor en sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus últimas contribuciones fueron publicadas en la Revista Mexicana de Sociología (“Ernesto Sabato, un retrato biográfico”, vol. 79, no. 4, oct-dic, 2017, pp. 785-809) y en Destiempos. Revista de curiosidad cultural (“Literatura, historia y política en Paco Ignacio Taibo II”, no. 59, septiembre, 2017, pp. 49-72). Ha ensayado sobre Pablo González Casanova y Rodolfo Walsh. Sus principales intereses se encuentran en el comercio entre el ensayo y la ficción.
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COLABORACIONES: Costanza Revista Literaria publica textos de poesía, cuento y ensayo sin restricciones en cuanto a su extensión, generación de sus autores o tema. Quienes deseen enviar sus obras deben hacerlo, aclarando en el asunto del mensaje el género al que pertenece dicho texto, a la siguiente casilla de email: colaboraciones.costanza@gmail.com
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PrĂłximo nĂşmero: junio 2019
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